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Las Farc: 50 años de conflicto armado

Por estos días, hace 50 años, con el comienzo de la llamada ‘Operación Marquetalia’, quedó
planteada la guerra entre el Estado y las nacientes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia,
Farc.

En medio siglo de violencias, bombardeos, guerra sucia, dos fallidos procesos de paz, entre otro
largo etcétera de coletazos del conflicto, las Farc han sabido sobrevivir a pesar de ellas mismas.

Las Farc han logrado desarrollar planes de guerra a largo plazo y han sabido reinventarse para no
dejar de constituir una amenaza para el Estado. Ad portas de cumplir cincuenta años en armas, El
Espectador hace un recuento sobre sus planes militares, las proyecciones de su guerra y las
razones de su fracaso para tomarse el poder por las armas.

La guerrilla ha combinado el modelo de Guerra Popular Prolongada planteado por Mao para la
revolución China y el modelo de Guerra Insurrecional que desarrolló el sandinismo en Nicaragua.
Sin embargo, por convicción, su referente siempre fue la Unión Soviética. Desde finales de los años
70 las Farc entendieron que sin la organización de redes urbanas de apoyo, cualquier llamado a la
rebeldía resultaba inane. Por eso en su VII conferencia, en 1982, plantearon su norte a través de
dos programas: un Plan Estratégico y una Campaña Bolivariana para una Nueva Colombia. El
objetivo era mover el centro de despliegue de la guerrilla hacia la cordillera oriental y garantizar
una retaguardia estratégica como núcleo de operaciones.

Hacia 1985 el modelo de guerra de las Farc estableció tres fases. La primera, que debía darse en
los siguientes cinco años, buscaba desdoblar sus frentes guerrilleros por todo el país hasta
alcanzar 48 con un número de 600 hombres cada uno. Lo que se proyectó era alcanzar 30.000 en
armas hacia 1990. La segunda fase se diseñó para copar la cordillera Oriental con 15.000
guerrilleros y otros 5.000 militantes. Sobre esa base, a mediados de los años 90, se estipuló una
ofensiva para atacar a las Fuerzas Armadas, copar territorialmente municipios estratégicos,
ampliar su zona de retaguardia e influenciar organizaciones político sociales. Para las Farc era claro
que cuando llegaran a los 60.000 hombres podían llegar a la Plaza de Bolívar en Bogotá, instalar un
gobierno provisional y tomarse el poder. Fue esa su fantasía.

No obstante, las mismas dinámicas de la guerra, la sofisticación de la misma, los desarrollos de las
plataformas tecnológicas, el decomiso de los computadores de jefes guerrilleros en donde
reposaban todos los secretos de las Farc y, cómo no, la ayuda norteamericana, frustraron esa
aspiración de las Farc, en cuyos documentos internos se revela que ni en los diálogos de paz con
los presidentes Belisario Betancur y Andrés Pastrana hubo realmente una intención de abandonar
las armas. Aunque no puede ofrecerse una visión rotunda al respecto, documentos de la guerrilla
sí parecerían mostrar que esos espacios de conversaciones directas con ambos gobiernos
conservadores tenían otros propósitos en la trastienda.

Por ejemplo, se evidenció que paralelamente a la evolución de los diálogos, también se trazó una
estrategia para radicalizar el conflicto, muy a pesar de las miles de víctimas que dejó la guerra
sucia del paramilitarismo y de agentes del Estado al exterminar al partido político Unión Patriótica.
Pero más allá de las maniobras de las Farc, lo interesante es que al revisar sus documentos
internos se pueden leer las aspiraciones que llegaron a tener cuando contemplaban la toma del
poder por las armas.

Entre sus planes, por ejemplo, se destaca que entre 1996 y 1998 se debía realizar una ofensiva
general para llegar a las goteras de Bogotá y que en ese momento el Secretariado y su jefe
máximo, ‘Manuel Marulanda Vélez’, llamarían al pueblo para una insurrección general que
permitiría la instalación de un gobierno provisional. Si fracasaban, ya tenían un plan B: consistía
“en formar una república independiente en las regiones Oriental y Amazonía”. Además, adquirir
un estatus de beligerancia y tener emisarios internacionales para moverse políticamente en el
exterior.

Todo ese modelo de los años 80 fue ratificado en la VII Conferencia en 1993 con pequeñas
variaciones. Tal como estaba previsto, en los años 90 las Farc pasaron a la ofensiva, dejaron de ser
una guerrilla eminentemente rural, multiplicaron sus conexiones en las capitales de la mayoría de
los departamentos del sur del país, su trabajo político se intensificó, pero sobre todo sus golpes
militares, la toma de poblaciones y de bases e, incluso, el recrudecimiento del secuestro como
botín de guerra. Llegaron a tener más de 400 policías y militares secuestrados.

Sin embargo, muy a pesar de tener bloques estructurados, frentes en crecimiento y columnas
móviles cada vez con mayor protagonismo en la dinámica de la guerra, como la Teófilo Forero, los
cálculos de 60.000 hombres en armas jamás se concretaron y debido a los excesos de su violencia
y el involucramiento de la sociedad civil en sus acciones hicieron que hubiera un divorcio definitivo
entre la organización ilegal y la mayoría del pueblo colombiano. Sobre ese contexto, un llamado a
la rebelión era impensable, así como un aumento constante de sus hombres en armas. En 2002,
cuando llegó el gobierno de Álvaro Uribe a enfrentarlos a través de su programa de Seguridad
Democrática, las Farc contaban con algo más de 17.000 hombres. Una cifra bastante alejada de los
60.000 que querían tener para declarar la revolución.
Su alianza con grupos de narcotraficantes para sostener a sus hombres también entró a jugar en el
desprestigio paulatino. Se llegó a calcular que solo el narcotráfico le aportaba a las Farc ingresos
que oscilaban entre 378 y 612 millones de dólares hacia el año 2003. Sus conexiones con el mundo
del tráfico de estupefacientes los pusieron en el radar de Estados Unidos, que en 2006 pidió en
extradición a 50 de los jefes guerrilleros, incluidos los siete del Secretariado, por delitos
relacionados con el narcotráfico. La sombra de este fenómeno ha terminado por generar un
consenso internacional sobre la responsabilidad de las Farc en múltiples crímenes financiados o
que tuvieron como telón de fondo sus enlaces con el tráfico de drogas.

A pesar de esta radiografía de descrédito, en zonas de tradicional influencia, las Farc en los años
90 llegaron a reemplazar al Estado. En el documento “Las Farc, auge y quiebre del modelo de
guerra”, el investigador Mario Aguilera sostiene que hubo un tiempo en La Unión Peneya,
Caquetá, en donde circularon como moneda las fotocopias de billetes de 10, 20 y 50 mil pesos con
la firma y sello del comandante del frente 15. De allí que ‘Manuel Marulanda’ dijera en tono
imperial en los tiempos del Caguán: “Nosotros somos la autoridad en una gran parte del territorio
nacional. Usted va a una inspección de Policía, llegan dos guerrilleros y el inspector les dice: tengo
un problema y necesito que me lo ayuden a arreglar. La autoridad en esos territorios es la
guerrilla. Los alcaldes no pueden trabajar mientras no hablen con la guerrilla de cómo ser un buen
gobierno. En la práctica somos otro gobierno dentro del gobierno”.

El Plan Patriota del gobierno Uribe comenzó a golpear estratégicamente las proyecciones
guerrilleras y en desarrollo de la llamada operación Libertad en Cundinamarca se lograron
desmontar algunos corredores de la guerrilla, que prácticamente tenía cercada a Bogotá. Al
tiempo las Autodefensas de Cundinamarca y el Bloque Centauros, así como el Frente Capital
realizaron operaciones para golpear a los frentes 22, 42, 53 y 54; incluso se produjo la muerte en
combate de uno de los principales jefes de operaciones de las Farc en Cundinamarca, ‘Marco
Aurelio Buendía’. La guerrilla tuvo que retroceder, pero el siguiente objetivo del Plan Patriota se
concentró en la retaguardia estratégica de la organización. Por eso se desplegaron miles de
soldados a las conflictivas regiones de Caquetá, Meta y Guaviare y ese muro infranqueable que
por décadas había guarecido los intereses subversivos comenzó a resquebrajarse.

La guerrilla se replegó mientras la ofensiva de las Fuerzas Militares continuaba. A las muertes de
‘Martín Caballero’ y el ‘Negro Acacio’, se sumaron en 2008 cuatro episodios que marcaron un
desequilibrio estratégico para las Farc. Primero, en un bombardeo en la frontera con Ecuador, fue
abatido el segundo al mando de las Farc, alias ‘Raúl Reyes’, el primero de marzo. Menos de una
semana después trascendió que alias ‘Rojas’, el jefe de seguridad del también integrante del
secretariado, ‘Iván Ríos’, lo asesinó en su campamento, le cortó una mano para probarles a las
autoridades que se trataba del comandante subversivo y se entregó a la justicia. A finales de ese
mes de marzo de 2008 se murió de viejo ‘Manuel Marulanda’.

La noticia la entregó el entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, en una entrevista con
la revista Semana, dos meses después. Tres integrantes históricos de las Farc murieron en menos
de un mes. El cuarto hecho ocurrió el 2 de julio de 2008. El país conoció ese episodio como la
Operación Jaque: 15 de los llamados ‘canjeables’ de las Farc, incluidos tres contratistas
norteamericanos y la excandidata presidencial Íngrid Betancourt, recuperaron su libertad en una
avezada operación de engaño militar a la guerrilla que, en todo caso, no estuvo lejos de la
controversia, pues se usaron logos de la Cruz Roja Internacional.

Dos años después, en septiembre de 2010, el objetivo fue el ‘Mono Jojoy’. Y en noviembre de
2011 ‘Alfonso Cano’. El número uno y el número dos de las Farc cayeron en dos operativos
militares en Meta y Cauca, respectivamente. Asumió entonces ‘Timochenko’ la comandancia. No
hay duda de que los golpes militares han disminuido a las Farc: hoy se calcula que no sobrepasan
los 7.000 hombres, pero también es cierto que en medio siglo de conflicto ha sido imposible
derrotarlas por la vía militar y ya pasaron 12 presidentes con sus ministros de Defensa.

Estas Farc de hoy son distintas a aquellas que se sentaron a dialogar con Belisario Betancur a
mediados de los años 80, donde estaban en un proceso de expansión, empezaban a tejer sus
relaciones con el narcotráfico, venían estimuladas por el triunfo sandinista en Nicaragua en 1979 o
por los desarrollos del frente Farabundo Martí en El Salvador, en el 81. Tampoco son las Farc de
los años del Caguán, en donde se pavoneaban frente a periodistas y sociedad civil, alardeando de
su poder militar, chantajeando al país con nuevos secuestros, cuyas víctimas eran llevadas a los
42.000 kilómetros despejados por el Estado que controlaban a su antojo. Hoy estas Farc están
maltrechas pero no muertas, y su trabajo político continúa ahí. El escenario está servido para que,
como han dicho muchos, esta vez sí pueda darse un punto final al conflicto mediante una salida
negociada.

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