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1.

La complicada cuestión del poblamiento de América


Partiendo de la base de que África es la cuna de la humanidad, que desde ahí se
expandió y colonizó las regiones más remotas del mundo, cabe preguntarse cómo
y cuándo llegó la especie humana al continente americano. ¿Fue a través del
estrecho de Bering? ¿O a través del océano Pacífico desde Polinesia y Australia?
¿O fue a través de la Antártida? También se ha propuesto la teoría del origen
autóctono de la población americana. Sin embargo, cada vez resulta más evidente
que la presencia humana en América es mucho más antigua de lo que se creía. Los
últimos hallazgos en el Parque Nacional Sierra de Capivara, al sudeste del estado
de Piauí, en Brasil, así lo confirman, pero también en tantos otros lugares de
América. En el yacimiento arqueológico de Toca da Tira Peia, situado en un abrigo
rocoso del mismo parque, se han encontrado vestigios que atestiguan la presencia
humana en la zona hace 22.000 años.
A mediados del siglo XX, la teoría del poblamiento tardío fue aceptada por una
buena parte de la comunidad científica, especialmente vinculada al Instituto
Smithsonian. Las famosas puntas de lanza y otras piezas halladas en los años
veinte y treinta cerca de la localidad de Clovis, en Nuevo México (Estados Unidos),
que tienen unos 13.000 años de antigüedad, fueron atribuidas a la llamada cultura
clovis, que fue considerada la más antigua del continente americano. Esta teoría
sostiene que unos pueblos cazadores y nómadas procedentes de Asia habían
cruzado a pie el estrecho de Bering durante el último período glacial, en que se
produjo el descenso del nivel del mar. Atravesaron este puente de tierra que unía
ambos continentes y avanzaron por un corredor libre de hielo hasta el interior de
América. Si el poblamiento del continente se efectuó de norte a sur es evidente que
los asentamientos más antiguos deberían localizarse en el norte del continente.
«En América del Norte hay muchos sitios arqueológicos que tienen más de 13.000
años y, por tanto, son más antiguos que los de la cultura clovis. Sin embargo, el
peso de este modelo sigue siendo demasiado grande como para que se acepte un
período preclovis», explica el arqueólogo francés Eric Boëda, de la Universidad
París X Nanterre, a Historia National Geographic. «Lo importante es que este
modelo está siendo cuestionado poco a poco, mediante nuevos indicios y análisis»,
añade.
Eric Boëda participa en excavaciones desde hace más de 30 años, en Francia,
África, Oriente Próximo,China y, desde hace siete años, en Brasil. Ha excavado
sitios arqueológicos de dos millones de años y de 4.000 años de antigüedad, y en
diferentes contextos sedimentarios: en grutas, en abrigos rocosos, en terrazas
fluviales o en loess, un tipo de sedimento depositado por el viento. «Esta experiencia
ganada en tantos años de trabajo me ha aportado un conocimiento pluricontinental
sobre artefactos prehistóricos. La experiencia te dice que en la industria lítica hay
universales que trascienden las culturas y los períodos. Mis colegas coreanos o
chinos reconocen las características antrópicas de los materiales que les muestro,
pues son las mismas que tienen sus artefactos», destaca Eric Boëda. «Si funcionas
con un solo esquema o modelo nunca verás lo que es diferente», comenta.
El equipo arqueológico dirigido por Eric Boëda y Christelle Lahaye, de la Universidad
Michel de Montaigne Burdeos 3, ha hallado herramientas de piedra en Toca da Tira
Peia que, según la datación por luminiscencia ópticamente estimulada, tendrían
unos 22.000 años de antigüedad. Algunos críticos, partidarios de la teoría del
poblamiento tardío, opinan que las piedras talladas que se han descubierto podrían
ser el resultado de un deslizamiento de rocas o incluso podrían haber sido
elaboradas por los monos capuchinos. «Lo más gracioso de estas críticas, y
también lo más desolador, es que todas ellas se fundamentan en ideas que no
tienen ningún rigor científico y que se han ido transmitiendo de investigador en
investigador», protesta Boëda.«En Toca da Tira Peia nunca hubo sedimentos
marinos y, por tanto, no pueden haber piedras de cantos rodados que caen o que
vuelan como pájaros. Por otro lado, hay un profundo desconocimiento de los
estudios etológicos sobre los monos capuchinos del Parque Nacional Sierra de
Capivara, que se desarrollan desde hace una década. Los estudios demuestran que
los monos no fracturan voluntariamente la roca produciendo los cantos rodados. La
fracturación existe, pero como consecuencia de un acto de escarbar o partir frutos
y no con la intención de tallar una roca de forma uniforme», argumenta. «Y como he
dicho anteriormente, las mismas industrias líticas se reproducen en China y en
Corea, por lo que no podemos afirmar que los hombres prehistóricos chinos o
coreanos fueran monos...», ironiza.
«La datación por luminiscencia es un método fiable para datar un sitio arqueológico.
En el caso de Toca da Tira Peia estamos muy seguros de que la edad de los
sedimentos es la misma que la de los artefactos. En este sitio hemos realizado
muchas mediciones y pruebas, hemos tenido en cuenta las condiciones
medioambientales y también las posibles variaciones de humedad en el suelo»,
explica Christelle Lahaye a Historia National Geographic.
«Actualmente estamos excavando en tres sitios arqueológicos pleistocénicos; uno
de ellos es Toca da Tira Peia. Estos tres sitios atestiguan una edad de entre 25.000
y 17.000 años. Se ha escrito un artículo, que aún no se ha publicado, sobre otro de
estos sitios, llamado Vale da Pedra, en el que hemos realizado más de veinte
dataciones, utilizando dos métodos distintos. Además, disponemos de resultados
que demuestran que los artefactos sirvieron para cortar vegetales, para descarnar
y para rascar el hueso», concluye Eric Boëda.
BRASIL
2. Cómo se pobló América
El rostro del primer americano es el de una desafortunada adolescente que murió
al caer en una cueva de la península de Yucatán hace entre 12.000 y 13.000 años.
Su desgracia es la suerte de la ciencia. La historia de su descubri-miento empieza
en 2007, cuando un equipo de submarinistas mexicanos dirigido por Alberto Nava
hizo un hallazgo asombroso: una inmensa caverna sumergida a la que llamaron
Hoyo Negro. En el fondo del abismo, sus focos revelaron la existencia de un lecho
de huesos prehistóricos, entre los que había por lo menos un esqueleto humano
casi completo.
Nava informó del descubrimiento al Instituto Nacional de Antropología e Historia de
México, que reunió a un equipo internacional de arqueólogos y otros especialistas
con la finalidad de investigar la cueva y su contenido. El esqueleto –bautizado
cariñosamente como Naia, en honor de las náyades o ninfas acuáticas de la
mitología griega– resultó ser uno de los más antiguos que se habían encontrado en
el continente americano, y el primero que estaba lo bastante intacto como para
procurar las bases de una recons-trucción facial. Los genetistas pudieron incluso
extraer una muestra de ADN.
En su conjunto, estos restos podrían ayudar a explicar el eterno misterio del
poblamiento de América: si los indígenas americanos descienden de pioneros
asiáticos que emigraron al continente hacia finales de la última glaciación, ¿por qué
no se parecen a sus milenarios antepasados.
Según parece, los primitivos habitantes de América eran unos sujetos más bien
rudos. Si se observan los restos óseos de los paleoamericanos, se puede
comprobar que más de la mitad de los hombres presentan heridas causadas por
actos de violencia, y cuatro de cada diez tienen fracturas de cráneo. Estas lesiones
no parecen ser fruto de accidentes de caza, y tampoco contienen signos reveladores
de una actividad bélica, como serían los golpes sufridos al huir de un atacante. En
lugar de eso, da la impresión de que aquellos individuos luchaban entre sí… con
frecuencia y brutalidad.
En las mujeres no se advierten heridas de esta índole, pero son mucho más
pequeñas que los hombres y tienen, además, síntomas de malnutrición y abusos
domésticos.
Para el arqueólogo Jim Chatters, codirector del equipo de investigación de Hoyo
Negro, todo esto indica que los primeros americanos eran lo que él llama
poblaciones «de tipo salvaje del hemisferio Norte»: audaces y agresivos, con
varones hipermasculinos y hembras diminutas y subordinadas al «macho». Esa es
la razón, a su juicio, de que los rasgos faciales de los americanos primitivos difieran
tanto de los que exhiben los indígenas más tardíos. Se trataría de unos precur-sores
amantes del riesgo, de unos grupos en los que los hombres más fuertes se
quedaban con el botín y vencían en las riñas por las mujeres. La selección natural
hizo que sus facciones y su complexión robusta primaran sobre los caracteres más
suaves y amables que se aprecian en las poblaciones posteriores, más sedentarias.
La hipótesis de Chatters acerca del «tipo salvaje» es especulativa, pero no lo son
los hallazgos de su equipo en Hoyo Negro. Naia tiene los rasgos faciales
prototípicos de los americanos primitivos, así como algunas firmas genéticas en
común con los indígenas americanos actuales. Esto parece señalar que los dos
grupos no son distintos físicamente porque las poblaciones iniciales fueran
sustituidas por grupos más tardíos que emigraron desde Asia, como han afirmado
algunos antropólogos. Si son diferentes es porque los primeros americanos
cambiaron después de su llegada a estas tierras.
La historia de los primeros americanos continúa esencialmente envuelta en el
misterio
La investigación de Chatters es, en realidad, otro avance interesante en un campo
de estudio que no ha cesado de ramificarse en direcciones siempre novedosas a lo
largo de las dos últimas décadas. Hallazgos arqueológicos recientes, hipótesis
inéditas y una valiosa colección de datos genéticos han arrojado nueva luz sobre la
identidad de los primeros pobladores de Améri-ca y sobre cómo podrían haber
llegado al conti-nente. Pero la historia de los primeros americanos continúa
esencialmente envuelta en el misterio.
Durante la mayor parte del siglo XX se dio por sentado que el misterio había sido
más o menos resuelto. En 1908 un ganadero de Folsom, Nuevo México, encontró
los restos de una subespecie extinguida de bisonte gigante que vagó por la región
hace más de 10.000 años. Más tarde, los investigadores descubrieron puntas de
jabalina entre los huesos del animal, una prueba indiscu-tible de la existencia de
seres humanos en América del Norte en épocas muy anteriores a lo que se había
creído. Poco después se hallaron otras puntas de 13.000 años de antigüedad cerca
de Clovis, Nuevo México. Este tipo de pun-tas acanaladas, que acabarían siendo
conocidas como «puntas de Clovis», aparecieron posteriormente en decenas de
localizaciones norteamericanas donde los antiguos cazadores abatían sus presas.
Dado que durante la última glaciación Asia y América del Norte estaban unidas por
una ex-tensa masa continental llamada Beringia y que, al parecer, los primeros
americanos eran nómadas que practicaban la caza mayor, fue fácil concluir que
habían seguido a los mamuts y a otras presas desde Asia, cruzando Beringia y
luego en dirección sur por un corredor abierto entre dos vastos mantos de hielo en
lo que actualmente es Canadá. Y puesto que no existían pruebas convincentes de
una ocupación humana anterior a los cazadores de Clovis, se desarrolló una nueva
teoría que se convirtió en dogma: ellos fueron los primeros americanos. Caso
cerrado.
Todo esto cambió en 1997 cuando un equipo de eminentes arqueólogos visitó un
yacimiento en el sur de Chile llamado Monte Verde. Allí Tom Dillehay, de la
Universidad Vanderbilt, afirmaba haber descubierto indicios de una ocupación
humana que se remontaba a hace más de 14.000 años, un milenio antes de la
aparición en América del Norte de los cazadores de Clovis. Como todas las
afirmaciones de presencia humana anterior a Clovis, esta fue también controvertida,
e incluso acusaron a Dillehay de colocar objetos e inventar datos. Pero tras
examinar las pruebas, el equipo de expertos dictaminó que eran legítimas, y se abrió
un enorme interrogante en la historia de cómo se pobló América.
¿Cómo se desplazaron los pueblos hasta el lejano Chile antes de que los mantos
de hielo de Canadá retrocediesen lo bastante para ofrecerles un paso terrestre?
¿Alcanzaron esas latitudes en un período previo de la última glaciación, cuando el
corredor continental todavía estaba libre de hielo? ¿O quizá recorrieron la costa del
Pacífico en embarcaciones, del mismo modo como arribaron a Australia los
humanos hace unos 50.000 años? De repente, este campo de estudio se vio
inundado de nuevas preguntas y vigorizado por la búsqueda de respuestas.
En los 18 años transcurridos desde que estalló el bombazo de Monte Verde,
ninguna de estas incógnitas ha sido despejada. Pero la pregunta original –¿fue la
cultura de Clovis la primera?– ha sido respondida repetidamente, con la
reivindicación de diversos emplazamientos de América del Norte como sedes de
una ocupación anterior a Clovis. Algunos de estos lugares se han estudiado durante
años y han ganado una creciente credibilidad a raíz de la aceptación de Monte
Verde, pero también se han hecho nuevos hallazgos arqueológicos. Uno en
particular, el yacimiento Debra L. Friedkin, en el estado de Texas, podría ser incluso
el centro más antiguo demostrable de habitación humana de todo el continente
americano.
En 2011, el arqueólogo Michael Waters, de la Universidad de Texas A&M, anunció
que su equipo había desenterrado pruebas de una nutrida ocupación humana que
se remontaba a 15.500 años atrás, unos 2.500 años antes de la llegada de los
primeros cazadores de Clovis. El yacimiento Friedkin está en un pequeño valle de
una región montañosa situado a una hora en coche al norte de Austin, donde un
arroyo pe--renne hoy llamado Buttermilk Creek, además de unos cuantos árboles
frondosos y un filón de pedernal, un tipo de piedra útil para fabricar herramientas, lo
convirtieron en un atractivo lugar de residencia durante milenios.
«Este valle tenía algo único», comenta Waters. Durante mucho tiempo se creyó que
los americanos primitivos eran ante todo cazadores que perseguían mamuts y
mastodontes a través del continente, pero este valle era un refugio ideal para
cazadores-recolectores. Las gentes que aquí se establecieron podrían haberse
alimentado de frutos secos, raíces, cangrejos de río y tortugas, y haber cazado
animales tales como ciervos, pavos y ardillas. En otras palabras, lo más probable
es que aquellos individuos no estuvieran de paso, sino que vivieran allí.
¿Cuándo pasaron los primeros grupos al Nuevo Mundo procedentes de Asia?
Pero si Waters está en lo cierto y hubo seres humanos que se asentaron aquí, en
medio del continente americano, hace nada menos que 15.500 años, ¿cuándo
pasaron los primeros grupos al Nuevo Mundo procedentes de Asia? Esta cuestión
aún no está clara, aunque parece ser que hubo comunidades viviendo
simultáneamente en otras partes del continente. Según Waters, las piezas
anteriores a Clovis halladas en Buttermilk Creek –más de 16.000, entre ellas hojas
líticas, puntas y esquirlas de piedra– se parecen a los objetos exhumados en
yacimientos de Virginia, Pennsylvania y Wisconsin. «Esto marca un patrón –dice–.
Los datos de-muestran claramente que hace 16.000 años hubo habitantes humanos
en América del Norte. El tiempo determinará si representan la ocupación inicial de
América o si hubo otras anteriores.»
Sea como fuere, las pruebas arqueológicas más recientes concuerdan con una línea
testimonial cada vez más importante para nuestro conocimiento del proceso
poblacional en América. En los últimos años los genetistas han comparado el ADN
de los nativos americanos actuales con los de otras poblaciones del mundo y han
llegado a la conclusión de que los antepasados de los indígenas americanos eran
asiáticos que se separaron de otras poblaciones de Asia y, a juzgar por el ritmo de
mutación del ADN humano, permanecieron aislados unos 10.000 años. En ese
lapso desarrollaron unas firmas genéticas únicas que actualmente solo poseen los
indígenas americanos.
Estos marcadores genéticos se han detectado no solo en el ADN que se ha podido
recuperar del esqueleto de Naia, sino también en los restos de un niño enterrado
hace 12.600 años en el oeste de Montana, en un lugar hoy conocido como
yacimiento de Anzick. El año pasado, el genetista danés Eske Willerslev informó de
que a partir del análisis de los restos del pequeño se había obtenido, por primera
vez, un genoma paleoamericano completo.
«Ahora tenemos dos especímenes, Anzick y Hoyo Negro, ambos herederos de un
antepasado común que era originario de Asia –explica Wa-ters–. Y al igual que el
de Hoyo Negro, el genoma de Anzick evidencia de manera incuestionable que los
paleoamericanos están relacionados genéticamente con los pueblos indígenas.»
Pese a que algunos críticos subrayan que dos individuos constituyen una muestra
demasiado ínfima para extraer conclusiones definitivas, existe un sólido consenso
en cuanto a la ascendencia asiática de los primeros americanos.
Así pues, ¿cómo y cuándo alcanzaron el Nuevo Mundo los pobladores iniciales?
Este punto sigue abierto a conjeturas, aunque, puesto que algunos pueblos se
desplazaron hasta el sur de Chile hace más de 14.000 años, sería sorpren-dente
que no hubiesen hecho la travesía por mar.
Las channel islands, ubicadas frente a la costa meridional de California, son un
paraje agreste y escarpado donde conviven un parque nacional, un santuario marino
nacional y un puesto de entrenamiento de los Navy SEALs, las fuerzas especiales
de la Marina estadounidense. El archipiélago alberga también miles de yacimientos
arqueológicos, la mayoría aún inexplorados.
En 1959, cuando el conservador de museo Phil Orr inspeccionaba la isla de Santa
Rosa, descubrió varios huesos de un humano que designó como hombre de
Arlington Springs. En aquel momento se atribuyó al conjunto óseo una antigüedad
de 10.000 años, pero 40 años después los investigadores utilizaron técnicas de
datación mejoradas y la fijaron en 13.000 años, lo que situaba estos restos humanos
entre los más antiguos jamás descubiertos en América.
Hace 13.000 años las islas más septentrionales que hoy conforman las Channel
Islands estaban fusionadas en una sola isla, separada del continente por ocho
kilómetros de mar abierto. Obviamente, el hombre de Arlington Springs y sus
vecinos isleños tenían embarcaciones capaces de navegar lejos de la costa.
"Sabemos que en Japón hubo pueblos marineros que utilizaban embarcaciones
hace entre 25.000 y 30.000 años"
Jon Erlandson, de la Universidad de Oregón, lleva tres decenios excavando en
distintos sectores de estas islas. No ha encontrado vestigios tan antiguos como los
del hombre de Arlington Springs, pero ha identificado pruebas contundentes de que
la población que vivió aquí algo más tarde, hace unos 12.000 años, poseía una
cultura marítima muy desarrollada, con puntas y hojas que recuerdan a útiles de
períodos anteriores hallados en las islas japonesas y en otros lugares de la costa
asiática del Pacífico.
Según Erlandson, los habitantes de las Channel Islands podrían descender de los
grupos que recorrieron lo que él denomina una ruta del kelp –un ecosistema
relativamente continuo formado alrededor de lechos de kelp, rebosante de peces y
mamíferos marinos– desde Asia hasta Améri-ca, quizá con una larga escala en
Beringia. «Sabemos que en Japón hubo pueblos marineros que utilizaban
embarcaciones hace entre 25.000 y 30.000 años. Por lo tanto, parece lógico
argumentar que algunos pudieron seguir viaje hacia el norte, surcando la cuenca
del Pacífico hasta alcanzar el continente americano.» Es fácil imaginar a los
cazadores a bordo de sus pequeñas embarcaciones avanzando velozmente cerca
de la orilla, aprovechando la abundancia de carne. Pero la imaginación no puede
sustituir en ningún caso las pruebas fehacientes, y, hoy por hoy, aún no tenemos
ninguna. El nivel del mar está entre 90 y 120 metros por encima de los máximos
alcanzados al final de la última glaciación, lo que significa que los antiguos
asentamientos costeros podrían estar bajo decenas de metros de agua y a
kilómetros de la línea de costa actual.
Aunque quizá resulte paradójico, el mejor indicio de una migración marítima podría
estar tierra adentro, ya que es muy probable que los pueblos que viajaron
bordeando la costa explorasen los ríos y las ensenadas que encontraban en su
camino. Existen ya algunas pruebas sugerentes de este hecho en el centro de
Oregón, donde se han descubierto, en el interior de unas cuevas, armas arrojadizas
parecidas a las puntas halladas en Japón, en la península de Corea y en la isla rusa
de Sajalín, junto a lo que constituye indudablemente el testimonio más pedestre de
la ocupación preclovis de América del Norte: heces humanas fosilizadas.
En 2008 Dennis Jenkins, de la Universidad de Oregón, informó del hallazgo de unos
coprolitos (término exacto para designar los excrementos fósiles) humanos de entre
14.000 y 15.000 años de antigüedad en una serie de cuevas poco profundas
aledañas a la localidad de Paisley y desde las que se domina un antiguo lecho
lacustre. Las pruebas de ADN han identificado como residuos
humanos los coprolitos de las cuevas de Paisley, y Jenkins especula con la hipótesis
de que las personas que los dejaron podrían haberse adentrado en la región desde
el Pacífico remontando el curso de los ríos Columbia o Klamath.
Y lo que es más, Jenkins dirige su atención a una pista presente en los coprolitos:
semillas de Lomatium dissectum, una planta diminuta nativa del oeste de América
del Norte cuya raíz, comestible, se encuentra enterrada a 30 centímetros de
profundidad. «La raíz está ahí abajo –dice–, y para arrancarla necesitas una coa [un
palo aguzado para abrir hoyos]. Eso implica, en mi opinión, que aquellas gentes no
solo se dejaron caer por aquí.» Dicho de otro modo, quienesquiera que vivieron en
este lugar no estaban de paso: conocían a fondo el territorio y sabían muy bien
cómo obtener sus recursos.
Aparentemente este es un tema de debate en auge. Se diría que define la historia
no solo de las cuevas de Paisley, sino también de Monte Verde y Friedkin. En cada
uno de estos casos –en Oregón, Chile y Texas– cabe apuntar que las poblaciones
vivían bien asentadas, cómodas con el entorno y adaptadas para explotarlo; lo que
incita a pensar que, mucho tiempo antes de que la cultura de Clovis empezara a
expandirse por América del Norte, el continente entero acogió a diversas
comunidades de humanos que debieron de llegar en un número indeterminado de
migraciones y por otras tantas rutas. Algunos probablemente llegaron por mar, otros
por tierra. Incluso hubo quienes vinieron en un número tan reducido que nunca se
encontrará el menor rastro de su existencia.
«Hay un montón de información que ignoramos y que tal vez no conozcamos nunca
–dice David Meltzer, arqueólogo de la Universidad Metodista del Sur–. Pero no
paramos de ingeniar nuevos métodos para encontrar cosas y nuevos medios de
dilucidarlas.»

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