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Neeli Cherkovski

Hank:
La vida de
Charles Bukowski

Scan y Edición: Spartakku


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Para Sam y Clare Cherry


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INTRODUCCIÓN

Comienzo este libro con una invocación a la ciudad de Los Ángeles para, a
partir de ella, hacer un retrato de Charles Bukowski cuando era niño. Si se desea
comprender su vida es crucial enfrentarse con el lugar que ha elegido como hogar.
Pocos escritores se han entregado tan de lleno al mundo inmediato que les rodea
como Bukowski. Su arte radica en coger su entorno, su ciudad, y hacerlos algo
universal. Convierte el lugar concreto en la ciudad humana de cualquier parte. En
una ocasión, cuando le preguntaron si pensaba trasladarse a las afueras de la
ciudad, Bukowski exclamó: «¡No, por Dios! Me gusta la anarquía de la ciudad, la
mugre, el aire contaminado, la peligrosidad de las calles. En el campo me volvería
loco. A mí dadme el estruendo de las bocinas de los coches y las aceras sucias.»
Bukowski es un constructor de mitos que ha aceptado el propio. No es una
casualidad que Henry Charles Bukowski eligiese el nombre de Henry Chinaski
para el protagonista de sus novelas y de muchos de sus relatos. En sus libros —
desde Cartero, escrito en 1970, hasta Hollywood, publicado en 1989— el lector
sigue las aventuras de Chinaski, ese santo y pecador descontento de sí mismo,
que rara vez se aventura fuera de Los Ángeles y siempre es capaz de reírse de su
persona.
Para investigar el pasado de Bukowski he contado, principalmente, con su
propio testimonio, con las respuestas que ha dado a mis preguntas. Muchas de las
historias que me ha contado, como la de la temporada que pasó en el Hospital del
Condado de Los Ángeles en 1955, por ejemplo, o la de su estancia en Nueva
Orleans durante los inicios de la Segunda Guerra Mundial, ya se las había oído a
principios de los años sesenta, cuando Hank (que es como le llaman sus amigos)
y yo bebíamos juntos en su apartamento del Este de Hollywood.
En la juventud de Bukowski no hubo confidentes o amigos literarios. Lo
último que hubiera deseado era formar parte de un movimiento literario. Durante la
década de los cuarenta, cuando tenía veintitantos años, Hank era un solitario, se
escondía en pensiones y subsistía gracias a la combinación de trabajos
ocasionales, whisky barato, el consuelo de una sucesión de aparatos de radio
invariablemente sintonizados en una emisora de música clásica, y sus aspiraciones
de llegar a ser escritor profesional. Pasaba la mayor parte del tiempo vagando de
ciudad en ciudad, más preocupado por la siguiente copa que por lo que estaba
haciendo con su vida. Ni siquiera recuerda dónde estaba cuando terminó la
guerra, ni se acuerda del año exacto en que conoció a Jane Cooney Baker, la
mujer con la que vivió casi diez años y que le inspiró el personaje de Wanda en su
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guión cinematográfico Barfly (El borracho). En cuanto a las ciudades en las que ha
vivido, es incapaz de establecer un orden cronológico exacto. Lo que sí recuerda
con nitidez son las largas horas que pasaba escribiendo relatos cortos que nunca
se publicaron. El poeta John Thomas se refiere a este período de la vida de
Bukowski denominándolo «los años incomprobables».
Hollywood, publicado por Black Sparrow Press gracias al buen ojo de John
Martin, demuestra que el autor de It Catches My Heart in Its Hands (Atrapa mi
corazón en sus manos) y Cartero no ha perdido su especial característica, el
humor y los comentarios perspicaces sobre el milagro de la vida diaria. Tanto en
poesía como en prosa se nos entrega con mente clara y corazón fuerte.
Aparte del propio Bukowski, mi ayuda e inspiración fundamental para la
elaboración de este libro ha sido John Martin, que trabaja en Black Sparrow de
Santa Rosa, California. Junto con Barbara, su mujer, responsable de todos los
libros de Bukowski y de las de todos los demás autores de la editorial Black
Sparrow, y su ayudante, Julie Voss, Martin continúa dedicado por completo a la
publicación de buena literatura y al cuidado de la calidad de la edición.
Esta biografía intenta responder a aquellas preguntas que los lectores de
Bukowski puedan hacerse sobre su vida personal y el desarrollo de su talento
literario. Espero que todos aquellos que se aventuren por ella encuentren el
esfuerzo realizado no sólo informativo sino también entretenido e interesante.
Cuando este libro ya estaba acabado, se publicó la última colección de
poemas y relatos de Bukowski, Septuagenarian Stew (Revuelto septuagenario),
editado en castellano sin los poemas con el título Hijo de Satanás, entre los que se
encuentran algunos de sus relatos más divertidos y mordaces, con esa mezcla de
valor y compasión que caracteriza gran parte de su obra. A los setenta años Hank
continúa siendo un escritor que trabaja mucho y con gran dedicación y que no está
dispuesto a presentarnos todavía un resumen final. Del mismo modo, espero que
esta biografía, seguida de una memoria, no sea más que un comienzo.
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Un día soleado de la primavera de 1926, en uno de los barrios más


tranquilos, casi en el centro mismo de Los Ángeles, un niño de carita enfadada y
ojos pequeñitos e intensos se encaminaba hacia un grupo de chicos que jugaba a
tres casas de la suya. Había gardenias, sueños de estuco rosa, palmeras a lo
largo de las calles, noches húmedas con saltamontes y días en los que los vientos
de Santa Ana bajaban desde el desierto de Mojave, tierra adentro, trayendo
consigo ecos de aquellos conquistadores españoles que fundaron El Pueblo de
Nuestra Señora la Reina de los Ángeles el 4 de septiembre de 1781 en el lugar en
el que estaba el poblado indio de Yang-Na. A partir de esa fecha el lugar fue
convirtiéndose en un mito. La gente emigraba en bandadas hacia Los Ángeles en
busca del sol y la exuberancia semitropical de sus tierras, ribeteadas por secos
barrancos, adornadas con montañas y, a menudo, cubiertas de extrañas brumas.
En 1869, cuando el ferrocarril atravesó el continente, aquel poblado empezó a
parecerse a una ciudad.
Los magnates locales de aquella ciudad en crecimiento emprendieron la
búsqueda de agua. Fue una actividad que practicaron sin tregua, ya que la idea
del crecimiento se convirtió en una religión que todos abrazaron. Los Ángeles,
como un dragón sediento, dirigió su mirada al norte, hacia el valle del río Owen, a
muchos kilómetros de distancia, que acabó por rendirse. Un claro día de 1913
William J. Mulholland, ingeniero jefe de la ciudad, se puso en pie frente a una
multitud de dignatarios y gente del pueblo, unos cien mil en total, abrió las espitas
que traían el agua al sur y proclamó: «Aquí está. Cogedla.» Con la llegada del agua
la ciudad se convirtió en una metrópoli realmente floreciente, conformada por
barrios tranquilos en los que vivían ciudadanos decentes y muy trabajadores. La
corrupción administrativa municipal convirtió tierra, agua y futuro de la ciudad en
una sola cosa para manipular al pueblo según su propia conveniencia. Mientras
los políticos hacían su trabajo, una colonia de cineastas que hacía reír a la gente,
dictaba sentimientos y les atiborraba de ideas de amor romántico, fue creciendo
hasta convertirse en un fenómeno tal que hizo que el barrio de Hollywood, en las
afueras de Los Ángeles, fuera famoso en el mundo entero.

Cubriéndose los ojos para que no le diera el sol, que parecía estar clavado
en el cielo azul pálido, un niño de seis años observó cómo un Ford-T venía a
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trompicones en dirección contraria. Luego miró el sol un momento, pestañeando


rápidamente para guardar bajo sus párpados el recuerdo de esa lámpara del cielo y
divertirse con su transformación de llama intensa a delgado pedacito de luz.
Continuó andando con los ojos muy abiertos, preguntándose qué dirían aquellos
niños cuando estuviera más cerca. Jugaban calle arriba, calle abajo, lanzando la
pelota e inventando formas de pasar los largos días del verano. Él quería jugar
con ellos y esperaba que le admitieran. Echaba la culpa a su padre del cisma
creado entre él y aquellos niños. Henry Bukowski padre solía echarles de su jardín
cada vez que les veía poner un pie en él. «¡Eh, chicos, fuera de aquí!», solía gritar.
«¡Aquí no tenéis nada que hacer!» Le encantaba decirle a su mujer que aquellos
malditos gamberros le estaban destrozando sus maravillosos rosales y pisoteando
el césped que había cortado con tanto esmero.
Hank, como le llamaban sus compañeros de la escuela, se entretenía
contando las hojas de un árbol. En su interior envidiaba el hecho de que aquellos
niños pudiesen vestirse como quisieran. A él sus padres le exigían que conservara
la ropa inmaculada. Si hubiera habido un concurso de «El niño mejor vestido de
Virginia Road», lo habría ganado. Katherine Bukowski quería que su hijo fuese un
ejemplo de buena educación. El niño, sin embargo, veía las cosas de un modo
diferente. Su sueño consistía en poder correr de un lado a otro vestido con un
mono viejo.
Se concentró en el árbol mientras observaba a los cuatro niños por el rabillo
del ojo y pensaba en lo que su padre le había dicho: que tenía prohibido jugar con
ellos. «No son chicos buenos», le había advertido Henry Bukowski. «No quiero
verte hablando con ellos.»
A su frustración se sumaba el que los niños le tomaban constantemente el
pelo.
—¡Eh, Heinie! ¿Qué haces, Heinie? —le dijo uno—. No queremos jugar
contigo. Vuélvete a Alemania con todos los demás chucruts.
Los niños saltaban de un lado a otro llamando «Heinie» a Henry Charles
Bukowski hijo. Sabían cómo lanzar sus insultos, uno tras otro con habilidad y
chulería. En lugar de apartarse de ellos, Hank se acercaba más, esperando que le
invitaran a participar en sus juegos. Ninguno le dijo nada. Él retrocedió trazando
un semicírculo alrededor de ellos y luego les volvió la espalda.
—¡Eh, Heinie! ¡Heinie! ¿Te vas a llorar con tu mamá? —le gritó el mayor del
grupo, un niño de flequillo rubio.
Hank se alejó deseando no haber nacido en Alemania. Abarcó con una
larga mirada las casas y jardines a ambos lados de la calle y se dijo: No soy de
aquí. Cuando entró en su casa no le contó nada a su madre, que estaba muy
atareada quitando el polvo a los muebles. La indiferencia materna le había
enseñado a no depender más que de sí mismo. A solas en su habitación, llegó a la
conclusión de que era el idioma alemán lo que le causaba problemas. Toda aquella
extraña conversación durante su última visita a casa de la abuela Bukowski en
Pasadena le puso furioso. Emilia Bukowski tenía la costumbre de hablar en su
idioma materno con Katherine, su nuera y con sus propios hijos.
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Hank sabía que los niños de Virginia Road le llamaban Heinie porque
todavía tenía un poco de acento. Había logrado desembarazarse del vocabulario
alemán a la edad de cuatro años y medio, pero conservaba algunas palabras que
fue apartando una a una de sus pensamientos. Sin embargo, el acento tardaba
más en desaparecer, a pesar de los esfuerzos que hacía por deshacerse de él. De
todos modos, lo de «Heinie» le persiguió hasta el cuarto curso.
Mientras se dirigía a casa pensó en su lugar de nacimiento, Andernach, una
ciudad de calles empedradas, junto al Rin. Tenía un trozo de muralla que se
remontaba a la Edad Media y muchas edificaciones con más de cuatrocientos
años. Unas cuantas impresiones vagas eran su único recuerdo. Una persona que
sí tenía grabada en la memoria era su tío Heinrich Fett, un hombre bajito, jovial y
bondadoso, al que él llamaba «tío Heinie».
Hank trató de imaginarse a sí mismo en otro sitio y con otros padres.
Tumbado en su cama, cerró los ojos y se deslizó en un sueño en el que podía
controlar su vida. Se vio corriendo por una calle que se parecía a Virginia Road. A
ambos lados había niños de su edad riendo y empujándose en broma mientras se
dirigían a un campo. Feliz, dejó correr su imaginación.

Los Bukowski llevaban una vida ordenada. Cuanto más imponían los padres
sus leyes, más se confiaba Hank a la sabiduría infantil para ser feliz. Durante los
primeros años su madre no le demostró afecto, y él envidiaba a los demás niños
cuando les veía jugar alegres con sus padres o aprender las cosas valiosas que
les enseñaban.
Ante aquella situación, Hank desarrolló sus propias defensas. Aprendió a
observar cuidadosamente a la gente, prestando especial atención al movimiento
de sus cuerpos y a las expresiones de sus caras. Si sus padres no estaban
disponibles para ayudarle a interpretar el mundo o si sus enseñanzas le resultaban
sospechosas, él había descubierto en sí mismo fuentes suficientes de ayuda para
enfrentarse a personas desconocidas y situaciones extrañas.
«A los cuatro o cinco años empiezas a comprenderlo todo y a mirar a tu
alrededor», dice Hank. «Yo tuve unos padres bastante terribles, y los padres
forman la mayor parte de tu mundo. No tienes otra cosa.» Hank se sentía
enjaulado. Su padre, frustrado ante la imposibilidad de encontrar un empleo bien
remunerado durante los años veinte, solía pegar a Hank. «Quería ser rico, pero no
tenía talento, no tenía ningún don especial. Si yo hacía algo que él consideraba
inadecuado me llevaba una paliza. Me hacía pagar a mí el que el mundo no le
aceptara como él deseaba.» Hank mantuvo su furia, su frustración y su rebeldía
agazapadas. Fue en la adolescencia cuando se destapó su rebeldía. El trato que
Henry daba a su único hijo iba más allá de la filosofía del «quien bien te quiere, te
hará llorar». No fue cariñoso con él, ni le enseñó a lanzar una pelota, ni le contó
cuentos antes de dormir, ni le dio palmaditas en la espalda.
Al día siguiente del incidente con los chicos del barrio, Hank, sentado en la
cocina, tenía el presentimiento de que algo malo iba a pasar. Las ventanas no
estaban como siempre; su padre andaba con el gesto torvo, incluso la forma en
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que caía el mantel por los lados de la mesa parecía rara, como inquietante. No le
gustaba el tono de voz de su padre, irritado, profundo, ni el revoloteo de su madre
alrededor de la mesa del desayuno. Ella hablaba con acento y a menudo le oía
decir cosas en alemán. Su padre se expresaba en alemán cuando quería, aunque
había nacido en California y estaba orgulloso de ser norteamericano.
—Hoy nos vamos de paseo —dijo su padre—. Tengo que salir de esta
maldita ciudad. Un hombre tiene que pensar.
Su anuncio sonó a desafío. Katherine simplemente asintió con la cabeza y
dijo:
—Sí, Henry. Será fantástico dar una vuelta en coche.
—Trabajo sin parar para que podamos comer —dijo Henry padre—. Así que
a ver si ahora podemos salir cuanto antes. El sol no va a brillar para siempre. Una
familia que se precie debe dar un paseo todas las semanas.
Hank ya sabía lo que vendría a continuación.
—Hago mi trabajo bien —siguió Henry—. La gente se cree que ser
repartidor de leche es cosa fácil. No lo es. Tienes que ir de un lado a otro cobrando
facturas. Trabajas muchísimas horas. Pero yo pongo todo de mi parte, no como
otros. Los clientes no quieren pagar las malditas cuentas, así que tengo que andar
persiguiéndoles.
—Trabajas muchísimo, Henry —añadió su mujer.
Antes de levantarse de la mesa, Henry inspeccionó la cocina con aire
orgulloso y satisfecho. Pronto llegaría a tener mucho dinero. Aunque tuviera que
trabajar para un patrón, no importaba, siempre que llevara a cabo su trabajo como
debe hacerse. Sólo le quedaban treinta y cinco o cuarenta años para jubilarse.
Las homilías matutinas de Henry sobre la ética laboral norteamericana eran
tan regulares como la salida del sol. Entretejía sus opiniones sobre lo pesado de
su ocupación con una letanía de quejas respecto al empleo, informaciones sobre
cambios de rutas, defectos de sus compañeros y peculiaridades de sus jefes. Su
trabajo era una especie de injusticia que le había caído encima. Mientras seguía
hablando de su trabajo aquella mañana en particular, Hank pensó de nuevo en el
mantel y se volvió a fijar en lo raro de su aspecto. De pronto su padre ordenó:
—¡Henry, termina de comer! ¡No has terminado! ¡Mira, mamá! Henry no se
ha terminado la comida que le has puesto.
—Sí, Henry —dijo Katherine—. Cómetelo todo antes de salir a pasear.
Henry comía lentamente, sin ningunas ganas de salir a dar un paseo en
coche con aquel calor. Se fijó en la cocina inmaculada de su madre. Todo parecía
tan limpio, ni una mota de polvo sobre ningún mueble ni objeto de la habitación, ni
un plato sin fregar. Más que ir con ellos, lo que él hubiera querido era estar en la
calle con otros niños de su edad, jugando.
Henry se frotó las manos, frunció el entrecejo y suspiró. Los paseos en
coche del domingo no respondían a los antojos de un amante de la naturaleza o
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de un hombre que amaba la vida al aire libre. Simplemente representaban el


medio con el que un hombre vencido se enfrentaba a sus frustraciones. Si no
estaba trabajando o salía de paseo, se sentaba en su sillón frente al gran
ventanal, escuchaba los partidos de fútbol por la radio y observaba su jardín y a
sus vecinos.
Aquellas salidas no le resultaban particularmente divertidas a Hank, aunque
servían para romper la monotonía cotidiana de quedarse en casa o dar vueltas por
el barrio. Hank se sentía abochornado en el momento en que por fin salían de la
cocina y se preparaban para abandonar la casa. ¿Podían ser aquellos dos seres
realmente sus padres? Sus voces sonaban raras. Sus bocas no se movían con
propiedad. Sus manos eran raras, no parecían de verdad. Sus brazos parecían
añadidos, ajenos al resto del cuerpo. Hank solía reparar a menudo en estos
detalles. Lejos de irritarle, le consolaban y le hacían sentirse más independiente,
más capaz de enfrentarse consigo mismo sin problemas. Muchas cosas
continuaban siendo un misterio, pero empezaba a conocerse a sí mismo a través
de su rechazo a los otros.
En aquellos tiempos no había autopistas ni suburbios casi interminables,
uno a continuación de otro, así que no se tardaba mucho en llegar desde el centro
de la ciudad a los naranjales que rodeaban Los Ángeles. Cerca de la ciudad había
vaquerías, tierras sembradas de judías y mucho campo. El mito de vida idílica y
pastoril coexistía con las palmeras y los numerosos edificios de estilo colonial
predominantes en los barrios comerciales de la ciudad. A mediados de los años
veinte vivían en Los Ángeles poco más de 1.400.000 personas. La mayoría había
llegado de otros sitios soñando con una vida maravillosa en una tierra con sol
perpetuo.
Incluso en el coche lo predominante era la obsesión de Henry por su
trabajo. No importaba lo que pasara en el mundo, nada podía ser más importante
que la ruta del reparto de leche. Los monólogos de Henry estaban llenos de
referencias a sus compañeros de trabajo: «Conrad no ha cumplido con su parte y
McHugh lo lía todo.» Durante todo el camino para salir de la ciudad y durante todo
el trayecto por la carretera que llevaba hasta las hileras de árboles perfectamente
alineados, el trabajo se examinaba desde todos los ángulos posibles. De vez en
cuando se atacaba a algún miembro de la familia de Henry: «Ese Ben es un vago y
un inútil. Nunca llegará a nada.» Katherine, acostumbrada al talante de Henry, casi
nunca dejaba de estar de acuerdo.
El coche seguía y seguía, pasando ante estaciones de servicio con uno o
dos surtidores rojos delante del bar de carretera y ante chabolas de trabajadores
ambulantes. En aquellas excursiones, la madre de Hank solía llevar una cesta de
picnic llena de sandwiches, fruta, patatas fritas y refrescos. También llevaba una
nevera portátil antigua en la que ponía hielo sobre el cual iba la fruta. De vez en
cuando Henry enseñaba a su mujer y a su hijo juegos que había aprendido, con su
paquete de cigarrillos Camel siempre presente.
Llegaron a un parque pequeño rodeado de naranjos un poco al este de Los
Ángeles. Katherine dispuso el almuerzo sobre una mesa mientras Henry, sentado
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de cara a los naranjos, se quejaba diciendo que era una vergüenza no poder
coger naranjas, como si los carteles de PROHIBIDO EL PASO fueran una afrenta
personal. Cuando Katherine anunció que la comida estaba preparada, Henry se
sentó a la mesa con el ceño fruncido. Poco después ya estaba riñendo a Hank por
haberse alejado de la mesa corriendo.
No todos los paseos eran a los naranjales. La familia iba a veces a Venice
Beach y al cercano Ocean Park, con su gran parque de atracciones. La gente
desfilaba de un lado a otro por la pasarela de madera, hacía picnic en la playa y
compraba entradas para subirse a las diversas atracciones. Los niños que iban allí
con sus padres podían jugar libremente, todos menos Hank. Henry y Katherine le
mantenían pegado a ellos y esperaban que se comportara como un adulto en
miniatura mientras iban paseando por la pasarela de madera. Los recuerdos que
Hank tiene de la playa son bastante placenteros: «Sentías el olor de las
hamburguesas y de las cebollas y tenías que comer. Todo el mundo comía
hamburguesas en Venice Beach, o si no, tenías que meterte en el coche y
marcharte. Era peor que una droga. La arena estaba limpia. El aire estaba limpio.
Respirabas y te sentías bien. Había conchas en la arena. Los niños podían llenar
cubos enteros de conchas. Ahora lo que hay son chapas de botellas y plásticos.»
Cuando la familia regresó del paseo Hank se fue a su habitación. No podía
dejar de pensar en los niños que le habían llamado «Heinie». No se diferenciaban
mucho de su padre. La gente es mala. Recordó algunos incidentes en la
guardería, tonterías como las de los niños empujándose. Incluso las niñas, con sus
preciosos vestiditos, eran antipáticas.
En una ocasión sí que hubo una pequeña demostración de ternura paterna.
Fue poco antes de amanecer, cuando Henry despertó al pequeño Hank, que tenía
entonces cinco años, para que pudiese ver cómo se preparaba para el reparto de
leche. La compañía para la que trabajaba usaba todavía carros tirados por
caballos. Hank salió en pijama y zapatillas, era de noche, debían de ser alrededor
de las cinco de la mañana. Todavía colgaba la luna en el cielo y reinaba la
oscuridad. Fueron hacia el carro de leche. El caballo tenía los arreos puestos y
esperaba el comienzo de la rutina cotidiana. Henry ofreció un terrón de azúcar al
caballo, que se lo comió sin ninguna ceremonia. Al ver el regocijo de Hank le dijo:
«Toma, ahora hazlo tú. Sólo tienes que extender la mano y el caballo cogerá el
terrón de azúcar igual que ha hecho con el mío.» Henry puso el azúcar en la mano
de su hijo y Hank se lo ofreció al animal. Pero cuando vio las encías rosadas que
asomaban entre los belfos del caballo, retiró la mano, temiendo que el bicho se la
fuera a comer. Su padre le tranquilizó e hizo que se acercara. Hank se aproximó al
caballo, que enseñaba los dientes y la lengua, y que por fin se comió el terrón de
azúcar. «Otra vez», le dijo Henry a su hijo, y dentro de la boca del caballo
desapareció otro terrón.
Aparte de lo que cuenta el propio Hank, muy poco más puede averiguarse
sobre su niñez. Sólo quedan vivos algunos pocos testigos de su vida familiar. Uno
de ellos, Anna Bukowski, la mujer de su tío John, recuerda a su sobrino Hank
como un niño solitario y taciturno. «El pequeño Henry me daba pena. Ofrecía el
aspecto de quien necesita realmente tener amigos, niños de su misma edad. Sé

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que sus padres no le dejaban jugar con otros críos. No hablaba como la mayoría
de los niños. No parecía un niño feliz. Cuando venían a visitarnos, yo veía cómo le
controlaban.» La hija de Anna, Katherine, recuerda a su primo como un niño
gordito, vestido de un modo muy formal. «Mi tía Katy era muy exigente con él. No
le dejaba jugar como cualquier otro niño. Creo que eran muy estrictos. Cuando
venían a visitarnos, llevaba una ropa muy historiada, no parecía cómodo.»
Al padre de Hank le fastidiaban las fiestas de cumpleaños. Recibían a los
niños en casa, repartían entre ellos sombreros de papel para que se los pusieran y
los encaminaban hacia los sitios en los que iban a hacer diversos juegos, como el
de ponerle la cola al burro. Pero poco después aquello se convertía en el show de
Henry. Empezaba a rondar entre los niños invitados como un oficial prusiano.
Había tarta y helados, servilletitas de papel que decían FELIZ CUMPLEA—OS.
Henry vigilaba para que los pequeños no tiraran tarta al suelo o para que no les
goteara el helado en la alfombra. Si eso ocurría, les gritaba de tal modo que, sin
duda, los amedrentaba. Katherine callaba y permitía que su marido hiciera lo que
quisiera. Incluso mientras jugaban, les ordenaba: «¡Tenéis que jugar con
educación!» Si armaban un poco de alboroto, les hacía callar a gritos y les
ordenaba que volvieran a sentarse. Después de las dos o tres primeras fiestas,
Hank comenzó a tenerles pavor. Rara vez le sorprendieron sus padres regalándole
un juguete. Los regalos que le compraban consistían en ropa interior, calcetines y
otras prendas de vestir. No se atrevía a pedir juguetes, furioso por dentro porque
le daban como regalos cosas que se supone que los padres tienen que
proporcionar. Sabía los regalos que recibían otros niños, todo tipo de cosas desde
trenes en miniatura hasta guantes de béisbol. Un regalo bonito con el que le
sorprendió su padre fue un traje de indio, pero los demás niños de Virginia Road
jugaban con trajes de cowboy.

El patriarca del clan Bukowski, el abuelo Leonard, había emigrado desde


Alemania en la década de 1880, después de servir en el ejército del Kaiser. Fue a
Cleveland, donde conoció a la joven de dieciocho años Emilie Krause, una
inmigrante de Danzig, de la que se enamoró. Después de la boda se trasladaron a
Pasadena, un barrio de las afueras de Los Ángeles. Muchas de las familias más
ricas de los Estados Unidos se establecieron allí, incluidos los Wrigley, que
hicieron una fortuna con el chicle.
Leonard medía un metro noventa, pesaba más de cien kilos y lucía un
abundante bigote. Hank recuerda que el aliento le olía a whisky el día que le
conoció. Cuando visitó al abuelo, sus padres esperaron dentro del coche. «Mis
padres no entraron en la casa. Más tarde les pregunté: "¿Por qué no vais a verle?
Es estupendo. Es un hombre muy agradable."» Mi padre gritó: «¡El abuelo bebe!»
Leonard le regaló a su nieto, que tenía siete años, la Cruz de Hierro que había
conseguido en el ejército del Kaiser y un reloj de oro.
Pasadena había atraído a Leonard por las ilimitadas oportunidades que
ofrece una ciudad de rápido crecimiento. Trabajó de carpintero y vivió en una casa
modesta en el número 205 de la Avenida South Pasadena. Ejerció ese oficio hasta

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1904, año en que se convirtió en contratista. Hacia 1906 su empresa había


prosperado. Su mujer, Emilie, dio a luz cuatro hijos y dos hijas. El mayor, John,
nació en 1888. Luego vino Charles. El siguiente fue Henry Charles. Y después
iban Emma, Eleanor y Ben.
La prima de Hank, Katherine, recuerda una visita de Henry Bukowski y su
familia cuando ella y su hermana eran todavía muy jóvenes. «Éramos pobres. Mi
padre ganaba poco dinero. Creo que por esa razón tía Katy miraba
despectivamente a mis padres. Recuerdo una ocasión en que vino a casa.
Llevaba un pañuelo de seda muy elegante. Debió de resultar evidente que me
encantaba y, probablemente para complacerme, me dejó tocarlo y ponérmelo un
rato.»
A Henry no le gustaban sus hermanos por razones que ya nadie recuerda.
Ben era un hombre callado y tenía algo de malicioso; John vivía en una casita
pequeña rodeada de mucho terreno y casi nunca tenía dinero. Katherine y su
hermana Eleanor, primas de Hank, eran unas extrañas para él. Años después las
describiría como dos niñas guapas y reservadas que rebañaban la mantequilla de
cacahuete del fondo de un tarro.
Katherine Bukowski Woods describe a su abuela Emilie como una mujer
conservadora, de religión baptista. «Creo que acabó dando un montón de dinero a
la iglesia. Abandonó a mi abuelo, pero no sin antes haberse hecho con el control
de la mayor parte del dinero que él había ganado como contratista, al menos eso
es lo que yo he oído.» Dice que Leonard y Emilie se reconciliaron muy poco antes
de que el viejo muriera de un cáncer de estómago a finales de los años veinte. La
prima Katherine dice que su tía Katy, la madre de Hank, se ocupó de Leonard
durante su enfermedad y que el viejo permaneció en casa de su hijo en Los
Ángeles. «Es posible que mi madre le cuidara —dice Hank—, pero mi abuelo no
vivía en casa. Probablemente mi madre iría a su casa de Pasadena. Si se hubiera
quedado en nuestra casa, yo lo recordaría. Sólo vi al abuelo una vez.»
Hacia 1920, Emilie Bukowski vivía en una casa, separada de la de su
marido, también en Pasadena. Era una de las muchas que él tenía, aunque mucho
más pequeña que el caserón al que ella estaba acostumbrada, una vivienda de dos
plantas y distribución irregular en la que había criado a sus hijos. Pero su casita no
carecía de encanto, medio escondida como estaba tras una tupida masa de
arbustos de pimienta. La vida en aquel hogar se centraba en la cocina, donde se
preparaban platos alemanes y norteamericanos en enormes cantidades. Había
fuentes de wienerschnitzel y sauerbraten, rosbif, jamón con rodajas de pina y
siempre muchísimo café. Lo que Hank recuerda sobre todo son las montañas de
puré y salsa que Emilie ponía en los platos. Mientras servía la comida solía decir a
su familia «Os enterraré a todos». Ésa es una de las pocas frases que Hank
recuerda de ella. Nunca le dio besos o abrazos, nunca le hizo ninguna
demostración de amor de abuela. Durante las visitas a casa de Emilie siempre
había una especie de tensión. El que no se mencionara nunca el nombre de
Leonard sólo servía para que su ausencia se hiciera más patente.
Hank recuerda muy bien los canarios de Emilie: «Tenía muchas jaulas,

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todas de tamaño y forma diferente. Una vez que estábamos en su casa empezó a
anochecer y ella tapó las jaulas con unos cobertores blancos.»
Emilie tenía un piano que se había traído de casa de su marido. Durante
una de las visitas, Hank se sentó al piano y empezó a jugar, fascinado por la
cantidad de sonidos que podía sacarle. Siguió aporreando las techas mientras sus
padres y Emilie hablaban con otros parientes. De repente su padre le ordenó que
dejara de tocar. «Deja que el niño toque el piano», dijo Emilie.

Henry Bukowski conoció a la que sería su mujer, Katherine Fett, en


Andernach, Alemania, cuando le destinaron allí como soldado raso en 1920. El
hermano de Katherine se ocupaba de una cantina para las tropas norteamericanas
y allí conoció a Henry Bukowski. Los dos hombres se cayeron bien y en alguna
ocasión el norteamericano llevó carne y otras cosas de comer a casa de los Fett,
que, al igual que otras familias de Andernach, sufrían la escasez de alimentos
debida a la guerra. Un día vio a la hermana de Heinrich, Katherine, y quiso quedar
con ella. Como era una joven tímida se resistía, pero finalmente Henry fue a cenar
a casa de los Fett. El alto norteamericano se enamoró de la diminuta alemana y no
pasó mucho tiempo hasta que se casaron. Su hijo, Henry Charles Bukowski hijo,
nació en Andernach el 16 de agosto de 1920.
Henry y Katherine se quedaron en Andernach con su hijo durante un tiempo
después de terminada la guerra, pero Henry empezó a sentirse impaciente por
volver a casa. En el momento en que se trasladaron de Alemania a Los Ángeles, la
ciudad había iniciado un período de crecimiento sin precedentes. Aunque había
duplicado su tamaño en un lapso relativamente corto, la ciudad seguía
conservando el encanto del pasado: el de ciudad ganadera de las décadas de
1860 y 1870, e incluso el de su pasado español, que se había convertido en
historia más bien mítica de aquella época de californianos románticos que imponían
sus leyes en vastos territorios y criaban ganado y caballos de primera calidad.

Katherine casi nunca hablaba de su juventud en Alemania ni de su familia. A


veces, sin previo aviso, le contaba a Hank alguna historia extraña. Había una
sobre su abuelo, que «era un músico consumado» y «bebía mucha cerveza».
Según ella, el abuelo iba de bar en bar tocando el violín y pasaba después el
sombrero. En cuanto reunía el dinero suficiente se dirigía a la barra y comenzaba
a beber. A medida que avanzaba la tarde le iban echando de los bares por armar
bronca y se iba a otro, y luego a otro... A Hank le gustaba mucho esa historia y
estaba seguro de que su bisabuelo debía de haber sido igual que Leonard
Bukowski, otro bebedor. Empezó a pensar que las generaciones anteriores de su
familia debieron de ser realmente extraordinarias.
Katherine apenas sabía inglés cuando llegó a Estados Unidos. Hank diría
años más tarde: «Para ella, mi padre era el conquistador de la nación de la que
procedía ella. Un héroe. En cierto sentido él la dominaba y rara vez, si es que
hubo alguna, contradijo ella sus múltiples edictos.» Henry Bukowski no sólo pegó
a su hijo cuando el niño se iba haciendo mayor, sino que también infligió castigos

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físicos a su mujer. «Cuando las cosas se pusieron realmente difíciles, durante la


Depresión», dice Hank, «mi padre pegó a mi madre en varias ocasiones. Algunas
veces intenté detenerle, pero, entonces, cuando acababa de pegarle a ella
empezaba a pegarme a mí.»
En la escuela secundaria de Virginia Road Hank se hizo amigo de un chico
de su misma edad, solitario, bizco, que se llamaba David Winchell. Empezaron a
hablar a la hora de la comida porque casualmente se sentaron en el mismo banco
para comer los sandwiches. Hablaron sobre el tipo de sandwich que sus
respectivas madres les habían preparado. David le ofreció patatas fritas a Hank,
que cogió unas pocas y después pidió más. Antes de terminar el recreo, los dos
chicos habían decidido volver juntos de camino a casa.
Un grupo de chicos de primer curso comenzó a seguirles y rodeó a David
insultándole. Uno de ellos le empujó y le tiró al suelo. Cuando David se puso de
pie, secándose las lágrimas, el más grande de los atacantes le dijo que no querían
mariquitas en su escuela y después le dio un puñetazo en el estómago. Luego
rodearon a Hank gritando y silbando. No podía descifrar lo que le decían pero, sin
saber por qué, retrocedieron y se marcharon.
Cuando llegaron a casa de David, éste dijo adiós a Hank y entró. La voz de
la señora Winchell regañando a su hijo por el estado desastroso de su camisa y
sus pantalones retumbó a través de las paredes y llegó hasta la calle. El chico no
quería decir por qué tenía la ropa tan sucia, así que su madre empezó a pegarle.
Después le dijo que se pusiera a hacer los deberes de música. Hank se quedó un
rato cerca, esperando, y por fin oyó un violín. De camino a casa Hank se dijo a sí
mismo que no le gustaba aquel nuevo amigo ni su forma de tocar el violín.

A lo largo de sus años escolares Hank se dio cuenta de que los chicos
como David siempre le elegían como amigo. Concluyó que, inexplicablemente,
atraía a los raros y a los subnormales. Por alguna extraña razón había heredado
de su padre el punto de vista cínico sobre la vida. El punto de vista negativo de
Henry padre se había infiltrado en su hijo. A Hank le resultaba difícil encontrarse a
gusto con un compañero de escuela. Pero se las arreglaba sin amigos. «No había
ninguna válvula de escape. En casa estaba mal. Luego estaba el colegio, que
tampoco era ninguna válvula de escape, y luego la vuelta a casa andando, seguido
por la chusma, los chicos que intentaban sacudirte. No había descanso.» Los
adultos percibían la rebeldía de Hank: sus ojos y la expresión de su rostro les
demostraban que era un observador frío que les daba a entender que a él no
podía imponérsele nada. En lo más profundo de su mente siempre estaba la figura
de Henry C. Bukowski padre.
Sin embargo, existía una diferencia básica entre él y su padre en el modo de
reaccionar ante la gente. Mientras Henry gritaba y vociferaba, Hank simplemente
demostraba un desdén general con su actitud física, acompañada quizás de una
frase sutil o un comentario en voz baja. Mientras que su padre actuaba
emocionalmente como el caballo de Atila contra su mujer y su hijo, Hank se
replegaba en sí mismo, irradiando rebeldía, construyendo lentamente un muro de

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silencio entre él y el objeto de su desprecio.


En la escuela primaria Hank consiguió cierta notoriedad como el sarcástico
del grupo, ese tipo de alumno que un profesor nunca olvida. En clase se convirtió
en un ritual que el profesor le expulsara castigado al patio o que le gritara: «¡Deja
de poner esa cara!» Curiosamente, ninguno de los profesores parecía sentirse
incómodo con Hank, eran las profesoras las que se sentían más incómodas. «Me
parecía raro», dice, «pero debía de ser que las maestras percibían más mi
rebeldía.» Llegó a pensar que la mayoría del profesorado estaba actuando, que no
creían ni practicaban las enseñanzas que impartían. Desde el momento en que
empezaban a hablar, él intentaba juzgarles y ver hasta qué punto se podía confiar
en lo que decían.
Cuando su padre se ponía furioso en público, ya fuera por un supuesto
desaire en la cola del teatro o del cine, o, más a menudo, por el servicio o la
calidad de la comida en algún restaurante, notaba que la gente no solía responder
a sus gritos. No parecían asustarse ante aquel hombretón. Escuchaban pero nada
cambiaba. Viendo esto día sí, día no, Hank fue aprendiendo lentamente a
contestar a su padre, y también a los profesores, con el silencio. Hank llegó a
aborrecer aquellas exhibiciones públicas a las que su padre sometía a la familia en
casi todos los lugares a los que iban.
Una vez, en la época de la escuela primaria, la familia fue a la farmacia del
barrio. Un dependiente se acercó a Hank y a su madre y preguntó a la señora
Bukowski si sabía quién era aquel tipo horrible que estaba unos metros más allá:
«Cada vez que viene, hay jaleo.»
«Es mi marido», contestó ella. Era como si Henry padre quisiera saber hasta
dónde podía llegar con la gente. Pero Hank sabía instintivamente que, a pesar de
lo impresionante de su estatura, su padre era un cobarde y se habría achicado si
alguien le hubiera plantado cara.
Durante los primeros años de vida de Hank sus padres no demostraron
verdadero interés por sus progresos en la escuela. Nunca le preguntaban cómo
iba en sus estudios ni qué asignaturas le gustaban más. El se las arregló solo,
ocupándose sobre todo de no tener que pelearse con nadie. Pero, por fin, ocurrió
lo inevitable: Hank se vio envuelto en una pelea. Un chulito soltó el primer
puñetazo. Cuando llegó el profesor para separarlos, todos los demás chicos,
incluido el grupo de los que le habían estado fastidiando durante la escuela
primaria, dijeron que había sido Hank el que había empezado. Le mandaron al
despacho del director, que le sometió a un interrogatorio agotador y terminó
diciéndole que con un apretón de manos zanjarían el asunto. Hank dudaba. El
director le engatusó ofreciéndole la mano extendida, pero luego estrujó la mano de
Hank preguntándole: «¿Soy un tipo duro?» La humillación terminó cuando Hank
dijo «Sí» con un gemido y el director le dio una nota dirigida a sus padres.
Esa nota del director explicando la falta de urbanidad de Hank, inició una
nueva etapa en el hogar de los Bukowski. Cuando le hubo dado la nota a su
madre, se dirigió a su cuarto, como solía hacer al llegar a casa. Se tumbó en la
cama e intentó dormir. Su madre empezó a dar voces gimoteando: «Pero ¡qué

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desgracia! ¡Has traído la vergüenza sobre nosotros!» Los condicionantes de su


educación pequeñoburguesa salían a relucir. De pequeña, cuando vivía en
Andernach, los maestros y funcionarios de escuelas recibían un trato de respeto
semejante al de los médicos y los científicos en los Estados Unidos. Si un alumno
tenía algún problema con el sistema escolar, se daba por supuesto que era el
alumno y no el profesor el que había hecho algo mal.
Katherine preguntó a Hank qué ocurriría si los vecinos se enteraban. Era
como si hubiera habido un cataclismo sobre la familia Bukowski. Y seguía:
«¿Cómo has podido hacerle esto a tu madre?» Y luego recurrió a la amenaza
extrema: «Ya verás cuando tu padre vuelva de trabajar.» Cuando cerró la puerta de
un portazo y volvió al salón, Hank siguió allí acostado pensando que en realidad
no había hecho nada malo y le hacían sentirse como si así fuera. Poco después
oyó la desagradable voz de su padre que le provocaba más asco que temor.
Katherine le explicó a su marido lo que había ocurrido y le enseñó la nota.
Henry llamó a su hijo para que saliera de su cuarto y le dijo: «¡Muy bien, Henry! ¡Al
cuarto de baño!» El niño se extrañó de que su padre no le preguntara su versión
de los hechos, pero no se molestó en plantear la cuestión. Fue al cuarto de baño,
como le habían ordenado. Henry cogió del gancho de la pared la correa de cuero
que usaba para la navaja de afeitar, la sostuvo con fuerza y ordenó a su hijo que
se bajara los pantalones. Le propinó una sarta de latigazos, de esos que dejan
entumecido. A Hank se le saltaron las lágrimas. Afortunadamente no podía oír las
palabras de furia que brotaban de la boca de su padre. Lo único que oía, lo único
que sentía eran los golpes del cuero sobre su carne. Entonces se concentró en los
rosales que su padre había plantado y cuidado en el jardín trasero, su orgullo y
alegría, en las cosas que amaba, en su coche bien protegido en el garaje. Sin
querer, Hank empezó a llorar. Por fin su padre paró y salió del cuarto de baño.
Hank conocía el temperamento de su padre lo suficiente como para que la
paliza no le sorprendiera demasiado. Pero, de algún modo, esperaba que su
madre acudiera en su ayuda. Acudió a ella y le dijo que no era justo que su padre
le pegara y que ella lo sabía. Su madre le contestó que su padre siempre tenía
razón y después se fue. Hank nunca perdonó a su madre que no le defendiera en
ésta ni en otras numerosas ocasiones. Años después volvería a pensar en la
aquiescencia de ella a la disciplina paterna y se sentiría a la vez furioso y
profundamente defraudado. No podía saber entonces que su madre era más bien
una víctima de la educación recibida. Haberse opuesto a su marido habría violado
las reglas fundamentales con las que se había criado y, según las cuales, el padre
es el amo incuestionable del hogar y los hijos tienen que tener un respeto absoluto
ante la autoridad paterna. Era, una vez más, parte del código de la clase media
alemana. Katherine habría traicionado su educación de Andernach si hubiera
hecho una excepción ante aquella paliza o ante las que vinieron después.
Poco después de que Hank comenzara la escuela primaria, la familia se
trasladó de la casa de Virginia Road a otra de dos dormitorios en la Avenida
Longwood 2122. El salón tenía un enorme ventanal que daba al jardín delantero.
Desde su sillón, que también miraba hacia fuera, su padre escuchaba las noticias
deportivas de la radio. En la Avenida Longwood Henry informó a su hijo de que ya

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estaba en edad de ayudar en casa: «Te encargarás de cortar el césped.» Hank


debía de estar en cuarto o quinto curso cuando su padre le dijo aquello. «Yo
estaba jugando al fútbol con algunos chicos del vecindario. Por algún motivo me
habían dejado jugar con ellos.» Era un domingo por la mañana y Henry Bukowski
tenía muchísimo tiempo para supervisar el trabajo de su hijo.
—Eres lo suficientemente grande como para segar el césped, recortar los
bordes y después regar las rosas —dijo Henry—. ¡Ya es hora de que te ganes el
sustento en esta casa!
Hank intentó explicar a su padre que por lo menos quería terminar el
partido. El padre le preguntó si le estaba replicando. Hank le dijo que no.
Su madre miraba desde detrás de una cortina del ventanal. El sábado era el
día de limpieza en la casa. De la mañana a la noche sus padres se dedicaban
apasionadamente a barrer, sacar el polvo, fregar, dar cera. Hank nunca llegó
realmente a entender por qué tenían que quitar la alfombra todas las semanas y
encerar el trozo de suelo que quedaba debajo. Años después se lo explicaba
pensando que era una especie de exceso germánico.
Para un niño al que no se le había permitido jugar con otros niños durante
tantos años cada oportunidad de participar en un juego significaba muchísimo. Su
padre le dijo que dejara de perder el tiempo en aquellas actividades improductivas,
cosa que Hank no podía comprender puesto que su padre se dedicaba
religiosamente a escuchar la retransmisión del partido de béisbol.
Katherine continuó de pie cerca del ventanal mientras Henry explicaba a
Hank las complejidades de segar el césped y podar los bordes. Le enseñó a vaciar
el recogedor de la cortacésped y desde dónde exactamente debía empezar a
podar. Le dijo a su hijo que dejara de poner cara de pena, advirtiéndole que, si no
lo hacía, «Yo te daré algo para que tengas realmente de qué tener pena». Hasta
un rato más tarde no comprendió Hank lo profeta que podía ser su padre y lo bien
que ejecutaba sus profecías.
Se fijó bien en todos los demás enseres de jardinería que su padre ponía
delante de la cara. Henry hacía como si podara el seto, con una manguera por
delante y un par de tijeras. Mientras iba señalando, sus instrucciones eran
precisas: Vas al norte. Vas al sur. Pasas dos veces la segadora. Te aseguras de
que los bordes están perfectamente recortados y en linea recta. «Y recuerda, que
por nada del mundo, puedes dejar que quede una brizna de hierba más alta que
las demás.» Así terminó de darle órdenes, de un modo siniestro. Hank comenzó a
darse cuenta de la gravedad de la situación. Como nunca había hecho ningún
trabajo de jardinería, sabía que era bastante fácil cometer un error, pero no dijo
nada de eso a su padre, quien lo habría considerado una insolencia. Lo que Hank
se puso a considerar fue el hecho de que no sentía que aquella casa perteneciese
a toda la familia. Era la casa de Henry Charles Bukowski padre y de nadie más.
Finalmente, Henry advirtió a su hijo que iría a inspeccionar el trabajo
cuando hubiese acabado. Como Hank cuenta en La senda del perdedor, la novela
sobre su infancia y adolescencia, su padre le advertía: «No quiero ver ni una sola
brizna que sobresalga en el césped de delante ni en el de detrás. ¡Ni una sola!»

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Hank se puso a hacer el trabajo. Sabía que su padre podía haber hecho
que aquello fuese más fácil dejándole hacerlo más tarde, después del partido.
Pensaba todo el rato en sus amigos que estaban jugando al fútbol, en el día que
se iba esfumando, en el sol que se ponía y en él, que seguía trabajando en el
jardín.
Cuando comenzó a trabajar en el jardín trasero, Katherine y Henry salieron
al porche de la cocina a comprobar si su trabajo progresaba. Él no les dijo nada y
continuó cortando el césped. Su madre tenía una expresión de vacío especial;
Henry parecía impaciente. Hank seguía cortando el césped, pensando en lo
injusto que era su padre y deseando tener un padre diferente o no tener padre.
Pensaba en Frank Sullivan, uno de los chicos del barrio, con el que había estado
jugando al fútbol un rato antes. Frank le caía bien y envidiaba la libertad que le
daban sus padres.
Hank empezó a cortar el césped cerca de donde se encontraban sus
padres y oyó que su madre decía: «Mira, Henry, no suda como tú cuando cortas el
césped. Parece que está tan tranquilo.»
—¿Tranquilo? No parece tranquilo, lo que parece es muerto —contestó su
padre.
Y entonces le dijo que empujara más fuerte, más rápido. Hank obedeció,
provocando que la hierba volara por encima del recogedor.
—¡Hijo de puta! —gritó su padre.
Henry saltó fuera del porche y se dirigió corriendo hacia el garaje en el que
estaba su coche. Estuvo revolviendo durante un rato y regresó a grandes
zancadas con un taco de madera que medía casi treinta centímetros de largo.
Hank lo vio venir, pero no intentó esquivarlo. «Me dio en la pierna derecha. Fue
muy doloroso, especialmente teniendo en cuenta que yo era sólo un niño. Me
pareció como si se me congelara la pierna, pero sabía que tenía que seguir
andando y lo hice. Simplemente me agarré más fuerte que antes a la cortacésped.
Finalmente llegué a donde había caído aquel taco de madera. Me agaché, lo
recogí y lo tiré a un lado. El dolor aumentó.» Henry le dijo a su hijo que parase y
volviese al sitio en el que el recogedor no había recogido la hierba. Hank
obedeció, haciendo todo lo posible por ocultar su dolor.
Después de acabar con la cortacésped, Hank tenía que limpiar la entrada
con la manguera y luego regar el jardín delantero y el trasero. El padre salió de la
casa para inspeccionarlo todo. Ése sería un ritual que habría de repetirse muchas
veces más durante los años siguientes, con idénticos resultados. El hombretón fue
hasta la zona del césped, se puso a cuatro patas y bajó la cabeza casi hasta tocar
la hierba recién cortada para ver si había quedado alguna brizna. Hank, de pie,
esperaba. El padre se puso de pie de un salto y corrió hacia la casa diciendo:
«¡Ajajá!» Llamó a su mujer: «¡Mamá! ¡Eh, mamá!» Katherine salió a reunirse con él
en el jardín de delante y él le dijo que había encontrado un pelo, refiriéndose a una
brizna de hierba. De hecho, había encontrado dos. Pidió a su mujer que se
agachara y mirase. Ella lo hizo así y le dijo a su marido que ella también las veía.
Después volvió a entrar en la casa, sin dirigir una mirada a su hijo. Señalando la

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puerta principal, Henry dijo a Hank que entrara en casa. «Al cuarto de baño», dijo
Henry y, una vez allí, le dijo que se bajara los pantalones. «Entonces empezó a
darme una paliza. Utilizó la misma correa con la que me había pegado aquella vez
que hubo un problema en la escuela. La verdad es que me había pegado también
por otras infracciones, así que estaba acostumbrado. De todas formas, una paliza
es una paliza y duele. Mi padre azotaba sin compasión: yo había fallado en la
tarea de hacer un trabajo perfecto en su maldito jardín y eso no podía
perdonarse.»
Hank encontró en la calle un alivio y un escape a las férreas reglas
paternas. Sus padres habían ido aflojando gradualmente las riendas y ya le
dejaban jugar con los chicos del barrio. Durante años se había sentido extraño
ante los otros niños, básicamente porque no le permitían hablar con ellos más que
en la escuela. Hasta ese momento —el último curso de enseñanza primaria—,
apenas sabía cómo se lanzaba correctamente una pelota de béisbol o un balón de
fútbol.
La Avenida Longwood era una calle arbolada, sin apenas tráfico; las casas
tenían patios grandes y zonas con césped verde. Se parecía a muchas otras
calles del país en aquella época, calles que ningún director de cine despreciaría si
estuviera haciendo una película sobre la infancia: un ambiente perfecto para los
niños. Uno de los primeros amigos que Hank tuvo en la Avenida Longwood fue un
chico pelirrojo al que llamaban «Red» (el Rojo). Le contó a Hank que tenía un
brazo ortopédico y le dejó tocarlo. Hank palpó el brazo ortopédico, que era tan
duro como una piedra. Le preguntó a Red si tenía algún amigo. Red le contestó
que no y Hank le dijo que él tampoco. Ninguno de los chicos del barrio jugaba con
ellos. Hank había encontrado un alma gemela y, lo que era aún mejor, Red tenía
un balón de fútbol que inmediatamente sacó a la calle para poder jugar con Hank.
Se turnaban haciendo como que cubrían diferentes posiciones, lanzando la pelota
y chutando. Protagonizaron varias aventuras juntos en la Avenida Longwood y en
otros sitios del barrio.
En quinto curso, la profesora de Hank explicó en clase que estaba previsto
que el presidente Herbert Hoover hablara en el Coliseo de Exposition Park, a
pocos kilómetros al sur del centro de Los Ángeles y cerca del campus de la
Southern University de California.
—Ésta es una oportunidad que se da sólo una vez en la vida —les dijo—.
Es un deber cívico que acudáis vosotros y vuestros padres a ese acto.
Y les pidió que escribiesen una redacción sobre aquella ocasión
trascendental. Hank no fue, pero de todos modos escribió la redacción sobre
Hoover. En ella daba muchos detalles de cómo estaba el presidente más tieso que
un huso, cómo saludaba con la mano a la multitud, cómo resonaba su voz a través
de la megafonía. Describía la emoción de la población de Los Ángeles, allí reunida,
aclamando a su presidente.
Cuando entregaron los trabajos, la profesora los leyó concienzudamente y
dijo a los alumnos:
—Tengo aquí un trabajo sobre la visita de nuestro presidente al Coliseo

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escrito por Henry Bukowski. Es muy hermoso y quiero leéroslo.


Los niños se volvieron y miraron hacia donde estaba él. Les resultaba difícil
creer que el raro de la clase, el marginado, el solitario, hubiese destacado por su
capacidad literaria. Cuando la clase se calmó, la profesora empezó a leer su
relato.
Cuando los demás alumnos estaban saliendo de clase, la profesora le pidió
a Hank que se quedara. Le preguntó si realmente había ido a escuchar el discurso
del presidente Hoover. Acorralado, admitió que no había estado allí. En vez de
ponerse furiosa, la profesora le dijo que eso hacía que su trabajo fuera aún más
interesante y que estaba todavía más impresionada. Hank, a pesar de lo pequeño
que era, comprendió entonces que «la gente quería mentiras hermosas, no la
verdad. Eso era lo que necesitaban. La gente era idiota». Desde entonces, esa
impresión se convirtió en la idea central de su forma de pensar.
Ésa fue la primera vez que Hank se consideró escritor. Sin embargo, en vez
de animarse a escribir más, se inhibió, a pesar de que le impresionó ver cómo
todos los miembros de la clase —incluso las niñas más guapas y los mejores
deportistas— le miraban con admiración cuando la profesora acabó de leer su
redacción. Hasta él mismo llegó casi a creerse que había estado en el Coliseo.
Hank no recuerda exactamente las circunstancias, pero fue más o menos
por aquella época cuando trabó amistad con Frank Sullivan, que había sido uno de
los que le atormentaban en Virginia Road. Era un chico rubio que fue amigo de
Hank durante todo el sexto curso. Gracias a su trato con Frank, que tenía muchos
amigos, Hank comenzó a ser aceptado poco a poco por los demás chicos y a
participar en sus juegos. A medida que Frank y él fueron haciéndose mayores
empezaron a alejarse más del barrio de la Avenida Longwood. Empleaban el
tiempo en pasear hasta la playa, en montar en bicicleta y, a veces, en caminatas o
excursiones hasta la zona de los estudios cinematográficos. Una excursión de la
que existen documentos gráficos es la que hicieron para ver una exhibición aérea
en Dominguez Hills, a muchos kilómetros de sus casas.
Hank empezó a interesarse por los aviones pues oía hablar mucho de ellos
a Frank y a su padre, que había sido un as de la aviación en Europa durante la
Primera Guerra Mundial. Los dos chicos bajaron andando hasta el Boulevard
Venice para hacer autostop. Un hombre de unos treinta y cinco años les paró.
Cuando subieron al coche intentó convencerles de que fueran a nadar, diciéndoles
que conocía un sitio donde podrían estar solos. Intercaló en la conversación que
habían detenido a un hombre por llevar a cabo prácticas homosexuales debajo del
muelle en la playa de Venice y les explicó que le ponía furioso que la policía se
entrometiese en lo que debería considerarse un derecho a la intimidad de los
ciudadanos. Los chicos insistieron en ir a la exhibición aérea. El hombre se dio por
vencido y les llevó hasta allí. Cuando aparcó, Hank y su amigo echaron a correr y
se perdieron entre la multitud.
La familia de Frank era católica. Él iba a catequesis en la iglesia de Saint
Agatha en el West Adams Boulevard. La iglesia quedaba cerca de la Avenida
Longwood y Hank empezó a ir con su amigo. Henry y Katherine dieron su

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consentimiento y le animaron a que fuese a la iglesia. «Tal vez con eso se


enderece», dijo Henry a su mujer.
La clase de catecismo despertó el interés de Hank. Le gustaba pasar el
tiempo discutiendo sobre religión con Frank. No sabía entonces que John Fante,
un hombre destinado a ejercer quizás la mayor influencia en su obra, había
recibido una educación católica en Boulder (Colorado), sobre la cual escribiría un
libro, Dago Red. Este libro estaba destinado a ser una de las obras favoritas de
Hank al comienzo de su época universitaria. Al leer las descripciones de las
monjas, los curas, los confesionarios y las clases de religión, recordó aquellos días
en que acudía a la iglesia parroquial con Frank Sullivan.
Cuando un cura les dijo a Hank y a su amigo que los animales no podían ir
al cielo porque no tenían alma y por lo tanto no se les podía bautizar, ninguno de
los dos chicos acogió bien aquella perturbadora información. Así que encontraron
un perro cerca de la iglesia, le metieron dentro y le bautizaron echándole agua
bendita.
Poco a poco la novedad del catolicismo y sus misterios fue
desvaneciéndose y Hank empezó a aburrirse. Decidió que la reglamentación y los
dogmas no le iban y que no le gustaba un Dios que se parecía tanto a su padre.
Después de que Hank faltara a clase dos semanas, de la iglesia enviaron a su
casa a dos niñas de su edad, rubias, de ojos azules y vestidas con blusas de
florecitas. Les dijo a las niñas que no quería volver a clase de catecismo y ése fue
el final de su coqueteo con la religión organizada.
Hank empezó la enseñanza secundaria el mismo año en que Franklin
Roosevelt se convirtió en presidente. Oía a su padre quejarse de la falta de
disciplina que había a todos los niveles en la sociedad y de cómo eso estaba
arruinando al país. Continuaba con la letanía del trabajo duro y cuanto más
hablaba, menos le escuchaba Hank. Pero sí oyó a su padre y a muchas otras
personas hablar de la gran inundación del 34, originada por las precipitaciones más
fuertes registradas en la historia de la región. Los periódicos locales informaron
que treinta y seis personas habían muerto por la subida del nivel de las aguas.
Aquella tempestad puso dramáticamente de manifiesto a la población de Los
Ángeles lo difícil que podía ser la vida.
Cincuenta y seis años más tarde el poeta Charles Bukowski se sentó a
escribir «We Ain't Got No Money Honey, but We Got Rain» (No tenemos dinero,
tesoro, pero tenemos lluvia), un documento sobre aquellos tiempos en los que las
promesas del corazón del territorio americano se convirtieron en polvo y millones
de parados aguardaban sin esperanza que llegara una época de bonanza otra
vez. El poema comienza así:

llamadle efecto invernadero o lo que sea


pero simplemente ya no llueve
como antes.

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recuerdo particularmente las lluvias de


la era de la depresión.
no había dinero pero había
mucha lluvia.

los parados,
fracasados en época de fracasos
estaban aprisionados en sus casas con sus
mujeres y sus niños
y sus
mascotas.

los parados se volvieron locos
confinados con
sus mujeres, en otro tiempo hermosas.
había terribles discusiones
mientras las notificaciones de deshaucio
caían en los buzones.
lluvia y gritos, latas de alubias,
pan sin mantequilla...

mi padre, nunca un buen hombre
en el mejor de los casos, pegaba a mi madre
cuando llovía
y yo me lanzaba
en medio de ellos,
piernas, rodillas,
gritos
hasta que
se separaban.
«Te mataré», gritaba yo
a mi padre. «Vuelve a pegarle
y te mato.»

2
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«Saca a este niño


hijo de puta de aquí.»

3
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Hank asistió al colegio Mount Vernon, a poca distancia de su casa.


Convencido de su visión del mundo, se decía a sí mismo que los adultos no eran
demasiado simpáticos y los niños tampoco; una visión que había echado profundas
raíces en la mente de Hank. Nada podía apartarle de aquella creencia. Se
construyó unas defensas cada vez más fuertes. La ironía, el silencio y el sarcasmo
fueron tres armas que aprendió a utilizar. Era taciturno y reservado, en casa y en
el colegio. De las bocas de sus profesores sólo fluían palabras vacías cuando
explicaban las lecciones que Hank sabía que eran pura rutina sin sentido. La falta
de entusiasmo en sus voces le aburría. La única forma de iluminar la oscuridad del
aula era retirarse de ella sin abandonar su asiento, cosa que hacía tan a menudo
como le era posible.
A causa de la recesión económica, el padre de Hank se quedó de repente
sin su trabajo de repartidor de leche. Katherine Bukowski encontró trabajo como
mujer de la limpieza en las casas de familias acomodadas a las que la Depresión
no había afectado. Hank y sus compañeros de clase heredaron la desesperación
que en sus padres había provocado la agudización de la crisis. No pocos de sus
contemporáneos compartían el mismo desdén que él ante la autoridad.
En séptimo curso conoció a William Eli Mullinaux, un niño bajito y
delgaducho, al que llamaban Baldy. Éste recuerda que Hank levantaba la mano y
le decía al profesor o a la profesora que lo que acababa de decir estaba mal.
«Hank no les pasaba una a los profesores», dice. El chico había visto en su padre
tanta ira mal dirigida que había aprendido a apreciar la sinceridad; era lo que
pretendía, especialmente de los profesores, de quienes se supone que imparten la
verdad.
Junto con Frank Sullivan, Hank y Baldy empezaron a explorar el mundo de
las mujeres en los locales de variedades del centro de la ciudad. Los tres amigos
fueron hasta allí en tranvía. Para sorpresa de todos, a ninguno le preguntaron la
edad. Pagaron la entrada y se metieron dentro.
Hank seguía sintiéndose al margen pero iba de un lado a otro con Frank y
Baldy. Los largos paseos hasta la playa, las excursiones a los espectáculos de
variedades y una soledad desmesurada constituían aspectos importantes de su
vida. Sus compañeros de clase tomaban en serio los pronunciamientos que a

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veces hacía sobre la escuela y la sociedad en general. Era un observador agudo


con muchos años de práctica que le habían proporcionado opiniones que
compartía no para impresionar a nadie, sino porque, sencillamente, tenía que
manifestarlas.
Cuando le cogieron haciendo una travesura en la escuela, junto a Baldy y
otro compañero, el director mandó una nota a Henry Bukowski, quien volvió a
llevar a su hijo al cuarto de baño, escenario ya de muchas palizas. Aunque la
aplicación de la correa de cuero le producía un dolor mortal, la respuesta de Hank
era completamente diferente: el miedo había desaparecido. Había logrado una
especie de victoria sobre su padre. Ya hacía tiempo que había comprendido que
las palizas no tenían sentido, que más que un verdadero castigo eran un ritual con
el que su padre satisfacía sus necesidades. Hank notó que su padre se daba
cuenta de que algo había cambiado en la actitud de su hijo. De pronto dejó de
pegarle y fue hacia la puerta del cuarto de baño.
—¿Por qué no me pegas un poco más si con eso te sientes mejor? —le
preguntó Hank.
Al comentar este incidente en su novela autobiográfica La senda del
perdedor, Hank dice:

Le observé y vi pliegues de carne bajo la barbilla y alrededor del cuello,


arrugas tristes y surcos. Tenía la cara del color rosa de la masilla ajada.
Estaba en ropa interior y su vientre abultado formaba arrugas en la
camiseta. Sus ojos ya no despedían fiereza, sino que parecían vacíos y
evitaban los míos. Algo había ocurrido... Mi padre se dio la vuelta y salió
por la puerta. Él lo sabía. Era la última paliza que yo recibía, al menos por
su parte.

Durante el verano de 1934, después de terminar la enseñanza primaria,


Hank y su padre discutieron sobre el instituto al que debería ir. Henry insistía en
que debía ir a Los Angeles High School en el Boulevard Olympic, considerado
como el mejor de los alrededores y al que las familias acomodadas de Hancock
Park, un barrio rico, enviaban a sus hijos. Se imaginaba que el lustre de los chicos
ricos se le pegaría a su hijo. En La senda del perdedor Hank se retrata como un
chico de clase baja lanzado en medio de los chicos de familias ricas. La realidad,
según sus compañeros de clase, era que muchísimos hijos de familias más pobres
que la suya iban a Los Angeles High School. El instituto era un ejemplo de la
estructura económica de la ciudad y no un enclave de los ricos, en absoluto.
—Harías bien en seguir el ejemplo de los niños ricos —le dijo Henry—.
Vienen de las mejores familias y saben trabajar con toda su alma.
Hank contestó que le parecía más lógico ir al Instituto Politécnico porque
quedaba más cerca de casa. Perdió la discusión y a regañadientes se matriculó en
Los Angeles High School. Pero lo peor fue que el acné empezó a extendérsele por
toda la cara. Como un problema cutáneo de ese tipo era normal en los chicos de

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su edad, nadie le hizo demasiado caso.


El primer día de instituto fue en bicicleta con Baldy. Muchos alumnos
mayores tenían coche y la mayoría iban bien vestidos. Para un adolescente como
Hank, que se identificaba con los pobres y al que le encantaba sentarse a
escuchar las charlas informales del presidente Roosevelt, sus compañeros le
parecieron como venidos de otro planeta. Hank se fijó mucho en los hijos e hijas
de los ricos, tan fuera de lugar, según él, en un país asolado por la pobreza.
Durante el verano anterior al segundo año el estado de la piel de Hank
empeoró y, como consecuencia de ello, se sintió cada vez más alejado de los
demás adolescentes. El desprecio interior que sentía por su propio cuerpo fue en
aumento al empeorar su afección hasta un punto dramático: pasó de la cara a
extendérsele por el pecho y la espalda. La sola idea de quitarse la ropa en los
vestuarios y tener que permanecer desnudo en la ducha, sometido a un posible
ridículo, era demasiado para él. Tremendamente acomplejado ante esa
perspectiva, optó por el ROTC (Reserve Officers Training Corps, una especie de
instrucción militar). No es que aquello le entusiasmase, pero al menos no tenía
que exhibirse. Los demás chicos adoraban sus uniformes y los llevaban con
orgullo.
Su acné empeoró tanto durante ese primer año de enseñanza secundaria
que las pústulas de los hombros se le quedaban en carne viva cuando hacía los
ejercicios de instrucción militar. A veces tenía que encajarse el arma en el hombro
con toda rapidez y de un golpe. Invariablemente la sangre le manchaba el
uniforme. En casa, su madre le forraba esa parte de las camisas con trozos de
tela.
Hank solía ponerse frente al espejo del cuarto de baño, tratando de
imaginar cómo le veían los demás. «Creía que ninguna mujer querría estar conmigo
jamás. Me sentía como una especie de monstruo. Piensa que eran unos granos
enormes que me cubrían la cara.» Al terminar el primer trimestre, abandonó el
instituto. No le gustaba la idea de ser un marginado, sobre todo por algo que no
podía remediar.
Henry le dio un ungüento marrón, probablemente un potingue a base de
sulfuro y resorcinol, e insistió en que se lo dejara puesto en la cara más tiempo del
indicado en las instrucciones. «Te mejorará», le gritó. «Sé lo que me hago.» Una
tarde insistió en que se lo dejara puesto toda la noche. Le produjo una sensación
de ardor tan intensa que fue corriendo al baño, llenó el lavabo de agua fría y se
quitó el ungüento. Cuando su padre se dio cuenta de lo que había hecho, le dijo a
su mujer: «Este hijo de puta no quiere ponerse bien. ¿Por qué habré tenido un hijo
como éste?»
Para empeorar las cosas, Katherine se quedó sin el trabajo de la limpieza,
mientras Henry todas las mañanas se subía al coche y se marchaba, simulando
que iba a trabajar. Había dicho a los vecinos que era ingeniero, algo que siempre
había soñado que quería ser. Las mentiras de Henry en ese periodo y a lo largo de
toda su vida sólo sirvieron para reforzar la insistencia de Hank por ser sincero
sobre sus propias emociones. «Las mentiras de mi padre hicieron que valorara la

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verdad en mi poesía, que valorara la verdad a la hora de escribir sobre la


condición humana.»
Finalmente Hank fue al Hospital General del Condado de Los Ángeles, en el
extremo opuesto de la ciudad. El edificio principal, terminado de construir hacía
poco y considerado por aquel entonces una obra arquitectónica importante, estaba
ya repleto de pacientes. En él iba a vivir Hank una de sus primeras experiencias
con la burocracia, tras un tedioso recorrido en el tranvía amarillo de Los Ángeles.
Le enviaron al cuarto piso. Allí le dijeron que esperara en una sala irregular
atestada de otros pacientes de beneficencia. Pasó la hora en que estaba citado.
Estuvo esperando todo el día, pero no le llamaron. A última hora de la tarde
devolvió su tarjeta con la cita y volvió a la mañana siguiente, intentando de nuevo
que le vieran a primera hora. Cuando le llegó el turno, el médico le miró y llamó a
otros médicos para consultarles. Uno de ellos dijo que era el peor caso de acné
vulgaris que había visto en su vida. Hank estaba asombrado por su falta de
sensibilidad. Hablaban de él como si no estuviese presente, en los términos más
francos e insultantes. Uno de los médicos explicó que una chica acababa de irse
llorando, diciendo que nunca podría ligar con un hombre porque tendría cicatrices
de por vida. Me gustaría que viese a este joven, decía el médico, para que se
diera cuenta de que no tiene motivos para quejarse. Sufriendo por estos insultos,
Hank se insensibilizó frente al dolor físico al que le sometían. Los médicos le
aplicaron un tratamiento de rayos ultravioletas. Uno de los tratamientos que se
utilizaba en los años treinta era abrir con un bisturí de hoja muy delgada, para
conseguir el drenaje. En el caso de Hank utilizaron una aguja eléctrica para vaciar
cada uno de los granos. Una enfermera le preguntó en qué pasaba el tiempo
cuando no estaba en la escuela. Él le contó que volvía a casa y se quedaba en la
cama porque le avergonzaba el acné. «Eso es horrible», le contestó ella. Cuando
él le dijo que las chicas eran algo que quedaba fuera de sus posibilidades, ella le
dijo que no pensara de esa manera. Aquella enfermera fue la persona más amable
que había conocido en años. Le devolvió la fe en la posibilidad de que existiera
algo bueno en el mundo. Para los médicos, él no era más que un espécimen (que
no podía pagar) con un terrible acné, pero la enfermera hizo que se sintiera como
una persona que pensaba y sentía.
Los tratamientos se prolongaron durante muchos meses sin lograr,
desgraciadamente, buenos resultados. Hank seguía preocupado por su aspecto.
Pensaba en Baldy y en los otros chicos que conocía. No importaba los defectos
que tuvieran, al menos no estaban cubiertos por aquellos horribles furúnculos.
Rara vez hicieron referencia Henry y Katherine al acné de Hank después de
acabado el primer tratamiento.
Mientras el acné se manifestaba en toda su virulencia, durante los primeros
meses de tratamiento, se negó a ver a ninguno de sus amigos. Sus compañeros
de clase Jimmy Haddox y Baldy fueron a visitarle cuando sus padres no estaban
en casa. Les oía llamarle desde fuera y hablar luego entre sí. Hank se escondió en
un armario del vestíbulo y dejó la puerta ligeramente entornada. Tal como se había
imaginado, habían entrado en la casa por la puerta de atrás, que él había dejado
abierta. Cuando estaban buscándole por toda la casa, Hank abrió de golpe la

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puerta del armario y les dijo que se largaran. Como dudaban, les amenazó con
matarles si no se marchaban.
En el Hospital del Condado, le cambiaron de tratamiento. Después de lo
que le parecieron interminables sesiones de ultravioletas y drenajes de las
pústulas, los médicos le aplicaron un ungüento en la cara y después se la
vendaron. Toda la cabeza quedó oculta bajo los vendajes. Le gustó lo que vio al
mirarse en el espejo de una máquina de cigarrillos en la sala de espera del
hospital.
Aunque los vendajes tuvieron un efecto positivo, Hank seguía
necesitando más drenajes y rayos ultravioleta. Unas semanas más tarde terminaron
los tratamientos y se informó a Hank que ya no tenía derecho a más atención
médica gratuita. Esto sucedió porque Henry Bukowski había encontrado trabajo
como vigilante en el Museo del Condado de Los Ángeles. Cuando Henry se enteró
de que se habían terminado los tratamientos gratuitos para Hank, se puso furioso.
«Esos malditos médicos son unas sanguijuelas», dijo. «Te sacan todo el dinero y
después se vuelven en coche a sus mansiones.» Y mandó a Hank a un médico
que creía en la cura del acné mediante una alimentación adecuada, opinión que
tenía muchos adeptos en la década de los años treinta. Así, Hank empezó un
régimen de zumos de zanahoria y otras cosas, y dejó de comer fritos.
Henry había hecho un examen para su trabajo, lo había aprobado y había
mentido sobre su formación universitaria, formación de la que carecía. Hank oyó a
su padre jactarse de cómo les había dado gato por liebre a sus nuevos jefes.
—Eso no está bien —dijo Katherine.
—Mentir no importa si se hace para conseguir trabajo —le contestó su
marido.
En otoño de 1935, cuando el acné estaba en su peor momento, Hank
escribió su primer cuento corto, con un protagonista basado en el barón Manfred
von Richthofen, un héroe de la aviación durante la Primera Guerra Mundial. «Le
habían arrancado la mano y seguía luchando para quitar a todos aquellos tipos del
cielo. Todo eso es psicológicamente imposible, ya lo sé; pero no olvides que yo
tenía la cara llena de furúnculos mientras todos los demás estaban haciendo el
amor con sus compañeras de clase y todo eso. Yo era el feo del barrio, así que
escribí ese cuento. Era un cuaderno amarillo pequeño. Me costó seis centavos.
Escribía a lápiz cómo aquel tipo con la mano de hierro derribaba a un tipo y
después a otro.»
Haber creado aquel hombre mitad real, mitad imaginario le estimulaba.
Desde aquel momento supo que tenía una válvula de escape, un modo de
combatir el miedo y la falta de comprensión que percibía a su alrededor. Otra cosa
que había aprendido era el valor de estar solo. Después de padecer considerables
dosis de soledad en su infancia, en la adolescencia le encontró un nuevo valor.
Obligado a buscar dentro de sí mismo cosas que hacer y que pensar mientras
estuvo confinado en casa durante los meses de convalecencia, aprendió a
enfrentarse consigo mejor que antes y a seguir sus propios consejos.

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Hank había perdido un semestre en el instituto. Baldy, que le llevaba un


semestre de ventaja, dio una calurosa bienvenida a su amigo cuando salió de su
aislamiento. El padre de Hank pregonó que quería que su hijo fuese ingeniero.
Decía que los ingenieros ayudaban a construir el país y ganaban un montón de
dinero, que era un trabajo del que uno podía sentirse orgulloso, mientras que un
artista o un escritor normalmente acababan en la pobreza. Se quejaba también de
lo que costaba el médico al que había mandado a Hank y de las horas extra que
tenía que hacer en su trabajo para ganar el dinero suficiente para su dieta
especial.
En 1937, durante el último semestre del año escolar, Hank empezó a beber.
Como parecía mayor de lo que era, a veces iba a los bares del centro de Los
Ángeles y bebía whisky a su antojo. Conoció a tres chicos tres o cuatro años
mayores que él. Uno era un joven alto y fuerte, de pelo muy rubio y siempre
despeinado que le cala sobre la frente. Se ganaba la vida robando en las
estaciones de servicio. Otro era un chico muy agradable al que llamaban «Stinky»
(Apestoso). Hank siempre le defendía y protestaba por el apodo. Solían ir en
compañía de otro que estaba casado, tenía un trabajo fijo y un apartamento
grande alquilado. Por ser el mayor del grupo y el único que tenía trabajo fijo, era el
que proporcionaba el whisky y tenía su casa abierta para los amigos. Hank era
capaz de articular muchos de los pensamientos de aquellos tres jóvenes y ellos le
admiraban por eso. Sometía a un análisis pormenorizado a toda la sociedad y la
atacaba con inagotable energía, sin levantar jamás la voz como hacían los
oradores callejeros. Con absoluta frialdad decía cosas como «No me importa nada
ni nadie. No hay nada importante».
Muchas veces los cuatro apostaban a ver quién bebía más. Solía ganar
Hank. El dinero que ganaba le servía para comprarse unas botellas. Tras uno de
aquellos combates alcohólicos, Stinky quedó tan destrozado que fue al cuarto de
baño casi a gatas. Cuando Hank fue a ver qué tal estaba, se encontró a su amigo
totalmente fuera de combate dentro de la bañera.
Para poder reunirse con sus compañeros de borrachera, Hank siempre
esperaba a que sus padres apagaran las luces y se fueran a la cama, cosa que
ocurría todas las noches a las ocho, como un reloj. Cuando calculaba que ya
estaban dormidos, Hank abría la ventana del patio trasero, salía, pasaba por
encima de un seto y luego cogía el autobús. Volver a casa era un poco más difícil.
Nunca salía sobrio de aquellas reuniones con sus amigos. Iba tambaleándose calle
abajo hasta la parada del autobús, se mantenía en pie a duras penas, subía como
podía al vehículo y se derrumbaba en un asiento.
Ni su padre ni su madre parecían saber cómo pasaba las noches. Como
entraba por la misma ventana por la que salía era muy poco probable que se
descubrieran sus actividades. Cuanto más se acercaba la fecha de su graduación,
con más audacia se comportaba Hank. Ya no intentaba disimular las resacas
matutinas.
—Mírale. ¿Cómo va a conseguir trabajo? —dijo el padre de Hank una
mañana—. ¿Y qué van a pensar los vecinos? ¿Qué va a ser de ti? No quiero que

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vuelvas a beber. ¿Me oyes?


Hank no contestó.
—¡Si no dejas de beber ahora mismo, seguirás haciéndolo toda tu vida, y
entonces ya veremos en qué te conviertes! —gritó Henry, esperando una
respuesta.
Pero Hank permaneció en silencio.
Días más tarde se presentó en la puerta principal de la casa de sus padres y
llamó, en vez de entrar por la ventana de atrás como siempre. Katherine abrió el
ventanuco de la puerta y dijo a voces: «¡Henry! ¡Oh, Henry! ¡Otra vez está
borracho!»
Hank oyó retumbar la terrible voz de su padre: «¿Que otra vez está
borracho?»
Los pasos de Henry desde el dormitorio hasta la puerta principal resonaron
por toda la casa. Miró por el ventanuco y le dijo a Hank que no abriría la puerta.
«Eres una desgracia para tu madre y para tu país.»
Hank se quejó de que hacía frío y le advirtió que, si no abría la puerta
inmediatamente, la echaría abajo.
-¡No! -dijo Henry-. No, hijo mío, no mereces entrar en mi casa...
Fiel a su palabra, Hank retrocedió varios pasos y se lanzó a la carrera hacia
la puerta, con el hombro bajado y el peso del cuerpo hacia adelante. No consiguió
echar la puerta abajo, aunque un fuerte crujido le confirmó que había roto la
cerradura.
En ese momento Henry se dio por vencido. Hank entró. Katherine le miró
con frialdad. El rostro de su padre, marcado por el odio, le puso enfermo. Quiso
decírselo, pero se le revolvió el estómago y vomitó en la alfombra.
—¿Sabes qué se hace cuando un perro se caga en la alfombra? —
preguntó Henry.
—No —contestó Hank.
—Se le restriega el hocico en la mierda. Henry se abalanzó sobre Hank y le
agarró por la nuca.
-¡Eres un perro! —gritaba, intentando que la cara de Hank llegara al charco
de vómito.
Hank luchaba por librarse de él, cosa nada fácil teniendo en cuenta la
estatura de Henry. Por fin, Hank dijo con voz firme y autoritaria:
—¡Para! Por última vez te pido que pares.
Eso provocó que su padre ejerciera una presión mayor, de modo que la
nariz de Hank estaba casi a punto de tocar la alfombra sucia.
Entonces, empujado por una fuerza casi milagrosa, Hank lanzó el brazo
hacia arriba y le asestó un tremendo puñetazo a su padre en la barbilla. El

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hombretón cayó hacia atrás, sobre el sofá.


Katherine, que había estado chillando como una histérica, le clavó las uñas
en la cara a su hijo, gritando:
—¡Has pegado a tu padre! ¡Has pegado a tu padre! ¡Dios mío! ¿Cómo has
podido hacer eso?
Hank permaneció allí delante, casi sereno. «Realmente estaba como fuera
del asunto», recuerda. «Quiero decir que el viejo había caído, y, en mi interior, era
como si todo hubiera acabado. Así que simplemente seguí allí, de pie, mientras
ella me arañaba.»
La sangre caía al suelo, mezclándose con el vómito y haciendo charquitos
aquí y allá. Pasados algunos minutos, Hank, hecho una masa sanguinolenta,
preguntó a su madre si había terminado.
—Sí —contestó ella.
Sin embargo, lo de la bebida no había hecho más que empezar.
No fue hasta el segundo ciclo de enseñanza primaria cuando Hank
descubrió la biblioteca del barrio. El viejo edificio de piedra marrón entre los
bulevares Washington y Adams, cerca de la calle Veintiuno y la avenida La Brea,
fue para él como un paraíso de seguridad frente a la atmósfera opresiva de su
hogar y de la escuela. Los libros parecían invencibles, uno junto a otro, fila tras
fila. Las sillas y las mesas de la biblioteca tenían un aroma acre, maravilloso
cuando el sol se filtraba por las ventanas. Las tonalidades de luces y sombras
tenían allí algo de misterioso. Tuvo que revolver bastante para descubrir los libros
que realmente le gustaban. A veces topaba con algún título que le despertaba la
curiosidad, como Reverencia ante la madera y la piedra, pero cuando se sentaba
a leer el libro le desilusionaba, pues descubría que el texto no tenía la misma
fuerza que el título, sino que lo que ofrecía no era más que sentimentalismo y
melodrama. Pero hizo suficientes descubrimientos positivos. «La biblioteca era otro
mundo, otra gente. Rugía y latía. La sangre circulaba renovada por mi espíritu
machacado.»
Ninguno de sus progenitores tenía la capacidad de penetrar en aquel
mundo, lo cual no perturbaba a Hank en absoluto. Revisaba los libros, varios al
mismo tiempo, y se los llevaba para leerlos en casa. Lejos de sentirse satisfecho
de que su hijo demostrara interés por la literatura, Henry mandaba apagar las
luces a las ocho. «Tenía que leer a aquellos hombres extraordinarios con la
lámpara de la mesilla debajo de las mantas. Hacía mucho calor allí debajo, era un
infierno, pero era el único paraíso del que yo había disfrutado jamás.»
Hank se convirtió en un lector voraz e incansable. Cayó bajo el hechizo de
las palabras frescas y maliciosas, de las frases que le sonaban más claras que la
mayoría de las oídas en la escuela. Las imágenes conocidas aparecían bajo una
nueva luz y los asuntos desconocidos se desplegaban de pronto ante él.
Desde que comenzó a leer mantuvo un respeto innato por las pasiones y
prejuicios de los escritores a los que leía, pero sobre todo por los que no se

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resignaban a la normalidad. Quería leer las opiniones que diferían de la norma. El


rechazo que había experimentado durante tanto tiempo frente a las leyes, reglas y
normas de los adultos era compartido por muchos de los escritores a los que leía,
como Sinclair Lewis o Ernest Hemingway. Cuando percibía el lado duro de las
palabras, cuando lo escrito corría contra la corriente sin concesiones, se sentía
identificado con ello.
Las palabras que tenían un sentido peligroso para otros atraían la
sensibilidad de Hank. Descubrió novelas y cuentos que reflejaban su propio
pensamiento. Le atraía la mezcla de emotividad y lucidez, por ejemplo en Calle
mayor de Lewis, o en las obras de D. H. Lawrence o en La jungla de Upton
Sinclair. A diferencia de Henry Miller, cuyos primeros protagonistas fueron los
chicos de su barrio, el Distrito Catorce de Brooklyn, Hank no contaba con tan
románticos héroes en la vecindad. Los escritores a los que leía le compensaban la
falta de un alma gemela en el mundo real. Los lazos que le unían a sus amigos no
podían compararse con lo que sentía por aquellos escritores, y cuando les
hablaba de aquellos autores a sus amigos, la mayoría no demostraba ningún
interés. Hizo cosas con Frank Sullivan y Baldy, pero ellos no seguían hasta el final
las ideas que le cruzaban por la mente. La mayor parte del resto de sus
compañeros eran versiones reducidas de la limitada mentalidad adulta que él
despreciaba. Aquellos primeros escritores hicieron que su sensación de soledad
se agudizara aún más, pero también que fuera más fácil de sobrellevar; al menos,
había encontrado otros seres que valoraban la verdad. Más de cincuenta años
después de aquel primer encuentro con los libros en la biblioteca de La Brea: «Allí
estaba aquel tipo inyectándome sangre, belleza. Yo, que me sentía como una
criatura atrapada y machacada por mi padre, me encontraba con aquel hombre
que me llenaba de palabras.»
Calle mayor, sobre todo, atrajo el interés de Hank. Le sedujo esa sencillez
desprovista de toda pretensión que muestra el escritor cuando cuenta que va
deambulando a través de Sauk Center. Quería hacer eso mismo en un terreno
propio. La jungla le intrigó por las injusticias que exponía su autor. «Me repetía:
"Este tipo tiene razón. Así son las cosas en todas partes."»
Había otros, como Carson McCullers, que mezclaban lo real y lo mágico.
Hank podía sentir el calor de las noches húmedas del Sur que ella describía y
tocar aquellos personajes extraños que poblaban sus libros. «¡Dios mío!», decía
Hank, «vosotros sí que sois mis amigos», refiriéndose a los personajes de las
novelas.
A Hank le encantó la prosa de Ernest Hemingway cuando leyó Fiesta y los
relatos sobre Nick Adams. Por primera vez encontraba a un escritor que hablaba
con imágenes claras de la vida y las corrientes subterráneas del carácter humano,
sin sentimentalismos. Se sintió estimulado a seguir leyendo a Hemingway, y lo
hizo.
Hank, ya con quince años, consideró la perspectiva de ser escritor. Las
nuevas experiencias con los libros habían afianzado el sentimiento de seguridad
en sí mismo que tenía desde hacía ya tiempo. Escribir le ofrecía una defensa

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frente al mundo. Mientras estaba sumergido en sus libros nada podía afectarle.
Los libros que leía le hicieron comprender que no había cedido ante las normas
sociales y que la crueldad de su padre no había podido con él.
Cuando Hank empezó el primer curso de enseñanza secundaria su padre
había dejado de dominarle, por lo menos físicamente, aunque no en lo financiero.
Hank había rechazado la visión paterna del mundo. La idea de tener una profesión
de por vida le parecía algo ajeno a él, como una forma de esclavitud. De niño y de
adolescente nunca tuvo la fantasía de ser médico, abogado u hombre de
negocios. Su naturaleza rebelde se oponía a esa clase de pensamientos. Cuando
su padre le dijo que quería que fuera ingeniero porque los ingenieros ganaban
mucho dinero, Hank se rió de la idea. Lo que había aprendido en la biblioteca,
sumado al trauma del acné, sirvió para agudizar extremadamente su rebeldía.
Al igual que en todos los institutos de segunda enseñanza, el baile de gala
del último curso era el tema de conversación principal entre los alumnos que se
iban a graduar, excepto para Hank, que se había convencido a sí mismo de que
ninguna chica querría que la vieran con él. El baile de gala era un rito que tendría
que rechazar, pero entraba dentro de sus planes asistir a las ceremonias de la
graduación. Sin embargo, la sola idea de tener que ponerse una toga, soportar el
monótono discurso del director y luego ponerse en fila para recibir el diploma le
repugnaba.
Los alumnos del último curso hacían grandes planes para la noche del
baile. Muchos chicos pasarían a recoger a las chicas, con las que se habían
comprometido para asistir a la fiesta, en coche. Lo único que Hank tenía era una
bicicleta. Oía las charlas emocionadas con un sentimiento de alienación cada vez
mayor. La sensación de marginalidad se hacía más intensa, sobre todo desde que
tenía la cara surcada de cicatrices. La falta de autoestima que le había producido
la aparición del acné seguía marcando muchos de sus actos. Se había
desarrollado en su interior una rebeldía, una serie de ideas que más adelante
afloraría en sus escritos, basada en que toda la estructura de la sociedad estaba
formada por farsantes aduladores.
Henry Bukowski no se sintió orgulloso de que su hijo se graduara. En lugar
de soltarle un discurso, augurando a Hank un futuro lleno de oportunidades, le
describió un panorama poco prometedor de miseria y ambiciones no alcanzadas.
Seguía hablando de los chicos «normales» y le preguntaba a su hijo por qué no
podía parecerse más a ellos. Siempre que se le presentaba la ocasión, exponía
verbalmente el cuadro del fracaso y evocaba imágenes de cuartuchos infectos. Le
decía: «¿Quieres acabar como un vagabundo? Eso es lo que te ocurrirá si no te
marcas un rumbo en la vida.»
Chicos y chicas buscaban pareja para el baile de gala del instituto, un ritual
que, por supuesto, se daba a todo lo largo y ancho del país. Las conversaciones
sobre el baile se intensificaban a medida que se acercaba el día. Las chicas se
reunían en los pasillos o en el patio del instituto haciendo planes y comiéndose
con los ojos a alguno de los chicos. Los chicos se reunían para alardear de sus
futuras conquistas sexuales.

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La noche del baile Hank dejó atrás la Avenida Longwood y se encaminó al


gimnasio de las chicas, en el que iba a tener lugar la gala. Al llegar a la entrada
oyó música en vivo y conversaciones animadas, risas, aplausos, gritos de alegría,
todo mezclado. Estaba muy cerca de aquella escena maravillosa del interior y, sin
embargo, se sentía separado por un abismo infranqueable. No importaba que
intelectualmente se considerara diferente, inconformista; anhelaba estar allí con
los demás jóvenes. Se quedó fuera, escondido, mirando a través de una ventana
con tela metálica. Todas las chicas se habían transformado en mujeres. Parecían
mayores con aquellos vestidos largos, de noche. Sus gestos eran más adultos. Los
chicos, con sus smokings, también estaban impresionantes. Las parejas bailaban
con gracia y soltura o charlaban en pequeños grupos. Lo que más llamó la
atención del espectador solitario fue ver a algunos otros marginales de la clase.
Estaban allí, seguros de sí mismos, bien vestidos, junto a las personalidades del
instituto.
Hank espiaba la escena con la nariz pegada a la tela metálica. La
imprescindible ponchera ocupaba el centro de una mesa adornada. Los chicos
llevaban a sus parejas galantemente a la pista de baile. Cerca de ella había una
chica muy guapa con un vaso de ponche en la mano, mirando a la orquesta y
susurrando algo al oído de su acompañante.
Hank permaneció en la oscuridad observando, celebrando y maldiciendo su
soledad. Empezó a sentirse como un animal, una especie de bestia comparado
con sus compañeros, tan seguros de sí mismos. (Años más tarde, cuando firmaba
sus cartas como «Bestiabuk», tal vez estuviese recordando aquella noche del baile
al que no acudió.) Pensó en las chicas. Se preguntaba qué se sentiría al tocar a
una, cogerla entre los brazos, abrazarla, besarla. Pero la sola idea de dirigirle la
palabra a alguna de las más guapas e impresionantes de aquellas chicas le
aterrorizaba. Seguro que se reirían de él o se alejarían horrorizadas si él hiciera
algún tipo de insinuación.
Cuando la orquesta tocaba, las luces del techo proyectaban diferentes
tonos de rojo, azul y verde sobre las parejas que bailaban. «Realmente comencé a
odiarlos a todos», dice Hank, «... mientras bailaban con tanta perfección. Tenían
una vida fácil, sin problemas. Tenían padres ricos, la mayoría los tenía.» De nuevo,
como cuando empezó en el instituto, se fijaba en los chicos económicamente más
privilegiados en vez de en aquellos que, como él, provenían de hogares de clase
trabajadora, aunque había muchos de éstos en aquel baile.
Nunca había visto a su padre y a su madre intercambiar un gesto romántico,
ni a ningún otro miembro de su familia. En las películas que iba a ver con sus
padres, y más tarde con los amigos, había muchas escenas amorosas, esos
momentos obligados en los que un hombre y una mujer están de pie, juntos, bajo
una pálida luna, besándose o abrazándose en una habitación con luz tenue. Todas
estas cosas pasaban por su mente mientras estaba allí fuera.
Aquella experiencia agudizó aún más su sensación de que era diferente de
la mayoría. Sus amigos no daban ningún valor al hecho de ser diferente, pero eso
no le importaba, él sabía que en su soledad estaría su fuerza. «A pesar de cómo

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me sentía al observar lo que pasaba en el gimnasio, que había sido transformado


para el baile de gala», dice, «yo sabía que las cosas no eran tan buenas como
parecían.» Mientras estaba allí, mirando todavía al interior del gimnasio, se dio
cuenta de que odiaba a aquellos chicos felices para quienes la Depresión sólo
había sido algo que habían leído en el periódico y para los que el futuro quería
decir formación universitaria y buen trabajo. «Como he escrito en La senda del
perdedor, sabía que algún día empezaría a bailar yo.» Esa fe empezaba a
apoderarse de él y a mantenerle.
De pronto sus pensamientos fueron interrumpidos por uno de los porteros
del instituto, que le echó de allí. Cuando protestó diciendo que era uno de los que
se graduaban, el portero le alumbró la cara con la linterna, echó una ojeada a sus
cicatrices y le dijo: «Tú debes de tener, por lo menos, veintidós años, así que
lárgate de aquí.» De vuelta en casa, el joven graduado se tumbó en la cama
mirando el techo, incapaz de dormir, diciéndose a sí mismo que, sin lugar a dudas,
algún día le llegaría el momento de bailar a él.
Hank asistió a su graduación obsesionado por dos ideas. La primera era
que no vislumbraba nada bueno en su futuro, nada tangible al menos. Y la
segunda que todavía no se había acostado con ninguna mujer. Escuchó
impacientemente el discurso del director, un viejo gordo y calvo. El discurso estaba
plagado de tópicos sobre el futuro. Hizo hincapié en que la clase de 1939 estaba
llena de esperanza, más que ninguna otra anterior de Los Angeles High School.
Pero sólo unos pocos compañeros de Hank fueron a la Universidad de Stanford, a
USC, a Berkeley, a UCLA o a otras universidades importantes. Irónicamente, en el
libro de los que se graduaron en el verano de 1939 no figura más que un resumen
inofensivo del alborotador Henry C. Bukowski. Menciona que ostentó el rango de
sargento cadete de la Compañía A en los cursos del ROTC, lo cual apenas
demuestra el odio absoluto de Hank al ROTC, a todos los que lo integraban y a la
filosofía de obediencia de sus líderes.
El sol resplandecía sobre el director mientras hablaba. Los estudiantes
sonreían con orgullo y escuchaban con atención. Hank, no. Él y Jimmy Haddox
estaban sentados juntos e intercambiaban comentarios sobre algunos
compañeros que pasaban junto a ellos para ir a recoger su diploma. Para un
empollón al que Hank odiaba predijeron «contable». Cuando llamaron a Hank, éste
miró a Haddox y susurró «funcionario público». (No sabía lo acertada que
resultaría su predicción: más adelante pasó doce años seguidos trabajando en
Correos.) Fue hacia el director andando despacio y mirando a los profesores, a los
que en su mayor parte despreciaba, cogió el diploma y miró hacia donde estaban
sus padres: su madre, pequeñita, muy bien vestida aunque sencilla, con el pelo
perfectamente peinado, y junto a ella su padre, con un gesto de desprecio en el
rostro. Bajó del escenario restregándose la palma de la mano derecha en la toga
para limpiarse el sudor que le había dejado el apretón de manos del director.
Después de la ceremonia, la gente empezó a arremolinarse.
—¿Qué vas a hacer para seguir adelante? Nunca te he visto fijarte en un
libro de texto y aún menos en lo que dice dentro —dijo el padre de Hank.

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—Algunos libros son aburridos —replicó Hank.


Su padre continuó hablando de los miles de dólares que le había costado
alimentarle y vestirle.
—Supón que te dejo aquí, en la calle. ¿Qué harías? —dijo el señor
Bukowski—. Dime, ¿qué harías? —repitió.
—Cazar mariposas —soltó inmediatamente Hank.
Katherine empezó a llorar. Henry la cogió del brazo y se la llevó hacia
donde estaba aparcado el coche, viejo y destrozado. Regresaron a casa en
silencio, mientras Hank repasaba los ultrajes que había sufrido en casa y en la
escuela. La reacción de su padre ante la ceremonia de graduación no había
sorprendido a Hank. Aquella voz fuerte e insolidaria del viejo nunca había
demostrado comprensión ni compasión. No era suficiente que Hank se sintiera
avergonzado de tener que andar con aquellas cicatrices en la cara, tenía que tener
un padre que fuese una fuente constante de problemas.
Jane Mary Ball (Eckland), que se graduó el mismo año que Hank y escribió
dos novelas y dos libros de texto, dice que no le recuerda en absoluto, y añade:
«Nos graduamos en un ambiente de inocencia. Muchos chicos de nuestra clase se
hicieron soldados. Muy pronto la guerra iba a destruir la inocencia.» Ella y otros
alumnos, entre ellos Ray Bradbury y Elma Bakker (autora de Una isla llamada
California}, formaban parte de un grupo informal de escritores. Hank ni siquiera
sabía que existiese tal grupo, pero dice que si lo hubiese sabido, lo habría evitado.
Sus amigos Baldy y Jimmy eran los dos únicos chicos con los que se llevaba
realmente bien y con los que compartió aquellos momentos.
Hank ya había presentado una solicitud de trabajo en Sears Roebuck del
Boulevard Olympic, una de las sucursales más grandes y antiguas de la compañía,
y se sorprendió cuando le llamaron para que se presentara a trabajar. No se hacía
ilusiones sobre el trabajo, sólo esperaba que le proporcionara un poco de libertad
frente al dominio de su padre. Le pagaban cincuenta y cinco centavos por hora,
salario que no estaba mal para aquellos tiempos posteriores a la Gran Depresión.
Sin embargo, sabía que otros chicos del instituto irían a USC, una de las
universidades más importantes del país, a pocos kilómetros al sur del instituto.
Ignorando la imagen con la que su padre le había insultado, la de que se
pasaría la vida con un trabajo ínfimo y sin porvenir, había presentado solicitudes
de trabajo por todo Los Ángeles. La idea de ser escritor profesional se iba haciendo
cada vez más importante para él. No pensaba en ser famoso o reconocido sino en
poder subsistir con sus capacidades. Mientras tanto tendría que conformarse con
Sears. «La verdadera razón por la que presenté solicitudes de trabajo», dice, «fue
la esperanza de librarme de mis padres.» Se veía a sí mismo consiguiendo una
habitación en el centro de Los Ángeles, en Bunker Hill, el barrio que John Fante
describía en Pregúntale al polvo, que Hank había leído por aquel entonces. Y, al
igual que Fante, se imaginaba luchando para que le publicasen y ganando dinero
con sus obras. Además, estaría más cerca de la biblioteca pública de Los Ángeles,
donde continuaba leyendo con avidez. Le gustaba la sensación de vida que había
en el centro: se respiraba un aire de libertad que no se podía encontrar en los

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barrios de las afueras.


Hank también se había vuelto más independiente en otro sentido: se veía a
sí mismo como «el ser individual» que forja su propio destino. La opinión que tenía
de su padre se convirtió en el patrón para hacerse una opinión sobre la sociedad.
«El factor opresivo continúa como una sombra por encima de todo. Quiero decir
que siempre hay un padre que intenta aplastarte y aniquilarte.» Lo que encontró
en el personaje de Fante en Pregúntale al polvo fue un hombre que odiaba a sus
jefes, reconocía sus propias aptitudes e iba hacia adelante sin temer las
consecuencias.
La novela de Fante escondía un espíritu muy parecido al de El atrevido
muchacho del trapecio, una novela corta de Saroyan. En ambos casos, una
persona joven lucha contra fuerzas superiores para definirse a sí misma. Lo que a
Hank le gustaba del libro de Fante era la presencia en él del escritor; el libro se
parecía más a una biografía que a un relato de ficción. Hank estaba realmente
entusiasmado por el hecho de que alguien pudiese escribir así y justo en su
misma ciudad. Aquélla no era una voz antigua y lejana, sino la voz de un hombre
no mucho mayor que él, rodeado por el ruido y las multitudes de una gran ciudad.
En otras palabras, el milagro de escribir un libro y verlo editado no era un milagro
en absoluto si se trabajaba todo lo necesario y se tenía un poco de suerte.
Fante describe incluso la biblioteca pública, el monumento de estuco rosa a
la exuberancia de mediados de los años veinte, donde Hank continuaba leyendo lo
que había empezado en aquella otra biblioteca más pequeña, cercana a su casa.
Fante estaba entusiasmado por «los grandes tipos de las estanterías», Theodore
Dreiser y H. L. Mencken. Hank se sentía identificado con el personaje de Fante
Arturo Bandini, escritor desconocido que ansiaba ser el autor de uno de aquellos
grandes libros norteamericanos.
Cuando Hank llegó a trabajar a Sears Roebuck, tuvo que vérselas con el
supervisor, quien le dijo que había llegado con cinco minutos de retraso. Hank le
explicó que se había retrasado porque, de camino al trabajo, se había encontrado
un perro hambriento y había tenido que ocuparse de él. El supervisor miró con
asombro al nuevo empleado a su cargo. Bukowski le recuerda como un hombre
alto, delgado, con un vientre fofo colgante y unas pupilas grises pequeñas «en
medio de unos ojos incoloros». La respuesta de aquel hombre a las razones que
acababa de oír —y que eran ciertas— fue que en sus treinta y cinco años de
trabajo jamás había oído una excusa tan mala.
Después de advertir a Hank que no volviese a llegar tarde, el supervisor le
dijo que fuese a buscar la tarjeta y fichara. Hank se dirigió hacia el reloj de fichar
con la tarjeta y se quedó allí sin saber qué hacer. El supervisor le dijo: «Ahora ya
llevas seis minutos de retraso.»
Al final, aquel hombre le enseñó a fichar. Pasó algún tiempo explicando el
proceso, tras el cual el supervisor explicó al desventurado joven que tenía delante
que lo que él decía era ley. Continuó diciendo que tenía poder para poner a un
empleado de patitas en la calle por la razón que fuese, estuviese directamente
relacionada o no con el trabajo.

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Hank se dio cuenta de que Sears pretendía unos empleados que


estuviesen felices de pasarse toda la vida en el trabajo. «Aquélla sería una de mis
primeras lecciones. Esperaban que la gente entregara toda su vida, toda su lealtad
a una mierda de trabajo. Vería esto una y otra vez en Los Ángeles, en Nueva
Orleans, en Filadelfia, en todos los sitios a los que fui.»
El cómo descubrió esta verdad es muy sencillo: conociendo a sus
compañeros de trabajo. En La senda del perdedor lo describe detalladamente:

Cuatro hombres y tres mujeres. Todos eran viejos. Parecía que tenían
problemas de salivación. En las comisuras de los labios se les había
formado unas pequeñas manchas de baba, baba que se había secado y
se había puesto blanca y se había recubierto con una nueva capa de baba
húmeda. Algunos estaban demasiado delgados; otros, demasiado gordos.
Algunos eran cortos de vista, otros, temblaban. Un viejo con una camisa
de colores chillones tenía joroba. Todos sonreían y tosían y daban
chupadas a los cigarrillos.

Su trabajo consistía en entregar la mercancía del almacén a los diferentes


departamentos de ventas de la tienda. «Allí estaba yo, Hank Bukowski, un tío duro.
No podía dejar de preguntarme qué dirían los chicos del instituto si me vieran
trabajando allí con aquella panda de inútiles.»
Por la época en que Hank entró a trabajar en Sears, Los Angeles Times
proclamaba en un titular: EL EJÉRCITO ALEMÁN INVADE POLONIA. Por todas
partes se hablaba de una posible participación estadounidense. Hank oía
conversaciones patrióticas en el trabajo, por la calle, en casa. Le divertía observar
con qué facilidad se ponía la gente de acuerdo en adoptar la actitud de «Dios está
con nosotros».
En cuanto se puso a trabajar, Hank se dio cuenta de que no duraría mucho
en aquel empleo. Fue una pauta de comportamiento que le acompañó a través de
los años y de una sucesión de diferentes empleos hasta que, finalmente, empezó
a trabajar en Correos a los cincuenta y tantos años. Aquella actitud inflexible frente
a la autoridad, forjada en la escuela, se manifestaba incluso cuando intentaba
disimularla. No podía evitar hacer comentarios sobre lo insignificante de las leyes
y los reglamentos. Cuando el supervisor explicaba la rutina del reloj de fichar,
Hank ponía caras y hacía observaciones sarcásticas.
Durante los primeros días de trabajo pensaba en los chicos ricos con los
que había ido a la escuela y en la vida tan regalada que tenían comparada con la
suya. Parecía que poco más había ya que hacer aparte de sucumbir a su vida
pedestre. Imaginaba qué pasaría si cediese ante el sistema, si se quedara en los
grandes almacenes hasta la jubilación, siendo tan leal a su trabajo como lo había
sido su padre o como el supervisor parecía serlo. Se consideraba superior a la
gente que le rodeaba. Veía que muy pocos habían entrado alguna vez en una
biblioteca, o habían leído alguna vez un libro o habían intentado alguna vez

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comprender el sentido de su existencia. Estaban muertos, un cero a la izquierda,


la clase inferior que acataba órdenes con una sonrisa de comemierda, sin
quejarse nunca, siempre serviles y encantados de serlo. «Nunca seré como ellos»,
se decía una y otra vez. Esperaba el momento oportuno, pero no tardó mucho en
darse cuenta de que, fuera cual fuere su actitud, estaba en el último puesto en la
jerarquía de Sears. Ya el primer día de trabajo se encontró siendo el objeto de
burla de un dependiente al que le sirvió la mercancía con retraso.
La acusación más grave que Bukowski hace a la sociedad, y que
encontramos a lo largo de toda su obra, es que la gente, atemorizada por las
condiciones sociales y económicas, acaba aceptando la humillación y el fracaso.
Aceptan puestos que les roban individualidad y gradualmente van aceptando, e
incluso admitiendo, la sumisión a otras personas con puestos de mayor poder. Así
pierden la capacidad de pensar por sí mismos.
Las groseras descripciones que hace en La senda del perdedor de su
trabajo en Sears, que recuerdan en cierto modo el relato sobre unos grandes
almacenes: Muerte a plazos de Céline, retratan ampliamente un microcosmos de
pretensiones, mediocridades mezquinas y conciencia de clase de la sociedad.
Bukowski, como recadero del almacén, se enfrenta a dependientes chulos y
arrogantes como el personaje de ficción al que denomina Justin Phillips, Jr.,
apenas unos años mayor que él y ya a cargo del Departamento de Caballeros.
«Andaba muy erguido, tenía el pelo negro, los ojos negros y los labios gruesos.» Y
a continuación un remate típico de Bukowski: «Había una desgraciada ausencia de
pómulos en su cara, pero casi no se notaba.» Las únicas palabras que dirigió a
Hank fueron: «¡Qué pena que tengas esas marcas tan feas en la cara, ¿no?»
Su padre, por el contrario, estaba orgulloso de su trabajo en el museo, y se
jactaba de ser el mejor empleado. Seguía siendo un promotor individual de la ética
laboral norteamericana, como en los años anteriores. Tras unos pocos días de
trabajar en Sears, Hank se dio cuenta de que no duraría mucho allí. Cuando llegó
lo inevitable y le echaron, su padre le dijo: «O sea que no puedes mantener un
empleo más allá de una semana.»
Hank decidió, de mala gana, matricularse en Los Angeles City College de la
Avenida Western. Su madre le dijo que el que fuera a la universidad demostraba
que tenía iniciativa; su padre, como siempre, pensó que aquello sería otra cosa
que acabaría mal, pero también comprendió que era preferible que su hijo fuese a
la universidad a que estuviese desempleado. Por lo menos, quedaría bien ante los
vecinos.
En septiembre de 1940 Hank se matriculó en varios cursos de periodismo,
dos asignaturas de arte dramático y un par de asignaturas académicas como inglés
e historia. Opinaba que la educación reglamentada era otra clase de esclavitud,
aunque tenía una vaga idea de cómo utilizarla en su provecho. Tal vez el
periodismo le proporcionara la oportunidad de ganarse la vida y era una forma de
escribir. Una de las profesoras pidió a los alumnos que entregasen un artículo a la
semana. Hank entregaba de diez a doce cada semana, a veces más, sobre todo
tipo de asuntos. «Todos tus trabajos están bien escritos», le dijo la profesora al

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terminar el trimestre. «Tendría que ponerte sobresaliente, pero tendré que darte un
notable por tu mala actitud.» Según Hank, la causa era su sarcasmo frente a los
compañeros de clase.
Parecía que el periódico de la Facultad podía ser un buen lugar para
empezar a publicar. Una mañana Hank entró en las oficinas, habló con el editor,
echó una ojeada a los alumnos que estaban muy ocupados en la edición de la
semana siguiente y se dio la vuelta para marcharse. Al llegar a la puerta gruñó:
«¡Vaya mierda!», y salió al vestíbulo sintiéndose aliviado de haber salido de allí.
Para Hank aquellos alumnos eran unos esnobs. Nunca lo admitiría, pero es
posible que parte de la animosidad que experimentó se debiera al miedo a ser
rechazado o, simplemente, a la eterna sensación de ser diferente que
experimentaba cuando estaba en grupo.
En el City College conoció a Robert Stanton Baume, un joven cuyo padre
era periodista en Minneapolis. Baume había ido a California y vivía solo en la calle
Once Oeste. Se las arreglaba a duras penas para vivir trabajando de mensajero
en bicicleta para la Western Union. Hank admiraba la independencia que tenía
Baume. No tenía un padre y una madre que estuvieran espiándole la mitad del
tiempo por encima del hombro. A Hank le atraía la inteligencia de Baume y le
gustaban sus relatos. Estaban influidos en cierta medida por El ángel que nos
mira de Thomas Wolfe, y aunque carecían de ese toque de locura que a Hank le
gustaba encontrar en la literatura, tenían algo. «Puede que hubiera un poco de
demasiada complacencia en la obra de Baume, pero yo sentía que tenía algo, la
presencia de alguien. Podía haber llegado a ser un escritor muy bueno.»
Baume tenía otra cualidad que Bukowski admiraba: era un joven valiente,
dispuesto a pelearse con cualquiera que se le cruzara. Poco después de
conocerse, le dijo a Hank que quería ser periodista en Washington porque era el
centro gubernativo, el lugar donde se tomaban las decisiones importantes. Le
describía cómo imaginaba que sería la vida de un periodista joven y atrevido en la
capital de la nación: conocer a los senadores, revelar los casos de corrupción y
cosas por el estilo. Normalmente, las respuestas de Bukowski a estas
elucubraciones eran sardónicas. En una ocasión Baume se puso muy furioso
cuando Bukowski le dijo que Washington no era el centro de nada.
Hank solía salir con un amigo de Baume que se llamaba Robert Knox,
quien recuerda a Bukowski como un tipo tímido e introvertido, no como el
apasionado personaje de años posteriores. El recuerdo que guarda Knox del
padre de Bukowski confirma la imagen con que le pinta su hijo. «Su padre era muy
estricto, con una mentalidad muy estrecha. Era un perfeccionista. Todo había de
hacerse de un modo determinado. Yo sabía que no se llevaban bien y que su
padre desaprobaba muchas de las actividades de Hank. Supongo que era de los
de la vieja escuela de la disciplina.» La mujer de Knox, con la que se casó en
1941, recuerda a Katherine Bukowski: «Era bajita, chiquitita y elegante. Se podía
pensar que era realmente una francesa. Siempre fue muy simpática con nosotros.
Una vez me preguntó por qué Henry no encontraba una chica simpática, se
casaba, sentaba la cabeza y tenía hijos. Era obvio que le tenía miedo a su marido.
Si le tenía enfrente, hablaba poco.» Los Knox recuerdan que los padres de Hank

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les dijeron que la señora Bukowski procedía de Francia. Esta información falsa
probablemente la inventaron para protegerla ante los sentimientos negativos que
provocaba la ascensión del nazismo en Alemania. «Recuerdo que hablaba con
acento», dice Knox. «Siempre creí que era acento francés. Nos habían dicho
claramente que había nacido en Francia.»
Cuando los Knox tuvieron el primer hijo, después de que Hank hubiera
dejado la Facultad, le llevaron a la casa de los Bukowski de visita. Katherine se
entusiasmó con la idea de que tal vez Hank siguiera el ejemplo de aquella pareja
joven, encontrara una mujer y se casara. Tales pensamientos, sin embargo,
estaban muy lejos de la mente de su hijo, que seguía considerándose un tipo lleno
de cicatrices e intocable de por vida.
Knox señala que Los Angeles City College tenía la fama de «pequeña
universidad roja» por la gran cantidad de simpatizantes de izquierdas que había
entre sus miembros. «Había conferenciantes que venían al campus a hablar sobre
la adhesión al comunismo. Los de la prensa llegaban allí con sus cámaras incluso
antes de que nos hubiéramos enterado de que había una conferencia. Para una
clase escribí un artículo sobre la gente que estaba preocupada con los alemanes y
cómo, andando el tiempo, el comunismo sería una amenaza mayor. El catedrático
me puso un muy deficiente.» Hank, que, como Knox, desaprobaba las actitudes
izquierdistas de los miembros de su Facultad, se convirtió en una persona
molesta. No creía en ninguna esclavitud ideológica, ya fuera de derechas o de
izquierdas.
Hank no se esforzaba mucho con sus estudios. Con ir pasando se daba por
satisfecho, pues la vida académica no era de su agrado. De hecho, despreciaba a
la mayoría de sus profesores, sobre todo por sus métodos. Hank los encontraba
autosuficientes, engreídos y aburridos. En alguna ocasión, simplemente para
provocar, decía que simpatizaba con los nazis. Parece ser que se corrió la voz y
uno de los administradores de la Facultad se le acercó una vez para hablarle de
su simpatía por los nazis. Hank estaba tan asqueado que no se molestó en
aclararle las cosas a aquel tipo.
Hank, Baume y Knox pasaban horas en los bares, tomando café y
discutiendo de todo menos de temas políticos. Sobre todo hablaban de la Facultad
y de literatura. Hank les contaba que su aspiración era dedicarse sólo a escribir y
que quería irse a algún sitio lejos de Los Ángeles y encontrar trabajo escribiendo
para algún periódico. Rara vez hablaba de chicas y demostraba muy poco interés
en ellas, incluso en la Facultad.
Igual que el día de su graduación en Los Angeles High School, Hank
sospechaba que lo que le esperaba en el futuro era un barrio bajo. Tenía la
sensación de que la única forma de salvarse de una vida de esfuerzos y fracasos
estaba en el hecho de escribir. Era la única parcela de la actividad humana en la
que sabía trabajar de un modo instintivo. Sabía que tenía que pulir algunos de sus
relatos, que muchos eran mediocres y poco elaborados, pero seguía trabajando,
seguro de su talento.
Hank intentó encontrar otro trabajo, pero no lo consiguió. Su padre

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consideró que era un holgazán y que aceptaba el fracaso: «Si quieres, puedes
encontrar trabajo, lo que pasa es que no te esfuerzas lo suficiente», le dijo. «Yo
trabajo y los demás trabajan. Todo el jodido mundo está trabajando y tú no puedes
encontrar un maldito empleo. No creas que voy a seguir manteniéndote toda la
vida.» Hank estaba seguro de que no trabajaría nunca más en unos grandes
almacenes, no lo haría después del tedio de Sears Roebuck, que sí buscaba en
otros sitios y bebía mucho. Al menos, cuando bebía, durante un rato podía borrar
completamente de la cabeza a su padre y olvidarse de su incapacidad para
encontrar empleo. En cuanto a Henry Bukowski, mientras su hijo siguiera yendo a
la Facultad y pensando en ser periodista algún día, no le echaría de casa.
Una tarde volvía Hank a casa desde la Facultad cuando, de repente, su
madre apareció ante él.
—Henry, no puedes ir a casa. Tu padre está furioso. Te va a matar.
A Hank le cogió absolutamente por sorpresa y contestó:
—¿Y cómo lo va a hacer? Puedo romperle el culo.
Katherine Bukowski le explicó que el viejo había descubierto los relatos de
Hank.
—Los ha leído, Henry. Los ha leído todos.
Le explicó que los había encontrado por casualidad en un cajón y se había
sentado a leerlos. «Me ha dicho que te iba a matar», volvió a decir Katherine, y le
contó a su hijo cómo el padre había tirado al jardín todos sus relatos y su ropa y la
máquina de escribir. Cuando Hank oyó aquello, se puso furioso y a duras penas se
contuvo para no ir a enfrentarse con su padre. Su madre intentaba detenerle,
cogiéndole por la parte de atrás de la camisa mientras él seguía su marcha.
Cuando llegaron a la casa de la Avenida Longwood, a pocas manzanas de
allí, Hank vio las hojas de sus relatos esparcidas por todas partes en la misma
hierba que tanto le había hecho sufrir de niño. Se detuvo en medio de la ropa
sucia, las hojas de papel y los cachivaches de su vida, gritando a su padre que
saliera de la casa, que le iba a dar una paliza. Esperó. Como su padre no salía,
empezó a recoger sus manuscritos y después cogió la máquina de escribir. Se
encaminó al tranvía W, pagó, tomó luego otro tranvía y se dirigió al centro, a la
calle Temple, donde encontró pensiones baratas en un distrito lleno de inmigrantes
filipinos. El alquiler de un cuarto destartalado en un segundo piso costaba un dólar
y medio a la semana. Apenas sabía que su recién hallada guarida escondía
cientos de cuartuchos igualmente sucios y mezquinos. Sin embargo, lejos de
deprimirse, Hank se sintió bien en su nuevo entorno, especialmente cuando
descubrió un bar, nada más bajar las escaleras, frecuentado por filipinos cuyo
aspecto sospechoso, como de gángsters, le resultaba atractivo.
Como no se le ocurría qué otra cosa hacer, Hank continuó yendo al City
College y eligió los cursos que le interesaron para estudiar una especialidad en
otra institución. Para el semestre final, que acabó a principios de 1941, eligió
cuatro asignaturas de arte y una de educación física. Poco a poco se dio cuenta
de que la mejor asignatura, por lo menos para él, era la que tenía ante sí, en la

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calle. La forma rutinaria con que daban las clases los profesores de arte y el
enfoque mecánico de las clases de periodismo no le aportaban nada. Al mismo
tiempo, tenía miedo a sentirse totalmente abandonado a su propia suerte si dejaba
el nido salvador de la Facultad.
Hank se familiarizó con el centro comercial de Los Ángeles. Durante la
década de los sesenta solía hablar sobre sus aventuras en aquella zona, sus
entradas y salidas de los bares, sus merodeos por Bunker Hill y Angel's Flight (un
funicular que sube y baja la colina) y Pershing Square, un lugar de reunión de
predicadores ambulantes, oradores izquierdistas y charlatanes callejeros
pintorescos. Se convirtió en un asiduo de muchos de los bares y alguna vez
deambuló por los barrios bajos, donde creía que estaba su futuro. Más adelante
hablaría muchas veces de los hombres de los suburbios y de cómo había ido a
aquellos barrios preguntándose qué clase de gente vivía en ellos. Muchas veces
pensaba que encontraría algún talento oculto, pero, según cuenta, sólo halló
fracasos. «Ya sabes, yo tenía esa sensación de que quizás hubiera allí algún toque
de brillantez, pero es que era joven y tal vez un poco romántico. Aunque la gente
de los suburbios parecía sólo un poco más derrotada que los que llevaban una vida
normal y corriente. Así que, más que nunca, me sentí como un marginado.»
El centro de Los Ángeles era en aquella época un mundo principalmente
anglosajón. Grandes almacenes gigantescos como Bullock's y May Company
estaban repletos de mercancía, vendedores sonrientes y directores altivos. Las
pequeñas tiendas de la zona —las había a centenares— tenían una tradición
refinada propia en la excelencia de ir de compras. Entre ellas y detrás de ellas
había callejones en los que personajes duros y siniestros se machacaban unos a
otros. Estaba la terminal del Pacific Electric, eje de un imperio de tranvías
eléctricos. Cerca de la calle Olvera, una manzana entera de casas de adobe que
se conservan milagrosamente desde la época de los hidalgos mexicanos, se
levantaba la estación Union, construida en un estilo que evocaba el de las
misiones españolas. Era el símbolo del Imperio Norteamericano que se extendía
del Atlántico al Pacífico, cruzando las montañas Rocosas y las Sierras y abarcando
Great Basin y Great Plains. En la estación había mozos vestidos de uniforme,
perfectamente planchados, y revisores orgullosos de sus brillantes placas de
bronce. Fuera, en las vías, se erguían los poderosos trenes de las compañías
ferroviarias famosas: la Union Pacific, la Santa Fe y la Southern Pacific. El vapor
salía silbando de sus entrañas, y formaba ondas alrededor de los equipajes que se
apilaban en unos grandes carros verdes, a la espera de que los subieran al tren, y
los viajeros que se iban y los que llegaban pasaban corriendo. También estaba el
asombroso edificio Bradbury con las oficinas dispuestas alrededor de un patio
central como una caverna, con ascensores de hierro forjado, abiertos por todas
partes, que subían y bajaban. El Herald Examiner Times, propiedad de los Hearst,
estaba en un edificio colonial, mientras que Los Angeles Times estaba en uno
contemporáneo, frente al Ayuntamiento. Había un barrio chino floreciente, un
próspero «pequeño Tokio» y muchas instituciones bancarias en palacios céntricos
de su propiedad, como el del Security Trust and Savings Bank of Los Angeles y el
del Coast Federal Savings. Años más tarde, la atmósfera del viejo Los Ángeles se
convertiría en una parte vital de la obra de Bukowski. En sus relatos cortos se

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percibe un marcado eco de las experiencias en el centro de la ciudad.

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Una tarde, mientras Hank estaba en su cuarto de la calle Temple


escuchando la radio y escribiendo, apareció Robert Baume. Había dejado el City
College un semestre antes que Hank y habían perdido el contacto. Pero Baume, a
través de los Bukowski o de la universidad, encontró a su amigo. Llevaba uniforme
del cuerpo de marines y le explicó a Hank que había dejado el trabajo en la
Western Union.
Baume continuaba aspirando a convertirse en un escritor famoso. «Algún
día mis libros estarán por todas partes», le dijo. «Los leerán por todo el mundo,
como a Thomas Wolfe. Todo el mundo lee El ángel que nos mira. Ése es el tipo de
libro que me gustaría escribir a mí.»
—Es demasiado elaborado —contestó Hank—. Y suena rimbombante.
—Entonces, ¿quién es bueno? —preguntó Baume.
—James Thurber. Señaló que todo el mundo estaba loco.
Baume empezó a pontificar sobre la literatura en general y le dijo a Hank
que había ciertas normas en literatura y que él las aprendería.
—Sólo los gilipollas hablan sobre el hecho de escribir —dijo Hank.
Sintiéndose insultado, Baume dijo que se iba. Hank se disculpó por haberle
hablado tan bruscamente y añadió que seguían siendo amigos.
Y después:
—Un hombre puede lograr que le maten si lleva uniforme.
Aquello puso furioso al patriótico Baume. La gente joven estaba ansiosa de
servir a su país (todavía no había un movimiento antibélico importante como el
que se produjo más adelante en la década de los sesenta). Baume le dijo a Hank
que dejara de esconderse ante la realidad, que era poco realista frente a la vida y
que estaba destruyendo las oportunidades de ser un verdadero escritor. Hank
insistía en que los buenos escritores se esconden de la realidad. «Se crean una
propia.» Baume acusó a Hank de no decir más que tonterías y la discusión se
transformó en una acalorada disputa. Momentos más tarde volaban los puñetazos.
Hank consiguió darle uno tremendo. Baume se tambaleó por la habitación. Hank le
encajó otro con la misma efectividad.

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—Tú ganas —dijo Baume.


—Venga, vamos a tomar una copa —propuso Hank.
Baume sonrió y le dijo:
—De acuerdo.
Hank sirvió dos copas de vino. Bebieron hasta vaciarlas. Satisfecho de la
pelea y la copa, Hank dijo: «Sin rencor», a lo que Baume respondió: «Joder! Claro
que no, compañero.» Dejó el vaso sobre la mesa y le lanzó un puñetazo al
estómago, provocando que se enzarzaran de nuevo. El vehemente joven marine
dejó inconsciente a su arisco amigo.
Cuando volvió en sí, Hank se encontró todas sus cosas desparramadas por
la habitación. Se levantó del suelo, se dirigió tambaleándose hacia la mesa y cogió
un cigarrillo. «¡Qué hijo de puta!», balbuceó. Miró por la ventana, pasaban algunos
coches. Dos o tres hombres deambulaban calle abajo. Una llamada a la puerta le
sacó de su ensoñación. «Señor Bukowski. ¡Eh, señor Bukowski!» Era la lastimera
voz ya conocida de la casera. Utilizaba la excusa de que tenía que cambiar las
sábanas. En realidad lo que la había llevado hasta allí era la curiosidad por los
ruidos de la pelea con Baume.
—¡Váyase!
Exasperada, la casera se marchó. La frente de Hank estaba cubierta de
sudor que le rodaba por las mejillas. El corazón le latía fuerte y rápido y le dolía
todo por los golpes que le había propinado Baume. Cruzó la habitación
tambaleándose y salió al pasillo, donde le sorprendió encontrar a un filipino, que
trabajaba para la casera, poniendo clavos a la alfombra. El tipo le miró con recelo
y reanudó después su trabajo. Hank se imaginó que el martillo estaba destinado a
usarse contra él. Retrocedió hasta su cuarto, convencido de que tenía que hacer
las maletas e irse, lo cual no era una tarea ardua ya que no tenía casi nada. Volvió
a salir del cuarto con la maleta y la máquina de escribir portátil. Sin previo aviso, el
filipino se puso de pie de un salto y se plantó en medio del camino de Hank.
—Eh, ¿adonde va usted? —preguntó.
Sin pensarlo, Hank le golpeó en la cabeza con la máquina de escribir. «Fue
horrible. Quiero decir que el golpe fue muy fuerte, ¿sabes?, y oí el ruido y pensé:
Bueno, ¡Dios mío!, debo de haber matado a este tipo. Bajé corriendo a la calle y
me metí en un taxi.»
El nombre de Bunker Hill pasó como un flash por su mente como sitio
seguro. Un barrio que en otros tiempos había sido el más elegante de la ciudad,
lleno de mansiones de estilo Victoriano y Reina Ana convertidas en casas de
alquiler de habitaciones. Vivían allí muchos fugitivos y viejos hampones. Cuando el
taxi pasó junto a un cartel de HABITACIONES LIBRES, le dijo al taxista que
parase. Pagó rápidamente, bajó del taxi de un salto y tocó el timbre. La casera le
enseñó un cuarto sucio y oscuro. «Me lo quedo», dijo. Si otros podían escribir
grandes relatos y novelas en cuartos como aquel por el que acababa de pagar una
semana de alquiler, también podría él, razonaba Hank, mientras colocaba sus

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escasas pertenencias.
Al margen de la sociedad, con la única compañía de conocidos de bar y
rostros furtivos encontrados por los pasillos, Hank se convirtió en una figura
solitaria. Vivía sólo para sus relatos y la siguiente copa, y sólo a través de sus
relatos podemos buscar testimonios de ese periodo. Se sentía identificado con los
grandes novelistas que vivían solos, proyectando largas sombras que martilleaban
sus visiones sobre un vasto territorio.
Pero la dificultad de sobrevivir día a día se hizo tan real que no importaba lo
mucho que escribiera o lo eufórico que le hicieran sentirse sus relatos. Tenía los
bolsillos vacíos. Cuando ganaba algún dinero, con un trabajo ocasional, se lo
gastaba en alcohol y comida barata. A veces ni siquiera tenía los cinco centavos
necesarios para el billete del Angel's Flight. Protegido en el escondite de su cuarto,
escribía relatos cortos, analizaba su desesperación y la describía. Cuando
empeñaba la máquina de escribir, trabajaba en cuadernos. Sin embargo, lejos de
sentirse desamparado, celebraba su libertad y su capacidad para poner las
palabras sobre el papel.
Intentaba convencerse de que ver una pareja joven de paseo por la calle no
significaba nada para él, pero le afectaba. El sexo opuesto seguía siendo un
misterio. No podía aceptar la idea de que una mujer pudiese quererle. Observaba
a los hombres de rostro inexpresivo que paseaban del brazo de hermosas
mujeres. Se daba cuenta de la diferencia entre el aplomo sexual de aquellos
hombres y su propia hipersensibilidad y vulnerabilidad. Y entonces se volcaba más
en la máquina de escribir y en la gloria efímera de la intoxicación. «Probablemente
podía haber acabado odiándome a mí mismo», dice, «pero tuve suerte. A mí no me
pasaba nada malo. Era la gente la que fallaba, la que no tenía humanidad.»
En una de sus incursiones por el centro, pasó por un salón recreativo y vio
a Robert Baume, igual de ansioso que siempre por ayudar a salvar su país y
soñando con su futuro éxito literario. Se rieron recordando la pelea que habían
tenido y fueron a un par de bares. En el último en que entraron, se oía la música
que salía de una pequeña radio. En un momento en el que estaban bebiendo y
hablando sobre sus sueños y ambiciones, la música paró de repente. Un locutor
informó que los japoneses acababan de atacar Pearl Harbor.
Hank miró a Baume a los ojos. El marine se puso pálido y dijo en tono
grave: «Bueno, ya está.»
Hank asintió con la cabeza. Baume sugirió que se alistara inmediatamente.
—Ahora las cosas han cambiado —dijo—. Ahora eres necesario.
—No. No me subiré al autobús con esos malditos idiotas.
Fueron andando hasta la estación de autobuses Greyhound, donde Baume
compró el billete para ir a su base y volvió a pedirle a Hank que fuera con él.
Como Hank no respondía, Baume le preguntó si tenía algún consejo que darle.
Hank le dijo que no se le ocurría nada que decirle. «No fue por maldad.
Simplemente no sabía qué decir. Se iba a la guerra y yo sabía que tal vez no
volviera, pero no quería decirlo.» Dos años más tarde Hank se enteró de que

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Baume había muerto en el Pacífico.


Al día siguiente de haber oído la noticia del ataque a Pearl Harbor, Los
Angeles Times ponía en titulares LOS JAPONESES INICIAN GUERRA CONTRA
EE.UU. BOMBARDEANDO A LOS ALIADOS. Bajo aquellas nefastas palabras
había un subtítulo, LA CIUDAD, EN ALERTA, seguido de la información de que la
población de Los Ángeles se había dispuesto inmediatamente a la tarea de
defender su país. Hank echó un vistazo a la portada, las noticias no le afectaron.
Tres días más tarde los poderes del Eje declararon la guerra a los Estados Unidos.
Hank recuerda que sólo sintió repulsión. No consideraba aquella guerra suya. A
finales de diciembre se dio cuenta de que tenía que abandonar la ciudad. Sus
padres (especialmente su padre, que hablaba constantemente de las obligaciones
de los jóvenes para con la patria) estaban insufribles. Ansiaba estar solo y
olvidarse de sí mismo volcándose sobre una máquina de escribir de teclado suave.
(Durante los años siguientes volvería varias veces a casa de sus padres por
razones puramente económicas. «Te aseguro que no había el menor sentimiento
de cariño familiar», dice. «Me había quedado sin trabajo, sin dinero y sin suerte,
así que volvía a Los Ángeles.»)
Con objeto de conseguir dinero suficiente para su primer viaje trabajó
durante el invierno de 1941-42 en la estación de la Southern Pacific fregando los
laterales de los furgones con estropajo y una pistola de vapor que arrastraba el
barro de los vagones de pasajeros. La mayoría de los hombres con los que
trabajaba eran tan jóvenes como él. Algunos hablaban de sus viajes por el país.
Unos cuantos habían vagabundeado durante los años de la Depresión. Casi todos
habían abandonado a su familia.
Por casualidad, Hank sacó uno de los números más altos de llamamiento a
filas de la historia —cerca del número 63.000.000, dice—, y como nunca se le
había pasado por la cabeza alistarse como voluntario, no tenía que preocuparse
de que le fueran a embarcar para ir al extranjero. Cuando le preguntan por qué no
estaba en el servicio cuando el país entró en guerra, enseña simplemente la
tarjeta de llamamiento. Nunca se molestó en leer ninguno de los comunicados
bélicos que empezaban a llegar con regularidad. La guerra seguía siendo para él
algo lejano, casi irreal.
Cuando tuvo ahorrado lo suficiente y llegó el día de abandonar Los Ángeles
para irse a Nueva Orleans, se dirigió a la estación de autobuses Trailways, en el
centro de la ciudad. Reflexionaba sobre lo que su padre le había dicho tantas
veces durante los últimos meses, que mientras la patria estuviera en guerra todo
joven útil debería estar de servicio sin que importara si el número que le había
tocado era bajo o alto.
—Otros jóvenes harán que sus padres se sientan orgullosos. No huyen de
sus responsabilidades —decía Henry—. Tú no nos traerás más que vergüenza,
sólo vergüenza.
A Hank las palabras de su padre le resbalaban; estaba demasiado alegre
para discutir. Después de comprar el billete para Nueva Orleans se fue a la sala de
espera de la Trailways y oyó hablar a dos chicas. Una le decía a la otra:

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—Mira a ese chico. Mírale, ¡qué guapo!


Y la otra contestó:
—Sí que lo es.
Hank recorrió la sala con la mirada. Al no ver a nadie más, dedujo que debía
de ser él el objeto de atención de aquellas chicas.
Una vez en el autobús, se sentó en un sitio apartado y de vez en cuando
daba un sorbo a la botella de whisky pequeña que se había llevado. Las horas
pasaron deprisa para convertirse en algo borroso. No se sentía triste ni solo. La
sensación de libertad que le crecía por dentro era algo digno de celebrarse. Más
que nada lo que quería era definirse sin compromisos, encontrar su camino y no
andar perdido en cualquier cuartucho barato de cualquier parte.
Poco después de dejar Los Ángeles, el autobús hizo una parada no prevista
y subió un grupo de soldados, que se comportaban de modo muy profesional y
tenían una expresión agria e inflexible. Se pusieron a preguntar a la gente, a
ambos lados del pasillo, dónde habían nacido. Hank, conforme se iban acercando
a él, reflexionaba sobre su respuesta. Si les decía que su lugar de nacimiento era
Andernach en Alemania, no causaría muy buena impresión. «Pasadena,
California», dijo por fin al soldado que le preguntó. Más allá, un hombre ya mayor se
negó a contestar. «No creo que sea asunto vuestro», dijo. Sin miramientos, los
soldados le sacaron de su asiento y le bajaron del autobús, dejando su equipaje
dentro. A Hank no le impresionó lo que acababa de ver. Con la mala opinión que
tenía de la autoridad, lo que le sorprendía era que este tipo de vejaciones no
ocurriera más a menudo.
En algún punto del recorrido subió al autobús una joven pelirroja y empezó
a hablar con Hank. El entusiasmo de la chica le llenó por completo. Bajó la
guardia, probablemente por estar en un entorno nuevo y diferente. Tal vez se
había contagiado de ese sentimiento mágico que se experimenta cuando se viaja,
y gracias al cual un desconocido puede convertirse con toda facilidad en alguien
con quien compartir secretos íntimos. Su conversación fue tomando un cariz
sensual a medida que pasaban los kilómetros, y se notaba tan claramente que se
atraían que los demás pasajeros empezaron a prestar atención a los dos jóvenes
viajeros. Algunos no disimularon su curiosidad. Cuando Hank le dijo a aquella
chica que escribía relatos cortos, ella le contó que escribía poesía e, incluso, sacó
un papel y un lápiz y empezó a hacerle un dibujo.
La joven, que se llamaba Dulcey Ditmore, se bajó del autobús en Fort
Worth. Invitó a Hank a que la acompañase. «Es una ciudad muy bonita», le dijo. Él
le contestó que debía continuar su camino, que tenia que vagar solo.
—Este sitio te encantaría —dijo ella—. Es precioso.
Hablaba con vehemencia, sin poder ocultar las lágrimas que le asomaban a
los ojos y rodaban por sus mejillas rosadas. Hank se seguía resistiendo.
Exasperada, la joven se bajó del autobús. Cuando arrancó, los demás pasajeros
empezaron a decirle a Hank abiertamente que era una equivocación no haberla
seguido. Hasta el conductor le miraba con ojos críticos a través del espejo

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retrovisor. Él se reía por dentro, sin poder dar crédito a aquel juicio unánime de que
era una equivocación no haber acompañado a la joven. El viaje empezó a
resultarle tan incómodo que se bajó en Dallas, se afeitó por primera vez en su vida
y se duchó, todo ello pensando, aunque con cierto recelo, en volver a la estación
de Fort Worth desde la cual se pondría a buscar a Dulcey.
Cuando llegó a Fort Worth, alquiló una habitación en un hotel que resultó
ser un burdel. Mientras iba por los pasillos le hacían proposiciones. «¿Qué tal una
chica simpática?», le preguntó una mujer de la limpieza mientras fregaba con
energía el suelo. «¡Dios mío! Hasta la mujer de la limpieza...», se dijo Hank para
sus adentros, pero a ella sólo le contestó que tenía un cansancio del carajo porque
acababa de llegar de un viaje muy largo.
—Ya, pues entonces lo que necesitas es un buen culo —le dijo ella—. Son
sólo cinco dólares —añadió.
Cuando Hank preguntó de qué chica se trataba, la mujer de la limpieza se
puso de pie y dijo:
—La chica soy yo.
Como él seguía resistiéndose le dijo que se lo dejaría en dos dólares.
—No, lo siento —contestó él, y se marchó a su habitación.
Hank se instaló en el cuarto y pasó allí la noche. A la mañana siguiente
empezó la búsqueda de Dulcey. Ella le había dicho que su madre tenía una tienda
de fotos, así que cogió la guía y apuntó todas las direcciones. Provisto de la lista,
fue recorriendo la ciudad, empezando por el centro y visitando cada una de las
direcciones que había anotado. En una de ellas una mujer mayor le dijo: «Yo soy
Dulcey Ditmore.» Quería cerrar la tienda y llevarse a Hank al hotel más próximo. Él
se marchó a toda prisa y siguió buscando. En otra tienda expuso su problema a la
dependienta y ésta le explicó que conocía a un periodista del periódico local que
se dedicaba a las crónicas especiales. «Es ese tipo de persona que se presta a
echar una mano», le dijo. Llamó al redactor y concertó una cita. Cuando Hank le
contó por qué había ido a Fort Worth, el tipo encontró la historia interesante y le
prometió ponerse a trabajar inmediatamente. Escribió una columna —adornándola
para que pareciera una historia de interés humano— en la que decía que un
escritor famoso de Los Ángeles, que viajaba por todo el mundo, llamado Henry C.
Bukowski, había conocido en un avión a una joven de Forth Worth llamada Dulcey
Ditmore. Cuando el avión aterrizó, sin saber cómo se perdieron y ahora él había
llegado para recuperar aquel amor nacido en el aire. El señor Bukowski se
quedaría en la ciudad hasta que volvieran a encontrarse.
Un día después Dulcey apareció. Sin saber a qué atenerse, Hank fue a
visitar a la joven a casa de su madre. La señora Ditmore salió a la puerta a
recibirle y le invitó a pasar. Dulcey estaba de pie en el salón esperando y él entró.
Ella fue rápidamente a su encuentro. «He estado pensando mucho en ti», le dijo, y
le llevó a su cuarto. Cuando se quedaron solos, Dulcey le preguntó por qué no
estaba en la guerra luchando contra Hitler.
—Prefiero que lo hagan otros —contestó, y añadió que, en realidad, no le

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daba miedo morir pero no le gustaba la idea de dormir en barracones con un


montón de hombres roncando—. Además, tengo una piel muy delicada. El
uniforme del ejército me volvería loco.
Obviamente aburrida por lo que él contaba, Dulcey le interrumpió para
explicarle que su hermano pequeño había estado muy enfermo años atrás y se
había salvado gracias a las oraciones. Le habló de cómo desde entonces su
familia y ella se habían hecho muy religiosos y de la fuerza que tenían las
plegarias y de cómo Dios escuchaba a la gente necesitada.
—Creerías en Dios aunque tu hermano hubiera muerto —le dijo Hank.
Dulcey le contó que estaba prometida a un alférez de Marina. Eso ponía las
cosas en su sitio. La chica tenía novio y religión, una combinación infernal. «Adiós,
nena», dijo Hank.
Antes de abandonar la ciudad, llamó al redactor del periódico para contarle
lo ocurrido. Con sus escasas pertenencias metidas a presión en una pequeña
maleta, se dirigió a la estación de autobuses billete en mano, decepcionado en
parte porque no había surgido nada de su encuentro con la joven de Dallas, pero a
la vez aliviado por sentirse libre otra vez.
Llegó a Nueva Orleans a las cinco de la mañana, destrozado por aquel
viaje agotador, con el cuerpo machacado por las carreteras llenas de baches y los
constantes tumbos del autobús. Deambuló sin rumbo fijo, sintiéndose ridículo con
aquella maleta patética que había perdido una de las bisagras y amenazaba con
desparramar sus lastimosas pertenencias por toda la calle. Empezó a llover; era
uno de esos chaparrones tropicales que le dejó empapado y contribuyó a
estropear aún más la maleta de cartón. En algún momento pensó que debería
preguntar a alguien dónde había una pensión. Entretanto se halló en medio de un
barrio negro. Una mujer le gritó: «¡Eh, basurita blanca!» Él dejó la maleta en el
suelo y ella volvió a gritarle. Tenía ganas de responder. La aparición de una figura
masculina grande y fuerte por el fondo se las quitó.
Una de las primeras cosas que le impactaron al llegar a Nueva Orleans
fueron las leyes de Jim Crow. Subió un día a un tranvía y se fue a la parte de atrás,
donde se sentó como solía hacer en Los Ángeles. El conductor miró hacia atrás y le
gritó:
—No se puede hacer eso... No se siente ahí detrás.
Hank preguntó por qué no y le explicó al conductor que le gustaba sentarse
en la parte de atrás.
—Usted no es de aquí, ¿verdad? No es usted del Sur —preguntó el
conductor.
Bukowski contestó que no. Y el conductor le dijo que pasara hacia adelante
y se sentara allí, cosa que él hizo.
Afortunadamente, Hank encontró un alquiler tan barato que hasta él podía
pagarlo. Se decía a sí mismo que con un techo bajo el que refugiarse todo lo
demás volvería a su sitio. Su única alegría era escribir. La mayor parte de sus

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relatos seguían siendo fantasías, aunque siempre hacían alguna referencia a sus
propias experiencias. Algunos de los directores de revistas a los que envió sus
relatos le dijeron que su prosa era poética.
Poco después de haberse instalado escribió a Dulcey Ditmore. No recuerda
bien qué le empujó a hacerlo; probablemente fue la soledad en aquella ciudad
sureña desconocida. A pesar de la desilusión que se llevó al enterarse de que
Dulcey estaba comprometida, por lo menos ella le había demostrado cierto interés.
Se estuvieron escribiendo hasta que Dulcey envió a Hank algunas poesías
escritas por ella. A Hank no le interesaron en absoluto y la correspondencia cesó.
Ya cuando se dirigía en el autobús hacia Fort Worth pensando en volver a
encontrar a Dulcey, una parte de su ser se rebelaba contra ello. Estaba seguro de
que ninguna mujer le querría a causa de sus cicatrices. Aborrecía la idea de
conocer a alguien, casarse y tener hijos. También se preguntaba cómo una mujer
joven como Dulcey, guapa y sin problemas físicos —al menos ninguno visible—,
podía tener interés en un tipo como él, un hombre con la cara destrozada. No
tenía sentido y, aparte de todo aquello, estaba convencido de que necesitaba estar
solo para escribir.
Hank encontró trabajo en una agencia distribuidora de revistas, como
encargado de controlar que los pedidos y los recibos coincidiesen. Firmaba el
recibo, empaquetaba el pedido para enviarlo fuera o para repartirlo en la propia
ciudad: una tarea mecánica y aburrida. Todos los días se preguntaba si aquello
sería el ejemplo de lo que había de ser el resto de su vida. No le costó más que
unas pocas horas distanciarse del resto de los empleados. Sus compañeros
estaban preocupados constantemente por el trabajo, si les iban a renovar el
contrato, si habría alguna posibilidad de ascenso. Dos mujeres comenzaron a
discutir por algún asunto laboral.
—Estos malditos libros no valen una mierda, así que ¿por qué discutís?
-dijo Hank.
—Ya sabemos que te crees demasiado bueno para hacer este trabajo —le
contestó una de las mujeres.
El empleo le duró menos de una semana. Se acabó el día en que fue a ver
al jefe y le pidió un aumento. Aunque sólo llevaba unos días en la empresa, le
parecía lógico pedirlo. No quería ser el chico de los recados de nadie y sabía que
por el trabajo que hacía se merecía más dinero. Cuando aquel tipo le dijo que no,
se largó. Después vio un anuncio en el que solicitaban un tipógrafo para el
departamento de composición de un pequeño periódico al borde de la bancarrota;
también allí duró sólo unos días.
La vida en la carretera no parecía tan llena de aventuras como Hank se la
había imaginado cuando estaba en casa de sus padres. No podía dejar de pensar
en Los Ángeles, el terreno conocido. La monotonía de la vida cotidiana, los trabajos
temporales, todo era sencillamente demasiado para él. Pero no había sido un
fracaso completo: el tiempo que había pasado fuera le había dado, por lo menos,
un sentimiento nuevo de fortaleza a la hora de volver a casa, una convicción de
que vivir en Los Ángeles era lo que había elegido. Así que dejó Nueva Orleans y se

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unió a una cuadrilla de obreros de las vías ferroviarias cuyo destino era la ciudad
de Sacramento.
En el tren, Hank tuvo problemas con los otros chicos. Se sentó lejos, en la
parte de atrás del vagón sin mezclarse con ellos. Cuando alguno miraba hacia él,
le devolvía una mirada torva. Le habían etiquetado como diferente y no quería
decepcionarles. Uno de ellos se acercó al asiento de Hank, se puso a hurgar por
debajo y le echó polvo a la cara. Hank le amenazó arrastrando las palabras al
mejor estilo Bogart. El alborotador se retiró al extremo opuesto del vagón y les dijo
a sus amigos que le ayudaran si aquel loco del fondo le atacaba.
El tren se detuvo en El Paso, Texas. En vez de ir con los demás al hotel
asignado para pasar la noche, Hank decidió dormir al raso. Se fue al parque de la
ciudad y se sentó en un banco verde, cerca de un grupo de hombres. Estaban
todos abandonados a su propia suerte, igual que él, y se hallaban intentando
reunir las monedas suficientes para ir a comprar un poco de vino. Hank colaboró
con algunas monedas y decidió entrar en una pequeña biblioteca de ladrillo rojo
que había allí cerca. El lugar le recordó las horas que había pasado en la
biblioteca pública de Los Ángeles y en la otra, más pequeña, cerca de su casa.
Entró y se esfumó su tristeza, como si le hubieran quitado un peso de
encima. Mientras revolvía los estantes buscando un título que le interesara, se
olvidó de su pobreza, de su malhumorado padre, que seguramente le dirigiría
severas miradas de reproche. Allí estaba: Memorias del subsuelo, de Fiódor
Dostoievski. «Yo había leído a algunos rusos, a Turguéniev y a Tolstói, pero a
aquel tipo no lo conocía. Ni siquiera sabía pronunciar bien su nombre.» Se sentó a
leer. Las palabras le atravesaban como rayos. Se dijo a sí mismo: «Este tipo lo ha
conseguido, este tipo lo ha conseguido.»
El irascible personaje retratado en esta novela corta, dos años anterior a
Crimen y castigo, es un documento sobre el sufrimiento personal y el desafío a la
«respetabilidad». El protagonista anónimo de Memorias del subsuelo no se
pronuncia a favor de ninguna posición cuando examina los conceptos del bien y el
mal. Rechaza la idea de que la supuesta nobleza del hombre y la búsqueda del
bienestar sean temas supremos. Por el contrario, concluye que el hombre debe
buscar una autenticidad última, sin importarle que sea inaceptable o contraria a las
normas sociales y los códigos de conducta. El protagonista no sólo se burla de los
códigos según los que vive el hombre, sino también de la idea del hombre
corriente y sus aspiraciones «comunes». Bukowski se sintió identificado con la
desconfianza de Dostoievski frente al hombre corriente y con la obsesión de estas
Memorias por el sufrimiento.
Después de leer el libro de un tirón y de identificarse tan estrechamente con
aquel personaje alienado, Hank regresó al parque. Cuando se estaba sentando en
un banco se desató de pronto una tormenta de arena que muy poco después le
cubría. Con la arena como manta se quedó dormido.
Por la mañana un dolor agudo en los pies y las piernas le despertó. Un
policía se erguía amenazante ante él golpeándole con una porra en los pies. La
sensación era horrible y el dolor muy intenso. Recordó al protagonista de

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Memorias y lo mucho que despreciaba a la autoridad. Y allí estaba la figura de la


autoridad más común de todas, un oficial de policía uniformado, golpeándole los
pies con furia. Se levantó de banco y se agachó a coger los zapatos mientras
notaba que le dolía todo el cuerpo. Después se sacudió la arena de la ropa lo
mejor que pudo y se marchó.
Cuando iba saliendo del parque se encontró con una pareja de jóvenes.
Tenían una moneda de cinco centavos y se preguntaban adonde podrían ir a
comprar comida. Eran delgados, tenían aspecto de cansancio y una mirada
extrañamente suave, animal: parecía como si fuesen a salir volando en cuanto
volviese a soplar un viento fuerte. Hablaban de la idea no muy precisa de
emprender un viaje juntos.
A Hank le cayeron bien aquel chico y aquella chica, ambos más o menos de
su edad. A punto estuvo de unirse a ellos. Pensó, al menos durante unos
instantes, que tal vez sería mejor ir con otros y reducir el dolor de la supervivencia
diaria. Sin embargo, al final, se marchó. «Casi cedo. Casi pierdo mi individualidad...
pero, decidí permanecer solo», dice sobre este incidente.
De vuelta en el tren, la actitud distante y pensativa de Hank provocó más
problemas. Los demás jóvenes apenas disimulaban su rechazo. Cuando llegaron a
Los Angeles y el tren hizo la parada prevista, bajaron y se dirigieron a un bar
cercano con los vales que les había dado el jefe de la cuadrilla.
Estar en casa le envalentonó para actuar. Se acercó a dos de los hombres
y les dijo:
—Eh, vosotros, ¿os pasa algo? ¿Tenéis algún problema conmigo?
Aunque éstos habían hecho causa común con los que le habían molestado
en el tren, uno de ellos se adelantó y le dijo: «No, no tenemos ningún problema.»
Entonces Hank entró en el bar con ellos y se encontró con que los otros trece o
más que formaban la cuadrilla estaban allí. Al principio temió que pudiera haber
problemas, pero los demás le saludaron como si fuera un hermano perdido hacía
tiempo. Él ya había decidido no continuar el viaje hasta Sacramento, así que se
despidió. Exhausto, dolorido y sin dinero, no le quedaba otro sitio adonde ir más
que su casa.
La casa de la Avenida Longwood tenía, por desgracia, el mismo aspecto de
siempre, con su jardín inmaculado y sus bordes perfectamente podados. Hank
sabía que su padre consideraría su vuelta a casa nada menos que el
reconocimiento del fracaso. La duda le invadió un instante y casi deseó estar de
nuevo en el Sur. «¡Qué diablos!», se dijo a sí mismo, mientras se dirigía a la puerta
principal y llamaba con los nudillos. Oyó pasos. Su madre abrió la puerta y dio un
grito.
—¡Oh, hijo mío! ¿De verdad has vuelto a casa?
—Necesito dormir —fue su respuesta.
Ella le dijo que su habitación siempre estaba esperándole. Apenas se dijeron
nada más y él se fue a descansar.

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Pocas horas más tarde su madre le despertó para decirle que su padre
había vuelto a casa. Hank fue al comedor y se sentó a cenar. Sin darle la
bienvenida a casa ni preguntarle qué había visto o qué había aprendido en el
viaje, Henry le explicó a su hijo que pensaba cobrarle la habitación, la comida y el
lavado de la ropa. Hank levantó la mirada y vio que su padre había envejecido
mucho durante el tiempo relativamente corto que él había estado fuera. No había
señal alguna de amor en el rostro del viejo, ni en su voz.
Hank se quedó en casa unos cuantos días, durmiendo la mayor parte del
tiempo, pero la presión para encontrar trabajo aumentaba. Hasta su madre había
vuelto a trabajar limpiando casas. Hank leía los anuncios de trabajo con la
esperanza de encontrar algo.
Una noche entró en un bar y estuvo bebiendo hasta que se quedó dormido.
Cuando se despertó miró el reloj y vio que eran las tres y cuarto. Se quedó
bebiendo hasta que cerraron, a las cinco de la mañana. Después de que le
echaron emprendió, tambaleándose, el camino a casa. Un coche patrulla empezó a
seguirle y un oficial de policía de aspecto fuerte sacó la cabeza por la ventanilla y
le ordenó que se detuviera. Le hicieron algunas preguntas y, viendo que no había
quebrantado ninguna ley, le llevaron a casa. Sus padres le recibieron en pijama y
bata. Henry empezó a insultarle violentamente, diciéndole que era un vagabundo
borracho e inútil. Tenía el pelo todo tieso en mechones desordenados, las cejas
arqueadas, la cara hinchada y roja por la mezcla de sueño y furia. Para Hank, su
padre tenía un aspecto ridículo.
—Te comportas como si hubiera matado a alguien. Lo único que he hecho
ha sido tomarme unas copas.
—Nos vas a matar a todos —respondió su padre—. Después de todo lo que
hemos hecho por ti, así nos pagas.
—Sí, Henry —dijo su madre—. Hazle caso a tu padre. Sabe más que tú.
Tiempo después Hank encontró trabajo en un taller de repuestos para
coches, en el que se quedó hasta que decidió trasladarse a San Francisco. Cogió
el autobús que iba al norte y encontró habitación en una pensión de una señora
italiana ya mayor. Consiguió un empleo en la Cruz Roja de ayudante en los
puestos itinerantes para donaciones de sangre que se instalaban en diferentes
iglesias de los alrededores de la ciudad. Llevaba las camas plegables a las
iglesias, las ponía una al lado de otra e instalaba los frascos; eso era cinco días a
la semana, lo cual no le dejaba mucho tiempo para escribir. Se organizó, sin
embargo, para lograr una rutina que le permitiera escribir un rato todas las noches.
Cuando volvía de su trabajo en la Cruz Roja, todas las tardes le esperaba un cubo
de hielo lleno de botellas de cerveza, cortesía de su patrona, que le profesaba un
afecto maternal. Esto y la gramola que ella le proporcionó hicieron que su época
en San Francisco fuera mucho más placentera de lo que lo había sido su viaje a
Nueva Orleans. «Solía ir a esas tiendas de discos en las que compras tres y luego
devuelves dos o algo así. Conseguí escuchar muchísimo de los grandes
compositores.»
Cuando se hartó de aquel trabajo duro y aburrido y lo dejó, la patrona se

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volvió aún más amable y hasta se preocupaba de si comía lo suficiente. Se quedó


en aquella ciudad unos meses más esperando que en alguna revista aceptaran sus
relatos. Antes de dejar San Francisco para ir a Saint Louis, probablemente en
1942 (según cree recordar Hank), escribió una carta a su padre diciéndole que
pensara en algo que decir a los vecinos porque no pensaba hacer jamás el servicio
militar. Aquélla fue una de las pocas cartas que escribió a su casa. Pero el hecho
de escribirla y de que todavía necesitase a sus padres de vez en cuando por sus
problemas económicos, evitó que se apartase completamente de ellos.
Escribía, sobre todo, relatos fantásticos. Uno era sobre un pájaro que se
había posado al otro lado de su ventana. «Yo estaba bebiendo. Así que escribí
sobre aquel pájaro posado en el alambre. Escribí y escribí sobre aquello. ¿Por qué
estaba allí el alambre? ¿Y el pájaro? ¿Y por qué me hacía eso sentirme tan raro?
Luego el pájaro se había ido volando y el alambre continuaba allí. Yo seguía y
seguía. Creía que era magnífico. Y bajé a la calle. Bueno, por aquella época yo no
comía mucho. Me lo estaba pasando bien de verdad. Estaba tan borracho..., la
mayor parte de lo que escribía no tenía lógica.» Y sigue diciendo: «Tal vez lo que
escribía fuera una mierda, pero me proporcionaba algo. No comía mucho, pero
realmente me lo pasaba bien sintiendo cómo escribir se apoderaba de mí. Incluso
morir de hambre por escribir... valía la pena.» Pasaba horas enteras anotando
palabras, sin detenerse nunca a revisar un relato o elaborar un argumento. Largas
horas sentado en bares oscuros y cuartos amueblados bebiendo whisky,
peleándose con otros clientes, anhelando una compañía femenina. Todo estaba
allí, delante de él: «Sólo que entonces yo no lo veía. Años después me di cuenta
de que aquello era un buen material para mis relatos, pero entonces no lo sabía.»
Hank iba de ciudad en ciudad y rara vez volvía a Los Ángeles. Cuando iba a
casa, sometía a sus padres a su creciente locura alcohólica y escuchaba la
apasionada defensa que Henry hacía del esfuerzo bélico. En una ocasión, llegó a
casa, llamó a la puerta y abrió su padre. «¿Qué haces aquí?», dijo el viejo,
poniéndose pálido. «¿Qué es lo que pasa?», preguntó Hank, mientras su madre le
arrastraba violentamente hacia dentro de la casa. Katherine le explicó: «Les hemos
dicho a los vecinos que te habías ido a la guerra y te habían matado.» Mientras
ella le explicaba eso a Hank, Henry arrancó de un tirón la estrella que colgaba en
la ventana y que significaba que un miembro de la familia había muerto en
combate. «Bueno, y ahora ¿qué vamos a hacer contigo?», preguntó el padre. Hank
dijo que se marcharía si le daban diez dólares. Henry le dio el dinero y Hank se fue
y alquiló una habitación en un hotel del centro.
Una noche de 1943 fue a visitar a Robert y Beverly Knox, que recuerdan
que Hank fue tan silencioso y educado como siempre, nada parecido a esa
persona medio loca sobre la que escribiría años más tarde. Knox trabajaba en una
compañía papelera de Los Ángeles, pero un año después se alistó en la Marina.
Se alegró de ver a Hank ya que le traía buenos recuerdos de la época de Los
Angeles City College. Estuvieron hablando hasta las tres de la madrugada y
cogieron tal borrachera que Knox no volvió a probar el alcohol. Pero Knox
recuerda que, incluso borracho, Hank en ningún momento dejó de hablar de
aquella forma suya, suave y amable. Varias horas después que Hank hubiera

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abandonado su casa, en la calle Sesenta y dos, Knox descubrió que Hank se


había llevado su máquina de escribir portátil, una Corona Zephir. A través de la
madre de Hank supo que éste se había ido a Filadelfia, pero Katherine Bukowski
escribió a su hijo pidiéndole que devolviera la máquina de escribir y él lo hizo.
Estuvo en Filadelfia en dos ocasiones. «No puedo precisar exactamente
ninguna fecha», dice. «Estaba borracho como una cuba y de pelea en pelea. Casi
ni sabía si continuaba la guerra. La gente hablaba de alguna batalla en Europa o
en el Pacífico y yo no sabía de qué cojones estaban hablando.» A pesar de que le
había tocado un número muy alto, Hank estaba obligado a presentarse
periódicamente ante la Junta de Reclutamiento, pero había tomado por costumbre
no responder a los avisos que le enviaban solicitando su dirección. En lugar de
contestar, simplemente dejaba en Correos su siguiente dirección, creyendo que
aquello era suficiente. Había recibido un aviso del Servicio de Saint Louis para que
se presentara al examen de recluta y les escribió diciéndoles que se había
mudado de domicilio y que quería figurar en el registro de Filadelfia. Nunca recibió
respuesta. Una noche, a finales de 1942, mientras estaba escribiendo en una
pensión de Filadelfia llamaron a la puerta. Pensó que sería el casero o alguien que
vivía en la misma planta. Se abrochó la camisa, se dirigió a la puerta y la abrió.
Encontró ante él a dos hombres bien vestidos. Había estado bebiendo parte de la
tarde y de la noche, y en su estado semifebril, creyó que aquellos hombres habían
venido a ofrecerle el Premio Pulitzer. (Teniendo en cuenta que todavía no había
publicado nada, aquello hubiese sido todo un logro.) Uno de ellos le preguntó si
era Henry C. Bukowski.
—Sí —contestó.
—Acompáñenos —le dijo el tipo—, y tráigase la chaqueta.
Añadió que él y su compañero eran agentes del FBI. Perplejo, Hank
regresó a su habitación a coger la chaqueta, apagó la radio y bajó con ellos la
escalera. Le condujeron a un coche que estaba esperando y en el que se
encontraban otros dos hombres. Subió con ellos y el coche arrancó. Uno de los
tipos comentó que Hank se comportaba con mucha sangre fría ante el hecho de
que unos agentes del FBI le sacaran de su habitación. «La mayoría de la gente
habría preguntado qué había hecho de malo y otras muchas cosas», continuó
diciendo aquel hombre. Hank seguía indiferente. Durante aquel periodo de su vida
jugaba con la idea del suicidio, trabajaba lo menos posible y se preguntaba, al
sentirse fracasado, si las circunstancias habrían sido diferentes si hubiera
triunfado con sus relatos. Nada de lo que aquellos hombres pudiesen decir o hacer
iba a afectarle demasiado. Los agentes empezaron a exasperarse tanto con su
indiferencia que comenzaron a buscarle las cosquillas por pequeñeces. «Siéntate
derecho», le ordenó uno con voz ronca. Otro dijo que aún no le habían pegado y
que quizás deberían hacerlo.
—No te hemos pegado, ¿verdad? —repitió el agente.
—Aún no —contestó Hank.
Le ordenaron que no moviera las manos de encima de las rodillas. Justo
antes de girar para entrar en el edificio donde le harían pasar la noche levantó una

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mano para rascarse la nariz.


—¡Eh! Cuidado con esa mano —le advirtieron.
Después de pasar la noche en una celda, le condujeron a la cárcel de
Moyemensing, un enorme centro penitenciario construido en 1836 que se cerró en
1963. Descrita por un antiguo guardia como una prisión urbana gigantesca, el
edificio albergó en una ocasión a Edgar Allan Poe en el ala de los reclusos por
deudas, que estaba construida en estilo neoegipcio. El otro sector, donde estaba
detenido Hank, parecía un castillo medieval con almenas y murallas de ladrillo.
Consistía en un Par de bloques con tres plantas de celdas donde había más de mil
doscientos presos. Originalmente había sido un edificio para criminales peligrosos,
pero en aquellos momentos albergaba una población de reclusos encerrados por
delitos menores. Cuando entró en la prisión, una puerta enorme se abrió de
repente. Parecía de unos diez metros de ancho y casi lo mismo de alto. Hank se
imaginó que entraba en un castillo del Rin. En lugar de sentirse abatido, se sentía
honrado y asombrado.
Fue a parar a una celda con un estafador al que llamaremos John Jones,
de quien Hank sostiene que ostentaba la distinción de ser el Enemigo Público
Número Uno (aunque el término nunca se le ha aplicado con precisión). Jones era
de complexión fuerte y medio calvo, un tipo que no tenía un aspecto
particularmente amenazador pero, como Hank descubriría más tarde, tampoco
estaba bien predispuesto.
Cuando Hank le contó que le habían detenido acusándole de prófugo, Jones
se volvió de pronto un santurrón y le dijo que a él y a los demás reclusos no les
gustaban los desertores ni los exhibicionistas, a lo cual Hank respondió: «Ah, ya
veo. Es una cuestión de honor entre ladrones, ¿no? Vosotros os preocupáis de que
el país sea fuerte para así poder robar en él.»
—Siguen sin gustarnos los desertores —dijo Jones.
Hank explicó a su compañero de celda que había estado de acá para allá por
el país y que, sencillamente, se había olvidado de mandar por correo a la Junta
Militar de Reclutamiento la dirección en la que se encontraba.
—Dejé en Correos la dirección en la que iba a estar —le dijo—. Realmente
no es que estuviera huyendo.
Jones le dijo que aquello sonaba a la típica gilipollez que cuentan todos.
A pesar de que algunos reclusos le maltrataban de palabra por ser prófugo,
Hank lo pasó relativamente bien mientras estuvo encarcelado. Tenía suerte con
los dados cuando jugaba en el patio de la prisión. Hizo muchísimo más dinero del
que hubiera podido ganar fuera y al poco tiempo ya encargaba comida especial.
Después de apagadas las luces, el cocinero le llevaba filetes, patatas al horno,
tarta, pastel, helado y café. Esto le granjeó la admiración de John Jones, con
quien compartía aquella abundancia. Jones y él engordaron ostensiblemente
comiendo aquella comida. Un día pasaron por allí los hombres del FBI (y vieron lo
cómodo y bien alimentado que estaba) y muy amablemente le preguntaron qué tal
le iba. Él sencillamente sonrió y empezó a charlar con ellos. La vida parecía

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mucho más fácil allí dentro de lo que había sido fuera, en la calle. Los agentes
comentaron que Hank no tenía el aspecto de un hombre que lo pasa mal.
—A ti te gusta estar aquí, ¿no? —le preguntó uno de ellos.
—No me importa.
Había tantas chinches en la celda que hubo que fumigarla. Después de
quejarse lo suficiente Jones y él, les cambiaron de celda para que los fumigadores
pudiesen llevar a cabo su tarea. «Fui a dar con un loco», dice Hank. Lo único que
hacía aquel hombre desde la mañana hasta la noche era repetir las mismas
palabras: «Tara bubba come, tara bubba caga.» Cuando Hank regresó del patio
para hacer ejercicio, el primer día en que tenía nuevo compañero de celda, se
encontró con que el viejo le había roto las sábanas en tiras para hacerse una
cuerda en la que colgar sus calcetines y sus calzoncillos. Hank, entre gruñidos, le
contó que estaba allí dentro por asesinato. El tipo le respondió: «Tara bubba come,
tara bubba caga.»
Por fin le soltaron. Se comprobó que no había engañado
intencionadamente a la Junta de Reclutamiento. Cuando le dijeron que tenía que
presentarse en el centro local de alistamiento, Hank se abandonó a su suerte.
Quizás, después de todo, tendría que hacer el servicio en el ejército y luchar en
una guerra que no le importaba en absoluto.
Cuando llegó el día del reconocimiento médico, se dirigió a un edificio
abarrotado de gente en el centro de Filadelfia. Los hombres que había allí eran en
su mayoría jóvenes y tenían aire de desesperación. Hank, por su parte, estaba
delgado, desaliñado y débil por las tremendas borracheras que cogía. Otros
estaban asustados, desconcertados. Pasó el examen físico y le aprobaron.
Después le mandaron a ver al psiquiatra, un hombre de mediana edad con un
rostro agradable. Las autoridades habían confiscado varios manuscritos de Hank
cuando le detuvieron y se los entregaron al psiquiatra, quien probablemente juzgó
que Hank era un hombre inestable al leer frases como «Mi madre tiene el corazón
muerto».
El médico hojeó brevemente algunos papeles, luego miró a Hank y le
preguntó:
—¿Crees en la guerra?
—No —contestó Hank.
—¿Deseas ir a luchar? —fue la siguiente pregunta del psiquiatra.
A esto Hank contestó que iría si le llamasen para hacerlo. Por increíble que
pueda parecer, el psiquiatra le dijo: «Veo que eres un hombre muy inteligente. El
próximo miércoles doy una fiesta en mi casa. Irán médicos, abogados, científicos,
artistas y escritores. ¿Quieres venir?» Hank contestó: «No.» En vez de ofenderse,
el médico le dijo:
—Muy bien, pues no tienes que ir.
—¿Adonde? —dijo Hank.

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—A la guerra —contestó el psiquiatra.


Cuando Hank se levantó para irse, el médico le dijo: «No creías que te
fuéramos a entender, ¿verdad?» Hank respondió que no por última vez y salió del
despacho con un papel en el que su examinador había escrito «esconde una gran
sensibilidad bajo una cara de póquer». Un último oficial miró sus papeles y le dijo
que se fuera.
Emprendió el regreso a su cuarto pensando en lo hermoso que parecía
todo, incluso las aceras sucias. «Todo me parecía más grande», recuerda. «Quiero
decir que era como si el mundo estuviese bañado por una luz especial.» Volvió a
su trabajo de controlador de envíos, que había abandonado unas semanas antes,
y le explicó al jefe que le habían detenido por prófugo. Cuatro días después el FBI
volvió a detenerle. Esta vez le llevaron a la oficina. Le preguntaron por el Tío John,
que había muerto hacía ya tiempo. Al principio pensó que el agente se refería a
algún tipo de arma. Se quedó allí, de pie, mirando perplejo. Por fin el agente le
dijo: «Su tío, John Bukowski.»
—Ah. ¿Qué quieren ustedes saber? —dijo Hank.
—Queremos saber dónde está.
Hank les explicó que su tío había muerto en los años treinta.
—Jesús! Con razón no podíamos encontrarle —dijo el agente, y desde
entonces el Gobierno dejó a Hank tranquilo.
En Filadelfia, a la edad de veintitrés años, Hank tuvo relaciones sexuales
por primera vez. Estaba sentado en un bar cerca de su casa cuando entró una
mujer extremadamente gorda, de una edad indeterminada. Él se sentó a su lado y
pidió varias rondas de bebida. Como estaba borracho hablaba sin trabas y le dijo
que podía ofrecerle algo que nunca olvidaría. Parecía que a ella le divertía y eso
animó a Hank a seguir por aquel camino, como de hecho hizo, contándole todas
las cosas maravillosas que iba a hacerle cuando estuvieran solos. La mujer se rió
y sugirió que fuesen a casa de Hank. «Nos quedamos allí hasta que cerraron.
Después nos fuimos andando a mi casa. Ella debía de pesar unos ciento treinta
kilos. Escribí un relato sobre ella.» En su recreación de la historia, publicada en el
periódico marginal Open City en los sesenta e incluida en su libro Escritos de un
viejo indecente, decía:

entonces ella empezó a dar botes y a girar. Me agarré e intenté coger el


ritmo. Se movía muy bien, pero unas veces hacía círculos y otras iba
arriba y abajo y, luego, otra vez hacía círculos. Cogí el ritmo de los
círculos, pero en el de arriba y abajo me encontré fuera del colchón varias
veces. Quiero decir que, cuando el somier subía, yo bajaba, lo cual está
muy bien en condiciones normales, pero con ella, cuando yo bajaba y el
somier subía, me salía completamente del colchón y varias veces casi me
caigo de la cama al suelo...

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Por la mañana, cuando se despertaron, él y aquella mujer descubrieron que


la cama se había desplomado durante su aventura. Hank no sabía qué podría
pasar cuando la casera viese aquello. Le ofreció algo de dinero a la gorda, pero
ella le dijo que no podía aceptarlo: había sido el primer hombre desde hacía
muchos años que la había hecho sentirse bien. Por la tarde, al volver a casa del
trabajo, pasó junto a la casera y la mujer de la Iimpieza, que comentaban algo
sobre la cama. Hank entró en su cuarto y vio que habían reemplazado su vieja
cama de madera por una con armazón de acero. La casera le dijo: «Vamos a ver
qué haces con ésta.»
Seguía escribiendo y escribiendo. Viajaba a menudo, empeñaba con
frecuencia la máquina de escribir para conseguir dinero para comer, lo cual le
obligaba a escribir a mano. Escribió más de cincuenta relatos a mano, con pluma, y
los envió. Al igual que otros escritores jóvenes, acumuló una enorme colección de
notas de rechazo. Su vida en aquella época se parecía mucho a la de Martin
Edén, el personaje literario de Jack London que casi muere de hambre tratando de
tener acceso a las revistas más conocidas. Ajeno a los esfuerzos de Martin, Hank
ya tenía bastante con su propia lucha.
Fuera a donde fuera, Hank viajaba ligero de equipaje, normalmente con una
maleta en la que metía una radio barata, un par de zapatos de repuesto,
calzoncillos, calcetines, la maquinilla y las hojas de afeitar y algunas toallas. En
todos los lugares nuevos escribía. La mayor parte de las obras no tenían una línea
argumental marcada.
Inevitablemente, el trabajo acabó dando sus frutos. Whit Burnett, de Story,
la legendaria revista que publicó en sus comienzos a William Saroyan y a otros
autores muy conocidos, le contestó personalmente las notas rechazando sus
obras pero dándole ánimos y sugerencias. Hank empezó a sentirse como si
conociera a Burnett. Las notas de rechazo, por lo menos aquellas en las que el
editor le decía algo más que el superficial «Lo siento, no nos sirve», se convirtieron
en algo importante para él. Le ayudaban a seguir teniendo confianza en sí mismo
y a continuar creyendo que, algún día, se publicaría un relato suyo y podría
celebrarlo.
En 1944 Hank estaba en Saint Louis, donde había conseguido un trabajo
de empaquetador en el almacén de una tienda de ropa. Un día, cuando estaba a
punto de irse a casa, el jefe le llamó para que fuera a su oficina. El viejo estaba
sentado con aire informal detrás de su mesa de despacho, dando chupadas a un
enorme puro. Cerca de él, en una silla con un relleno excesivo, se sentaba un
amigo. Los dos tenían un aspecto vigoroso, energético. El jefe le presentó a su
amigo diciendo que era escritor. Después de haber trabajado una jornada
completa por una miseria, Hank se sentía mortificado por la presencia de aquellos
dos hombres tan satisfechos. Siguieron sentados en silencio durante un rato y, por
fin, el jefe dijo que su amigo tenía muchos libros publicados y que había ganado
una considerable suma de dinero con ellos. Hank, en el formulario de solicitud de
empleo, había puesto que era escritor para justificar los periodos sin empleo de su
ficha laboral. Para Hank era obvio que su jefe le había llamado para humillarle. Sin
saber qué decir, se quedó simplemente allí, de pie observando a los dos hombres,

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ninguno de los cuales le había hecho ademán de que se sentase. Pasaron algunos
minutos más. Finalmente preguntó si les parecía bien que se retirase. «Sí, muy
bien», dijo su jefe.
Mientras volvía andando a casa, después de aquel episodio con su jefe, iba
imaginando que algún día él estaría sentado tras una mesa de despacho, fumando
puros caros: Señor del reino, con poder para contratar y despedir sin problemas. Y
si no podía ser el amo de las fábricas, había bancos y gasolineras que robar.
Siguió andando. Las ramas desnudas de los árboles alcanzaban la oscuridad
creciente de la noche temprana. Qué mal rato había pasado en aquella oficina.
Hank repasó su ropa raída y su inhóspito entorno. Le ardía el rostro por la
humillación sufrida en la oficina del jefe. Cuando estaba mirando a su alrededor en
su cuarto vio un sobre abultado de papel marrón sobre la alfombra. Fue hasta el
alféizar de la ventana, cogió la botella de vino que el aire había enfriado y se sirvió
un vaso antes de coger el sobre y abrirlo. Dentro encontró otra obra corta de
ficción que Story rechazaba. Sin embargo, también había una nota informándole
que «Consecuencias de una extensa nota de rechazo» aparecería en el número de
marzo-abril de 1944. Este notición que le enviaba Whit Burnett le pareció casi
increíble. Hank se sirvió otra copa, volvió a leer la nota y empezó a soñar que ya
se encontraba en el camino del éxito literario. Miró por la ventana. Una ráfaga de
aire refrescaba el mundo, las imágenes de Hemingway y Saroyan cruzaron por su
mente. Burnett tiene que ser realmente un gran tipo, un tipo de gusto impecable.
Saboreó cada una de las palabras de la carta de Burnett:

Estimado señor Bukowski:


Lo sentimos mucho, pero éste no nos sirve. Lo que sí nos ha gustado
mucho es «Consecuencias de una extensa nota de rechazo» y lo
sacaremos en el número de marzo-abril...

Hank había utilizado su nombre y había incluido el de Burnett como uno de


los personajes de «Consecuencias», lo cual seguramente hizo gracia al editor e
influyó para que por fin publicaran a aquel joven extraño y desconocido que no
paraba de enviar relatos disparatados sobre bares de mala nota, vagabundos y
noches locas de soledad. Aquella obra, primera en publicarse de Bukowski,
comienza con una nota real del editor que ofrece una idea bastante clara de lo que
escribía a principios y mediados de los años cuarenta:

Estimado señor Bukowski:


De nuevo he aquí un conglomerado de material extremadamente bueno
y de otro material lleno de prostitutas idealizadas, escenas mañaneras
posvomitonas, misantropía, loas al suicidio, etc., que no es lo más
apropiado para cualquier revista en circulación. Ésta es, sin embargo, una
saga de una cierta clase de gente y, dentro de eso, creo que ha hecho un

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trabajo digno. Es posible que algún día le publiquemos, pero no sé cuándo.


Eso depende de usted.
Le saluda atentamente,
Whit Burnett

Ah, cómo conocía aquella firma: la «H» larga que se enredaba con el
final de la «W» y el comienzo de la «B» que caía hasta casi la mitad de la
página.
Volví a guardar la nota en el bolsillo y seguí andando calle abajo. Me
sentía muy bien. Llevaba sólo dos años escribiendo. Dos cortos años. A
Hemingway le costó diez años, y a Sherwood Anderson no lo publicaron
hasta los cuarenta.
Sin embargo, supongo que tendré que abandonar el alcohol y las
mujeres de mala vida. De todos modos, el whisky se estaba poniendo
difícil de conseguir y el vino me estaba destrozando el estómago. Aunque,
ay, Millie, Millie, esto será más duro, mucho más duro.
Pero, Millie, Millie, tenemos que pensar en el Arte. Dostoievski, Gorki,
para Rusia, y ahora los Estados Unidos quieren un europeo del Este.
Estados Unidos está cansado de los Brown y los Smith. Los Brown y los
Smith son buenos escritores pero hay demasiados y todos escriben de
modo parecido. Estados Unidos quiere la borrosa oscuridad, las
meditaciones poco prácticas y los deseos reprimidos de un europeo del
Este.

Hank recuerda que muchos de los relatos de esa época eran «meditaciones
poco prácticas» pero contenían muchísimo humor. Aprendió de James Thurber y
John Fante lo poderoso que podía resultar el humor a la hora de revelar la
condición humana. De Fante aprendió sobre todo a apreciar el valor que tiene
escribir sobre la vida inmediata. El utilizar su propio nombre e incluir el de Whit
Burnett en una obra literaria anuncia ya el tipo de literatura autobiográfica que más
tarde sería su obra.
El relato continúa con la descripción de sus relaciones con Millie, nombre
de ficción de una mujer que conocía en aquella época. Más adelante aparece un
hombre en su puerta, a quien él confunde con Whit Burnett. Se esfuerza
desmedidamente en agradarle, incluso le deja un rato a solas con Millie. Mientras
Millie se pone a coquetear con el supuesto señor Burnett, Bukowski se disculpa y
se va a la cocina:
Ya era suficientemente difícil compartir el amor de Millie con el vendedor de
queso y el soldador. Millie, con aquel cuerpazo. Mierda, mierda.
Acerca una silla a la mesa de la cocina y empieza a leer la nota de rechazo.
Esto le trae a la memoria un incidente de su época en el City College de Los

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Angeles. Volviendo al tema de la «borrosa oscuridad» que había mencionado en


relación con la sensibilidad del europeo del Este, escribió:

Incluso en la universidad yo ya me sentía atraído por la borrosa


oscuridad. La profesora de relatos cortos me llevó una noche a cenar y a
ver un espectáculo y me echó un discurso sobre las cosas bellas de la
vida. Le había entregado un cuento que había escrito en el que yo, que
era el protagonista, bajaba una noche a la playa y, tumbado sobre la
arena, meditaba sobre el significado de Cristo, sobre el significado de la
muerte y sobre el significado y la totalidad y el ritmo de las cosas.
Entonces, en .medio de mis meditaciones, se acercaba un vagabundo
legañoso que, al andar, me echaba arena en la cara. Hablaba con él, le
compraba una botella y bebíamos. Nos emborrachábamos. Luego íbamos
a una casa de mala nota.
Después de cenar la profesora de relatos cortos abrió el bolso y sacó mi
cuento de la playa. Lo abrió por la mitad, en el momento en que aparecía
el vagabundo legañoso y desaparecía el significado de Cristo.
—Hasta aquí —dijo—. Hasta aquí estaba muy bien; de hecho, era
precioso.
Entonces me miró fijamente, con esa mirada que sólo pueden tener
esos tipos de falsa inteligencia que, de algún modo, han logrado tener
dinero y una posición.
—Pero perdona, de verdad, perdona —dijo dando golpecitos sobre el
final de mi relato—, ¿a qué diablos viene todo esto de después?

Después de relatar esto, Bukowski vuelve precipitadamente al salón donde


Millie y el supuesto editor están abrazados. Al hablar con él descubre que el tipo no
es el editor de la prestigiosa revista Story, sino un agente de seguros:

—Discúlpeme —dijo—, ¿por qué sigue llamándome señor Burnett?


—Bueno, ¿no se llama usted así?
—Me llamo Hoffman, Joseph Hoffman. Soy de la compañía de seguros
Curtis Life. He venido en respuesta a su tarjeta.
—Pero si yo no les he enviado ninguna tarjeta.
—Nosotros hemos recibido su tarjeta.
—Nunca les he mandado nada.
—¿No es usted Andrew Spickwich?
—¿Quién?
—Spickwich, Andrew Spickwich, calle Taylor 3631.

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... Corrí como un loco hacia mi habitación con la esperanza de que


hubiera quedado algo de vino en aquella jarra enorme que había en la
mesa. Pensaba que no tendría esa suerte, porque pertenezco demasiado
a ese tipo especial de gente: una borrosa oscuridad, meditaciones poco
prácticas y deseos reprimidos.

Para cuando su relato apareció en Story, Hank se había ido a Nueva York
en autobús, con la esperanza de que pronto habría de comenzar un nuevo y
glorioso capítulo en su vida. ¡Un relato! Aquello lo cambiaba todo. El éxito estaba
ante él, pensaba mientras recorría las calles de la ciudad: todas las penalidades
de la vida y del trabajo duro no habían sido en vano. Cuando paseaba por
Greenwich Village vio su nombre en la portada de Story. Compró la revista y se
imaginó que la gente repararía en él. Charles Bukowski, escritor. Al ver allí su
nombre se alegró de haber dejado el «Henry» de lado, ya que no le parecía muy
literario.
Los veinticinco dólares que recibió significaron mucho para él, no sólo
porque era el primer dinero que ganaba escribiendo, sino también porque por
aquel entonces tenía poquísimo. (Justo unos días antes había bajado de su cuarto
a la calle y se había comprado una bolsa de palomitas de cinco centavos, su
primera comida en dos o tres días. Aunque estaban demasiado saladas y
grasientas, cada palomita que devoraba le sabía a filete.)
El entusiasmo de Hank con su primera publicación no duró mucho. Solo en
su cuarto, harto ya de Nueva York, le asaltó el pensamiento de que Burnett había
publicado su relato únicamente porque era una rareza. Burnett le había colocado
en las páginas del final, no en la sección principal de la revista. Nada disuadió a
Hank de su punto de vista autodestructivo sobre el proceso que le había llevado a
aparecer en Story. Llegar a ser un escritor conocido y publicar regularmente en
Atlantic Monthly o en Harper's dejó de parecerle importante. Escribía de vez en
cuando pero el empuje inicial había desaparecido. Además, decidió que necesitaba
mayor experiencia de la vida. Escribir seguía siendo fundamental para él, pero
quería saber más del mundo. No volvió a escribir a Burnett y rara vez envió algún
manuscrito durante los siguientes diez años. En el fondo de su alma sabía, sin
embargo, que volvería a escribir.
Justo antes de que acabara la guerra, Hank se instaló en Filadelfia por
segunda vez. Se quedó allí hasta mediados de 1946. Encontró un refugio en el
que el encargado de la barra le abría a las cinco y media de la madrugada y le
servía copas por cuenta de la casa hasta que empezaban a llegar los clientes a
eso de las siete de la mañana. Durante el día Hank llevaba sandwiches y
periódicos a los clientes del bar. Cuando no estaba trabajando, bebía whisky en el
bar, normalmente hasta la hora de cierre. Por lo general deambulaba en un estado
de semiconsciencia, y ni siquiera sabía cómo se las arreglaba para sobrevivir.
Pensaba en el suicidio muy a menudo y continuamente andaba enredado en
peleas. Tommy McGilhgan, un camarero con el que Hank solía pelearse con
regularidad, era un tipo bastante grande, que se creía irresistible con las mujeres.

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McGilhgan ganaba la mayoría de las peleas, sobre todo porque a Hank le fallaban
las fuerzas ya que no comía durante largos periodos y sus borracheras duraban
días y días. Sin embargo, en medio de la locura de su vida y de la sordidez de su
entorno, aún encontraba algún momento en el que sentarse a solas en su cuarto y
escribir. Su segundo trabajo publicado, «Veinte Tanques de Kasseldown», apareció
en Portfolio: An International Review, de Caresse Crosby. Ella le había escrito
preguntándole «¿Quién es usted?» y Hank le contestó:

Estimada señorita Crosby:


No sé quién soy.
Le saluda atentamente,
Charles Bukowski

En Filadelfia había un bar de gángsters al que Hank quería ir precisamente


porque le habían advertido que no entrase en él.
—No puedes entrar ahí, Hank —le dijo uno de sus compañeros del bar—,
esos hijos de puta te matarán.
—No me jodas, no me pasará nada —contestó y se fue al bar. Pidió una
copa, vio a una mujer atractiva sentada sola y se le acercó—. ¿Qué estás
tomando, nena? —le preguntó.
Mientras esperaba la respuesta notó que repentinamente el ambiente del
bar había cambiado. El encargado de la barra se quedó quieto, con el rostro
petrificado, y los clientes dejaron de hablar. Un tipo enorme se acercó a Hank y le
dijo:
—Estás hablándole a la hija del jefe. ¿Sabes lo que significa eso?
—Sí, lárgate, hombre.
Entonces le preguntó a la mujer qué quería beber. No hubo respuesta, así
que Hank metió unas monedas en la máquina de discos y se fue a los lavabos.
Dos hombres le siguieron. Uno de ellos sacó una porra y le dio con ella en la
cabeza. Cayó contra la pared y volvió al bar tambaleándose. Todo el mundo se
puso a murmurar asombrado cuando Hank se acercó a la barra y con mucha
calma pidió una copa. Apareció el jefe con un par de hombres. Hank pensó que
habría problemas cuando vio que el camarero le explicaba con todo detalle lo que
había pasado. En lugar de ponerse furioso, el elegante gángster pidió a Hank que
le acompañara fuera y le invitó a unirse a la banda. Hank le preguntó el porqué,
con gran asombro del jefe y sus asociados, que se miraban con cara de
incredulidad.
—Porque tienes cojones, hombre.
—Lo siento —contestó Hank—, no me va esa clase de cosas.

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A finales de 1946 se acabaron los vagabundeos de Hank por el país.


Aunque los bares de Filadelfia le gustaban, Los Ángeles era su tierra natal. Siguió
bebiendo tanto como en los años de la guerra y escribía relatos de vez en cuando.
Uno de los bares que frecuentaba, el Glenview de la calle Alvarado, se convirtió en
su segundo hogar. En noches calurosas de verano, al recorrer la calle Alvarado,
era fácil que uno mezclara en su delirio las palmeras y las ruinosas fachadas de las
tiendas con la humedad y el sueño oscuro y largo de Los Ángeles.
Una noche, a la débil luz del Glenview, Hank vio sentada sola a una mujer
mayor que él. La miró, se volvió hacia otro lado, hizo sonar las monedas que
llevaba en el bolsillo, y se encontró mirándola de nuevo, fijándose en su pelo rubio y
en sus ojos azules y tristes con unas pequeñas bolsas que asomaban por debajo,
y en sus gestos, que permitían adivinar que alguna vez había tenido mucho estilo.
Debe de haber sido una auténtica belleza, se dijo. Irradiaba una sensación de
glamour perdido y un aura de cosas buenas ya pasadas. Lo increíble era que
nadie se había acercado a ella. Un viejo agitaba el whisky de su vaso mientras dos
veteranos de la noche de Los Ángeles se abrazaban en una conversación de
borrachos. En circunstancias normales cualquiera de ellos habría hablado a una
dama sin compañía. La curiosidad llevó a Hank a preguntarle al encargado de la
barra por qué nadie hablaba con ella. «Porque está loca», fue la contestación. Hank
pidió una copa y se cambió a un taburete vacío junto al de ella. La mujer miraba
fijamente hacia adelante, sin darse por enterada de la presencia de Hank. Éste se
concentró en su bebida, miró hacia el espejo de la pared, volvió a mirar su bebida.
—Odio a la gente, ¿tú no? —dijo ella, sin mirarle.
Sin perder la oportunidad le contestó que no se trataba tanto de odio como
de que no le gustaba tener gente alrededor.
Hank pidió dos whiskies con agua.
—Oye —dijo él—, ¿a qué te dedicas?
—Bebo.
Hank sonrió. Aquella chica tenía arranque y, una de dos, o era realista o era
bromista, quizás un poco de ambas cosas. Estuvieron allí sentados un rato,
acabándose sus bebidas.

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—Se me ha acabado el dinero —dijo Hank.


—¿De verdad no tienes nada de dinero?
—No tengo dinero, no tengo trabajo...
—Ven conmigo —dijo ella dirigiéndose a la puerta.
Salieron del bar y se fueron a una tienda de bebidas que había enfrente,
donde ella pidió dos botellas de whisky, cerveza, cigarrillos y algunas otras cosas.
Hank observaba impávido mientras el dependiente le decía a la mujer, sin
inmutarse, que tenía que llamar por teléfono.
—Por supuesto —dijo ella.
El dependiente marcó un número, murmuró algo al teléfono y regresó al
mostrador.
—Vale. Ha dicho que puede llevárselo.
Cuando abandonaron la tienda, ella le explicó que lo había apuntado en la
cuenta de un agente inmobiliario que tenía mucho dinero y que estaba enamorado
de ella. Se dirigieron hacia el apartamento de Hank y empezaron a beber.
Él encendió un cigarrillo.
—Escucha, nena, sé que esto no es gran cosa —dijo Hank, señalando el
destartalado lugar: una cama que se hundía en el centro, una bombilla pelada que
desprendía una débil luz amarilla y una mesa de cocina poco firme que parecía
que iba a venirse abajo de un suspiro.
Ella sirvió dos vasos y encendió un cigarrillo.
—Está bien —contestó, quitándose el pelo de la frente—. Vamos a
olvidarnos de todo y a emborracharnos.
—Acuérdate de que no tengo dinero —dijo Hank—. Quiero decir que no
tengo absolutamente nada.
—Ya lo sé. ¿Y qué diablos importa?
La historia de Jane Cooney Baker le fue revelada a Hank muy pronto. Era
de Carlsbad, Nuevo México, y era diez años mayor que él. Su madre, de posición
acomodada, había tenido una vida social demasiado ajetreada como para
molestarse en cuidar a su hija. A temprana edad se encontró en un orfanato
dirigido por monjas. Cuando vivía allí, ella y otras niñas salían por las ventanas de
los dormitorios durante la noche y corrían a un huerto a robar rábanos porque les
daban muy poco de comer. No tenía amigos de los que hablar, pero a los
dieciocho años Jane conoció a un joven rico de Connecticut llamado Baker. Hank
no sabe en qué circunstancias se conocieron, pero cree que fue en un cóctel. Se
casaron, tuvieron dos hijos y vivieron en el lujo durante muchos años. Hank cree
recordar haber oído decir a Jane que su marido era un abogado con un bufete
próspero, por lo menos al principio. Desgraciadamente, él se hizo alcohólico y
arrastró a Jane consigo. Su matrimonio de cuento de hadas se convirtió en una
historia abocada al fracaso. Se divorciaron e, inmediatamente después de

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separarse, Baker murió en un accidente de coche mientras conducía borracho.


Destrozada por su mala suerte y por la muerte de su marido, a quien todavía
amaba, Jane se instaló en California. Sus hijos se fueron a vivir con la familia de
su marido y perdió el contacto con ellos.
—Lo más doloroso fue perder a mis hijos —le dijo Jane a Hank—. No tengo
palabras para expresar lo que eso representa para mí.
Los dos solitarios empezaron a vivir juntos, sin proponérselo, sólo dejándose
llevar. Se amaban y se peleaban apasionadamente. Jane le tiraba cosas y decía
tacos. Hank le contestaba a gritos sin quedarse atrás. Discutían con tanta furia que
a menudo les echaban de las habitaciones amuebladas y tenían que buscarse
otra. Sin embargo había muchos momentos buenos: cantaban, bebían y
compartían un tremendo rechazo hacia la gente corriente. Después de las
discusiones en las que Jane lanzaba lo habido y por haber contra Hank y contra
las paredes, solían hacer el amor.
Una comprensión intuitiva de la vida parecía unirlos. Jane respaldaba sus
sentimientos de conmiseración hacia los entrometidos caseros, los jefes de culo
gordo que daban órdenes como dictadores en almacenes mal alumbrados y en las
secciones de empaquetado de los grandes almacenes. Hank hablaba con ella
como nunca había podido hablar con nadie. Sus conversaciones no eran casi
nunca de tipo intelectual, sobre todo por el estado de embriaguez de Jane. A
menudo ella caía en un estado de estupor semialcohólico y no quería hablar
absolutamente de nada. Hank bebía muchísimo, pero ella bebía más. Había días
en que él tenía que desistir y no podía siquiera mirar una botella, cosa que no le
sucedía a Jane. Los primeros rayos de sol eran para ella como una especie de
señal para saltar de la cama y ponerse a buscar una botella o marcharse al bar
más cercano.
Una serie de trabajos de media jornada que tuvo Hank (la mayoría duraba
dos o tres días hasta que le echaban por beber, pelearse o no obedecer órdenes)
les mantenían por lo menos parcialmente a flote.
Cada vez que Jane regañaba a Hank, él contestaba que no le importaba
adonde le arrastrara la vida.
—Me importa un huevo —decía—. Dejaré ese maldito trabajo y me iré de
este jodido lugar.
Durante las épocas en las que trabajaba, le pedía a Jane que por favor
estuviese en casa cuando él llegase, sabiendo que ella se iría probablemente a los
bares del barrio.
—Claro —decía ella—, no te preocupes por mí. Estaré en casa.
Una vez Hank volvió a casa después del trabajo sabiendo en qué bar la
encontraría. «Jane era muy coqueta en aquella época. Así que entré allí y ella me
vio. Me miró con los ojos muy abiertos.» Todos los que estaban en el bar
comprendieron las intenciones de Hank a medida que se aproximaba a Jane.
Primero le cruzó la cara de un bofetón y después dijo a voces:

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-¡Furcia de mierda! ¡Y yo que quería que fueras una mujer! ¡No eres más
que una puta!
Jane se quedó allí sentada sin hablar, gimiendo. Alguien había apagado la
música. Durante un momento el silencio se cernió sobre el local, hasta que Hank
se volvió hacia la clientela alineada en la barra y dijo:
—Muy bien, si hay alguien aquí al que no le guste lo que ha visto...
Nadie dijo nada. Nadie hizo nada. En cuanto pisó la calle, Hank oyó un
estallido de voces dentro.
Otra vez estaban sentados en un bar que tenía un gran ventanal. Jane no
dejaba de mirar, como fascinada, aquel enorme cristal mientras bebían whisky. Se
volvió hacia Hank y dijo:
—Apuesto a que no tienes cojones para romper ese ventanal.
—Sí los tengo —dijo él—, pero no tendría ningún sentido.
Creyendo que con aquello se acababa el asunto, llamó al camarero, Marty,
para pedir otra copa. El camarero hizo un gesto para detener a Jane, que estaba a
punto de lanzar el vaso contra el cristal. Hank la paró a tiempo.
—Escucha, nena, ¿por qué no tomamos otra copa? —dijo.
Pidieron otro whisky. Hank intentó desviar la conversación del tema de la
ventana, pero Jane lo volvía a sacar. Tenía una fijación con aquello. «Bueno, nos
emborrachamos más y más hasta que finalmente yo cogí una botella de cerveza y
destrocé el ventanal. Por alguna razón, se apagaron todas las luces. Ambos
salimos corriendo por la puerta trasera del bar y continuamos corriendo por el
callejón.» Llegaron a un mercadillo de frutas e hicieron como que estaban
comprando. Él cogió un plátano y lo observó con interés. Jane examinaba las
naranjas. Se quedaron allí durante un rato, escuchando las sirenas de los coches
de policía que llegaban al bar. Al cabo de una media hora, se acercaron andando
hasta la puerta del local, se subieron a su coche y se fueron. «Jane me había
incitado a hacerlo. Y supongo que al verla a ella a punto de hacerlo, se me metió
en la cabeza.»
En cuanto a la comunicación entre los padres de Hank y Jane, había muy
poca. Hank recuerda: «Mis padres conocieron a Jane un día de 1954 o 1955, poco
antes de separarnos, lo que significa que debimos de estar juntos unos diez años.
Ella tenía el vientre hinchado de tanto beber, ¿sabes? Creyeron que estaba
embarazada. Así que fuimos todos de picnic y nos trataron muy bien, incluido mi
padre.»
Una noche, a las tres de la madrugada, Hank estaba sobre la alfombra
sucia del cuarto donde vivían, de pie frente a Jane, sentada en una silla
desvencijada apoyada contra la pared. Ambos estaban totalmente pasados por el
vino tinto barato que habían bebido las últimas quince horas. Durante un momento
el silencio flotó sobre sus cabezas. Por la ventana a medio abrir entró una brisa
suave.

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—¡Soy un genio y nadie lo sabe aparte de mí! —gritó Hank.


—¡Y una mierda! ¡Tú eres un jodido gilipollas! —dijo Jane en tono de burla.
—¡Tú qué sabes, so puta! —contestó él, y le tiró un trozo de un vaso roto
que estuvo a punto de darle.
—¡Que te den por culo! —dijo ella.
Sonó el teléfono. Antes de saber quién era, Hank soltó: «¡Soy un genio y
nadie lo sabe aparte de mí!»
Era el conserje para advertir a Hank que él y Jane no dejaban dormir a los
demás huéspedes.
—¿Huéspedes? ¿Se refiere usted a esos jodidos borrachos? —dijo Hank.
Jane cogió el teléfono y ensordeciendo la oreja del conserje dijo: «Yo
también soy un genio del carajo y soy la única puta que lo sabe.»
Sabiendo lo que vendría a continuación —porque ya les había pasado
antes—, Hank pasó la cadena de la puerta de su cuarto. Entre los dos empujaron
el sillón contra la puerta, apagaron la luz, se metieron en la cama y esperaron lo
inevitable.
—¡Abran! ¡Departamento de Policía de Los Angeles! ¡Abran la puerta!
El silencio fue la única respuesta a los policías.
En un poema titulado «Hace 40 años en aquella habitación de hotel», Hank
cuenta, casi palabra por palabra, el incidente que acaba con los policías dándose
finalmente por vencidos. Hank y Jane permanecen en la habitación,

... bebiendo lentamente


nuestro vino,
no había otra cosa que hacer
más que mirar dos carteles de neón
por la ventana
hacia el este
uno estaba cerca de la biblioteca
y ponía
en rojo:
JESÚS ES LA SALVACIÓN
el otro cartel era más
interesante:
era un gran pájaro rojo

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que agitaba las alas


siete veces
y después se encendía un cartel
debajo que anunciaba
GASOLINA SIGNAL
era la mejor vida que podíamos permitirnos.

Se salvaron de la ley por un pelo en otra ocasión en que Jane y Hank


volvían andando a casa. Ella vio el maíz que crecía sobre una pequeña colina
cerca de donde vivían.
—Quiero un poco. Quiero cocinar maíz —rogó ella.
Hank no dijo nada. Ella subió la colina, que era propiedad privada, por
supuesto, y comenzó alegremente a arrancar mazorcas y a meterlas en el bolso.
En el momento en que bajaba hacia donde estaba Hank, apareció una patrulla de
policía.
—¡Jesús! ¡Vámonos echando leches! —dijo Hank.
Corrieron hacia su edificio de apartamentos mientras los policías les
advertían por el altavoz que se detuviesen o comenzarían a disparar. «Lo que
hicimos fue entrar», recuerda Hank. «Sabíamos que nunca nos encontrarían una
vez que estuviésemos a salvo arriba.»
Durante los últimos años que estuvieron juntos, las enloquecidas juergas de
borracheras de Jane empeoraron. Había épocas en que apenas parecía darse
cuenta de lo que la rodeaba. Hank, por lo menos, se aferraba a la esperanza,
aunque enterrada, de que algún día volvería a sentarse y a escribir. Jane, por el
contrario, nunca se liberó de la angustia del pasado: había sido arrinconada a la
fuerza. Hank había elegido su forma de vida, había elegido no aceptar la rutina
diaria que transformaba los rostros de los hombres en hamburguesas y sus
corazones en piedras.
El sufrimiento de Jane no le impedía convertir el sexo en una experiencia
gozosa. Su falta de inhibiciones le granjeó la admiración de Hank. La primera vez
que se vieron ella le había preguntado por su cara, intrigada por la causa de sus
cicatrices. Él le preguntó si aquello tenía importancia y ella le contestó que estaba
guapísimo así. El hecho de que a ella le gustara también el resto de su cuerpo
sirvió para satisfacerle aún más. Después de la sequía sexual de su juventud y de
los años en que pagaba a mujeres o tenía encuentros de una sola noche, no podía
resistir el entusiasmo de Jane. Sus demandas sexuales matutinas hicieron perder
a Hank un buen empleo en una compañía de bicicletas. El jefe le dio una charla de
hombre a hombre y le dijo lo buen dependiente que había sido. «Pero no podemos
tener tipos que llegan tarde siempre», dijo. Cuando le preguntó cuál era la razón,
Hank le dijo que acababa de casarse y que estaba en la luna de miel. A pesar del
cuadro que pintó de un matrimonio joven que comienza su relación, el jefe le dijo

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simplemente que se ocuparía de que le prepararan el finiquito.


Durante algún tiempo Jane trabajó como mecanógrafa en la Compañía
Oriental, una tienda de muebles en el centro de la ciudad situada en un gran
edificio azul verdoso.
—Hank, si puedo conservar este trabajo sería algo muy importante para
nosotros —le dijo ella una semana después de empezar.
—Claro, nena. Lo único que tienes que hacer es resistir.
—Es muy difícil, Hank. Allí la gente es muy estúpida. No piensan.
—Eso es normal —dijo Hank.
Convertirse en amo de casa iba probablemente en contra del carácter de
Hank, pero aprendió a adaptarse. Despedía a Jane por la mañana, la acompañaba
hasta la parada del autobús de la esquina, y hacía la compra para la cena (que
preparaba más tarde), tenía la casa relativamente limpia y llevaba al perro que
tuvieron una temporada a dar largos paseos. Después se iba a un bar o se
quedaba en casa, quizás bebiendo un poco. Más tarde volvía a la parada del
autobús a esperarla. En cuanto Jane bajaba del autobús empezaba a quejarse de
que los tacones la estaban matando y a hablar de los distintos problemas de la
oficina; a Hank le recordaba cómo se quejaba su padre del trabajo en la compañía
lechera. Le tenía un baño caliente preparado para cuando llegara, y mientras ella
estaba metida en la bañera, él le traía un vaso de vino y ponía a punto la cena.
Las cosas iban bien. Incluso escribía algún poema o algún relato de vez en
cuando, aunque nunca con constancia.
En 1952, al enterarse de que Correos necesitaba trabajadores eventuales
para hacer frente a la avalancha de Navidad y que no exigían demasiados
requisitos, Hank se presentó, pues pensó que no sería mala idea trabajar un mes
o dos en aquello. El empleo temporal acabó siendo un trabajo de tres años en el
que tuvo que aguantar más de lo que sus dotes de trabajador le permitían. Allí, su
mayor problema era la gente con la que tenía que tratar, incluyendo un ejército de
empleados medio zombis que enfurecían a Hank por su servilismo a las reglas y
normas postales. Un problema aún mayor era los supervisores o «sups», como se
les llamaba, quienes mandaban despóticamente sobre sus subordinados. Ya
habían etiquetado a Hank de alborotador. Tardó tres años en obtener la categoría
de «fijo» o sea: convertirse en empleado de jornada completa. Durante la mayor
parte de esa época Jane no trabajaba. «La mayor parte del dinero se iba en
alcohol», recuerda Hank. «Ni siquiera podía comprarme un par de zapatos
decentes para ir a trabajar. Jane bebía continuamente, por supuesto, y yo trataba
de no quedarme atrás, aunque tenía que conservar mi puesto de trabajo.» Así que
dividía su tiempo en trabajar mucho en Correos y en estar de juerga con Jane
después. Ni las monumentales resacas que tenía le apartaban de su rutina. Tenía
la costumbre de arrojar las botellas vacías por la ventana del apartamento.
Muchas veces le tuvieron que instalar un cristal nuevo en aquella ventana.
Un día en que Hank estaba metiendo la correspondencia en las sacas, su
compañero de trabajo le dijo que tenía muy mala cara y que debería irse a casa a

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descansar. Hank se había encontrado mal toda la mañana pero no le había dado
importancia. De repente le mandaron a descargar un camión de correspondencia.
Mientras descargaba aquellas pesadas sacas se dio cuenta de que realmente no
debería estar trabajando y de que necesitaba irse a casa y descansar. Fichó y
cogió un autobús que iba a su barrio. Cuando llegó, Jane estaba sentada al lado
de la mesa de la cocina, bebiendo. Él le pidió que bajara a la tienda a comprar
helado, pensando que aquello le haría sentirse mejor. Y Jane lo hizo. Pero cuando
lo probó, empezó a vomitar. La noche no la pasó mal del todo, pero hacia el
amanecer comenzó a vomitar sangre. Se despertó echando sangre por la boca y
el recto. Le pidió a Jane que llamara a un médico y cuando éste examinó a Hank
dijo que si no iba a un hospital moriría. Jane llamó a una ambulancia.
Cuando ésta llegó, los enfermeros dijeron que Hank era demasiado grande
para llevarlo por la escalera, así que bajó andando sintiendo que se iba a
derrumbar de un momento a otro. Al llegar a la acera se tumbó en la camilla y le
subieron a la ambulancia. «íbamos comprimidos allí dentro», recuerda Hank. «Era
como la muerte misma. Me pusieron en la litera de arriba y allí me dejaron. Por la
boca todavía me salía sangre, que goteaba sobre la persona que estaba en la
litera de abajo. Estaba preparado para morirme.» Pero Hank logró llegar a la sala
de beneficencia del hospital del condado. Nunca había ahorrado ningún dinero.
Por el camino pensó: «Muy bien, mamá muerte me ha atrapado. Virgen Santísima.
Así son las cosas.» En el hospital le hicieron un montón de preguntas: lugar y
fecha de nacimiento, nivel económico, estado civil, etc., etc. Después le llevaron
rápidamente a un ascensor y le bajaron a una habitación grande y oscura. Una
pareja de inexpresivos enfermeros le transportó a la habitación y le colocaron en
una cama. Después de tomar una píldora que le dio otro enfermero salido de la
nada, miró a su alrededor y vio que en la habitación había muchos otros hombres.
Hank no se sentía cómodo. La habitación seguía siendo fría y oscura. El hombre
de la cama de al lado estaba boca arriba devanando una historia disparatada
sobre unos pollos. Hank yacía en silencio, escuchando y escupiendo sangre de
vez en cuando.
Después de una incómoda noche, por fin apareció una enfermera. Llevaron
a Hank a hacer radiografías. Se desarrolló una escena de locos porque él estaba
demasiado débil para mantenerse en pie como pretendía el ayudante del
laboratorio. Después de dos intentos de sacarle una placa, el ayudante de
laboratorio le dijo a la enfermera que se llevara a Hank: había malgastado dos
negativos. Le dijo a Hank que la película costaba mucho dinero y que no quería
malgastar más. Con todo aquello el dolor de Hank se intensificó. Parecía que lo
mejor que se podía hacer era rendirse a la situación, pero cuando le transportaron
a otra sala se rebeló contra las enfermeras, que parecían ajenas a su sufrimiento.
Hank seguía escupiendo sangre, la mayoría de las veces en el suelo porque no le
daba tiempo de llegar al cuarto de baño. Finalmente vino una enfermera hasta su
cama y le gritó por darle tanto trabajo. Hank le contestó una frase desagradable,
después de lo cual la enfermera le levantó la cabeza y le asestó dos bofetadas.
«Florence Nightingale, te amo», le dijo él. Una de las enfermeras le dijo que no
podían hacerle ninguna transfusión porque no tenía crédito en el banco de sangre.

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—Tiene usted una úlcera sangrante —dijo ella—, y es muy grave.


A continuación la enfermera le preguntó si quería ver a un cura (él había
dicho al ingresar en el hospital que era católico).
Hank recordó que su padre siempre alardeaba de que era donante en el
banco de sangre del condado. Así que le dio a la enfermera el nombre y el
teléfono de su padre. Dos días después le hicieron una transfusión. «Era una
escena de locos..., yo pensaba realmente que me estaba muriendo. Pero mi
clemente padre decidió perdonarme la vida.» Después de la transfusión fue a
visitarle un sacerdote. Hank le dijo que sus servicios no eran necesarios, no
porque creyese que se iba a salvar, sino porque no tenía fe en Dios.
Jane se presentó en el hospital con el padre de Hank. Henry Bukowski se
quedó de pie en un rincón, sonriendo, mientras Jane atravesaba la habitación
tambaleándose, borracha, hacia Hank.
—Amor, amorcito mío —decía.
Hank acusó a su padre de emborrachar deliberadamente a Jane antes de ir
a visitarle.
—Sé lo que has hecho —dijo Hank—. Ha sido a propósito, para demostrar
algo.
—Amor, ¿es que no quieres verme? —seguía diciendo Jane.
—Te dije que no era buena —dijo Henry sin demostrar ninguna
consideración por su hijo.
—Hijo de puta —contestó Hank—. Si dices una sola palabra más, me
arranco esta aguja del brazo, me levanto y te rompo el culo a patadas.
Después, Hank les dijo a los dos que se fueran.
A la mañana siguiente le dieron de alta en el hospital. La enfermera le dio
una lista con la dieta que debía seguir y un médico le dijo que si volvía a beber,
moriría. Justo antes de irse, otro médico le recomendó que se operase.
—Está usted loco —dijo Hank.
De vuelta a casa, a Hank le resultó difícil retornar a la rutina de Correos. Ya
no podía aguantarlo. Durante años le había acosado un supervisor cuyos hechos y
palabras salían siempre del reglamento postal. Hank era considerado un rebelde,
un hombre al que había que someter. Pero como Hank no se sometía, aquel
«hombre del cuerpo» comenzó a escribir informes sobre él con regularidad cada
vez mayor y a encargarle las tareas más difíciles. Finalmente Hank se dirigió a las
oficinas centrales, un edificio enorme muy cerca de las pensiones de mala muerte
de la calle Temple, donde había vivido. Allí hizo algo que rara vez hace un
empleado de Correos fijo: se despidió.
Poco después Hank se sentó a la máquina de escribir, que llevaba mucho
tiempo sin utilizar, y comenzó a escribir poemas. No sabía de dónde surgían, pero
creía que probablemente los provocaba su reciente enfrentamiento con la muerte.
«Era como una especie de locura. Ni siquiera pensaba sobre lo que iba a escribir.

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Era algo totalmente automático.» Esta reafirmación totalmente espontánea e


inesperada de su vocación literaria entusiasmó a Hank. Llegó a pensar en escribir
relatos otra vez. Pero no pudo: la poesía le brotaba demasiado deprisa y cada
poema significaba una declaración tan absoluta y completa que ya no deseaba
aventurarse en la prosa.
Al mismo tiempo que la poesía hacía su irrupción, Jane le llevó por primera
vez al hipódromo, en la creencia de que aquello le distraería del alcohol. Cuando
le sugirió una visita a Hollywood Park, él ni siquiera sabía lo que era una carrera
de caballos. Le explicó en qué consistían las carreras, le habló de las apuestas e
incluso le contó algunas historias de gente que había ganado fortunas apostando.
-¿Hay algún hipódromo abierto ahora? —preguntó él, intrigado por la idea
pero también convencido de que la multitud le resultaría incómoda.
—Creo que Hollywood Park está abierto —dijo ella.
—Vamos allá —contestó él.
Fueron hacia el sur, hacia Inglewood, en su coche desvencijado, que no les
había costado prácticamente nada; como llegaron tarde, aparcaron en una zona
residencial a casi un kilómetro del hipódromo y fueron andando hasta la entrada.
Tal como Hank había imaginado, la multitud le molestó. Y sin embargo sintió una
especie de escalofrío por dentro cuando Jane y él subieron por las gradas, con un
programa en la mano que ella acababa de comprar. A su alrededor había gente de
todo tipo. Los ricos y los pobres se entremezclaban; hombres con la suerte
obviamente en contra estaban sentados junto a gente cuya vida había sido una
continua rueda de la fortuna.
—¿Qué te parece? —preguntó Jane mientras buscaban un lugar donde
sentarse.
—¡Dios mío! Me parece un poco idiota. Toda esta gente, masas de gente
estúpida, yendo todos de un lado a otro, mirando cómo corren esos animales
alrededor de la pista. No entiendo muy bien. Puede que el que esté equivocado
sea yo.
Se divertía inventando en secreto historias sobre algunas de las personas
que observaba, especialmente sobre los que estudiaban los programas, ajenos a
la multitud, lejos de la atmósfera carnavalesca que les rodeaba. Le fascinaba su
aislamiento. No estaban solos en medio de la multitud, estaban libres entre la
multitud. Se dio cuenta instintivamente de que aquéllos eran los verdaderos
científicos del hipódromo, los que lo tomaban suficientemente en serio como para
intentar de verdad ganar.
Cuando descubrió que se podía comprar cerveza se sintió más tranquilo y
Jane y él empezaron a estudiar el programa, después de que ella le aclaró que
incluía información sobre las actuaciones anteriores de cada caballo. Continuó
explicándole todo el proceso de las apuestas y utilizando términos como apuesta a
ganador, a tercer lugar, a colocado, arriesgada y cruzada. Hank nunca entendió
cómo Jane sabía tanto sobre carreras de caballos, pero supuso que habría ido con
su ex marido.

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Hank acertó tres ganadores la primera vez que fue al hipódromo. Uno de
ellos pagó cincuenta dólares. Todo le parecía muy fácil. Volvió a casa y, en contra
del consejo de los médicos que le habían dicho que la siguiente copa le mataría,
mezcló vino con leche. Bebió un vaso, después se sirvió otro; esta vez con menos
leche. Más tarde, por la noche, comenzó a beber vino solo. La prueba definitiva fue
a la mañana siguiente, cuando se despertó sin hemorragias. Se levantó
sintiéndose el mismo de antes y decidió ir a las carreras de caballos. La segunda
visita le proporcionó más victorias, de modo que sintió ganas de volver. A medida
que pasaban las semanas fue familiarizándose con los nombres y las historias de
los jockeys más conocidos y en poco tiempo empezó a experimentar sus propios
sistemas de juego. Disfrutaba de la inventiva y del aislamiento absoluto de su
mente al estudiar el programa. El hipódromo mismo, el frenesí de las apuestas y el
estudio que éstas implicaban, junto al acoso de la multitud, le estimulaban a beber.
Parecía que apostar a los caballos y beber iban unidos. Con una cerveza en la
mano se sentía más capaz de hacer los movimientos correctos. Durante una
temporada tuvo una racha de buena suerte, lo que le ayudó a aumentar su
consumo de alcohol. Jane llevaba oporto al hipódromo y allí pedían muchísima
cerveza. En las épocas en que el azar les sonreía, bebían alcohol más fuerte,
normalmente whisky con soda, en el bar del hipódromo. «En cuanto dejé mi trabajo
empezó la buena racha. Tuve suerte.» Cuando se les acabó el primer gran periodo
de fortuna tuvieron que conformarse con el moscatel y el oporto barato.
Un día, al volver de trabajar, Jane acusó a Hank de acostarse con una
mujer que vivía en el apartamento de atrás. Él le explicó que aquella mujer había
ido a verle con la intención de llevárselo a la cama pero que no había pasado nada.
—Joder, si no es más que una gorda palurda —protestó Hank—. Yo te
quiero a ti, nena —le aseguró a Jane.
Era cierto que no le interesaba aquella mujer. La vecina ya había llamado
muchas veces a la puerta con el único propósito de seducir a Hank y se había
levantado el vestido y le había enseñado las piernas, pero él no le había hecho
caso. Jane se negó a creerle a pesar de todos sus esfuerzos por convencerla de
lo contrario.
Además se había presentado la hija de Jane, que estaba embarazada, así
que Jane le dijo a Hank que se marchara para poder dedicar todo el tiempo a
ayudar a su hija.
Hank se largó a la puta calle, según cuenta, y se volcó de lleno en su nuevo
trabajo de poeta. De algún modo, sin pensarlo demasiado, supo que su punto
fuerte radicaba en centrarse en los bares sórdidos, en los callejones llenos de
basura, en las oscuras habitaciones amuebladas y en los compañeros de olla con
los que se había codeado casi toda su vida. Mientras escribía aquellos primeros
poemas, Disneylandia abría sus puertas, igual que Marinelandia en la Península
de Palos Verdes. En Hollywood la Capitol Records Tower, diseñada por Welton
Becket, se convirtió inmediatamente en un monumento al esplendor del lugar.
Enterrado bajo todo esto, Hank apartó todo lo que le había mantenido alejado de
la máquina de escribir y se sentó ante ella en serio. Uno de los primeros poemas

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fue «Pausa».

Haciendo el amor al sol, al sol de la mañana


en una habitación de hotel
sobre el callejón
donde los pobres hurgan buscando botellas;
haciendo el amor al sol
haciendo el amor junto a una alfombra más roja
que nuestra sangre,
haciendo el amor mientras los chicos venden titulares
y Cadillacs,
haciendo el amor junto a una foto de París
y un paquete abierto de Chesterfield,
haciendo el amor mientras otros hombres —pobres idiotas—
trabajan...

El lenguaje claro de este poema refleja la voluntad de Bukowski de que sus


versos sean fieles a su forma de hablar. Algo que más tarde resumiría un crítico
describiendo su obra como «la palabra hablada clavada en el papel».
Sin saber adonde enviar su trabajo, Bukowski compró una revista llamada
Trace, publicada en Los Ángeles por James Boyer May. Cada número traía una
lista actualizada de pequeñas revistas y periódicos de poesía. Se llevó la revista a
casa, cerró los ojos y deslizó el dedo por la lista de publicaciones, lo detuvo sobre
el nombre de una revista de Texas llamada Harlequin. Por el nombre se imaginó a
una viejecita que cuidaba canarios y publicaba la revista en una casita de madera
de una calle tranquila y se especializaba en poemas rimados. «Pero me dije "¡A
tomar por culo!", y le envié mis poemas. Entonces me llegó una carta.» La
directora, una mujer llamada Barbara Frye, escribió al poeta para decirle que
nunca había leído un trabajo como el suyo y que era un genio. Le estaba yendo
mejor que en la primera ronda de colaboraciones de relatos cortos que había
enviado cuando tenía veinte años.
El intercambio postal entre la pequeña ciudad tejana donde vivía Frye y el
Los Ángeles del poeta se hizo cada vez más frecuente. Frye derivó pronto a temas
que poco tenían que ver con la poesía. Hank presintió que se trataba de una mujer
sola, excéntrica, que probablemente buscaba marido. Como las cosas iban
subiendo de tono y la correspondencia se hacía cada vez más personal, Barbara le
advirtió: «Ningún hombre se casará jamás conmigo. No puedo girar la cabeza de un
hombro al otro.» Hank le contestó que él tenía la cara llena de cicatrices y que era
como un tigre. «Marcharemos juntos a través del mundo», le escribió. Ella le

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mandó algunas fotos y él la encontró atractiva. Carta tras carta, Frye continuó
refiriéndose a lo desesperado de su situación. Una noche en que se encontraba
totalmente borracho, Hank le escribió: «Por el amor de Dios, yo me casaré
contigo.»
Le envió la propuesta de matrimonio a Barbara tomándoselo todo a risa,
mientras las palabras surgían de la locura de una noche desenfrenada. La
receptora de la oferta, sin embargo, se tomó la propuesta en serio. Le envió más
fotografías. Sintiéndose como un mártir, Hank pensó que al menos podría hacerla
feliz y se resignó a su suerte. Pasando revista a lo que había hecho llegó a la
conclusión de que si se podía hacer feliz a otra persona en el mundo, la vida valía
la pena.
Hank y Barbara decidieron que ella cogiera el autobús a Los Ángeles e
irían juntos a Las Vegas para casarse en una rápida ceremonia civil. Cuando el
autobús de Texas llegó a la estación, Hank observó atentamente a los pasajeros
que bajaban uno a uno. Finalmente vio a una rubia atractiva, vivaracha y sexy que
no parecía tener más de veinte años.
—¿Eres Barbara? —le preguntó.
—Sí — dijo ella—. Supongo que tú serás Bukowski.
—Supongo que sí. ¿Vamos?
—Muy bien.
Camino a casa de Hank, ella le dijo que casi se baja del autobús a mitad del
camino y se vuelve a casa.
—Da un poco de miedo —dijo ella.
—Ya lo sé —contestó Hank—. Nos concentraremos en el día a día.
Hank se detuvo a comprar cerveza y whisky y después se dirigió a su casa
y bebieron.
—Oye, vámonos a la cama —le dijo él ya tarde por la noche.
—Hasta que estemos casados, no —contestó ella. —
A la mañana siguiente se fueron en coche a Las Vegas, como habían
planeado. El viaje a través del desierto fue uno de los más rápidos que Hank hizo
en su vida. «Lo único que quería era llegar, firmar aquellos jodidos papeles, decir lo
que hubiera que decir y volverme a casa. Eran ocho horas de ida y ocho de vuelta,
a través de todo aquel desierto. Y valió la pena. Debimos de estar unas quince
horas en la cama.» Barbara resultó lo más opuesto posible a la imagen que Hank
se había hecho de una viejecita editora. La verdad es que demandaba tanto sexo
que casi le vuelve loco. Aunque era cierto que no podía girar la cabeza, aquello
nunca interfirió en su vida sexual.
Cuando empezaron la rutina diaria, Barbara decidió que quería llevar a
Hank a conocer Wheeler, en Texas. Él dejó su trabajo de empaquetador y
partieron hacia el pueblo del que ella procedía. Según Hank, el abuelo de Barbara,
Tobe Frye, era dueño de prácticamente todo el pueblo e incluso le había regalado a

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Barbara una pequeña casa.


Mientras vivieron en Wheeler, Hank fue un hombre marcado. Se suponía
que él era el tipo que se había casado con todo aquel dinero, el buscador de oro.
Fuera a donde fuera, la gente le miraba como al frío mangante de ciudad que se
había quedado con el dinero. Él acentuaba deliberadamente algunas
características, como andar pavoneándose y fumar grandes puros.
Lo irónico era que la familia de Barbara no era tan rica. Tom Frye, primo de
Barbara, piloto retirado que vive en la zona de Wheeler, recuerda que los
miembros de la familia no eran millonarios. «Había un pozo de petróleo que
funcionaba en la propiedad de Tobe, pero no daba mucho dinero. El padre de
Barbara tenía un negocio de fumigación de cosechas y, en algún momento, llegó a
tener setenta aviones. Era probablemente más rico que su padre.» Otro primo
suyo, Sunny Thomas, que vive en Los Angeles, dice que el rancho Frye tenía
originalmente trescientas sesenta hectáreas pero que se había ido reduciendo con
el paso de los años. «Era una familia de auténticos pioneros. Cuando Tobe Frye
murió le dejó a Barbara una casa y algunas tierras. Pero el que pensara que era
rica estaba loco.» El padre de Barbara se negó a conocer a su yerno. La única vez
que visitó la casa de su hija, ella y Hank estaban en la cama. El señor Frye abrió la
puerta del dormitorio, los vio allí tumbados y le preguntó a Hank:
—¿Y tú en qué trabajas?
—En nada —le contestó Hank mirándole a los ojos.
Después de lo cual el viejo salió hecho una furia de la habitación y se fue
de la casa dando un portazo.
El abuelo Frye era diferente. Se tomó algunos vasos de whisky con Hank
de vez en cuando. Un día la familia iba a salir en coche fuera del pueblo y el viejo
le preguntó si le gustaría ver búfalos. El gran urbanista contestó que creía que los
búfalos habían sido exterminados. «Oh, no...», dijo el viejo. Fueron con Barbara y
la abuela hasta una zona que estaba cercada.
—Ahora salta la valla y camina un poco —dijo el viejo.
Hank hizo lo que le decía, lleno de curiosidad.
—Bueno, y ¿dónde están los búfalos? —gritó.
Entonces, como salidos de la nada, aparecieron los animales. Eran tres. No
iban despacio. Más bien le pareció que iban hacia él a toda velocidad. Se volvió
rápidamente con una sola idea en la cabeza: saltar la valla antes de que los
búfalos le alcanzaran. No sabe bien cómo, pero lo logró. Mientras tanto, Tobe Frye
y su nieta no podían parar de reírse. Fue un auténtico bautismo de fuego de las
llanuras tejanas. En su novela Cartero Hank resume su vida en Wheeler. Llama
«Joyce» a Barbara y no nombra el pueblo:

Joyce tenía una casita en el pueblo, donde estábamos todo el día


tumbados y follábamos y comíamos. Ella me alimentaba bien, me

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engordaba y me debilitaba al mismo tiempo. Nunca le parecía suficiente.


Joyce, mi mujer, era una ninfómana.
Yo daba pequeños paseos solo por el pueblo para alejarme de ella, y
tenía marcas de mordiscos por todo el pecho, el cuello y los hombros, y en
algún otro sitio que me preocupaba más y que era bastante doloroso. Me
estaba comiendo vivo.
Yo paseaba cojeando por el pueblo y la gente me miraba fijamente,
conocían a Joyce, su apetito sexual y también que su padre y abuelo
tenían más dinero, tierras, lagos y cotos de caza que todos ellos.

Se fueron de Wheeler porque, después de vivir allí tres meses, Hank no


podía soportar aquel lugar. Bebía, pero no lo suficiente como para dejar de
sentirse atrapado. Sencillamente no había suficientes aceras, callejones, bares y
gente como para satisfacer a Hank, que después de todo, estaba acostumbrado a
la vida de ciudad. También Barbara, una chica extraña y cabezota que, según
Sunny, se mantenía siempre distante, quería demostrar que podía vivir sin su
familia. «Quiero demostrarle a mi padre que puedo arreglármelas sola», decía, y
hacía planes sobre cómo harían para regresar a Los Angeles y ganar dinero por sí
mismos. Hank argumentaba que ya tenían mucho dinero gracias a la familia de
ella.
—Nena, no tenemos por qué trabajar —decía.
Ella no hacía caso.
—No —contestaba—, tenemos que ser independientes. Eso es algo de lo
que estoy segura.
No había discusión que pudiera hacerla cambiar de parecer.
En Los Ángeles, Barbara insistió en que Hank buscara trabajo.
—Pero, nena, no entiendes, no tenemos por qué hacer esto —protestaba
él.
—No. No aceptaré que sea de ninguna otra forma.
Con el dinero que le había dado su familia, Barbara compró un Plymouth
del 57 nuevo. La compra del coche dejó un agujero considerable en su cuenta
bancaria, así que a Hank se le ocurrió la idea de que se presentase a una prueba
para un empleo municipal. Antes de que él llegara ni a darse cuenta, ella ya tenía
un trabajo en el departamento del sheriff. Hank dejó el puesto de empaquetador
que tenía y le dijo a Barbara que le habían echado.
Un día que estaba pasando sus poemas a máquina, Hank recibió una
llamada de su padre informándole que su madre estaba enferma y se hallaba en
una clínica. Fue a verla y se enteró de que la habían operado de cáncer. «Bueno,
me recuperaré», le dijo su madre. «No ha sido más que una operación.» Hank
estaba perplejo por el hecho de que no se le hubiera avisado antes; pero
considerando su relación con su padre aquello no debería haberle sorprendido

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tanto. Visitó a su madre dos veces más. En la segunda ocasión, le hizo señas de
que se acercara a ella, y con voz entrecortada, le dijo: «Tenías razón, Hank. Tu
padre es un hombre horrible.»
En la tercera visita se encontró con una corona de flores en la puerta. Así
fue como se enteró de que había muerto. El funeral tuvo lugar dos días después.
Su padre representó el papel de marido desconsolado, pero Hank sabía que había
considerado a su esposa más una posesión que una compañera. Se acordó de
cuando, años atrás, su madre había huido de Henry y había alquilado un cuarto
pequeño en una pensión. Había hablado con Hank y le había dicho lo mucho que
disfrutaba de su libertad. Rebelarse era algo tan lejano al carácter de ella que Hank
apenas podía creerse lo que oía. Ella había huido de la tiranía de Henry, que no
había hecho más que incrementarse con el paso de los años. Hank cree que volvió
a casa después de tres meses, sobre todo por necesidades económicas. «Aparte
de eso no sé nada más», dice Hank. «Fue su única y gran rebelión. Pero eso es
todo lo que sé al respecto.»
En 1957 Barbara publicó ocho poemas de Bukowski en Harlequin. En
aquella época él era el co-redactor de la revista. Uno de los poemas, «La muerte
quiere más muerte», comienza:

la muerte quiere más muerte y sus redes están llenas:


recuerdo el garaje de mi padre, cuan puerilmente
quitaba yo cadáveres de moscas
de las ventanas que ellas creyeron eran un escape,
sus cuerpos vibrantes, feos, pegajosos
gritando como locos perros mudos contra el cristal
sólo para dar vueltas y revolotear
en ese segundo más largo que el infierno o el paraíso
hacia el límite de la cornisa...

En la exploración poética del garaje de su padre, Bukowski se centra en


imágenes particulares y concretas. Desde sus primeras obras, evitó lo puramente
abstracto. Aprendió a observar a partir de los escritores de narrativa. Hizo que lo
filosófico y meditativo girara alrededor de las cosas discernibles del mundo real.
«Locos perros mudos» es una de las características imágenes directas que jalonan
su poesía.
Una cabaña alquilada en la cima de una colina apartada del centro de la
ciudad se convirtió en el hogar de Hank y Barbara. Mientras Barbara trabajaba,
Hank se dedicó al hipódromo, a escribir y a beber. No amaba a Barbara y a
menudo se reía para sus adentros al pensar cómo se había lanzado de cabeza a
aquella boda por correo. Hacían muchas cosas juntos, como asistir a clase de arte

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en el City College de Los Ángeles y publicar Harlequin, pero Hank empezó a


sentirse cada vez más descontento. En cuanto aquello se empezó a evidenciar,
Barbara también lo puso de manifiesto. Cada vez con más frecuencia, al volver de
su trabajo en el departamento del sheriff le hablaba a Hank de aquel hombre tierno
y educado que había conocido. Barbara se obsesionó con él, y lo calificaba de
«auténtico caballero». Le contó a Hank cómo había sufrido su amigo cuidando a su
mujer enferma hasta que murió.
—Escucha, Barbara —le dijo Hank una noche—. Yo he recorrido todo el
país. Ya sabes, la gente suele jugar a eso en los despachos. Están fuera de sí de
puro aburrimiento. ¿Entiendes?, lo que sientas por ese hombre no significa nada.
Algo así como una semana después, a las siete de la mañana, un hombre
despertó a Hank, venía a traerle los papeles del divorcio. Hank los cogió, los leyó
una y otra vez y fue hacia el dormitorio, donde despertó a Barbara. «Lo siento,
Hank», dijo ella. Él le dijo que no tendría que haberse molestado en que le llevaran
los papeles. Habría dado el consentimiento inmediato al divorcio. Hicieron el amor
por última vez y después Hank cogió su maleta con sus pertenencias, se marchó
en el Plymouth —que Barbara le regaló— y empezó a buscar un cartel de
«Habitaciones libres».
Hank y Barbara Frye recibieron la sentencia de divorcio el 18 de marzo de
1958. Su matrimonio había durado dos años, cuatro meses y veinte días. La
sentencia incluía lo siguiente: «El automóvil Plymouth de 1957 se otorgará al
demandado, con la condición de que se haga cargo de los pagos aún
pendientes.» Hank tuvo el coche hasta finales de los sesenta. Apenas volvió a
saber de Barbara, que acabó casándose con un esquimal y se fue a Alaska.
En 1959 Frye se convirtió en tema de muchos de los poemas de Bukowski.
Uno de ellos, «El día que me deshice de un fajo de billetes», apareció en la
pequeña revista Quicksilver en el verano de 1959. En él Bukowski adopta un tono
tanto de indignación como de humor para explicar el final de su matrimonio. No
falta de nada. Menos lírico que muchos de sus otros poemas de la época, es la
poesía del tipo duro que le atraería gran cantidad de público entre lectores que
nunca habían prestado demasiada atención a ese género. Comienza con un
catálogo:

y le dije, puedes quedarte con tus tías y tíos ricos


y abuelos y padres
y tu jodido petróleo
y tus siete lagos
y tus pavos salvajes
y búfalos
y todo el estado de Texas...

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y tus famosos tornados,


y tus sucias inundaciones
y todos tus gatos maullantes
y tu suscripción al Time,
y trágatelos, nena,
trágatelos.

Continúa diciendo que él puede volver al trabajo corriente y seguir ganando


veinticinco dólares semanales por un combate de boxeo a cuatro asaltos. «Claro
que tengo 38 años / pero un poco de tinte puede teñirme / las canas...» Esa
dimensión de lo puramente autobiográfico añadía un elemento audaz a la obra de
Bukowski. Más aún que Whitman, se exhibía a sí mismo, hasta en los juicios y
tribulaciones más íntimas de la existencia diaria. Aquello no era raro encontrarlo en
la prosa, pero sí en poesía.
Henry Bukowski padre falleció nueve meses después del divorcio de Hank,
mientras iba a coger un vaso de agua en la cocina de su casa la mañana del 4 de
diciembre de 1958. Su muerte fue totalmente inesperada ya que no tenía ningún
problema de salud importante. Le quedaban muy pocos años para jubilarse. La
novia del viejo había llegado a la casa de éste en Temple City, cerca del
hipódromo de Santa Anita, llamó a la puerta y no oyó nada. Tras unos instantes de
pie en el porche, oyó el sonido de un grifo abierto dentro de la casa. Volvió a
llamar y entonces, presintiendo que podía haber pasado algo, corrió a pedir ayuda
a casa de un vecino. Consiguieron entrar en la casa, donde le encontraron en el
suelo, con el vaso en la mano y la pila de la cocina desbordándose. Ella llamó
inmediatamente a Hank para comunicarle que su padre había muerto.
Una sensación de alivio recorrió a Hank cuando se enteró de la muerte de
su padre. Le habían quitado un gran peso de encima. Se ocupó personalmente del
funeral y lo notificó a los amigos de su padre. Después fue a casa de su padre en
Temple City, un lugar por el que pasaba cuando iba a Santa Anita pero que rara
vez visitaba.
Fue un momento extraño para él. Empezó a revolver entre las cosas de su
padre. Salió fuera y regó el jardín y el seto. Comenzaron a pasar por allí los
vecinos, al principio con indecisión y luego descaradamente. Les fue dando a cada
uno diferentes objetos de la casa, desde cuadros hasta herramientas del jardín.
Como escribió más adelante en un relato: «Me dejaron la manguera del jardín, la
cama, la nevera, la cocina y un rollo de papel higiénico.»
Heredó la casa de Temple City, un barrio recogido y limpio al este de Los
Ángeles. Más tarde la describiría como una casa sólida con habitaciones grandes y
un gran jardín. No tenía ningún interés en conservarla, ya que prefería seguir
viviendo en las habitaciones baratas del lado este de Hollywood a las que estaba
acostumbrado. Vendió la casa por 16.000 dólares y se gastó el dinero en apuestas
y alcohol tan deprisa como pudo, en parte como protesta contra todo lo que había

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defendido su padre: la búsqueda de riqueza, la posesión de muchas casas y la


seguridad.
No había visto mucho a su padre ni a su madre antes de que murieran. Al
principio de su matrimonio con Barbara Frye, sus padres fueron a pasar con ellos
una Nochebuena. Henry padre se quejó de varias cosas: las luces del árbol de
Navidad no estaban bien colocadas, su hijo no tenía un trabajo bien pagado.
Incapaz de aguantar más, Hank le dijo a su padre: «Ya puedes irte tú y toda tu
mierda de esta casa.» Le dijo que se fuera antes de que le echara por la fuerza.
Su madre protestó diciendo: «No puedes hablarle así a tu padre», pero el viejo ya
había salido hacia su coche hecho una furia y se había sentado dentro. Katherine
Bukowski exigió a su hijo que saliese y se disculpase ante su padre.
—No puedes dejar que se quede ahí sentado —dijo ella.
Hank no respondió. Su madre repitió que debería ir a pedirle perdón.
—¿Perdón por qué? —preguntó él.
—Pero es que está allí solo —dijo ella.
—Creo que es hora de que también tú te vayas.

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Mientras la década de los cincuenta llegaba a su fin, Hank de vez en


cuando cogía un periódico y echaba una hojeada a los acontecimientos del
mundo. Todavía gobernaba Eisenhower, con aquellos ojos casi bondadosos que
miraban fijamente al poeta desde la portada de Los Angeles Times. En Cuba un
revolucionario acaparaba la atención del mundo. Un joven senador de
Massachusetts llamado John F. Kennedy había saltado al ruedo de la lucha por la
presidencia. Muy poco de todo aquello, excepto una mención a Castro, aparece en
la poesía de Hank.
El hipódromo, sin embargo, proporcionaba gran parte del color y la
atmósfera a sus poemas. Los caballos le aportaban energía. Mientras hacía
equilibrios entre la vida en el hipódromo y la realidad de tener que ganarse el pan
a duras penas, el verdadero trabajo en casa, escribir poesía, se convirtió en algo
más definido para él. Las imágenes cobraban nitidez. Pasaba horas escribiendo y,
al mismo tiempo, enviando sus trabajos aquí y allá, a veces en grandes lotes. Le
gustaba la idea de que los lectores de las pequeñas revistas, en su mayoría
también escritores, se fijaran en él: en un hombre que vivía en un cuarto oscuro,
con una gran grieta en la pared, que bebía cerveza y se preguntaba si volvería a
encontrar una mujer.
Un día, a finales de 1958, Hank se topó con Jane. Todo cuanto hubiera
tenido de distinguido y atractivo en el pasado ya no existía. Tenía el cuerpo fláccido
y su cara aparecía avejentada. Siempre había estado rodeada de un aura
indefinible; ahora parecía casi invisible.
—Te he visto con esa mujer —dijo Jane, refiriéndose a Barbara—. No es tu
tipo.
—¿Ah, no? Bueno, ya se ha marchado.
Jane le contó que no tenía contacto con su hija. No dijo exactamente por
qué, pero Hank se imaginó que debía de ser por la bebida.
—Estoy sola, Hank. No tengo a nadie.
Principalmente porque le daba lástima, Hank empezó a verla con
regularidad y pasaba las noches en el cuarto amueblado que ella tenía en un
edificio de apartamentos de Beverly esquina Vermont. Ella bebía más que nunca, y

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seguía con la cantinela de lo inútil que era la gente. Pero el fuego había
desaparecido. Evocaba en su antiguo amante intensos sentimientos de amor
perdido, de compasión y de culpa. Él quería ayudarla, pero cuando ella sugirió que
intentaran otra vez vivir juntos, él no pudo seguirla. Transmitía una sensación de
abrumadora tristeza que a Hank le hacía sentirse incómodo y nostálgico de aquella
vida en común que había desaparecido. Ya tenía que afrontar bastantes
sentimientos negativos él solo. Tener que soportar el peso de las emociones
destrozadas de otra persona era demasiado duro. Como no había otra alternativa,
Hank dejó de verla.
Aquella mujer mayor, de ojos tristes, fue una vez su musa. No le había
inspirado poemas de amor, pero sus versos estaban sin duda cargados de
información de los años que habían estado juntos. Fue el estar con Jane lo que,
en parte, le había metido en la conciencia aquellas aspiraciones de vivir y expresar
la santidad profana de lo común. Las personas podían ser felices estando juntas
sin que las consumiera la codicia ni las esclavizaran los valores de la clase media.
Después de dejar a Jane, Hank volvió a trabajar en Correos, donde
permanecería doce años clasificando correspondencia, hasta 1970. Aquélla era
una realidad hecha de condiciones laborales horribles y salario bajo, pero
necesitaba desesperadamente unos ingresos regulares. Cercano a los cuarenta y
sin haber logrado su sueño de ser un escritor que ganase dinero, vislumbraba los
barrios bajos levantándose amenazadoramente en su futuro. Cuando pensaba en
todos los años que había estado con Jane y en la muerte de sus padres le daban
ataques de depresión que se agravaban con los tremendos dolores de espalda
provocados por su tarea en Correos. Lo que le salvaba era que no tenía que
pensar en nada mientras trabajaba. El carácter rutinario de su empleo le ayudaba a
conservar la energía mental para la poesía y el hipódromo.
En cuanto a los otros aspectos de su vida, tendía a glorificar sus estados
depresivos, y escribía a los editores y poetas con quienes mantenía
correspondencia y les contaba sus depresiones, sus sufrimientos laborales y sus
pérdidas en el hipódromo. En realidad, controlaba bastante bien sus cambios
anímicos. Aquellos que le veían como un poeta de vida desordenada —a través de
sus escritos o de la leyenda que más tarde se formó en torno a él— no sabían que
vestía inmaculadamente (aunque con ropa barata), que se ajustaba a unas
normas de organización estricta y que incluso hasta la bebida la tenía controlada.
Bebía todos los días y a veces se corría unas juergas que duraban tres o cuatro
días, pero que no le apartaban del trabajo, de los caballos ni de la poesía.
La palabra «disciplina» se convirtió en una de sus muletillas. Todos los días
reservaba un rato para la poesía. Por aquel entonces ya sabía que escribir
requería un lugar aislado para aclarar la mente. Una radio con música clásica, un
paquete de seis cervezas, un montón de folios en blanco y la máquina de escribir
eran sus acompañantes incondicionales. Sentado a la máquina de escribir, cantaba
con una voz fortalecida por el sentimiento de haber pasado por un aprendizaje
largo y silencioso, y por un conocimiento profundo de sí mismo, forjado en la lucha
en solitario con sus demonios. Hank avanzaba libre de obstáculos: tras él yacían
enterrados Katherine y Henry y ante él se extendía Los Ángeles, una inmensa red

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de recuerdos e imágenes del presente que se habían vuelto parte integrante de su


obra cada vez mayor.
Escribir fue su salvación cuando se enteró de que Jane había sido
hospitalizada por sus excesos con la bebida. Su casera le había dado el trabajo de
la limpieza de las habitaciones cuando ya no pudo pagar el alquiler. La tarea no
era tan difícil, pero hacía mucho que Jane había perdido la capacidad para
cualquier tipo de trabajo: le temblaban las manos, le dolía la espalda, tenía
problemas para subir y bajar las escaleras. Por razones desconocidas para Hank,
el agente inmobiliario que la había ayudado durante los años anteriores había
desaparecido ahora de su vida. El poco dinero que recibía se iba en alcohol. Aun
así, la noticia de su hospitalización y de su muerte inminente le impactaron.
Habían pasado casi una década juntos y no quería creer que aquella mujer que
había sufrido tanto se estuviese muriendo a los cuarenta y nueve años.
Cuando entró en la habitación del hospital donde estaba Jane, se la
encontró semicomatosa. «Allí todo estaba muy limpio y silencioso. La vi en la
cama, ajena a mi presencia.» Se acercó a ella sin hacer ruido, se inclinó, le besó
los labios y susurró su nombre una y otra vez. Jane abrió los ojos y dijo: «Sabía
que vendrías.»
Las largas horas que permaneció sentado a su lado afectaron
profundamente a Hank. Cuando llegó la hora de irse se inclinó y le besó la frente.
Después cogió el coche y se fue al apartamento de ella, donde encontró muchas
botellas de alcohol sin abrir que le habían regalado en Navidad las personas cuyas
habitaciones limpiaba. Era una cantidad suficiente como para haberla matado, si
no la hubieran hospitalizado. Cuando Jane murió, Hank se puso en contacto con
su hijo (cuyo nombre ya no recuerda), que vivía en Texas y había hecho mucho
dinero con sus negocios, aunque nunca le mandó nada a su madre. Llegó a Los
Ángeles cuando Hank todavía estaba ocupándose de los asuntos del funeral, que
pagó él aunque creía que el hijo de Jane se encargaría de la lápida. Hank encargó
una corona de flores con forma de corazón por la que pagó quince dólares, una
suma elevada para aquella época. Los hombres que trajeron la corona la pusieron
contra un árbol, porque el soporte que la sostenía en pie no funcionaba. Mientras
estaban bajando el ataúd, la corona cayó al suelo boca abajo. Por si el dolor no
era suficiente, el hijo de Jane, un personaje frío e impersonal, cometió el ultraje de
no aparecer jamás con la lápida. Hank escribió un poema, «Para Jane: con todo el
amor que le tuve, que no fue suficiente»:

Recojo la falda,
recojo el rosario negro
que resplandece,
esto que una vez
acarició su piel,
y llamó mentiroso a Dios,

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y afirmo que algo que haya acariciado


así
o haya sabido
mi nombre
no podía morirse nunca
con esa certeza inamovible de la muerte.

Me inclino sobre esto,
me apoyo en todo esto
y lo sé:
tengo su vestido en mi brazo:
pero
nada
me la devolverá.

La pérdida de Jane oscureció los horizontes de Hank. Habían pasado


meses desde su funeral y no podía librarse del sentimiento de que a Jane le
habían salido mal las cosas hasta en la muerte. Él mismo se sorprendió cuando
una tarde se sentó y escribió un poema sobre otra muerte, la de su padre. «No era
sobre cómo era mi padre, sino cómo debía haber sido», dijo muchos años
después. Hay momentos de ternura en los que el hijo se prueba el abrigo del
padre y descubre que le queda bien. «Supongo que el poema tiene algo de ese
sentimiento de parentesco. Quiero decir que, después de todo y a pesar de todo,
era mi padre, aunque por eso no se debe suponer que yo estuviese abrumado por
la tristeza.» Escrito en 1959 y publicado ese mismo año en una revista de San
Francisco, The Galley Sail Review, «Los gemelos» recibió una atención
considerable. Dice así:

a veces insinuaba que yo era un cabrón y yo le decía que escuchase


a Brahms, y yo le decía que aprendiese a pintar y a beber y que no
se dejase
dominar por las mujeres y los dólares
pero me gritaba: Por amor de Dios, piensa en tu madre,
piensa en tu país,
¡nos vas a matar a todos!...
Recorro la casa de mi padre (por la que aún debe 8.000 dólares tras 20

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años trabajando en el mismo sitio) y observo sus zapatos gastados


cómo sus pies deformaron el cuero como si hubiese estado furioso
plantando rosas,
y lo estaba, y observo su cigarrillo acabado, su último cigarrillo
y la última cama en la que durmió aquella noche, y siento que debería
volver a estirar las sábanas
pero no puedo, pues un padre es siempre el amo incluso aunque se
haya ido;
supongo que estas cosas han pasado una y otra vez pero no puedo evitar
pensar

morir en el suelo de una cocina a las 7 en punto de la mañana


mientras los demás hacen el desayuno
no es tan terrible
a menos que te pase a ti

entro, me pruebo un traje azul claro
mucho mejor que cualquier cosa que yo haya usado jamás
y agito los brazos como un espantapájaros al viento
pero no sirve de nada;
no puedo mantenerlo vivo
por mucho que nos odiáramos el uno al otro.

éramos exactamente iguales, podíamos haber sido gemelos


el viejo y yo: eso
decían. tenía sus bulbos protegidos
preparados para plantarlos
mientras yo estaba con una puta de la calle Tres.

muy bien, concédenos este momento: de pie frente a un espejo


con el traje de mi padre muerto
esperando morir
también.

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El infernal Henry padre, centinela del odio y faro de la opresión, nunca se


abrió ante su hijo. Ahora, después de muerto el viejo, Hank pudo volver realmente
a casa y decir la última palabra. Sus palabras no son amargas, sino que están
llenas de remordimiento, de un sentimiento de desesperación frente a la condición
humana y de una lucha auténtica por comprender la relación entre él y su padre.
Nada había en él que Hank admirase, y sin embargo comprendía que no había
forma de escapar al hecho de que el viejo le había ayudado a convertirse en la
persona que era. Henry padre nunca dudó de los valores de la clase media, y su
obstinación y resistencia se convirtieron en el credo de Hank: no se desvió de su
papel de marginal. Sin quererlo, Henry contribuyó a formar a su hijo en la
oposición. Hank nunca se sometió al sistema de valores de su padre, según el
cual una persona, para tener éxito, debe conseguir riquezas materiales.
Sin embargo, ahora el éxito golpeaba a la puerta de Hank. Al principio
habían sido unas pocas cartas de otros poetas de revistas minoritarias. Con el
tiempo hubo un grupo de admiradores fervientes, gente repartida por todo el país
que esperaba impaciente el siguiente poema de Bukowski. A finales de la década
de los cincuenta Hank se había convertido en una voz importante dentro de la
escena de la poesía underground, perseguido por los editores de revistas
minoritarias pero importantes que codiciaban su nombre para incluirlo en sus listas
de colaboradores. Para alguna de las publicaciones más formales publicar un
poema de Bukowski significaba perder suscriptores y recibir cartas furiosas de
protesta dirigidas al director. A veces, al recibir las copias que se envían por correo
a los colaboradores, se encontraba con que se le había incluido junto a escritores
que sólo escribían poemas rimados. «Era muy divertido», recuerda, «te
encontrabas con aquel tipo duro, Bukowski, pegado a otro que escribía sonetos a
la luna o a las estrellas.»
Abundaban los rumores acerca de su vida en Los Ángeles. ¿De dónde
había salido aquel hombre que vivía y escribía desde el borde de la marginalidad?
¿Algún otro había escrito alguna vez un poema a Willie Shoemaker, un jockey?
¿Era cierto que bebía diez cervezas al día? Mucho de aquello había sido
propagado por el mismo Hank a través de su correspondencia cada vez más
abundante con editores y poetas. Se refería con frecuencia a su pasado y contaba
a través de sus cartas que se había educado en la calle, que no había ido a la
guerra y que despreciaba el tono general del ambiente literario. El tema del eterno
marginado que evita las causas populares y la opinión de la mayoría, que
dominaba gran parte de su poesía, podía encontrarse también en sus cartas, lo
cual incrementó la imagen de inconformista literario de Bukowski.
En cuanto a las revistas en las que Hank publicaba, la mayoría contaba con
escasos recursos económicos y desaparecían después del primer número.
Pagaban los derechos de autor con ejemplares. Sin embargo, de las filas de
aquellas pequeñas revistas surgieron muchos poetas conocidos que se
convirtieron en figuras permanentes en el paisaje literario. Thomas McGrath,
Robert Bly, Diane Wakowski, todos empezaron en las mismas revistas pequeñas
que Hank conocía, y también ellos fueron luego editados en publicaciones más

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importantes.
La fama no obsesionaba a Hank por entonces, a diferencia de lo que le
sucedía en la década de los cuarenta, cuando se creía un nuevo Hemingway o
Saroyan y se imaginaba a veces románticas historias literarias en las que
alcanzaba grandes éxitos. Ahora simplemente disfrutaba del acto de escribir sin
que se le cruzaran tales imágenes por la cabeza. Cuando recibió la noticia de que
E. V. Griffith, director de una revista llamada Hearse, quería publicar una selección
de sus poemas, Hank comenzó a pensar que tal vez hubiera realmente una
oportunidad para él.
Publicar el primer libro de poemas, incluso aunque sólo tenga catorce
páginas, es una noticia trascendental para cualquier poeta. Hank se lanzó al
proyecto y empezó a intercambiar cartas con Griffith en las que decía que quería
dejar la selección de los poemas en manos del editor. Y así comenzó a tomar
forma Flower, Fist and Bestial Wail (Flor, puño y gemido animal).
Como no tenía ninguna experiencia previa en la publicación de libros, Hank
empezó pronto a impacientarse con la tardanza de Griffith, y a preguntarse si de
verdad publicarían alguna vez su libro. Presa de un ataque de nervios y paranoia,
escribió a Griffith en septiembre de 1960:

¿Sigue usted vivo?


Todo lo que me está pasando es banal o venal, y tal vez una
versificación más florida y poética: ahora mismo gris y vacía como las
bragas del cuento de la vieja que vivía en un zapato. No sé, hay un jodido
montón de frustración y falsedad en este negocio de la poesía, la
formación de grupos, los apasionados apretones de manos, el te publicaré
si me publicas, y el ¿no le importaría leer antes a un pequeño y selecto
grupo de homosexuales?
Cojo una revista de poesía, paso las páginas, cuento las estrellas, las
lunas y las frustraciones, bostezo, meo mi cerveza y miro los anuncios de
trabajo.
Estoy sentado en un apartamento barato de Hollywood dándomelas de
poeta pero harto y deprimido, y las nubes que se acercan por encima de
las falsas montañas de papel y yo que picoteo estas estúpidas teclas sin
parar, hay 10 grados bajo cero en Moscú y nieva; me está saliendo un
forúnculo entre los dos ojos, y en algún lugar entre Pedro y Palo Alto perdí
la voluntad de luchar: el tipo de la tienda de vinos me conoce como si
fuera su primo: cierra con un crujido la bolsa de papel y se parece a una
fotografía de Francis Thompson.

Hank se dirigió precipitadamente a Correos pocos días después de escribir


esa carta y reclamó un paquete que había llegado de Eureka, California. Incapaz
de contenerse, lo abrió en la calle. Dentro estaba su libro: la cubierta era roja

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sobre fondo blanco, catorce páginas, impreso en offset. El librillo número cinco de
Hearse. Un modesto comienzo. Se quedó mirando fijamente la portada y después
se arrodilló en la acera mientras el tráfico y la gente seguían circulando.
Regresó a casa y se sentó ante la máquina a escribir una carta a su editor,
con fecha 14 de octubre de 1960:

He ido esta mañana a Correos con la tarjeta de aviso que me dejaron


ayer en el buzón y —¡aullido!— allí estaba, una cantidad de librillos de
HEARSE escritos por un tal Charles Bukowski. Abrí el paquete en medio
de la calle, con el sol sobre la cabeza, y ahí estaba: FLOWER, FIST AND
BESTIAL WAIL; nunca se dio a luz a un niño con tanto dolor, pero al final
nació con la ayuda del buen doctor Griffith; un trabajo hermoso, ¡hermoso!
La primera selección de poemas de un hombre de cuarenta años que
empezó a escribir tarde. Griff, ¡esto sí que ha sido un acontecimiento! Allí,
en mitad de la calle entre Correos y una agencia de venta de coches
nuevos. Pero entonces me sobrevinieron los remordimientos y el miedo y
la vergüenza. Me acuerdo de la última carta que le mandé cuando por fin
me vine abajo, arañando y culpando y maldiciendo, y me puse enfermo.
NO SÉ CÓMO DIABLOS DISCULPARME, E. V., PERO, DIOS, PIDO
PERDÓN. Es todo lo que puedo decir. Es un trabajo hermoso, limpio y
puro, la disposición de los poemas es perfecta. Voy a enviar copias por
correo a algunas personas que creen que estoy vivo, pero antes que nada
esta carta para usted.
Espero poder lograr que olvide toda la indignación que le he causado.

En el apartamento amueblado de la calle North Mariposa número 1626, lo


único que Hank deseaba era que Jane hubiese estado viva para que hubiera visto
su libro y haber tenido una mujer con la cual celebrar su cuarenta cumpleaños en
agosto de 1960. El día de su aniversario había salido solo, primero a un antro de
strip-tease, donde se bebió unas doce cervezas, y después de bar en bar.
Un poeta que le conocía por aquel entonces, Jory Sherman, publicaba junto
con él en la revista Epos. En 1958 Hank y él comenzaron a escribirse a sugerencia
del director de la revista, Evelyn Thorne. En 1959 Sherman se había trasladado a
San Francisco, donde le visitó Jon Edgar Webb hijo. Jon Webb padre, que habría
de convertirse en un amigo muy importante para Hank más adelante, vivía en
Nueva Orleans y proyectaba en aquellos tiempos publicar una gran revista de
poesía que se llamaría The Outsider. Como Webb había leído la poesía de
Sherman, había enviado a su hijo para que le propusiese al poeta ser su redactor
jefe en la Costa Oeste. Webb hijo llevaba consigo una lista de personas a las que
su padre quería publicar y Bukowski era uno de ellos. Justo después de su
cumpleaños, el 17 de agosto de 1960, Hank le escribió a Sherman:

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Todo ha acabado, tengo 40 años, he llegado a la cima de la colina,


ahora la cuesta abajo... salgo a dar vueltas los sábados por la noche...
solo... voy a antros de strip-tease, observo cómo se agitan y se menean
como si les pasara algo... aburrido... a un dólar veinticinco la cerveza, pero
me las bebo como agua, agua infernal. No bebo mucha agua. Un sitio tras
otro... los rostros allí sentados son como jarras vacías, mierda, mierda,
¡oh, recibo un maravilloso ramillete de cocos! nada más despertar, pie
resquebrajado, sangre, no puedo andar...
una vieja amiga me mandó un enorme ramo de flores, de todas clases.
Muy simpático por su parte. Como un funeral, como un precioso funeral,
enterrado a los cuarenta años...
hoy estoy enfermo.
Gracias por toda la información sobre las revistas. OUTSIDER no ha
aceptado nada para el nº 2, pero dijo que para los siguientes escogería del
montón que le mandé...
¿Te importa si firmo como Charles? Es una vieja costumbre, cuando
escribo o cuando alguien me escribe, soy Charles. Cuando se dirigen a mí
en persona soy Hank. Eso me da solidez. Una solidez de cuarenta tacos.

Poco después de la muerte de Jane, Sherman realizó la primera de las


muchas visitas que haría a Hank, acompañado por Norman Winski, director de
Breakthru, una pequeña revista de filosofía y literatura de Los Ángeles. El
apartamento de Hank, en un segundo piso de la calle Mariposa, era un lugar
indescriptible, el típico alojamiento de un hombre que vive solo y tiene un trabajo
mal pagado. Tenía una mesa sobre la que estaba la máquina de escribir, un
paquete de sobres, algunos manuscritos, algunos libros, y una pequeña radio roja.
Cuando Sherman y Winski entraron en el apartamento oyeron música de Haydn
en una emisora de FM. Aquella noche la conversación se centró en lo que había
supuesto para Hank la pérdida de Jane. «Era obvio que ella significaba mucho
para él», recuerda Sherman. «Cuando hablaba me recordaba a Humphrey Bogart,
era muy cautivador. Y cuando hablaba de su pérdida no lo hacía de un modo
quejumbroso, sino con gran dignidad.»
La dignidad innata de Hank le llevaba a detestar las peleas, la búsqueda de
favores y las puñaladas por la espalda que tenían lugar en la comunidad poética.
Sin embargo, en su correspondencia y con los amigos que le visitaban le gustaba
de vez en cuando entrar en encendidas discusiones literarias. Podía llegar a
mostrarse increíblemente combativo, hasta el punto de devolver golpes a sus
enemigos, reales o imaginarios, por medio de poemas o relatos cortos. Cuando
bebía en exceso solía transformarse en un ser enfurecido y gritón que denigraba a
los editores y poetas que conformaban el panorama de las pequeñas revistas.
Sherman y él acabaron muchas noches juntos furiosos, discutiendo sobre los
méritos de tal o cual poeta, o sobre un tema político o social en particular. Sin
embargo, cuando estaba sobrio, Hank era amable y reservado. Le contó a
Sherman que le disgustaban mucho las payasadas de los poetas beat y le habló

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de su desconfianza frente al mundo literario en general: «Me gusta mantener las


persianas bajadas», dijo.
Sus amigos le invitaban a recitales y talleres de poesía, todo en vano.
Tampoco se reservaba su opinión sobre las obras que le interesaban. En una carta
a Sherman, alababa a Robinson Jeffers:

Supongo que Jeffers es mi dios: el único desde Shakey que escribe


poemas narrativos largos y no me provoca sueño. Y Pound, por supuesto.
Y también Conrad Aiken es un poeta muy auténtico, pero Jeffers es más
fuerte, más oscuro, un explorador más moderno y más loco.

Ser moderno y loco, eso era lo que entusiasmaba a Hank. Escribir con la
sangre y no con la cabeza. Saber intuitivamente y no andar rebuscando en meras
imitaciones de otros imitadores, sino encontrar las fuentes dentro de uno mismo.
Leyó Aullido de Allen Ginsberg y la poesía de Gregory Corso, al igual que muchos
otros poetas que escribían para las revistas de poesía pequeñas o «menores»,
como él las llamaba, pero nunca le impresionaron. Lo que más le molestaba de los
poetas beat era su compromiso con los temas políticos y económicos. Creía que
aquello era un obstáculo para la poesía, que un verdadero poeta tenía
preocupaciones más importantes que la de andar enredándose con asuntos
corrientes. Al mismo tiempo Hank condenaba el caso omiso que la estructura
social hace de la humanidad plena de un ser humano. A diferencia de los poetas
beat, él no es el vate de exacerbada conciencia que lucha por instruir al lector. No
enseña a otros sino a sí mismo. Su punto de partida es que el artista es sólo
responsable ante sí mismo. Una vez le dijo a un amigo activista: «No entiendo por
qué vas a esas manifestaciones estudiantiles contra la guerra. ¿No te das cuenta
de que la tarea de un poeta es escribir? ¿Por qué tienes que ir con la multitud por
cualquier causa, igual que Allen Ginsberg, que acude a cualquier sitio donde le
requieran? Lo que ahora puede parecer que está bien, puede estar mal después.»
Hank apreciaba el mundo de las revistas menores porque era un campo
libre para publicar rápidamente y no imponía ninguna prueba de tipo social o
político. La sensibilidad de industria casera que impregnaba el mundo de las
pequeñas revistas no le causaba rechazo sino que más bien le atraía. Comentaba
en términos elogiosos, tanto en poemas como en cartas, el hecho de que muchos
editores estaban medio locos (como él) y apenas eran capaces de sobrevivir.
Escribía cientos de poemas y los enviaba a toda velocidad, sin preocuparse
normalmente de hacer fotocopias o apuntar adonde había enviado su trabajo. Le
aceptaban un número suficiente de poemas como para satisfacer sus
expectativas. Sin embargo, con ese modo cínico y escéptico que le es
característico, le comentó a Sherman que «la política y las asociaciones terminan
atrapando a estas revistas y pudriéndolas». Y con el mismo tono irónico: «Es
mucho más fácil colocar algo en una revista nueva antes de que lleguen los pelotas
y los que se apuntan a todo. No me gusta parecer un excéntrico, pero al parecer
todo vale.»

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Epos reunió trece poemas y cuatro ilustraciones de Hank y publicó Poems


and Drawings (Poemas y dibujos). Poco después Evelyn Thorne comenzó a
perder la paciencia al recibir cartas cada vez más enloquecidas de Hank.
Afortunadamente, había muchos otros editores que anhelaban aquella clase de
comunicación con aquel excéntrico de Los Ángeles a quien Thorne había llegado a
tener aversión.
Uno de esos editores era el poeta Cari Larsen, que publicó Longshoí
Pomes for Broke Players (Poems arriesgados para apostadores en bancarrota) de
Bukowski en 1962. La poesía del propio Larsen aparecía frecuentemente en las
revistas de literatura. Había desarrollado un concepto que llamó «poesía orgánica»,
que consistía en escribir primero la parte central del poema para luego trabajar
alrededor de ella, comenzando la página desde el final o terminándola desde arriba,
según le indicase la intuición. La imaginería concreta y directa que se esforzaba
en conseguir se encontraba ya materializada en la obra de Bukowski.
Longshot Pomes toca temas muy variados. Hay poemas sobre el
hipódromo («Hola, Willie Shoemaker»), mapas mentales de los trabajos
temporales del poeta («Poema para los jefes de personal»), apreciaciones
sardónicas sobre sus compañeros escritores («Carta del Norte») y poemas que
reflejan su conocimiento de la música clásica («La vida de Borodin»). Bukowski
distorsionó deliberadamente la forma de escribir «poem» (poema) en el título, con
la esperanza de desembarazar al mundo de la poesía de la seriedad que lo rodea;
una decisión que convenía a Larsen, quien condenaba firmemente el tono
solemne de la principal corriente literaria estadounidense, y cuyo propio libro se
titulaba The Popular Mechanics Book of Poetry (Manual de mecánica elemental de
poesía).
La respuesta a Longshoi Pomes fue entusiasta entre el puñado de gente
que leía libros de editoriales pequeñas. Hubo un arrebato general entre los
lectores de la segunda selección de poemas de Bukowski. Como dice Sherman:
«El humor de Hank, su lenguaje de la calle y su dura personalidad se mezclan en
este libro que provocó muchísimo entusiasmo.»
Después vino Run with the Hunted (Corriendo con la presa), publicado por
Midwest Press, también en 1962. Su editor, R. R. Cuscaden, que se ganaba la
vida como agente de seguros y editor de revistas de comercio, admiraba la
independencia de Hank. Veía a Bukowski como una especie de expatriado alemán
loco, y le admiraba por no ser beat ni académico, y por vivir en California como si
se tratase de un destino ineludible. Cuscaden recibió muchas cartas de Bukowski.
«Hablaban de la bebida y de sus idas al hipódromo, y hacía dibujos increíbles»,
recuerda Cuscaden.
En Midwest, una revista de poesía y crítica literaria, el objetivo de Cuscaden
era el de «buscar una respuesta legítima al síndrome de
Corso/Ginsberg/Ferlinghetti (e imitadores) por un lado, y al del grupo de la
remilgada revista POETRY por el otro. Buk era, obviamente, la respuesta.» El
editor se acuerda de un poema de Bukowski publicado en el verano de 1961 con
el título «sin ningún título en absoluto...», que expresaba aquella simplicidad de

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estilo tan innovadora:

...conozco a un hombre que habló una vez con Picasso,


vive en el 309,
sus alfombras están llenas de pintura,
hay pintura hasta en el retrete.

pero él no pinta no vale un comino,


Pablo.

Cuscaden escribió el primer ensayo importante sobre Bukowski en Satis


(primavera-verano 1962). «Charles Bukowski: poeta en un paisaje arrasado» era
una introducción académica al poeta y su obra, en la que se le comparaba con
Charles Baudelaire, cuyo aislamiento dentro de un mundo estéril representaba una
tradición literaria que Cuscaden encontró en Flower, Fist y en Longshot Pomes.
Esta introducción crítica a su poesía ayudó a fomentar la presencia mítica
de Bukowski. Para los editores que le publicaban y para los poetas que le leían, la
suya era una voz tremendamente original, rebelde sin parecer experimental, y al
mismo tiempo, muy estadounidense en el tono y temperamento. La descripción de
Bukowski como un hombre en permanente oposición que hizo Cuscaden, fue
recogida en «Charles Bukowski y las superficies salvajes», de John William
Corrington (NorthWest Review, 1963), y en «Jeremías en Motly: Charles
Bukowski», escrito por John Z. Bennet en el número de Descent de otoño de
1963.
Bukowski le envió una copia del artículo de Cuscaden a Ann Menebroker,
una poetisa de Sacramento con la que mantenía correspondencia, y escribió una
carta que decía:
Es condenadamente bueno que yo no use sombrero, pues ya no me
entraría en la cabeza después de leer estas críticas.
Cariño ahí está la trampa: CRÉETE QUE ERES BUENO CUANDO TE
DICEN QUE ERES BUENO Y DE AHÍ EN ADELANTE ESTÁS MUERTO,
MUERTO, MUERTO, muerto para siempre. El arte es un juego diario de
vida y muerte y, si vives un poco más de lo que mueres, continuarás
creando un material bastante bueno, pero si mueres un poco más de lo
que vives, ya sabes la respuesta.
La creación, el esculpir la cosa, la creación buena es un signo de que el
dios que te gobierna desde dentro tiene todavía los ojos bien abiertos. La
creación no es el objetivo final pero es una buena parte. Fin de la
conferencia n.¡ 3789.
Me tengo que ir corriendo al hipódromo.

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Algunas semanas más tarde le escribió:

Ann, creo que esto ya lo sabes: yo no soy esencialmente un poeta, no


aguanto a la condenada gente a los poetas que lanzan calumnias y sus
vidas contra el mundo llorón, y los poetas son malos y el mundo es malo y
así andamos, tú. Lo que quiero decir es que la poesía, lo que yo escribo,
es sólo una décima parte de mí mismo; las otras 9 jodidas décimas están
suspendidas al borde de un acantilado, hundiéndose en el mar rocoso y
chorreando una condena turbulenta y vil. Si sólo pudiera sufrir en estilo
clásico y esculpir en magnífico mármol que durase siglos más allá de este
ladrido de perro que ahora oigo desde mi ventana 1963, pero yo estoy
condenado y abofeteado y astillado y desgastado hasta la insignificancia
de mis brazos y ojos y de esta carta de esta noche, uno o dos de mayo de
1963, después de oír tu voz por teléfono.
Merezco morir. Sobrevuelo expectante la muerte como un halcón
empenachado, con pico y canto y garra para mi sangre enjaulada. Esto
puede sonar bonito condenadamente bonito pero no lo es. La parte de
poesía en mí, la aparente realidad de lo que escribo, es excremento y
escoria y saliva y viejos acorazados que se hunden.

Es importante destacar que los panegíricos de los que era objeto Hank, y la
fanfarria que le rodeaba, se limitaban a un pequeño círculo de gente relacionada
con la literatura. Las revistas en las que publicaba y los libros en los que aparecía
su nombre, rara vez sobrepasaron una tirada de trescientos o cuatrocientos
ejemplares. Para la mayoría de la gente la poesía apenas existía, y cuando
existía, la gente pensaba en iconos tradicionales tales como Robert Frost o Cari
Sandburg o, dada su notoriedad, en los poetas de la generación beat: Allen
Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y Gregory Corso. Existían publicaciones más
conocidas en Nueva York, Chicago y San Francisco, que servían de «órganos de
publicación interna» para la rebeldía beat en poesía. Bukowski seguía siendo
totalmente desconocido en aquellos importantes centros literarios.
Poco después de que la editorial Seven Poets Press publicara el libro, Hank
fue a San Bernardino a ver a Jory Sherman, que se había trasladado de San
Francisco al sur de California. Sherman había aparecido por casa de Sam y Clare
Cherry, dueños de una librería y galería de arte, con aspecto deprimido y gritando
que había veces en que no merecía la pena luchar por la vida.
Los Cherry decidieron llamar a Bukowski a Los Ángeles y pedirle que fuese
a hablar con Sherman. Al principio su respuesta fue: «¡Joder, hombre! No os
preocupéis para nada del teatro que monta. Ya sabéis que no es la primera vez.»
Sam Cherry siguió explicándole el estado en que se encontraba Sherman y
finalmente Hank cedió. Le dijo que Norman Winski le llevaría hasta allí en coche.
Cherry le dijo a Sherman que Bukowski estaría allí al cabo de una hora. Al
principio aquello le calmó, pero poco a poco, Sherman se dejó llevar de nuevo por

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sus emociones. Por fin, los Cherry le convencieron de que se sentara y les contara
sus problemas. Cuando empezaba con la historia de la dura senda por la que
tenía que andar un poeta como él, sobre todo si había de cargar con mujer e hijos,
se oyó fuera el chirrido de unos frenos. Sin pretenderlo, Hank y Norman
anunciaban su llegada.
Norman Winski, un hombre alto y rubio, desplegó su sonrisa, se presentó a
los Cherry y dijo que había traído a Bukowski porque él tenía un espléndido coche
deportivo y podía hacer el viaje más deprisa que el poeta en su vieja cafetera.
Mientras Winski soltaba una perorata sobre lo que él escribía, Hank se mantenía a
distancia. Sonreía de un modo enigmático e irónico y guardaba silencio. Winski
alardeaba de que él escribía libros de filosofía, cuando Hank comenzó a hablar
con Sherman y le dijo que todo se arreglaría.
—Mira, chico —le dijo—. Todos pasamos malos momentos.
—Ya sé que os preocupáis por mí, tíos. Sé que os preocupáis de verdad —
dijo finalmente Sherman.
Permanecieron en el salón de los Cherry hablando durante una hora o más.
Hank estaba sentado en un sillón, como un rey en su trono, haciendo algún
comentario de vez en cuando. Ante las quejas de Sherman sobre lo dura que era
su vida, Hank dijo: «¡Qué coño! Tú no sabes lo que es una vida dura, tío. Yo he
trabajado en un matadero. He oído morir a los toros. He estado en la cárcel tantas
veces que ya ni me acuerdo»; gran parte de lo cual era pura hipérbole. A Hank le
daba a menudo por ese lado, sobre todo cuando bebía y estaba ante un grupo de
gente.
Era fácil darse cuenta de que Hank se estaba aburriendo con tanta charla.
Le dijo a Sherman que quería hablar con él en privado y le llevó al dormitorio.
Después de unos minutos llamó a Winski y le dijo: «Eh, tío, Jory acaba de decir
que eres un hijo de puta y ha dicho que no escribes más que basura, y ha dicho
que la próxima vez que te vea te va a romper el alma.» Winski se puso furioso y
golpeó a Sherman en el estómago. Regresaron al salón y siguieron peleándose.
Hank se mantuvo al margen riéndose. «Eso es, chicos, arrancaos la yugular»,
decía. Mientras seguían peleándose añadió: «Los leones saltan uno al cuello del
otro. Los leones locos se van a matar.»
Sam Cherry intervino, se volvió hacia Hank y le acusó de provocar la pelea.
Hank contestó que tenían suerte de que sólo la provocase y no participase en ella.
Dijo: «Ya sabéis que si yo hubiese peleado los dos estaríais muertos.» Después se
volvió hacia Cherry y dijo: «¿Sabes una cosa, Sam? Yo he matado a más de uno, y
no te olvides de que he trabajado en el matadero y he descuartizado reses. ¡Y sé
lo que es la muerte!» Otra vez estaba representando su papel de tipo duro. Pero
Cherry detectó una sonrisa mientras el poeta continuaba de esa guisa.
Para entonces ya eran las dos de la madrugada. Clare Cherry se fue a la
cocina a preparar un desayuno prematutino. Tanto Sherman como Winski se
habían calmado y hablaban civilizadamente otra vez. Hank se fue lentamente
hacia la cocina. Se acercó a Clare Sherry a quien acababa de conocer hacía
apenas unas horas, le puso una mano en el brazo, apoyó su barbilla en la nuca de

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ella y le dijo con una voz dulce, suave y cautivadora: «Eh, Clare. Ese Sam no vale
un carajo. Venga, larguémonos tú y yo de este antro y empecemos una nueva vida
juntos.»
La señora Cherry se quedó impactada, no por la proposición, sino por la
suavidad y la pequeñez de aquellas manos ligeras, y por el tono dulce de su voz.
Se volvió hacia él y le dijo: «Venga ya, Bukowski. Se está comportando como un
adolescente.»
—Ya sabes mi teléfono, Clare —contestó Hank.

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Atento. Conocedor de lo más mundano, Bukowski estaba sentado en el club


de Santa Anita y le vino una imagen a la cabeza, una que encajaba en un poema
nuevo. Todo era bien recibido por él, se enorgullecía de no tener ningún sistema
de escritura establecido. Aun así, había creado conscientemente un personaje en
su poesía: Bukowski como observador despiadado. Jura que en su mayor parte
surgió porque sí, pero fuera como fuera, tenía una voz muy definida, una voz que
se reía de sí misma mientras iba hacia la puerta que después destrozaba sin
desdén.
Durante sus años de Filadelfia, Saint Louis y San Francisco, y durante su
época con Jane, había dado la espalda a la educación institucional, que
consideraba la muerte. Aunque suene romántico, se educó a sí mismo en la calle.
Lo académico le parecía extraño e irreal, una trampa que había que evitar.
La llama de la poesía de Bukowski no ardía hacia la autodestrucción. No
aspiraba a alcanzar el gesto rimbaudiano de los brazos abiertos, que buscan
recobrar las calientes brasas incandescentes de los primeros fuegos de
campamento, cuando los hombres gobernaban sus almas. La llama de Hank
evitaba deliberadamente el análisis histórico y las ideas épicas. Cuando se dijo a sí
mismo que su obra sería el equivalente poético de novelas fundamentales como
USA de John Dos Passos y Studs Lonigan de James T. Farrell, que surgieron con
un rugido de la conciencia misma de los estadounidenses de los años veinte y
treinta, se comprometió a una empatia que lo ataba a su propio barrio. En «los
reyes han desaparecido», escribe:

decir grandes cosas de los reyes y la vida


enunciar ecuaciones como un genio de la matemática,
fui a ver una obra de Shakespeare
pero la grandeza no llegó;
yo no digo que tenga buen oído
ni un alma buena, pero gran parte de Shakespeare
me aburrió, lo confieso,

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y me fui a un bar
donde un hombre con manos como cangrejos rojos
me contó su vida a través del humo,
y me emborraché cada vez más,
cara a cara con el espejo...

Otro hombre que también había vagado mucho y, al igual que Bukowski,
vivía al margen de la literatura convencional, Jon Edgar Webb, director de The
Outsider, tenía planes para el poeta. La relación que se desarrolló entre poeta y
editor fue más allá del mero hecho de sacar un libro juntos. Se escribieron, más
tarde se conocieron y se hicieron amigos. Incluso antes de que Webb sacara el
primer número de su revista, él y Hank ya habían intercambiado cartas. Sentado
en su piso en la zona Este de Hollywood, el poeta pensaba que Webb y su mujer,
Louise, conocida también como Gipsy Lou, estarían muriéndose de calor en el
Barrio Francés de Nueva Orleans, en medio de aquellos edificios con barandillas
de hierro y vestigios vivos de antiguos blues. A diferencia de muchos de los
editores de Hank, Webb era un hombre mayor y tenía a sus espaldas una historia
larga y pintoresca. Había trabajado en algunos de los periódicos más importantes
de su época, en los tiempos en que el olor a tinta de imprimir inundaba las salas
de redacción.
Cuando era joven, Webb había dado clase en un instituto y después fue
cronista de sucesos en el Cleveland Plain Dealer. Durante toda la época en que
ejerció el periodismo estuvo profundamente interesado en la literatura, fue amigo
de Ernest Hemingway, Sherwood Anderson y otras figuras literarias, y escribió
relatos cortos. En 1930 le procesaron por robo a mano armada en una joyería de
Cleveland y le enviaron tres años al Reformatorio de Mansfield, donde se ocupó
del periódico de la cárcel, que se llamaba The New Day. Lo escribía, dirigía e
imprimía con la ayuda de su compañero de celda. La incongruencia de que un
hombre tan trabajador como Jon Webb, un hombre relacionado con la literatura,
se implicara en un robo, siempre ha dejado perplejos a aquellos que conocían su
trabajo. En 1939 Webb se casó (era su segundo matrimonio) con Louise. Con el
tiempo se trasladaron a Nueva Orleans, donde escribió relatos cortos y una
novela, que trataban principalmente del crimen y de la vida de hombres y mujeres
desesperados que vivían en condiciones muy duras.
El primer número de The Outsider apareció en otoño de 1961. Webb no
escatimó gastos. Tras dos años de elaboración, había logrado un nivel excelente y
fue un triunfo por la calidad de la impresión y por la maestría del trabajo de
dirección. Los poemas de Gregory Corso, Gary Snyder, Allen Ginsberg y Lawrence
Ferlinghetti, junto a la prosa de Henry Miller y William Burroughs, dieron a la
revista un aura de importancia. Webb había salido del gueto de la pequeña revista
y consiguió colaboraciones de los famosos poetas beat, a quienes admiraba
mucho, y que publicó junto a muchas obras de escritores menos conocidos.
Admiraba a Miller y, al igual que el viejo maestro, evitaba la literatura académica.

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En Bukowski, Webb encontraba la calidad de renegado que le entusiasmaba; era


el que más le gustaba de todos los escritores que publicaba. Lo mucho que le
atraía la obra del poeta de Los Ángeles queda demostrado en el «Álbum de Charles
Bukowski», pieza central de The Outsider, que ocupa las seis primeras páginas de
la revista. Esta carpeta de poemas atrajo la atención de los beat hacia la obra de
Bukowski, así como la de los críticos literarios de Nueva York y San Francisco.
Webb había elegido cuidadosamente los poemas, rechazando muchos y
añadiendo otros de los primeros clásicos de Bukowski, como «Viejo muerto en una
habitación», poema que Webb consideraba la declaración de principios del
escritor, un solitario, aislado de la sociedad, que acepta su estado:

esto dentro de mí no es la muerte


pero es igual de real
como caseros quisquillosos
tamborileando en mi puerta por un alquiler
mastico nueces metido en la funda
de mi soledad
atento a tambores más importantes...

El tono cuidadosamente medido se mantiene a través de todo el poema y


culmina con un reconocimiento final de vulnerabilidad personal:

esto dentro de mí
que se arrastra como una serpiente,
aterrorizando mi amor por la vulgaridad,
algunos lo llaman Arte
algunos lo llaman Poesía;
no es la muerte
pero morir terminaría con su poder
y cuando mis manos grises
dejen caer un último lápiz desesperado
en alguna habitación barata
me encontrarán allí
y nunca sabrán
mi nombre
mi intención

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ni el tesoro
de mi huida.

El segundo número (verano de 1962) presentó un trabajo documental sobre


la Preservation Hall, una banda de jazz del Barrio Francés. Aparecen dos poemas
de Bukowski, «Ausente por enfermedad» y «A una dama que me cree muerto». En
una reseña que escribió sobre los Webb, Bukowski hablaba del genio del editor
que asoma a través de su atinada selección de prosa y poesía. Decía que es difícil
encontrar un editor decente, recalcando que son más excepcionales que los
buenos escritores. Era un preludio de tributos que Hank escribiría más tarde sobre
Jon y Louise Webb.
El tercer número de The Outsider, publicado en la primavera de 1963,
estaba dedicado en su mayor parte a la poesía de Bukowski. La fotografía de
portada mostraba a un Bukowski pensativo con los ojos muy abiertos, las
mandíbulas apretadas; el semblante de un hombre que está a punto de alcanzar el
reconocimiento nacional. Webb recibió una carta de un conocido escritor inglés
que estaba furioso porque consideraba un agravio que una revista se atreviese a
poner una cara tan repugnante en la portada —por supuesto que lo único que hizo
Webb fue reírse.
El número homenaje a Bukowski presentaba una visión global del escritor
hasta aquella fecha. Había artículos sobre él de R. R. Cuscaden, Evelyn Thorne y
E. V. Griffith, y un ensayo de William Corrington sobre algunos poemas concretos
de Bukowski. Webb publicó incluso una notificación de desahucio de la época en
que Hank vivía con Jane:

Apartamentos Aragón, Avenida S. Westlake 334, Los Ángeles,


California. Apartamento ocupado por los señores Bukowski. Dicho
apartamento debe ser desalojado por los siguientes motivos: excesos en
la bebida, peleas, lenguaje soez y molestias a los demás inquilinos.

Webb presentaba a Bukowski como ganador del «Premio Outsider


(Marginal) del Año» correspondiente a 1962. Esto iba seguido de una respuesta
del poeta:

Y está W. y está T. y también está M. en New Haven, y no os olvidéis de


G. De todos modos, yo me siento muy OUTSIDE (al margen), todo lo
OUTSIDE que se puede. Aun así, el acto de crear es lo más importante y
con todas las j... fotos que queríais, he escrito menos que un caracol...

Después de ser elegido Outsider del Año, Hank recibió el premio literario
Loujon Press Award Book. Cuando Webb le sugirió por primera vez la posibilidad

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de sacar un libro con una selección de poesía, Hank propuso el título Mirad lo que
sacó la red. Otra posibilidad era El baño de las vírgenes con un oso, donde el
«oso», según su idea, eran los poemas y la locura, mientras que las «vírgenes»
eran los mojigatos, diletantes, farsantes y académicos. Para enero de 1963 Hank
ya se había decidido por It Catches My Heart in Its Hands. Entonces empezó a
preocuparle que tal vez Random House no le permitiera utilizarlo, ya que estaba
sacado de «Hellenistics», un poema de Robinson Jeffers.
Hank escribió a Ann Menebroker sobre su entusiasmo por la editorial
Loujon Press y sus sentimientos por los Webb:

Te escribo por interés: van a publicar un libro mío, Selección de Poemas


1955-1963, IT CATCHES MY HEART IN ITS HANDS... Loujon Press, calle
Ursulines, 618, Nueva Orleans, 16, Louisiana. 2 libros, pequeña, y hasta
un autógrafo. Dios mío, tengo 2 libros en algún sitio, ¿tú no? Lo que te
quiero decir es que yo no gano ningún dinero con este libro —como si eso
importara—, pero estoy esforzándome por esta gente porque para ellos 2
libros pueden representar algo tan simple como comer hoy o no. Ellos
comen sólo una vez al día y promocionan a hijos de puta como yo, y
entonces creo que puedo olvidarme de la inmortalidad y la prudencia y el
aislamiento y tal vez hasta de mí mismo y salir y pedirle a la gente que
compren el p... libro. Si piensas que esto es sólo chachara de vendedor,
no es así. Yo he tirado dinero al fuego. He tirado mis tripas al fuego. Sé
mucho de eso. Pero esa gente es la pareja más rara de dioses vivientes
que hayas visto en tu vida. Ella vende tarjetas postales en las aceras por
dos duros y él está de pie 14 años, horas al día metiendo papel en una
impresora barata que se ha agenciado en algún sitio. Sólo puedo decirte
una cosa, que estos seres son gigantes en un mundo de hormigas. Si
puedes conseguir el n.¡ 3 de THE OUTSIDER (la misma dirección) (que el
libro) quizás entiendas mejor lo que quiero decirte.

Webb envió a Hank páginas del libro para que las firmase. Solo, en su
habitación de la calle Mariposa, Hank puso sumisamente su firma en las páginas
que después su editor iba a añadir al libro ya acabado. Como les escribiera a los
Webb, «ahí mi bote de cerveza, el humo del cigarrillo que se remonta por el aire y
yo firmando CHARLES BUKOWSKI, CHARLES BUKOWSKI, como si fuese
Hemingway, dándole a la cerveza...». Webb le mandó la maqueta de It Catches en
mayo de 1963, y le pidió su opinión. Las sugerencias de Hank se referían
básicamente al diseño de la portada y la contraportada del libro. Webb y Hank
coincidían en todo lo relativo a la tipografía, el papel y el espacio entre poemas por
los problemas de encuadernación.
Entre junio y septiembre de 1963, los Webb imprimieron It Catches My
Heart in Its Hands: New & Selected Poems 1955-1963 en Rue Ursulines, 618,
unas antiguas dependencias de esclavos pertenecientes a una vieja mansión en el
corazón del Barrio Francés. El escenario parece romántico, pero distaba mucho de

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ser lujoso. La ventana daba a un jardín con una tapia, en realidad un patio de
tierra medio deshecho. Esta selva de bananeros medio podridos, cucarachas
gigantes, maleza hedionda, polillas, arañas, caracoles, murciélagos, ratas,
garrapatas, avispas, lepismas y moscas era la parte exterior por la que se accedía
a la habitación pequeña y húmeda en la que el editor hacía su trabajo. Jon Webb
se afanaba como un artista ante su paleta: una cubierta de corcho y papel de
nueve tintas distintas.
Se imprimieron setecientos setenta y siete ejemplares del libro, «hoja a
hoja», según explicaban, «a mano, usando Garamond Old Style de cuerpo 12 para
los poemas y Pabst OS. de cuerpo 18 para los títulos, en una antigua prensa de
pruebas de 8 por 12 pulgadas de Chandler and Price». Esta información viene al
final en lo que se describe en la contraportada como una «historiografía de final
feliz».
Este tipo de comentarios personales, tanto en la revista como en los libros
que publicaba, se convirtió en la marca de fábrica de Webb. Su pasión y la de su
mujer están bien documentadas. A menudo hacía referencia a todo el trabajo que
les costaba a Louise y a él publicar The Outsider, y a la pérdida de dinero que les
suponía dirigir una revista de renegados. Estas largas e interesantes
descripciones iban seguidas de peticiones de dinero. En el texto que escribieron
para el libro de Bukowski contaban cómo les había entrado agua en el taller un día
de lluvia, lo que les obligó a tener que rehacer muchas páginas y cómo unos
roedores se habían metido en las cajas tipográficas desparramando los caracteres
alfabéticos. Después de tantos inconvenientes llegó la catástrofe: se rompió la
imprenta, no una vez sino muchas, provocando más retrasos, y «la humedad
resquebrajaba los rodillos de composición, hacía que la tinta de las tiradas ya
terminadas tardase en secarse, etcétera, etcétera». A pesar de todo, concluían
informando a sus lectores que «fue una experiencia inolvidable, que no podría
comprarse con todo el oro del mundo —ni venderse al diablo».
La reacción de Hank ante la publicación de It Catches se pone de
manifiesto en la carta a los Webb de 23 de noviembre de 1963:

No he visto jamás en ninguna librería de ninguna ciudad un libro hecho


de esta forma, con tanta inventiva creativa y tanto cariño. ¿Dónde han
estado los editores durante todos estos siglos? Vosotros lo habéis logrado.

Webb dividió It Catches en cuatro partes, de las cuales la primera


empezaba con uno de los primeros poemas de Bukowski, «the tragedy of the
leaves» («la tragedia de las hojas»), una muestra significativa dentro del mito en
incesante desarrollo de Bukowski. El poema puede interpretarse como un himno
del Bukowski marginal, y está repleto de motivos que son parte fundamental de su
persona, desde la mujer que ha salido de su vida hasta la casera que exige que
pague el alquiler:

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me desperté en medio de la sequedad y los helechos


estaban muertos,
las plantas amarillas como maíz en sus tiestos;
mi mujer se había marchado
y las botellas vacías como cadáveres desangrados
me rodeaban con su inutilidad;
sin embargo seguía brillando el sol,
y la nota de mi casera estaba arrugada en una
amarillez agradable e inofensiva; ahora lo que era
necesario
era un buen comediante, al viejo estilo, un bufón
que bromee sobre el dolor absurdo; el dolor
es absurdo
porque existe, nada más;
me afeité cuidadosamente con una maquinilla vieja
el hombre que había sido joven una vez y
había dicho que era un genio; pero
ésa es la tragedia de las hojas,
de los helechos muertos, de las plantas muertas;
y me dirigí al oscuro vestíbulo
donde estaba la casera
terminante y cargada de maldiciones,
mandándome al infierno,
agitando sus brazos gruesos y sudorosos
y gritando
pidiendo a gritos el alquiler
porque el mundo nos había fallado
a los dos.

En ese entorno desgastado y vacío del poeta abandonado por su amante


en medio del reconocimiento de la inutilidad de la vida, Bukowski revela una de las
claves de su poesía y de su carácter: la capacidad de reconocer el humor hasta
detrás de los hechos más sórdidos. La imagen del payaso, del bufón de la corte, le
añade al poema una dimensión histórica, que nos lleva más allá de la situación

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inmediata del terror ante la casera. Entremezcla hábilmente la nostalgia y el


sentimiento intenso de estar casi ahogado por el mísero paisaje metropolitano. El
«hombre que había sido joven una vez y había dicho que era un genio»
comprende que esta tragedia es la tragedia de todos y que sus sentimientos son
universales.
Empezando por este poema, el nuevo libro añadía más material a la
creciente mística de Bukowski. El lector encuentra una voz clara que emerge de la
miseria de Los Ángeles y canta una ristra de melodías de la clase obrera y blues.
El libro exige que los poemas se tomen como un todo unificado, y así fue como lo
consideró Webb. Además, Webb no estaba en contra de alimentar la mística. Al
otorgar el premio de Marginal del Año a Bukowski, el editor contribuyó a realzar al
personaje que surgía de la poesía. Con muchos de los escritores que Webb
publicaba, planteaba la posibilidad de que fueran marginales de tipo político,
mientras que en Bukowski era algo intrínseco a su personaje. «La tragedia de las
despedidas» es implacable a la hora de grabar la imagen del marginal absoluto,
un hombre con un temperamento muy similar al personaje de Memorias del
subsuelo de Dostoievski.
Hay bastantes poemas autobiográficos en este libro. La descripción que
hace de sus últimos días con Barbara Frye en «los domingos matan a más
hombres que las bombas» es una de sus típicas confesiones personales en forma
de poema:

y volví a la cama con ella y le dije,


no te preocupes, no pasa nada, y
ella empezó a llorar llorar llorar,
lo siento, lo siento, lo siento,
y yo dije para ya, por favor,
piensa en tu corazón.

John William Corrington, un escritor que entonces daba clases en la


Universidad Estatal de Louisiana y era amigo de Webb, escribió el prólogo para It
Catches My Heart in lis Hands, titulado «Charles Bukowski a media pelea». En él
pone al poeta en yuxtaposición a la época de Pound-Eliot-Auden. Corrington ve a
estos tres gigantes del modernismo como aferrados al formalismo y responsables
de haber engendrado generaciones enteras de malos imitadores que escribían
con afectación y lenguaje pomposo. Bukowski, por el contrario, representa la
vanguardia de una poesía nueva, libre de toda presunción literaria.
Webb insistió en que hubiera un prólogo. Para cuando empezó a trabajar
en el libro, conocía la historia de Hank bastante bien. No quería publicar el libro y
olvidarlo. En realidad, esperaba poder ayudar a ensalzar el nombre de Charles
Bukowski dentro de la conciencia literaria del país. Para lograrlo, quería «colocar»

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al poeta, ofrecerle al lector caminos críticos para acceder a su obra. Ya lo había


hecho en el número especial de su revista sobre Bukowski, y ahora, con It
Catches, confiaba en completar su misión con el ensayo introductorio.
Los Webb le enviaron las críticas de It Catches. A Hank le gustó el detalle y
se regodeó en las reacciones más negativas ante su obra. Gran parte de ellas
provenían de los críticos conservadores que atacaban la imaginería gráfica de
Bukowski, mientras que otros le criticaban por parecer un bárbaro ignorante.
It Catches trajo consigo grandes cambios en la vida de Hank. Uno de los
temas de discusión más importantes entre Bukowski y los Webb después de la
publicación de It Catches era el de un nuevo libro de poemas. Dijo a sus editores
que sería maravilloso sacar otro libro, pero no estaba seguro de tener suficientes
poemas. Se refería tanto a los poemas que no habían sido incluidos en It Catches
como a los últimos que les habían enviado a finales de 1963. Les propuso que
considerasen un formato más sencillo y utilizasen un papel y una encuadernación
más baratos. Les propuso incluso ayudarles financieramente, pero les advirtió que
su oferta dependía de cómo le fuera en las carreras.
Una mujer llamada Frances Smith, que tuvo noticias por primera vez de la
existencia de Hank cuando un amigo de Los Ángeles le envió un poema de
Bukowski sobre un gato que mataba a un sinsonte, pronto se convirtió en una
presencia importante en su vida. Frances recuerda que aquel primer poema de
Bukowski que leyó acababa diciendo: «y habría gritado, pero existen lugares para
la gente que grita.» Lo leyó una y otra vez, y decidió que algún día tenía que
conocer a aquel hombre.
Fue a la librería del lugar para intentar comprar sus libros. Allí tuvieron
ciertas dificultades para localizar a quienes los habían publicado, todas editoriales
pequeñas. Finalmente lo lograron y Frances se llevó a casa las tres primeras
recopilaciones de poesía de Bukowski. En lugar de descansar entre un libro y otro,
los leyó de un tirón. La fuerza de los poemas la obligó a escribirle una carta. La
envió a la editorial Hearse Press. No había pasado mucho tiempo, cuando recibió
una carta que decía: «Compre mis libros. Mis editores se mueren de hambre.»
Frances guardó la carta, en la que figuraba la dirección, pero no volvió a escribir
hasta que se trasladó a California, cerca de un año después.
Frances había ido a la Universidad de Massachusetts, donde había
estudiado literatura y poesía. Una vez había enviado uno de sus poemas a William
Rose Benet, del Saturday Review, quien lo publicó en su columna, «El nido del
Fénix». Durante la guerra escribió muchísima poesía, pero dejó la universidad
porque quería experimentar la vida de cerca. Se enroló en el Cuerpo Femenino del
Ejército, viendo en esta institución a un «padre» todoprotector que la cuidaría.
Pronto la vida del regimiento la desilusionó, se quedó embarazada, se casó y dejó
el ejército. Permaneció casada quince años, tuvo cuatro hijas y escribió muy poca
poesía. Sin embargo, finalmente se sintió aburrida y encerrada, se divorció y
decidió trasladarse a la Costa Oeste de los Estados Unidos. Aunque sus hijas no
la acompañaran, siempre siguió en contacto con ellas.
A comienzos de 1962, Frances vivía con su madre en Carden Grove, un

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barrio de las afueras de Los Ángeles. Después de un tiempo, le escribió una carta
a Hank desde la casa de su madre, en la que le explicaba lo que le parecía su
trabajo e incluía su número de teléfono, aunque no esperaba recibir respuesta.
Ella sentía que le entendía a través de su poesía y le veía como a una persona de
gran fuerza interior. Una noche recibió una llamada. Supo de inmediato que era
Hank. «Tienes que venir por aquí», le dijo. «Te necesito inmediatamente.» Lo
repetía una y otra vez, la voz constreñida por la desesperación. «Yo no entendía
cuál era la urgencia, y la urgencia era, por supuesto, que estaba completamente
solo y no tenía a nadie con quien hablar... Quería contacto humano.»
Frances supuso que ella no era más que un número de teléfono en el
momento oportuno, algo que se encontraba a mano. Pero estaba decidida a
conocerle. El autobús más cercano era el de Anaheim y no sabía los horarios.
Apuntó el número de teléfono de él, anduvo vanos kilómetros hasta Anaheim,
cogió el autobús a Los Ángeles y llegó al centro. Le llamó desde la estación y le
pidió que fuera a recogerla. Él le dijo que cogiera un taxi. Frances se dio cuenta de
que estaba demasiado borracho para conducir, así que llamó a un taxi esperando
que él tuviese dinero para pagarlo. Ella no llevaba dinero, ya que había olvidado
pedirle algunos dólares prestados a su madre. «Recuerdo cuando vi a Hank en la
puerta por primera vez. Parecía tan grande y despedía tanta electricidad... Era
como el gigante de un cuento de hadas. Simplemente estaba allí, de pie, tan
amable..., aquel gigante bueno, suave y simpático. Pagó al taxista, entré, nos
sentamos y estuvimos hablando durante horas. Yo no bebí, pero él estuvo
bebiendo cerveza.»
Hablaron desde las dos de la madrugada hasta que salió el sol. Hank le
habló a Frances sobre su infancia en Los Ángeles, sobre las palizas que le daba su
padre, su problema con el acné, los años de semiborrachera continua en distintas
pensiones, todos aquellos rechazos de sus primeros relatos, su estancia en el
hospital en 1955 y cómo casi se muere allí. Y, más que de ninguna otra cosa, habló
de Jane.
A medida que Frances le escuchaba sentía como si aquella mujer cobrara
vida. Una historia en particular, sobre la fuerza de carácter de Jane, la impresionó.
Hank le contó que una noche él estaba muy borracho y le dijo a Jane que era una
vergüenza que se obligara a la gente a ponerse de pie cuando sonaba el himno
nacional y se leía el juramento de lealtad a la patria. Que a él no le gustaba
aquello y quería permanecer sentado, pero no tenía el valor de hacerlo. Pocos
días después. Jane y él fueron al hipódromo y cuando llegó el momento del himno
nacional Jane se quedo sentada. Hank, que lógicamente se puso muy nervioso,
intentó persuadirla amablemente para que se pusiera de pie. Jane no se movió.
Frances sentía que su aprecio por Hank crecía con cada historia que él
contaba sobre las dificultades que había vivido. Cuando se presentó por primera
vez para el puesto de Correos, los que le hicieron la entrevista intentaron que
desistiera del trabajo porque opinaba que el gobierno interfería demasiado en la
vida de las personas. Pero, cuando empezó a demostrar un conocimiento
profundo de las leyes, comprendieron que tenía una conciencia muy clara de sus
derechos, así que se echaron atrás.

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Cuando Frances le dijo que su madre debía de haberle educado muy bien
para que tuviese tanta seguridad en sí mismo, él acabó rápidamente con dicha
impresión. Dejó bien en claro que su madre nunca había salido en su defensa ante
las injusticias de su padre. Solía decir que se había hecho fuerte a pesar de sus
padres y no gracias a ellos.
Se veían regularmente. Para poder estar más cerca de Hank, Frances se
mudó a un pequeño apartamento en la Avenida Vermont, junto a la Autopista de
Hollywood. Ahora tenía una idea más completa del hombre, no sólo del poeta, y
encontraba en él una fuerza de carácter que no había visto antes en ningún otro
hombre. Y a pesar de su eterna afirmación de que era un solitario, también se
percató de que necesitaba a la gente de vez en cuando. A menudo le decía a
Frances que temía que se quedara embarazada y le atara económicamente.
Frances consideró razonable aquella precaución y no vio en ella ninguna maldad.
«Ahí estaba aquel marginal, misántropo, que siempre pagaba el alquiler a tiempo,
nunca se retrasaba en ningún pago», dice Frances. «Tenía en el banco un dinero
que nunca tocaba y que apartaba antes de ir a los caballos o salir de copas. No
era descuidado en ese sentido.»
Cuando Frances conoció mejor a Hank aprendió a ver a través de sus
modales de tipo duro y descubrió a un hombre sensible que jamás defraudaría a un
amigo. «Se preocupa por sus amigos y, lo que es más importante, sabe lo que
puede ayudarles y lo que no... Mucha gente ve a Bukowski desde un punto de
vista superficial», dice Frances. «No pueden comprender por qué tiene tanto éxito
con las mujeres. Tiene la atracción mágica de ser una persona muy sólida debajo
de un montón de fanfarronadas; una figura paterna. El padre de todos.»
Sin embargo, la idea de ser padre, en el sentido literal de la palabra, le
daba miedo. Sentía que tener un hijo significaba (y así se lo dejó bien claro a
Frances) una pérdida de la libertad respecto a todos los compromisos familiares
que tanto le había costado conseguir. Sentía que su escritura se saldría de sus
cauces si tuviese que cargar de pronto con una mujer y un hijo.
A menudo Hank le pedía a Frances que fuera a limpiarle la casa. El
correspondía preparando la cena. No salían con nadie más y, aunque seguían
viviendo separados, empezaron a actuar como una verdadera pareja. Pasado un
tiempo, Hank y Frances cayeron en una rutina: él se emborrachaba y se ponía
grosero. Francés se marchaba furiosa para después regresar cuando se le pasaba
o esperar que él la llamara y le pidiera perdón.
Frances se quedó embarazada poco después del asesinato del presidente
Kennedy. Se lo dijo a Hank esperando que primara en él su faceta dulce y
sensible. El futuro padre reaccionó bien ante la noticia del embarazo de Frances y
empezó a hacer planes, diciendo que deberían casarse y buscar un sitio donde
vivir. Frances se preguntaba si no estaría diciendo simplemente lo que pensaba
que ella quería oír. Además, ella no quería casarse. Amaba a Hank, pero ya había
tenido bastante con un matrimonio.
El 1 de marzo de 1964, mientras escuchaba a Richard Strauss en la radio,
Hank escribió a Jon y Lou Webb hablándoles de Frances:

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Francés embarazada, parece que tendré que cambiarme de casa,


parece que boda (otra vez) y problemas pero espero suerte más benigna y
que la gracia divina me ayude esta vez. No querría hacerle daño ni a ella
ni al niño, dios me ayude porque soy débil y estoy triste y no me encuentro
bien, pero si ha de haber algún problema... que sea en mi vida, no en la de
ellos...
... es una buena mujer, aunque a veces se pone un poco regañona y
complicada pero no importa, y yo finjo que estoy dormido o que no oigo y
se le pasa pronto... Tiene esa actitud como de tertulia de café, parece
dispuesta a salvar a toda la humanidad... la otra noche se quedó dormida
leyendo EL MUNDO DE LA GENTE, y además va a un taller literario... yo
tengo mi hipódromo y mis amigos del bar para beber cerveza...

A mediados de marzo Hank y Frances empezaron a buscar un apartamento


de alquiler, cerca de los barrios de la zona Este de Hollywood, que era lo que
Hank conocía mejor. A finales de abril se instalaron por fin en un apartamento de la
calle De Longpre, un último piso interior, con la condición de poder cambiarse a
uno exterior más abajo, cuando quedara libre. A pesar de que no estaban casados,
firmaron el contrato de alquiler como Charles y Francés Bukowski, y así es como
empezaron a conocerles sus amigos.
El 4 de mayo de 1964 los Webb se trasladaron a vivir a Santa Fe, Nuevo
México, pero se quedaron menos de una semana. Regresaron a Nueva Orleans y
alquilaron un apartamento minúsculo en la calle Royal, 1109, en un edificio antiguo
en el que había vivido Walt Whitman. Poco después de instalarse, hicieron planes
para ir a visitar a Hank a Los Ángeles. Webb deseaba sacar otro libro de Bukowski,
pero primero quería encontrarse con él, llegar a conocerle en persona. Le dijo a
Hank, por carta y por teléfono, que reunirse le ayudaría a tener una perspectiva
mejor de sus poemas. Decidieron ir a visitarle antes de que naciera el niño pues
sabían que después habría demasiado ajetreo.
El 22 de agosto los Webb tomaron una habitación en el Hotel Crown Hill,
que Louise recuerda como una pensión de mala muerte: tenía fama de ser la
guarida de gente de baja calaña, llena de prostitutas, lavaplatos, carteristas y
similares. Hank fue a verles con Frances. El editor de Nueva Orleans les esperaba
fuera, en la acera. Cuando Hank llegó en su coche viejo y abollado, con Frances,
un paquete de seis cervezas y media botella de whisky, se encontró con un
hombrecito de pelo gris, con bufanda y sombrero de copa blancos, que recorría
nerviosamente la acera de arriba abajo, y fumaba sin parar un cigarro. Gypsy
(Gitana) Lou Webb hacía honor a su nombre, e iba vestida con ropa extravagante.
La primera impresión que le dio a Hank fue la de una italiana, una persona de
temperamento apasionado.
Webb se acercó a ellos y preguntó:
—¿Bukowski?

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—Sí. Y ésta es mi mujer. Frances —contestó Hank.


—Ningún hombre puede decir que una mujer es suya —replicó Webb—.
Nunca las poseemos. Simplemente las tenemos prestadas un rato.
Atravesaron un vestíbulo estrecho y oscuro, pintado de un azul grisáceo,
mientras Webb explicaba que aquél era el único sitio que habían encontrado en el
que les permitían tener a sus dos perros.
Hank y Frances les ofrecieron whisky y cerveza. Las dos parejas se
quedaron charlando de literatura durante varias horas. Hank se esforzó al máximo
por entretener a los Webb, lo cual no sería sino un anticipo de lo que tendría que
hacer con un creciente número de editores y escritores que llamarían a su puerta
cada vez con más frecuencia. Aunque Hank le tenía impresionado, Webb no perdió
en ningún momento su carácter alocado. Era rápido soltando indirectas y aún más
en las respuestas. Hablaron de Hemingway, Wolfe, Saroyan y Miller, y después
pasaron a los contemporáneos. Hank recuerda que Webb hablaba muy bien, de
una forma enérgica y animada.
Al día siguiente fueron al apartamento de Hank, donde charlaron casi hasta
el amanecer. Al final se pusieron todos a dormir, los Webb en la cama de Hank,
Hank en el suelo y Frances en el sofá. Los Webb discutieron si trasladarse a vivir a
Los Ángeles o no. «Éramos verdaderos gitanos», dice Lou Webb, «incapaces de
instalarnos mucho tiempo en ningún sitio.» Ya habían vivido en el área de
Hollywood hacía muchos años, cuando Jon Webb intentó vender un proyecto
cinematográfico que nunca llegó a ponerse en marcha.
Webb consumía todo el tiempo libre del que disponía Hank. Durante los
cinco días que estuvieron en Los Ángeles, se organizaron muchas comidas en la
calle De Longpre, algunas hechas por Frances y Lou, y aumentaron los montones
de latas de cerveza en el salón de Hank.
Webb les habló de su época como cronista de sucesos, del robo a la joyería
en el que había estado implicado, de sus años en la cárcel. Lo que más curiosidad
despertaba en Hank era el periodo en que Webb había estado en prisión. Le
gustaba especialmente oír hablar del compañero de celda que tenía Webb, un
negro que le ayudaba a editar el periódico de la prisión, y también de otros
personajes carcelarios. Finalmente, cuando llegó el día de la partida de los Webb,
el 26 de agosto, Hank y Frances les llevaron en coche hasta la estación de la
Unión, y se hicieron promesas de futuras visitas y juramentos de lealtad.
Al día siguiente de haberse ido los Webb, Hank les mandó una carta
urgente a Nueva Orleans, que llegó allí antes que ellos. En ella les decía:

Vosotros dos sois personas auténticas, el tipo de gente que uno espera
pero nunca conoce. Sólo espero que sea cual sea el motivo que os hace ir
de un lado a otro del país, se calme un poco. Os iré a visitar el año que
viene —lo antes posible— adondequiera que estéis.

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Los Webb llenaron un vacío en la vida de Hank. La mayor parte de las


personas nunca colmaban realmente sus expectativas. Los Webb no le habían
desilusionado. It Catches había sido una prueba suficiente del compromiso de
ellos con su poesía. La visita sólo vino a confirmar lo que Hank ya sabía desde el
principio, que eran personas sinceras, muy trabajadoras y muy afectuosas.
Cuando llegó a Nueva Orleans, Webb se puso a trabajar inmediatamente en su
nuevo proyecto, Crucifix in a Deathhand (Crucifijo en una mano muerta). Escribió a
Hank para hacerle saber que conocerle había sido «un sueño de honor», pero que,
para sorpresa suya, no había cambiado sus sentimientos respecto a su poesía.
«Normalmente, conocer a un autor en mitad de un libro resulta desastroso»,
escribió. «Yo tenía ese temor, pero no llegó á materializarse.» De hecho, el único
remordimiento de Webb era no haber podido mantener el ritmo de Hank a la hora
de beber. Admitía haber querido emborracharse por completo, pero, según decía,
había tenido una enorme resaca la noche siguiente a conocerse.
Como la fecha en que Frances iba a dar a luz estaba ya cercana, Hank
recorrió varias veces el camino al hospital para tener práctica. Intentó mantener la
calma ante sus amigos, pero algunos notaron un creciente nerviosismo. A Jory
Sherman le confió sus esperanzas y sus miedos: le preocupaba que pudiese ser
una equivocación aquello de tener un niño, pero creía que sería un buen padre. Y
el 7 de septiembre de 1964 salieron urgentemente hacia el hospital; Frances
desapareció en la sala de partos y Hank se sentó en la sala de espera y se puso a
leer los diálogos de Platón.
Pocas horas después Frances y la niña salían de la sala de partos y Hank
las vio un instante antes de irse a casa a descansar. Cuando regresó le llevó a
Frances un pequeño cuenco de regalo que tenía una suerte de flores blancas
talladas sobre el cristal, y que a su vez había llenado de rosas. Frances descubrió
que las flores talladas del cristal no eran más que el reflejo de una pegatina de
plástico que había en el fondo del cuenco. Para Frances aquello no desmereció
para nada el regalo, pero Hank sintió como si la hubiera defraudado a ella y a la
niña. Estaba destrozado por el descubrimiento y triste: se convenció a sí mismo,
aunque no pudo convencer a Frances, de que aquel regalo no tenía importancia. A
pesar de las veces que ella le dijo que había sido un gesto hermosísimo, seguía
mirándola con preocupación.
El día en que Frances salía del hospital, la recién nacida no cesó de llorar, a
pesar de los intentos de la enfermera que la paseaba continuamente en brazos. Le
dijo al orgulloso padre que tenía una pequeña muy fuerte. Hank cogió a su hija y la
sostuvo con cuidado, meciéndola y hablándole, mientras la miraba a los ojos,
azules y grandes. Volvieron a la calle De Longpre, contentos de haber salido del
hospital, donde Frances había tenido problemas para registrar a la niña como
Marina Louise Bukowski, ya que los padres no estaban casados. Exigió que la
enfermera llamara a la oficina de registro del condado y comprobara las leyes. La
enfermera volvió y dijo que en ese caso harían una excepción.
Dispuesto a no repetir los errores de su padre, Hank prestaba muchísima
atención a Marina cuando estaba en casa. Frances veía que quería
profundamente a la niña y que la miraba con una gran intensidad. «Era maravilloso

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que fuese tan natural y directo en su cariño por la niña.» La otra cara, irritante a
veces, de aquella escena familiar era la atareada vida de Hank como funcionario
de Correos y figura de la literatura underground. En su trabajo las cosas seguían
siendo difíciles y en su vida literaria se obligaba a sí mismo a mantener al día la
correspondencia cada vez más abundante, especialmente la que cruzaba con Jon
Webb sobre la forma y realización del proyecto de su libro. Había que escribir
poemas, poner direcciones en sobres, pegar sellos. Con dos personas que
compartían su vida veinticuatro horas al día, empezó a sentirse agobiado. Frances
tenía que lavar pañales y ocuparse de la ropa de ambos, aunque Hank mandaba
la mayoría de sus camisas a una lavandería china (la lavandería se convirtió en la
manzana de la discordia entre ellos). Hank solía dormir en los intervalos entre su
trabajo en Correos, su trabajo literario y el hipódromo, y Frances estaba agobiada
por sus quehaceres. El amor de Hank por Marina seguía siendo tan fuerte como
siempre, pero según Frances, él no podía evitar la sensación de opresión. En
muchas de sus cartas de esa época hablaba de lo difícil que le resultaba vivir con
otras dos personas que además dependían de él.
Frances admiraba la capacidad de Hank para escribir tanto y tener tiempo
para hacer todo lo demás. Muchas veces volvía de trabajar con un dolor de
espalda terrible. Cuando tendría que haber estado descansando llegaba gente a
beber, a sentarse a sus pies y a discutir. La mayoría de las reuniones acababan
con el anfitrión tan borracho que se ponía a insultar a sus visitantes, haciendo que
se marcharan.
Al principio a Frances le parecía divertido observar cómo iba subiendo el
tono de su borrachera y de su voz, pero la repetición de la escena empezó a
fastidiarla, pronto le empezó a parecer como si tuviese dos niños a su cargo.
Cuando Frances decidió irse con Marina en un autobús de la Greyhound a visitar a
su madre y a sus hijas, que vivían en Washington D.C., llegó el alivio. Quería ver a
sus pequeñas, a las que echaba de menos, y que conocieran a su hermanita.
Hank las llevó a la estación de autobuses, las despidió y regresó a su rutina.
Ambos sabían que, cuando Frances volviese, tendrían que cambiar su forma de
vivir.

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Antes del primer libro editado por Loujon Press, la fama de Bukowski se
asentaba principalmente en lo que salía en pequeñas revistas y no en los libritos
monográficos editados por éstas. Una vez que su poesía se publicó en un libro, los
lectores pudieron verla más globalmente —que era lo que Jon Webb había
deseado desde el principio—. Webb quería terminar Crucifix in a Deathhand lo
antes posible, pues esperaba colocar a Bukowski entre los nuevos talentos
importantes dentro de las letras estadounidenses.
Aparte de los éxitos literarios, a Hank le iba cada vez peor en su trabajo en
Correos. Sufría dolores casi constantes en brazos y hombros porque pasaba doce
horas clasificando correspondencia. Cuando iba conduciendo de vuelta a casa por
la noche, un dolor punzante le recorría los brazos de arriba abajo. A esto se le
añadía que, hasta en la oficina de Correos, tenía que vérselas con los problemas
de otros escritores. Joe Links (éste no es su verdadero nombre), un hombre que
trabajaba a su lado, llevaba años intentando escribir. Era un tipo bajito y fuerte, de
ojos pequeños e intensos, que tenía ante la literatura aquella actitud que Hank
hacía todo lo posible por evitar: quería dinero. Links había escrito una novela que
los editores no hacían más que rechazar. Hank le dijo a Links que debía escribir
partiendo de sus propias experiencias en la vida, olvidándose de si su prosa le
haría ganar dinero. «Un par de veces le aconsejé que se largara... pero le faltaban
agallas y dejé de intentarlo.»
Dado que por necesidad debían estar encerrados en el mismo apartamento
Frances, Marina y él, Hank no había podido trabajar tanto como solía. Su
producción literaria se había reducido a casi nada y así se lo hizo saber a Webb.
Ya fuera porque Frances lavaba o porque Marina lloraba, la vida en casa era a
veces un verdadero agobio. Tanto él como Webb estaban preocupados por la
imposibilidad de reunir los poemas suficientes para el proyecto de la nueva
recopilación. Después de una gran insistencia por parte de los Webb, decidió
viajar a Nueva Orleans en marzo de 1965. La idea de pasar una semana en otra
ciudad comenzó a parecerle cada vez más atractiva a medida que se acercaba la
fecha del viaje.
El 4 de marzo Hank se subió al tren de la Sunset Limited en la Estación de
la Union. Durante el trayecto a Nueva Orleans convirtió el bar del tren en su
cuartel general y apenas se fijó en el paisaje que atravesaba. No había ninguna

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mujer a bordo que le sedujese. Para que el tiempo pasase más rápidamente,
comenzó a pensar en los poemas que escribiría en Nueva Orleans. La mayoría de
los que ya le había enviado a Webb tenían una sencillez y concisión que los
diferenciaba de la obra publicada en It Catches.
Los Webb fueron a buscar a Hank a la estación. «Cuando bajó del tren
estaba borracho», recuerda Gypsy Lou. «Jon y yo nos escondimos detrás de una
columna. Queríamos saber en qué condiciones se encontraba antes de salir a
saludarlo.» Hank se acercó a ellos tambaleándose y les prometió nuevos poemas
para completar Crucifix, justo lo que Jon Webb quería escuchar. Mientras se
dirigían hacia el apartamento-oficina, un semisótano, Hank se encontró pronto
rodeado por los edificios antiguos, pintorescos y con manchas de humedad, que
daban un carácter especial al Barrio Francés.
—¿Quieres una cerveza? —le preguntó Webb.
Bebieron durante un rato y charlaron sobre el viaje en tren y sobre el futuro
libro. Webb empezó a contar un cuento de triunfos y fracasos como editor, igual
que el que solía contar en sus cartas, al tiempo que prometía que el próximo libro
de poemas tendría mejor aspecto que el anterior.
—Eso va a ser difícil de lograr —dijo Hank.
Webb armonizaba con su entorno, tan diferente del mundo de Los Ángeles
que Hank conocía. En Los Ángeles había innumerables estilos arquitectónicos que
competían entre sí, pero allí los elegantes edificios antiguos con barandillas de
hierro, ventanas altas y estrechas y colores brillantes formaban un mundo
compacto único en todo el país. Los Webb estaban enamorados de la delicada
nobleza del lugar, y eran muy conscientes de su importancia como centro cultural
en el Sur. Hank observaba a los turistas que recorrían las calles y entraban y
salían de las tiendas de regalos. Al principio se preguntaba cómo hacían los Webb
para soportarlos. No le llevó mucho tiempo descubrir que Jon Webb estaba
demasiado metido en su trabajo, especialmente en Crucifix, como para
preocuparse de los turistas. Jon y Gypsy Lou eran supervivientes, como el mismo
Hank. Habían salido adelante gracias a una combinación de buena suerte, energía
sin límites y dedicación absoluta a su tarea. Hank estudió a Webb de cerca,
observándole mientras éste le enseñaba la imprenta y las páginas del futuro libro.
—No te olvides de esos poemas que tienes que escribir —le dijo Webb—.
Ésa es una de las razones por las que estás aquí.
—No te preocupes. Estás hablando con Bukowski. Te conseguiré más
poemas.
—Bueno, más te vale.
Cuando Hank vio que casi todo el espacio disponible en el apartamento-
taller de los Webb, incluida la bañera, estaba ocupado por las páginas de sus
poemas, se sintió desconcertado. La escena era surrealista. Observó
detenidamente a Webb mientras trabajaba en la imprenta, metiendo el papel
metódicamente, con un aire de delicada gracia. «Eso que está entrando en esa
máquina son mis palabras», se dijo Hank a sí mismo. «Dios mío, ¿me merezco

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todo esto?» Estudió atentamente aquella habitación, moviéndose lenta y


cuidadosamente por miedo a tropezarse con algún montón de páginas impresas.
Una vez, estando él todavía allí, Gypsy Lou empezó a chillar: «¡Bukowski,
Bukowski, Bukowski! ¡Está en todos lados! Odio a ese hijo de puta. ¡Y además
ahora está aquí en nuestra casa bebiendo cerveza con esa enorme barriga, y esa
pinta de sabelotodo!»
Hank la alentaba en su arrebato: «Eh, Gypsy. Venga, dilo, mujer.»
Admiraba su capacidad de decir lo que le pasaba por la cabeza sin
importarle quién lo oyera. Webb era lo opuesto a su fogosa compañera. Era el
augusto señor de la tipografía y el imperturbable mago de la imprenta.
Los Webb organizaron todo para que Hank se quedara en casa de su gran
amiga Minnie Segate, una mujer robusta de ojos tristes y mejillas rosadas. Minnie,
que era una mujer de más de cincuenta años, tenía un pequeño café llamado
Cajun Kitchen. Tenía una casa mucho más grande que la de los Webb, justo al
doblar la esquina, y estaba encantada de tener a Charles Bukowski de invitado.
Había un dormitorio para cada uno y ella se ocupaba de hacerle la comida, de
lavarle la ropa y de planchársela. Minnie solía llegar a casa todos los días
quejándose de que no había suficientes clientes en su negocio y después
preparaba la cena para ella y para Hank. Por la noche le preparaba bistecs y por
la mañana copiosos desayunos. Mientras la comida se hacía, ella se ponía a
trabajar en unos elegantes sombreros que hacía para señoras ricas que pasaban
de vez en cuando por su casa para comprar sus últimas creaciones. A Minnie no le
importaban en absoluto los éxitos literarios de Hank; admiraba al hombre por sí
mismo. Pero sí que tuvieron algunas discusiones acaloradas, casi como si
estuvieran casados.
Hank le escribió algunos poemas a Minnie y se los pasó después a los
Webb. Antes de dejarle traspasar la puerta, Jon Webb le preguntaba: «¿Tienes
algún poema nuevo?» Si decía que sí, al editor se le ponía una sonrisa de oreja a
oreja y le dejaba pasar. Webb ajustaba los caracteres e introducía cada nuevo
poema en la imprenta, sin corregirlos ni suprimir palabras o versos.
En un día bueno Hank le llevaba diez o quince poemas de una vez. Webb
le miraba con expresión seria y le preguntaba: «¿Esto es todo?» Si alguna mañana
en particular Hank no había escrito nada, Webb le cerraba la puerta. Por un lado
resultaba bastante cómico, pero pasado un tiempo, a pesar del encanto de Minnie
Segate y de algunos bares como el Bourbon House, Hank empezó a deprimirse.
Bebía con amigos de los Webb que éstos le habían presentado, y acabó siendo el
blanco de las acusaciones de Webb cada mañana por las tonterías que había
hecho la noche anterior cuando estaba borracho. Empezó a sentir que la sonrisa
helada de Webb y su dedo acusador se parecían a los de un padre o una novia.
Webb continuaba preparando los poemas y metiéndolos en la imprenta,
presionando a Hank para que escribiera más. La obsesión de Webb, al ser única
(en aquellos momentos no publicaba a nadie más), le hacía aún más exigente.
Cuando estaba solo, Hank paseaba por los lugares predilectos en los que
había pasado largos ratos hacía más de veinte años. «¡Dios mío! Era como verme

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a mí mismo. De alguna forma casi ansiaba volver a estar allí, solo, joven,
deseando ser un gran escritor, medio loco con la idea, viviendo a base de
caramelos, suerte y argucias.» Vio el edificio donde había trabajado para un
impresor y el lugar donde había estado clasificando revistas para su distribución.
Nueva Orleans no estaba mal, pero empezó a sentirse intranquilo. Sentía que su
relación con los Webb se había vuelto demasiado estrecha como para estar
cómodo. Sentía que los seguiría viendo a través de los años y quería mantener
cierta distancia.
Los Webb organizaron una reunión para que Hank y William Corrington se
conocieran, pues imaginaban que surgiría una gran amistad literaria entre ellos.
No fue el caso. Cuando Corrington y su mujer conocieron a Hank, hubo las
habituales presentaciones y se sacaron fotografías y a Hank Corrington le pareció
un esnob de la literatura. Louise Webb recuerda que Hank se comportó de un
modo sutilmente sarcástico mientras que Corrington interpretó el papel de amable
profesor y figura literaria. Hank quedó para cenar con Corrington en un restaurante
chino, donde hablaron de política. Hank habló despectivamente de Barry
Goldwater, que era uno de los héroes de Corrington, y la noche terminó en
desastre. Hank se fue poniendo cada vez más polémico, y Corrington, cada vez
más distante y frío.
Ya incluso antes de conocerse, Hank se había sentido muy molesto por
algunas de las ideas de Corrington sobre la literatura y había expresado cierto
recelo por su posición en la universidad. Le desagradaba la postura de Corrington,
que sostenía que la novela se encuentra a un nivel superior al de la poesía.
Corrington le había dicho por carta a Hank que le gustaba la poesía y le
apasionaba la prosa. Más adelante Hank le escribió a Webb: «Es como si
(Corrington) se hubiese casado con la persona equivocada y no pudiéramos
convencerle de que se divorcie.»
Hank ya le había escrito a Webb diciéndole que la novela de Corrington era
floja, y le explicaba que la novela estadounidense adolecía de previsibilidad,
carecía de atrevimiento, y que la mayor parte de los novelistas se encontraban
oprimidos por la preocupación por los esquemas tradicionales de arte. Poco
menos de un año después, escribiría una de sus primeras narraciones largas de
los años sesenta para un editor independiente, una obra que surgió de un tirón de
su máquina de escribir, con esa clase de crudeza que él creía necesaria para
producir una gran obra narrativa de cualquier tipo.
Su desdén hacia Corrington revela mucho del enfoque general de Hank
respecto a la vida y a la literatura. Había identificado inmediatamente al poeta
sureño con la clase de gente que había conocido durante toda su vida, el tipo
institucional de las universidades y las clases de arte. Al principio Bukowski les
solía caer bien, después pasaban a rechazarle rápidamente. Creía que aquel
distanciamiento tenía que ver con el hecho de que percibían en él una rebeldía
natural contra la autoridad que ellos veneraban y obedecían. Le dijo a Webb que
su encuentro con Corrington había sido como el diálogo entre «un barbudo y un no
barbudo, un profesor y un no profesor».

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Hank distinguía claramente entre lo que él llamaba «los chicos de uñas


limpias» y la gente que él había elegido como compañía durante sus años de
formación, como los borrachos, los obreros y los que se habían educado en la
calle. La educación oficial era sinónimo de muerte y deterioro. Cuando Corrington
le dijo que escribía poesía para perfeccionar el arte de la novela, Hank protestó
diciendo que aquello era un intelectualismo limitado, una excusa para entregarse
al gran esplendor en lugar de a las expresiones espontáneas del corazón.
Hank pasó algunos de sus ratos libres en Nueva Orleans con un
sordomudo amigo de los Webb. Se comunicaban escribiéndose servilletas de
papel sin cesar e intercambiándoselas mientras estaban de juerga en el Bourbon
House.
Una noche los Webb llevaron a Hank a un pub del barrio, en el que el
pianista que estaba tocando se levantó y anunció: «Señoras y señores, esta noche
tenemos con nosotros al gran poeta Charles Bukowski.» El público estalló en un
gran aplauso y Bukowski les saludó con la mano y volvió a concentrarse en su
copa. Más tarde fue al lavabo, donde un hombre se acercó y le preguntó:
—Oiga, señor, ¿qué es lo que usted ha escrito?
—Olvídalo, chico —contestó, y regresó a donde estaban sentados los
Webb.
Cuando llegó el momento en que Hank debía volver a Los Ángeles, se
sucedieron las muestras de cariño y admiración mutuos. Jon y Gypsy Lou
prometieron que irían a Los Ángeles y Hank manifestó su deseo de volver a
hacerles otra visita en algún otro momento. Se marchó diciéndoles que dejaba sus
nuevos poemas en buenas manos. «Me sentía casi culpable. Aquella gente estaba
rodeada de locura y pobreza. Vivían encima de mis manuscritos y de las páginas
del libro.» Sin embargo, consideraba que lo que ellos hacían era una forma de
arte. Su sacrificio era comparable al de los poetas que publicaban.
Un joven poeta de Nueva Orleans, Marcus Grapes (más tarde conocido
como Jack Grapes), conoció a Jon y Gypsy Lou en el Barrio Francés cuando
empezaban a publicar The Outsider, y recuerda la dedicación de Webb cuando
trabajaba en Crucifix. Una noche lluviosa fue a visitar a los Webb para ver cómo
iba el libro. Al entrar se encontró una habitación llena de montones y montones de
páginas impresas con los poemas de Hank. Entre los montones había pequeños
senderos que permitían a Jon y a Gypsy navegar a través del caos. Webb estaba
sentado ante su pequeña mesa, una madera apoyada sobre dos cajones de
naranjas, encuadernando los libros con una lata grande de pegamento y un pincel
enorme. «Me recordó a Tom Sawyer», dice Grapes, «Webb y su pincel.» Lo que a
Grapes le pareció aún más divertido fue el machete que usaba Webb para cortar
las páginas de cada ejemplar del libro.
«Jon parecía un maestro de escuela, calvo y amable», recuerda Grapes.
«Llevaba puesto un gorro de paja. Se parecía a una gorra de béisbol. Jon era
bastante callado y observaba a la gente con una mirada de acero. Me parece que
tenía algo que le inducía a apreciar el lado más oscuro de los demás seres
humanos y a valorarlo. Siempre que le hablaba del lado más oscuro, o decía

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alguna locura, se le ponía aquel brillo en los ojos como si estuviera a punto de
decir algo realmente importante.»
Su descripción de Gypsy se parece mucho a la que hace Hank; una
persona tranquila que, de pronto, estallaba en enfurecidas declaraciones que
apabullaban a cualquiera que se encontrara a tiro en ese momento. «La mirabas y
era como las gitanas de las películas. Tenía el pelo negro y una cara muy
angulosa, como la de una europea del Este. No se puede imaginar dos personas
más diferentes que Jon y Gypsy y sin embargo tenían una magnífica relación.»
Grapes piensa que una de las razones por las que Webb sentía tanta
afinidad con la obra de Bukowski, aparte de la calidad lírica de su poesía y de su
capacidad para decir cosas de forma concisa y clara, es que Webb admiraba la
imagen de duro que Bukowski ofrecía al mundo. Grapes recuerda con qué
entusiasmo hablaba Jon Webb de las locuras que hacía Bukowski cuando estuvo
en Nueva Orleans, de su capacidad para beber cantidades enormes de cerveza y
de la facilidad con que contaba historias en las que jamás asomaba el menor
sentimentalismo.
Durante muchos meses Webb estuvo negociando con Lyle Stuart, un
neoyorquino dueño de una editorial independiente, para publicar Crucifix. El
resultado fue que consiguió imprimir 3.100 ejemplares. Le dijo suficientes veces a
Hank que los poemas merecían mayor número de lectores que el que
normalmente tienen las editoriales pequeñas y que ser publicado por Stuart
significaba una distribución más amplia.
De vuelta en casa, Hank se quejó de un artículo que había aparecido en
Billboard, una revista no literaria de Nueva Orleans, en la que Webb decía que
Hank medía un metro noventa y ocho, bebía una caja de cerveza al día y escribía
treinta poemas a la semana. Hank protestó ante sus amigos diciendo que sólo
medía un metro ochenta y medio y, ya más en serio, que no le gustaba ese tipo de
exageraciones. La revista describía el taller-apartamento de Webb en la calle
Royal como un «desordenado calabozo» con una prensa antigua. Aparecían otras
citas de Webb contando que de vez en cuando suprimía algunas palabras
inaceptables de los poemas de Bukowski, normalmente con su consentimiento,
pero a menudo también sin él. Aunque todas aquellas deformaciones de la
realidad por parte de Webb molestaron a Hank, las aceptó como un mal necesario
y hasta divertido dentro de las manías creativas y rarezas generales de poetas y
editores. Hank no recuerda que Webb suprimiera jamás ninguna palabra de sus
poemas, aunque reconoce que pudo haber pasado, pero muy rara vez.
Cuando Crucifix in a Deathhand llegó a sus manos, Hank experimentó el
mismo asombro que con el esfuerzo anterior de Webb. Las ilustraciones de
Crucifix fueron realizadas por el artista neoyorquino Noel Rockmore y el prólogo
era de Bukowski. En él revelaba gran parte de su estado de ánimo durante
aquellos años en los que su reputación como poeta empezaba a extenderse
rápidamente. Un fragmento dice así:

Nota: dije que no sabía escribir un prólogo y se me dijo que lo

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escribiera, simplemente como escritor, pero no soy escritor. De qué tengo


miedo: de convertirme en uno, en uno muy bueno, de aprender a DARME
AIRES... Me asusta y ya no confío en mí mismo. El miedo a quedarme
fuera y ya no poder ver nunca más la verdadera luz con mis propios ojos...
También es malo amar este libro; no confiamos en ese amor. Tengo tan
mala suerte, voy calle abajo... pensando en eso, en mi suerte: OTRO
LIBRO... las gentes (especialistas incluidos) hablan de mí en grupos —
como poeta— como escritor de poemas, y saben más de Bukowski que él
mismo... me arrastro hacia el agujero al que normalmente suelo
arrastrarme después de un libro, olvidándome del sol de madera,
olvidándome de la imagen, venderse o no venderse...

En el prólogo Bukowski menciona a Jeffers, aquel poeta que se mantuvo


alejado de los juegos-de-poder literarios, que deliberadamente se instaló lejos de
los centros de la vida literaria. Jeffers había hecho del Gran Sur su fortaleza. Los
Ángeles se convirtió en la fortaleza de Bukowski. Las autopistas eran como fosos
contra el mundo exterior. Allí solía encerrarse durante meses, en los que sólo salía
para ir a trabajar y al hipódromo.
El poema que da nombre al libro, «Crucifijo en una mano muerta», es en sí
mismo una obra importante, un poema sobre la quintaesencia de Los Ángeles, que
se mete directamente en el latido del corazón de toda la metrópoli. Alaba el
conocimiento de la tierra y sus significados, ahonda en la historia del lugar,
preserva, sin embargo, un sentimiento individual como algo independiente del
entorno. Bukowski ofrece una breve biografía de la destrucción de las colinas y del
campo abierto y pastoril. Enfoca sus impresiones a través de una fuerte imagen
católica y de una referencia histórica, cosa excepcional en Bukowski:

esta tierra claveteada, maniatada, dividida,


sostenida como un crucifijo en una mano muerta,
esta tierra comprada, revendida, vuelta a comprar y
vuelta a vender, a través de tantas guerras,
los españoles todo el camino de vuelta a España
a los guardacabos otra vez...

Y, en un tono meditativo, el poeta nos lleva al conocido escenario de la


época en que vagaba por la ciudad:

...y también pienso en los viejos hartos de música


hartos de todo, y la muerte como el suicidio
creo que es a veces voluntaria, y que para uno

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encontrar la tierra aquí es mejor regresar al


Gran Mercado Central, ver a las mexicanas viejas,
a los pobres... Estoy seguro de que has visto a estas mismas
mujeres hace muchos años
discutir
con los mismos jóvenes funcionarios japoneses...

El oído refinado y la habilidad innata para la sencillez van unidos a un


lenguaje corriente. La comprensión de Bukowski reside en una visión que va
mucho más allá de las preocupaciones de los maestros del crecimiento y del
desarrollo metropolitano o de los que abrigan un sentimiento histórico. No es la
alineación la que le distancia de las cosas que le rodean, sino un sentido del poder
definitivo y la calidad perdurable del paisaje interior, el lugar de la mente, el lugar
del pensamiento creativo y espontáneo.
Las fuentes del pensamiento creativo estaban sin duda en su cabeza
cuando escribió los poemas de Crucifix. En «Alubias con ajo» decía:

esto es bastante importante:


poner tus sentimientos por escrito,
es mejor que afeitarse
o cocinar alubias con ajo.
es lo poco que podemos hacer
esta pequeña valentía del conocimiento,
y también está, por supuesto,
la locura y el terror
de saber
que algo tuyo
es como un reloj
al que no puede dársele cuerda otra vez
una vez que se para.

Crucifix está lleno de viajes. Bukowski martillea con decisión sobre la idea
de la crucifixión personal de todos los hombres, y en «Algo para los revendedores,
las monjas, los empleados de ultramarinos y tú» escribió un himno a los
trabajadores que empieza:

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tenemos todo y no tenemos nada


y algunos hombres lo consiguen en las iglesias
y algunos hombres lo consiguen partiendo mariposas
por la mitad
y algunos hombres lo consiguen en Palm Springs
comprando rubias de mantequilla
con almas de Cadillac,
Cadillacs y mariposas
nada y todo...
y nada, y nada, los días de
los jefes, hombres amarillos
con mal aliento y pies grandes, hombres
que parecen sapos, hienas, hombres que caminan
como si la melodía nunca se hubiese inventado, hombres
que piensan que es inteligente contratar y despedir y
producir...
y nada, cobrar tu último cheque
en un puerto, en un taller, en un hospital, en una
fábrica de aviones, en una sala de tragaperras, en una
barbería, en un trabajo que no querías
de todos modos.
impuesto sobre la renta, enfermedad, servilismo,
brazos fracturados, cabezas partidas; todo el relleno
que se sale como en una almohada vieja...

También él, que tenía mucho de trabajador, continuaba escribiendo a una


velocidad desenfrenada después de su visita a Nueva Orleans, e incluso
emprendió nuevos proyectos literarios. Cuando Jay Nash y Ron Offen, del
Chicago Literary Times y la editorial Cyfoeth Publications, le propusieron hacer un
librito de poemas, Hank dijo que los seleccionaría personalmente entre el material
no utilizado en las recopilaciones previas y el que no se incluyó en el último
momento en los libros de la editorial Loujon Press. En la breve introducción a Cold
Dogs in the Courtyard (Perros fríos en el patio), que se convirtió en el título del
nuevo libro, decía:

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todos los poemas de este libro se han publicado en revistas, que no es


lo que los hace ser distintos. Lo que los hace especiales —para mí— es
que son poemas ignorados (o ignorados y rechazados) por esas personas
que, por razones desconocidas para la sociedad, publican colecciones de
poesía. Ésta será, espero, la 6.ª selección de mi obra desde que empecé
a escribir nada menos que a los 35 años, hace ya unos 9 años, largos y
tristes, y éstos son los poemas que los editores no quisieron en los
primeros libros... Aquélla era su fiesta. Yo nunca hice una selección de mi
propia obra para una colección, creyendo —según parece ser la fórmula—
que un escritor no es muy buen juez de su trabajo... En los últimos
tiempos puedo distinguir una mujer buena en cuanto la veo, o un buen
fuego, un buen whisky, un buen coche, un buen cuadro
... ¿por qué no iba a poder distinguir un buen poema? Aunque esté
escrito por mí. Así que cogí las revistas y me puse a mirar...
Ahora, por supuesto, habrá algunos que piensen que mi obra no tendría
que haberse publicado jamás en un libro ni de ninguna otra forma, me
parece bien porque yo pienso lo mismo de muchos escritores.
Así que aquí está el libro. Y supongo que con esto me convierto en
editor. Nunca pensé que sería editor. De aquí, a Atlantic Monthly, a Life, a
Time, o a la redacción de The New Yorker. Mientras tanto me serviré otro
whisky con agua, pero, hombre, ¿qué es todo ese barullo que hay ahí
fuera? Que entren, que entren. ¡Que se haga la LUZ!
Y Jon, Rob, Cari, E. V., os perdono, por esta vez.
c.b.

La última frase se refiere a los editores de Bukowski: Jon Webb, R. R.


Cuscaden, Cari Larsen y E. V. Griffith.
Entre el 27 de junio y el 4 de julio de 1967, Hank fue a visitar a Jon y Gypsy
Lou a Tucson, Arizona, adonde se habían trasladado por razones de salud.
Acababan de terminar Order and chaos chez Hans Reichel (Orden y caos en Hans
Reichel), de Henry Miller, y habían empezado a trabajar en un número doble de
The Outsider (el 4/5). En algún momento Webb tuvo la sensación de que Hank
estaba celoso por la atención que le dedicaban a Miller. Aunque aquello no
disminuyó el aprecio que Webb sentía hacia el poeta, sí hizo que se impacientara
ante la actitud de Hank. Quizás eso explique la violenta discusión que tuvieron el
último día de la visita de Hank. Se estaba hablando del tema de la violación. Hank
bromeaba e insistía en que estaba muy bien violar a niñas menores de doce años,
porque los hombres necesitaban a veces ese tipo de satisfacción en varios
momentos de su vida. Webb, que se lo tomaba en serio, sostenía que aquélla era
una afirmación repugnante. Hank mantuvo su postura incluso cuando Webb
empezó a gritar que Hank no estaría de acuerdo si fuera su propia hija a la que
violaran.
Webb tuvo otros problemas con Hank durante esa visita. Le había contado

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que a Gypsy Lou le daban ataques de asma muy fuertes cuando se ponía a freír.
«Pues Bukowski no hizo otra cosa más que pedir cosas fritas durante toda su
estancia», decía Webb en una carta a Edwin Blair, de Nueva Orleans. Le contaba
también una partida de póquer en la que Hank dejó de jugar porque Webb había
sacado cuatro reyes, aunque Hank era el que iba ganando más dinero. Según
Webb, Bukowski dijo: «¿Quién coño puede ganarle a un jugador que saca cuatro
reyes?», antes de abandonar el juego.
Webb interpretó aquellos caprichos como el indicativo de los celos de Hank
porque Louise y él habían centrado la atención en Henry Miller. Hank trató el libro
de Miller con indiferencia, lo cual hizo que las esperanzas de Webb mermaran
tanto en relación con el libro como con Hank.
A principios de 1968, mientras los Webb todavía estaban acabando el
número doble de The Outsider, Hank llamó a Jon y estuvo al teléfono durante
cuarenta y cinco minutos. La llamada consistió, básicamente, en un monólogo de
Bukowski de la mejor calidad: agresivo y afectuoso al mismo tiempo. Hank explicó
que él no podía permitirse estar hablando durante mucho tiempo por teléfono y se
quejó de que el editor le había obligado de alguna forma a hacer la llamada.
Continuó así durante un buen rato hasta que finalmente dijo que iba a colgar el
teléfono. Pero, antes de hacerlo, le dijo a Webb cuánto le quería. «Vosotros habéis
apostado siempre por mí, amigos», le dijo Hank, «y eso no lo olvidaré jamás.»
En junio de 1971, a la edad de sesenta y seis años, Jon Edgar Webb murió
en el Hospital de la Universidad de Vanderbilt en Nashville, Tennessee. Marvin
Malone dedicó un número entero de The Wormwood Review a Jon Webb. Hank
escribió en él un artículo sobre su relación con Webb y Gypsy Lou. Decía de
Webb:

El milagro de Jon Edgar Webb, ex estafador, ex escritor, ex editor...


Parece como si ahora los cielos se fueran a caer un poco o las calles se
fueran a rajar y a abrir, o las montañas fueran a temblar. Pero no. Es la
historia, la historia, y el juego continúa. Una nueva baraja. Otra copa. Y la
tristeza. Que nos hayan hecho para no durar, y que desperdiciemos tanto
y que cometamos tantos errores. Mira, Jon, te veo sonreír de oreja a
oreja... Sabías que Buke escribiría para ti. Ahora hace frío y un Corvette
blanco aparca ahí fuera y baja una chica preciosa. No puedo entenderlo...

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Los Ángeles, esa ciudad como una ocurrencia tardía de la imaginación


estadounidense, un lugar que Bukowski, de forma chauvinista, mantuvo como
contraposición al Estados Unidos de paisaje más llano, de pozos de petróleo,
continuó siendo el telón de fondo de sus poemas durante los años sesenta y
siguientes. La ciudad le era muy útil por su sencillez y su falta de pretensiones. Él
no alababa la ciudad como hizo Whitman con Nueva York en Hojas de hierba, pero
hizo llegar su forma de ser a la gente que vivía lejos, en otro Estados Unidos. Se
suponía que Los Ángeles era la ciudad sin literatura, literalmente una ciudad sin
voz. Evocaba imágenes de autopistas abarrotadas y aparcamientos enormes, de
palmeras marchitas achicharradas bajo un ardiente sol de verano. Había muchas
importaciones literarias, de las cuales algunas habían escrito incluso sobre Los
Angeles y sus alrededores: Aldous Huxley, Christopher Isherwood, Bertolt Brecht y
hasta Thomas Mann. William Faulkner estuvo una temporada. Robinson Jeffers
iba al Instituto Occidental. Y además estaba Raymond Chandler, el ángel oscuro de
las profundidades de la ciudad. Pero el único escritor de Los Ángeles con el que
Bukowski sentía afinidad era John Fante, cuya influencia literaria en su obra
reconoció siempre.
Bukowski se convirtió en una voz inextinguible y apasionada de la ciudad.
Eligió quedarse allí, enredarse en su lado más terrenal. Mientras muchos poetas
suspiran por las tertulias literarias y la cultura metropolitana, lo que más le gustaba
a Bukowski es la falta de todo eso. Frente a frente con la rancia y lenta decadencia
de la zona Este de Hollywood, incorporó imágenes nuevas a la poesía
estadounidense. En lugar de mirar ansiosamente hacia Europa, como hicieron
muchos poetas de la Costa Este, influenciados por los expatriados Ezra Pound y
T. S. Eliot, o hacia Asia, como una generación posterior de poetas de la Costa
Oeste entre los que se encontraban Kenneth Rexroth y Gary Snyder, él miró hacia
abajo, hacia las aceras y las calles agrietadas de Los Ángeles y escribió «el lugar
nuevo»:

tengo que terminar con esto


pero no es más que un barrio pobre y pequeño
sin mucho espacio para el arte,

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sea el arte lo que sea, y


oigo las regaderas
hay una bolsa de la compra
un niño que patina.
me largo, me largo

por el milagro de comer


y tal vez nunca más
alguien furioso, este lugar y
todos los demás lugares.

Existe una lógica casi perfecta en el hecho de que Bukowski influyese en


una generación de poetas jóvenes y rebeldes que anhelaban encontrar un
lenguaje y una topografía espiritual radicalmente diferente de la de los
suplementos literarios que se dedicaban a los escritores más reconocidos y de la
que se escuchaba en las aulas universitarias. En la poesía de Bukowski estos
escritores jóvenes descubrieron una sensibilidad anárquica y una conciencia
divorciada de la literatura rebelde usual. Se convirtió en una especie de dios para
aquellas mentes jóvenes, cuyas preocupaciones articulaba con voz auténtica y
discordante.
En opuesto contraste con aquella dedicación de Jon Webb a la publicación
artesanal, a mediados de los años sesenta empezaron a aparecer algunas
revistas de poesía a multicopista, hechas por muchos de aquellos poetas jóvenes
e inquietos. La mala calidad del papel usado por los editores y el descuidado
trabajo de impresión eran una forma de manifestar su desdén hacia los
suplementos literarios de buena reputación.
Douglas Blazek, uno de los poetas jóvenes más emprendedores, que se
convertiría también en un editor importante en lo que se conoció como la
revolución de la multicopista, empezó a publicar Ole en 1964 en su casa en
Bensenville, Illinois. A su compañía editorial la llamó Mimeo Press. En la portada
de la revista declaraba que Ole estaba «dedicada a la causa de hacer de la poesía
algo peligroso».
Blazek nació en Chicago en 1941, el mismo año que Bukowski dejó Los
Ángeles y empezó su época nómada. En el primer curso de enseñanza secundaria,
Blazek leyó En el camino, de Jack Kerouac, un libro que le influyó profundamente,
como a muchos de su generación. También El guardián entre el centeno, de J. D.
Salinger, fue un libro importante en su formación. De hecho, igual que Bukowski,
Blazek estuvo afectado de acné y se sintió rechazado por muchos de sus
compañeros de clase. Aquel rechazo, basado puramente en su aspecto físico,
intensificó su creciente rebeldía. Se consideraba cada vez más poeta, mientras
aumentaba su desconfianza hacia el mundo. Sólo en la poesía encontraba los

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medios para reconciliarse con él.


Cuando Blazek empezó a publicar su revista le pidió poemas a Bukowski,
cuya dirección obtuvo de Ron Offen, redactor jefe del Chicago Literary Times. El
poeta respondió inmediatamente y Blazek aceleró los planes de su aventura
literaria. Las palabras de Bukowski le ayudaron a encontrar un camino diferente
del marcado por los poetas beat. «Podía identificarme con Bukowski en ese trabajo
de fundición del proceso mismo, en la valentía auténtica. Yo veía que necesitaba
hacer que tanto yo como mi obra fueran más auténticos. Bukowski nos reveló un
camino para explorar otro punto de vista», afirma Blazek.
A la hora de elegir un nombre para la revista, Blazek se decidió por Ole, que
él pronunciaba «ol», palabra que había utilizado en uno de sus primeros poemas.
Otros lo pronunciaban «ole», como en español, cosa que aceptaba porque creía
que expresaba el espíritu que quería defender a través de su revista. Además,
«ole» se utilizaba en la muerte del toro en las corridas.
«La poesía se está muriendo en la parra como una puta en el taburete del
fondo en una noche de lunes», decía Blazek citando a Bukowski en su texto de
presentación del primer número de Ole. Aquello le daba pie para explicar su propia
convicción de que la poesía podía recibir la recarga de una generación nueva, una
generación que sabe que «no existe un procedimiento especial para escribir
poesía ni para vivir la vida». Blazek escribió que «OLE espera demostrar que el
señor Buk está equivocado. Queremos fortalecer la poesía...». Eso fue lo que hizo
a su modo, personal y caótico, durante los años siguientes, con poetas como
Bukowski y Harold Norse, con quien Hank mantuvo una voluminosa
correspondencia, ayudando a dirigir la batalla.
Blazek trabajaba solo, comunicándose a través de la red de pequeñas
editoriales de poesía. Aparte de Bukowski y Norse, descubrió obras de otros
poetas mayores. El correo era el lazo de unión entre la mayor parte de los
editores, poetas y suscriptores de la revista, lo cual establecía un gran abismo
entre su realización y la idea de la tertulia literaria de París y de San Francisco.
Este movimiento literario vía buzón de Correos era perfecto para el temperamento
de Bukowski.
Para Blazek, fue una revelación encontrar justo al principio de su carrera
una voz como la de Bukowski en Los Ángeles, a tres mil doscientos kilómetros de
distancia, independiente de todo movimiento literario y de las instituciones
académicas. Ahí estaba un hombre que vivía y escribía sin ideas preconcebidas,
que echaba leña al fuego del anarquismo literario. Blazek confiaba en el poeta de
Los Ángeles. La relación de Bukowski con Ole le ayudó a retornar a la prosa, cosa
que no careció de importancia en su vida. De hecho, con el tiempo, aquello habría
de permitirle vivir de su literatura y conseguir lectores en todo el mundo.
En el invierno de 1964 Blazek escribió a Bukowski para anunciarle que ya le
había mandado el primer número de la revista Ole por correo. Le decía que «has
apartado al arte de los dominios de los profesores universitarios, de los creeley, de
los william carlos williams, de los pound y eliot». Después, en un gesto romántico,
afirmaba que Bukowski había devuelto la poesía a las personas corrientes y

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financieramente inestables del país, y continuaba: «TÚ eres el primer ejemplo de


que la poesía de mañana será la poesía del poeta sin título, que lucha y se
esfuerza.»
El editor de Ole se negaba a hacer declaraciones directas de tipo político, lo
cual fue una razón más para que Bukowski y él se sintieran compañeros literarios.
Su ira frente a la sociedad estadounidense era muy parecida a la que podemos
encontrar en las obras de Henry Miller. Blazek creía que la poesía, por sí misma y
sin ninguna conexión con movimientos políticos organizados, podía influir
positivamente en la vida de las personas.
Esa creencia de Blazek de que la vida y las ideas debían unirse en el
poema se justificaban en la obra de Bukowski. Es interesante notar que no sólo
veía como enemigos a institutos y universidades, sino también a modernistas
como W. C. Williams y poetas más jóvenes como Robert Creeley. Los consideraba
demasiado apartados de aquella libertad necesaria para el arte y la poesía que va
más allá del convencionalismo literario. Lo que hizo, en esencia, fue retornar a la
terrenalidad de Walt Whitman. Para Blazek todo se centraba en el riesgo y en la
ausencia de afectación.
Las cartas de Douglas Blazek están llenas del mismo tipo de imágenes ricas
e información personal sobre manías de la vida cotidiana que las de Bukowski. En
el viejo poeta encontró a alguien que le comprendía, alguien que había pasado por
muchos de los sufrimientos vividos por Blazek. Esto no quiere decir que fuera una
relación unilateral. Bukowski vertía en el papel sus sentimientos más profundos, los
metía en sobres y los mandaba al pueblecito de Bensenville.
En diciembre de 1964, Blazek escribió una larga carta a Bukowski, en la
que hablaba de que tenía que volver a la fábrica al cabo de tres horas. Y después
decía:

Si por lo menos tuviera dos jodidos libros me quedaría en casa


contando los copos de nieve y apuntándolos en un diario como memorias
del pasado para que me rondaran en alguna futura interpretación de la
Tocatta de Bach o en algún sueño dormido de ojos abiertos boca arriba en
la cama suave y abundantes dedos crispados por el terror ante lo que
tengo que pasar.

En la misma carta Blazek escribe:

¿cómo has podido sobrevivir 44 años teniendo que prostituirte haciendo


cosas que odiabas? Mira, yo ni siquiera tengo 30 años y estoy a punto de
hundir el cuchillo en el tiovivo para iniciar el vacío, ¿cómo pudiste durar
tanto? ¿y qué es lo que te mantiene ahora que sigues trabajando por el
sueldo de un trabajador común? ¿es la bebida o las drogas o es que al
final te has vuelto loco?

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Después aclara que no le tome demasiado en serio, que realmente


pregunta esas cosas a todos los artistas y escritores de todas partes que, como él,
tienen que enfrentarse a la terrible perspectiva de intentar sobrevivir.
Bukowski recibió con agrado aquella franqueza y vulnerabilidad por parte
de Blazek. Sabía que el joven poeta no tenía problemas en examinar su propio
estado. Su estilo polémico también le resultaba atractivo a Bukowski, y le gustó la
afirmación de que «la poesía de esta generación es el don del hombre pobre. El
don del hombre que lucha y se esfuerza. Los grandes poetas ya no surgirán más de
las familias de clase media alta que vive más o menos cómoda desde el punto de
vista económico». Blazek, como obrero de una fábrica de pueblo, era el tipo de
poeta joven con el que Hank podía sentirse identificado de algún modo, y Ole, con
su mala impresión de máquina multicopista barata, le sorprendió por su fuerza en
estado puro cuando llegó a su buzón. Bukowski estaba representado con tres
poemas: «perro guardián», «libertad» y «edad». El primero abría la sección de
poesía y los dos últimos la cerraban. También colaboraron dos editores de
Bukowski, Carl Larsen, que hacía unos pocos años le había publicado Longshot
Pomes for Broke Players, y Marvin Malone, de Wormwood Review. En las notas
de la revista, Blazek decía que Bukowski «reside en Los Ángeles, donde escribe
cartas alocadas y hermosas e intenta mantenerse sobrio. Actualmente se prepara
para aceptar el Premio Nobel de poesía, que merece tanto como Martin Luther
King». Bukowski creía que Ole representaba un paso adelante nuevo y
apasionante en poesía. Le gustaban los aspectos ásperos de aquella obra de
Blazek. «Tenía la sensación de que Blazek y todos nosotros estábamos haciendo
algo importante. Había otros, William Wantling, que entonces estaba o había
estado en la cárcel, y Steve Richmond. Éramos un grupo bastante duro. La poesía
norteamericana necesitaba una buena revisión. En aquel entonces parecía que
aquello era lo que había que hacer.» Uno de los más duros en el tono era el poeta
Harold Norse, un expatriado que vivía en Europa. Norse, al igual que Bukowski,
era un inconformista literario y una leyenda underground. Su obra también había
aparecido en The Outsider. Ahora, a través de Ole, sirvió, junto con Hank, de
padre confesor a los poetas más jóvenes.
William Wantling, nacido en 1933, era considerado junto con Bukowski uno
de los poetas más importantes de la revolución de la multicopista. Blazek publicó
una recopilación de su obra, Down, Out, and Away (Abajo, fuera y lejos). Durante
muchos años Wantling y Hank mantuvieron una voluminosa correspondencia.
Hank admiraba su poesía de la misma forma que admiraba la de Richmond o la de
Blake. Áspera y terrena, la voz de Wantling era la de un joven que vivía
completamente fuera de la escena literaria académica. Había estado varias veces
en la cárcel, una de ellas pasó cinco años en San Quintín. Cuando Hank y yo
publicamos nuestra propia revista en 1969, L.augh Literary and Man the Humping
Guns (La risa literaria y el hombre de las pistolas cargadas), incluimos obras de
Wantling. Hank y Wantling intercambiaron, sobre todo, divagaciones, durante
mucho tiempo. En respuesta al interés de Wantling por la pena de muerte —él
había conocido al escritor Caryl Chessman, muerto hacía tiempo en una pelea

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carcelaria—, Hank le escribió en diciembre de 1965, para después pasar a hacer


un comentario sobre todo el sistema judicial.

Supongo que lo que sucede es que la estructura de casi todo está mal,
así que ¿por qué vamos a analizarlo por partes? Quiero decir que
hundamos el barco entero, el barco del Estado, el barco del mundo. ¿Una
bomba? da igual, lo que quiero decir es que tomemos por ejemplo la
cárcel: no necesitamos cárceles, no necesitamos moral, lo único que
necesitamos es un sentimiento de trabajo común y tranquilidad e instinto,
desconocimiento de las religiones, desconocimiento de la moral,
desconocimiento de la llamada decencia, desconocimiento de las leyes,
un jodido poli me hace parar el coche porque voy a 90 kilómetros por hora
estando borracho, la teoría es que no sé lo que hago y que estoy poniendo
en peligro la vida de otros miembros de la sociedad, una gilipollez. el que
no sabe lo que hace es él, que es más bruto que un arado. BASÁNDONOS
EN LA TEORÍA DE QUE HABÍA QUE PREVENIR UN POSIBLE MAL
MORAL Y SOCIAL LO QUE HEMOS CREADO HA SIDO UN
VERDADERO MONSTRUO, ¿me entiendes? a ti te han enchironado
porque te han cogido con drogas, les molestaba que tuvieras algo que
ellos no tenían, es una mierda de sociedad que te dice que está mal usar
drogas pero está bien que te estés matando en una fábrica por un salario
insignificante y degradante.

El segundo número de Ole apareció en marzo de 1965 con una portada de


papel amarillo impreso en rojo y negro. En la primera página un anuncio
proclamaba que la revista era para «todos aquellos legisladores no reconocidos del
mundo, especialmente para aquellos que no son realmente reconocidos...». El
enfrentamiento a las conocidas afirmaciones de Percy B. Shelley en su «Defensa
de la Poesía» marcaba el tono de lo que la revista deparaba al lector a
continuación. Blazek incluyó un ensayo en el cual proclamaba que «la literatura es
como el increíble hombre que encogía, que menguó hasta convertirse en la dulce
insignificancia de una crema batida...». Al final de esta «charla» publicaba una
carta de protesta enviada por la directora de una revista de poesía, como reacción
al primer número de Ole. En ella decía que apenas podía creer que hubiese tanta
gente inhumana y vulgar en el mundo como para llenar de poemas las páginas de
Ole. A Hank le gustaba cómo mantenía Blazek el enfrentamiento constante con la
oficialidad literaria sin parecer demasiado político.
Calkins debió de quedar mucho más horrorizada con el segundo número de
Ole, porque era otro tanto de lo mismo e incluía, además, un texto especial de
Charles Bukowski, una prosa al rojo vivo, titulada «Ensayo incoherente sobre la
poesía y la puta vida escrito mientras me bebo un paquete de seis cervezas
(grandes)». El título describe con exactitud cómo estaba la cabeza de Bukowski
cuando lo escribió. Al explicar más tarde el ensayo dijo: «Era el manifiesto de un
borracho. Me sentía como el Ezra Pound de la multicopista. ¿Entiendes?, parecía

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que de verdad estaban pasando cosas en ese momento, así que se suponía que
ese ensayo era sobre cómo eran o deberían ser esas cosas.» Había creado una
bomba literaria para tirársela a la Academia y a los tipos engreídos que ocupaban
puestos de poder en el ámbito de la cultura. El ensayo, escrito con un estilo muy
personal, proporcionaba a Bukowski la oportunidad de volcar sobre el papel gran
parte de lo que le pasaba por dentro. Empezó desde sus primeros años de
escritor, ofreciendo un retrato muy personal de sí mismo, un cuaderno de
sensibilidad poética que le presentaba como una figura solitaria atravesando el
paisaje:

En los días en que me creía un genio y me moría de hambre y nadie me


publicaba, solía pasar mucho más tiempo en las bibliotecas que ahora. Era
estupendo conseguir una mesa vacía cerca de una ventana por donde
entrara el sol y que el sol te diera en la nuca y en la cabeza (...) no me
parecía tan mal que los libros estuviesen allí tan sosos con sus portadas
rojas y naranjas y verdes y azules como de broma...

El «Ensayo incoherente» continúa con ese mismo tono coloquial. «Si yo era
un genio o no lo era no me preocupaba tanto como el hecho de que,
sencillamente, yo no quería ninguna parte de nada», decía Bukowski. Hablaba
sobre el asombro que siempre le había provocado ver a otros hombres trabajar en
trabajos fijos, y recalcaba su deseo de escapar constantemente del sistema, de
ahogarse deliberadamente en vino. Después mencionaba a su padre como «aquel
monstruo embrutecido que hizo de mí un bastardo en esta triste tierra». Después
volvía a aterrizar en la mesa de la biblioteca sintiendo «la falta de vida, la muerte».
A través de las cartas de Bukowski, Blazek tuvo conocimiento de los años
en que había escrito prosa. Basándose en la pasión, la exuberancia y la sabiduría
innata de sus cartas, Blazek le instó a que escribiese el ensayo. «Aquellas cartas
que me escribía eran maravillosos ejemplos en prosa de la libertad individual.
Demostraban que uno puede coger cualquier cosa que suceda entre el hombre y
el mundo, usando un lenguaje vivo, y las propias cosas se hacen legibles. Era el
lenguaje a través de la sangre.»
Blazek recuerda que sus suscriptores se sintieron identificados con el texto
de Bukowski. Les había llevado la voz de un hombre mayor que escribía al borde
de la locura con una sensibilidad como la de Artaud:

Entonces yo estaba perdido y era joven; ahora estoy perdido y soy


viejo. Allí estaba, sentado en aquella biblioteca, el conocimiento de
generaciones enteras estaba allí y para mí no valía un carajo, y no había
una voz con vida en el mundo que hubiese dicho nada de lo que yo estaba
pensando.

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Eso no era del todo cierto. Bukowski podía haber mencionado


perfectamente al joven Saroyan o el Dago Red o Pregúntale al polvo de John
Fante. No era totalmente infiel a sí mismo. Todavía se sentía ligado a personas
como Henry Miller, que había escrito que había que quemar todos los libros y
continuar el camino con el propio ser como dueño del destino; que recalcó la
importancia de confiar en la voz propia, en la visión personal. En aquel momento
Hank no sabía que le esperaban muchos libros en prosa en el futuro. Ya había
empezado a definir con precisión los matices del personaje que más tarde surgiría
como un hombre con experiencia del mundo, Henry Chinaski.
A medida que avanzaba el ensayo, Bukowski llevaba al lector una vez más a
la biblioteca, pasando por la sala de filosofía y religión, hasta Thomas Chatterton y
Dostoievski. Cuenta al lector sus primeros intentos de escribir relatos y cómo
escribió muchos a mano porque no tenía máquina de escribir. Después rememora
imágenes de su juventud, tales como el viaje con una cuadrilla de trabajadores
ferroviarios, la vez que pegó a un filipino en la cabeza con la máquina de escribir
en el pasillo de una pensión de mala muerte, y cuando asistió a un curso de
escritura creativa en la Universidad de la Ciudad de Los Ángeles.
Se define como un escritor ajeno a la tradición transmitida por Keats y
Shelley, así como a la heredada de W. H. Auden, Stephen Spender, T. S. Eliot y
Ezra Pound. «Llamadme terco, si queréis, inculto, borracho, lo que queráis»,
proclama:

Nunca he dicho esto pero ahora mientras escribo estoy lo


suficientemente colocado como para decir tal vez que Ginsburg ha sido la
fuerza más provocadora en la poesía norteamericana desde Walt W. Es
una puta pena que sea homosexual. Es una puta pena que Genet sea
homosexual. No es que sea una pena ser homosexual sino que tengamos
que andar perdiendo el tiempo y dejar que los homosexuales nos enseñen
cómo escribir.

Exhorta a los lectores a darse de baja en las suscripciones a revistas


literarias académicas y «venir a Ole donde tienes que fruncir el ceño ante lo que
leer y reírte por nuestras faltas de ortografía y puntuación».
¡Qué ironía que Bukowski, que de joven había devorado los libros de las
bibliotecas públicas, se autoproclamase inculto y terco! Sin embargo, al igual que
Henry Miller, que después de todo escribió Los libros en mi vida, un himno al arte
de leer, Bukowski creyó que era mejor vivir las experiencias de la vida de cerca y
no confiar en el pasado ni en las impresiones de la vida de otras personas. Lo que
quería demostrar era que un escritor tenía que crear su arte a partir del mundo
que le rodeaba, y no a partir de las voces de otros.
El ensayo recibió una acogida tan positiva por parte de los lectores de Ole
que Hank se puso a trabajar con entusiasmo en otros textos en prosa. Blazek le
animó, aunque en realidad el poeta no necesitaba que le empujaran. Le apetecía

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volver a la prosa una temporada y descubrió un estilo fluido que se leía con la
misma claridad que encontramos en su poesía.
Poco después la editorial Mimeo Press publicó dos pequeños libros en
prosa de Bukowski, Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts
(Confesiones de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias) en
1965, descrito en el cuarto número de Ole como «informes en prosa de las
relaciones infernales que un hombre mantiene con la vida», y All the Assholes in
the World and Mine (Todos los ojos del culo del mundo y el mío) al año siguiente,
«un informe humorístico sobre un hombre al que le operan de hemorroides». Para
Hank estas dos incursiones en la prosa le devolvieron a una forma de expresión
que había dejado hacía muchos años. En esa época comentó a sus amigos su
deseo de poder dejar el trabajo y vivir simplemente de su pluma.
En Confessions nace el personaje de Henry Chinaski. Al igual que en
«Ensayo incoherente», Bukowski escribió esta obra de ficción autobiográfica muy
rápidamente, todo lo rápidamente que le permitió, literalmente, la velocidad con que
desplazaba sus dedos sobre el teclado de la máquina de escribir. Intentó no
elaborar una obra literaria. Dejó que primaran los elementos viscerales,
escuchando cómo rugía la sangre en sus venas mientras vertía por escrito
fragmentos de su vida. Su prosa recorrió temas como su relación amorosa con
Jane, sus problemas de acné, y su vida en bares baratos y trabajos temporales.
Bukowski prestó atención a su propio «oído», lo que significa que escribió
como hablaba, y el resultado fue un texto que puede considerarse un ejercicio de
calentamiento para su narrativa posterior. Confessions se compone de diversos
episodios, puestos uno tras otro, sin orden cronológico. Forma y contenido,
moldeados por el momento de la creación, no presentan una elaboración especial.
Tampoco tenía un esquema previo antes de sentarse a escribir.
Bukowski describe a Chinaski como un hombre con mirada de loco y
debilitado por las borracheras incesantes que cogía con vino barato, después de
haber fracasado en la habitual búsqueda de un empleo como empaquetador o
empleado de almacén que le permitiera sobrevivir. Chinaski se presenta para un
trabajo en una planta de envasado de carne. Cuando el jefe le pregunta si es
suficientemente fuerte como para soportar el trabajo, responde: «Lo que me sobra
es fuerza. Antes boxeaba. Era el mejor.» Su descripción de un bar tiene algo de
Céline: «no era más que un bar cualquiera, oscuro, imperfecto, desesperado, cruel,
enmierdado, pobre, y el pequeño lavabo de hombres apestaba tanto que te daban
náuseas...».
El estilo de Confessions poco tenía que ver con la literatura de vanguardia
del momento. En gran parte era un retroceso a su narrativa de la década de los
años treinta. Algunos de los relatos que aparecen en Confessions resurgen en las
novelas de Bukowski de la década de los setenta. Cartero y Factotum.
La cabeza de Bukowski se pobló de ecos del pasado mientras escribía
Confessions, que incluía un diálogo entre Jane, a quien llama «K» y él. Están
sentados en su apartamento, prácticamente sin un centavo:

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—Mierda, me vendría bien un trago —dijo K.


Yo estaba todavía en la cama fumando el último cigarrillo.
—Pues baja donde Tony, joder, y trae un par de botellas de oporto —
dije yo.
—¿Botellas de medio litro?
—Claro, de medio litro. Y que no sean Gallo. Y tampoco del otro, esa
mierda me dio un dolor de cabeza que me duró dos semanas. Y trae dos
cajetillas de cigarrillos. De los que sea.
—¡Pero si sólo tenemos 50 centavos!
—¡Ya lo sé! Convéncele pa' que te fíe el resto; ¿qué cojones te pasa, so
idiota?

En un episodio que viene a continuación, Hank está en el hospital,


sometiéndose a un tratamiento contra el acné:

Era como una máquina para taladrar madera, podía haber sido una
máquina para taladrar madera, podía sentir el olor del aceite quemado, y
me clavaron esa cosa en la cabeza, en la piel, y me hacían agujeros y
salía sangre y pus, y yo allí sentado, con lo más sensible de mi alma
suspendido al borde de un acantilado. Estaba cubierto de forúnculos del
tamaño de pequeñas manzanas. Era ridículo e increíble...

Lo escrito le pareció muy creíble a Steve Richmond, que entonces tenía


veintipocos años y era un colaborador habitual de Ole. La poesía le había
empezado a interesar en el último curso de Derecho de la UCLA, cuando asistió a
una clase que daba el poeta Jack Hirschman en 1964. Hirschman le habló por
primera vez de la obra de Antonin Artaud. Richmond empezó a escribir poemas y a
mandarlos a revistas pequeñas. En Ole encontró la dirección de Bukowski en la
lista donde figuraban los colaboradores y le escribió pidiéndole poemas para una
revista que quería sacar. Acababa de licenciarse en Derecho pero se había
convertido en un hombre plenamente dedicado a la poesía. Abrió una pequeña
librería en Ocean Park llamada Earth Books and Gallery, especializada en revistas
y otras publicaciones menores. El material se lo dejaban todo en depósito.
Richmond publicaba su revista con el dinero de la librería. Quería visitar a
Bukowski, a quien consideraba el mejor poeta de Estados Unidos, pero, al mismo
tiempo, no quería molestarle. En casi todas las cartas Richmond expresaba su
deseo de visitarle pero comprendía la necesidad de Bukowski de estar solo.
Bukowski sabía leer entre líneas. Escribió a Richmond diciéndole que fuera a verle
el viernes por la noche. Blazek se enteró de la cita y le dijo a Richmond que no se
olvidara de llevar un paquete de seis cervezas. Se dirigió a la calle De Longpre:
«La cara de Bukowski era increíble. Tenía cuarenta y cuatro años, pero tenía cara

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de viejo, no tanto como para morirse, pero sí de viejo.»


Estuvieron bebiendo toda la noche, e hicieron más de un viaje a una tienda
de vinos. Para Richmond aquélla fue una noche mágica. Bukowski le dio un
montón de libros, incluida The Outsider. La mayor parte del tiempo Richmond
escuchaba y Hank hablaba. «¿Nos vamos a quedar aquí sentados mirándonos el
uno al otro?», le preguntó Hank. Estaba intrigado por el joven poeta que se hallaba
sentado frente a él. En el coche, al volver a casa, Richmond tenía la sensación de
haber conocido a uno de los sabios del planeta. Pensó en el poema «Freedom»
que había leído en el primer número de Ole y que luego incluiría en una de sus
publicaciones.
En 1966 Richmond publicó un cuadernillo de poemas suyos, de Bukowski y
de un amigo de la UCLA, Jim Buckner. En la portada, con letras grandes, ponía
FUCK HATE (QUE SE JODA EL ODIO). Debajo, también en letras muy marcadas,
decía: MEDIANTE LA QUE NOSOTROS LOS CREADORES DE MENTE CLARA
DECIMOS A LOS DIRIGENTES: QUE OS FOLLÉ UN PEZ, YA QUE ESTAMOS
HARTOS DE VUESTRA MIERDA. Debajo Richmond escribió LOS SERES DE LA
BELLEZA. Al abrir el cuadernillo había un dibujo hecho por Richmond, rodeado por
los poemas de los tres colaboradores. Los dos poemas de Bukowski trataban
sobre la castración.
Richmond tiró diez mil ejemplares y encontró gente para que los
distribuyese. Fuck Hate estaba apilada en un rincón de la librería Earth Books.
Algunas de las personas que entraban se convertían en distribuidores del
cuadernillo: entraban con las manos vacías y salían con, por lo menos, cien
ejemplares cada uno. En el plazo de dos semanas diez personas fueron detenidas
por la policía de Santa Mónica por distribuir lo que las autoridades consideraron
una publicación obscena. Richmond sabía que la policía se presentaría pronto en
Earth Books a visitarle. Sacó de la librería todos los ejemplares que quedaban,
pero olvidó algunas copias arrugadas que la policía encontró en una papelera,
cuando por fin llegaron y empezaron el registro.
Richmond fue conducido a la comisaría de policía de Santa Mónica. Ante su
asombro, le esperaba una persona con la fianza para que quedase en libertad.
Siempre fue un misterio de dónde había salido aquella persona, aunque
sospechaba de un miembro de su familia. Después de quedar en libertad con la
fianza, el caso se prolongó durante cuatro años, hasta que finalmente fue
sobreseído en 1970.
Douglas Blazek lamentaba que, a pesar de la larga amistad, nunca había
tenido la oportunidad de conocer a Bukowski en persona. Finalmente se presentó
la oportunidad en 1967, cuando se trasladó con su familia desde Bensenville a la
Costa Oeste. Camino de San Francisco, fue a Los Ángeles, no sin antes avisar a
Hank para, comunicarle su inminente llegada. Cuando Blazek detuvo su coche en
la calle De Longpre, junto con otros compañeros poetas, Hank estaba en la
entrada del edificio, esperando. Cuando el grupo se le acercó, Hank preguntó:
«¿Quién es Blazek?» Después de unos minutos de confusión, el joven editor se
dio a conocer. Hank los acompañó a todos a su casa. A Blazek le parecía que

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pisaba tierra santa cuando pensaba que estaba en la habitación donde se habían
escrito Confessions, All the Assholes, y toda aquella poesía magnífica. Una de las
primeras cosas que vio al entrar fue la máquina de escribir de Hank.
Blazek y los demás se quedaron hasta bien entrada la noche,
emborrachándose y hablando. A medida que pasaban las horas, empezó a tener la
sensación de que estaba conociendo a un mentor o a un héroe: «reduciendo a
alguien a escala humana», como dice Blazek. Al rememorar aquel encuentro,
Hank dice que Blazek parecía nervioso y a la defensiva. En aquel encuentro frente
a frente había que reajustar las ideas preconcebidas, formadas a través de la
correspondencia. Así como el más joven había imaginado al más viejo más grande
de lo que realmente era, Hank se había imaginado a Blazek como un obrero
heroico de las Llanuras. Quizás en un esfuerzo por aclarar las cosas y acabar con
la charla intrascendente, Hank habló de una palabra determinada y después
empezó a contar una historia basada en esa palabra. Puede que dijera «Amor» y
entonces empezara a contar una historia de amor. Aunque Blazek lo pasó muy
bien con aquel juego, al acabar la noche el afecto entre los dos hombres había
desaparecido.
Carl Weissner, un joven editor destinado a hacer famoso a Bukowski en
toda Alemania, comenzó a escribirse con él. Este alemán del Oeste, alto, de
espaldas anchas, con un agudo sentido del humor y una gran agilidad mental,
habla un inglés salpicado de americanismos. Al hablar con él uno se sorprende de
la jerga callejera que usa y que recuerda a Nelson Algren, Raymond Chandler y al
mismo Bukowski. Weissner nació en Karlsruhe durante la Segunda Guerra
Mundial y tiene suficientes recuerdos de los ataques aéreos norteamericanos de
aquella época, y de la posterior ocupación norteamericana, como para hacer una
animada recreación de la caída de las bombas y de los soldados repartiendo
caramelos de chocolate.
El que había de ser traductor de Bukowski aprendió inglés en el colegio y
en la calle. Después de la guerra, su barrio fue ocupado por soldados
norteamericanos con sus familias. El vecino de la casa contigua era un sargento
mayor negro con mujer e hijos. Weissner se convirtió en un especialista en argot
norteamericano y se interesó por el jazz, especialmente por Duke Ellington y
Woody Herman. En el instituto tocaba en una orquesta y a veces también en clubs
de suboficiales estadounidenses.
Pasó su época universitaria en Heidelberg y Bonn a principios de los años
sesenta. La primera es una ciudad muy pintoresca cuya parte antigua, donde se
encuentra la universidad, se extiende bajo la sombra del inmenso castillo de los
Electores del Palatinado. Bordeando la parte antigua de la ciudad se encuentra el
río Neckar. En lo que concierne a Weissner, el plan universitario era tan antiguo
como las piedras del pesado castillo. No había apenas interés por la literatura
norteamericana. El único profesor que se ocupaba de ella se centró principalmente
en los Cantos de Ezra Pound, ignorando cualquier creación posterior que pudiera
perturbar sus tesis. Los otros profesores dirigían su atención a la literatura inglesa,
atiborrando el programa con Thomas Hardy y William Blake. Cuando Weissner
leyó En el camino de Jack Kerouac, que era muy conocido en Europa en aquella

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época, se dio cuenta de que en las universidades alemanas se estaba pasando


por alto un aspecto muy importante de la literatura contemporánea. Empezó a leer
a la generación beat y a seguir sus hazañas en Tánger, París, Londres y en los
Estados Unidos. Junto con la obra de Kerouac, Weissner empezó a leer a Henry
Miller, William Burroughs, Gregory Corso y a otros escritores estadounidenses. El
clima intelectual burgués y la estulticia de la universidad no podían competir con la
fuerza de El almuerzo desnudo de Burroughs y Trópico de Cáncer de Miller.
En el Times Literary Supplement encontró un artículo en el que aparecían
las direcciones de muchas de las pequeñas revistas literarias y de las editoriales
que funcionaban con poco dinero. Aquello le impulsó a crear su propia revista,
Klactoveededsteen, nombre tomado de una pieza de Charlie Parker. La imprimía a
multicopista, publicaba a muchos escritores norteamericanos y también a gente de
Ciudad de México, Londres y a los poetas de vanguardia de Calcuta, de los cuales
el más sobresaliente era Malay Roy Choudhuri. Escribió a Douglas Blazek y a otros
editores y pronto se vio envuelto en una cantidad impresionante de
correspondencia. Tenía criterios selectivos muy claros, publicaba narrativa sencilla
y obras experimentales, entre las que se incluían ejemplos de la técnica del cut-up
desarrollada por William Burroughs, Harold Norse y Brion Gysin.
Harold Norse conoció a Weissner en Heidelberg en los comienzos de la
revista Klacto. Norse le describe como un hombre dinámico e intelectualmente
honesto, con un entusiasmo incansable por la nueva literatura. «En aquella época
Weissner estaba tremendamente interesado por la técnica del cut-up», dice Norse.
(Este tipo de escritura consiste en unir palabras o textos al azar hasta lograr un
todo.) «Le interesaban los experimentos hechos por Burroughs, por mí, por Brion
Gysin y otros. Oí hablar por primera vez de él cuando yo vivía en Atenas, allá por el
año 1964, más o menos. Le mandé una obra llamada "Alarma" que más tarde incluí
en mi libro Beat Hotel.»
En la primavera de 1966, Weissner recibió Iconoature, una revista de una
pequeña ciudad inglesa. La leyó por encima y encontró que la mayoría de las
poesías eran de la misma materia mundana de siempre. Pero luego se quedó
mirando fijamente una página de poesía que acaparó toda su atención. Leyó los
seis poemas y miró varias veces el nombre del autor: CHARLES BUKOWSKI. La
obra le impresionó porque tenía un atractivo directo y tosco que no había visto
nunca en ninguna poesía moderna. La ira, el humor y la ausencia de adorno
poético de Bukowski hicieron que Weissner no sólo leyera los poemas sino que se
pusiera a estudiarlos. Después de leerlos varias veces comprendió que tenía que
ponerse en contacto con Bukowski. A cualquiera que pudiera escribir un verso que
dijera «Voy a robar un banco o acabar a palos con el infierno de un ciego cualquier
día de éstos, y nunca sabrán por qué», tenía que escuchársele en el mayor número
de sitios posible. Escribió a Alex Hand, director de la revista y consiguió la
dirección de Bukowski. Weissner no sabía que John Bennett, un norteamericano
que vivía en Munich, había publicado un poema de Bukowski en 1965. Weissner
no supo nada de Bennett hasta que Bukowski y él comenzaron a escribirse.
Una vez en contacto con Bukowski, Weissner empezó a recibir las primeras
cartas de una serie de ellas de cuatro y cinco páginas cada una. Con la primera

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carta llegaron un par de poemas recién salidos de la «ametralladora» de Bukowski.


Weissner, que tenía muy poco dinero, se las arreglaba de todos modos para
seguir sacando la revista y mantener una correspondencia que iba en aumento.
Carl Weissner seguía profundamente interesado por la vanguardia
internacional. Se negaba a centrarse en una sola nacionalidad. La nueva literatura
asomaba por todos los lados: la India, Londres, París, Nueva York. Sin embargo,
en Europa poca gente dirigía la mirada a un sitio tan lejano como Los Ángeles. De
todos modos, Klacto era una revista sin fronteras. Tenía su origen en Heidelberg,
pero llegaba, sin embargo, a todas partes. En cuanto a las formas que tomaba la
literatura contemporánea, Weissner se sentía igualmente cómodo con la narrativa
cut-up de William Burroughs que con la sensibilidad directa y lineal de Bukowski:
veía en los dos una rebelión auténtica contra el orden establecido.
Las cartas de Bukowski no desilusionaron a Weissner. El editor de Klacto
se encontró con una voz increíblemente sincera que surgía de la correspondencia
de Bukowski. Las cartas eran largas y abarcaban una gran variedad de temas, de
los que el principal era el propio Bukowski, y cómo padecía los efectos del exceso
de alcohol y los inconvenientes de su precaria cuenta bancaria. Weissner
descubrió que Bukowski era igual de placentero y brillante escribiendo cartas que
poesía. Bukowski le escribió: «por aquí estamos todos borrachos, todos tristes. No
podemos dormir, estamos cansados de hablar, cuando cagamos nos sentamos en
nuestros taburetes de marfil pasmados de que por fin parezca que algo está
sucediendo realmente...» El tono era totalmente diferente del que salía de los
contenidos y bien controlados labios de los profesores y colegas de Weissner. En
cuanto a la poesía, Bukowski decía que «puedes hablar y hablar de poesía y lo
único que obtienes al final es un neumático viejo lleno de mierda».
Weissner sabía que Bukowski podía tener en Alemania tanto éxito como el
que tenía en el mundo underground norteamericano. Los escritores de su país
llevaban la autocensura incorporada, como si los espíritus de los grandes
escritores clásicos estuvieran observándoles por encima del hombro. Weissner
ansiaba ver un libro como El almuerzo desnudo escrito por un alemán. No había
ninguno a la vista. Ni tampoco tenían los escritores alemanes la desinhibición que
impregnaba la poesía de Bukowski. Weissner se imaginaba a Bukowski como un
best-seller, como una persona que podía martillear con ahínco sobre la fachada
imperturbable del materialismo cultural alemán e incluso provocar el despertar de
la innovación literaria alemana.
Llevado por el entusiasmo que parecía reinar en todas partes menos en
Alemania, a la que Weissner encontraba opresiva para su espíritu, se presentó a
una beca Fulbright, eligiendo como proyecto de tesis un ensayo sobre el poeta
Charles Olson, autor del poema épico «Maximus Poems» y de The Archeologist of
Morning (El arqueólogo de la mañana). En el verano de 1967 le concedieron la
beca y partió hacia Nueva York. De allí fue a Buffalo, donde descubrió que había
otras personas haciendo estudios sobre Olson. Como no quería trabajar en
terreno trillado, abandonó el proyecto. En su lugar escribió The Braille Film, (La
película Braille), publicado tres años después en San Francisco, y coeditó un
número de Intrepid, una revista de poesía vanguardista editada por Allen DeLoach.

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También montó un documental sobre la poesía neoyorquina para los Archivos


Vanguardistas Alemanes. Mientras trabajaba en este último proyecto, vivía en un
barrio pobre del Lower East Side. Durante todo ese tiempo, esperaba que se
presentara la oportunidad de poder ir a Los Ángeles y conocer a Bukowski. Fue a
la Costa Oeste en el verano de 1968 y se quedó en la casa del poeta-editor Jan
Herman en San Francisco, donde exploró el panorama poético de North Beach.
Weissner ayudó a Herman a editar su revista literaria, The San Francisco
Earthquake.
Durante esa época fue a Los Ángeles a visitar a Hank, que se suponía que
iba a ir a esperarle al aeropuerto pero se perdió por el camino. El editor alemán
pensó que Bukowski estaría borracho y que quizás se había olvidado de ir, o que
habría chocado en la autopista, o que tal vez se habría suicidado finalmente como
tantas veces había amenazado hacer en sus cartas. Weissner esperó más de una
hora y después cogió un autobús para ir a la ciudad. La calle De Longpre parecía
una autopista destrozada (años después escribiría sobre eso en la introducción a
un libro de poemas de Hank). No dejaba de pensar que el panorama coincidía con
su imagen de Charles Bukowski. Había bloques gigantescos de hormigón
esparcidos por todos lados, casas bajas de madera con la pintura desconchada,
hierba quemada, cercas viejas y polvorientas y chatarra y porquería por doquier.
Anduvo bajo las palmeras que adornaban la calle hasta el número 5134 de De
Longpre, dirección que se sabía muy bien. Aquel patio destrozado que tenía
delante era de donde habían llegado todas aquellas cartas maravillosas a su
apartamento de Heidelberg. Para rematar aquel rancio y ruinoso paisaje urbano,
había un Plymouth del 57 con una mancha fresca de aceite debajo del motor en el
jardín delantero de la casa de Hank. Weissner llegó al porche y vio una nota en la
puerta que decía:

Carl. No te molestes en llamar. Probablemente estoy de camino.


Simplemente abre la puerta y entra. Está rota de todos modos. Bienvenido
a los Estados Unidos.

Weissner tanteó la puerta. Como Hank decía, estaba abierta. El ambiente


concordaba perfectamente con la imagen que se había hecho de Bukowski. Las
persianas cerradas dejaban el mundo fuera. La habitación apestaba a calcetines
sucios, a largas borracheras de cerveza y a tabaco. En el lado opuesto a la puerta
había un sofá con un roto por el que se salía el relleno. Para asombro de Weissner,
había un juego de ruedas de coche apiladas en un rincón. Miró las estanterías
atiborradas de sus libros de poesía y de revistas en las que aparecía. Había
revistas y periódicos viejos desparramados por todas partes. Frente a la ventana
que daba a la calle había una mesa pequeña con una vieja Remington negra
encima y un montón de folios al lado. Weissner analizó toda la situación. Había
entrado en la guarida de Hank y se había encontrado con el mundo del poeta
desplegado ante él, con la única ausencia de él; aunque no por mucho tiempo.
Cuando Weissner estaba sonriendo frente a las fotografías, recortes de periódicos

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y dibujos clavados con chinchetas en la pared, oyó una voz, una voz que conocía
a través de una cinta que Hank le había enviado: «Amigo,1 creo que tienes mierda
en las orejas.» Weissner se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un
Bukowski que sonreía de oreja a oreja.
—Sí que estás en forma para la edad que tienes —dijo Weissner.
—Hombre, alguna que otra vez me han dejado fuera de combate —replicó
Hank mientras le daba a Weissner una de las cervezas frías que acababa de traer
—. Si no hubiera pensado que eras tú, ahora mismo tendría otra cosa en la mano
—dijo Hank, sonriendo. Y añadió—: Siento no haber podido recogerte en el
aeropuerto.
Le contó a Weissner que la noche anterior había estado en una emisora
local de radio alternativa, la KPFK, con un micrófono enfrente y una botella de
aguardiente matarratas mexicano en la mano.
—Dije estupideces hasta que me caí de la silla. Después ya no me acuerdo
de nada.
Le explicó que le habían dado un puñado de píldoras rojas.
—¡Rojas! Y alcohol. ¡Una combinación horrible! Te lo aseguro. No hay
cabrón que aguante eso.
Y siguió diciendo:
—Cuando has perdido todo el sueldo del mes en las carreras y vuelves a tu
casita llena de mierda a las diez de la noche, y te sientas ante la máquina, es
puñeteramente difícil escribir cualquier tipo de gilipollez bonita de color de rosa.
Hank empezó a hablar, como siempre, de los bares, los caballos, los años
de vagabundeo, de Jane, y de su hija Marina, a la que seguía visitando con
frecuencia después de que él y Frances arreglaran las cosas para vivir separados.
Luego le explicó algo muy personal sobre su percepción del mundo: que en todos
aquellos años de ir de un lado a otro y de hacer trabajos temporales, había elegido
deliberadamente usar un vocabulario limitado en su obra.
—Con ese poquito he intentado sacar lo que había dentro. Aparte de eso,
sólo soy un caso más de suicidio en un agujero infestado de bichos o en un
Plymouth quemado en el fondo de Laurel Canyon, o en el mar o en la vía del
tren...
Todo lo dicho por Hank hizo que el viaje desde San Francisco valiera la
pena para Carl Weissner. «Estaba asombrado de que Hank hablara con la misma
claridad con que escribía. No añadía ninguna floritura literaria. Salía directamente
de él, hablaba sin rodeos.» Weissner escuchaba atentamente mientras Hank se
quejaba de la imagen que otros estaban creando de él.
—Lo que no me gusta —dijo Hank— es esa imagen de mierda, esa imagen
mía a lo Humphrey Bogart, o esos que me adoran como un Hemingway totalmente
loco, o como un dios barriobajero de las alcantarillas de Los Ángeles, o lo que

1 En castellano en el original. (N. de las T.)

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sea... Parece que muchos de los que leen mis cosas no lo tienen claro.
Hank le contó a su invitado algunas cosas de los largos años que había
vivido en barrios pobres y añadió:
—Todavía vivo en los barrios bajos de Hollywood, igual que antes, pero lo
sé perfectamente. Ahí aprendí a trabajar, y por eso no me doy ninguna prisa en
cambiar nada... Algunos bares donde me fían, unas pocas revistas y una pequeña
cocina...
Más adelante Weissner hizo uso práctico de su visita. Cuando años más
tarde publicó un libro de poemas de Bukowski, que se convirtió en un best-seller
de poesía en Alemania, incluyó una introducción en la que explicaba este episodio.
Reproducía la conversación con Bukowski y ofrecía una inapreciable información
biográfica junto con unas ideas muy certeras sobre las cualidades que hacen
importante esa poesía. En esa descripción de Hank decía: «Allí estaba, de pie.
Aproximadamente, 110 kilos. Hombros anchos y caídos, las piernas arqueadas,
pantalones raídos, una camisa de cuadros sudada, desabrochada por delante.» A
continuación examinaba la cara «destrozada» de Hank y decía que «contra aquello
probablemente hasta Eddie Constantine habría tenido dificultades». Pero
Weissner tenía más trabajo que hacer aparte de traducir a Bukowski. Cuando
volvió a Alemania publicó una antología de obras de técnica de cut-up, que incluía
a Claude Pelieu, Jan Herman y William Burroughs, entre otros. También sacó un
número final de Klacto. Un editor que vivía en Darmstadt, J. Melzer, financió la
revista y ayudó a que salieran tres mil ejemplares. Poco después Weissner tradujo
Exhibición de atrocidades, de J. G. Ballard, una obra que considera decisiva en el
pensamiento del siglo XX. En su mente siempre estaba en primer plano la imagen
de Bukowski.

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A altas horas de una noche de 1965, Hank y yo estábamos en su


apartamento de la calle De Longpre hablando de todo un poco, desde las primeras
novelas de John Steinbeck hasta la causa del suicidio de Hemingway. Como
siempre, estaba en contra de cualquier tipo de charla sobre literatura, pero parecía
deseoso de participar en la conversación.
Comentó la increíble diferencia que había entre la suavidad y el tamaño tan
pequeño de sus manos y los del resto de su cuerpo.
—Mírame las manos —dijo—. ¿Ves lo refinadas que son? Éstas son las
manos de un verdadero artista.
—Manos de amante, ¿no? —contesté yo.
—Manos que pueden lanzarte un directo a la mandíbula —soltó él.
Aquella noche en particular Hank había almacenado suficientes cervezas
en la cocina como para resistir un cerco de todo un fin de semana. Seguirle el
ritmo a Hank significaba meterse una gran cantidad de botellas en el cuerpo. No
era infrecuente hacer dos paseos por noche hasta la tienda de vinos de la esquina
de Sunset y Normandie. Yo ya había ido dos veces al porche a vomitar, de tanta
cerveza como había bebido. Cuando la cabeza me empezó a dar vueltas por el
alcohol, le dije a Hank que tenía que irme a casa.
—Sé un hombre —me soltó Hank—. La noche acaba de empezar. Toma
otra cerveza.
Protesté diciendo que ya eran las dos de la madrugada y era hora de dormir
un poco.
—Por Dios, chico. Sólo un par de rondas más.
—¿Tú no tienes que ir al hipódromo mañana?
—Claro que sí. Y voy a ir. El hipódromo me espera. Correos me espera.
Estoy atrapado a todas horas. Incluso frente a la máquina de escribir.
Su máquina de escribir estaba sobre una mesa cerca de la puerta de la
casa; encima había un programa del hipódromo y al lado de aquella gran máquina
negra había muchas botellas de cerveza vacías. El aire húmedo del Este de

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Hollywood entraba por una ventana parcialmente abierta, y el fecundo aroma de


los altos setos que estaban pegados al viejo edificio me causaba una sensación
de hormigueo en la cabeza. Aquellas manos de Hank parecieron saltar desde su
cuerpo cuando me ofreció otra botella de cerveza Miller.
—¿No nos estamos quedando sin cerveza? —dije, sabiendo que no era
así.
—¡No! —insistió-. Todavía tengo cuatro paquetes de seis ahí dentro. Por
cierto, ese tipo, John Martin, va a venir dentro de poco, es un coleccionista
literario. Puedes venir si quieres. Creo que quiere hacerme famoso.
—Escucha, Hank..., yo me voy.
Me bloqueó la salida.
—Puedes quedarte a dormir otra vez, chico. Ya lo has hecho otras veces,
¿no?
—Duermes hasta tan tarde —protesté— que no sé qué hacer cuando me
levanto.
—Lárgate. Está bien. Sólo quiero que charlemos un poco más. Mi casero,
Peter Crotty, ha estado aquí antes, han venido él y su mujer. Querían saber si
ahora soy famoso. Les he dicho: «Claro que sí», y he bromeado con que ahora les
dejaría que me subieran el alquiler. La verdad es que la oficina de Correos me está
jodiendo mucho. Desde que empecé a salir en Open City me han estado
apretando las clavijas. Quiero dejarlo pero, ya sabes, no es tan fácil.
—¿Por qué no? Si lo intentas, puedes arreglártelas escribiendo y pasar de
Correos.
—Con la poesía, no. Tiene que ser con la prosa. Tú ya sabes que la única
forma para que un poeta gane dinero de verdad es enseñando en la universidad, y
eso es el asesinato final del alma.
Sacó su grabadora. Allá por los años sesenta solía grabar mucho en cinta,
normalmente pensamientos relacionados con asuntos literarios, pero otras veces
eran simplemente conversaciones de borracho entre él y un invitado. Aquella
noche empezó diciendo: «El gran poeta Charles Bukowski y otra persona están a
punto de comenzar una grabación. Aquí estamos juntos, dos hombres, y no hay
mujeres presentes. Tomad nota: El gran Bukowski no tiene mujer en estos
momentos...»
Por la radio sonaba una sinfonía de Rachmaninoff. Hank anunció que
íbamos a comenzar una conversación literaria. Una vez hecha la introducción, me
pasó el micrófono. Hablé sobre En lucha incierta de Steinbeck. Dije que ofrecía
una descripción sólida y sencilla de la violencia laboral en California durante los
años treinta. Hank me dio la razón, apuntando lo difícil que era trabajar en la
recolección de fruta bajo el sol abrasador de Central Valley, y a continuación se
puso a criticar algunos de los últimos libros de Steinbeck, que creía fallidos por el
sentimentalismo. Mientras él hablaba, recordé que a Hank no le gustaba que se
usasen palabras como «estrella», «luna» o «infinito» en poesía, que en su opinión,

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sólo eran información.


«Sangre sobre el verso...», decía siempre. «Escribir tiene que ser sangre
sobre el verso. Steinbeck falló cuando se olvidó de eso.»
Hank pasó de Steinbeck a Hemingway y habló de cómo le admiraba
cuando era joven, pero acabó criticando al gran novelista por ceder ante la idea de
la fama, tanto que eso había echado a perder su obra. Aquél era un tema habitual
en Bukowski. Siempre decía que la fama era una trampa para la mente.
—¿Entiendes, chico? —decía—, era una fiesta tras otra, y además, las
entrevistas. Hemingway no tenía tiempo para pensar. Estaba acabado. Entonces,
un día, se dio cuenta por fin de que aquello ya no resultaba divertido.
—Podemos poner a los grandes escritores por los suelos —dije—, pero
siguen siendo apasionantes.
—Ya lo sé —dijo Hank—. Se habla de Hemingway o de Dos Passos y a mí
me dan como escalofríos. Es como si midieran veinte metros de altura.
Después de arremeter contra la escena literaria norteamericana, Hank
mencionó a Pablo Neruda:
—Cuando escribe la palabra «triste» hace que la sientas.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que la escribe sin ideas literarias preconcebidas. O sea, no
como los profesores que caen por aquí con sus jodidos paquetes de cerveza y
quieren saber cuál es el secreto, pero no hay ningún maldito secreto. Es
simplemente vivir día a día, día a día.
Cuando le conté a Hank que había ido a un mitin en San Francisco en
contra de la guerra, se burló de mí por dejarme llevar por los demás. Algunos de
sus lectores se hubieran quedado impresionados por eso. Los que conocen bien
su trabajo, sin embargo, no se sorprenderían. Su manera de ser no podía estar
más lejos de la opinión política predominante, aunque también despreciaba la
corriente antibélica. «La mayor parte de esa gente está ciega. Se meten en el
movimiento antibélico porque se sienten solos. No tienen ideas propias. Esa
misma gente, si tuviera el poder, sería igual de nociva que Johnson o
Westmoreland.» Aunque rechazara fervientemente los hechos de actualidad,
siempre parecía que Hank estaba al tanto de lo que pasaba en el mundo.
Poco antes de que saliese el sol, se fue a su habitación y volvió con una
manta que arrojó encima del sofá, diciendo:
—Muy bien. Supongo que será mejor que nos acostemos. Quizás ese tal
John Martin me traiga suerte.
Uno de los temas principales de Hank era la idea de que la existencia de un
escritor depende de sí mismo, no de la ayuda de otros. Esto no sólo se evidencia
cuando habla sino también en su poesía.
—Como poeta no tengo ninguna responsabilidad más que conmigo mismo
—decía—. No tengo responsabilidades políticas ni religiosas. Cuando se empieza

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a agregar demasiada ideología a lo que escribe un hombre, lo que obtenemos es


pura mierda. En otras palabras, lo que pido es no estar atado a ninguna postura
fija. No estoy preocupado por salvar el mundo.
—¿Y qué te parece lo que está pasando en Vietnam? —le pregunté—. ¿No
te sientes responsable por lo que estamos haciendo allí?
Hank saltó de su silla y gritó:
—Joder, no he sido yo quien los ha mandado ahí. Yo no les he dicho que
empezaran esta jodida guerra.
—¿Y no te afectan todas esas muertes? ¿Y las cosas que leemos en los
periódicos?
—¿Quieres saber lo que siento? Nada. Nada de nada. Si veo que matan a
un perro en la calle, delante de mis ojos, lo siento. Si veo que matan a un hombre
delante de mí, sí, sentiré algo, pero si oigo en la radio que han muerto cuarenta
huérfanos en un incendio en Vermont, bueno, joder, hombre, no puede ser lo
mismo. ¿Cómo voy a sentirlo? Sólo es información que llega a través de un cable
sin vida.
—¿Y las protestas en contra de la guerra?
—¿Recuerdas lo que dije en «El genio de la multitud»? Hice una
advertencia sobre la gente que grita pidiendo paz. Ésos son los que te asesinan al
final. Hablaba realmente en serio cuando lo dije.
El poema al que se refería Hank había salido en un librito a multicopista,
publicado por la editorial Seven Flowers Press, de D. A. Levy. Sirvió como punto
de encuentro para los poetas jóvenes, al igual que pasó con los trabajos en prosa
que publicaba Blazek. Levy, cuya poesía había aparecido en Ole y en otras
revistas de la revolución de la multicopista, admiraba a Bukowski como líder de la
causa de la anarquía poética. Junto con muchos de sus amigos, Levy sufría un
hostigamiento casi constante por parte de las autoridades de Cleveland por
defender la legalización de la marihuana y publicar «poesía obscena». Para él y
sus colegas, el poema de Bukowski se convirtió en un manifiesto del artista en
guerra perpetua contra la sociedad «justa». El poema es un ataque al hombre
corriente, al que se ataca por ser falso, odioso y violento. El poema advierte:

Cuidado con
El Hombre Corriente
con la Mujer Corriente
CUIDADO con Su Amor

Su Amor Es Corriente, Busca


lo Corriente.

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Pero Es Un Genio Al Odiar


Es Lo Suficientemente Genial
Al Odiar Como Para Matarte, Como Para Matar
A Cualquiera.

En la intención del poema es crucial la opinión de Bukowski sobre cómo el


hombre corriente ve al artista creativo:

No Quieren La Soledad
No Entienden La Soledad
Intentarán Destruir
Cualquier Cosa
Que Difiera
De Lo Suyo.

Al No Ser Capaces
De Crear Arte
No Entenderán
El Arte

El poema continúa diciendo que volverán todas sus frustraciones creativas


contra el artista:

Y Su Odio Será Perfecto


Como Un Diamante Resplandeciente
Como Un Cuchillo
Como Una Montaña
COMO UN TIGRE
Como Cicuta
Su Mejor
ARTE

Cuando John Martin se presentó ante la puerta de Bukowski, éste supo que
iba a pasar algo importante. Aquel Martin de hablar suave dirigía una compañía de

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muebles y material de oficina en Los Ángeles, pero pronto habría de volcar sus
energías en la creación de una editorial independiente dedicada a publicar
espléndidas ediciones de poesía contemporánea. Aunque no estaba metido en los
círculos literarios locales, el conocimiento de Martin sobre la literatura
contemporánea y su pasión por ella eran arrolladores. Coleccionaba libros raros y
tenía una biblioteca impresionante.
Martin no había recibido una formación universitaria tradicional. Era
autodidacta en materia de escritores modernos. Había comenzado con los clásicos
en una biblioteca que heredó de su padre, un abogado que murió en un accidente
de coche en 1939, y fue progresando hasta llegar a escritores modernos como
Kenneth Patchen y Henry Miller. Admiraba en particular la sencillez en la forma y
el significado de Hojas de hierba de Whitman y creía que Trópico de Cáncer y
Trópico de Capricornio de Miller eran auténticos clásicos norteamericanos, igual
que Moby Dick de Herman Melville.
Martin había leído por primera vez a Bukowski en The Outsider y se percató
de su talento inmediatamente. Pensó que un poeta como él merecía un público
mucho más amplio. Cuando se enteró de que Bukowski vivía en Los Ángeles, le
solicitó una entrevista. Intrigado por la petición de Martin, Bukowski contestó a su
carta diciendo que podrían verse después de Navidad.
Cuando visitó a Bukowski, Martin ya sabía que quería abrir una editorial,
aunque apenas sabía la diferencia que existe entre un editor y un impresor.
Cuando llegó, la puerta estaba abierta, y miró a través de la tela metálica la
habitación poco iluminada donde Hank estaba escribiendo a máquina. Cuando
Martin llamó a la puerta, Hank salió a recibirle, y le dijo: «Muy bien, pase.» Al
entrar, Martin se fijó en las latas de cerveza, los papeles desparramados por todos
los lados, una estantería desvencijada, una mesa en el rincón opuesto cubierta de
sobres, revistas y más latas de cerveza. A un lado estaba la máquina de escribir de
Hank. Cuando empezaron a hablar, Martin quedó impresionado por la voz suave y
amable de su anfitrión así como por su cortesía. Martin sacó en seguida a relucir
su idea de publicar. Le explicó que quería hacer una serie de librillos y que pagaría
treinta dólares por poema.
Hank aceptó. Como Correos no pagaba bien en aquella época, eso
representaba una cantidad sustancial de dinero para él.
«Puede decirse que cuando Hank y yo nos conocimos fue como cuando el
señor Rolls conoció al señor Royce antes de que hicieran los coches», recuerda
Martin. Cuando le preguntó si tenía más material para publicar, Martin descubrió
una mina literaria sin explotar: el poeta fue hacia el armario, apartando de un
puntapié un par de botellas de cerveza que había en su camino, y abrió la puerta.
Allí había un montón de copias en papel cebolla. El montón tenía por lo menos
ochenta centímetros de alto. Al verlo, Martin pensó: «Dios mío, con este tipo no
hay que estar esperando a que escriba. Se puede coger lo que se quiera de esta
tremenda reserva.»
Martin ya había elegido un nombre para su editorial, Black Sparrow Press.
No tenía muchos recursos aunque, para Hank, su aspecto era el de un hombre

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rico. En realidad tenía poco dinero en el banco y ganaba menos de seiscientos


dólares al mes. Vendió toda su biblioteca de primeras ediciones a la Universidad
de California-Santa Barbara y obtuvo treinta y cinco mil dólares como capital base
para su editorial —una suma considerable a mediados de la década de los
sesenta—, lo cual le permitió hacer planes a largo plazo. Al principio utilizó el taller
de impresión de la compañía para la que trabajaba, pagando los gastos al
impresor, Phil Klein.
La sensación que John Martin produjo a Hank el día que se conocieron fue
la de un hombre meticuloso y amable, con una sonrisa suave y perpetua. Le gustó
la actitud clara y práctica del futuro editor. Supo instintivamente que aquel hombre
era justo el tipo de persona que necesitaba para que le ayudase a desarrollar su
carrera literaria. Como Hank estaba hundido hasta el cuello en la oscuridad de
Correos, vio en Martin una clara posibilidad de trabajar por su cuenta.
La ecuanimidad de John Martin, y el hecho de que mantuviese su palabra y
no le fallara jamás a Bukowski, ayudó a que establecieran una amistad duradera.
Martin era un hombre serio y de hablar suave, que nunca siguió el juego del mito
de Bukowski. No discutían, como pasaba con otra gente, para que Bukowski
pusiera en escena el personaje de borracho escandaloso. De hecho Martin era un
puritano, un hombre que iba a la iglesia, que no fumaba ni bebía, y que vivía una
vida familiar ordenada y tranquila. El contraste con Bukowski es obvio, y años más
tarde Martin señalaría con frecuencia que hacían una pareja bastante rara.
Los cuadernillos de Bukowski, que constituyeron las primeras publicaciones
de la editorial Black Sparrow Press, aparecieron en primavera y verano de 1966.
Incluyeron el poema «Historia real» en abril, «Al salir a coger la correspondencia»
en mayo, «Dar un beso de buenas noches a los gusanos» en junio, y «Las chicas»
en julio. Se publicaron treinta ejemplares de cada cuadernillo, de los que se
numeraron veintisiete y se pusieron a la venta. Los otros tres llevaban el rótulo de
«No están a la venta». En otoño, Martin publicó un cuadernillo del poeta Michael
Forrest, seguido del «El amante de la flor» de Hank, de nuevo en una edición de
treinta ejemplares. Cuando Martin entregó a Bukowski su primer pago de treinta
dólares por «Historial real», el poeta no se lo podía creer. En aquella época apenas
llegaba a ganar cien dólares a la semana en Correos y nunca había esperado
ganar tanto por un poema.
A medida que pasaban los meses, creció la admiración de Martin por
Bukowski. Empezó a agregar otros poetas a su lista de Black Sparrow Press.
Incluyó a los poetas de San Francisco Robert Duncan y Ron Loewinsohn, e intentó
no convertirse en el órgano de publicación de ninguna tendencia literaria particular.
No salía a buscar poetas que escribieran como Bukowski. A diferencia de Jon
Webb o Douglas Blazek, no exponía públicamente las razones de sus
publicaciones. No tenía intereses personales. Su editorial no seguía más
mandamiento que el de publicar libros de las más alta calidad. Hacia finales de
1968 la editorial Black Sparrow había publicado cincuenta y un cuadernillos y
libros. Pocos escritores tienen menos que ver entre sí que Bukowski y Robert
Duncan, o Bukowski y Jerone Rothenberg, sin embargo todos aparecen en el
mismo catálogo. Aunque Martin no aspiraba a llegar a crear una gran editorial en el

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sentido tradicional neoyorquino, sus planes eran monumentales comparados con


los de la mayoría de las editoriales pequeñas que se dedicaban principalmente a
la poesía. Sólo en 1969 se publicaron veintiséis títulos bajo el sello Black Sparrow.
Martin ya se había asegurado un lugar permanente en la historia de las letras
norteamericanas. Black Sparrow Press introdujo un nuevo elemento de cuidado y
refinamiento en la escena de las editoriales pequeñas. Los coleccionistas
empezaron a comprar sus publicaciones en cuanto aparecían y, cuando la editorial
comenzó a publicar libros de tamaño normal y con tiradas mayores, Black Sparrow
pasó a ser una de las editoriales pequeñas más innovadoras del país.
Mientras tanto, en mayo de 1967, Hank se había convertido en un
personaje en la ciudad por su columna semanal «Escritos de un viejo indecente»,
que aparecía en Open City, un periódico alternativo fundado por John Bryan.
Bryan había publicado varias revistas pequeñas, Renaissance y Notes from
Underground. A principios de la década de los sesenta había formado parte del
mundillo de San Francisco. Estando allí publicó un periódico alternativo, Open City
Press, en el que aparecieron algunos relatos de Bukowski. Algunos años más
tarde, en Los Ángeles, pidió a Hank que escribiese una columna semanal, cosa
que éste aceptó inmediatamente. En cuanto al número de lectores, no había
comparación entre la distribución de las revistas de poesía y el periódico de Bryan.
Mientras The Outsider y Ole podían, a duras penas, llegar a manos de algunos
cientos de lectores, Open City llegaba a miles. Aunque no era el periódico
underground de mayor circulación en Los Ángeles, tuvo, sin embargo, un impacto
importante en la contracultura. En su columna Hank escribía cualquier cosa que se
le pasara por la cabeza. Caló en el fondo de la rebeldía de los años sesenta, y el
interés que despertó se extendió rápida y ampliamente. «No había dinero de por
medio, de verdad, pero me ayudaba a mantenerme en forma y creo que mi modo
de escribir continuaba mejorando.» Era un ejercicio de calentamiento para las
novelas que escribiría más tarde para la editorial Black Sparrow Press.
El primer trabajo que Hank realizó para Open City fue una crítica literaria de
la biografía de Hemingway, Papa Hemingway, de A. E. Hotchner, que apareció
publicada el 5 de mayo de 1967. Se titulaba «Un viejo borracho al que se le acabó
la suerte». El artículo demuestra que Hank todavía mantenía viva parte de su
admiración juvenil por Hemingway. Aunque hacía mucho que había dejado de
leerle, conservaba un persistente interés por la carrera del novelista. En las
últimas frases de su crítica, Bukowski expresaba lo que sentía por este gran
maestro de la novela norteamericana, al decir que Hemingway

vivía de la guerra y el combate y cuando olvidó cómo luchar se fue.


pero nos dejó unas obras de su primera época que quizás sean
¿inmortales? pero allí había algo que tenía un movimiento de capa, una
grieta, ah. ¿a quién diablos le importa? ¡bebamos a su salud!

Una semana después apareció la primera colaboración de «Escritos de un


viejo indecente». A página completa trataba sobre el enfrentamiento de Hank con

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dos policías que le sometieron a una prueba de alcoholemia. Empieza así:

Bueno, ¿veis lo que pasa cuando un par de polis me para cuando salgo
a comprar cigarrillos? quiero cambiar toda la estructura penal y social,
pero no me malinterpretéis: no digo que el conductor borracho sea un
ciudadano superior... pero sí afirmo que hay demasiados casos en que un
hombre puede llegar a su casa sin hacer daño ni a una mosca y le paran y
lo meten en la cárcel; porque cuando hay cárceles, hay que usarlas...

En «Escritos» Hank ofrecía a sus lectores fragmentos autobiográficos, un


retrato de sí mismo como el eterno marginal o, como él mismo decía, «el hombre
de hielo». Escribía atrevidos ensayos, como el citado anteriormente, en los que
daba su opinión sobre la sociedad y la política. Los jóvenes de finales de los años
sesenta sentían empatía con el Bukowski de diecisiete años que se enfrentaba a
su padre después de volver borracho a casa una noche o con el que participaba
en una competición del ROTC que ganaba sin en realidad quererlo. Los lectores
de la prensa alternativa casi no podían resistirse a leer los retratos que Bukowski
escribía de sí mismo como máximo rebelde contra cualquier tipo de autoridad:

supongo que al final mi padre vio al Hombre de Hielo en mí, pero sacó
provecho para sí mismo de esa situación. «A los niños debe vérseles pero
no oírseles», exclamaba, para mí eso no era ningún problema, yo no tenía
nada que decir, no me interesaba, era de hielo, al principio, después y
para siempre.
empecé a beber cuando tenía alrededor de 17 años con chicos
mayores que yo, que vagaban por las calles y robaban en las estaciones
de servicio y en las tiendas de vinos, creían que mi rechazo frente a todo
era por falta de miedo, que el que no me quejara era la expresión de mi
valentía, tenía éxito pero no me importaba si lo tenía o no, era de hielo, me
ponían grandes cantidades de whisky, de cerveza y de vino delante, me lo
bebía todo, no había nada que pudiera emborracharme, emborracharme
de verdad y del todo...

En su columna no se encontraba el lenguaje de la época. Hablase de sí


mismo o de la sociedad, de sus amigos medio locos o de cómo escribir poesía
podía llevar a alguien al borde del abismo, Hank escribía con aquel estilo no-
sinsentido que había empezado a utilizar a principios de los años cuarenta. En
plena década de los sesenta seguía ajeno a la terminología hippie, y la usaba sólo
de modo sarcástico para demostrar alguna cosa. De vez en cuando dejaba bien
claro cuál era su postura política, que no estaba en la derecha ni en la izquierda, ni
en el centro, sino fuera. De este modo se mantuvo al margen de la retórica anti-
Vietnam. Comentando el tema de las elecciones presidenciales en una columna,
decía que decidirse por el partido Republicano o el Demócrata era lo mismo que

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intentar elegir entre la mierda fría o la mierda caliente.


Cuando se aventuraba de verdad en el terreno político, iba directo al grano:

EL HOMBRECITO SIMPLEMENTE SE CANSÓ DE COMER


DEMASIADA MIERDA, pasa en todas partes. Praga. Watts. Hungría.
Vietnam. no es el gobierno, es el hombre contra el gobierno, es el Hombre
al que ya no se le puede engañar con una Navidad blanca con voz de Bing
Crosby y huevos de Pascua pintados que se esconden para que los niños
tengan que TRABAJAR PARA ENCONTRARLOS, de futuros presidentes
de los Estados Unidos cuyas caras en las pantallas de televisión pueden
hacerte salir corriendo al cuarto de baño a vomitar.

Mucha gente comparaba a Bukowski con la contracultura juvenil, sin


conocer su historia relativamente larga, incluido su aprendizaje solitario y
demencial como escritor de relatos en la década de los treinta. Sus actitudes y
opiniones, formuladas muchas décadas antes de las rebeliones juveniles de 1967
y 1968, cubrían con un velo de anarquía las filosofías dominantes de tendencia
izquierdista. Los jóvenes que seguían «Escritos de un viejo indecente» solían dar
por sentado que era la palabra de una persona mayor la que se dirigía a ellos, una
palabra tan desafiante como ellos procuraban ser.
La prosa de Bukowski tenía el mismo tipo de imágenes concretas que la de
Henry Miller. Prevalecía el sentido del hombre whitmaniano, libre de toda ideología
pero lúcidamente consciente de sus propias necesidades y deseos y del lugar en
el que se hallaba en relación con la vida que le rodeaba. Las columnas no
respondían a una planificación previa: nunca sabía de qué trataría la siguiente.
Cuando se centraba en un tema social lo hacía normalmente subordinándolo a una
narración sacada de su propia experiencia.
En 1967, John Bryan pidió a John Thomas que editara una tirada de Open
City. Prestó a Thomas un montón de poemas de Bukowski y éste fue a casa de
Thomas a leerlos en voz alta para una grabación. Bryan le pidió los poemas
después de la sesión de grabación y en la confusión posterior se perdieron las
únicas copias que existían. Entonces a John Thomas se le ocurrió transcribir de la
cinta los poemas perdidos y fue esa copia la que convenció a John Martin de que
aquella selección sería un maravilloso primer libro de poemas para Black Sparrow
Press. El libro, At Terror Street and Agony Way (En la calle del terror y el camino
de la agonía), se publicó en mayo de 1968. La primera edición de ochocientos
ejemplares en rústica y setenta y cinco de tapa dura se agotó casi de inmediato.
Mientras John Martin tenía en prensa Terror Street, Hank decidió escribir un
libro largo en prosa. A principios del verano de 1967 tenía escritos siete capítulos
de una novela, que provisionalmente tituló The Way the Dead Love (Cómo ama la
muerte). Pero abrumado por problemas personales, sobre todo por la dificultad
cada vez mayor de soportar el largo horario de trabajo en Correos y la presión de
los plazos de entrega de las columnas de prensa, abandonó el proyecto. Escribió

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a William Wantling:

Hace 3 o 4 meses que no he escrito un poema y no me importa, pero


he escrito una columna semanal para el nuevo periódico de Los Ángeles
Open City, el director es John Bryan. no sé cuánto tiempo más lo haré, he
escrito, creo, cerca de una docena de columnas.

Quizás porque creía que no era el único que se daba cuenta de sus
dificultades, y sabía que quería terminar su novela, solicitó una beca Guggenheim
de seis mil quinientos dólares, pero le fue denegada. Dada la notoriedad de sus
columnas en el Open City, las autoridades de Correos decidieron darle un
pequeño empujoncito al viejo Señor Insolente, el clasificador de correspondencia
Charles Bukowski, para que decidiera si quería continuar trabajando haciendo un
recorrido largo como cartero. Recibió una citación para presentarse en el
departamento de personal. Se corrió la voz por el edificio. ¿Se vendría abajo el
viejo Insolente? Si lograban que Bukowski pasase por el aro, lo lograrían con
cualquiera.
Fue a la entrevista. Siguiendo una triquiñuela burocrática corriente, le
tuvieron durante cuarenta y cinco minutos en la sala de espera. Cuando le dijeron
que entrara por un laberinto kafkiano y encontró el camino a la pequeña sala de
conferencias, vio el asombro reflejado en las caras de sus interrogadores.
Esperaban a un hombre más joven, posiblemente a un hippie con collares y pelo
largo. En cambio llegó el Señor Los Ángeles. Un hombre que debía de tener más o
menos la misma edad que ellos, con la cara llena de cicatrices y el pelo peinado
impecablemente hacia atrás. Tan educado como podía ser cualquiera.
Primero le preguntaron si era verdad que no estaba casado con la madre
de su hija. «Es cierto», dijo. «No estamos casados.» Cuando le preguntaron cuánto
dinero le pasaba a su hija dijo que nada, argumentando que aquello no era asunto
de ellos. Entonces un señor mayor, elegantemente vestido y con una expresión
seria en el rostro, fue hasta un armario y regresó con varios ejemplares del Open
City. Parece que un compañero de trabajo de Hank se los había llevado a los
jefes.
«Me estaban esperando. Les dije cosas que no eran agradables para los
oídos comunes», comenta Bukowski. «Estaba realmente tranquilo. Cuando me
preguntaron si yo era el que escribía las columnas tituladas "Escritos de un viejo
indecente", dije. "Sí, claro".» Después, para intimidarles, habló de la Primera
Enmienda, y siguió con una expresión de asombro y la pregunta: «¿Quieren
ustedes decir que no puedo escribir lo que quiera? ¿Están sugiriendo que ya no
puedo escribir más?» Mencionó la Confederación Norteamericana de Libertades
Civiles, para intimidarlos aún más, dándose cuenta de que ya les había metido un
poco de miedo en el cuerpo. «¡No sé qué vamos a hacer con usted!», dijo uno de
aquellos señores. Todo el mundo se dio la mano y Bukowski regresó a su trabajo.
Poco tiempo después le volvieron a citar para una segunda entrevista. En la

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reunión uno de los interrogadores le contó que tenía dos hijos que iban a la
Escuela de Periodismo y que nunca escribirían cosas como las columnas del
Open City. Bukowski le dijo: «No se preocupe. Aunque quisieran hacerlo, sus hijos
nunca escribirán así.» Una vez más, las autoridades no lograron ningún progreso.
Otra vez volvieron a darse la mano, se sonrieron y se despidieron. «Dios mío, era
como si fuéramos todos viejos amigos que se habían reunido para decir
gilipolleces un rato», recordaba Bukowski.
Se convirtió en un héroe. Se difundió la noticia de que se había enfrentado
a las autoridades. Cuando llegaba a trabajar por las mañanas los empleados
murmuraban: «Eh, ahí va Bukowski», o «Mira..., tío, ése es el tipo que escribe en el
Open City. Él iba de listo y sabelotodo. La gente se le acercaba y le contaba
historias. Pero ahora los supervisores le temían y advertían a los empleados: «Eh,
no habléis con él.» Como dice Bukowski: «La palabra impresa causa miedo a todo
el mundo. Se me señaló que uno de los tipos que me entrevistaban era de
Washington. Me dijo: "¿Ha escrito usted esta columna?" y yo le dije: "Sí."»
Bukowski empezó a enviar poemas a John Martin de forma regular. The
Days Run away Like Wild Horses over the Hills (Los días huyen como caballos
salvajes por las colinas) apareció en 1969. Era una recopilación de poemas de los
primeros cuatro libros de Bukowski, que incluía Poems and Drawings de Epos y
varias obras recogidas de un sinfín de revistas de poesía. Martin eligió el orden de
publicación de los poemas y dividió el libro en tres partes. En todas las siguientes
selecciones de poemas de Bukowski, Martin siguió el mismo método de dar un
orden a los poemas y después enviárselos a Bukowski para su aprobación.
John Martin describe su relación con Bukowski como la de «dos caballeros
que quedan para tomar café». El poeta solía decir a sus amigos: «Martin es un
hombre de una pieza. No me ha defraudado nunca.» Para un hombre que
desconfiaba de los motivos de los demás aquello significaba casi un voto de
confianza. Su relación era muy profesional. Parecía que Martin provocaba un
sentido de corrección en Bukowski. Nunca durante aquellos primeros años, ni
después, le habló Bukowski a Martin de su infancia o de sus historias con las
mujeres. Cuando hablaba de asuntos personales con Martin, se trataba
normalmente de desahogos sobre una discusión con algún amigo.
Para Hank, John Martin era como un ancla en su vida, un puerto seguro.
Saber que Martin llevaba el timón de Black Sparrow Press con firmeza le daba a
Hank una sensación de seguridad, y sobre todo le gustaba la idea de que, al
principio, el mismo Martin había empaquetado y enviado sus libros. Al haber
trabajado muchas veces como empaquetador en su juventud, Hank apreciaba esta
clase de participación manual.
Animado por su éxito como columnista, Hank pensó más seriamente en
dedicarse exclusivamente a escribir. Seguía bebiendo tanto como siempre, sobre
todo cerveza Miller, que compraba en cajas de seis en una tienda de vinos a
pocas manzanas de su apartamento. El dueño y él hablaban de las carreras de
caballos mientras le iba despachando cerveza, puros y cigarrillos, tres cosas a las
que Hank invitaba a sus visitas, cada vez más numerosas. Luchaba

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constantemente para encontrar tiempo para escribir, para mantener el equilibrio


entre su soledad vital y sus obligaciones para con los amigos, los conocidos y los
extraños. No quería parecer un anfitrión descortés, así que normalmente se
encontraba gran cantidad de horas del día dedicado a cumplir con sus
obligaciones sociales. Algunos de los que iban a verle querían sinceramente pasar
algunos momentos con un escritor al que admiraban, mientras que otros iban a
comprobar y examinar si la leyenda Bukowski era cierta. Otros terminaban incluso
quedándose lo suficiente como para verle emborracharse y, alguna vez, acabaron
peleando con él. Entre los escritores que le conocían, sus borracheras eran tema
frecuente de conversación. Borracho, sobrio o con resaca, a Hank también le
gustaba hablar de literatura, aunque protestase. Nunca se sacudió del todo aquel
entusiasmo juvenil por la grandeza absoluta de sus primeros héroes.
«La fama es la peor puta de todas», solía decir a sus amigos, bromeando
sobre la atención cada vez mayor que recibía, no sólo de las revistas pequeñas,
sino también de los medios de comunicación underground más conocidos. Mucho
antes de los últimos años de la década de los sesenta escribió un poema titulado
«love & fame & death» (amor & fama & muerte), que empieza: «ahora está sentada
al otro lado de mi ventana / como una vieja / que va al mercado...» Pero, a pesar
de los recelos, Hank estaba entusiasmado con la atención cada vez mayor que se
le prestaba. La notoriedad y el eco que le daban sus columnas en Open City, Nola
Express y Free Press eran una cosa, pero, si se añadían a ello las publicaciones
de Black Sparrow Press, se acercaba su sueño de lograr independencia
financiera.
Afirmaba categóricamente que no se sentía parte del movimiento
underground, incluso cuando se convirtió en uno de sus héroes. Pero, igual que
Henry Miller, opinaba que la guerra significaba una locura total y que él no
participaría en aquello. Fue aún más lejos al decir: «No estoy ni a favor ni en contra
de la guerra. Es demasiado fácil tomar posiciones. Yo sólo me ocupo de lo que
tengo directamente frente a mí.»
En 1969, Hank se carteaba con Lawrence Ferlinghetti, famoso poeta beat y
una de las voces importantes del renacimiento poético de San Francisco en los
últimos años de la década de los cincuenta, que también había ganado igual
notoriedad como editor de Aullido y otros poemas de Allen Ginsberg en la editorial
City Lights. Ferlinghetti empezó a prestar atención a Bukowski a mediados de la
década de los sesenta, sobre todo por los poemas y relatos cortos que veía
publicados en revistas pequeñas. En una carta a Ferlinghetti, en el otoño de 1969,
Hank empieza con una descripción gráfica de su mito siempre en aumento:

Bueno, es la una de la tarde y aquí estoy sentado en calzoncillos con el


típico cigarro barato y cerveza, en la radio suena algo malísimo, y me
duele la cabeza, déjame terminar esta botella. ¡YA!, jesús, sí, así está
mejor. Ahora déjame ir a buscar otra...

A continuación expone las diferencias que ve entre las pequeñas revistas

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literarias y las que están más establecidas, con un aplomo muy cínico, típico de
Bukowski. Lo que le dice a Ferlinghetti es, de forma condensada, parte de su
repertorio de siempre, en el que ataca a todo el mundo literario, dejando tras de sí
una carnicería mientras su retórica derriba toda las fortalezas del atrincherado
éxito literario. Escribe:

Francamente, las pequeñas son más desagradables que las grandes


porque aunque las dos publican MIERDA, al menos las grandes se
comportan de una manera comercial. Y al decir manera comercial me
refiero a la ORGANIZACIÓN, a las fechas, a HACER las cosas, por dios
bendito. En las pequeñas hay demasiados niños jugando, se les ocurren
grandes ideas románticas y se marchitan como maricones en un baile de
lesbianas. Qué bien.

Lo que le impulsaba a tratar el asunto del mundo de las revistas literarias


era su preocupación sobre Laugh Liferary and Man the Humping Guns, la revista
de poesía que él y yo empezamos en febrero de 1969. Se había planificado como
una revista literaria nueva e importante. Sin embargo, razones de tipo financiero
hicieron que terminara siendo una revista de treinta y dos páginas grapadas en
papel de sesenta gramos e impresa en offset. Al principio Bukowski creía que
contaba con alguien que respaldara aquello económicamente, alguien que había
conocido en el instituto. Quería que la revista se llamara «Revista Contemporánea:
Un diario no snob de la creatividad activa actual». Cuando protesté diciendo que el
título no tenía nada que ver con su forma de ser impulsiva ni con mi sensibilidad,
me dijo que me fuera a casa y esperase hasta que se le ocurriese algo mejor, y así
lo hice con la intención de adelantarme. Pasaron tres días. Una noche, tarde, sonó
el teléfono.
—Soy Hank —dijo con voz autoritaria—. Ya lo tengo. ¿Estás preparado?
—Sí, hombre. Venga —dije.
—La Risa Literaria y el Hombre de las Pistolas Cargadas publicada por
Hatchetman Press (Ediciones del Hombre del Hacha).
Estuve de acuerdo.
Me explicó que con aquel título se burlaba del mundo de la literatura seria e
introducía el humor en escena.
—Tenemos que reírnos de nosotros mismos —me dijo—, y no tomarnos
demasiado en serio, joder. Tal vez con ese título la gente lo entienda.
Conseguimos poemas para el primer número. Sin embargo, antes de tener
los poemas suficientes, ya estábamos discutiendo sobre la portada, aunque ambos
estábamos de acuerdo en que queríamos algo impactante.
—Para sacudirles un poco —le dije.
—No, para ponerles furiosos y hacer que los enemigos salgan arrastrándose

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de sus pequeños y cómodos armarios —contestó Hank.


Yo quería una foto nuestra junto a algunos comentarios desagradables
sobre nuestros enemigos, reales o imaginarios. Hank quería palabras, sus
palabras, así que se sentó y escribió a mano sobre una cuartilla: ASQUEADOS
POR LA POESÍA DE CHICAGO, POR SUS INSULSAS TORTITAS DE FRUTA
DE LOS PRUDENTES CREELEY, OLSON, DICKEY, MERWIN, NEMEROV Y
MEREDITH — ÉSTE ES EL NÚMERO UNO DEL A—O UNO DE LA RISA
LITERARIA Y EL HOMBRE DE LAS PISTOLAS CARGADAS. Firmó debajo
convencido de que aquél era un gesto muy valiente.
En su condena manuscrita Hank había mezclado en el mismo grupo a
poetas muy diversos. Robert Creeley y Charles Olson —los dos relacionados con
la Black Mountain School y, más tarde, con la Nueva Poesía Norteamericana
surgida durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial— habían roto
con la tradición, cada uno a su modo, y ambos eran considerados innovadores
importantes por los poetas beat. En el panteón de Bukowski, sin embargo, eran
demasiado conscientes de su labor de pioneros y, por lo tanto, artificiales.
Afirmaba que los poemas de Creeley no eran más que un refrito de la poesía
amorosa inglesa, y que iba a lo seguro. A Olson le consideraba rimbombante,
enmarañado con demasiada frecuencia en una retórica que no conducía a
ninguna parte. En cuanto a los demás poetas de la lista, los calificaba de sosos y
aburridos, dedicados a agradar a las multitudes, atrapados por las preocupaciones
académicas y creadores de artificios a costa del arte. De Robert Creeley se
quejaba en una carta a Harold Norse en 1966, diciendo que «Creeley no folla, hace
el amor». Le decía a Norse que el poeta había intentado convertirse en uno de los
del grupo escribiendo un poema sobre una chica a la que se ve hacer pis en un
lavabo.
Es difícil encontrar un poeta que no presente cierta mentalidad localista.
Obviamente, ni el mismo Bukowski se mantenía inmune. Ha escrito suficientes
poemas sobre el tema de la poesía como para llenar por lo menos dos gruesos
volúmenes, y en la mayoría de ellos destroza a los poetas académicos y a lo que
él llama «los fabricantes-de-poemas modernos y rápidos». En un poema que lleva
esa frase por título, dice:

es bastante fácil parecer moderno


cuando en realidad se es el mayor idiota que jamás haya existido;
ya lo sé: yo he sacado algunos poemas horribles
pero no tan horribles como los que he leído en las revistas;
poseo una honestidad fruto de las putas y los hospitales
que no me permite fingir ser
algo que no soy...

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Como editor, sabía lo que quería de un poema. Su fe en la poesía


espontánea y su propio sentido de lo que parecía verdadero o artificial fue siempre
una constante. A mediados de los años cincuenta había desarrollado un sentido
instintivo del verso y el ritmo que se mantenía intacto; a aquel pozo acudía para
orientarse. Me parecía que elegía lo que estaba demasiado cercano a lo suyo,
imitaciones demasiado cercanas a su propio estilo. Reconociéndolo, hizo un
intento sin demasiado éxito de apartarse de sus imitadores.
—¿Sabes? Me pregunto qué reacciones habrá frente a mi portada —me
comentó—. Quizás nos escriban respondiéndonos algunos de los que atacamos, y
podíamos publicar esas cartas.
Asentí con la cabeza. Sin embargo nadie reaccionó en contra. En cambio,
nos vimos inundados de originales de todo el país y de Europa.
Además de Bukowski, los poetas incluidos en Laugh Literary eran John
Thomas, T. L. Kryss, Douglas Blazek, Jerome Rothenberg, Jack Micheline (un
poeta beat del Bronx, de Nueva York, que había escrito «Stretcall New Orleans»),
Don Cauble, Harold Norse y S. S. Veri, seudónimo de Frances Smith. La lista de
colaboradores era una mezcla de gente del círculo de Bukowski y algunos otros
que nos habían enviado poemas de vez en cuando, así como unos pocos que
había descubierto yo por mi cuenta. Norse, que era nuestro director de
colaboraciones, nos trajo poemas de Sinclair Beiles, un poeta que entonces vivía
en Grecia. En una carta que me envió en la que trataba algunos asuntos de la
edición de la revista, Bukowski decía: «Estoy hasta los cojones de leer esta basura
que llega y que hay que devolver. Me lleva horas enteras y cada día recibimos más
y más originales.»
Una noche, mientras preparaba el primer número, Hank me llamó para
decirme que había descubierto a un joven genio, un poeta que vivía en San
Fernando Valley y venía a algunas de las reuniones literarias de la ciudad. Yo lo
recordaba como un poeta malo, con tendencia a emplear imágenes surrealistas
fuera de lugar, una poesía desenfocada, sin rumbo fijo. Eran las dos de la
madrugada y le rogué a Bukowski: «¿No podemos hablar de esto mañana?»
Protestó diciendo que tenía que acercarme a su casa inmediatamente. Me di por
vencido y bajé con el coche por el Bulevard Santa Monica, giré a la derecha por
Normandie hasta llegar a la calle De Longpre. Aparqué frente al patio de Hank,
llamé a la puerta y entré. «Coge una cerveza, chico», me dijo Hank mientras
gesticulaba frente al joven poeta ansioso, que estaba sentado en un sillón muy
inflado, debajo de la placa de «Marginal del Año» de la editorial Loujon Press. Cogí
una cerveza de la nevera de la cocina, pequeña y desordenada y regresé al salón.
Hank estaba sentado junto a la radio con aire de autosuficiencia y muy pagado de
sí mismo. Me pasó un fajo de poemas del nuevo genio literario, que, al igual que
tantos otros visitantes, acabó quedándose a beber toda la noche. Los cogí e
intenté evitar la mirada del joven poeta. Leí atentamente. Después de unos veinte
poemas aproximadamente, le devolví los papeles a Hank. Estaba sentado en el
borde del sillón preguntándose cuál sería mi respuesta. El joven poeta apenas
respiraba. Tenía los ojos muy abiertos. Dije: «Hank, léelos otra vez.»

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Asintió y volvió a leerlos todos, finalmente miró al joven poeta y después me


miró a mí. «Dios mío, Neeli tiene razón. Estos poemas son horribles.» Justo en ese
momento entró un rayo de sol en la habitación y formó un halo casi perfecto
alrededor de la cabeza de Hank. El joven poeta se levantó violentamente de su
sillón y gritó: «¡Neeli lo ha estropeado todo! A Bukowski le encantaban mis
poemas... Me lo ha estropeado todo...». Cogió su manuscrito, la obra de toda una
vida, y salió disparado por la puerta, todo esto mientras amenazaba con que iba a
escribir un artículo contando cómo Neeli Cherry, que era como se me conocía
entonces, controlaba secretamente al gran Charles Bukowski.
En otra ocasión Hank y yo estábamos leyendo un montón de poemas de
diferentes escritores cuando pareció que un demonio se posesionaba de la
habitación. El resultado fue que empezamos a arrugar los originales y a escribir
cartas malvadas rechazándolos, como por ejemplo: «Lo siento, pequeño, pero
éstos no sirven», o «No publicaríamos esta mierda ni aunque nuestra vida
dependiese de ello». En medio de esta locura Hank se metió en la cocina, cascó
un huevo en un plato y sumergió algunos originales dentro, y los dejó hasta que se
secó el huevo. Después derramamos cerveza sobre algunos otros originales.
Cogimos todo aquello y lo llevamos a Correos comportándonos según el nombre
de nuestra editorial: la editorial del hombre del hacha, Hatchetman Press.
La portada del segundo número de nuestra revista de poesía, que salió en
diciembre de 1969, la hice yo, escribiendo con un gran rotulador negro: «LAUGH
LITERARY AND MAN THE HUMPING GUNS, éste es el ejemplar n.¡ 2, año I,
POEMAS OBSCENOS PARA VUESTRAS VIDAS SUICIDAS.» Pusimos nuestras
firmas debajo. Nuestros directores de colaboraciones en ese número eran Norse y
Steve Richmond. Incluimos poemas de las estancias de Norse en Europa, a varios
poetas locales y un poema que Bukowski y yo escribimos juntos bajo el nombre de
Simpson Freyer. Él escribió algunos versos, después yo agregué otros, y después
Bukowski otra vez. El poema de Freyer empezaba:

llama a la policía
llama a los ratones
llama al f b i
llama a las horas de las putas durmientes
llama pidiendo clemencia
llama a mamá...

cuéntame sobre los negros
cuéntame sobre los idiotas mongólicos
cuéntame sobre la compañía del gas —...

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Nuestro último número apareció en febrero de 1971, momento en que los


dos estábamos ya con otras cosas. Bukowski estaba tan preocupado con el asunto
de ganarse la vida escribiendo que no podía permitirse el lujo de mantener a flote
una revista y había discutido despiadadamente sobre la producción de la revista.
Sin embargo, aquel último número tenía algunas colaboraciones importantes,
incluido un relato de Bukowski sobre el día en que dejó a Hemingway fuera de
combate. En la portada de aquel número aparecíamos Bukowski y yo con un
hombre de ochenta y cinco años que limpiaba cristales y que pasó por allí
mientras nos sacábamos la foto frente al apartamento de Hank.
La inclusión de Bukowski en la colección de Poetas Modernos de la
Penguin en 1969 marcó un hito en la vida de Hank. La colección tenía un amplio
número de lectores, no sólo por la distribución mundial de Penguin, sino porque
publicaba en un solo volumen a tres poetas juntos, la mayoría de los cuales
contaban ya con leales seguidores. Ginsberg, Ferlinghetti y Corso estaban en la
colección, igual que otros poetas norteamericanos y muchos ingleses. Bukowski
apareció junto a Harold Norse y el poeta surrealista de San Francisco Philip
Lamantia, un escritor que se identificaba tanto con los beats como con la poesía
del renacimiento de San Francisco. La selección de poemas de Bukowski la
habían sacado de los libros de la editorial Loujon Press, e iba acompañada de una
pequeña nota biográfica.
El proyecto comenzó cuando el nuevo editor de poesía de Penguin, Nikos
Stangos, se puso en contacto con Norse con la idea de sacar un volumen entero
sólo con su poesía. Norse se quedó estupefacto y le dijo a Stangos: «Creía que
editoriales como Penguin sólo dedicaban un libro completo a poetas como T. S.
Eliot, W. H. Auden y Ezra Pound.» Stangos le respondió que quería publicar a
poetas nuevos y modernizar la imagen de Penguin. Norse le preguntó cuántos
ejemplares se venderían de un libro así. El editor dijo que entre tres y cuatro mil.
Entonces Norse le preguntó sobre la colección de Poetas Modernos de Penguin.
Stangos le dijo que de esos libros vendían unos diez mil ejemplares o más.
Convencido de que sería mucho mejor formar parte de aquella colección, Norse le
dijo a Stangos que él tenía en mente a otros dos poetas: Charles Bukowski y Philip
Lamantia. Stangos no conocía la poesía de Bukowski, así que Norse le prestó
unos ejemplares de It Catches My Heart in Its Hands y de Crucifix in a Deathhand.
Stangos leyó los libros y le dijo a Norse que tenía razón, que Bukowski tenía un
don especial.
Mientras tanto, Hank intentaba mantenerse en contacto con Frances, que
escribía con frecuencia pero nunca pasaba mucho tiempo en el mismo lugar. En
1968 Frances y Marina vivieron unos pocos meses en San Francisco con la hija
mayor de Frances, Patty, en Potrero Hill, un barrio de viejas casas victorianas
desde el que se veía la zona de los almacenes de mercancías de la ciudad. Allí
Marina iba a la guardería con el nieto de su madre. Al principio aquélla parecía una
situación ideal. Pero Frances comenzó a sentirse descontenta y decidió volver a
trasladarse a Los Angeles. Bukowski se alegró al saber que pronto Marina estaría
otra vez cerca de él.
Frances se quedó en Mar Vista durante unos meses, al cabo de los cuales

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decidió mudarse a una comuna en Nuevo México llamada New Buffalo, cerca de
la ciudad de Río Hondo. Hank manifestó que estaba en profundo desacuerdo:
quería que su hija se instalase en un sitio, pero no en uno en el que sus habitantes
estuviesen marcados por una ideología definida. Hablaba a sus amigos con
desdén de Frances y su comuna hippie del suroeste.
Como la vida en New Buffalo se hizo casi insoportable durante los crudos
meses del invierno, Frances se trasladó a Placitas, Nuevo México. Hacía alubias
todos los días en una gran olla para todas las personas con las que compartía una
gran casa. Su pequeño cheque mensual daba de comer a todo un grupo de gente
hasta que le robaron el dinero, presumiblemente alguno de los residentes en la
casa. Se volvió al Este a visitar a su familia, donde organizaron una fiesta de
cumpleaños para Marina. Frances se mantenía siempre en contacto con Bukowski
desde donde estuviese viviendo, asegurándole que su hija se encontraba bien de
salud y en todos los demás aspectos.
A principios de 1969 madre e hija se mudaron al área de Silverlake, Los
Ángeles, y de allí volvieron a trasladarse a Mar Vista. Durante el año 1969-70
Marina, que tenía seis años, no fue al colegio, decisión que Frances tomó por su
cuenta. Bukowski había comentado que prefería que su hija no fuera al colegio,
pero no conocía ninguna alternativa práctica para ello. Unos años antes había
dibujado una tira cómica para el Open City en la que aconsejaba a Marina que no
fuera jamás a la universidad. En sus discusiones con Frances, sin embargo, le
había dicho que quería que, mientras tanto, la niña volviese al colegio para recibir,
al menos, una formación básica.
Al año siguiente Frances y Marina vivieron en Garden Grove con la madre
de Frances. Fue un traslado provocado por necesidades económicas. Una vez allí,
Marina volvió a ir al colegio.
Una vez instalada en la zona de Los Angeles, Marina iba al apartamento de
su padre una vez a la semana. Él pasaba por el colegio a recogerla, y jamás dejó
de llegar a la hora, aunque hubiera estado borracho la noche anterior o tuviera una
resaca terrible. Marina recuerda que «respetaba que otros fueran imprevisibles,
pero él siempre era puntual... Y estaba conmigo de verdad. Hablaba conmigo e
íbamos a comer juntos a algún sitio, a veces a la playa. Me hablaba de la vida,
aunque yo no era más que una niña pequeña. No me ocultaba nada.»
Hank sintió alivio cuando Marina se instaló definitivamente en Santa
Monica. Cuando se hizo mayor y participaba en las funciones del colegio y en
otras actividades, él iba y se sentaba entre el público. Marina no sabía que su
padre podía sentirse cualquier cosa menos cómodo, allí apiñado con los
representantes de la Asociación de Padres y Profesores y la gente de Santa
Monica.
Ella tenía la sensación de que su padre era diferente de todos los padres
que conocía: «Al ser una niña criada fuera de las normas sentía que nosotros
teníamos algo especial de lo que todos los demás carecían...» Por aquel entonces
no había muchos niños con padres divorciados y aquello en sí mismo y sumado a
lo demás la hacía sentirse diferente. En algún momento se preguntó

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conscientemente si habría estado mejor con un padre que fuera todas las
mañanas a trabajar vestido con traje y corbata y un maletín en la mano. «Pensaba
realmente en eso. Me gustaba un padre como Hank no sólo por una cuestión de
fidelidad, sino porque le veía como a una persona, un amigo; no sólo como a mi
padre, no simplemente como a alguien con el papel de padre.»

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10

A finales de la década de los sesenta Hank seguía realizando su penoso


trabajo en Correos y luchando contra el oscuro y complejo sistema de normas y
reglamentos. Encontraba cada vez más difícil aguantar estoicamente el
comportamiento cotidiano de la gente del Anexo Terminal, la animosidad de sus
compañeros y las amonestaciones que recibía por infracciones mínimas de las
reglas postales. Sus jefes le presionaban sin tregua pues deseaban que se fuera.
En una ocasión, por ejemplo, un supervisor particularmente rencoroso vio que
estaba junto a una ventana abierta. Se le acercó y le dijo severamente:
—¡No está permitido abrir esa ventana!
—Yo sólo estaba aquí. No la he abierto.
—Debe de haberla abierto usted puesto que está aquí.
Ni siquiera le contestó a aquel supervisor de gafas y labios apretados que
de repente empezó a gritar. En lugar de ponerse a discutir o lanzarle una de sus
cortantes respuestas, Hank permaneció en silencio. Al final el supervisor se dio la
vuelta y volvió a su puesto.
Aparte de la presión que ejercían los supervisores estaban también las
peleas y las jornadas agotadoras con sus compañeros funcionarios. Una noche
decidió que ya no podía seguir soportando aquella constante impertinencia. Todo
el mundo se ponía verde mutuamente de una forma implacable. Así que Hank
pidió a todo el departamento de clasificación de correspondencia que pararan un
momento lo que estaban haciendo. Tenía algo que decirles. Empezó: «Mirad,
tenemos un trabajo infernal, tenemos que trabajar muchísimo con los supervisores
pegados al culo continuamente. Nos atacamos mutuamente. Nos echamos mierda
unos a otros. Siempre estamos pensando en cosas terribles que decirnos. El
trabajo es un infierno y lo estamos convirtiendo en un infierno aún peor.» Entonces
uno de los tipos dijo: «Hank, ¿me dejas decir algo?» Hank le dijo: «Claro.» El tipo
dijo que entre toda la gente del departamento de clasificación que se atacaban
unos a otros, Hank era el que tenía la lengua más afilada y venenosa de todas.
Cuando el hombre terminó de hablar, Hank regresó a su puesto y no dijo nada
más, pues era consciente de que su detractor había dicho la verdad.
Hank mantenía una lucha progresiva con un compañero negro. «Aquel
individuo siempre estaba atacándome. Siempre estaba saltándome al cuello. Es la

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costumbre. Aprendes a hacerlo y ya no puedes parar. Quedas hecho añicos. Yo


tenía que sobrevivir, ya que era uno de los pocos blancos... Bueno, aquel tipo me
dijo:
—Tus abuelos convirtieron a mis abuelos en esclavos.
—Mis abuelos no tenían ningún esclavo. Estaban en Alemania. Allí no había
esclavos. Así que ¿de qué estás hablando, cabrón? —le contesté.
—Eh, oye. Supongo que no me invitarías a tu casa. ¿No, Hank? —dijo él.
—Claro que sí. Puedes venir cuando quieras, Leroy.
—Bueno, entraré por la puerta de atrás para que no me vean los vecinos. Iré
con una jovencita blanca.
—Muy bien —le contesté—. Cuando llegues estaré sentado en el sillón con
una botella de whisky y con una jovencita negra en mis rodillas. ¿Vale, pequeño?
«Aquello continuaba así toda la noche. Clasificar correspondencia y pelear.
Lo único que importaba era aniquilar al otro: blanco, negro, joven, viejo», recuerda
Hank.
Un incidente impactó a Hank porque ponía de manifiesto hasta qué punto
las personas se dejan transformar en piezas sometidas y obedientes dentro del
engranaje de sus empleados. Se volvió hacia un compañero mientras clasificaban
correspondencia en el Anexo Terminal y le preguntó:
—¿No te entran ganas, a veces, de tirar toda la correspondencia al suelo y
salir corriendo y gritando por los pasillos?
El chico le miró con ojos apagados y dijo:
—No. Nunca he sentido eso.
Después de contestar, volvió sumisamente a su trabajo. A Bukowski,
escribir era lo que le permitía suportar el sufrimiento de doce años y medio en
aquel trabajo. Estaba seguro de que si no hubiera escrito durante aquellos años,
habría llegado a robar un banco o a matar a alguien.
En parte porque veían en ello una oportunidad para que Hank ganase el
dinero suficiente para acelerar su liberación de Correos, sus amigos le
convencieron para que diera su primer recital de poesía en la primavera de 1969.
Dada su falta de aprecio por la tradición oral, era comprensible su resistencia a
entrar en aquel ruedo. Una vez que saltó a él, recitó sus poemas como si lo
hubiese estado haciendo toda la vida. No esperaba la ocasión con mucho
entusiasmo. El recital tuvo lugar en el Bridge, una galería con actuaciones y
exposiciones en el Bulevard Sunset, dirigida por un alemán llamado Peter y su
novia Bonnie White, una poetisa y cantante folk negra. Había libros a la venta,
velas, cuadros y cerámica. La serie de recitales de poesía del Bridge incluía a
Harold Norse, John Thomas y otros poetas locales. Normalmente, asistían unas
treinta o cuarenta personas. Bastantes días antes del recital, se corrió la voz de
que Hank iba a leer sus poemas, y acudieron más de trescientas personas.
Mientras Hank iba andando desde el aparcamiento del mercado enfrente

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del Bridge, echaba pestes de «esos tontos del culo que van a los recitales de
poesía..., corazones solitarios..., gente que no tiene otra cosa que hacer». Dentro
había muchos poetas conocidos de Los Angeles hablando entre sí, prometiéndose
una noche desenfrenada. Hank se detuvo al borde del precipicio. Atravesó
pavoneándose la multitud que había en el hall, preparado para cualquier cosa.
Antes de empezar a leer, hizo algunos comentarios para provocar al público. Un
ciclista de pelo largo gritó: «¡Corta el rollo!» Enorme y con barba, John Thomas
estaba sentado con aire amenazador, como a punto para pasar a la acción si se
presentaba la necesidad.
Cuando la multitud se calmó, Hank se aclaró la garganta y bebió un largo
trago de cerveza. «Muy bien. Empecemos esto», dijo. Su voz resonante, metódica
y tranquila llenó la sala. Dominaba la situación y mantuvo el control durante todo el
recital, sin perder nunca el ritmo. Entre el público había poetas curtidos, muchos
hippies, con aire soñador frente al gurú empapado de alcohol, y algunos
profesores de facultades universitarias. Aquella tarde Hank leyó muchos poemas
directamente de las galeradas de The Days Run away Like Wild Horses over the
Hills.
De vez en cuando Hank hacía una pausa para beber. Miraba a John
Thomas en busca de apoyo moral, y seguía leyendo. Muchos de los poemas eran
conocidos por sus seguidores, mientras que otros acababan de salir de la
ametralladora de su máquina de escribir. «Muy bien, allá va... Atención...», dijo Hank
al comenzar uno de los poemas de los días de la editorial Loujon Press. Después
del recital no ocultaba su regocijo. «Bueno, qué cojones. Los dioses han sido
buenos conmigo. No sé hacerlo mal.» Hablaba así mientras iba conduciendo de
vuelta a su apartamento, pero después empezó a quejarse de que no tenía mujer.
Pocas horas más tarde, volvió a pensar en el recital y recordó lo difícil que le
había resultado ponerse frente a tanta gente que no significaba nada para él.
Pensó, sin embargo, que dar recitales podía convertirse en un negocio rentable
que podría ayudarle a mantenerse a flote financieramente. Había habido tal
multitud que mucha gente había tenido que marcharse. La noche siguiente Hank
dio un segundo recital en el Bridge frente a un público de iguales proporciones.
En enero de 1969, Essex House, una editorial del norte de Hollywood
especializada en libros pornográficos, publicó una colección de relatos de
Bukowski del Open City: Escritos de un viejo indecente. Los veinte mil ejemplares
publicados no tardaron mucho tiempo en desaparecer de las estanterías de las
librerías. Aquel éxito era el resultado de la aparición de Hank en los periódicos
underground de Los Angeles y ayudó a aumentar su condición de figura de culto.
Considerados en conjunto, los relatos resaltan cómo Bukowski lucha con su
propia sombra al borde de la desesperación, entre gente grotesca y situaciones
aún más grotescas, y sin embargo sale de ello con pleno dominio de sí mismo,
incluso cuando se retrata como un perdedor. Bukowski crea iconos formidables de
las situaciones más corrientes, inundándolas de pasión y humor. Son las noticias de
las calles de Los Angeles presentadas a puñetazos fuerte y rápidos, que hurgan en
la superficialidad de nuestra cultura, en la mentalidad cerrada y uniforme de la

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gente que ve a su alrededor, y en su propio sentimiento de aislamiento. No busca


un punto de contacto con un espíritu universal amplio. Bukowski cuenta sus
historias con la sencillez de Hemingway en Fiesta y la impetuosidad y el sentido
intuitivo de la palabra humana sin adornos de las obras de Nelson Algren.
En el otoño de 1969, Bukowski envió un ejemplar de Escritos de un viejo
indecente a Carl Weissner, de Mannheim, Alemania, que ya había leído muchos
de los relatos por separado en el Open City. Verlos todos juntos en un volumen le
produjo un gran impacto. Mostró la obra a J. Melzer, heredero de una editorial con
una larga tradición en libros de misticismo judío. El dueño de la empresa había
hecho que su hijo abandonase el ejército israelí y volviese a casa para ayudarle a
restablecer la editorial. Éste tenía interés en la nueva literatura norteamericana y
estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a apreciar las imágenes sexuales y la
escatología de Escritos.
Melzer cogió el libro, lo abrió por el prólogo y leyó dos páginas. Se volvió
hacia Weissner y dijo: «Quiero sacar este libro ¿Podrías conseguirme un contrato
con los derechos para Alemania? ¿Tú harías la traducción?» Cari dijo que sí, con
la esperanza de que Melzer hiciera una edición buena y barata al alcance de los
estudiantes universitarios, grupo que probablemente sería el más interesado en él.
Intentó convencer a Melzer de que hiciera una edición barata en rústica, algo que
costase unos doce marcos más o menos. Pero el editor creía en el viejo mito de
que un autor importante como Bukowski merecía una buena edición en tapa dura.
Resultó que el libro era demasiado caro para los bolsillos estudiantiles.
Escritos apareció en la primavera de 1970 en la editorial de Melzer.
Probablemente debido al alto precio, se vendieron solamente mil doscientos
ejemplares. La edición tenía un aspecto serio y académico que no guardaba
ninguna relación con la desenfadada literatura que encerraba. Lo irónico fue que
recibió muchas críticas favorables, incluyendo una de Der Spiegel. Había sido la
primera incursión en el sector de lectores alemanes. Weissner sabía que había
estado cerca de conseguirlo. Pero no se le había ocurrido todavía traducir un libro
de poesía de Bukowski y ver qué resultado daba.
El 2 de enero de 1970, a los cuarenta y nueve años de edad, Hank dejó su
trabajo en Correos. Antes de finalizar su último día, oyó que uno de sus
compañeros de trabajo comentaba: «Ese viejo tiene agallas para dejar un empleo
a su edad.» De regreso a casa se paró en la tienda de vinos de Ned y compró más
cajas de seis cervezas de lo normal. Celebró su nueva vida detrás de las persianas
bajadas. Algunos amigos le visitaron durante sus primeros días de libertad, al
enterarse de la noticia que corría por la comunidad poética de la ciudad. Los
Crotty, sus caseros y compañeros de copas durante mucho tiempo, que vivían al
otro lado del patio de Hank, se acercaron a celebrarlo.
—¿Estás seguro de que lo que has hecho es acertado? —le preguntó Crotty
—. A mí me parece una locura.
Hank se quejaba ante sus visitas de que necesitaba tiempo para escribir.
Temía no poder ganar suficiente dinero como escritor si no se concentraba en una
obra larga en prosa, y para ello necesitaba muchas horas de aislamiento todos los

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días. Le preocupaba el pago del alquiler, aunque sólo ascendía a 37,50 dólares al
mes. Pero, sumado a la cantidad que tenía que pasar a su hija, el dinero para el
hipódromo y el de la cerveza, sus gastos no eran tan bajos. John Martin le
pasaba una pequeña cantidad mensual para ayudarle a mantenerse y le prometió
aumentar la cifra con el paso del tiempo. Más adelante Hank recibiría una
jubilación y además tenía una cantidad ahorrada que le ayudaba a mantenerse sin
problemas. Así que, reuniendo todo el coraje, decidió escribir una novela.
Hank se lanzó a escribir Cartero al día siguiente de abandonar su empleo,
dejando que las palabras brotaran directamente de él: acabó el manuscrito en
menos de tres semanas. De vez en cuando llamaba por teléfono a John Martin y le
aseguraba que no le decepcionaría. Al final había escrito 120.000 palabras, que
redujo a cerca de 90.000. El proyecto le permitió repasar todos aquellos años de
sufrimiento como funcionario de Correos. Revivió cada incidente con distancia,
libre como estaba ahora de reglamentos, normas, supervisores y compañeros de
trabajo. Respecto a lo que escribió sobre su trabajo dice: «Era imposible escribir
sobre él como lo hice en Cartero hasta no haberlo dejado. Sólo entonces, al
repasar aquella época, fue cuando las cosas salieron solas.» En Cartero compara
el dejar el trabajo con escaparse de la cárcel; escribir aquella novela fue como una
liberación catártica, un medio de salir por fin de una mala situación.
El día que empezó la novela, Hank entró en una especie de trance, y no se
tomó ni un día de descanso hasta que acabó. Empezaba a escribir a las dos y
media de la tarde y seguía hasta medianoche, en que paraba, salía un rato y
comía algo. Iba revisando a medida que iba escribiendo. «En aquello me pasaba el
día entero, era muy agradable estar allí porque podías ver pasar a la gente por la
acera..., sabías que ahí estaba el mundo: yo escribía aquellas páginas y luego me
tumbaba en el sofá y caía muerto. Después, por la mañana, leía diez o doce
páginas... y quitaba toda la jerigonza. Normalmente encontraba más paja en las
últimas páginas que en las primeras. Bueno, uno se cree mágico y un genio...» El
día que acabó el manuscrito, el 21 de enero de 1970, telefoneó a Martin:
—Ya está hecho.
—¿Qué es lo que está hecho? —preguntó Martin, realmente sin enterarse.
—Mi novela. Ven a buscarla.
—¿Cómo se titula?
—Cartero.
En Cartero, Chinaski aparece como un hombre que no tiene miedo, que no
se somete a órdenes injustas, ni se deja vencer por el sistema o sus
representantes. Al jefe, Johnstone, le llama «Stone» (piedra) en su propia cara, a
diferencia de los otros, que sólo usan ese nombre a espaldas del temido
personaje. En represalia por la rebeldía de Chinaski, Stone le manda de vuelta a
casa, día tras día, sin asignarle ningún trabajo. Por fin le asigna la ruta de reparto
más dura de todas. Chinaski se decepciona constantemente ante el fracaso de
otras personas cuando son decentes. Llega a esperar la indecencia y se
sorprende cuando demuestran ser hombres de palabra, hombres dignos. El propio

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sentido de la decencia de Chinaski se resalta a través de su sentido del humor,


que nunca es ajeno a sus actos. En un momento, cuando se pierde en medio de
una tormenta que le coge en su recorrido de cartero, grita «Johnstone que estás en
los Cielos, ten Piedad», y se pregunta a sí mismo (y al lector): «¿Qué especie de
idiota era yo? ¿No era yo mismo el responsable de que me pasara todo aquello?»
Se comunica con el lector de una forma tan directa y conmovedora que es
imposible no sentir empatía. Bukowski nos brinda un protagonista que es
sencillamente como la mayoría de las personas, víctima en un momento u otro de
las situaciones y desesperado ante esas realidades que parecen fuera de su
control.
El trabajo en Correos le sirvió a Hank de ancla en la realidad, una realidad
muy dura para un hombre que necesitaba escribir, que sentía la necesidad de
llevar su vida al papel, pero ancla de todos modos. La responsabilidad diaria
impuesta por su empleo y, sobre todo, su tarea literaria evitaron que Bukowski
siguiera el camino de muchos de sus contemporáneos, que habían sucumbido a
las drogas y al alcohol. Para comprender cómo funde dolor con humor, fracaso
con humor, pérdida con humor, en la estructura de su escritura, hay que encontrar
una especie de mapa que conduce al significado de su obra. La imagen pública
del Bukowski borracho y loco es cierta, pero solamente hasta cierto punto. Cuando
todo ha sido dicho y hecho, él es un superviviente.
Cartero marcó la pauta para las siguientes novelas. El antihéroe Henry
Chinaski, víctima de la sociedad, surge como un gobierno dentro de sí mismo.
Comienza con la frase: «Empezó como un error», y después despliega toda su
vida como funcionario de Correos, amante y asiduo de los hipódromos Como
sucede con los personajes de John Fante, Henry Miller y Jack Kerouac, los actos
de Chinaski se encuentran muy cercanos a los de la existencia del escritor. «¿Por
qué mirar más allá de nuestra propia vida?», ha sido siempre el lema de Hank.
Tenía fresca en la cabeza toda su época de Correos. En lugar de escribir un libro
oscuro, utiliza la comedia humana, como había hecho en Escritos, abriéndose
camino a través del agobio de un empleo aburrido y duro para hacer así que todo
parezca una serie monstruosa de fragmentos cómicos. Al final, a pesar de los
supervisores insensibles y de los fracasos en las relaciones amorosas, logra salir
victorioso, toma las riendas de su vida y abandona su empleo.
El publicar Cartero no fue un trabajo arduo. No hubo necesidad del tipo de
correcciones y cortes que uno asocia con Thomas Wolfe o Jack Kerouac. El
original que Bukowski entregó a Martin había sido corregido por el autor al menos
tres veces. Algunos de los cambios para editarlo se debieron a unas pocas páginas
que eran repetitivas, pero la mayoría de las demás modificaciones fueron
simplemente errores de mecanografía; Martin era muy perfeccionista. Descubrió
que Bukowski también lo era: tenía que consultársele todo. Sobre esta novela y
todas las posteriores dice Martin: «Yo le enseñaba las correcciones que hacía y él
podía estar de acuerdo o no. Si hago algo que no le gusta y sé que es posible que
se oponga, contengo la respiración y espero, y siempre lo descubre... Muchas
veces he querido hacer un pequeño cambio para mejorar el texto y siempre lo
descubre y lo suprime. Porque no es suyo. No es su modo de pensar. No quiere

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ningún adorno.» Martin señala que Bukowski siempre tiene razón en los asuntos
relacionados con la publicación, y subraya que «Bukowski golpea realmente bien;
un izquierdazo directo a la mandíbula es su golpe más certero».
La publicación número noventa y nueve de Black Sparrow, Cartero, se
transformó inmediatamente en un best-seller El impresionante catálogo de
publicaciones de Martin, que había comenzado con los libritos de Bukowski,
competía fácilmente con el de cualquier otra editorial pequeña del país. La novela
se convirtió en el éxito máximo no sólo para el autor sino también para el editor.
Martin la publicó en enero de 1971, un año después de que Bukowski cruzara la
puerta de Correos por última vez. La edición de dos mil ejemplares en rústica se
agotó rápidamente, lo cual provocó una nueva edición y, con el paso de los años,
la venta de cuarenta mil ejemplares.
Cuando Cartero estaba a punto de publicarse a finales de 1970, Linda King,
una morena angelical que habría de convertirse en la novia de Hank, fue al Bridge
una noche para escuchar un recital de un escritor cuyo nombre no recuerda. Le
presentaron a Peter, el dueño, y empezaron a hablar sobre los escritores de Los
Ángeles. Linda le preguntó cuál creía que era, en ese momento, el poeta que mejor
escribía en Los Ángeles. Él contestó que era Charles Bukowski. Linda cogió un
ejemplar del primer número de Laugh Literary and Man the Humping Guns que le
dio Peter. En aquel ejemplar había un poema de Bukowski titulado «Los tremendos
pinchazos de un sol lleno de clavos». A Linda le gustó lo que leyó. Cuando llegó al
verso «Dios te lame el culo», empezó a cuestionarse las preferencias sexuales del
poeta. Frente a la puerta del Bridge, le preguntó a Peter si Bukowski era
homosexual. Peter dijo que no lo sabía. Inesperadamente, aparecimos por allí
Hank y yo. Peter nos vio en el aparcamiento del mercado, justo frente al Bridge.
Acabábamos de bajarnos del coche de Hank y estábamos peleando en broma en el
aparcamiento, haciendo mucho ruido, con la esperanza secreta de llamar la
atención.
—Justamente ahí llega Bukowski —le dijo Peter a Linda.
Yo llegué primero a la puerta y Peter me dijo que aquella mujer quería saber
si Hank era homosexual. Para no ser menos que el loco de Peter contesté:
—Bueno, conmigo no se lo monta.
Linda observaba a Hank mientras éste se acercaba pavoneándose hacia la
puerta y entraba. Peter, él y yo nos sentamos en un colchón en el centro de la sala
cuando comenzó la lectura. Hank y yo empezamos a hacer comentarios
sarcásticos, primero por lo bajo y después lo suficientemente alto como para que lo
oyese todo el mundo. Linda, que había ido con su hermana Geraldine, estaba
sentada en el rincón opuesto a nosotros. Nos estábamos divirtiendo a base de
cerveza, vino y charla.
Pocas semanas más tarde Linda volvió al Bridge y se encontró con un
recital de un nefasto poeta con acompañamiento de flauta. Se volvió hacia Peter y
le preguntó:
—Dios mío, ¿es que nunca pasa nada divertido en esta ciudad?

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Peter le dijo que le disculpase un momento mientras hacía una llamada


telefónica. Poco después regresó a donde estaba Linda y le dijo:
—Te voy a llevar a casa de Bukowski en la calle De Longpre. No está lejos
de aquí.
Se dio cuenta de que Peter quería que ella y Hank se conocieran. Hank le
intrigaba, pero no sabía que, con el tiempo, se enamoraría de él. En cuanto a la
relación de hombre y mujer, ella había llegado a la conclusión, después de su
anterior matrimonio, de que la mujer no sólo tiene el derecho sino la obligación de
vivir en términos de igualdad con su pareja masculina. Según ella su ex marido era
un hombre a la vieja usanza italiana, de los que creía que la mujer debía quedarse
en casa, limpiar, cocinar y ocuparse de los hijos. Linda acababa de liberarse de
diez años de matrimonio y no estaba dispuesta a meterse en ningún asunto serio,
y menos con un hombre veinte años mayor que ella con fama de llevar una vida
difícil. En realidad se tomó la visita como una diversión. Además, tenía que
ocuparse de sus dos hijos y pensaba que no tendría ni siquiera tiempo para verse
envuelta en una relación.
Ella le había dicho a Peter que se llamaba Bobona. «En aquella época yo
me presentaba como Bobona», dice Linda, «porque mis hermanas siempre me
decían que debía reconocer que era tonta, y aquélla era mi forma humorística de
admitirlo.» En una carta que Bukowski me mandó, con fecha 12 de julio de 1970,
decía:

la máquina de escribir suena bien hoy... es posible que pueda estafarle


alguna mierda inmortal a la tarde de hoy. las chicas pasan a visitarme,
Bonnie, Liza Williams, Bobona, pero sólo hablamos y yo miro esos
cuerpos y pienso: no, no, no, el precio es demasiado alto, el precio es
siempre demasiado alto, y las gilipolleces que hay que hacer antes,
degradantes y estúpidas, como un mendigo, malditas sean, dejo que se
vayan, adiós, adiós, sí, volved por aquí, ah, sí, lo he pasado muy bien,
volved y después me voy a la máquina de escribir y escribo un relato sobre
una violación...

Peter presentó a Linda como Bobona. Hank dijo:


—Venga ya, ¿cómo te llamas?
Linda insistió en que, de verdad, se llamaba Bobona.
—Es verdad —dijo ella—. Quiero que la gente sepa desde el principio que
soy Bobon..., un poco lenta..., así nadie se lleva ninguna sorpresa. No podrán decir
que no les he advertido.
—Muy bien, Bobona, siéntate —dijo Hank.
Linda notó inmediatamente que Hank la miraba como si estuviese
evaluando su cuerpo. Hank y Peter se disputaban el protagonismo. Peter susurró:

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—Mira. Mira a quién te he traído —al mismo tiempo que dirigía


insinuaciones sexuales a Linda.
La propia Linda empezó a hacer una actuación. Se subió de un salto a la
pequeña mesa desordenada y un poco coja que se encontraba en el centro de la
pequeña sala, ocultando parcialmente un trozo de la mugrienta alfombra. Meneó
las caderas, sacudió la melena de un lado a otro y recitó a voz en grito versos
escritos por ella. Era el tipo de espectáculo que le gustaba a Bukowski y aquella
noche sintió admiración por ella. Cuanto más alocadamente se comportaba con
sus bailes alrededor de la habitación contoneándose como una bailaora de
flamenco, más la deseaba él. Le parecía una mujer bella, una semidiosa. A Peter
no le gustó la actuación de Linda, especialmente porque sabía que a Bukowski le
horrorizaba el tipo de poesía que ella recitaba. De lo que Peter no se daba cuenta
era de que Bukowski prestaba más atención a los giros del cuerpo de Linda que a
su poesía. Es posible que le hastiaran sus poemas, pero los misterios de aquel
cuerpo eran algo que quería explorar. Después de un rato, Peter se fue. Aquella
noche no ocurrió nada entre Linda y Bukowski.
Mientras Linda bailaba, Hank pensaba en la sequía sexual que había
padecido durante los últimos cuatro años. Desde Frances no había tenido ningún
tipo de relación sexual que fuera importante, así que esperaba que pasara algo
entre Linda y él. Tal vez esto sea un comienzo, se decía a sí mismo mientras
continuaba admirando la actuación de la voluptuosa mujer que había entrado
gritando en su vida. Parecía que tenía justo la edad apropiada, ya que tenía
menos de treinta y cinco años.
Poco tiempo después Linda envió a Hank un poema en el que le llamaba
«viejo gnomo» y le exhortaba a salir y danzar por las praderas con lo que ella
llamaba cervatillos hembras. Hacerlo le daría gran sabiduría a Bukowski, según
ella. A la mañana siguiente de recibir él aquel poema, Linda fue hasta la calle
donde vivía Hank, aparcó al final, fue andando hasta su apartamento y golpeó en
la ventana. No hubo respuesta desde el interior. «Abre. Soy yo, Linda», gritó ella.
Encontró a Hank en plena resaca y dijo que volvería más tarde. Él, rápidamente, le
pidió que se quedase. Hablaron durante un rato, y ella le dijo que era escultora y
que quería hacerle un busto, lo cual le cogió de sorpresa, pues nunca le había
hecho nadie una proposición semejante. Sólo tenía que ir a su casa y posar. Linda
le escribió la dirección. Vivía en Burbank.
Linda empezó a considerar a Hank un desafío, aunque no necesariamente
de tipo sexual. De una forma lúdica quería domar al «animal salvaje», y
demostrarle que una mujer podía ser tan poderosa, si no más, que un hombre. (No
se dio cuenta de que Hank ya lo sabía.) En una obra que escribió, en un tono
marcadamente irónico, titulada To Think I Fell in Love with a Male Chauvinist (Y
pensar que me enamoré de un machista), Linda confesaba que Hank le había
dicho que no había tenido relaciones sexuales desde hacía casi cuatro años. «Ah,
yo tenía mucha picardía, y por encima de la arcilla le dirigía miradas apasionadas,
luego volvía a poner más arcilla sobre la cabeza como si estuviera estudiando sus
ojos o su boca para modelarla», escribió. Afirma que no tenía ninguna intención de
hacer el amor con él cuando empezó la escultura. Para ella, él era un escritor muy

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bueno y un hombre interesante, con sentido del humor y perspicacia, pero, en


realidad, no era su tipo. Él representaba, sin duda, un desafío. A ella su instinto le
decía que era difícil de atrapar. Como había leído los poemas de Hank, sabía que
no era un hombre corriente. Le admiraba, pero no tenía miedo, ni de él ni de su
obra. Poco a poco se percató de que era muy probable que se convirtieran en
amantes. Para Linda sería un juego de seducción de igual a igual, nada más, y
nada menos.
Linda había montado su estudio en un rincón de la cocina de su
apartamento de Burbank. Allí empezó a moldear la arcilla para conseguir la
imagen del poeta. No sólo observaba a su modelo sino que, mientras trabajaba,
oía sus historias e indagaba en su pasado, en sus sentimientos sobre su obra y en
su actitud frente a las mujeres. Para Linda era mucho más divertido que cualquier
cómico de los que había escuchado. «Me hacía reír mucho», dice. «Algunos días
no podía parar de reírme, incluso después de que ya se había marchado. Pero
también tenía otro lado. El lado oscuro. El lado duro. Y era igual de fuerte.» Pero
como Linda no era una delicada florecilla, no se quedaba atrás y era ágil en sus
respuestas, participando siempre con entusiasmo en las conversaciones, ya fuese
cara a cara con Bukowski o en grupo. No sabía mucho de temas literarios, pero su
ingenio la mantenía a flote cuando empezaban a cruzarse bromas y frases rápidas.
Elaboraron teorías sobre la lucha de los sexos. Según Hank, y lo mismo
pensaba Linda, existía realmente una lucha continua. No estaba relacionada sólo
con cuestiones sexuales, sino también con la manipulación y la posesividad. Hank
tenía la sensación de que Linda estaba jugando con él, de que se hacía la tímida
deliberadamente. Le confesó que el no haber tenido relaciones sexuales durante
algún tiempo le hacía sentirse desgraciado. Linda comprendió su vulnerabilidad.
Hank podía ir de tipo duro, pero no le importaba mostrar que tenía un intenso
deseo de satisfacción sexual.
Durante el periodo en que estaba haciendo el busto, Linda aprendió mucho
sobre Bukowski. Él no ocultaba nada. Con el paso del tiempo, Linda empezó a
sentir una presión enorme. Al principio le había molestado su reputación de
machista y su edad. El «viejo indecente» le había producido rechazo, pero el
mayor rechazo se lo había producido el alcoholismo. Su padre, que había muerto
hacía poco, también era alcohólico. Linda sabía por propia experiencia lo que el
alcohol podía hacerle a un hombre, y lo que un hombre borracho podía hacer a
otros, incluso alguien con la cabeza y el corazón de Bukowski. Pero en aquellos
momentos ella era testigo del lado sensible del poeta, esa parte lírica que había en
él y que tantas veces emergía en su poesía y en su prosa.
Un día, después de muchas semanas de coqueteo escultural, Hank se
levantó y la siguió hasta la nevera cuando ella fue a buscar una cerveza. La
abrazó, pero Linda se opuso a sus avances diciendo que primero tenían que
acabar la obra. Minutos después llegó la hermana mayor de Linda, Geraldine, y su
presencia ayudó a que la tensión desapareciera. Las hermanas King, Linda,
Geraldine y otras tres, habían escrito un libro de poesía juntas, y Linda le había
regalado uno a Hank. «Sus poesías tenían mucho humor y gran cantidad de
imágenes sexuales», recuerda él.

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Linda y Hank continuaron sus sesiones en el rincón de la cocina y el busto


empezó a tomar forma. Él soltaba indirectas sobre lo que llamaba «la cosa
hombre-mujer» y hablaba de sus relaciones pasadas con Jane, Frances y Barbara
Frye. Hank le escribió diciéndole que estaba empezando a sentirse desesperado
con «tu negativa respecto a todo acto total entre nosotros». Decía que los hombres
de cierta edad tenían que conformarse con bocaditos exquisitos «y, encima,
quedarse contentos con eso». Este tipo de sinceridad marcó el tono de un
bombardeo de cartas que empezó entre la calle De Longpre y el apartamento de
Linda en Burbank.
Hank jugaba con el tema del «viejo gnomo», refiriéndose al poema que
Linda había escrito sobre él. Los dos sabían que tarde o temprano harían el amor.
Las cartas llegaban con tal frecuencia y Hank se presentaba en ellas al desnudo
con tal sinceridad, que Linda se sintió abrumada. Le escribía sobre sus años de
soledad, su reconocida fealdad, su precaución al tratar asuntos de sexo, su falta
de confianza en la gente, su dedicación a la literatura. Quitándose la máscara
actuaba como si se estuviera poniendo otra; al ser tan abierto y sincero, lo que
estaba diciendo era: «Eh, mírame. Tengo que ser estupendo. ¿No ves lo abierto y
sincero que soy?»
A medida que Linda empezó a conocer mejor a Hank, a través de la
correspondencia y de los ratos en la cocina, empezó a encontrarlo tan irresistible
como él a ella. Veía a Hank como una masa de ego equilibrada por la sensibilidad,
el humor, cierta falta de confianza y unos toques de melancolía alcohólica.
Empezó a ver a través de todo aquello hasta llegar al meollo de aquel hombre, la
fuerte personalidad que se había trazado siendo niño en la Avenida Longwood y
que había cobrado nitidez cuando de joven viajaba de ciudad en ciudad,
sobreviviendo en pensiones como un marginado.
Mientras tanto, el busto estaba casi acabado: con cicatrices, nariz grande,
labios abultados y todos sus rasgos característicos. Hank lo examinó, le dijo a
Linda que estaba muy bien y después empezó a hablar de sexo. En pocos
minutos, los dos se habían desvestido y estaban tumbados en el suelo de linóleo
de la cocina. Justo cuando estaban a punto de consumar aquel acto tan esperado,
fueron interrumpidos por alguien que llamaba con fuerza e insistencia a la puerta
principal. La llamada fue seguida por la súplica de la hija de Linda, que acababa
de cortarse un dedo de la mano. Se vistieron rápidamente y Linda, madre cariñosa,
se ocupó del dedo de la niña mientras él que iba a ser pronto su amante
observaba divertido.
Mientras continuaban los coqueteos entre Hank y Linda, salió el número
tres de Laugh Literary. A principios de marzo de 1971 dimos una fiesta en el
apartamento de Hank con motivo de la revista. Linda llegó vestida de una forma
muy llamativa. Parecía que estaba en todas partes a la vez, especialmente donde
había hombres. Puesto que allí casi todo eran hombres, no tenía que ir muy lejos
dentro de la abarrotada sala. Hank bebió más de lo normal, y empezó a
preocuparse cada vez más con los coqueteos de Linda, aunque todavía no se
habían convertido en amantes y realmente no tenía ningún derecho sobre ella. Le
advirtió que dejara de hacer el tonto. Cuando se quedaron solos, él ya la había

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perdonado y fueron hacia el dormitorio de Hank, se metieron en la cama y pasaron


su primera noche juntos. Después de hacer el amor, Linda le dijo que ya se podía
poner a pensar en el nombre del niño que sin duda nacería de aquel encuentro.
«Ponle Clyde King Bukowski», dijo Hank. Más adelante Linda le diría: «Lo único que
me salvó fue que tus espermatozoides estaban piripis de tanto alcohol.» Aquella
primera discusión, incluso con su lado humorístico, prefiguró el tono de lo que
sería su relación, tempestuosa en general y con pocos periodos de calma. Como
señala John Thomas, «Los dos entraron en el juego de los celos». Y, sin embargo,
su relación floreció.
Como era veinte años menor que Hank y aún no había publicado, Linda
aprendió mucho de él; le enseñó cómo escribir, tanto por los comentarios que
hacía sobre su trabajo como con su ejemplo. Conocedora del largo y difícil camino
que le había llevado a su reciente éxito, prestaba gran atención a lo que él decía.
Hank había resistido. Creía en sí mismo. Cuando hablaba de la falta de confianza
en sí mismo que tenía durante sus años de instituto, después de que el acné le
hubiese cubierto la cara de cicatrices, ella lograba comprender de dónde
procedían sus inseguridades y la noche oscura2 que a veces se apoderaba de su
espíritu, que, de lo contrario, solía ser divertido. Empezó a comprobar que su obra
tenía prioridad sobre todo lo demás. No importaba cuánto necesitase el amor de
una mujer, lo que mandaba era su literatura. Sin eso, estaría perdido.
Un poema que Linda escribió poco después de que se convirtieran en
amantes refleja su estado de ánimo.
Ese hombre era
tan nuevo como la creación
tan mayor como sus cincuenta años
tan generoso como el sol
tras la noche y el frío
tan loco como un animal atrapado
tan celoso como un perro cachondo
que ha descubierto una perra en celo

me dio su alma
también me dio sus resacas
sus furias sus inseguridades
y me dio amor
que salía de lo más profundo
de su ser y llegaba a lo más profundo del mío

2 En castellano en el original (N de las T)

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y yo le di amor
un amor con el que él
quería acabar
una vez por semana...

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En 1971, durante la publicación de Erections, Ejaculations, Exhibitions and


General Tales of Ordinary Madness, una colección de relatos cortos de Bukowski
editada en City Lights Books (en castellano editado en dos tomos: Erecciones,
eyaculaciones, exhibiciones y La máquina de follar), Linda King fue con sus
hermanas a visitar Escalante, una pequeña ciudad cerca de Boulder, en Utah. Le
explicó a Hank que no podía romper la tradición familiar de ir al área de Boulder
todos los Cuatro de Julio. Hank protestó aunque ella pensaba volver pronto. Linda
le dijo que estaba ansiosa por regresar a Los Ángeles y retomar las cosas en el
punto donde las habían dejado.
No era la primera vez que Hank y Linda se separaban. De hecho, lo habían
hecho ya varias veces y con regularidad desde que empezaron a tener una
relación seria. Se peleaban por otras personas: normalmente porque Hank se
ponía celoso, con muy poca razón o incluso ninguna excepto su miedo a perderla.
En una ocasión Linda tenía que ir a que le arreglaran una muela y Hank la acusó
de acostarse con el dentista.
—Necesito ir —dijo Linda—. Me duelen las muelas.
—¡A mí no me mientas! —le dijo él—. Sé muy bien lo que vas a hacer a su
consulta. Realmente no tienes mal las muelas.
Durante una excursión al lago MacArthur, Linda preguntó a un pescador
qué usaba como carnada. Hank se puso furioso. Linda protestó diciendo que
había hecho una simple pregunta. Hank perdió los estribos, convencido de que
ella había ido a ligar con aquel tipo.
Hank, Paul Vangelisti y yo estábamos preparando en aquella época una
antología de poetas de Los Ángeles (un libro en el que, dicho sea de paso, se
incluían poemas de Linda King). Cada vez que iba a visitar a Hank me
bombardeaba con todas sus ideas sobre «ese asunto hombre-mujer». Sobre todo
tocaba el tema de cómo debía tratar un hombre a una mujer que coqueteara
constantemente con otros hombres. Se había convencido a sí mismo de que aquél
era el problema con Linda, aunque admitía que la falta de confianza que tenía en
ella era igual a la que básicamente alimentaba por todo el mundo.
—La gente es difícil —decía—, y en cuanto al sexo, es aún más difícil. Todo
el mundo tiene su teoría. Y nadie tiene respuestas de verdad.

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—Quizás deberías tener una mentalidad más abierta.


—No. No puedo —contestó—. Linda sólo tiene juventud y belleza. Yo tengo
a Bukowski.
—Pero tienes que tener una mentalidad más abierta...
—Mmm-Mmm. Uno no va regalando trozos de su alma. Las mujeres son
implacables.
—Y entonces, ¿qué vas a hacer?
—Lo veré cuando llegue el momento. Siempre nos estamos peleando.
Joder, ya nos has visto: celos, furia ciega.
—¿No puedes aprender a tomártelo con un poco de calma?
—De verdad que no, chico. Es la guerra, de verdad, con momentos de
ternura y paz. Así que tengo que estar en guardia continuamente.
Linda le contó a Hank que había tenido un sueño en el que él se hacía muy
rico y famoso. En medio de toda la adulación, él estaba colgado de un acantilado y
necesitaba que alguien le ayudase para no caerse. En el sueño Linda era la que
iba a rescatarle. Más tarde diría: «Bukowski sabía que realmente había logrado el
éxito como escritor. Cuando empezamos a tener una relación de pareja le estaban
pasando muchas cosas buenas. La fama y el dinero estaban en camino.
Empezaron a caerle cheques para recitales, relatos cortos y cosas por el estilo.»
La actividad que rodeaba a Bukowski entusiasmó a Linda, y ella misma empezó a
publicar e incluso sacó una colección de poemas de ella y Bukowski a
multicopista.
La juventud de Linda atraía a Bukowski y despertaba su vanidad. Aun
cuando le agotaban, las discusiones le proporcionaban un elemento de tensión y
fuerza que le gustaba. Linda, al igual que Hank, era muy exuberante y lúdica; y de
la misma forma que ella le había encontrado encantadoramente ingenioso cuando
se conocieron, a él le gustaba la capacidad de juego y el sentido del humor de
ella. Cuando más se divertían era cuando se ponían a hacer el indio en público
hablando en broma sobre sexo, la lucha de los sexos, literatura o política.
Linda podía un día cantar las excelencias de Hank, y al siguiente insultarle
y anunciarle que su relación había llegado a su fin con amarga determinación.
Escribir sobre sus agravios y aceptarlos acabó siendo el juego estructural de gran
parte de la poesía de ella. «Tiene que ser amor Bukowski / sencillamente tiene que
serlo», escribe ella después de enumerar una serie de agravios. Intentaba
encontrar la justificación a los continuos enfrentamientos a través de la poesía. Tal
vez uno de sus análisis más agudos partía de su creencia de que para él el amor no
era algo en lo que se podía confiar, y que él lo había apartado de su vida antes de
darle la oportunidad de que le fallase.
Intentaba encontrar un equilibrio entre las dificultades de vivir con un
hombre al que consideraba un genio creativo y su propio deseo de definirse como
poetisa y escultora. No ocultaba su gran admiración por él, tanto en las
conversaciones con sus amigos como en sus escritos. Él era como un terreno de

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energía sin fronteras con el que ella podía medirse. Le encantaba combatir y
ponerse a sí misma a prueba con las armas de él: el ingenio y la ironía.
Hacia el otoño de 1971, Hank decía: «Quise romper con Linda desde el
principio. Fue ella quien llamó a mi puerta y se abalanzó sobre mí. He intentado
huir de ella. He utilizado todas las excusas posibles. El decidirme por este juego
de la literatura significaba poner sangre sobre las líneas del papel. Eso quiere
decir que no hay trampa en el mundo que pueda impedirme escribir como siento.
Entonces esa hermosa mujer llegó y me tendió una trampa. Me besó y me amó.
Después de aquello, y antes de aquello, yo sabía que habría trampas.» Y sigue
diciendo: «Ella, con toda su belleza y su cuerpo y todo, quería mi alma. Quería mi
alma rápidamente. Sabía que yo era Bukowski, el tipo duro. Entró deliberadamente
en mi vida. Mírame, mírame la cara, el corazón, tú me conoces. En realidad no soy
duro.»
Durante una época particularmente difícil con Linda, Hank empezó a salir
con Liza Williams, que se había convertido en un personaje muy conocido en el
mundo de la prensa underground. De hecho, cuando comenzaron a salir, los dos
escribían para Los Angeles Free Press, el periódico alternativo de mayor tirada de
la ciudad. La columna que firmaba ella parecía parodiar a menudo la de Bukowski,
pero no dejaba de tener un estilo ingenioso propio. Una de sus historias, aparecida
en el número del 30 de junio de 1972, habla de la dificultad de vivir con un genio y
nos brinda a un personaje llamado «Hunk» que se parece sospechosamente a
Bukowski. En respuesta a las teorías enigmáticas de personajes femeninos sin
nombre, Hunk dice: «Me estáis poniendo enfermo, con vuestra insensibilidad
sentimental...»
Hank conoció a Liza Williams durante la década de los sesenta, cuando ella
y su novio fueron a visitarle varias veces. Desde el primer momento la consideró
una empresaria hippie que hacía y deshacía a su antojo; una mujer que
participaba en todo. Parecía que conocía a toda la gente adecuada en el mundo
underground, poetas, dibujantes, activistas políticos, músicos. Trabajaba al mismo
tiempo para Capital Records y para una importante compañía discográfica británica.
En algún momento del invierno de 1972, Hank se topó con ella cuando iba
a entregar un artículo que había escrito para una revista no literaria de Hollywood.
Linda le acompañaba. Al salir de la oficina vio a Liza dentro de su coche, un
Mercedes recién estrenado. Se acercó a preguntarle qué tal le iba. Hablaron
durante unos minutos. Durante la conversación Liza le dijo que vivía sola y que
necesitaba un novio nuevo. Él le dio su número de teléfono y le dijo que le llamara
algún día. Linda apenas podía contenerse. Sabía que si ella le hubiera dado su
número de teléfono a un hombre, Hank se habría vuelto loco. Le dijo que era obvio
que, tarde o temprano, él llamaría a Liza.
Aquella tarde Hank fue a una carrera de trotones y ganó un montón de
dinero, y logró olvidarse de Linda durante un rato. Sin embargo no pudo resistirse
y la llamó desde el hipódromo para provocarla con su victoria y para que se
enterase de que se las podía arreglar sin ella. Cuando contestaron al teléfono, se
puso a gritar que era un ganador y que quería terminar su relación con ella. Paró

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para coger aire y una voz tranquila y perpleja le informó que ella era la que
cuidaba a los niños. Linda había salido aquella noche. Aquello le enfureció. Había
pensado que iba a lograr fastidiarla, irritarla de un modo definitivo, y en cambio ella
le había devuelto la jugada. Mientras volvía a casa desde el hipódromo se
imaginaba a Linda saliendo a disfrutar de una noche álgida de sexo desenfrenado.
Estaba tumbado en la cama a la mañana siguiente cuando sonó el teléfono.
Linda le comunicó que había ido a bailar. Cuando acabaron de lanzarse extensas
diatribas, Hank colgó de golpe el teléfono, se metió en el coche y se dirigió a casa
de Linda con el busto que ella le había hecho: un ritual que se había vuelto
legendario para sus amigos.
Se reconciliaron, pero pronto comenzaron a crecer otra vez los problemas.
Un día Hank pasó por casa de ella y se encontró con que estaba vacía. Abrió la
puerta, entró y vio que sólo quedaba el aparato de aire acondicionado que él le
había prestado. Junto a éste descubrió una nota en la que ella le comunicaba que
se había marchado porque era lo mejor. Se acordó de Liza Williams y decidió
llamarla por teléfono. Ella le invitó inmediatamente a que fuera a visitarla a su casa
de Hollywood Hills.
Liza era unos ocho años mayor que Linda King, que tenía alrededor de
treinta y cinco años. A diferencia de Linda, vivía casi exclusivamente en el mundo
enrarecido de fiestas de la industria de la música y conversaciones sobre grandes
contratos discográficos. Hank estaba entusiasmado con ella, aunque le
disgustaban la mayoría de sus amigos; le parecían farsantes desesperados que
trataban de conseguir la pequeña fama o fortuna que pudiera lograrse en el
mundo de la música hip.
Una vez que Hank fue a casa de Liza, que compartía su hogar con otra
mujer, ella le animó a que hablase abiertamente de su relación con Linda. Admitió
francamente que la echaba de menos, a pesar de todos sus problemas. Le habló
de las acusaciones salvajes que ambos se hacían, de las llamadas telefónicas
demenciales y desesperadas, y de cómo iba a su casa con el busto cada vez que
tenían una pelea particularmente violenta. Le dijo a Liza que no creía que pudiese
recuperarse nunca de aquella pérdida.
En aquellos momentos Linda se encontraba en Utah. Se dedicaba a escribir
y a esculpir, y también preparaba un libro de poesía que publicaría la editorial
Vagabond Press, de John Bennett. Hank le mandó una carta a la dirección que
ella le había dado, para informarle que Liza Williams y él estaban juntos. Linda no
se tomó bien la noticia, y contestó con una carta enfurecida.
Hank ya había decidido que Liza tenía una buena figura y una cara bonita.
Era menos antagónica que Linda King. «Liza es menos irritante», me comentó una
vez. «Con Linda tengo que estar en guardia. Siempre está pavoneándose por todos
lados», decía. «Quizás sea porque Liza es mayor o algo así; puede que sea eso.»
Mucho de lo que a Hank le parecían coqueteos de Linda no era más que su
exuberancia natural, exactamente aquello por lo que él se había sentido atraído en
un principio. Además, a medida que Linda cobraba una mayor conciencia de sí
misma como poeta y pasaba mucho tiempo con otros poetas, principalmente

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hombres, empezó naturalmente a sentirse más segura, y aquello creaba a menudo


problemas entre ella y Hank.
Poco después de su primera visita a Liza, Hank se describía como un
hombre más precavido. «Después de Linda he descubierto cómo guardarme. Mi
teoría es que no hay que enamorarse. Hay que cuidarse de eso», decía. «De esa
forma uno está protegido por ambos lados.» Cuando le pregunté si planeaba
recluirse durante mucho tiempo, fue tajante: no. Sin embargo, me daba cuenta de
que el gran solitario prefería estar con alguien que andar dando vueltas solo por su
casa. Le recordé cuando, unos años antes, solía quejarse constantemente por no
tener mujer. «Eras desgraciadísimo», le dije.
«Me siento desgraciado con ellas o sin ellas», respondió, sin preocuparse
por el cliché.
Hank y Liza Williams viajaban mucho fuera de Los Ángeles, y la mayor parte
de los viajes los financiaba ella. Aquello se convirtió pronto en una serie constante
de excursiones que incluían, muchas de ellas, citas con la gente de hablar
gangoso de la industria musical que Hank aborrecía. Al poco tiempo no podía
siquiera recordar dónde habían estado. Una semana se iban a la montaña y otra
atravesaban a toda velocidad la autopista de la Costa del Pacífico. Había fiestas
en las que Bukowski se mostraba distante y representaba el papel del observador
silencioso, divertido y al mismo tiempo aburrido por las pretensiones de los
jóvenes modernos que Liza conocía.
En medio de su relación con Liza y de las largas cartas que seguía
escribiéndole a Linda, Hank conoció a un joven aspirante a director en Los
Angeles llamado Taylor Hackford. Como les había ocurrido a muchas otras
personas de Los Angeles, su primer contacto con la obra de Hank había sido a
través del Open City; mucho después leyó el poema de Hank «viejo indecente»
mientras estaba en una barbería, hojeando una revista de las que se distribuyen
en las peluquerías.
Pocos años antes, Hackford había organizado un concierto con el grupo
Traffic en el Civic Auditorium de Santa Monica, financiado por Island Records. En
aquel momento la presidenta de la compañía era Liza Williams. Un día Hackford y
Liza estaban charlando y él le preguntó cómo le iba. Ella le dijo que estaba
locamente enamorada de un poeta de esa ciudad, Charles Bukowski. Hackford se
acordaba del poema de Bukowski y le dijo que le encantaba su trabajo. Liza
contestó que para ella sería un placer concertarle una cita con él.
El primer encuentro entre Hackford y Hank incluyó un viaje en tren al
hipódromo de Del Mar. «Cuando Bukowski quiere ir a las carreras, no quiere hablar
de nada más», afirma Taylor. «Fue un acercamiento a Bukowski a través de las
carreras de caballos.» Hank, Liza y Hackford subieron al tren. «Pasamos todo el
día en el hipódromo. Yo perdí. Bukowski tuvo un día bastante malo. Creo que ganó
dos veces..., perdió siete, y yo estaba realmente jodido. Me sentía muy furioso. A
Hank no le gustan los buenos perdedores.» Se fueron del hipódromo a casa de
Liza. Se sentaron a quejarse los tres de su mala suerte, una buena excusa para
emborracharse. Hackford notó que Hank hablaba de los caballos con absoluta

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claridad, y se percató de que la peregrinación diaria al hipódromo era un ritual muy


importante en la vida del poeta, si no el más.
En aquel entonces Hackford trabajaba en el Departamento de Asuntos
Culturales del KCET, el canal de la televisión pública de Los Ángeles. El
departamento decidió hacer un reportaje de actualidad sobre los artistas de la
zona de Los Ángeles. Él dijo que quería hacer un programa sobre Bukowski.
Ninguno de sus superiores sabía quién era Hank, así que Hackford intentó explicar
su importancia definiéndolo como el poeta de la quintaesencia de Los Ángeles, en
su esfuerzo por explicar que era una figura literaria importante del mundo
underground. Comentó con Hank su idea de hacer una película para el KCET.
Hackford estaba convencido de que un documental bien hecho podía ser tan
atractivo y dramático como una película normal, especialmente si trataba sobre una
personalidad tan importante como la de Bukowski.
Hank estuvo de acuerdo con el proyecto y Hackford empezó a pasar largos
ratos con él, dos o tres noches a la semana se emborrachaban juntos,
frecuentaban los lugares predilectos de Hank, iban a la tienda de vinos de Ned en
la esquina de Normandie y Sunset, a pocas manzanas de la calle De Longpre.
Hacían el recorrido de los hipódromos, desde el Del Mar hasta el de Santa Anita.
Recorrieron todo el territorio hípico del sur de California. A veces Liza les
acompañaba, pero normalmente iban solos.
Mientras tanto Liza planeaba un viaje a la isla Catalina, a veintisiete millas
de la costa de Los Ángeles, un lugar de turistas de clase media al que a Hank
nunca se le hubiera ocurrido ir. Pero su nueva amante estaba impaciente por
entrar en las tiendas de la pequeña ciudad de Avalon y pasear tranquilamente por
la playa.
Para Liza la isla ofrecía delicias interminables. Hank no pensaba lo mismo.
Estaba harto del barco con suelo de cristal, harto de la vieja sala de baile situada
en una lengua de tierra en el puerto de Avalon, y harto de la gente. Aunque
disfrutaba la mayor parte del tiempo en que estaba a solas con ella, no podía
compartir con Liza su entusiasmo por las tiendas, llenas en su mayoría de
souvenirs baratos para turistas. Ni tampoco podía sumarse a la charla
despreocupada que ella mantenía con los dueños de los establecimientos ni con
los otros turistas. Poco después dijo que quería quedarse encerrado en la
habitación del hotel y beber. Había llevado una máquina de escribir portátil, así que
se sentó y escribió algunos poemas.
Hank estaba seguro de que Liza se había enamorado realmente de él, y no
había duda de que ella le gustaba. Cuando volvieron a casa, ella tenía un aire
nostálgico en los ojos. Hablaron de hacer otros viajes juntos. Hank se dio cuenta
de que ella pertenecía a un mundo diferente y él ya lo había sabido desde el
principio. Aunque con Linda las cosas se habían desarrollado de una manera tan
loca, había habido un pacto tácito entre ellos: estaban jugando un juego
emocionalmente peligroso, lo sabían y les gustaba.
Hackford fue testigo de las vacilaciones de Hank entre las dos mujeres.
Hank le confesó: «Sabes, Liza es una gran mujer, pero hay otra a la que he estado

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viendo, Linda King.» Hackford se daba cuenta de que Liza colmaba a Hank de
regalos y le había introducido en un tipo de vida fácil. Por otro lado, según
Hackford, estaba la «joven y apasionada Linda», a quien Hank echaba de menos.
Inevitablemente, dicho triángulo se convirtió en uno de los temas importantes de la
película, igual que la bebida, el hipódromo y su poesía.
Para Hackford, Hank se convirtió en una especie de escuela para
graduados. Admiraba el hecho de que el viejo no tratara de ocultar sus rarezas y
fracasos, incluso después de haber dado su consentimiento para la película.
Siguió siendo como era, confiándole a Hackford su confusión emocional sobre las
mujeres de su vida. El joven percibió que el aspecto mujeriego de Hank era una
especie de divina comedia orquestada, escrita y dirigida por Charles Bukowski. «Le
daba vueltas al puchero constantemente. Siempre intentaba provocar algún tipo
de crisis en Liza o en Linda», señala Hackford. Decía: «Ay, estas mujeres están
locas. Van a acabar conmigo.» Sin embargo, Hackford tenía la sensación de que
Hank disfrutaba creando situaciones de enfrentamiento emocional, lo cual
alimentaba su arte y le proporcionaba material para escribir. Para Hackford estaba
claro que Hank no cesaba de provocar una situación tras otra, y describe aquello
como «una ópera maravillosa» que se desarrollaba continuamente. Las dos
mujeres sabían que Hank manipulaba sus emociones, pero a pesar de todo lo
aceptaban.
A medida que Hackford observaba a Hank más de cerca, se convencía de
que la fama de hombre que odiaba a las mujeres que el escritor tenía en ciertos
círculos era injustificada. Le parecía más bien un individuo fascinado, incluso
obsesionado, por la lucha de los sexos, tanto como lo había estado en uno de los
héroes de Hank, James Thurber. Sabía que las mujeres en la vida de Hank
tendrían que ser un tema importante en su futuro documental. Lo que quería hacer
era examinar a Hank desde la perspectiva de la confusión que él creaba en su
vida y, al mismo tiempo, hacer que las mujeres con las que Hank había vivido
proporcionaran sus propios comentarios. En la película Hank intentó aparecer
como un ser superior y distante, recostado en su silla, pontificando sobre las
mujeres de su vida y su cautela, mientras ellas le miraban perplejas y describían
cómo las manipulaba en diferentes situaciones. A Hackford le pareció que sus
análisis eran brillantes, y que ellas eran igual de honestas que Hank al referirse a
sus virtudes y debilidades.
Hank reveló a Hackford su constante obsesión por el hecho de tener las
manos pequeñas, casi delicadas, que ofrecían un contraste dramático con el resto
de su cuerpo. Decía que la cara representaba su carácter pero que las manos eran
su corazón y su alma: las manos de un artista. Esta revelación representaba el
tipo de detalle personal que Hackford quería en su película. Quería evitar la
situación que se produce habitualmente en las entrevistas, que tocan los temas
superficialmente. Hank era un sujeto perfecto porque no temía exponer sus
debilidades ni en su obra literaria ni en la pantalla.
Otro aspecto que Hackford vio en Hank, y que sacaría a relucir en la
película, era el del poeta como filósofo de Los Angeles. Mostraba en primer lugar
que lo que había escrito en Cartero, en las columnas del Open City y en su

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poesía, no era sólo mera literatura, sino realmente una reflexión sobre cómo vivía
Hank y cómo su obra surgía directamente de sus propias experiencias cotidianas
luchando con la vida en Los Ángeles.
Poco después del viaje a Catalina se produjo el encuentro entre Hank y
Linda. Una tarde Hank y Liza estaban juntos en De Longpre cuando sonó el
teléfono. Él supo inmediatamente que era Linda. Llamaba desde Utah para decirle
que le echaba mucho de menos. Liza salió de casa mientras Hank y Linda
hablaban. Continuaron durante un buen rato repitiéndose cuánto se echaban de
menos uno al otro y lo bueno que sería volver a estar juntos. Su lucha había
quedado en el olvido. Hank casi podía ver las redondas y sonrosadas mejillas de
Linda y sus ojos picaros. Esa misma tarde comunicó a Liza que iba a volver con
Linda.
Linda regresó a la ciudad con sus dos hijos y su perro. Una de las primeras
cosas que Hank le dijo fue que tenía que ir a ver a Liza por última vez, ya que no
quería dejarla de aquella forma tan dura, sin explicarle las cosas. Linda protestó,
pero él le dijo que sólo se trataba de despedirse.
Fue a ver a Liza y después regresó con Linda, que le sometió a un tercer
grado; cuando lo hubo pasado y la convenció de que lo suyo con Liza no había
sido realmente importante, volvieron a emprender su vida normal; o sea que
empezaron otra vez las discusiones. Una vez más, Hank gozaba con aquello, en
parte divertido aunque también en parte molesto por su incapacidad para llevar
una vida tranquila y equilibrada con una mujer. Quizás no pudiera vivir sin
problemas, aunque solía decirme: «Estas peleas tienen que acabar. No puedo
soportarlas. Estas cosas no me dejan trabajar.» Sin embargo avanzaba en todos
los frentes. Nunca dejó de dedicarse a su trabajo a pesar de todas las dificultades
que tenía en su vida personal. Poesía y prosa continuaron fluyendo de su máquina
de escribir.
El 1 de junio de 1972, John Martin publicó Mockingbird Wish Me Luck (El
sinsonte me desea suerte), un libro que incluía «El sinsonte», uno de los poemas
favoritos del editor. «Bukowski es directo. Es capaz de revelar una verdad tan
rápidamente... Nunca había encontrado eso en poesía. Ha sido como estar
cavando en la ladera de una colina y que, de pronto, tu pico se tope con una sólida
pepita de oro.»
El uso que hace Bukowski del habla corriente realza la idea dramática
presentada en «El sinsonte»; la visión realista se enfrenta a una aceptación
objetiva de la vida. Bukowski es el observador tranquilo que no fantasea, un
periodista poético que simplemente nos presenta los hechos. Evoca el mismo tipo
de imágenes que podemos encontrar en algunos de los poemas cortos de
Robinson Jeffers, el animal en lucha con los de su propia especie y los de otras
especies, o con las fuerzas de la naturaleza. A diferencia de Jeffers, Bukowski
encuentra los hechos brutales de la naturaleza delante de su propia puerta:

el sinsonte había estado persiguiendo al gato

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todo el verano
burlándose burlándose burlándose
provocador y presumido;
el gato se metía debajo de las mecedoras en los porches
la cola brillante
y enfurecido decía cosas al sinsonte
que yo no entendía.

ayer el gato se acercó andando tranquilamente hacia la casa


con el sinsonte vivo en la boca,
las alas abiertas, las hermosas alas abiertas que se agitaban,
las plumas separadas como las piernas de una mujer,
y el pájaro ya no se burlaba,
suplicaba, rogaba
pero el gato
acostumbrado a soportar durante siglos
no le oía.

le vi meterse debajo de un coche amarillo


con el pájaro
para sacrificarlo en otro sitio.
había acabado el verano.

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12

A principios de 1972 Hank recibió una invitación para dar un recital en San
Francisco, en el Teatro City Lights Poet. Los profesores de inglés de todo el país
aguardaban turno para llevar a Bukowski a sus universidades. Por aquel entonces,
ya había dado recitales en Bellingham, Washington y en la Universidad de Nuevo
México. El evento de San Francisco sería el primero de varios recitales en la
ciudad de los poetas. En todos aquellos recitales Hank hizo todo lo posible para
promocionar su imagen de personaje borracho y loco por el sexo.
Linda fue con Hank a San Francisco y quedó tan impresionada como él al
descubrir que era toda una celebridad, al menos dentro de la comunidad literaria.
Sobre todo porque Erections, Ejaculations, Exhihitions and General Tales of
Ordinary Madness había tenido mucho éxito en la zona de la Bahía.
Taylor Hackford consideró el recital de San Francisco una excelente
oportunidad para convertir su proyecto cinematográfico en una realidad. Durante
meses había oído a Hank filosofar sobre las mujeres, el hipódromo, la cerveza y la
vida en general, pero no tenía una filmación que reflejase todo aquello. Hackford
decidió coger el avión hacia el norte con el poeta y rodar el viaje y el recital.
Esperaba que aquello le proporcionara material suficiente para el documental
(especialmente porque sólo tenía un presupuesto de dos mil quinientos dólares).
Al final, aquel viaje al norte se convertiría en uno de los muchos episodios de la
película.
No había nada ensayado. Hackford trabajaba al estilo del cinema verité,
mantenía la cámara enfocada hacia la acción y captaba a Hank en su asiento del
avión junto a Linda, mientras pedía cócteles y hojeaba poemas. Durante el vuelo
Hank le preguntó a Hackford con toda sinceridad qué poemas debería leer. Puesto
que Hackford conocía a fondo la obra de Hank, pudo ayudarle a planificar el recital
mientras el avión se dirigía hacia el norte.
Hank y Linda se quedaron en el abarrotado apartamento de tres
habitaciones que Ferlinghetti tenía justo encima de las oficinas de la editorial City
Lights, en el corazón de North Beach, el viejo barrio italiano de la ciudad,
dominado por Telegraph Hill en el norte y Russian Hill en el sur. Estar escondido
en el barrio bohemio de la ciudad no era algo que atrajese al poeta del Este de
Hollywood. Sólo cuando conoció a Ferlinghetti, un hombre amable, de buen

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carácter y dulces ojos azules, consiguió relajarse. Disfrutaba de que se le tratase


como poeta mundialmente conocido, un hombre al que se leía en todas partes y al
que habían traducido a varios idiomas desde mediados de los años cincuenta.
Después de una visita con su anfitrión, Hank y Linda entraron en el Café Trieste,
un lugar para tomar café y hacer reuniones literarias en aquella ciudad. Pidieron
café, se quedaron un rato y luego se reunieron con Ferlinghetti en el U.S. Café, un
restaurante italiano de la calle principal de North Beach, la Avenida Columbus. Un
escritor del San Francisco Chronicle, que comió con ellos, compararía más tarde a
Bukowski con Hemingway. Comieron diferentes platos mientras charlaban, pero en
lugar de esperar allí sentado a que llegara la hora, Hank dijo que necesitaba estar
solo antes del recital. Linda y él salieron y después de andar unas pocas
manzanas, se apoyó en la pared de un edificio y vomitó; una reacción pre-recital
típica en él que se repetiría durante los años siguientes cuando iba de universidad
en universidad leyendo sus poemas.
Doug Blazek, que entonces vivía en Sacramento, se enteró de que Hank
iba a dar un recital y fue a San Francisco. Esperó en las oficinas de la editorial City
Lights con la esperanza de sorprenderle. Al llegar, Hank no reconoció a Blazek, a
quien no había visto desde hacía cinco años. Blazek esperó un momento y luego
le dijo: «Hola, Hank», y Bukowski respondió al saludo, realmente complacido de
ver al joven poeta. Blazek le preguntó en tono de burla: «¿Por qué no creces
más..., cambias más como persona?» El propio Blazek había sufrido tremendos
cambios, y había llegado incluso a repudiar sus esfuerzos como editor de Ole. Su
pregunta era tanto un reflejo de su propia confusión y deseo de cambio como una
verdadera pregunta del discípulo al maestro. Hank le dijo: «Tengo que jugar una
buena partida. No voy a cambiar de cartas.» A los ojos de Blazek aquello
significaba que permanecería fiel a lo que él denomina «una pepita de oro de un
tipo poco frecuente».
Blazek fue al recital con Hank, Ferlinghetti y Joe Wolberg, el organizador. A
Hank le afloraban los nervios y el miedo. Le parecía que el público le estaba
partiendo en pedazos. Wolberg había puesto una nevera en el escenario y la
había llenado de cerveza. Hank, que ya estaba borracho, vomitó pocos minutos
antes de subir al escenario. Una vez allí empezó a insultar a la multitud,
preparando el ambiente para una noche totalmente loca, que Blazek recuerda más
como un evento deportivo que como un recital de poesía, no sólo por la locura del
poeta y del público, sino porque se llevó a cabo en un gimnasio. La gente gritaba
obscenidades al poeta, que se había transformado en alguien igualmente obsceno
al subir al escenario. De un borracho tambaleante se había convertido en un ser
lleno de energía, totalmente deseoso de entretener a su banda de admiradores.
«Yo sentí la necesidad de participar más en aquello», dice Blazek. Le gritaba a
Bukowski para que leyera determinados poemas y mandó a un joven poeta, amigo
suyo, que fuera hasta el escenario y le pidiera a Bukowski dos cervezas de la
nevera. Su amigo obedeció. Hank respondió abriendo la nevera y alargándole dos
cervezas mientras una multitud golpeaba el suelo con los pies y gritaba. Durante el
recital y después, la bebida y las drogas pasaban de mano en mano. En los
servicios la gente orinaba en los lavabos y vomitaba en los retretes.

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Hank adoptó la categoría de estrella de rock que le asignaron tan


rápidamente. Sin embargo, borracho como estaba, una parte de su persona
deseaba una noche más tranquila y reposada. Pero si la multitud quería
espectáculo, él respondería feliz. Mientras Hackford dirigía la cámara del escenario
al público y del público al escenario, se sentía un poco afligido de que la multitud
demandara a Hank que actuase desenfrenadamente. Pero cuando Hank se ponía
a leer era obvio que era él quien dominaba la situación. «Creo que cuando vio a la
gente apiñada en aquel gran gimnasio, entendió realmente el enorme impacto que
estaba causando en sus lectores», dijo Wolberg. «Nunca le habían puesto en
primer plano de aquella forma, y creo que aquello le desconcertó realmente,
aunque él nunca lo admitiría.»
Cuando acabó el recital, Wolberg abrió paso a Hank y Linda a través del
abarrotado gimnasio. Un pequeño grupo se dirigió al apartamento de Ferlinghetti.
Hank fumó marihuana y bebió cerveza mientras el equipo de filmación grababa
cada uno de sus movimientos. Según Linda, un amigo de Hank empezó a
pelearse con otro y lanzó una silla a través de una ventana cerrada, eso fue sólo
un ejemplo de la locura de aquella noche. En determinado momento Hank,
borracho, arrinconó a Linda en la cocina y la acusó de coquetear con otros
hombres. La amenazó con una sartén. Ella salió corriendo del apartamento a la
calle, donde permaneció durante muchas horas. Cuando las cosas se calmaron
arriba y la gente se hubo ido, entró en el apartamento a través de la ventana rota.
Sin hacer caso a Hank, llamó a un taxi, hizo la maleta y salió a la calle a esperar.
Cuando Hackford volvió a Los Angeles se dio cuenta de que ya había
gastado todo el presupuesto de la película sobre Bukowski, pero aquello no le
desanimó. Convencido de que contaba con imágenes fantásticas, decidió aumentar
el tiempo de duración del documental de veinte minutos, que era su idea original, a
una hora. «Así que lo que hice fue retroceder y, poco a poco, escribir sobre cosas
anteriores a aquel recital de poesía, así que cuando ves la película... conoces a
Bukowski en Los Ángeles y después vamos hasta la tienda de vinos de Ned y
después regresamos a casa de Bukowski y hablamos. Hablamos sobre su vida y
su filosofía, y entonces habla de ir al recital de poesía, pero todo lo demás lo
hicimos meses después.» «Todo lo demás» incluye entrevistas con Liza y Linda, y
comentarios de Bukowski sobre las dos.
En la época del recital del City Lights, el fiel amigo de Hank y promotor suyo
en Alemania Carl Weissner comenzó a trabajar en la traducción de Cartero.
Pensaba que la novela tendría más posibilidades a la hora de crear un público en
Alemania. Un editor importante de Colonia la publicó en una primera edición de
cuatro mil ejemplares. Lamentablemente la edición se vendió muy despacio,
aunque las críticas fueron positivas. Mientras tanto, un editor de libros de bolsillo
de Frankfurt publicó una edición en rústica de Escritos de un viejo indecente, con
una tirada de quince mil ejemplares. Otra vez las ventas fueron decepcionantes.
Ferlinghetti le envió a Weissner una copia de Erections, Ejaculations, Exhibitions
and General Tales of Ordinary Madness. Él se la enseñó a todos los editores
importantes. «Era demasiado grande para las editoriales pequeñas», dijo. Muchos
de los editores a quienes mandó el libro le contestaron con comentarios

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insultantes, tales como «Evítenos las desagradables divagaciones de este


borracho de clase baja» y «¿Usted cree que los jóvenes quieren leer esto?».
Weissner les contestó insultándoles también. «Era terrible», recuerda Weissner.
«Especialmente aquel sentimiento lleno de prejuicios que los editores tenían ante
la obra de Hank.» No parecía que las cosas fuesen nada bien para presentar a
Bukowski en Alemania a lo grande.
Weissner se sentía desorientado hasta que decidió probar con la poesía: se
puso a traducir una selección extensa de la poesía de Bukowski, eligiendo los
poemas más duros y mordaces. Intentó que la colección reflejase los diferentes
matices del poeta. Weissner tomó el título de uno de los librillos: Poems Written
befare Jumping out of an 8 Story Window (Poemas escritos antes de saltar de una
ventana de un 8.¡ piso). Se los ofreció a un editor joven llamado Benno Käsmayr
que vivía en Augsburg, una pequeña ciudad cercana a Munich, donde acababa de
abrir una editorial llamada Maro Verlag en la que él lo hacía todo. Como este editor
ya era un admirador de Bukowski, se entusiasmó mucho con las traducciones y
sacó el libro catorce días más tarde.
Los esfuerzos que Weissner había realizado anteriormente para publicar los
poemas sólo habían recibido como respuesta una cautela agotadora y el rechazo
lleno de insultos habituales en el mundo editorial. Lo que decidió entonces fue
burlarse del mercado normal del libro. El título, por ejemplo, debía ser «corto y
llamativo», algo que atrajera inmediatamente la atención; cosa que no era.
Escribió una introducción con fotos del poeta y cartas de Bukowski a Weissner.
(En una de ellas el poeta le habla al traductor de su entusiasmo ante la publicación
de Memorias.) También incluyó un poema en inglés sobre una visita a Jon y Lou
Webb cuando estaban en Nuevo México. Las portadas de los libros alemanes son
normalmente muy austeras, pero la suya tiene nueve fotos de Bukowski a los
cuarenta y dos años, que aparecieron originalmente en The Outsider. En las fotos
aparece en diferentes poses, con el cigarrillo en la boca mientras aporrea la
máquina de escribir, echado hacia atrás con el cigarrillo en la mano, con aire de
satisfacción frente a su trabajo.
La visión de Weissner sobre la poesía resultó ser correcta. La primera
edición de ochocientos ejemplares empezó vendiéndose muy lentamente; pero
pronto el editor logró distribuir el libro en una cadena de librerías llamada
Montana's (Maro conocía a los compradores). Montana's hizo un póster caro en
serigrafía. El libro no sólo tenía un aspecto inusual sino bonito. Las ventas
subieron repentinamente, y la segunda edición fue de cinco mil ejemplares. Al final
se vendieron cincuenta mil ejemplares de aquel libro, por lo que es correcto
considerarlo el libro de presentación de Bukowski al público alemán.
Käsmayr, igual que Carl Weissner, estaba muy interesado en la literatura
norteamericana. Aparte de publicar obras de escritores de la vanguardia
estadounidense, publicó Terpentin on the Rocks, una recopilación de poemas de
diferentes autores seleccionados por Weissner y Bukowski. El proyecto le brindó a
Bukowski la oportunidad de despertar el interés del público alemán por algunos de
los poetas que él había admirado durante años, como Wanda Coleman, Gerald
Lockin, Steve Richmond y William Wantling. La primera edición apareció en marzo

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de 1978. Pocos años después la antología fue vendida a Fischer Verlag, un


importante editor alemán.
Una vez más, después del recital de San Francisco, Hank y Linda se
reconciliaron. Linda se trasladó de la casa alquilada a otra más grande en
Edgewater Terrace, en el extremo norte de Silverlake. En lugar de volver a alquilar
la casa, la compró. Hank estuvo de acuerdo en ir a vivir con ella para ayudar a
pagar los plazos mensuales. Dejó su apartamento de la calle De Longpre, un
traslado un poco traumático para él, pero quería estar con Linda. Mientras vivieron
juntos mantuvieron lo que Linda llama una organización liberal de las tareas de la
casa. Todos los que vivían allí —sus dos hijos, Hank y ella— tenían turnos para
realizarlas. (Sin embargo, a quien le tocaba fregar los platos no tenía que hacerlo
la misma noche en que se usaban, así que era frecuente que los platos se
amontonaran en enormes pilas durante una semana o más.) Su relación
transcurrió con tranquilidad durante algún tiempo. Hank tenía su mesa de trabajo
en el dormitorio, y pasaba varias horas al día escribiendo. Linda recuerda que todo
lo que escribía entonces se lo enviaba a John Martin con una cierta periodicidad.
Hank también pintaba mucho, a menudo con Carissa, una hija de Linda. Hank iba
más que nunca al hipódromo y Linda solía acompañarle. Según Linda, una vez que
llegaban al hipódromo no se molestaban el uno al otro. Hank siempre tenía un
sistema nuevo que utilizaba hasta que empezaba a perder y entonces inventaba
otro. «Yo perdía muchísimo más que Hank», recuerda Linda.
Los ánimos se ponían al rojo vivo cada vez que Hank bebía más de la cuenta
y se iba de casa durante largos periodos. Linda descubrió que mantenía
relaciones con una mujer que vivía en Hollywood. Hank le habló a Linda de
aquella mujer. Le dijo que tenía un coche de lujo, muchísimo dinero y que era una
mujer muy culta, no como Linda, que tenía aspecto de campesina. Un día Linda
pasó por la casa de la otra en su coche y vio a Hank en la acera. «Llevaba una
bolsa llena de cervezas. Me subí con el coche a la acera y casi le atropello. Yo
tenía un Volkswagen al que llamaba "La Cosa", un coche pequeño que había
comprado el verano anterior para poder ir todos los años a Boulder.» Linda dio la
vuelta a la manzana mientras Hank recogía con cuidado las cervezas que se le
habían caído en el momento en que Linda casi le atropella. Después de dar la
vuelta a la manzana, ella paró el coche, se bajó de un salto y cogió una botella de
cerveza. La lanzó a la puerta de cristal del apartamento de su rival. La mujer le
gritó a Hank: «¡Llévatela de aquí!» Linda dio otra vuelta a la manzana. Cuando
volvió Hank subió al coche y se fueron juntos a casa.
No mucho después, Linda encontró el coche de Hank escondido en una
calle lateral cerca del apartamento de aquella mujer. En lugar de volver a
enfrentarse con ellos, regresó a Edgewater, hizo las maletas y se fue a Utah. Le
escribió una nota diciendo que se marchaba y se la dejó en el limpiaparabrisas del
coche. Linda se dirigió a Boulder con sus hijos y allí trabajó en el bar de su
hermana Margie. Siguió escribiendo y esculpiendo, y terminó varios cuadros. Hank
continuó viviendo en Edgewater Terrace. Por fin le dio explicaciones a Linda por
carta, diciéndole que su infidelidad era sólo un juego cuando ella se dedicaba
deliberadamente a ponerle celoso.

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A finales de julio, Linda invitó a Hank a que fuera a visitarla a Boulder.


Dormían en una pequeña caravana aparcada en el terreno de nueve hectáreas que
Linda tenía ladera arriba en la montaña Boulder, una zona bastante aislada. A
Hank no le gustaba aquello. «Era demasiado campo para él», dice Linda,
«demasiados árboles, demasiadas montañas.» Un día Hank se fue a dar un paseo
solo y se perdió. Linda creyó que se había marchado con uno de sus típicos
ataques de furia. No empezó a buscarle hasta muchas horas después. Cuando le
estaba buscando encontró el cuaderno de notas que él había llevado para escribir
y aquello la alarmó. Hasta ese momento no había pensado en que pudiera pasarle
nada malo. Comenzó a seguir su rastro como solía hacer con las vacas que se
perdían en el rancho de su padre. Después de aproximadamente una hora, le
encontró en plena crisis de pánico. Era evidente que había pasado miedo. Las
montañas de Boulder casi habían vencido al poeta urbano. Había saltado al otro
lado de la valla del prado que era de Linda; si no lo hubiese hecho, habría
encontrado fácilmente el camino de regreso al campamento.
Linda organizó una fiesta para presentar a Hank a la gente del pueblo:
leñadores, vaqueros y palurdos que trabajaban en la industria petrolera. Era una
locura: todos los lugareños bailaban como posesos, y Hank se burlaba de ellos.
Pronto fue algo obvio para Linda que Hank no disfrutaba de su estancia en el
campo, así que le llevó al aeropuerto y él cogió un vuelo a Los Angeles.
Cuando Linda regresó a Los Angeles él ya tenía sus maletas hechas. Le
escribió a Al Winans el 16 de julio de 1973, diciéndole:

llevo una semana borracho de cerveza desde que regresé de Utah.


Linda y yo lo hemos dejado, el día 29 tengo que haberme marchado.
tengo una libreta de teléfonos bastante pequeña con 3 o 4 números, pero
será una maldición si sigo queriendo estar liado con alguien y esto de
luchar y vivir con las mujeres me ha mantenido en forma en cierto modo,
pero gran parte de ese juego se basa en argucias, movimientos de
ajedrez, movimientos falsos, problemas, críticas, pedos y sólo una décima
parte de sentimientos..., creo que la mayoría de nuestras mujeres ha
crecido pensando demasiado en las revistas de cine y en la pantalla y han
aprendido a actuar y a dramatizar, pero mi mente sólo quiere estar donde
está.

Antes del estreno en televisión del Bukowski de Taylor Hackford, tuvo lugar
una proyección privada el 19 de octubre de 1973, en el Barnsdell Park Arts Center.
Hank se llevó una botella de whisky que empinaba de vez en cuando hasta que
vino un guardia y le dijo que no se permitía beber alcohol dentro del cine; una nota
irónica si se considera que la película empezaba con una de las miles de idas a
comprar cerveza a la tienda de Ned que hacía Hank. «Bueno, no sé», dijo Hank
justo antes de que empezara la película, «creo que estoy camino de Hollywood.»
El domingo 25 de noviembre de 1973 se estrenó el documental en la
cadena KCET. Después de la transmisión se recibieron varias quejas formales

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junto a la de la FCC (Comisión Federal de Comunicaciones), sobre todo porque


Hackford se había negado a censurar la película. Hank decía en pantalla «Jódete»
o hacía cualquier otro comentario que normalmente no están permitidos en
televisión. Al darse cuenta de que la acusación de obscenidad lo único que podía
hacer era ayudar a su película, Hackford la envió a la FCC para que la
examinaran, a requerimiento de ellos: querían juzgar si podía considerarse o no
una «obra de arte» y por lo tanto apropiada para que la proyectaran.
Lo que realmente puso a la película en el punto de mira fue el premio que
obtuvo: Mejor Programa Cultural del Año, otorgado por la Corporación de
Emisoras Públicas. Como consecuencia, la Fundación Nacional para las Artes se
interesó por la película y quiso transmitirla a nivel nacional. Aunque la FCC no la
había declarado obscena, no podía proyectarse de costa a costa por el lenguaje
indecente que contenía. Le ofrecieron a Hackford diez mil dólares «para reducir la
película» a media hora, conservando principalmente la poesía y los comentarios;
pero no sería lo mismo, por lo menos para Hackford sería como si la dejaran
aséptica. Sin embargo, aquello atrajo mucha atención hacia Hank, convirtiéndolo
en una estrella menor de los medios de comunicación. «Cuando la gente vio la
personalidad de Bukowski en la pantalla», dice Hackford, «se dio cuenta de que
era una figura importante.» Bukowski ganó muchos otros premios y se proyectó en
el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Dado el éxito, Hackford quería hacer un
largometraje basado en una obra de Hank. Pensó concretamente en Cartero, y en
determinado momento intentó que John Cassavetes se interesara en producir la
película, pues sabía que él solo no tenía los medios para hacerlo. Playboy
Productions vio el documental y compró los derechos de Cartero. Hackford volvió
después a comprar los derechos, con la esperanza de poder producirla algún día.
Su primer largometraje propio fue The Idol Maker (El creador de ídolos), sobre un
empresario del rock and roll de principios de los años sesenta y la relación que
tiene con las estrellas en cierne.
Dos semanas después de la emisión de la película de Hackford en
televisión, Hank voló a San Francisco una vez más, ahora para leer sus poemas
junto con el poeta William Stafford, en un acto organizado por el Centro Poético
del San Francisco State College. Le pagaban unos honorarios de cien dólares, más
gastos, menos de una décima parte de lo que recibiría un año después por un
recital, ya que se había hecho muy célebre. Stafford y él formaban una
combinación extraña porque el primero escribía una poesía de tono meditativo y
tranquilo; un contraste dramático con la obra de Bukowski. En un principio le
habían preguntado si no le importaba leer con Robert Bly y él contestó a los
organizadores diciéndoles que no tenía ningún problema en leer con cualquiera
que ellos eligiesen.
El recital tuvo lugar en el War Memorial Building, un escenario tan pesado
como su mismo nombre. No hubo problemas para llenar el enorme auditorio, pero
hubo ciertas dificultades para hacer que Hank entrase. Se había instalado en el
Jury Room, frente al auditorio, donde se puso a beber sin parar. A. D. Winans se le
unió y junto a otras dos personas, abandonaron el bar muy poco antes del
comienzo del recital y se dirigieron a la furgoneta de Lawrence Ferlinghetti que

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estaba aparcada en un callejón cercano, pues Hank tenía allí una botella llena de
zumo de naranja y vodka. Se negó a darle un trago a Winans, alegando que
necesitaba todo el alcohol posible antes de enfrentarse al público. Se sentaron en
la parte de atrás de la furgoneta, después salieron y Bukowski vomitó. Fueron
hacia la parte trasera del edificio, entraron por una puerta lateral y se encontraron
con que Stafford ya estaba leyendo. En lugar de tomar asiento en un lugar
apartado del escenario, Bukowski insistió en avanzar por el pasillo central y
sentarse en la décima fila. Aquello causó un alboroto pues la gente empezó a
hablar y a decir cosas como: «¡Ahí está! ¡Es Bukowski!» Lejos de molestarse por el
jaleo, Hank parecía disfrutar de la atención que le prestaban en detrimento del otro
poeta. «Hay que decir en favor de Stafford que continuó leyendo», recuerda
Winans, «sin perder nunca la compostura, como si se diera perfecta cuenta de que
quizás el ochenta por ciento de la multitud había acudido a oír al "viejo indecente" y
no a él.»
Durante el recital, cuando Hank subió al escenario la multitud se volvió loca.
Llevaba puestas las gafas de leer y se había peinado el pelo largo hacia atrás. Miró
durante largo tiempo al público y dijo: «Empecemos, hagámoslo y luego
marchémonos de aquí y vivamos.» Una mujer le interrumpió de mala manera y le
dijo que se calmara. «Saquen a esa señora del auditorio», dijo él.
Dio un trago a la botella que llevaba y luego empezó a recitar el primer
poema, «Sin título». En él habla de que le han aumentado el alquiler y de que el
Departamento de Agua y Energía de Los Angeles le llama para decir que va a
aumentar la tarifa del agua. Leía lenta, parsimoniosamente, con voz casi
monótona, sin mirar al público. Parecía que acababa de escribirlo teniendo en
mente su viaje a San Francisco, ya que el poema hacía mención de la ciudad. El
dijo: «Sencillamente no sé un carajo de San Francisco. Acabo de llegar esta
noche.» Preguntó si la señora impertinente ya había sido desalojada, y al no
obtener respuesta repitió: «¿Han sacado ya de aquí a esa señora tal y como he
pedido?» Otra persona le gritó algo y él respondió: «Si tienes whisky te quedas.»
Bromeó un rato con el público y luego dijo: «Permítanme ser refinado y espiritual...
Permítanme leer el siguiente poema.»
Bukowski ofreció un excelente Bukowski. La gente no sólo había ido a oír
su poesía sino también a ver a un salvaje de la literatura. Aquella noche no
decepcionó a sus seguidores, brindándoles comentarios agudos, dejando que la
gente se metiera con él de vez en cuando. Después del tercer poema dijo: «No
creíais que el viejo Bukowski pudiese ser sutil de vez en cuando, ¿verdad?»
Algunos fotógrafos empezaron a sacarle fotos. «¡Traedme el whisky!», gritó.
«Flashes no, hermano.» Eso fue antes de un amargo poema sobre unos
enamorados que discuten, en el que termina diciendo: «Este poema está dedicado
a una tal Liza Williams, y ella se lo merece.»
Se tomó otro descanso y después leyó un poema sobre el supermercado,
en el que pasea con su carrito por los pasillos y se lía con una compradora.
Después del poema preguntó:
-¿Cuál es la diferencia entre Bob Hope y yo? Es algo que me preocupa un

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poco.
Esperó un momento y entonces preguntó:
—Jack Micheline, ¿no tienes nada que decir?
—Déjame leer un poema —gritó Micheline, poniéndose de pie.
—Te diré algo, Jack -dijo Bukowski—. Permíteme acabar mi recital y
después te dejo el escenario.
Entonces leyó unos pocos poemas más, después de lo cual dijo:
—Si William Stafford está todavía entre el público y no se ha desmayado,
aquí va un poemita serio... ¿Hago como el señor Stafford y digo «Me quedan dos
poemas»?
Antes de leer el último le dijo al público que acabaría a menos que le
pidieran «vociferando» que leyera más poemas «porque soy bueno y lo sé».
Después del poema, que hablaba de la muerte de Ezra Pound, abandonó la
tribuna momentáneamente, luego volvió y se dirigió a Micheline:
—Voy a decir algo desagradable sobre ti, Jack. Has dormido en mi alfombra
y no pagaste nada de alquiler.
La multitud empezó a vociferar. Bukowski cogió el micrófono y gritó:
—Odio a los poetas preciosistas y también odio a los públicos preciosistas.
Leyó un par de poemas más, con sus habituales comentarios. Antes del
poema final preguntó:
—¿No tienen nunca la sensación de que uno podría volverse loco de
repente haciendo una cosa de este tipo?—
Después de terminar el poema abandonó precipitadamente el escenario,
salió del edificio junto con Winans y algunos admiradores jóvenes y regresó al Jury
Room, donde siguieron bebiendo.
Hank corría de ciudad en ciudad dando recitales de poesía y pasaba la
mayor parte del tiempo libre en Los Angeles, peleando todavía con Linda, aunque
ya no vivían juntos. John Martin recopiló y publicó una colección de relatos cortos
de Bukowski entre aquellos que no habían sido incluidos en la selección de la
editorial City Lights, a los que agregó algunos otros nuevos, bajo el título South of
No North (Se busca una mujer). El subtítulo, Relatos de la vida sepultada,
constituye una acotación reveladora de la visión que el escritor tuvo de sí mismo
durante gran parte de su vida. Hay veintisiete relatos en la colección, incluyendo
«All the Assholes in the World and Mine» («Todos los ojos del culo del mundo y el
mío») y «Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts» («Confesiones
de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias»), aquellos dos
crudos relatos de su época de Ole. Algunos como «Política» y «Bop Bop contra
aquella cortina» nos trasladan a la juventud del escritor, literalmente aquellos
«años sepultados» en los que desarrolló el personaje de marginal absoluto. El
primero de los dos relatos —una mirada extraña a su juventud— está relacionado

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con su época en Los Angeles City College, cuando se hacía pasar por
simpatizante del nazismo, solamente como provocación dentro del ambiente
universitario, donde la mayor parte de los demás estudiantes estaban
comprometidos con una línea patriótica antinazi.
En junio de 1974 se publicó Burning in Water Drowning in Flame
(Quemándose en agua ahogándose en llamas). Esta colección de poemas, que
cubre el periodo 1955 a 1973, estaba dividida en cuatro secciones, que incluían
los dos libros de la editorial Loujon Press, la colección de Black Sparrow, y una
selección de poemas nuevos de los años 1972 y 1973. Todos ellos escritos
durante la felicidad y la locura de su vida con Liza y Linda.
Burning ofrece a los admiradores de Bukowski una rara oportunidad de
sorprenderlo en un momento de reflexión a través del prólogo en el que se refiere
brevemente a cómo surgió cada uno de los libros de la selección. Dice que Jon
Webb pensaba que la mayoría de los escritores eran «seres humanos
detestables» y que quiso ver cómo era Bukowski antes de publicarlo. Comenta
que la serie de poemas para Crucifix «fue escrita un mes muy caluroso y lírico en
Nueva Orleans, en el año 1965». Y habla de cómo se conocieron John Martin y él.
Menciona cómo surgió el primer libro de la editorial Black Sparrow, At Terror Street
and Agony Way. Para resumir sus sentimientos sobre aquella retrospectiva de su
vida como poeta, decía:

Cuando miro estos poemas escritos entre 1955 y 1973 prefiero (por una
razón u otra) los últimos. Eso me gusta. Por supuesto que no tengo ni idea
de la forma que adoptarán mis futuros poemas, ni de si escribiré algún otro,
porque no tengo ni idea de cuánto tiempo más viviré, pero puesto que
empecé a escribir poesía bastante tarde, a la edad de 35 años, me gusta
creer que me serán otorgados algunos años extra ahora, al final. Mientras
tanto, tendrán que conformarse con estos poemas.

El último grupo de poemas al que se refiere ofrece una muestra del estilo
sencillo que habría de desarrollar más tarde su poesía. Muchos se refieren a su
relación con Linda. «Cartas» comienza diciendo:

está sentada en el suelo


revolviendo en una caja de cartón
leyéndome cartas de amor que le he escrito
mientras su hija de 4 años está tumbada en el suelo
envuelta en una manta rosa y
medio dormida...

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Sobre las muchas veces que discutieron y se separaron, dicen la segunda y


tercera estrofa:

estamos juntos nuevamente después de una separación


estoy sentado en su casa en una
noche de domingo

fuera los coches suben y bajan la cuesta


cuando durmamos juntos esta noche
oiremos los grillos...

Otro poema que se refiere a hechos corrientes en la vida de Hank durante


aquella época es «En el circuito», que empieza diciendo:

Fue en San Francisco


después de mi recital de poesía
la multitud había estado simpática
había recibido mi dinero
tenía aquel lugar en un primer piso
se bebió mucho
y aquel tipo empezó a pegarle a un marica
yo intenté detenerle
y el tipo rompió una ventana
deliberadamente.

En medio de la creación de nuevos poemas, la desenfrenada sucesión de


recitales de poesía y el continuo drama con Linda, Hank acabó su segunda
novela. Factotum. Había descubierto el título un día en que estaba buscando algo
en el diccionario: se topó con la palabra y, al leer la definición, decidió que era lo
que le iba a los años cuarenta, el periodo sobre el que había escrito: «Persona que
hace toda clase de servicios...» El título fue fácil, pero escribir la obra no: trabajó
esporádicamente en el libro a finales de 1973 y durante el año siguiente. En el
otoño de 1974 estuvo a punto de quemarlo, pero lo acabó a tiempo para su
publicación en 1975.
Después de marcharse de casa de Linda, Hank alquiló un apartamento en
un complejo de ocho bungalows, en Carlton Way, al lado de la Avenida Western.

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Sus vecinos eran una mujer que hacía strip-tease, el administrador de un salón de
masajes y otros tipos de la clase baja de Los Angeles. Los alrededores y la gente
le resultaban agradables. El sitio le costaba 105 dólares al mes, tenía la pintura de
las paredes desconchada, una cocina vieja y unas cortinas rotas. Un ventilador
grande y ruidoso que había en el salón servía de aire acondicionado durante el
verano; naturalmente, las botellas de cerveza se amontonaban en todos los
rincones disponibles. Veía mucho a Brad y a Tina Darby, una pareja joven que
había conocido a mediados de la década de los setenta. Brad, que era fotógrafo,
le sacaba fotos a Hank siempre que podía. Con esta joven pareja Hank asistía a
numerosas fiestas e iba a clubs ostentosos. Linda seguía teniendo su casa en
Silverlake, y pasaba mucho tiempo ocupándose de sus hijos y veía a Hank de vez
en cuando mientras éste iba y venía de la ciudad.
A principios de 1975, Linda se puso a trabajar de camarera en la sala de
fiestas Flo en el Bulevar Sunset. Brad le enseñó a Linda fotos de Hank con una
mujer desnuda sentada en sus rodillas. Quería que Linda hiciera comentarios
sobre las fotos; ella dijo que eran preciosas antes de romperlas. Brad se agachó a
recoger los trozos. «Sabía que la relación estaba en los últimos suspiros», dice
Linda. «Una mujer vino desde Nueva York o de algún otro sitio a quedarse un fin
de semana... Fui a casa de Hank y miré por la ventana y le vi dando vueltas
desnudo mientras la mujer estaba tumbada en la cama.» Una noche Linda estaba
en casa, se sentía aislada, mirando por la ventana un pino medio muerto,
desfigurado por la niebla. «Sabía que Bukowski estaba con otra mujer; podía
sentirlo a través de la ciudad», recuerda Linda. «Sabía que tenía que irme de la
ciudad si quería romper con él definitivamente. Yo no podía ser sólo una de sus
muchas mujeres.»
En la época en que puso su casa a la venta, se quedó embarazada. Había
estado con Hank y con otros dos tipos, uno del bar donde trabajaba y un tipo
llamado Frenchy, así que no sabía de quién era el niño. La casa se vendió
rápidamente, y tuvo que ponerse a sacar los muebles. Mientras estaba
empaquetando sus pertenencias y trasladando objetos pesados, tuvo una
hemorragia. Un amigo la llevó en coche al Hospital del Condado, donde tuvo un
aborto.
Linda estaba recuperándose sola en su casa cuando Hank la llamó para
hablarle de una novia nueva. «Quería darme celos con otra mujer.» Él le dijo:
«Tengo un colchón nuevo y vamos a dormir en él.» Cuando ella le contó que había
tenido un aborto, Hank le contestó que estaba a punto de salir de la ciudad para
dar un recital y que, sin duda, podría encontrar a alguien que fuese a ayudarla.
«Yo no estaba como para oír aquello», dice Linda. «Al día siguiente, todavía
estaba medio muerta... y alguien me trajo una botella de vino para que se me
fortaleciera la sangre... Me bebí toda la botella... y me fui a su casa, entré y cogí
algunos de sus libros y cuadros y su máquina de escribir. Lo que quería era hacerle
daño porque sólo se amaba a sí mismo, su máquina de escribir y su radio.»
Tan pronto como Linda King recuperó fuerzas, decidió castigar aún más a
Bukowski. Por casualidad, Hank regresó y cogió a Linda entre los arbustos con

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sus libros y le dijo: «¡Devuélveme mis cosas! No es justo.» Linda, que había
estado bebiendo durante horas antes de ir a casa de Hank, respondió: «¡Sí que es
justo!» Llevó sus libros a la parte de atrás de la casa y los tiró contra las ventanas.
Cada vez que lanzaba uno, decía: «Y no me hables más de tus mujeres... y no
quiero saber nunca más nada de lo que hagas...»
Fue a buscar la máquina de escribir a donde la había dejado, la llevó hasta
la calle, y la tiró contra la calzada. Sin saber qué hacer, Hank llamó a la policía,
que a continuación hizo un informe sobre el incidente.
Después Linda y sus dos hijos se trasladaron a Phoenix. No hacía mucho
que se habla instalado allí cuando Hank fue a visitarla. Cuando bajó del avión, le
echó una ojeada y vio que había adelgazado y que estaba otra vez en forma.
—Parece que te las arreglas mejor sin mí —dijo él.
Pasaron una semana juntos como amantes e intentaron reconciliarse. Sin
embargo, los dos tenían la clara sensación de que la relación había llegado a su
fin.
Él le escribió algunos meses después, cuando estaba con una mujer
llamada Cupcakes O'Brien. Hank le pedía que volviese a Los Angeles y le
rescatase, y le prometía que todavía podían pasar momentos locamente divertidos
los dos juntos. Linda no cedió; ya había sido suficiente y sabía que volvería a
repetirse el mismo ciclo; no quería volver a pasar por todo aquello. Así que la
relación llegó realmente al final. Hank dirigió su mirada hacia otros horizontes.

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Bukowski ni siquiera imaginaba que una de las personas más importantes


de su vida asistiría a aquel recital de poesía que dio el 29 de septiembre de 1976
en el Troubadour, un local nocturno muy conocido en Los Angeles, en el Bulevar
Santa Monica, a pocos kilómetros al oeste de su apartamento de Carlton Way.
Aquél fue uno de sus últimos recitales públicos y, como era habitual, las entradas
se agotaron. La pista de baile del Troubadour estaba abarrotada de personas la
noche que Linda Lee Beighle, la futura señora Bukowski, le oyó leer. Aunque hacía
tiempo que tenía ganas de conocerle, había esperado durante más de un año,
yendo a sus recitales y quedándose al fondo de la sala.
Linda, que es casi veinticinco años más joven que Hank, observó cómo las
mujeres chillaban con apasionada intensidad a su héroe, y no perdió detalle de las
animadas reacciones de él. La multitud actuaba tanto como el hombre al que
habían ido a oír. El lema de Hank es no dejar nunca que mande el público. Hay
que darle espacio. Hay que dejarle vociferar y aullar, pero debemos mantener el
control absoluto en nuestras manos. Después de una década y media de práctica,
conocía el juego y lo sabía jugar bien.
Sin embargo, los admiradores perspicaces podían percibir la vulnerabilidad
del poeta. Tal era el caso de Linda. No sería exagerado decir que ella veía
claramente al ser humano a pesar de toda aquella atmósfera de carnaval que
rodeaba aquel y muchos otros de sus recitales. Ella le admiraba y adoraba su
obra. Se daba cuenta de que sus poemas no eran meramente invenciones
literarias sino que, en realidad, representaban lo más íntimo de su ser.
Retrospectivamente, afirma que sus sentimientos hacia él eran casi místicos y en
su mayor parte basados en la intuición.
Después del recital, cuando Hank salía del Troubadour con otra mujer, ella
se le acercó. En el momento en que él salía a la calle, ella le entregó una nota con
su nombre, dirección y número de teléfono. Él reaccionó inmediatamente dándole
también su número de teléfono y en el mismo papel escribió el verso de un
poema, que ella ya no recuerda y le dibujó un hombrecito con los brazos abiertos.
¡Perfecto! Él, el hombre con aquella visión única y magnífica, había
respondido realmente a su propuesta. Linda iba conduciendo de regreso a casa
convencida de que lo que había sucedido entre ella y Bukowski era sólo el

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preludio de unas experiencias nuevas y profundas.


Dos días después Hank la llamó al Dewdrop Inn, un restaurante de comida
naturista que ella tenía en Redondo Beach, una urbanización junto a la playa de
Los Angeles, lo suficientemente cerca de la locura de la ciudad como para recibir
la contaminación, pero con el beneficio de la brisa marina y el aire fresco del
Pacífico. Él le propuso que se vieran.
—Oye, ¿qué te parece si me acerco por allí? —dijo Hank.
Ella le dijo que aquello era un restaurante y le indicó cómo llegar. Él regresó
a su trabajo feliz de haber llamado; ella continuó con su negocio, haciendo
sandwiches, charlando con sus clientes y pensando en él.
Camino del restaurante, Hank se imaginaba a Linda Beighle al frente de
una gran empresa, dando órdenes a camareras y cocineros, ocupada en llevar las
cuentas. Distraído con aquellos pensamientos, se confundió y acabó en
Lakewood, una comunidad de casas con grandes extensiones de terreno; sin duda
no era aquél el territorio de Bukowski. Fue a un teléfono público en una gasolinera,
llamó a Linda y le dijo que sus indicaciones estaban equivocadas.
—Necesito un trago —confesó él—. Me vuelvo a casa.
Ella le pidió que saliera y mirara cómo se llamaba la calle en la que estaba
para poder indicarle el camino otra vez. Hank dejó el auricular colgando y fue a
averiguar el nombre de la calle. Cuando regresó ella le explicó el modo de llegar,
haciéndole prometer que realmente saldría para allí.
—Vienes ahora, ¿no?
—Claro, nena. Enseguida estoy ahí.
—Muy bien, entonces te espero.
—Sí. Deja que me meta en el coche. Tendrás a Bukowski ahí
inmediatamente.
Se dirigió a la Autopista de la Costa del Pacífico y cogió la salida indicada.
Poco después vio un cartel pintado a mano sobre un pequeño edificio: Dewdrop
Inn. Lo que había delante de él era una fachada de tienda extraña y lírica,
cualquier cosa menos el ajetreado restaurante que había construido en su
imaginación. ¿Dónde se había metido? ¿Y aquel arco iris sobre la puerta? ¡Dios
santo!
Linda le vio pasar y se percató de la expresión de pánico de su cara.
Algunos minutos más tarde él la llamó desde un bar que estaba en la misma calle
del restaurante, un poco más arriba, esa clase de sitio que está abarrotado todo el
día. Con un vodka-7 en una mano, la llamó por teléfono para decirle que había
parado a tomarse una copa. «Pues muy bien. Ya casi estoy ahí», le dijo. Cuando
acabó fue conduciendo calle abajo hasta el Dewdrop Inn. Por dentro tenía un
aspecto un poco más presentable y la atmósfera estilo hippie le divirtió. Se sintió
como si hubiera retrocedido a la mitad de la década de los sesenta. Linda se
hallaba de pie detrás del mostrador, preparando una ensalada, mientras algunos

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jóvenes en pantalón corto estaban de pie aquí y allá con la mirada perdida y otros
permanecían en el suelo, abrazados. Un pequeño grupo se sentaba en un sofá.
Hank vio entonces a Linda a la luz del día por primera vez: pelo rubio, ojos
grandes, cuerpo delgado, y una sonrisa cálida y extraña.
Se sentía raro y fuera de lugar. Fue hasta una estantería con libros, todos
con las portadas gastadas y se puso a mirar los títulos. «Estos libros los ha leído
más de uno», pensó. Pasó por alto sus obras y cogió una edición en rústica de los
poemas de García Lorca, lo hojeó, haciendo como que leía. Algunos versos
captaron su atención, pero en lo que pensaba en realidad era en la clientela de
Linda. Jesús, ¿quiénes son estos niños?, se preguntó a sí mismo. No había
ninguno que pasara de los treinta años. Estaban morenos, atléticos y desprendían
felicidad, como si ninguno hubiese sido tocado por las duras realidades del
mundo. Linda Lee no sólo era la dueña del restaurante de comida naturista que
frecuentaban, tenía más vida que ellos. Su espíritu era como un foco. Tiene nervio,
notó Hank. Más que eso, desprendía autoridad. Así que tal vez aquel viaje le
condujera a algo. Lo único que sabía era que las mujeres le habían llevado por
muchas puertas extrañas y parecía que aquélla podría ser..., bueno, era muy raro
de verdad. Meher Baba le observaba desde arriba, benefactor, con guirnaldas de
radiante espiritualidad. Quién sabe...
Linda estuvo demasiado ocupada durante un rato como para hablar con
Hank, pero le alcanzó un sandwich. Él se lo comió, la observó mientras limpiaba la
cocina, y después la ayudó a cerrar el restaurante por la noche. Juntos metieron
las mesas y sillas que estaban fuera y sacaron la basura. Fueron en coche a
comprar vino, y después a casa de Linda, un lugar pequeño y cómodo, con
posters de Meher Baba, igual que en el Dewdrop. Ella se había hecho casi todos
los muebles, incluida la cama. Abrieron una botella de vino tinto y se sentaron en
el sofá. Antes de que se hubieran bebido media botella llamaron a la puerta. Se
había corrido la voz de que Charles Bukowski estaba en el apartamento de Linda.
En lugar de estar a solas, se encontraron ocupándose de toda una tribu de chicos y
chicas de la playa. Con aquella mujer nueva a su lado, Hank se rindió ante el
aluvión de jóvenes que desfilaron frente a él, incluido uno que aspiraba a ser un
poeta publicado. Le dijo a Hank que se publicaría él mismo su libro de poemas.
—¿Y por qué no? Whitman lo hizo —respondió Hank, sin molestarse en
mencionar que él nunca había pensado en publicarse a sí mismo.
Mucha gente pasó por allí a lo largo de la noche, algunos llevaban cajas de
seis cervezas en homenaje al poeta. Linda los conocía muy bien a todos y se lo
tomaba con calma. Hank, como siempre, parecía imperturbable. Al final sólo
quedaron ella y un amigo con el que compartía el piso.
—Oye, creo que ya es hora de que me vaya —dijo Hank.
Linda insistió en que se quedara.
—No he podido hablar contigo —dijo ella.
Cuando dijo aquello, su compañero de piso se levantó y se fue a su
habitación. Ellos se quedaron sentados, hablando. Hank se sentía cómodo con

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ella, se daba cuenta de que sabia llevar una conversación y de que hablaba
inteligentemente y con convicción. Cuando se acabó el vino él le dijo que estaba
demasiado borracho para conducir de regreso a casa.
—Puedes dormir en mi cama —dijo ella—. Pero nada de sexo.
—¿Por qué?
—No se hace el amor sin casarse.
—¿Que no se hace?
—Meher Baba cree que no.
—Dios puede equivocarse a veces.
Linda insistió.
Durante los meses siguientes Hank iba a visitarla de vez en cuando y se
sentaba en el restaurante mientras Linda trabajaba. A ella le gustaba tener su
presencia poderosa en el Dewdrop, que era más el salón de su casa que un
negocio. Al planificar el restaurante lo había decorado deliberadamente para que
aquello fuera así. Había cuadros en las paredes, había libros y revistas
diseminadas al azar en la zona del comedor.
A pesar de Meher Baba, su amistad se fue haciendo cada vez más
importante y más sensual. Al comparar a Linda Beighle con las mujeres con las
que había estado durante los últimos años, a Hank le parecía como una especie
de refugio en medio de una enfurecida tormenta, y se dio cuenta de que ella podía
llegar a liberarle del estilo de vida de mujeriego que le había desgastado. Quería
encontrar el camino hacia lo que llamaba una «claridad fácil», sin tener que pasar
por las ruinas de una serie de relaciones caleidoscópicas con amantes atadas al
sexo, la droga y el alcohol. La personalidad de Linda era serena en comparación
con la vida de las mujeres que había estado persiguiendo desde que se separó de
Linda King. Cuanto más la conocía, más convencido estaba de que aquélla sería
una historia larga. El negocio que ella tenía, su pequeño apartamento con el altar
de Meher Baba, y todo el ambiente de Redondo Beach eran diametralmente
opuestos a la ruinosa zona de Carlton Way. «Me gustaba ir al restaurante porque
Linda estaba allí, pero al cabo de un rato ya quería volver a la anarquía de la
ciudad», dice Hank. «Corríamos de aquí para allá entre su casa y la mía. Además,
yo todavía seguí viendo a otras mujeres durante una temporada.»
Hank y Linda descubrieron que habían ido más allá de pensar sólo en el
sexo como la única manera de mantener una relación. Hank le habló del periodo
de su vida comprendido entre 1970 y 1977, de toda la gente implicada y la parte
que cada uno de ellos desempeñó en la interminable comedia de Bukowski como
genio del sexo. Hank dejó bien claro que este fenómeno había empezado para él
a la edad de cincuenta años, hecho que Linda encontró divertido. Las historias
eran divertidas. Gran parte de la poesía de Hank de aquel periodo se reúne en
Love Is a Dog from Hell (El amor es un perro infernal). Al mismo tiempo que Hank
disfrutaba de la juerga, había un dolor igualmente grande. De hecho, tenía
cicatrices profundas como resultado de la búsqueda de la realización amorosa y

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sexual. Era natural que no quisiera precipitarse a empezar ninguna relación seria.
Y sin embargo pronto se dio cuenta de que le gustaría estar con Linda Lee durante
muchos más momentos del día y no sólo de vez en cuando. Además, ya había
acabado lo que ella llama la «investigación» de Hank para una novela sobre sus
asuntos con diferentes mujeres.
Poco a poco, ella y Hank comenzaron a acostumbrarse a pasar largos fines
de semana juntos en Carlton Way. Linda Lee recuerda su apartamento como un
sitio asqueroso que necesitaba urgentemente una limpieza a fondo, especialmente
la cocina, cuyos hornillos tenían una capa de grasa de casi un centímetro de alto.
Linda Beighle había crecido en Penn Valley, cerca de Bryn Mawr, y vivía en
Main Line, una calle exclusiva de gentes ricas cerca de los trenes que se dirigían
al centro de Filadelfia. Su abuelo, O. J. Syder, fundó el Colegio de Osteopatía y el
Hospital de Filadelfia, y fue una figura prominente de la ciudad. Su madre, Honora
Snyder, se crió en «una familia extremadamente aristocrática», según Linda. Su
padre, James L. Beighle, descendiente de alemanes y galeses, ofreció una vida
acomodada a su mujer, que se dedicaba exclusivamente a la casa y a la
educación de Linda, de sus hermanas Jhara y Gwendolyn y de su hermano Peter.
Linda era una niña rebelde, que desconfiaba del mundo cerrado y limitado
en el que vivía, así como de la conveniencia de muchos de sus amigos. A los once
años se escapó de casa, y volvió a hacerlo, con más éxito, a los quince, cuando se
fue a un barrio cercano, consiguió un trabajo como camarera (después de mentir
sobre su edad), y vivió en una pensión. Se las arregló para vivir por su cuenta
durante casi cuatro meses, hasta que su familia la encontró.
En 1971 Linda se trasladó a California. Había vivido plenamente el
movimiento hippie de la década de los sesenta y era una hija de las flores.
Acababa de llegar de un viaje a la India y estaba ansiosa por comenzar una nueva
vida en la Costa Oeste. Su devoción por Meher Baba había surgido al ver una foto
del maestro espiritual, mientras trabajaba en un club nocturno, la primera vez que
estuvo en California, en los años sesenta. Le preguntó al dueño del club quién era
aquel hombre, ya que su rostro le fascinaba. Estuvo saliendo con un artista que
era seguidor del maestro y un día le preguntó cómo hacía para tener tanta energía
siempre sin que pareciera costarle ningún esfuerzo, él lo atribuía a Meher Baba. El
artista le dio a Linda uno de los libros del maestro. El todo y la nada. En 1971, ya
convertida en una seguidora de Meher Baba, Linda, con el dinero que había
ahorrado en trabajos varios, abrió el Dewdrop Inn.
Hank siguió viendo a otras mujeres durante aquellos primeros meses
después de conocer a Linda Beighle, incluyendo una a la que él había rebautizado
«Scarlet» y sobre la que había escrito muchos poemas. Aquello no preocupaba a
Linda, que veía cómo la competencia iba cayendo una a una. Mantuvo su
apartamento en Redondo y siguió ocupándose del restaurante, contenta con la
idea de tener su propio círculo de amigos y un mundo que ella sola había
construido, separado del de Hank. El compromiso que tenía con su negocio la
ayudaba a comprender la necesidad de Hank de tener su tiempo para el
hipódromo y para escribir. Las idas y venidas entre los apartamentos de Carlton

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Way y Redondo Beach se hicieron más frecuentes en el invierno de 1976. Una vez
Hank fue detenido por la policía por conducir borracho cuando volvía de casa de
Linda. Taylor Hackford pagó la fianza y le sacó de la cárcel. Linda llegó más tarde a
Carlton Way y se encontró a Hank tumbado en calzoncillos, rodeado de un montón
de botellas de whisky y ceniceros. Dos lesbianas que vivían en el edificio estaban
celebrando su salida de la cárcel con él. Ella echó a las dos mujeres, pero después
se hizo amiga suya. Las lesbianas pusieron a Hank el apodo de «el rey porno» y a
Linda Beighle «la reina de la comida naturista».
Linda observó que Hank se transformaba siempre que bebían durante largo
rato. «Tenía que estar realmente borracho», dice ella, «y de ese modo entraba en
aquella otra dimensión, pasaba del borracho delirante y ampuloso al Bukowski
filosófico y entonces se ponía a hablar del mundo interior, de cosas espirituales, a
veces durante horas.» Lo que a ella le atraía de los extensos monólogos de Hank
era la combinación de franqueza y sabiduría. Podía ver al niño que fue asomando
a través de aquel «loco solitario», como él se autodefinía, y mucho dolor de la
época de su juventud, sobre todo relacionado con sus padres y sus ex amantes.
Sin embargo, todo aquello lo compensaba gracias a su capacidad para ir más allá
de la autocompasión y transformar las tragedias de su vida en piezas para el
desarrollo continuo de su carácter y de su arte. Linda recuerda la época en que
Hank conoció a su madre, Honora, durante la primera Navidad que pasaron
juntos, en diciembre de 1977. Honora fue a visitarles desde su casa en el Este,
ansiosa por conocer al nuevo novio de su hija. Hank todavía bebía muchísimo en
aquella época. Le dijo a la madre de Linda: «¿Sabes, Honora? Yo amo a tu hija.
Siempre llevo su corazón en el bolsillo de atrás del pantalón y a veces me siento
encima de él.» El comentario era un poema de un solo verso, fácil de comprender,
completamente sincero, exactamente igual a las palabras que Hank vertía sobre el
papel.
«Bebíamos muchísimo vino en aquella época», recuerda Linda. «Hice que
Hank cambiara la cerveza por el vino. Bebíamos en exceso. A mí siempre me
gustó beber. Pero aquello era otra cosa. Aunque bebía, de todas formas me las
arreglaba para ir al restaurante y abrir puntualmente.» De vez en cuando el poeta
Ben Pleasants, que conocía a Hank desde hacía ya unos cuantos años y
publicaba a menudo en The Wormwood Review, se pasaba por allí a tomarse una
copa. Linda estaba impresionada por lo mal que comía Hank. Solía ir a un sitio
llamado Philly's Hoagie Shop, en la esquina de Western y Sunset, donde comía
hoagies (bocadillos) o un sandwich de queso y carne. Para curarlo de aquello, le
llevó a una tienda cerca de Carlton Way y le compró vitaminas y comida
macrobiótica. Él se adaptó al nuevo régimen como si lo hubiera hecho toda la vida,
y empezó a sentirse mejor físicamente casi de inmediato.
Pero Linda no se dedicó a reformar a Hank. Su objetivo era simplemente
que siguiera una dieta más sana, quería que él se mantuviera tan fuerte como sus
escritos. Además, sabía que podían ayudarse de verdad el uno al otro: «Yo creía
que podía ayudarle a convertirse en un ser humano mejor», dice. «Como había
leído sus libros, sentía que conocía su corazón. Veía mucha tristeza y quería
ayudarle a que se sintiera lo suficientemente libre como para abrir partes de sí

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mismo que habían permanecido cerradas.» Veía gran parte de su relación como
un proceso del devenir, una apertura hacia nuevas percepciones, una especie de
expansión. Su actitud era básicamente nueva para Hank, si se tiene en cuenta que
las señoras con las que había estado hasta entonces estaban más interesadas en
las luchas sexuales y en juegos interpersonales complejos.
Mientras su relación con Linda se hacía más intensa, Hank acabó su novela
Mujeres en octubre de 1977, un original de 433 páginas dividido en noventa y
nueve episodios. Se lo envió a John Martin, que decidió retrasar su publicación
puesto que la selección de poesía Love Is a Dog from Hell se había editado hacía
poco tiempo. Por algún motivo la nueva novela había echado leña al sistema de
Hank: escribía entre veinte y treinta poemas a la semana, bombeándolos desde su
interior como había sucedido en la época en que escribió Crucifix. Había
empezado en 1955 con la idea del poema directo, claro, sin ninguna ostentación, y
había trabajado en ello, haciéndose aún más escaso en imágenes. Linda tuvo
mucho que ver con aquella sensación de rejuvenecimiento en su obra creativa. En
una carta a A. D. Winans, fechada el 27 de octubre de 1977, Hank decía:

Sí, Linda Lee es una buena mujer. He tenido suerte. Le gusta llamar a
las cosas por su nombre con una valentía dulce y no juega a enfrentar a
un hombre con otro como si ella fuese una especie de becerro de oro. Yo
he tenido algunas malas, muchas malas, los porcentajes son evidentes y
tengo que aceptarlos.

Love Is a Dog from Hell, registro poético de sus numerosos asuntos


amorosos antes de comenzar su relación con Linda Beighle, se había publicado
en 1977. Al leer el libro de principio a fin, se tiene la clara sensación de recorrer
una galería de retratos de mujeres. El primer poema, «Sandra», describe a una
mujer alta y delgada, que lleva una bata larga y pendientes. «La diosa de un metro
ochenta y dos» es el título de un poema que empieza diciendo:

soy grande
supongo que es por eso por lo que mis mujeres siempre parecen
pequeñas
pero aquella diosa de un metro ochenta y dos
que se dedica a los negocios inmobiliarios
y al arte
y viene en avión desde Texas
a verme...

La colección se ajusta al título del libro. Hay poemas en concreto en esta

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colección que sobresalen por su diálogo lleno de humor. Uno de ellos, «Yo también
tengo manchas de mierda en los calzoncillos», es una instantánea de la vida en el
«barrio de las casas de putas», que es como el poeta llama a la zona de alrededor
de Carlton Way:

les oigo ahí fuera;


«¿siempre escribe a máquina hasta
tan tarde?»
«no, es muy raro.»
«no debería escribir siendo
tan tarde.»
«casi nunca lo hace.»
«¿bebe?»
«creo que sí.»
«ayer fue hasta el buzón
en calzoncillos.»
«yo también lo vi.»
«no tiene ningún amigo.»
«es viejo.»
«no debería escribir hasta tan tarde.»

entran y empieza
a llover y
se oyen tres disparos
a media manzana y
uno de los rascacielos en
el centro de Los Angeles empieza
a arder
llamas de ocho metros lamiendo
la muerte.

A Bukowski le encantaba aquel tipo de poema. Era una afirmación de que


no se había ablandado, de que había evitado, de hecho, lo que él consideraba una
profesionalidad técnica fácil.

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Otro de los poemas cortos de Love Is a Dog from Hell, «el lugar no tenía mal
aspecto», es también austero:

ella tenía unos muslos enormes


y una risa estupenda
se reía de todo
y las cortinas eran amarillas
y yo acabé
me quité de encima
y ella antes de ir al cuarto de baño
se agachó, sacó un trapo de debajo de la cama
y me lo tiró.
estaba duro
estaba rígido del esperma
de otros hombres.
me limpié con la sábana.

cuando salió del baño se inclinó


y vi todo aquel trasero
mientras ella ponía
a Mozart.

En «locura», se sumerge en la miseria de la sórdida vida en Carlton Way y


sus alrededores:

la mujer que vive al otro lado del patio aulla,


solloza todas las noches.
a veces vienen los del ayuntamiento
y se la llevan un día o dos.

yo creía que sufría por la pérdida


de un gran amor
hasta que un día vino a casa y

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me lo contó...

Desde el centro de la vida sórdida de Los Angeles a los brazos de Linda


Beighle había un gran abismo, y Hank lo cruzó encantado. Ya no necesitaba dar
pruebas de sus aptitudes. El macho Bukowski, del que tantas veces se pensó que
tenía complejo de Hemingway, especialmente en sus relaciones con el sexo
opuesto, pudo finalmente sentar la cabeza con una mujer. El estilo anárquico y
ajetreado en sus relaciones amorosas había acabado.
Linda entró en la vida de Hank sin planes ocultos. No era escritora. Soñaba
con ser actriz, y durante los primeros años que pasaron juntos iba a clases de
teatro. Continuó con su devoción por la filosofía de Meher Baba. Al cínico
Bukowski, lejos de contrariarle, le divertía el interés que ella mostraba por aquel
«avatar del siglo». La gente que iba a visitarles a la casa que más adelante
comprarían juntos, solía quedarse atónita al ver el rostro de Baba observándoles
con su sonrisa efervescente.
Compraron aquella casa porque los libros de Hank le estaban dando tanto
dinero a finales de los años setenta, que le aconsejaron que comprase una
propiedad por motivos fiscales. La única casa que había poseído había sido la de
su padre, que heredó y vendió rápidamente. Linda y él recorrieron zonas apartadas
de Carlton Way en busca de un lugar apropiado, fueron incluso muy al norte, hasta
Bakersfield en el San Joaquin Valley. Una de las zonas que les gustaba era la del
Cañón Topanga, justo al norte de Los Ángeles. Pero una vez que fueron hasta allí,
pararon en un bar y todo el mundo reconoció a Bukowski. Empezaron a llamarle y,
de pronto, comenzaron a invitarle a copas. Lejos de sentirse animado con todo
aquello, lo que quería era marcharse. La mitad de los tipos del bar tenían un
aspecto estilo Charles Manson, un aspecto general de disipación espiritual y física,
y de aquello Hank ya había tenido suficiente.
Exploraron la zona de San Pedro. Parecía que la atmósfera general era más
relajada que en otras zonas de Los Angeles, y los veranos no eran sofocantes
porque estaba muy cerca del mar. Les gustó la parte antigua del centro, tenía un
deterioro que no era agobiante ni depresivo. A diferencia de otros pueblos de la
costa, allí no se había instalado el espíritu de los años sesenta. Tal vez uno de los
factores más importantes era que tenían las autopistas muy cerca: Bukowski podía
llegar rápidamente a los hipódromos de Santa Anita o Hollywood Park,
consideración que había que tener en cuenta. Él no quería ceder en el asunto de
los hipódromos, aunque eso le hiciera sacrificarse en otros aspectos.
La casa que encontraron se hallaba escondida en un barrio de clase media
sin pretensiones. Los terrenos eran lo suficientemente espaciosos como para
mantener la privacidad, y la casa estaba lejos de la calle. Hank quería esperar un
poco antes de comprometerse financieramente, pero Linda insistió, pues temía
que alguien la comprara antes que ellos. Y cuando compraron la propiedad en
octubre de 1978 Hank se dio cuenta de que allí podría aislarse de las demandas
del público literario. Ya había dado suficientes recitales de poesía y empezó a
rechazar casi todas las ofertas para seguir haciéndolo. Lo mismo pasó con las

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entrevistas y las solicitudes de admiradores para conocerle personalmente.


Hank se adaptó a la casa como si siempre hubiese vivido allí. Se instaló en
una pequeña habitación del segundo piso en la que había una gran mesa de
trabajo de roble, que habían dejado los anteriores ocupantes. Puso su máquina de
escribir encima de aquella mesa, llenó los cajones con folios y se puso a trabajar.
Llevaron una cama que Linda había hecho, a finales de 1976, para la casa de
Hank en Carlton Way y la pusieron en el dormitorio. El primer poema que escribió
en la casa nueva fue «Miedo y locura»:
escondido aquí en el 2¡ piso
la silla contra la puerta
el cuchillo de carnicero sobre la mesa
escribo mi primer poema en este lugar
escribo esto
para mi agente fiscal
para las chicas en Omaha
para mi agente fiscal
estoy otra vez en la ruina
poseo 1/4 de esta casa
tengo un peral
tengo un limonero
tengo una higuera
ahora todo el mundo está preocupado por mi alma

ahora puedo equivocarme de muchas maneras
siempre fui bueno en eso.
las cañerías son de cobre
y la máquina de escribir es mía
y fuera hay suficiente terreno del cual vivir,
o sea, si puedo levantar el culo de esta silla.

escondido aquí en el 2° piso


estoy otra vez en un cuarto pequeño.

Linda Beighle cultivó el jardín al tiempo que seguía ocupándose del


Dewdrop Inn durante muchos años más. Ella y Hank se acostumbraron a una

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rutina que consistía en que él iba al hipódromo durante el día, volvía a casa a
ducharse y salir a cenar fuera, después volvían a casa y se sentaban en el salón
rodeados de gatos y botellas de vino, sólo de vez en cuando con alguna visita. Por
la noche, tarde, Hank decía buenas noches a Linda, que se iba a dormir, y él se
sentaba a trabajar en su estudio, con su botella de vino a mano. Ella comprendió
que era el ritmo de él y no intentó cambiarlo. «Ella me enganchó a ese vino y eso
estuvo bien», dice Hank, «y las vitaminas. Cuando llegaba el momento de escribir,
Linda me dejaba solo.»
La aceptación por parte de ella del estilo de vida de Hank tuvo mucho que
ver con el éxito de su relación. Creía que lo que él escribía reflejaba su parte más
profunda y por ello aceptaba sus cambios de humor y su necesidad de privacidad,
que ella llegó a proteger, especialmente cuando su fama continuó aumentando a
mediados de los ochenta. Tener sus propios amigos e intereses completamente
separados de los de Hank fue también una bendición. Linda aprendió cuál era el
umbral que nadie podía cruzar con Hank, ni siquiera ella. Lo consideraba una
parte reservada de él, que servía de fuente para su talento.
Hank le describió Mujeres a A. D. Winans como «una especie de comedia
mayor-menor» y se disculpó por el trato que daba a algunos de sus amigos y
conocidos diciendo que él era el que quedaba peor de todos. «Es un estallido muy
tremendo», escribió, «y cuando lo releo me doy cuenta de que debía de estar loco
desde 1970 a 1977.»
John Martin leyó el original en cuanto le llegó por correo y se percató de
que aquélla era la novela más ambiciosa escrita por Bukowski hasta aquel
momento. La consideró el gran libro de humor negro del movimiento femenino, y
estaba extasiado por cómo había captado Bukowski en clave de humor
situaciones que debieron de ser muy dolorosas en su momento.
El debate sobre si los libros de Bukowski podían considerarse «novelas» o
no en el sentido tradicional continuaba. Hubo críticos que afirmaron que Mujeres
carecía de estructura. Cuando le dijeron a Bukowski que se le acusaba de que no
escribía novelas, el escritor contestó: «Joder, mi obra es sólo palabras sobre papel,
hombre.» El propio Martin responde que la estructura estropearía el libro.
Al preparar las pruebas para la edición de Mujeres, Martin cambió unas
pocas palabras y alteró algunas puntuaciones. Según era habitual, Bukowski se
percató de los cambios y quiso que se volvieran a poner las palabras. El libro salió
en una primera edición, y después se publicó una segunda edición revisada. «Si se
leen las dos ediciones», dice Martin, «no creo que nadie se dé cuenta de los
cambios, pero no hay que olvidar que él es muy particular. Quiere que le digas
exactamente por qué lo has hecho y si has cambiado algo que hace que el texto
sea más claro y mejor, él lo deja, pero normalmente la mejor forma es la suya.»
En el año de su publicación, 1978, se editaron más de doce mil ejemplares
en rústica de Mujeres. Al mismo tiempo que salía la primera edición de Black
Sparrow Press, se publicó otra en Australia, prueba de que su éxito iba en
aumento. Escrito en episodios, de una forma que recuerda a Cartero y a
Factotum, el libro comienza con una queja típicamente bukowskiana: «Yo tenía

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cincuenta años y no había estado en la cama con una mujer desde hacía cuatro.»
Era la clase de franqueza que la gente se había acostumbrado a esperar de Henry
Chinaski / Charles Bukowski. A continuación de aquello afirmaba que «Yo no tenía
amigas. Miraba a las mujeres cuando pasaban a mi lado...». Inmediatamente
después de esto aparece Lydia Vanee, nombre que da a Linda King en la novela,
tan llena de energía y talento en las páginas del libro como los que tenía en la vida
real.
El juicio de Linda King sobre la caracterización que Hank hace de ella en
Mujeres es que la escribió cuando estaba furioso con ella. «No leí el libro hasta
cinco años después de publicado porque sabía que iba a ser doloroso.» Cree que
muchas de las críticas que Hank hace de ella eran acertadas; sólo que le hubiera
gustado que hubiese expresado más la pasión de aquella relación. Dice: «Creo que
minimizó mi papel en su vida porque estaba furioso.»
Los hechos registrados en Mujeres son exactos, aunque es cierto que es
difícil percibir la intensidad de los sentimientos de Hank hacia Linda King. Por
ejemplo: «Ella irradiaba vitalidad, no podías ignorar que estaba allí.» Describe la
ropa que llevaba la noche que se conocieron en el recital del Bridge: «una
chaqueta de ante tipo cowboy, con flecos», y pasa a describir en detalle las
diferentes partes de su anatomía, lo cual es típico de él.
Linda King, Hank y todos los personajes de la novela podrían haber tenido
cabida en El Decamerón de Boccaccio, que fue de una influencia enorme en
Mujeres. Como le dijo Hank a un periodista de The Los Angeles Times el 4 de
enero de 1981: «En Boccaccio no se trata tanto del amor como del sexo. El amor
es más cómico, más ridículo. ¡Y ese tipo sabía realmente reírse de eso!» Continúa
diciendo que Boccaccio debió de verse envuelto en miles de historias con el sexo
opuesto. «El amor es ridículo porque no puede durar», dice, «y el sexo es ridículo
porque no dura lo suficiente.»
En concreto, a Hank le atrajo el tono satírico de los cuentos de Boccaccio,
como el de la historia de Rustico, un hombre tan extasiado por la belleza de una
joven que tiene una erección viéndola. Ella le pregunta qué es esa cosa que
sobresale delante de él. Él le explica que es el diablo al que le ha estado hablando
acerca de ella, y que él quiere hacer que ese diablo regrese al infierno, y «tú tienes
el infierno», le dice a la joven, añadiendo que cree que Dios la ha enviado a ella
para ayudarle a quitarse a ese diablo de encima. La convence para que se vayan
juntos a la cama a meter al diablo en el «infierno» que ella tiene. Una vez hecho,
ella le dice que aquello ha sido muy doloroso. Él le asegura que no será siempre
así. De hecho, después de algunos días de seguir mandando al diablo al infierno,
a la joven empieza a gustarle tanto que le incita a hacerlo una y otra vez.
En una de sus columnas en el Open City, la publicada en febrero de 1968,
Bukowski alaba a Boccaccio y recomienda a sus lectores que compren El
Decamerón.
Al describir su vida personal en Mujeres, Hank habla de su miedo al
abandonar la seguridad de Correos y empezar a abrirse camino como escritor.
Bukowski no se anda con rodeos: va directo al grano en el segundo párrafo y hace

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una descripción lúcida y concisa de la preparación de un escritor profesional,


literalmente de cómo convertir la «ametralladora» en una máquina de hacer dinero.
El párrafo termina diciendo: «Me costó veintiuna noches escribir mi primera
novela.»
Mujeres no acaba con el protagonista Chinaski alejándose con la mujer de
sus sueños. Por el contrario, está solo en su apartamento después de rechazar a
una mujer de diecinueve años que le acaba de llamar por teléfono. Tras bromear
los dos un rato, ella le dice: «Me llamo Rochelle», a lo que él responde: «Adiós,
Rochelle» y cuelga. Va a la cocina y abre un frasco de vitamina E, que se toma
con la ayuda de medio vaso de Perrier.
«Iba a ser una buena noche para Chinaski», proclama. «El sol, ya muy bajo,
entraba a través de las persianas, haciendo un dibujo conocido sobre la
alfombra...» Disfrutaba de estar a solas en su pequeño apartamento después de
verlo una noche tras otra abarrotado de mujeres. No hay sombra de misoginia, es
simplemente el retrato de un hombre que intenta salvarse a sí mismo, por sí
mismo. Bukowski/ Chinaski sale al porche y se encuentra con un gato extraño
sentado allí, «una criatura enorme... con un pelo negro y brillante y unos luminosos
ojos amarillos». En lugar de salir corriendo cuando aparece Chinaski, el gato se
acerca a él y empieza a restregársele contra las piernas. «Yo era un buen tipo y él
lo sabía», afirma Chinaski. Los dos entran juntos en la casa. «Le abrí una lata de
atún blanco Star-Kist. Envasado con agua de manantial. Peso Neto 200 gr.» Y así
termina el libro.
Con el paso de los años ha crecido el respeto de John Martin por la
capacidad de Bukowski y continúa creciendo. Se han convertido en muy buenos
amigos, a pesar del traslado de Black Sparrow Press a Santa Barbara, en el norte,
en 1975, y a pesar de que sus vidas siguen siendo muy diferentes: Martin, el
puritano, seguro de sí mismo, y Bukowski, el libertino duro. Cada uno, sin
embargo, ha aprendido del otro. Martin nunca ha olvidado algo que Bukowski le
dijo una vez, que «lo posible es mejor que lo perfecto». En cuanto a la crítica
surgida en torno a Mujeres, Martin opinaba que Bukowski ya había hecho mucho
escribiendo libros que eran absolutamente sinceros, totalmente desprovistos de
pretensiones, libros que se enmarcaban en la tradición de otros escritores
preocupados por los sentimientos humanos, tales como D. H. Lawrence y Henry
Miller. «Uno no puede aferrarse a un esquema literario y juzgar si Bukowski cumple
ciertos requisitos», afirma Martin. «De Homero en adelante, las grandes obras que
tratan sobre los sentimientos aún perduran, como perdurarán las de Bukowski.»
Martin sostiene como idea base que el gran éxito de Bukowski se debe a que su
obra atrae a la gente que busca una superación espiritual y emocional. Martin
continúa diciendo: «En lo que a mí respecta, las emociones son más importantes
que la cabeza. D. H. Lawrence predicaba en contra de las culturas que se
centraban en la razón. Ahora todo tiene que ser computarizado. El ordenador hace
todo el trabajo por nosotros, y no tiene sentimientos ni los tendrá nunca, y el arte
que está programado y no tiene sentimientos no es, en mi opinión, la forma más
elevada de arte.»
Poco después de Mujeres, Martin publicó una nueva selección de poemas

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con otro de los títulos divertidos y característicos de Bukowski, Play the Piano
Drunk Like a Percussion Instrument until the Fingers Begin to Bleed a Bit (Tocar el
piano borracho como si fuese un instrumento de percusión hasta que los dedos
comiencen a sangrar un poco), un libro en el que se reúnen poemas del primer
periodo de Bukowski que todavía no se habían publicado. El lector familiarizado
con la producción literaria del poeta encontrará piezas típicas de sus comienzos.
«Cuartel de bomberos», sobre Jane y él, describe una serie de incidentes
graciosos que tienen lugar en un cuartel de bomberos de Los Angeles;
«Entrevistas» trata sobre un ejército de jóvenes emprendedores, armados con sus
grabadoras, que van a ver al poeta con la esperanza de conseguir una entrevista
especial. También se incluye uno de sus poemas más conocidos, «una bombita
atómica», escrito en los sesenta. Al igual que el poema de Gregory Corso
«Bomba», escrito más de una década antes, el de Bukowski se burla de un tema
que normalmente se trata de la forma más seria posible. Comienza así:

oh, dadme una bombita atómica nada más


no mucho
sólo un poco
lo suficiente para matar a un caballo en la calle
pero no hay caballos en la calle
bueno, lo suficiente para derribar las flores de un florero
pero no veo ninguna
flor en un
florero

Reduce la bomba atómica a un nivel cotidiano, como si fuese posible,


convirtiéndola en algo a nuestro alcance, no menos controlable que nuestras
propias necesidades. Hay en el poema un toque del Bukowski lírico de finales de
la década de los cincuenta y de su humor agridulce. Utiliza incluso un tono
personal a medida que avanza el poema:

lo suficiente, entonces,
para asustar a mi amor
pero no tengo ningún
amor

La siguiente estrofa es la más impactante. En ella Bukowski hace una


extraordinaria yuxtaposición de imágenes, al colocar la bomba atómica, una

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invención temida y horrible de la ciencia moderna, literalmente dentro de la


bañera:
bueno
dadme una bomba atómica entonces
para restregarme en la bañera
como un niño sucio y adorable

(bañera sí tengo)...

Una vez acabada Mujeres y con su vida estabilizada con Linda Beighle,
Hank empezó a pensar en hacer un viaje a Alemania para ver a su tío Heinrich
Fett y a Carl Weissner. Yo recuerdo a Hank hablar de su tío Heinrich ya en 1965.
Hank decía: «Bueno, tengo un tío en Alemania que se llama Heinrich Fett y hemos
empezado a escribirnos.» Nunca vi ninguna carta del tío de Hank, pero él me
contó que el viejo deseaba poder ir a visitar a su sobrino a Los Angeles. Debido a
la creciente fama de Hank en Europa, especialmente en Alemania, el viaje se hizo
inevitable.
Linda Beighle, Hank y Michael Montfort, un fotógrafo de Los Ángeles de
origen alemán, que documentaría las idas y venidas de Hank por Alemania, volaron
juntos a Frankfurt el 8 de mayo de 1978, donde les esperaba Carl Weissner. La
recepción en la aduana del aeropuerto de Frankfurt no fue tranquila, debido a que
Hank llevaba varios paquetes enormes consigo: entre ellos un patinete para el hijo
de Carl, Mike, y una bobina de la película The Mermaid Blues (El blues de la
sirena), basada en uno de sus relatos. La película despertó las sospechas de los
oficiales de aduanas alemanes, que le preguntaron sobre qué trataba. «¿Y a
ustedes qué carajo les importa?», les contestó Hank. Ya que los oficiales no
entendían aquel tipo de inglés. Carl les tradujo literalmente. Linda estaba al lado
de ellos con los ojos muy abiertos, y en cuanto salieron comentó: «Ahora sé que
estamos realmente en Alemania.» Entonces Weissner les llevó en coche a
Mannheim y les instaló en un hotel en la avenida principal. Se quedaron allí una
semana, durante la cual hablaron, bebieron y visitaron Heidelberg.
Según Weissner, Hank estuvo inquieto todo el viaje. «Probablemente
porque estaba en un país extraño y tenía que dar un recital», dice Weissner.
«También estaba el hecho de que veía que Alemania había sido totalmente
destruida durante la guerra.» Weissner recuerda lo impresionado que estaba Hank
con el orden y la limpieza que veía a su alrededor en el trayecto del aeropuerto a
la ciudad. Montfort y Linda también percibieron la inquietud de Hank. Él le había
dicho a Linda suficientes veces que no quería visitar sitios turísticos. Aparte de ver
a su tío, de visitar a Carl Weissner y de dar el recital en Hamburgo, el resto del
viaje no le interesaba. Desde el momento en que pisó suelo alemán no se separó
de Linda. Para cualquiera que estuviese un rato con ellos, era obvio que estaban
muy enamorados. Ella se había convertido en un ancla para Hank en aquella tierra

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extraña y desconocida. Por eso, su unión se fortaleció aún más.


Durante la segunda noche, Linda llamó a Montfort para decirle que Hank se
había puesto enfermo por el maratón alcohólico de la noche anterior. Montfort y
Weissner respondieron inmediatamente a su llamada. Salieron a buscar un poco
de sopa, convencidos de que Hank necesitaba comer algo. A la vuelta de la
esquina del hotel encontraron un bar gay, donde había un cazo de sopa
calentándose en la cocina. Después de convencer al dueño de que le devolverían
el cazo, se lo llevaron a Hank.
Hank y Linda se quedaron unos días en Mannheim antes de dirigirse al
norte para el recital de Hamburgo, que había sido organizado en Los Angeles
durante una visita del poeta alemán Christoph Derschau. Hank no quería dar
recitales, pero Derschau le convenció de que diera al menos uno. Los Weissner y
Michael Montfort fueron con ellos en tren a Hamburgo, un viaje de unas pocas
horas. Cuando llegaron allí, a Hank le reconocían en todas partes. El grupo entró
en unos grandes almacenes, donde compraron varias botellas de vino. Cuando
salieron con sus compras, se les empezó a acercar gente que salía corriendo de
los cafés y pubs, con servilletas y trozos de papel en la mano, para que Hank les
firmara un autógrafo. Hasta en la estación, cuando volvían a Mannheim, la
presencia de Hank causó revuelo. Linda y él habían entrado en una librería, donde
vieron sus libros en una estantería. Cuando estaban saliendo, la mujer que
despachaba detrás del mostrador salió corriendo detrás de Hank con varios libros
suyos y le pidió que se los firmase, cosa que él hizo.
El recital tuvo lugar el 17 de mayo en un viejo recinto que antes había sido
un mercado. De hecho, una parte seguía funcionando como tal. En el piso de
arriba había un gran espacio que se había convertido en una discoteca de rock-
punk, dirigida por un ex pastor luterano que había colgado los hábitos por razones
poco claras. Günter Grass había dado un recital allí unos meses antes que
Bukowski. Varios centenares de personas habían ido al recital. Weissner sabía
que Hank atraería a muchísimo público y, como quedó demostrado, tenía razón:
más de cuatrocientas personas abarrotaron el local, esperando ansiosamente la
primera y última aparición pública de Bukowski en Europa.
Cuando Bukowski apareció sobre el escenario, la masa de gente que
estaba de pie frente a él comenzó a aplaudir, golpeando con los pies en el suelo y
gritando frases de bienvenida y obscenidades al mismo tiempo. El miró hacia el
público y dijo: «Qué bueno es estar de vuelta en casa», y añadió: «Lo siento, pero
el recital debe comenzar y, ya sea para bien o para mal, este recital está dedicado
a mi traductor y amigo. Carl Weissner.»
Empezó con un poema que acababa de escribir y después encendió un
cigarrillo, al tiempo que le decía al público: «Esto no es un porro.» Después de
encenderlo dio varios gemidos en el micrófono, causando un revuelo en el
auditorio. Después leyó un poema llamado «Perrito caliente», una pieza
humorística sobre una historia amorosa acaecida hacía mucho tiempo. Hizo una
pausa y preguntó: «¿Qué tal estáis todos? ¿Tenéis algo de beber ahí abajo?»
Silencio. «¿No?», preguntó. Después del tercer poema, miró a su alrededor y

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preguntó: «¿No ha pasado ya una hora?», lo cual despertó una risotada general,
en medio de la cual él rebuscaba entre sus poemas y de repente dijo, con voz
fuerte y portentosa: «Todos estos poemas no son sobre sexo... Yo no follo
continuamente... No estoy pensando en el sexo continuamente... No odio a las
mujeres... Y no odio a los hombres... y no odio a los niños... Y no odio a los
perros.» El público aplaudió y él dijo: «Bueno, puede que haya algunos perros que
no me gusten. Cuando piso sus cagadas, ¿entendéis?...»
Hank continuó leyendo, en su mayoría poemas con mucho humor. Le dijo a
uno que interrumpía constantemente: «Cuando se acabe el vino se acaba el
recital...» La gente empezó gritar que saldría a buscar más vino. Entonces Hank
leyó un poema titulado «Algunas personas». A éste le siguieron «Los poetas
blancos» y «Los poetas negros», dos poemas de finales de los sesenta, que
ofrecían una visión del desdén de Bukowski por la mayor parte de la poesía
contemporánea, especialmente por aquellos poemas que reflejan posturas
sociopolíticas. Después de esos dos poemas, otro que interrumpía
constantemente le gritó algo y Hank respondió inmediatamente: «¿Todavía no te
has vuelto a casa con tu madre? Ella te está esperando con un biberón de leche
tibia.» Leyó algunos de sus poemas favoritos de la primera época, tales como
«Otra academia» y «El genio».
Paró un rato para hablar de su costumbre de beber, diciendo que consumía
dos o tres botellas de vino tinto caro por noche, y que donde vivía había dos
tiendas de vino que le surtían de botellas. «Si una tienda no tiene lo que quiero,
voy a la otra, y siempre se alegran de verme porque normalmente hago los
pedidos por cajas, así que soy un tipo muy querido en mi barrio. Los de las tiendas
de vino me adoran. Lo cual me hace pensar: estoy haciendo ricos a esos hijos de
puta y me estoy matando a mí mismo.» La gente le aplaudió y él dijo: «No tenéis
por qué aplaudir el hecho de que me esté matando.» A continuación leyó «Los
huesos de mi tío», otro de sus poemas favoritos. Hacia el final del recital sacó uno
de sus primeros poemas, «amor & fama & muerte». Era obvio que había brindado
una retrospectiva de su obra, que abarcaba desde los años cincuenta hasta
apenas días antes del recital mismo. Carl Weissner recuerda que había un joven
justo al fondo del recinto que trataba de hacerle una pregunta a Hank, pero no
podía oírsele porque estaba muy lejos. «Escríbeme una carta», le gritó Hank.
Aquello causó un gran revuelo en la sala y Hank continuó diciendo: «Vosotros los
alemanes sois muy duros para mí. Coño, habláis más que yo.»
Una vez de regreso en casa, escribió «También hay gente coñazo en
Alemania»:

os he visto colgando de las vigas


en el humo azul de
Hamburgo
abucheando y odiando
vosotros escritores que no lo habéis logrado

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vosotros que os creéis grandes escritores


vosotros chorros de pis barato
no sabéis escribir
y todo el mundo lo sabe menos vosotros
odiáis y gritáis
¿por qué habéis venido
si no creéis en
mí?
10 por gritar a aquello que
odiáis,
muy bien,
quizá valga la pena,
quizá no lo entendáis
pero vale la pena,
os gustaría estar aquí arriba
con el micrófono
frente a las cámaras...

Finalmente la esperada visita a casa de Heinrich Fett en Andernach-am-


Rhein tuvo lugar pocos días después. Hank fue con Linda Beighle y Montfort.
Cruzaron el río hacia Andernach en ferry, y la llegada a la ciudad medieval es tan
impresionante desde el río que Hank, a pesar de lo mucho que despreciaba el
turismo, no podía dejar de mirar maravillado.
Se hospedaron en un hotel de clase turista a orillas del Rin. Montfort
recuerda que Hank era muy respetuoso con su tío y que le llamó antes de ir a
visitarle. Quedaron en encontrarse a la mañana siguiente. Cuando llegaron les
recibió la amiga de Heinrich, que vivía con él desde hacía casi cincuenta años.
Louisa era una mujer agradable y robusta de más de ochenta años de edad.
Cuando Hank se presentó a sí mismo y a Linda, les invitó a pasar y les dijo que
esperasen a que Heinrich se despertase de la siesta. Hank dijo que volverían más
tarde, pero Louisa insistió en que esperasen. Una vez dentro, se sentaron y ella se
fue escalera arriba a despertar al tío de Hank. Se quedaron allí sentados y, de
pronto, oyeron unos pasos que bajaban rápidamente la escalera. Frente a ellos
apareció un hombre de noventa años, bajo y fuerte, con unas gruesas gafas, que
sonreía de oreja a oreja. Antes de que Hank pudiese decir nada, Heinrich empezó
a gritar en perfecto inglés:
—¡Henry! ¡Henry! ¡Dios mío! ¡No me lo puedo creer! ¡Henry, después de
tantos años!

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—Qué alegría verte, tío Heinrich —dijo Hank mientras se abrazaban.


Linda vio cómo a Hank se le llenaban los ojos de lágrimas. Montfort
recuerda que el tío de Hank iba de un lado a otro de la casa en busca de vino y
cosas de comer. Estaba realmente emocionado con el regreso de su sobrino a
Andernach.
Heinrich le dijo a su sobrino que se sentara y Hank le presentó a Linda.
—Hola —dijo él—. Louisa os traerá algo enseguida.
Le preguntó a Hank qué le había llevado a Alemania, y él le explicó que se
trataba de una especie de viaje de negocios, para vender sus libros, pero añadió
que la visita a Andernach era una de las razones principales.
Charlaron durante largo rato. Heinrich habló de cuando Hank era un niño de
dos y tres años, y de cómo solía cruzar desde la casa de sus padres a la suya,
gritando: «¡Tío Heinie! ¡Tío Heinie!» Al día siguiente Heinrich fue al hotel a buscar
a Hank, Linda Beighle y Michael y les llevó a comer a un restaurante que había en
una colina a las afueras de la ciudad.
Una vez finalizada la visita a Andernach, regresaron a Mannheim antes de
volar a Los Angeles. «Ver a mi tío fue lo más importante de todo el viaje», dice
Hank. «Todo lo demás estuvo bien, encontrarme con Carl allí y quedarnos en el
hotel de Mannheim, y todo lo que bebimos. Pero los paseos turísticos no me
impresionaron. Podía haber pasado sin ellos.»
Una vez de vuelta en casa, Hank no deseaba volver a Europa. Sin
embargo, presionado por sus editores franceses, consintió en ir a París en octubre
de 1978. Iba a aparecer en «Apostrophes», una tertulia televisiva a la que asisten
los escritores e intelectuales más importantes. El programa cuenta con amplia
audiencia en todo el país y ha servido de plataforma de lanzamiento de muchas
carreras literarias. Bernard Pivot, el director, hacía de moderador, y no le gustaba
que le desplazasen en su propio programa. Con el fin de prepararse para Pivot y
su show, Hank estaba bien borracho, ya que empezó a beber a primera hora de la
tarde del día en que debía aparecer en televisión. Pidió que hubiera dos botellas
de vino esperándole allí. «Cuando llegamos», recuerda, «me llevaron a una
habitación y empezaron a ponerme polvo en la cara, lo cual era inútil debido al
sudor, la grasa y las cicatrices de mi cara. Después Linda y yo nos sentamos a
esperar que empezase el programa. Abrí una de las botellas que tenían para mí.»
Llegaron Pivot y los otros invitados. Hank notó que el moderador golpeaba
el suelo con el pie todo el rato. «¿Qué pasa?», le preguntó Hank, «¿estás
nervioso?» Pivot no dijo nada. Hank sirvió otro vaso de vino y se lo ofreció a Pivot,
que no demostró ningún interés en bebérselo. Hank tenía un auricular para la
traducción del francés al inglés. Pivot empezó por él. La primera afirmación de
Hank fue que a muchos escritores norteamericanos les gustaría estar en aquel
programa, pero que para él no significaba mucho. Pivot pasó inmediatamente de
Hank a otro invitado. Y luego a otro. Hank empezó a sentirse cada vez más
incómodo. Comenzó a hablar entre dientes y en voz cada vez más alta,
interrumpiendo las conversaciones fútiles y autocomplacientes. Después, sin

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poder soportar más, se levantó de la silla, se arrancó el auricular de la oreja y se


marchó del estudio, algo que ningún invitado de Pivot había hecho nunca. Cuando
pasó entre los guardias de seguridad, cogió a uno de ellos por el cuello de la
camisa, sacó una navaja que suele llevar en el bolsillo y amenazó a todo el grupo.
No muy convencidos de si estaba bromeando o no, le quitaron el cuchillo y le
sacaron del estudio.
Mientras tanto, el presentador del programa se quedó en el estudio con el
resto de los invitados y parecía complacido e irritado al mismo tiempo. Dijo:
«Señoras y señores, no hay duda de que Estados Unidos se encuentra en baja
forma, ¿no les parece?» Hank se había marchado porque se sentía atrapado en
un horrible mar de mediocridad: no se le presentaba otra alternativa más que la de
concentrarse en el camelo que estaban traduciendo para aumentar su irritación.
Desde el punto de vista de las relaciones públicas, causó un gran impacto
televisivo. El revuelo que provocó en toda Francia fue un éxito. Un crítico literario
de Le Monde le llamó a la mañana siguiente, alabándole por lo que había hecho en
el programa de Pivot. «Estuviste estupendo, hijo de puta», le dijo, añadiendo que
no hubo un solo periódico que escribiera negativamente sobre su intervención. Las
ventas de los libros de Bukowski subieron después del incidente. En aquella época
las únicas obras suyas en francés eran Cartero, escritos de un viejo indecente,
erecciones y Love Is a Dog from Hell.
Mientras estuvo en Francia Hank se vio asediado por gente que intentaba
asociarle con lo que él llama «la cosa beatnik». Le dijo al director del Paris Metro
que había estado borracho durante toda la época beatnik, y que no era amiguete
ni de Kerouac ni de Ginsberg. «Suponen que soy el último espécimen de una
especie extinguida», dijo. Añadió que se sentía más próximo a los punks que a los
beatniks: «A mí no me interesa toda esa mierda bohemia del Greenwich Village y
de París. Argel, Tánger (...) todo eso es pura charlatanería romántica.»

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Cuando Hank empezó a escribir La senda del perdedor en 1980, despertó


recuerdos que habían estado dormidos durante mucho tiempo. El libro es una
canción a Los Ángeles, lleno de imágenes de la ciudad en los años veinte y de la
vida de sus habitantes de clase media-baja durante la Gran Depresión. Cuando
los ecos de Andernach, con que comienza el libro, se transforman en
descripciones gráficas de las palizas de un padre furioso, surge el mítico
Bukowski/Chinaski. Una vez más, Hank no tenía planificada ni preparada la novela,
sino que más bien surgió sola en su mente, sorprendiéndole un día en que estaba
sentado a la máquina de escribir. Como ya había terminado Mujeres, estaba a la
búsqueda de un tema nuevo sobre el que escribir, y allí estaba esperándole un
colorido panorama de emociones y recuerdos.
John Martin, consciente de que Bukowski era reacio (al menos durante la
década de los setenta) a escribir una obra larga sobre su juventud, en una ocasión
le puso de manifiesto que Se busca una mujer contenía varios relatos basados en
los primeros años de su vida. «Bop Bop contra la cortina» tenía tanto sabor al Los
Angeles del pasado como La senda del perdedor. Habla de las escapadas de
Hank con Baldy y Jimmy Haddox para ir a los espectáculos de variedades del
centro de la ciudad, y está imbuido de una textura rica en humor, patetismo y
realismo duro.
Una de las cosas que diferenciaban a Bukowski de William Saroyan y de
Henry Miller era que estos dos escritores habían escrito muchísimo sobre su
niñez. Saroyan lo había hecho en La comedia humana y en Mi nombre es Aram, y
Miller en Primavera negra y en muchos de sus ensayos. Las historias más notables
de la juventud de Miller se encuentran en la primera parte de Primavera negra,
donde habla de su vida en la calle. Tanto en Saroyan como en Miller se trata de
relatos líricos de sus primeros años, y el lector se forma la idea de que tuvieron
una niñez «dorada». Al sumergirse en aquel pozo de material en gran parte
inexplorado de su niñez «no dorada», Hank destapó recuerdos con los que
resultaba difícil enfrentarse. Pero como ya lo había hecho en pequeñas dosis en
sus poemas y en relatos cortos, una vez que empezó, pudo escribirlos fácilmente.
«Era como estar de nuevo en el viejo barrio», recuerda Hank, «pero mucho más fácil
de soportar que antes.»
Los lectores que habían seguido las hazañas de Henry Chinaski, el alter

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ego de Hank durante mucho tiempo, a través de la mugre del Este de Hollywood y
las mazmorras del Anexo Terminal de Correos, podían ahora ser testigos de cómo
alcanzó la mayoría de edad, al viajar a través de su niñez, divertida y
decepcionada ante las carencias del mundo de los adultos. Allí aparece esa
actitud inflexible y sin embargo comprensiva de las reglas de Chinaski desde la
temprana infancia hasta finales de la escuela secundaria.
A los contemporáneos de Hank no se les perdona en La senda del
perdedor. Uno de los momentos más reveladores del libro es cuando Chinaski
describe a sus amigos de la escuela secundaria:

Era como estar en la escuela otra vez. Apiñados a mi alrededor estaban


los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los guapos, los
perdedores en lugar de los ganadores. Parecía que era mi destino viajar
en su compañía a través de la vida. Aquello no me preocupaba tanto como
el hecho de que yo les parecía irresistible a aquellos compañeros
estúpidos y aburridos.

Aunque Hank trabajaba en La senda del perdedor, los poemas continuaban


fluyendo, al igual que muchos de los relatos que conformarían Música de
cañerías, una recopilación publicada en 1983. De la misma forma que La senda
del perdedor es la primera obra larga sobre temas que Hank había evitado en su
mayor parte, Música de cañerías es importante, según Hank, porque representa
un estilo de escritura nuevo y más libre.
Un joven director de cine llamado Barbet Schroeder había leído un ejemplar
de Se busca una mujer en 1975 en San Francisco, mientras trabajaba en una
película llamada Koko el gorila que habla. Schroeder es un hombre alto y apuesto,
hijo de madre alemana y padre suizo. Nació en Teherán y se crió en Sudamérica,
principalmente en Colombia. De niño hablaba español y a los catorce años,
después de ir casi todas las tardes y las noches al cine, decidió que quería hacer
películas. Se fue a estudiar a París, donde asistió a las clases de la Sorbona como
estudiante de letras. Participó en el movimiento de la Nouvelle Vague, lo cual le
llevó a formar su propia compañía productora. Les Films du Losange. Produjo
Cuentos morales de Eric Rohmer, una obra de Marguerite Duras y otras películas.
También fue crítico de cine de la revista francesa Cahiers du Cinema. En 1969
dirigió Más. Luego vino El valle oscurecido por las nubes, con música de Pink
Floyd. En 1976 dirigió una película que tuvo mucho éxito sobre Idi Amin Dada, el
ex dictador de Uganda, llamada Dada: Un documental, a la que siguió una película
de ficción sobre el sadomasoquismo.
Schroeder no había leído nunca una prosa como aquélla, ni un diálogo tan
sincero y duro. Encontró algo único en Bukowski, especialmente en la poesía
cuando se dio cuenta de que tenía poco que ver con la estética beat, con Henry
Miller o con otros movimientos «marginales» de la literatura. La combinación de
pesimismo y humor le atrajo, igual que el inconformismo imperturbable. Le pareció
que aquella obra mostraba una parte de la vida que no había sido expuesta antes,

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y se convenció de que Bukowski podría escribir un buen guión cinematográfico.


Schroeder se dio cuenta de que ninguno de los relatos que había leído podían
transformarse en una película larga. Su intuición le decía que algo fundamental de
la obra del escritor se perdería si se trasladaba a la pantalla. Bukowski conocía su
medio; su obra era escrita. La única solución era buscar a Bukowski y convencerle
de que escribiese un guión desde la nada. No quería ponerse a transformar un
relato, convertirlo en un guión y perder algo esencial. Y además le gustaba la idea
de trabajar con un escritor que le había afectado tan profundamente.
En 1977 Schroeder fue a Los Angeles y comenzó a perseguir a Hank. En
una auténtica labor detectivesca, consiguió su número de teléfono, que no
figuraba en la guía, y le llamó auténticamente entusiasmado. Después de una
rápida presentación, le dijo: «Me gustaría que nos viéramos para hablar de un
proyecto cinematográfico.» La reacción inicial de Hank fue negativa. Le dijo a
Schroeder que se olvidara del asunto y añadió: «Vete a la mierda, franchute.» Sin
dejarse intimidar, Schroeder dijo bruscamente: «¡Esta no es una cosa tipo
Hollywood! ¡Será tan suya como mía!-» Hank seguía dudando.
Schroeder no se dio por vencido. «Hablo en serio», dijo. «Esto va a ser un
trabajo respetuoso». Hank contestó: «¿Qué?» Entonces el director dijo que
pensaba dejar el guión en manos de Hank: «No cambiaré nada sin su
consentimiento.» Schroeder le habló de Hiroshima, mon amour, escrita por
Marguerite Duras para Alain Resnais. Nadie más intervino. El guión tenía su sello
desde el principio hasta el final. Así era como Schroeder quería trabajar con
Bukowski, cuya resistencia a participar tenía mucho que ver con su falta de estima
por el mundo del cine. Hank le dijo a Schroeder que fuese a visitarle, advirtiéndole
que no creía que la idea llegase a ninguna parte.
Mucho del rechazo que Hank sentía frente a la industria del cine procedía
de un proyecto anterior, Ordinaria locura (1983), dirigido por Marco Ferreri, que
estaba basado en algunos relatos de Hank. Aquella película hizo que Hank
desconfiara especialmente de la industria cinematográfica. No participó para nada
en la película de Ferreri y le pareció que era una corrupción de su obra escrita.
Ferreri, que antes había dirigido La grande bouffe, la historia de un grupo de gente
insaciable que devora cualquier cosa comestible hasta caer muerta, escribió el
guión de Ordinaria locura con otro italiano, Sergio Amidei.
Hank todavía vivía en Carlton Way cuando conoció a Schroeder, y recibió al
director poco antes de viajar a Alemania. Al encontrarse frente a frente, las ideas
preconcebidas de Hank desaparecieron. En lugar de un tipo hollywoodense blando
y de hablar suave, tenía ante sí una personalidad exuberante. A medida que
transcurría la noche, hasta que dieron las cinco de la mañana, Hank fue dándose
cuenta de que escribir un guión sería un verdadero desafío. Al final de la velada,
después de consumir muchas botellas de vino, Hank se incorporó a medias del
sillón, extendió los brazos en forma amenazadora y dijo: «Muy bien, Barbet. Te
crees un tipo duro, pues ven aquí y pelea.» Schroeder se puso de pie, con su
impresionante altura, y se dirigió hacia Hank.
—No. Espera —le dijo Hank—. Con eso me vale. Olvidémonos de la pelea.

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Después de su primer encuentro, Hank vio el documental de Schroeder


sobre Idi Amin Dada. Aquella película fue, más que ninguna otra cosa, la que le
convenció sobre la capacidad del director. A Hank le gustó la forma honesta en
que se retrataba a Amin, y le pareció que podía percibirse al hombre verdadero, y
no una versión aséptica hollywoodense. Se percató de que Barbet era un tipo de
fiar, que podía llevar a cabo el trabajo.
Bukowski admiraba Sin novedad en el frente, una película que había
ganado un Oscar, adaptación de Maxwell Anderson de la novela de Erich Maria
Remarque. Producida por Carl Laemmle y dirigida por George Abbott, pone de
relieve el poder destructivo de la guerra a través del desmoronamiento, tanto físico
como espiritual, de los jóvenes soldados que se encuentran en el frente. La
película empieza con un profesor que habla a sus alumnos sobre la gloria de la
guerra y el honor de servir a la patria. Esa retórica patriótica arrastra a los chicos,
que rápidamente se alistan como voluntarios para luchar. Con apenas un
adiestramiento elemental, se les lanza a la batalla, donde se encuentran con la
cruda realidad de la guerra.
Una escena impactó tremendamente a Hank. Al principio de la película,
Paul, representado por Lewis Ayres, estaba enardecido por la gloria de defender a
Alemania y había insistido a sus compañeros: «¡Tenemos que defender a la
patria!» Cuando el joven héroe ha vuelto a las trincheras después de dejar
desilusionado su casa y está agachado tras un parapeto de sacos de arena, de
repente aparece una mariposa que se posa en el suelo ante él. Extiende el brazo
hacia ella, exponiéndose a un francotirador enemigo que le mata cuando está a
punto de tocar la mariposa con la mano.
En 1979 Hank firmó un contrato con Schroeder para escribir el guión. Sabía
instintivamente cómo debía hacerlo, centrándose en dos periodos particulares de
su vida que uniría en un todo coherente: los años pasados en Filadelfia a
principios de la década de los cuarenta y los primeros años en los que se pasaba
horas y horas en los bares de la calle Alvarado, en Los Ángeles, donde Jane y él se
conocieron justo después de acabar la Segunda Guerra Mundial. Igual que hacía
en sus libros, se centró en los hechos básicos de su vida, pero tratando muy
libremente el tiempo y adornando un poco las cosas cuando era necesario.
Todas las personas que había conocido en esas etapas de su vida habían
muerto o habían desaparecido hacía tiempo de su entorno, así que nada le
impedía contar la historia como quisiera. Mientras Hank trabajaba en el guión,
Schroeder se fue a Francia a terminar unos asuntos pendientes, regresó a Los
Angeles y al principio se fue a vivir a casa de Linda Beighle, en Redondo Beach.
Por la mañana le despertaban los cantos de las mujeres que vivían en la casa de
al lado recitando a Meher Baba. Un río constante de chicos pasaba rumbo a la
playa, la mayor parte de ellos con abundantes cabelleras rubias. Más adelante
Schroeder encontró alojamiento en la zona de Marina del Rey y en la de Venice
Beach, en Los Angeles.
Hank sabía muy bien que Hollywood solía embellecer incluso a los
personajes más desastrados. Tenía en mente aquello mientras escribía pues no

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quería que se perdiera la desesperación que Jane y él habían compartido. Al igual


que en sus libros, evitó los adornos románticos, prefiriendo fragmentos vivos a la
grandiosidad lineal de la mayoría de las películas norteamericanas, una historia
con un principio, una mitad y un final muy definidos.
Al recordar a los tipos que había conocido, aquellos borrachos de bar, no le
parecieron tan malos. El personaje de Eddie el camarero, su enemigo en El
borracho, estaba basado en un tipo que había conocido realmente en Filadelfia a
mediados de los años cuarenta, un hombre que se esforzaba por ser muy macho.
Hank piensa que en aquella época él era muy macho sin siquiera proponérselo.
Explica muy concisamente la diferencia entre los dos: «El tipo de la barra tenía
músculos y ansiedad. Yo sólo era un símbolo muerto.» Eddie representaba un tipo
de hombre que Hank despreciaba: de esos que causan buena impresión a primera
vista, hablan con ironía, desprenden un aura de masculinidad, y después se
revelan como pura apariencia. Al escribir El borracho, Hank disfrutó confrontando
su personaje, auténtico pre-punk, joven provocador, quintaesencia del tipo duro,
con el de Eddie. «Sin embargo, cuando me puse a describirlo», dice Hank, «el tipo
no me pareció tan mal. Simplemente estaba buscando su camino, igual que yo.»
Hank no tenía ninguna intención de perdonarse a sí mismo. Había sido una
especie de payaso en aquellos días de borracheras y no lo ocultó al escribir el
guión. El maestro de la autocrítica como forma de arte hizo lo que surgía
naturalmente de él. Hizo una declaración universal de sus puntos débiles, de la
que otros podrían reírse o aprender. Escribió sobre los recados que hacía para los
clientes y camareros del bar. El antihéroe Henri Chinaski no era menos auténtico
en el cine de lo que lo había sido en los relatos y las novelas.
«Gastado ya por la vida» es la frase que usa Hank para describirse a sí
mismo como personaje en el guión de El borracho. «En lugar de meterse en la
rutina de la sociedad, había elegido la botella y los bares.» Los bares, la bebida, la
miseria, era como un telegrama constante de furia hacia sus padres y sus
preciados valores. Mientras escribía El borracho empezó a pensar visualmente, a
verse a sí mismo y a sus compañeros, hacía tiempo desaparecidos, de pie frente a
él. «Después de todo, estaba escribiendo una película, y la gente vería aquellas
escenas, así que yo empecé a verlo todo como una especie de loco teatro.»
Wanda Wilcox, la novia de Chinaski en la pantalla, está inspirada en Jane
Cooney. La describe como alguien cuya «inteligencia surge de la desilusión» y que
es «sexy de un modo tranquilo. Básicamente no busca hombres ni sexo, ella busca
bebida, conseguirla y consumirla. Todavía lleva vestidos de otras temporadas,
bastante pasados de moda.»
Como si estuviera haciendo una prueba para conseguir un papel en su
propia película, Hank involuntariamente brindaba a Schroeder aspectos de la
leyenda del Bukowski salvaje, borracho y celoso hasta la locura. Después de
largas sesiones alcohólicas con el director, Hank se iba a la cama sintiéndose raro,
tan raro que solía marcar el número de teléfono de Schroeder.
—Me has echado LSD en el vino —le acusó una vez, añadiendo—: Lo que
tú quieres es follarte a Linda, lo sé y eso no me gusta. Vigila tu puerta. Voy a ir con

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un cuchillo, hijo de puta. Estoy hablando en serio, ya me conoces, soy Bukowski.


Soy un tipo duro y no bromeo.
—Escucha, Hank. ¿No me crees si te doy mi palabra de honor? —contestó
Schroeder.
—No —dijo Hank.
—Voy a hacer un trato contigo —dijo Schroeder—. Si lo que dices resulta
cierto, escribiré una carta diciendo que me suicido y podrás venir y matarme y no
tendrás que ir a la cárcel. Te daré permiso para que me mates.
—Sí, eso suena muy bien —dijo Hank, y se calmó.
Otra noche, después de haber consumido Linda y él una cantidad
considerable de un vino tinto muy caro, llamó a Schroeder por teléfono y volvió a
acusarle de intentar ligarse a Linda; otra vez le amenazó de muerte.
—¿Sabes lo que voy a hacer? —contestó Schroeder—. Te voy a quemar la
casa.
—Oye, Barbet, somos amigos. Vamos a olvidarnos del problema —contestó
Hank—, Voy a colgar el teléfono y me voy a dormir. Quiero que tú hagas lo mismo.
¿De acuerdo? Recuerda. Somos amigos. Escribiré ese jodido guión.
Schroeder se enfrentaba a Bukowski mano a mano3 cuando se trataba de
comportamientos poco ortodoxos, cosa que le hizo granjearse realmente su
simpatía. «Me di cuenta de que Barbet era digno de confianza. Además, tenía la
sensación de que él no pararía hasta llevar a cabo el proyecto y que yo no iba a
perder el tiempo.» Más que en meros socios se convirtieron en amigos, y eso fue lo
que sin duda ayudó a Bukowski a soportar los años que llevaría hacer de aquel
proyecto una realidad.
Barbet le había advertido que las películas no siempre nacen de un día
para el otro, que a veces hay que dedicarle muchos años a un proyecto. Gracias a
Barbet, la desconfianza natural de Hank hacia Hollywood se fue esfumando.
Cuando Schroeder leyó las primeras páginas de lo que Hank había escrito,
comentó que algunos diálogos eran demasiado literarios. «Oye, esto ya son quince
minutos de película», dijo refiriéndose a un trozo corto del original. Hank entendió
y dejó asombrado a Schroeder por la velocidad con que reescribió el guión dándole
una forma mucho más práctica.
Pronto Barbet empezó a enseñar el original. Fiel a su palabra, no hizo caso
a los que le decían que tenían a alguien que podría cambiar este o aquel aspecto
del guión para mejorarlo. Hubo algunos a los que les gustó y otros a los que no les
interesó en absoluto, pero todos aquellos a los que se dirigió le dijeron que no
había ninguna posibilidad de que El borracho saliera adelante. Incansable,
Schroeder siguió trabajando mucho en su «película de autor». Sabía que Bukowski
podía redondearla más y hacer un guión más sencillo y brillante.
Dennis Hopper encontró interesante el guión y se lo mostró a Sean Penn.

3 En castellano en el original. (N. de las T.)

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El joven actor se ofreció a interpretar el papel del borracho Bukowski por unos
honorarios simbólicos de un dólar, con la única condición de que Hopper dirigiera
la película. Pero ya que Barbet había puesto tanto de sí en la creación del guión
durante mucho tiempo, Hank se mantuvo a su lado. Penn, sin embargo, no
pretendía dejar a Barbet fuera. Él y Hopper le ofrecieron unos buenos honorarios
para que hiciera de productor. La idea de colaborar con Hank como escritor y
director significaba tanto para Barbet, que tuvo que declinar la oferta. Finalmente
Hank convocó una reunión en su casa.
En la primavera de 1986 Penn, Hopper y Schroeder se reunieron en el
salón de la casa de Hank, y entre todos intentaron llegar a un acuerdo. Hank
recuerda que no le gustaba lo que Hopper llevaba puesto, incluidas un par de
cadenas de oro al cuello. «Cuando Hopper hablaba las cadenas no paraban de
saltarle sobre el pecho. Era ridículo», dice Hank. «Barbet no paraba de mirarme.»
Hank dejó claro que quería que fuera Barbet el que hiciera el trabajo, como se
había planeado originalmente.
Durante el largo y penoso nacimiento del proyecto El borracho, Hank y
Linda Beighle se casaron. Hank llevaba meses considerando la posibilidad de
hacerlo, pues pensaba que ella debía de ser una mujer muy valiente para seguir
con él a pesar de sus borracheras, su obsesión por el hipódromo y sus
preocupaciones literarias. Sacó a relucir la cuestión en la primavera de 1985, un
día que estaban sentados en el porche del jardín. Sin venir a cuento, Hank dijo:
—Casémonos.
—¿Qué? —exclamó Linda, dando un salto en su silla.
—Sí, venga.
—¿Cuándo? ¿Cuándo? —preguntó ella.
—Podemos hacerlo el primer domingo después de mi cumpleaños —
contestó Hank.
La ceremonia tuvo lugar el 18 de agosto de 1985, en la Philosophical
Society Library de Los Angeles, oficiada por Manly Palmer Hall. Fueron unas doce
personas, entre ellos John Martin, que actuó de padrino. También estaban Marina
Bukowski y su novio Jeff Stone, la madre de Linda y su hermana Jhara. Después
de la boda hubo una fiesta en el Siam West. Linda había contratado a un grupo de
reggae para que tocara y había invitado a cerca de ochenta personas, entre los
que estaban los poetas John Thomas, Steve Richmond y Gerald Locklin. En un
momento de la fiesta Hank le quitó a Linda la pamela cubierta de gardenias que
llevaba, la tiró a un lado y se pusieron a bailar. Cuando llegó el momento de
brindar por la novia, Hank alzó su copa y dijo: «Por mi mujer, que está buscando
algo que nunca encontrará: la verdad.»
A la mañana siguiente, Hank se despertó y dijo riendo:
—Buenos días, señora Bukowski.
—Buenos días, querido esposo —contestó ella.

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El borracho iba hacia adelante y Barbet empezó a buscar escenarios junto


con Hank y Linda. Lo único que seguían teniendo era un primer guión y ningún
respaldo financiero. Mientras vagaban de un lado a otro de Los Angeles, Hank
revivió los viejos tiempos, visitando calles, barrios y guaridas que no había visto
durante años. Schroeder quería un bar que fuera algo más que un pasillo.
Necesitaba espacio para mover la cámara y para que circularan los asistentes sin
interferir en la acción que se desarrollaría en él. La única forma de encontrar un
sitio así era buscarlo él mismo. Empezó a frecuentar bares, escuchaba a los
habituales y bebía. Schroeder descubrió un bar en Culver City que se había
utilizado para muchas películas y le pareció que era lo que estaba buscando.
Tenía una extraña cualidad atemporal que le permitía evitar una película de época,
cosa que odiaba, ya fuera sobre el pasado o el futuro. Hacía ya tiempo que había
decidido no situar El borracho en los años cuarenta o principios de los cincuenta,
sino en un presente intemporal. Y aquél era el sitio.
Barbet le dio el guión a Mickey Rourke para que lo leyese y al acto le gustó.
Barbet intentó que el actor fuese a casa de Hank, pero Rourke quería que fuese al
revés, porque decía que, si no, se podía sentir abrumado por Bukowski. A
diferencia de Penn, él no era un ferviente lector de la obra de Bukowski ni tampoco
un poeta. Barbet le aseguró a Hank que el actor era perfecto para el papel y en
cuanto pudieron cogieron el coche y se fueron al apartamento de Rourke en la
parte norte de Hollywood. A pesar de los rumores sobre su hipersensibilidad, la
impresión que Rourke produjo a Hank fue positiva. En Film Comment (agosto de
1987), Bukowski dijo que, a través de toda la película, Rourke dejó bien claro que
nunca olvidó quién había escrito el guión. Un día, cuando Hank llegó al estudio, se
encontró que estaban haciendo una entrevista a Rourke. Tenía las cámaras
enfocándole y sin embargo gritó: «¡Eh, Hank, ven aquí! ¡Échame una mano!» Hank
se unió a él para la entrevista.
Schroeder logró conseguir apoyo del Grupo Cannon. Cuando la compañía
cambió de idea a causa de sus problemas financieros, el director de cine se dirigió
a las oficinas del grupo con una sierra eléctrica, que enchufó una vez allí, y dijo
que estaba dispuesto a cortarse los dedos uno a uno a menos que se le
asegurase de inmediato que El borracho no se cancelaría. No hace falta decir que
aquello fue como un electroshock que llegó a lo más profundo de los corazones de
los responsables de Cannon, que dieron luz verde a Schroeder.
El rodaje empezó en febrero de 1987. Hank seguía yendo al hipódromo. A
menudo, al volver a casa se encontraba con mensajes de los estudios
planteándole preguntas concretas. La mayoría eran sobre el propio guión y se
solucionaban fácilmente. Él sabía que algunos de los diálogos que había escrito no
funcionaban igual cuando eran dichos en voz alta, así que mantuvo una postura
de flexibilidad cuando le proponían cambios, siempre que éstos le pareciesen
bien.
El rodaje en los exteriores del bar se llevó a cabo en el antiguo territorio de
Bukowski, un área de diez manzanas alrededor del Parque MacArthur. Allí se
encuentra el sabor de Los Ángeles con las palmeras y el sol, edificios antiguos y un
desorden indescriptible, o como él dice: «una mezcla de palmeras y miseria». La

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mayoría de los sitios le evocaban viejos tiempos, pero para mantener la sensación
que quería provocar, Schroeder utilizó coches modernos y escenas callejeras. Si
le hubieran pedido a Schroeder que escribiera una descripción de la vida de
Bukowski durante aquel periodo de su vida, podía haber hecho un buen trabajo,
gracias a que tenía muy frescas sus correrías por los barrios antiguos.
Bukowski/Chinaski cobró vida para él, y cuando comenzó el rodaje le parecía que
realmente conocía el tema de arriba abajo. Pero una vez que se puso a trabajar
filmando trató de olvidarse de todo ello para dejar que primase el momento.
Al principio, a Hank le parecía que Rourke sobreactuaba. Cambió de
parecer cuando vio la profesionalidad con la que Rourke creaba aquel personaje
tan extraño, fantástico y entrañable. Hank ya podía ver a los chicos en la calle
moviéndose y hablando como el Chinaski de Rourke. Vincent Canby, el crítico del
New York Times, compararía más adelante la actuación de Rourke con la de
Dustin Hoffman en el papel del paupérrimo Ratso Rizzo en Cowboy de
medianoche.
Cuando Hank vio el copión, le pareció que la película tenía un comienzo
muy lento. Creía que le faltaba acelerar un poco el ritmo. Una de las cosas que
aprendió trabajando con Barbet fue cómo puede el montaje alterar y mejorar una
película. Aprendió rápidamente cómo calcular y manipular el ritmo y las
transiciones. Debido a los problemas de presupuesto, que eran tremendos, Barbet
rodó la película en menos de treinta y cuatro días. Había pasado por tantas
dificultades para conseguir financiación y luego mantenerla, que tuvo que
superarse a sí mismo para lograr el objetivo de hacer una película bien acabada y
montada. No sólo eso, quería que estuviese terminada para el Festival de Cine de
Cannes. Les envió una primera prueba y pronto se enteró de que les había
gustado.
El borracho comienza muy lentamente, creando una sensación de
suspense antes de que empiece la acción interpersonal. Mientras pasan los
créditos, se ve una serie de luces de neón en rojo, verde, azul y púrpura, con
nombres de bares de Los Ángeles. La clase de nombres que Bukowski conoció
durante su loca juventud. El primero es «The Sunset», un neón rojo y fijo sobre la
noche, seguido de «Hollyway», «Kenmore», «Crabby Joe's», «The Golden Horn» y
el último en el que se fija es un cartel de neón que simplemente proclama que
aquello es un «Bar». La cámara se detiene allí un momento, para luego pasar por
otro cartel de neón que anuncia «Cócteles», después se oscurece brevemente la
pantalla y la siguiente toma nos lleva a través de un bar lleno de color, en el que
no hay nadie más que el encargado de la barra, que está sentado en una silla detrás
del mostrador, leyendo plácidamente un periódico. La sensación de soledad y
calma del bar se rompe por la irrupción de un sonido de voces en un estado de
enfebrecido nerviosismo, que proviene de fuera del bar, pero no demasiado lejos.
Ya antes de que haya pasado nada, Schroeder ha captado la sensibilidad
inquietante, valiente y sin embargo extrañamente realista de toda la película.
Hank empezó una novela basada en sus experiencias con Barbet
Schroeder, llamada Hollywood. Igual que a muchos otros escritores anteriores,
Hollywood no le pareció un lugar gratificante. Podría ganar una considerable suma

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de dinero si escribiese otro guión, como le sugirió Schroeder, sin embargo nunca
volvería a tener el control total de su propia obra, el dominio sobre cada frase.
El borracho se estrenó en otoño de 1987. Una limusina blanca y larga se
detuvo ante la estrecha entrada de la casa de Hank, para llevarle a él y a Linda a
un cine cercano a una galería comercial. El hijo de un vecino, le preguntó:
—Hank, ¿tú eres famoso?
—Pues claro que sí, pequeño. Soy muy famoso —le contestó.
En el cine Hank se vio rodeado de periodistas y cámaras. Uno le preguntó:
—¿Es ésta la historia de su vida?
—De unos pocos días de un periodo de diez años —respondió.
Mientras estaba contestando a las preguntas vio a Barbet Schroeder. Se
saludaron mutuamente mientras Hank era bombardeado por periodistas con
cámaras de fotos y de vídeo. Le preguntaron sobre la bebida y por qué había
escrito aquella película. En cuanto a la última pregunta contestó: «Cuando escribo
nunca pienso el porqué.» En el momento en que estaban entrando en el cine,
apareció un hombre con el vino que Hank se había dejado en la limusina. «Eres
uno de los hombres más grandes del mundo», le dijo Hank.
En la fiesta de presentación posterior, que tuvo lugar en Catherine, una
champañería en La Brea, Hank apareció con una botella de champán Mumm's en
una mano y dándole la otra a Linda. Entraron, se encontraron con un ruidoso
gentío y fueron conducidos rápidamente al piso de arriba, donde se había reunido
la «multitud de los elegidos», entre ellos Faye Dunaway, que había hecho el papel
de Wanda, y Mickey Rourke. Un periodista del ya desaparecido Herald-Examiner
arrinconó a Hank. Éste le dijo al periodista que El borracho se recordaría mucho
tiempo después de que las películas galardonadas con Oscars de la Academia se
hubieran olvidado, y que seguramente los espectadores encontrarían nuevos
significados cada vez que la viesen.
Hank pensaba de modo bastante parecido sobre el trabajo de otro director
europeo, Dominique Deruddere, un belga que, al igual que Schroeder, había
conocido a Bukowski a través de su literatura. Deruddere dirigió Love is a Dog
from Hell, basada en varios relatos de Bukowski que el director unió con la
colaboración en el guión de Marc Detain. A Hank le gustó la película pues pensaba
que había logrado captar el espíritu de su obra literaria. «No sólo me gustó Love is
a Dog from Hell, sino que creo que Deruddere es un tipo sincero», dice Bukowski,
«y, como a Barbet, Hollywood le importa un comino.»
A diferencia de El borracho, la película empieza con una escena de
infancia, el despertar sexual de un golfillo inocente y guapo, representado por el
joven actor belga Geert Hunserts. El personaje va al cine y a través de él se crea
una imagen muy romántica de las mujeres. Sin embargo el niño, llamado Harry
Voss, se da cuenta de que en la vida real las cosas son muy diferentes. Sus
deseos le llevan a la cama de una mujer madura mientras ella está durmiendo.
Cuando ella se despierta, empieza a gritar y a pegarle. El joven Harry sale

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huyendo, convertido en un niño más triste y con más conocimiento.


En la segunda parte Harry Voss ya ha pasado la adolescencia y tiene la
cara cubierta de cicatrices, resultado de un terrible acné. Solo y confundido, desea
fervientemente una mujer pero teme buscarla. Un amigo trata de arreglarle una
cita pero no funciona. Después de vendarse la cabeza con papel higiénico, invita a
la chica de sus sueños al baile del colegio, y ella acepta. En la tercera y última
parte aparece Harry adulto. Él y su amigo se encuentran con el cadáver de una
mujer que obviamente había sido muy atractiva. Con una delicadeza
extraordinaria, la película da a entender que Harry hace el amor con el cadáver,
resolviendo así su necesidad amorosa.
Hank continuó siendo muy prolífico como poeta y escritor de relatos. No
renunció en absoluto a su independencia durante su trabajo con Schroeder. Su
tiempo para el hipódromo y su tiempo para escribir continuó siendo sagrado. Los
poemas fluían del gran hacedor de mitos, cuya obra era principalmente un
comentario al hecho de ser un escritor underground famoso, de la misma forma
que antes había escrito sobre el hecho de ser un poeta muy conocido de revistas
minoritarias.
Black Sparrow publicó dos colecciones de poesía escritas después de La
senda del perdedor. War All the Time: Poems, 1981-1984 (Guerra sin cesar:
Poemas 1981-1984) y You Get So Alone at Times That It Just Makes Sense (A
veces estás tan solo que hasta tiene sentido), publicados en 1986, demuestran que
Bukowski no se había ablandado ni su reciente estado de celebridad le había
vuelto perezoso. En «queridos pa y ma», decía:

a mi padre nunca le gustó


lo que yo escribía: «la gente
no quiere leer este
tipo de cosas.»

«sí, Henry», decía mi


madre, «a la gente le gusta
leer cosas que le haga
feliz.»

fueron mis primeros


críticos literarios
y
los dos tenían

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razón.

En medio de todo aquel frenesí de actividad, Hank tuvo síntomas de gripe


en diciembre de 1988 y empezó a adelgazar. Como no dejaba de toser, decidió
acudir al médico. Fue de uno a otro para descubrir qué tenía. Cada especialista le
daba una opinión sobre el problema. Paulatinamente su salud decaía, y se sentía
débil y agotado. Linda y él estaban tremendamente preocupados. Le hicieron
muchos análisis pero no le encontraban nada específico. Al llegar la primavera no
había mejorado. Cada vez más exasperado por su malestar, Hank llamó a su
médico de cabecera y habló con la enfermera. «Oiga», le dijo, «creo que necesito
una radiografía de tórax.» Le habían examinado todas las partes del cuerpo
menos el tórax, así que había deducido que el problema podría estar allí, sobre
todo porque la tos era cada vez peor. Le hicieron las placas y cuando el internista
examinó los resultados le dijo a Hank que tenía tuberculosis. El 13 de mayo
empezó un tratamiento de antibióticos que duró seis meses, hasta el 13 de
noviembre. Durante ese periodo dejó de beber —con asombrosa facilidad— y, los
primeros meses, ni siquiera fue al hipódromo ni escribió apenas poesía. Hank
necesitaba cerveza o vino para alimentar su fuente de inspiración. En vez de vino
empezó a beber zumo de fruta.
Sus visitas al hospital para hacerse chequeos le recordaban los viajes que
había hecho al Hospital del Condado de Los Angeles cuando era adolescente. En
«El enfermero», escrito durante su convalecencia, dice:

estoy sentado en una silla de metal fuera del laboratorio


de rayos X
como muerto, en alas que apestan, bocanadas a través de los
pasillos para siempre jamás,
recuerdo la peste del hospital de cuando
era un niño y de cuando era un hombre y ahora
de viejo
estoy sentado en mi silla de metal esperando...

Linda, que custodiaba fielmente la privacidad de Hank y conocía desde


hacía tiempo la importancia de su ritual cotidiano, observaba cómo cada vez
estaba más nervioso con su enfermedad. Aunque tenía sesenta y ocho años,
estaba más decidido que nunca a mantener su vieja rutina. Mucho antes de
finalizar el tratamiento, Hank regresó al hipódromo. Ya fuese el de Santa Anita o el
de Hollywood Park, el atractivo de la pantalla de apuestas, el primer puesto,
incluso la multitud, le hacían renacer. Los caballos habían sido una constante
fuente de placer para Hank desde mediados de la década de los cincuenta y no
estaba dispuesto a abandonarla. «Tal vez no sea más que una adicción al juego»,

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ha dicho, «pero sea lo que sea, los caballos me han ayudado a mantenerme
cuerdo.»
Para animar aún más su espíritu, su hija Marina se casó con Jeffrey Stone el
7 de octubre de 1989, en una ceremonia al aire libre, que tuvo lugar en un parque
desde el que se domina San Pedro y el Puerto de Los Angeles. Hank y Linda
llegaron poco antes de comenzar la ceremonia, saludaron a los invitados, que
eran alrededor de cincuenta, y tomaron asiento en la primera fila en un belvedere
rodeado de grandes árboles. Después, durante la fiesta, Hank se unió a los demás
bebedores. «Joder, ¿cuántas veces se le casa a uno la hija?», dijo. «Me queda un
mes más de antibióticos, pero por un día de borrachera no me puede pasar nada.»
La producción poética de Hank decreció considerablemente durante su
convalecencia. En su fuero interno sabía que las palabras estaban allí, como un
montón de vagones de mercancías en una estación de ferrocarril, esperando el
momento en que pudiera volver a sumergirse en su trabajo. Después de que le
dieran el alta y de sentirse físicamente bien, sus delgadas manos volvieron a
escribir a máquina tan diestramente como siempre. Los poemas y los relatos cortos
saltaban desde las yemas de sus dedos a las teclas de la máquina de escribir. El
fuego seguía vivo. Sentía cómo se encendía dentro de él cuando se sentaba por la
noche, tarde, en su pequeño estudio. Y nuevamente emprendió el ritual de enviar
poemas por correo a The Wormwood Review y a la New York Quartery, así como
a nuevas revistas como The Moment y Long Shot, dirigidas por poetas jóvenes.
Poco después Black Sparrow Press recibía la primera parte de una nueva
colección de poemas y relatos, Septugenarian Stew, cuatrocientas páginas de un
Bukowski exuberante. La novela Hollywood fue seleccionada por el Club de Libros
de Calidad en Rústica y en Alemania sus libros seguían vendiéndose
vertiginosamente, al igual que en Italia, Francia, Gran Bretaña y muchos otros
lugares. Un lector podía entrar en una librería y comprar la edición alemana de
Escritos de un viejo indecente, una selección de relatos titulada La máquina de
follar, así como muchos otros libros suyos. El sueño de Carl Weissner de ver a
Bukowski grabado en la conciencia alemana se había convertido en realidad.
Hank se encontraba mejor. De nuevo estaba encarrilado escribiendo. Los
caballos seguían corriendo como es debido y pasaba más tiempo tranquilo en casa
con Linda. Una noche, borracho, alzó su copa y dijo: «Gracias, padre, por mis
poesías y relatos, por mi casa, por mi coche, por mi cuenta bancaria. Gracias por
aquellas palizas que me enseñaron a aguantar.» Sonrió de oreja a oreja, guiñó un
ojo a sus invitados y siguió bebiendo vino.

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BUKOWSKI EN LA DÉCADA DE LOS OCHENTA:


UN RECUERDO PERSONAL

Un día de 1960 mi amigo Jory Sherman me habló de un empleado de


Correos de Los Angeles que escribía poesía. «Un día te voy a llevar a que le
conozcas», me dijo. «Pero la gente no le gusta demasiado. Es un solitario. Va al
hipódromo casi todos los días y pasa mucho tiempo en casa con las persianas
bajadas para poder escribir en paz.»
—¿Cómo se llama? —le pregunté.
—Bukowski —contestó Sherman—. Charles Bukowski.
Repetí el nombre y le pedí que me enseñara algún poema suyo.
Sherman me dio un ejemplar de The Galley Sail Review en el que había un
poema de Bukowski que se llamaba «The Twins» (Los gemelos).
Después de haberlo leído comprendí instintivamente que aquel hombre
escribía porque tenía que hacerlo y no por ninguna otra razón.
Dos años después yo iba por San Bernardino con ejemplares de Longshot
Pomes for Broke Players y Run with the Hunted de Bukowski. Cuando por fin fui a
visitarle a Los Angeles, me firmó el último libro con una dedicatoria que decía:
«Para Neeli. Con la esperanza de haber despertado alguno de tus sueños
juveniles. C. B.»
En junio de 1962 yo dirigía una revista de poesía, The Black Cat Review, e
incluí un poema de Bukowski «New York as I remember it and I guess it hasn't
changed» (Nueva York tal como lo recuerdo y supongo que no ha cambiado). En
la página siguiente puse un poema mío que le había enseñado unos pocos meses
antes cuando vino en su coche a visitarme una tarde fría e invernal.
Mientras Sherman, Hank y mis padres estaban sentados charlando, yo
estaba en mi dormitorio escribiendo un poema dedicado a Bukowski en la máquina
de escribir. Cuando lo llevé al salón, se lo di.
—Bien, pequeño Rimbaud, ¿qué diablos es esto? —me preguntó.

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—Es un poema sobre ti.


Sin leerlo, tiró mi esfuerzo a la chimenea, se recostó en la silla, frunció los
labios y dio un sorbo largo a la cerveza. Yo, horrorizado, crucé la habitación de un
salto, metí la mano entre las llamas y logré salvar mi efusión creativa.
—¡Jesús!, chico. Lo siento —dijo Hank, y luego leyó el poema—. Tiene
acierto y osadía —me dijo—. Pero espero que no dediques tu carrera a escribir
sobre mí.
Mi poema empezaba así:

Bukowski mira a través de su ventana


mira a través de su ventana de Hollywood
su ventana de cuarenta y dos años
su ventana de Hollywood Park
Bukowski mira hacia abajo a través de su ventana
del tercer piso
ve niños que juegan allí abajo
y llora porque algún día morirán
cuando caiga la bomba morirán
cuando la radiactividad cruce la calle morirán
y si no es la bomba será la edad, la enfermedad
o algún bendito accidente...

Veintidós años más tarde, mientras estábamos sentados alrededor de la


mesa del café en su salón de San Pedro, Bukowski me preguntó:
—Oye, Neeli, ¿qué es lo que digo siempre sobre la primera vez que nos
vimos, aquello de que yo era no sé qué y tú...?
—Dijiste: «La primera vez que vi a Neeli, él era un chico de dieciséis años y
yo ya era Bukowski.»
—Eso suena bien. Me gusta mucho.
Un día de 1983, cuando yo estaba pasando unos meses en Los Angeles,
iba en el coche a una librería de Hollywood para conseguir La senda del perdedor
de Bukowski. Un amigo acababa de leerlo y me había dicho que figuraba en el
ranking como una de las mejores novelas de Los Angeles. A mí no me cabía la
menor duda; después de todo, ¿no había visto yo la ancha autopista de Los
Angeles reflejada en los ojos del viejo en la década de los sesenta cuando
pasábamos tanto tiempo juntos?, ¿no había sentido yo las viejas leyendas de la
tierra en los gestos de sus manos y en el tono de su voz?

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Esperaba que la saga de la niñez de Charles Bukowski por fin se hubiera


dado a conocer. Habiéndola escuchado de sus propios labios a retazos cuando
bebíamos juntos en su apartamento del Este de Hollywood, sabía que sería
interesante verla impresa. Según la gente que lo había leído, el libro presentaba a
Henry Chinaski justo en el periodo descrito en Factotum, cuando andaba por los
veintitantos años.
—Parece como si Bukowski despreciara a la gente, ¿por qué? —me
preguntó mi amigo Richard Mills, basándose en lo que había leído en la novela.
—Es más bien cuestión de desengaño. Tiene la impresión de que no están a
la altura de lo que debería ser un ser humano completo. Henry Miller tenía con
frecuencia la misma impresión. En vez de cogerse una soberana borrachera o
esculpir palabras cínicas sobre el papel, Miller canturreaba como un santo y
escribía libros de ensayo. Bukowski asumió automáticamente que la gente le
desengañaría y le encantaba exponer sus flaquezas y defectos. Solía decirme que
medía lo buen escritor que era leyendo simplemente a otros escritores y
comparándose con ellos.
—Así que su cinismo es real.
—Eso es. Bukowski no odiaba a su viejo porque fuese un monstruo brutal.
Lo que sentía era vergüenza de que su padre le tratara como si hacerse mayor
fuera un crimen.
—Sí, todo eso está ahí, como la época en que su padre le pegaba con una
correa porque no había segado perfectamente el césped.
—Hank ha escrito un relato corto sobre eso y hace referencias a ese
incidente en sus poemas.
—¿Y qué pasaba con sus amigos? ¿Cómo era con ellos?
—Bueno, alejaba a un montón de gente, sobre todo a otros poetas. Eran
como agujeros negros que le chupaban su tiempo. Era un tipo que trabajaba toda
la jornada en Correos y regresaba a casa a escribir. Se sentaba, escribía medio
poema y algunos folios en prosa y sonaba el timbre de la puerta. Un montón de
veces era yo el que tocaba el timbre.
—¿Le veías a menudo?
—Sobre todo a finales de los sesenta y a principios de los setenta. Era un
buen anfitrión una vez que estabas en su casa, pero cuidado si se emborrachaba.
Lo único que quería era escribir y que le dejaran en paz. Cuando se lanzó al ruedo
literario, para él no fue diferente de como fue para otros. Por eso es por lo que
empezó a leer sus poemas en público sólo cuando literalmente necesitaba dinero,
y no antes. Solía decirme que las multitudes pueden devorarte, que les gusta el
trabajo malo y rechazan los buenos poemas.
—¿Y qué hacía en la década de los sesenta? ¿Fue alguna vez a las
manifestaciones?
—Intenté arrastrarle a un mitin contra la guerra del Vietnam. Él veía la

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guerra a su alrededor en todo. «Ya sabes, chico», me dijo: «Te levantas, te vistes,
te preparas para ir a trabajar y luego bajas a enfrentarte con ese monstruo que
lleva insignia de Correos en el pecho y que está ahí para maltratarte. Ésa es la
guerra de verdad, y yo estoy en primera línea.»
Cuando iba conduciendo Boulevard Hollywood abajo, desganado por el aire
contaminado de la ciudad, recité de memoria su poema «Nada sutil», que parecía
apropiado para un día en el que el ozono había alcanzado un nivel lo
suficientemente peligroso como para que el locutor de radio que yo iba
escuchando leyera un comunicado sobre la salud pública. Puede que olvidara una
palabra o dos en mi recitado privado, pero más o menos decía así:

no hay nada sutil en morir o


en deshacerse de la basura o en la araña
y este puño lleno de monedas y
el ladrido de los perros esta noche
cuando la bestia sopla cerveza
y luz de luna
y pregunta mi nombre
y yo me pego a la pared
sin ser suficientemente hombre como para llorar
cuando la ciudad ahoga sus quejas
en botellas de vino y besos rancios,
y manillas y muletas y losas
fornican como locas.

Tuve que reírme porque, de nuevo, Hank me ayudaba a encontrar sentido a


lo que quedaba de aquel pueblo de adobe llamado Los Angeles. ¿Quién más
podría poner al mismo nivel con tanto encanto el morir y el deshacerse de la
basura? Giré a la derecha en Las Palmas y busqué un sitio para aparcar.
Baroque Books, en la que estaba seguro de que tendrían existencias de La
senda del perdedor, es una de esas librerías poco frecuentes que tiene el sello
personal de su dueño, que no pretende tener todas las obras. Está especializado
únicamente en los escritores que admira. No es una tienda grande, pero es una
mina de oro para los lectores de Henry Miller, Gertrude Stein, D H. Lawrence, John
Fante y Charles Bukowski, entre otros. Cuando entré, Sholom Stodolski, más
conocido como «Red», estaba sentado en su despacho. Me presenté y le dije que
en otra época yo había tenido un contacto muy estrecho con Bukowski.
—He oído hablar de ti —me dijo Red—. Tengo ejemplares de la revista que

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Hank y tú editabais. —Y me sacó Laugh Litterary and Man the Humping Guns.
—Sería estupendo verle otra vez —le dije a Red.
—Llámale por teléfono. Estoy seguro de que le encantaría saber de ti.
—No. Las cosas se torcieron entre nosotros. No se puede estar demasiado
cerca de Bukowski. Tuvimos unas palabras fuertes al principio de la década de los
setenta y después él escribió aquel artículo en Los Angeles Free Press en el que
decía que había tres mujeres poetas famosas en el mundo. La tercera era yo.
Sostenía que yo había hablado mal de él a sus espaldas. Me puso tan fuera de mí
que escribí una diatriba contra él en Invisible City.
Red se rió y dijo que todo aquello no quería decir nada.
—A Hank le va muy bien, vive con Linda Beighle. Se pelean, pero
normalmente es por cosas pequeñas. Creo que Linda le ha aportado estabilidad a
su vida.
—No querrá saber nada de mí —protesté—. Han pasado muchos años.
Ahora Hank es famoso y está trabajando para el cine. Lo sé todo al respecto.
Red no aceptaba un no por respuesta. Me anotó el teléfono de Hank. Lo
cogí, compré La senda del perdedor y después me fui a Cantor's Delicatessen.
—¿Quiere usted un vaso de agua? —me preguntó la camarera.
—Sí.
—Por cierto —me dijo—, ¿no trabajaba usted en la librería que había
enfrente?
-Sí.
—Usted conocía al escritor, al viejo indecente, Bukowski, ¿verdad?
—Sí. Éramos amigos. Editábamos una revista juntos.
—Dígame —me preguntó inclinando la cabeza, que era grande y con un
flequillo teñido con henna que le caía por la frente—, ¿es como para tomárselo en
serio?
—Supongo que pronto lo sabré. Tengo su teléfono y voy a llamarle cuando
acabe de comer.
Comí y leí algunos párrafos del libro, pero no decaía. Cinco tazas de café
más tarde me dije a mí mismo que La senda del perdedor (Ham on Rye,
literalmente Jamón en pan de centeno) estaba tan cercano a un sandwich de
jamón de verdad como los que servían en Cantor's. Seguí hojeando el libro y
encontré en él dolor, humor y sueños agridulces. Tras recorrer la niñez y primera
juventud de Hank, quedé convencido de que su talento no había disminuido. El
libro trataba con honradez y claridad los problemas de la juventud que seguían
preocupando al Bukowski adulto. Estaban allí con la perspectiva de un niño. Leí lo
que decía sobre su amigo Jim, con el que fue a la playa después de que se le
desarrollara el acné: «Jim salpicaba agua a las chicas. Era el dios del agua y ellas
le adoraban.» Al describir a Jim, contrastando a aquel chico bien parecido con él

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mismo, Bukowski estaba a la altura de sus viejos trucos autocríticos. Su amigo


«era un artista con aquel traje de baño pequeño y sus pelotas y su aire de pequeño
pícaro...». Sin embargo, frente a todo aquel atractivo, Bukowski observaba que
Jim tenía «una boquita estúpida, salpicada de arena, fruncida con cierto aire de
victoria».
Me acabé el sandwich y los dos pepinillos que venían con él, además de la
Coca-Cola. Después salí y fui hasta la cabina de teléfonos y marqué el número de
Bukowski.
La voz de Hank sonaba afectuosa por teléfono. «¡Jesús!, chico, ¿eres tú?
¿Qué es de tu vida?»
Estaba sorprendido de que yo hubiera vuelto a Los Angeles e hizo un
comentario perverso sobre los poetas de San Francisco que se sentaban juntos en
un café desde la mañana hasta la medianoche y se lamentaban de su oscuridad,
alabando los unos las obras de los otros. «Tiene que ser bueno alejarse de eso»,
me dijo, y después me invitó a que fuera a verle. Quedamos en vernos en su casa
de San Pedro. «Si te han dicho que es una mansión, te desilusionará», me dijo.
«Aunque sí que conduzco una máquina potente. Supongo que algunos lo
considerarán un coche de lujo. Pero ya me conoces, tengo que ir a las carreras y
volver y cuando son en Santa Anita es un paseo de ciento cincuenta kilómetros.»
En casa me senté a leer La senda del perdedor de cabo a rabo.
Verdaderamente es un mapa topográfico no sólo de la mente de Hank, sino de la
propia ciudad de Los Angeles y de la vida en la época de la Depresión.
Una semana después, a la hora convenida, paré ante su casa, una
construcción de estuco blanco semioculta tras arbustos, árboles y rosales. Seguí
conduciendo por un camino largo y angosto preguntándome qué podía decir y
después riéndome de mí mismo porque era a Hank Bukowski a quien iba a visitar,
no a un extraño. A pesar del resentimiento que pudiera persistir, yo echaba de
menos su fuerza y su humor. Si miraba atrás, a la década de los sesenta, él
aparecía realmente como uno de los pocos refugios frente a la locura que tenía a
mi alrededor. Hablaba tan pausadamente y con tanta confianza en sí mismo... Es
cierto que podía estar muy borracho y decir cosas crueles, pero yo aceptaba
aquello como la parte oscura de un territorio, por lo demás, resplandeciente.
Cuando vi el BMW negro aparcado frente al garaje solté una carcajada y
dije en voz alta: «¡Qué hijo de puta! Mira lo que ha hecho Hank y lo que ha
conseguido.»
Aparqué el coche y fui hacia la puerta, que tenía una mirilla en el centro.
«Ahora ya no puedo volverme atrás», me dije a mí mismo. No había otra cosa que
hacer más que llamar. Un momento después oí pasos y la puerta se abrió y él se
presentó ante mí.
—Eh, chico, entra. Ha pasado mucho tiempo —me dijo.
Entré en una habitación espaciosa, dividida por la mitad por una estantería
llena de títulos de Bukowski. Hank me condujo hacia el sofá y la mesita larga y baja
sobre la que había unas cuantas botellas de vino. Cuando iba hacia allí un gato

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grande pasó corriendo.


—Ése es Beecker —dijo Hank—. Es peleón, araña en serio. No le jodas.
Me senté en una silla a un lado del sofá en el que se situó Hank. Hubo unos
momentos de silencio. Intenté recordar que Lin Yutang decía sobre situaciones
como aquélla que no hay que temerlas, sino pensar que el silencio es otro modo
de comunicación, pero empecé a sentirme inquieto. Por fin, Hank dijo:
—¡Jesús! Chico, estás igual, no has cambiado.
—Tú también estás igual.
—Por supuesto, chico.
—Me parece que han pasado seis años. Me paré a verte en Carlton Way
una vez que iba a México.
—Casi no lo recuerdo, gordito. Eran malos tiempos para mí. Tenía muchas
mujeres en el candelero. Ya sabes, tenía que recuperar el tiempo perdido. Estaba
con Cupcakes O'Brien y unas cuantas más. No era fácil.
—Yo recuerdo cuando no tenías ninguna
—Sí, aquellos tiempos eran duros.
—Se supone que tú disfrutas estando solo.
—¡Coño! Pues claro, pero los hombres tienen deseos. De todos modos, la
locura ya ha pasado. Linda Beighle es la mejor. Ya lo verás.
Le conté un par de historias y escuché las que me contó él. Nos pasamos
información sobre viejos amigos comunes.
—Me echaste un buen muerto encima, Neeli. Quiero decir que algunos de
aquellos tipos eran realmente horribles.
—Venían a verte por su cuenta —le contesté.
De nuevo el silencio se hizo pesado. Le di un sorbo al vino que Hank me
había servido y miré a Beecker, que se escapaba escalera arriba.
—¡Qué co—o! Me siento como si estuviera viendo un fantasma —dijo
Hank, rompiendo el embarazoso vacío en nuestra conversación—. Ha pasado
tanto tiempo que no sé qué decir.
Probablemente gracias al vino empezamos a relajarnos. Hank me habló
sobre el libro que le iba a publicar Black Sparrow Press, Música de cañerías.
—Estas historias son diferentes de las anteriores. Son más claras, más
directas. Estoy luchando por conseguir una mayor claridad y creo que esta vez lo
he conseguido. Puedes considerar que las cosas te salen bien cuando te
encuentras disfrutando con lo que escribes. Ni siquiera es un trabajo.
—Acabo de terminar La senda del perdedor —le dije—. ¿Ha sido difícil
escribirlo?
—Bueno, me costó mucho tiempo darle vueltas a todo ese periodo, pero

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todo está ahí, los viejos barrios, el Hospital del Condado de Los Angeles. Hay
veces en que necesitas distanciarte antes de escribir sobre algo. Hasta mi amigo
Baldy está ahí.
—Me acuerdo de él. Fue a visitarte a la calle De Longpre.
—Exacto. Baldy te gana hablando, Neeli.
—¿Qué te llevó a escribir eso?
—El tiempo y la distancia. Todo estaba ahí esperando y lo único que he
tenido que hacer ha sido sentarme a la máquina de escribir.
—¿Y qué me cuentas de Marina? ¿Cómo está? —le pregunté—. Hace unos
doce años que no la he visto.
—Marina se ha convertido en una chica estupenda. Ahora va a la Escuela
Técnica de California. Está estudiando Ingeniería.
—¿Y lee tus obras?
—¡Coño! Supongo que sí.
—¿Viene a verte de vez en cuando?
—Por supuesto. Nos llevamos bien. Viene en Navidad, el Día de Acción de
Gracias.
—Tú siempre ibas en vacaciones.
—En Navidad, sobre todo —me contestó—. Por ella.
—¿Cómo os va a ti y a Linda Beighle?
—Linda tiene agallas —dijo Hank—. Ya hace seis años que estamos juntos.
Fuimos juntos a Alemania. Estuvo conmigo en Hamburgo y cuando visité a tío
Heinrich. Sé amable con ella cuando llegue.
Nos bebimos la botella que yo había llevado y Hank sacó otra. Me dijo que
Linda volvería pronto a casa.
—Sé bueno con ella —me dijo—. Es una dama estupenda. Quería
conocerte.
—Me alegra que te hayas estabilizado —le dije—. Estás tan bien, tan
relajado...
—Escucha. Dame una hora y volveremos otra vez a los viejos tiempos —
me dijo—. Estoy en el precalentamiento.
—Dime —le pregunté—, ¿siguen comprando tus libros en Alemania?
—Sí, por alguna razón, así es —dijo y se sirvió otro vaso de vino y se
inclinó hacia adelante para volver a llenar el mío—. Yo tengo a John Martin y a
Carl Weissner y ellos a Bukowski. Funciona bien para todos.
—¿No te importa que mire los libros que hay ahí? —dije señalando la
estantería.

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—Adelante, caballero.
Me puse a examinar los estantes, todos llenos de Bukowski en otras
lenguas: alemán, italiano, francés, holandés, noruego y algunas otras. Había
también ejemplares de nuestra revista, Laugh Literary, y algunos periódicos a
multicopista de principios de la década de los sesenta. Me volví hacia él con una
traducción italiana en la mano.
—Los dioses se han portado bien conmigo —dijo Hank—. No sé cuánto
durará.
Cuando iba hacia el sofá, apareció Linda Beighle en la puerta principal: era
una mujer menuda con una sonrisa amplia y el pelo rubio suelto.
—Linda, éste es Neeli —dijo Hank.
Ella se acercó y me dio la mano.
—Os he oído a Hank y a ti en cinta —me dijo—. Eres de los pocos que no
se le quedaba atrás. En alguna cinta estabais locos, chicos.
Pregunté si podía oír alguna y Hank me dijo que a saber dónde estarían.
—Neeli sabe por dónde van los tiros —dijo Hank—. Neeli lo sabe porque yo
soy su maestro.
—Digamos que has sido uno de mis profesores —contesté como un
disparo.
—¡No! Soy tu maestro.
Bebimos más vino. Linda me habló de su negocio, el Dewdrop Inn, y de
Barbet Schroeder. Seguimos sentados un rato hasta que Hank sugirió que
saliéramos a cenar.
—Vamos al mexicano —dijo ella.
—Si, a Neeli le gustará eso —respondió Hank, y le contó a Linda cómo solía
yo asaltar su nevera—. Estabas hablando con él y, de repente, te dabas cuenta de
que había desaparecido. Así que te ibas a la cocina y allí estaba con una mano en
la nevera. No le daba vergüenza.
Cuando Hank entró en el aparcamiento del restaurante mexicano me dijo
que era un sitio que le gustaba porque allí iban a comer obreros. Mientras
caminaba hacia la entrada, miré como se movía con aquel estilo suyo a lo Bogart.
Le abrió la puerta a Linda y esperó a que yo entrara.
—Después de usted, caballero —me dijo.
Hank y Linda eran muy conocidos allí. Estuvieron bromeando con el
camarero y a continuación Hank dirigió la mirada a un grupo de estudiantes
universitarios bien vestidos que habían encargado una mesa larga en el centro del
restaurante.
—Me he ganado el derecho a estar aquí —proclamó Hank—. Estos jodidos
niños de universidad aún tienen polvos de talco en el culo. Tienen cara de pan sin

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cocer.
Sentí alivio al ver que no parecía que le hubieran oído.
Un momento después disfrutábamos de la cena y la cerveza mexicana. Yo
tenía un montón de preguntas que hacer sobre La senda del perdedor pero decidí
reservarlas para más tarde. En vez de eso, estuvimos haciendo bromas sobre
algunas de las personas que habíamos conocido. Le hablé a Linda Lee de la
primera lectura de poemas de Hank en el Bridge y de cómo solía fisgar por la
ventana para ver quién llamaba a la puerta o gritaba su nombre desde la escalera.
Ella habló de la película acaloradamente. Hank se cuestionaba si de verdad
llegaría a hacerse.
—Hemos tenido un montón de problemas con eso —dijo—. Conseguir
dinero para una cosa así no es fácil.
Cuando le pregunté por Dangling in the Tournefortia (Colgando de la noria),
una extensa recopilación de poemas publicada en 1981, me dijo:
—Lo único que hace Martin es esperar los poemas y luego los pone en
forma de libro. Todo lo que yo rengo que hacer es dejar que mi máquina de escribir
me los escriba. Y luego, por supuesto, tengo que enviarlos. ¡Qué vida tan dura,
chico!
—Has seguido con las revistas pequeñas —le dije, sabiendo que
continuaba siendo fiel al ruedo en el que había empezado.
—New York Quarterly y The Wormwood Review son dos de mis favoritas.
Aceptan lo que les envío. Y también mando poemas a los chicos, ya sabes, ponen
tanto entusiasmo como el que Blazek tenía con Ole. Hay que reconocerlo, he
tenido suerte. En Alemania está Benno Käsmayr. Sólo publica lo que quiere. Él fue
quien consiguió que yo empezara allí con el libro de poemas que tradujo Carl
Weissner.
Mientras acabábamos de cenar Hank dirigió algunas pullas más a los
universitarios. Después, en el aparcamiento, se puso a gritar a un tipo que iba en
un BMW como el suyo: «No te mereces un coche como ése. Sólo yo me lo
merezco...» Linda consiguió que se metiera en su coche y volvimos a casa.
Yo creía que conocía a Bukowski a fondo, pero, sentado en su cuarto de
estar, me di cuenta de que tenía un lado enigmático en el que apenas podía
penetrar. Hacía que la vida pareciera algo muy simple tanto en su prosa como en
poesía y sin embargo esa forma suya tan directa dejaba entrever una complejidad
extrema. Supuse que la clave del Bukowski secreto estaba en su amabilidad
enmascarada tras una fachada de tipo duro. Yo solía mirarle cuando estaba con
Marina y ella era una niña. Era maravilloso ver la paciencia que tenía con ella.
Aún había cosas sobre él que nunca serían reveladas. Me convencí de ello
mientras estaba sentado de charla con él y Linda Beighle. Yo quería saber más de
su relación con Jane, la mujer con la que había vivido tanto tiempo, y de aquellos
años de viajes a Nueva York, Saint Louis, Filadelfia. Se me hacía difícil entender
cómo aquel hombre que viajaba tanto era el mismo que me decía que viajar era

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una locura. En 1970, cuando fui a Europa, él me decía que no tenía ningún deseo
de ir. «Sólo un condenado loco se pone a viajar», me había dicho. Le respondí que
debía de haber un montón de condenados locos en el mundo.
—Tienes derecho a serlo —me replicó.
Cuando le pregunté por sus viajes en la década de los cuarenta me dijo:
—Fue una época de demencia. Recuerda que yo era un suicida. Porque
¿cuántas personas entrarían en un bar de gángsters y le echarían el ojo a la hija del
jefe? Aún era una época gloriosa. Yo tenía mi cuarto, escribía mis historias,
aunque fueran una locura, y tipos como Sibelius y Beethoven me hablaban desde
la radio. Nadie llamaba a mi puerta. Sólo eso ya era una bendición.
Hank me habló de los niños ricos de Palos Verdes, unos pocos kilómetros
al norte de San Pedro, que iban montados en esos pequeños ponys por la
carretera.
—Están tan mimados... los hijos de los ricos —decía—. A veces un pony se
escapa a la carretera y lo atropellan. Por supuesto que los padres salen y compran
otro. Les resulta tan fácil...
Linda fue a la puerta corredera de cristal que daba al patio para dejar entrar
a los gatos. «Aquí llega Beauty», dijo. «Es la más vieja de nuestros gatos.» Miré
cómo Beauty pasaba a mi lado e iba a la cocina.
Cuando me fui de casa de Hank quedamos en volver a vernos un día tres
semanas después. Mientras me dirigía a casa por la autopista del puerto iba
pensando en la impávida capacidad de creación de Hank. Difícilmente se quedaba
sentado y tranquilo. Como muchos otros poetas que se pasan a la prosa, podía
haber dejado la poesía en segundo plano y en cambio la prosa le hacía escribir
más poemas, y John Martin, con quien siempre se podía contar, estaba allí para
meterlos en la imprenta.
Esa misma noche, al irme a la cama, supe que podía olvidarme de intentar
dormir. Había visto al viejo otra vez y su infinita energía me había contagiado. Me
levanté y me puse a hojear Dangling in the Tournefortia. Vi que el libro estaba
dedicado a John Fante. Una semana antes yo había llamado a mi tío Herman, un
pintor que vive en el Soho en Nueva York, y le había dicho que leyera Pregúntale
al polvo de Fante. Le dije que había influido mucho en la obra de Bukowski. Mi tío
y Fante habían sido grandes amigos en Hollywood en la década de los treinta.
—Quería ser el gran escritor norteamericano —me dijo tío Herman—. Pero
quedó reducido al ámbito de Hollywood.
Le expliqué que Bukowski le había enseñado a John Martin la obra de
Fante, la mayor parte de la cual no había vuelto a editarse, y que Black Sparrow
Press lo estaba haciendo de nuevo y se vendía bien.
Me pareció que en Dangling in the Tournefortia el estilo poético de Hank se
había transformado. Los nuevos poemas no tenían la habilidad rítmica que hacía
tan interesantes los anteriores. Obviamente, Bukowski no intentaba escribir el
«poema perfecto». Había optado por la efusión masiva de emociones y le

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importaba poco el poema bien construido, hiperelaborado. Había poemas llenos


de humor sobre Bukowski en el hipódromo, Bukowski al comienzo y al final de una
historia de amor, Bukowski con una vida de felicidad semidoméstica. Recordé que
hacía años se oponía vehementemente a la idea de que cada poema debía ser un
diamante perfecto de delicias estéticas. De hecho, desde el comienzo, la lucha
contra esa tendencia había formado parte de su programa. Leí una y otra vez el
retrato directo que hace de un gato viejo y en apuros que había adoptado.

el viejo Butch, le habían castrado


las chicas ya no le parecían
gran cosa.

cuando el Gran Sam se marchó


de la casa de atrás
yo heredé al gran Butch,
70 años de edad gatuna,
viejo,
castrado,
pero aún tan gordo y
malo como nadie
recuerda haber
visto.

Bukowski me hizo ver a Butch con esa descripción clara, sin adornos. No
tenía que profundizar más. Allí había suficientes sentimientos:
...y le miro
ahora
y aún siento su valor
y su fuerza
a pesar de la insignificancia
de los hombres
a pesar de la destreza científica
de los hombres
el viejo Butch
aguanta

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resiste.

La empatia de Bukowski por el gato me hizo pensar en cuando fuimos


juntos al zoo de Los Angeles, allá por 1969 o 1970. Apenas habíamos dejado atrás
a los vigilantes cuando llegaron hasta nosotros y nos pidieron que les
enseñáramos lo que llevábamos escondido bajo los abrigos. Nos confiscaron la
cerveza pero nos dejaron pasar. Empezamos por la jaula de las aves. Hank, de
broma, hacía como si fuera a estrangular a un precioso cisne, lo cual hizo que una
señora mayor se pusiera a chillar, pero la verdad es que él estaba más dispuesto a
estrangularla a ella que al cisne. Mientras íbamos de una jaula a otra vi cuánto
disfrutaba y cómo afloraba aquel lado suyo de dulzura: —No entiendo por qué
coño tienen que estar enjaulados —dijo.
La noche en que debía ir a visitar a Bukowski de nuevo no acudí, creyendo
que la cita era para una semana más tarde. Justo cuando había decidido llamarle
para confirmarlo sonó el teléfono. Hank estaba furioso y me dijo que me había
estado esperando más de una hora y que tenía cosas mejores que hacer.
Intenté explicarle que me había hecho un lío con la fecha de nuestra cita.
—Escucha —me dijo—. Eres judío, ¿verdad?
—Sí. Ya lo sabes.
—Bien, pues es Navidad y nosotros los cristianos tenemos que hacer un
montón de cosas y comprar el árbol y adornar el árbol y envolver los regalos, así
que vamos a olvidar todo este asunto.
—Lo siento, Hank.
Él ya había colgado el teléfono.
—Bien, así se queda el resurgimiento de nuestra amistad —le dije a mi
amigo Jessie—. Hank es condenadamente susceptible. Siempre ha sido así.
Puede machacarte. Si haces algo que le parece inadecuado, ¡ay de ti!
Jessie no conocía a Bukowski, así que sólo tenía mi versión unilateral, a la
que se sumaba el dolor y la pérdida. Volví a Dangling in the Tournefortia y vi que
los poemas me seguían gustando y pensé: Gracias a Dios que esta nueva ruptura
de nuestra amistad no ha hecho que se me corrompa el gusto literario.
Durante las semanas siguientes quise volver a llamarle, pero resistí. Pasó
la Navidad y después Año Nuevo. Volví a San Francisco. Los Angeles estaba a mil
seiscientos kilómetros al sur y también lo estaba Bukowski: no pensé mucho en él
durante un año o algo así, aunque continuaba al tanto de sus poemas y de su
prosa prodigiosos. Cuando War All the Time llegó a los estantes de las librerías en
1984, compré un ejemplar. Más poemas narrativos divertidos, como en el último
libro, casi trescientas páginas. Como siempre, los poemas estaban dispuestos en
las páginas de un modo puro y claro, y Bukowski seguía tratando muchos de los
mismos temas. Me asombraba cada vez más ver cuan diferentes eran de aquellos
primeros poemas de los días de Loujon Press.

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Apenas había empezado a digerir los poemas cuando Música de cañerías


llamó mi atención (de hecho, había salido un año antes). La recopilación me hizo
pensar en los relatos breves de Nelson Algren, aun cuando los de Hank eran más
autobiográficos; eran ágiles y se leían bien. Pero yo prefería sus relatos anteriores.
Me parecía que a algunos de los nuevos les faltaba rotundidad. Los que me
gustaron más eran los que trataban de la muerte de su padre y de cuando conoció
a Jon Edgar Webb y a su mujer Gipsy Lou.
A. D. Winans, que conocía a Hank desde hacía años, me informó que Hank
y Linda Beighle iban a casarse. Llevaban viviendo juntos varios años pero
entonces se estaba planeando la boda. Más tarde John Thomas me contó que
organizaron una ceremonia formal y que John Martin fue el padrino.
En 1986 se publicó otra recopilación de poemas, You Get So Alone at
Times That It Just Makes Sense. El título me intrigó, lo mismo que la fotografía
seccionada de Hank de la portada, diseñada por Barbara Martin. Empecé a pensar
que, comenzando por Love Is a Dog from Hell de 1977, y siguiendo hasta su
última recopilación, Hank se había entregado verdaderamente a una voz interior
que le dictaba de un modo tosco y coloquial. Al leer You Get So Alone vi que no
había ablandado su poesía, mapa de carreteras de la sensibilidad cotidiana del
hombre. Los poemas sobre las carreras de caballos, los poemas sobre su vida con
Linda Lee, los poemas que trataban de compañeros poetas, todo estaba allí junto
con los poemas sobre el amor, el matrimonio, el trabajo y la literatura.
Cuando estaba leyendo la última de sus recopilaciones de poemas, sonó el
teléfono.
—Hola, soy Paul Ciotto —dijo una voz masculina agradable y profunda—.
Lawrence Ferlinghetti me ha sugerido que te llame. Escribo para Los Angeles
Times Magazine y me gustaría entrevistarte para un artículo que estoy escribiendo
sobre Charles Bukowski.
—De acuerdo —dije.
—Bien, pues me acercaré por ahí. ¿Dónde te gustaría que nos
encontráramos?
—Puedes venir a mi casa —le contesté—. Entre otras cosas encontrarás
una pila de libros de Bukowski en el cuarto en el que trabajo.
Una semana después vino Ciotto. Me pareció que era un periodista
entusiasta que sabía escuchar. Tenía ganas de hablarle a alguien de mi amigo; mi
diálogo interno había durado demasiado. Quizá Ciotto pudiera ayudarme a llegar a
Hank; podíamos volver a ser amigos otra vez. Empecé a pensar en las cosas
agradables que podía decir sobre el tema de Bukowski. Pensé en Cartero,
Factotum, Mujeres y en mis poemas favoritos como «Otra Academia» o «Un
hombre viejo, muerto en una habitación». Sabía que el viejo Hank merecía estar
en la cima de cualquier lista de escritores contemporáneos. Había elegido su
espacio y se había volcado en ello. Ponerle «Escritos de un viejo indecente» como
título a su columna en Open City no había sido un acto arbitrario. Fue como poner
un letrero en su vida, una máscara que podía llevar, una persona con la que podía

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jugar en su obra en prosa y en poesía.


Paul Ciotto resultó ser un tipo bastante grande, bastante sensible, que
enseguida me dijo que no admiraba especialmente a Bukowski. Me hizo preguntas
concretas sobre mi relación con Hank, pero me dejó contestar extendiéndome con
toda libertad. Le dije que yo pensaba mejor así y podía volver a la pregunta
original y hacer comentarios que me parecían de interés sobre la obra de
Bukowski.
—Una de las cosas que me impresionan de Bukowski —le dije— es que
deliberadamente utiliza un vocabulario limitado. Pero no lo malinterpretes, es un
hombre muy inteligente y cultivado, no en el sentido académico, sino a su modo.
Igual que Henry Miller, cuando era joven leía vorazmente y retenía la mayor parte
de lo que leía, y además leía con sentido crítico.
Me pareció que Ciotto apreciaba lo que le estaba diciendo pero quería más
información de tipo personal sobre cuando le acompañaba al hipódromo o sobre
nuestras correrías alcohólicas.
El 22 de marzo de 1987 el Times publicó «Bukoswki» de Paul Ciotto, junto
con varias fotografías, la mejor de las cuales era una de Hank y Linda Lee del
brazo en el camino de entrada a su casa, flanqueados por el BMW de él y el coche
deportivo de ella. Linda llevaba un vestido azul estampado con florecitas blancas y
Hank iba con pantalón y chaqueta de sport, camisa blanca y una corbata roja con
el nudo flojo. Tenía la mano izquierda apoyada en el techo del BMW. Yo me
imaginé a la gente viendo aquello foto y preguntándose: «¿Es éste el viejo
indecente del que he oído hablar?» o incluso la vieja cuestión de siempre: «¿Habrá
estropeado el éxito a Bukowski?»
Como había conseguido el número de Hank a través de Ciotto, le llamé
para felicitarle por el artículo. Me pareció que le emocionaba realmente que le
hubiera llamado y me preguntó en qué estaba trabajando en aquel momento. «No
hago demasiado», le contesté. «He estado peleando con una novela, pero es
difícil.»
—Bueno, El borracho se estrenará pronto —me dijo—. Espero que te guste.
Seguimos hablando otro poco y luego nos despedimos. Una semana
después me senté y empecé a escribir un ensayo sobre Bukowski. Poco después
tenía ya diez ensayos sobre los poetas de la generación anterior que más me
habían interesado, reunidos bajo el título Los hijos salvajes de Whitman. Después
de vender el libro llamé a Hank.
—Hank, he escrito un libro que se llama Los hijos salvajes de Whitman y tú
sales en él.
-¡Huy! ¡Ay! —contestó.
—No te preocupes, no tiene ninguna maldad.
—Eso espero.
Le conté lo entusiasmado que estaba por El borracho y que pensaba ir a

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verla muy pronto, y él me habló de la gente de Hollywood con la que había estado,
entre otros Sean Penn y Madonna.
Algunas semanas más tarde tomé un vuelo a Nueva York para trabajar con
uno de mis editores que también estaba preparando la publicación de una
recopilación de poesía para Black Sparrow Press. Mientras yo estaba allí, recibió
una llamada de John Martin, que quería ver mi ensayo sobre Bukowski. Al volver a
San Francisco se lo mandé y unos días después recibí una nota suya en la que
me decía que mi ensayo era una descripción fiel de Bukowski en los años sesenta.
Pensé que aquel trabajo ayudaría a que Hank y yo volviéramos a reunirnos.
Empecé a visitarle con regularidad justo en la época en que su película empezaba
a exhibirse en los cines, provocando un montón de publicidad. En las páginas de
sociedad de los periódicos importantes y de las revistas de ámbito nacional, el
nombre y la obra de Charles Bukowski empezaban a no pasar desapercibidos.
Visitar a los Bukowski significaba que me quedaba a pasar la noche en la
habitación de invitados. En una ocasión fije con Jessie Cabrera, un amigo mío
psiquiatra.
—¿Crees que estoy loco? —le preguntó Hank.
—No, me parece que estás muy cuerdo.
Y añadió que Hank habría sido un buen psiquiatra porque era muy sensible
y perspicaz.
—¿Por qué no analizas a Neeli? —le dijo Jessie a Hank.
Hank no necesitaba que le empujaran. Se lanzó a hacer un análisis a fondo,
sobre mis celos literarios, mi hipersensibilidad y cosas por el estilo.
—Muy bien, Hank —le dije—, como la mayoría de los psicoanalistas, pones
mucho de ti mismo al hacerlo.
—Supongo que tienes razón —me contestó.
Aquella noche debimos de quedarnos levantados hasta las cuatro de la
madrugada. Yo había llevado a mi perro y Hank y Linda se turnaron para jugar con
él. En medio de aquellas payasadas le sugerí a Hank que iba a intentar escribir
una biografía completa sobre él.
—Jesús, sería un honor para mí —dijo—. Otros dos lo han intentado, pero
yo tengo fe en ti, chico, aunque no sé quién va a comprar una cosa así.
—¿Qué ha pasado con los otros dos biógrafos? —le pregunté.
—Bueno, uno simplemente desapareció —me dijo Hank—. No había escrito
nunca nada. Grabó un montón de cintas pero ahí quedó todo.
—¿Y el otro?
—Tuve que escribir un poema sobre él. No paraba de venir por aquí con
cualquier excusa. No podía hacer nada sin topármelo por todas partes.
—Yo no te incordiaré —le dije.

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—Eso está bien —me dijo.


Hank se despertó tarde aquella mañana y se preparó para ir al hipódromo.
—Hay carreras en Santa Anita —me dijo—. Y tengo que cobrar dos
apuestas.
—¿Puedo ir contigo? —le pregunté.
—Joder, chico, ya sabes que normalmente voy solo. Últimamente he ganado
y tengo que concentrarme. Por lo general miro adonde va la gente y voy en la
dirección opuesta. Es igual que en poesía. Nunca me he medido por lo buen poeta
que pienso que soy sino por los malos que son todos los demás. Pero, bueno, lo
que tengo que hacer es ver las apuestas de la gente en Santa Anita para saber lo
que tengo que hacer.
—Estaré callado —le dije.
—La última vez que te llevé al hipódromo estuviste saltando de acá para allá,
me tirabas del abrigo, te apoyabas en mi hombro. Olvídalo, hombre.
Los caballos le siguen teniendo esclavizado y el hipódromo sigue con
suficientes misterios como para interesarle y divertirle. Le recuerda la época en
que las carreras de caballos eran una experiencia nueva, a mediados de los
cincuenta, cuando Jane aún vivía y él plegaba sus primeros poemas en tres y los
enviaba a las revistas.
Después del hipódromo saca el coche del aparcamiento vigilado y se dirige
al sur por la autopista del puerto hasta pasar las torres monolíticas del centro de
Los Angeles; muchas de ellas se apiñan en Buker Hill, barrio en el que vivió en
habitaciones amuebladas y donde escribió sus primeros relatos cortos cuando el
aire era puro y los tranvías eléctricos eran los amos de las calles. Él sigue siendo
el señor Los Angeles. Impasible, sabiéndolo, conduce a través de la locura del
entramado de las autopistas abriéndose camino hacia San Pedro, hacia su casa,
hacia Linda Bukowski y su tribu de gatos.
Da igual cómo haya transcurrido el día, por la noche, tarde, Hank pasa
varias horas escribiendo. Su estudio está tan desordenado y lleno de papeles y
cachivaches como lo estaba su rincón de trabajo de la calle De Longpre hace
veinte años. Pero, en vez de su vieja máquina de escribir, ahora tiene una IBM
Teletronic.
Hace ya mucho tiempo Bukowski tomó la medida exacta de Los Angeles y
escribió «Crucifijo en una mano muerta», un poema sobre la tierra, su historia, su
geografía y cómo la gente había cambiado aquello. Tal vez vaya pensando en
aquel poema cuando toma la salida de la autopista de Hollywood y entra en esa
curva enorme que le lleva al camino hacia su casa. Tanto si recuerda aquellos
versos como si no, la radio estará sintonizada en alguna emisora de música clásica,
de modo que quizás Wagner o Mozart hagan el viaje con él. El viejo hacedor de
mitos ama la autopista. Ni la contaminación le molesta. Los Ángeles es su casa.

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OBRAS DE CHARLES BUKOWSKI

Flower, Fist and Bestial Wail, Eureka, California, Hearse Press, 1960
Longshot Pomes for Broke Players, Nueva York, 7 Poets Press, 1962
Run With the Hunted, Chicago, Midwest Press, 1962
It Catches My Heart in Its Hands, Nueva Orleans, Loujon Press, 1963
Crucifix in a Deathhand, Nueva Orleans, Loujon Press, 1965
Cold Dogs in the Courtyard, Chicago, Literary Times-Cyfoeth, 1965
Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts, Bensenville,
Illinois, Ole Press, 1965
The Genius of the Crowd, Cleveland, 7 Flowers Press, 1966
All the Assholes in the World and Mine, Bensenville, Illinois, Ole Press,
1966
At Terror Street and Agony Way, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1968
Poems Written before Jumping out of an 8 Story Window, Glendale,
California, Poetry X/Change/Litmus, 1968
Notes of a Dirty Old Man, North Hollywood, Essex House, 1969;
reeditado en San Francisco, City Lights Books, 1973 (traducción
castellana: Escritos de un viejo indecente, Barcelona, Anagrama,
1978)
A Bukowski Sampler, Madison, Wisconsin, Quixote Press, 1969
The Days Run away Like Wild Horses over the Hills, Los Angeles, Black
Sparrow Press, 1969
Post Office, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1970 (traducción
castellana: Cartero, Barcelona, Anagrama, 1983)
Mockingbird Wish Me Luck, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1972
Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary
Madness, San Francisco, City Lights Books, 1972; reeditado en
City Lights Books, 1983, en dos volúmenes: The Most Beautiful

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Woman in the World y Tales of Ordinary Madness (traducción


castellana: Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y La máquina
de follar, Barcelona, Anagrama, 1978)
South of No North, Los Angeles, Black Sparrow Press, 1973 (traducción
castellana: Se busca una mujer, Barcelona, Anagrama, 1979)
Burning in Water Drowning in Flame: Selected Poems 1955-1973, Santa
Barbara, Black Sparrow Press, 1974
Factotum, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1975 (traducción
castellana: Factotum, Barcelona, Anagrama, 1980)
Love Is a Dog from Hell: Poems 1974-1977, Santa Barbara, Black
Sparrow Press, 1977
Women, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1978 (traducción
castellana: Mujeres, Barcelona, Anagrama, 1981)
Play the Piano Drunk Like a Percussion Instrument Until the Fingers
Begin to Bleed a Bit, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1979
Shakespeare Never Did This, San Francisco, City Lights Books, 1979
Dangling in the Tournefortia, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1981
Ham on Rye, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1982 (traducción
castellana: La senda del perdedor, Barcelona, Anagrama, 1985)
Hot Water Music, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1983 (traducción
castellana: Música de cañerías, Barcelona, Anagrama, 1987)
War All the Time: Poems 1981-1984, Santa Barbara, Black Sparrow
Press, 1984
You Get So Alone at Times That It Just Makes Sense, Santa Rosa, Black
Sparrow Press, 1986
The Movie: «Barfly», Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1987
The Roominghouse Madrigals: Early Selected Poems 1946-1966, Santa
Rosa, Black Sparrow Press, 1988
Hollywood, Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1989 (traducción
castellana: Hollywood, Barcelona, Anagrama, 1990)
Septuagenarian Stew, Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1990
(traducción castellana: Hijo de Satanás, Barcelona, Anagrama,
1993)

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FUENTES

CAPÍTULO UNO
Charles Bukowski y yo pasamos muchas horas grabando la historia de su
niñez. También tuvimos varias conversaciones telefónicas largas e
intercambiamos algunas cartas.
Celebramos entrevistas el 29-3-88, el 21-5-88, el 22-5-88, el 15-7-88, el 9-
9-88 y el 28-1-89. (Y en diferentes ocasiones hablamos informalmente durante las
visitas que le hice en su casa.)
Katherine Wood, prima de Bukowski, y su madre, Anna Bukowski, fueron
las únicas conexiones directas con sus primeros años de vida. Ellas me ajTjdaron
a recomponer la información relacionada con la familia.

CAPÍTULO DOS
Me he basado en las entrevistas exhaustivas a Bukowski y en su novela
autobiográfica La senda del perdedor.

CAPÍTULO TRES
Mis entrevistas a Bukowski y la novela Factotum fueron esenciales para
escribir este capítulo. Me puse en contacto con Robert y Beverly Knox, que habían
ido a la Universidad de Los Angeles con Bukowski y le habían seguido viendo de
vez en cuando hasta 1943.

CAPÍTULO CUATRO
Principalmente basado también en las entrevistas a Bukowski, que me
sirvieron para revelar estos «años perdidos». Las entrevistas a diferentes
miembros de la familia Frye, tanto en Wheeler (Texas), como en Los Ángeles,
sirvieron para recomponer la información sobre el primer matrimonio de Bukowski.
También fueron de gran ayuda para mí las siguientes obras de Bukowski:
Factotum, Cartero y el guión de El borracho (publicado en forma de libro por Black
Sparrow Press).

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Un artículo de Bukowski publicado con el título de «Escritos de un viejo


indecente» en Smoke Signals (vol. 2, n.¡ 4, 1982) trata sobre la vida de Bukowski
con Jane Cooney y me sirvió de gran ayuda para hallar algunas claves de la
relación entre ellos y de su vida en general durante este periodo.
La bibliografía de la obra de Bukowski realizada por Sanford Dorbin
(agotada) fue importante para la elaboración de este capítulo y de todos los
siguientes.

CAPITULO CINCO
Empecé utilizando la impresionante recopilación de la correspondencia de
Charles Bukowski que se halla en los archivos de la Universidad de California,
División de Recopilaciones Especiales, de Santa Barbara. Esta fuente clave me
ayudó a localizar con toda precisión muchos de los hechos de la vida de Bukowski
y a documentarlos.
Las entrevistas a Bukowski y Evelyn Thorne, editor de pequeñas revistas,
fueron de un valor inestimable. También fue importante el intercambio de cartas
con el poeta Jory Sherman, que conoció a Bukowski durante los años en que
empezaba a destacar como poeta.

CAPÍTULO SEIS
La información procede de Edwin Blair, que vive en Nueva Orleans y fue
socio del editor de Bukowski, Jon Edgar Webb. Frances Smith demostró ser una
fuente excelente de información, arrojando luz sobre la vida del poeta a principios
de la década de los sesenta.
Los poetas Harold Norse, Jory Sherman, Lee Grue y Jack Grapes me
brindaron opiniones y observaciones de inconmensurable valor.
La entrevista con Frances Smith tuvo lugar el 28-1-89.
La entrevista con Marina Bukowski tuvo lugar el 29-1-89.
The Wormwood Review (vol. 12, n.¡ 1, ejemplar 45, 1972). Un ejemplar
totalmente dedicado a Jon Edgar Webb, que incluye una memoria/ tributo al editor
por parte de Bukowski y otros, así como un cuento corto original escrito por Webb.
En él he encontrado información biográfica importante sobre Webb. El texto escrito
por Bukowski está bien, pero contiene un error de información. Bukowski no
conoció a los Webb antes de la publicación de It Catches My Heart In its Hands.
En realidad se conocieron antes de la publicación de Crucifix in a Deathhand.
The Bukowski/Purdy Letters: 1964-1974 (Sutton West, Ontario, Canadá, y
Santa Barbara, California, Paget Press, 1983) me proporcionó gran parte de la
información y documentación que comienza en este capítulo y se extiende hasta el
capítulo doce.

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CAPITULO SIETE
Edwin Blaír siguió investigando para mí, buscando en su extensa
recopilación de correspondencia entre Webb y Bukowski. Una conversación
telefónica con Louise (Gypsy Lou) Webb me ayudó a corroborar algunos asuntos
vitales en la relación de Bukowski con el más importante de sus primeros editores.

CAPITULO OCHO
Las entrevistas con Douglas Blazek, Frances Smith y Bukowski me
sirvieron para confeccionar este capítulo, además de la información que me
proporcionaron Jory Sherman, Carl Weissner y Harold Norse. La correspondencia
de Harold Norse con Bukowski, que el primero me prestó amablemente, fue
importante para este periodo hasta la década de los setenta.
Las entrevistas con Carl Weissner en Heidelberg y Mannheim tuvieron lugar
el 26-9-88 y el 27-9-88.
La entrevista con Douglas Blazek tuvo lugar el 12-1-89.

CAPITULO NUEVE
Me he basado en los recuerdos de mis conversaciones con Bukowski y de
una noche en particular que pasamos juntos. John Martin, de Black Sparrow
Press, me proporcionó datos concretos y valiosas opiniones sobre la carrera
literaria de Bukowski para este capítulo. También me he basado en
conversaciones con John Thomas y Frances Smith, así como en entrevistas con
Carl Weissner, Douglas Blazek y Steve Richmond.
John Martin me proporcionó su entrevista con Robert Dana en Against the
Grain (lowa City, University of lowa Press, 1986) para obtener datos sobre sus
años de formación y los comienzos de Black Sparrow Press.
Carl Weissner me envió una copia de la entrevista realizada por Jay
Dougherty, que apareció más tarde en el número 35 de Gargoyle (Bethesda,
Maryland), 1988.
Me ha sido de gran utilidad aquí una entrevista aparecida en Southern
California hit Scene (vol. 1, n.¡ 1, diciembre de 1970), «En busca de los gigantes:
Charles Bukowski», realizada por el director William Robson y por Josette Bryson.
Una serie de conversaciones telefónicas con Marvin Malone, de la revista
The Wormwood Review, también me resultaron de un valor inestimable.

CAPITULO DIEZ
Como participante en muchos de los eventos descritos, me he basado en
mi conocimiento de los hechos de la vida de Bukowski y en la utilización de la
correspondencia del poeta, que se encuentra en la Universidad de California,
Santa Barbara. Las entrevistas con Bukowski sobre este periodo han arrojado luz

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sobre muchos temas. Conversé con Linda King durante tres días seguidos. Las
entrevistas me ayudaron a completar este y los dos siguientes capítulos. Me
resultaron muy útiles las entrevistas con Paul Vangelisti en Los Angeles, así como
las charlas con Frances Smith, Marina Bukowski, Carl Weissner, John Martin y
Harold Norse. Y me sirvió de gran ayuda para este y los dos siguientes capítulos
una entrevista a Lawrence Ferlinghetti.
La entrevista a Paul Vangelisti tuvo lugar el 22-5-88.
La entrevista a John Martin tuvo lugar el 11-3-89.

CAPÍTULO ONCE
La información proporcionada por Linda King sigue siendo importante para
este capítulo, así como la de Paul Vangelisti y la de Harold Norse. Jack Micheline
me proporcionó copias de su correspondencia con Bukowski, y entrevisté a Taylor
Hackford, lo cual fue de gran valor para este trabajo. Second Coming (vol. 2, n.¡ 3,
1974) es un número totalmente dedicado a Bukowski por esta pequeña revista
dirigida por A. D. Winans. La obra de Linda King «Y pensar que me enamoré de un
machista» me fue de utilidad, al igual que las obras de Harold Norse, Jack
Micheline y otros.
La entrevista a Taylor Hackford tuvo lugar el 18-4-89. 302

CAPÍTULO DOCE
La información fundamental la obtuve de Lawrence Ferlinghetti, Harold
Norse, Douglas Blazek y del poeta y editor A. D. Winans. La entrevista con
Hackford también fue una fuente importante para este periodo.
Rolling Stone (n.¡ 215, 17 de junio, 1976) incluye un amplio artículo de
Glenn Esterly, «Bukowski al desnudo», que refleja perfectamente el sabor del
poeta a mediados de la década de los setenta y me ayudó a completar esta
sección del libro.

CAPÍTULOS TRECE Y CATORCE


Las entrevistas con Bukowski y Linda Lee Bukowski fueron esenciales para
escribir estos capítulos. También fueron de gran ayuda las entrevistas realizadas a
Barbet Schroeder, John Martin y Carl Weissner, así como la novela Hollywood.

CAPÍTULO QUINCE
Me he basado en mi propio conocimiento de los hechos y en entrevistas a
Bukowski.

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