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Hank:
La vida de
Charles Bukowski
INTRODUCCIÓN
Comienzo este libro con una invocación a la ciudad de Los Ángeles para, a
partir de ella, hacer un retrato de Charles Bukowski cuando era niño. Si se desea
comprender su vida es crucial enfrentarse con el lugar que ha elegido como hogar.
Pocos escritores se han entregado tan de lleno al mundo inmediato que les rodea
como Bukowski. Su arte radica en coger su entorno, su ciudad, y hacerlos algo
universal. Convierte el lugar concreto en la ciudad humana de cualquier parte. En
una ocasión, cuando le preguntaron si pensaba trasladarse a las afueras de la
ciudad, Bukowski exclamó: «¡No, por Dios! Me gusta la anarquía de la ciudad, la
mugre, el aire contaminado, la peligrosidad de las calles. En el campo me volvería
loco. A mí dadme el estruendo de las bocinas de los coches y las aceras sucias.»
Bukowski es un constructor de mitos que ha aceptado el propio. No es una
casualidad que Henry Charles Bukowski eligiese el nombre de Henry Chinaski
para el protagonista de sus novelas y de muchos de sus relatos. En sus libros —
desde Cartero, escrito en 1970, hasta Hollywood, publicado en 1989— el lector
sigue las aventuras de Chinaski, ese santo y pecador descontento de sí mismo,
que rara vez se aventura fuera de Los Ángeles y siempre es capaz de reírse de su
persona.
Para investigar el pasado de Bukowski he contado, principalmente, con su
propio testimonio, con las respuestas que ha dado a mis preguntas. Muchas de las
historias que me ha contado, como la de la temporada que pasó en el Hospital del
Condado de Los Ángeles en 1955, por ejemplo, o la de su estancia en Nueva
Orleans durante los inicios de la Segunda Guerra Mundial, ya se las había oído a
principios de los años sesenta, cuando Hank (que es como le llaman sus amigos)
y yo bebíamos juntos en su apartamento del Este de Hollywood.
En la juventud de Bukowski no hubo confidentes o amigos literarios. Lo
último que hubiera deseado era formar parte de un movimiento literario. Durante la
década de los cuarenta, cuando tenía veintitantos años, Hank era un solitario, se
escondía en pensiones y subsistía gracias a la combinación de trabajos
ocasionales, whisky barato, el consuelo de una sucesión de aparatos de radio
invariablemente sintonizados en una emisora de música clásica, y sus aspiraciones
de llegar a ser escritor profesional. Pasaba la mayor parte del tiempo vagando de
ciudad en ciudad, más preocupado por la siguiente copa que por lo que estaba
haciendo con su vida. Ni siquiera recuerda dónde estaba cuando terminó la
guerra, ni se acuerda del año exacto en que conoció a Jane Cooney Baker, la
mujer con la que vivió casi diez años y que le inspiró el personaje de Wanda en su
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guión cinematográfico Barfly (El borracho). En cuanto a las ciudades en las que ha
vivido, es incapaz de establecer un orden cronológico exacto. Lo que sí recuerda
con nitidez son las largas horas que pasaba escribiendo relatos cortos que nunca
se publicaron. El poeta John Thomas se refiere a este período de la vida de
Bukowski denominándolo «los años incomprobables».
Hollywood, publicado por Black Sparrow Press gracias al buen ojo de John
Martin, demuestra que el autor de It Catches My Heart in Its Hands (Atrapa mi
corazón en sus manos) y Cartero no ha perdido su especial característica, el
humor y los comentarios perspicaces sobre el milagro de la vida diaria. Tanto en
poesía como en prosa se nos entrega con mente clara y corazón fuerte.
Aparte del propio Bukowski, mi ayuda e inspiración fundamental para la
elaboración de este libro ha sido John Martin, que trabaja en Black Sparrow de
Santa Rosa, California. Junto con Barbara, su mujer, responsable de todos los
libros de Bukowski y de las de todos los demás autores de la editorial Black
Sparrow, y su ayudante, Julie Voss, Martin continúa dedicado por completo a la
publicación de buena literatura y al cuidado de la calidad de la edición.
Esta biografía intenta responder a aquellas preguntas que los lectores de
Bukowski puedan hacerse sobre su vida personal y el desarrollo de su talento
literario. Espero que todos aquellos que se aventuren por ella encuentren el
esfuerzo realizado no sólo informativo sino también entretenido e interesante.
Cuando este libro ya estaba acabado, se publicó la última colección de
poemas y relatos de Bukowski, Septuagenarian Stew (Revuelto septuagenario),
editado en castellano sin los poemas con el título Hijo de Satanás, entre los que se
encuentran algunos de sus relatos más divertidos y mordaces, con esa mezcla de
valor y compasión que caracteriza gran parte de su obra. A los setenta años Hank
continúa siendo un escritor que trabaja mucho y con gran dedicación y que no está
dispuesto a presentarnos todavía un resumen final. Del mismo modo, espero que
esta biografía, seguida de una memoria, no sea más que un comienzo.
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Cubriéndose los ojos para que no le diera el sol, que parecía estar clavado
en el cielo azul pálido, un niño de seis años observó cómo un Ford-T venía a
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Hank sabía que los niños de Virginia Road le llamaban Heinie porque
todavía tenía un poco de acento. Había logrado desembarazarse del vocabulario
alemán a la edad de cuatro años y medio, pero conservaba algunas palabras que
fue apartando una a una de sus pensamientos. Sin embargo, el acento tardaba
más en desaparecer, a pesar de los esfuerzos que hacía por deshacerse de él. De
todos modos, lo de «Heinie» le persiguió hasta el cuarto curso.
Mientras se dirigía a casa pensó en su lugar de nacimiento, Andernach, una
ciudad de calles empedradas, junto al Rin. Tenía un trozo de muralla que se
remontaba a la Edad Media y muchas edificaciones con más de cuatrocientos
años. Unas cuantas impresiones vagas eran su único recuerdo. Una persona que
sí tenía grabada en la memoria era su tío Heinrich Fett, un hombre bajito, jovial y
bondadoso, al que él llamaba «tío Heinie».
Hank trató de imaginarse a sí mismo en otro sitio y con otros padres.
Tumbado en su cama, cerró los ojos y se deslizó en un sueño en el que podía
controlar su vida. Se vio corriendo por una calle que se parecía a Virginia Road. A
ambos lados había niños de su edad riendo y empujándose en broma mientras se
dirigían a un campo. Feliz, dejó correr su imaginación.
Los Bukowski llevaban una vida ordenada. Cuanto más imponían los padres
sus leyes, más se confiaba Hank a la sabiduría infantil para ser feliz. Durante los
primeros años su madre no le demostró afecto, y él envidiaba a los demás niños
cuando les veía jugar alegres con sus padres o aprender las cosas valiosas que
les enseñaban.
Ante aquella situación, Hank desarrolló sus propias defensas. Aprendió a
observar cuidadosamente a la gente, prestando especial atención al movimiento
de sus cuerpos y a las expresiones de sus caras. Si sus padres no estaban
disponibles para ayudarle a interpretar el mundo o si sus enseñanzas le resultaban
sospechosas, él había descubierto en sí mismo fuentes suficientes de ayuda para
enfrentarse a personas desconocidas y situaciones extrañas.
«A los cuatro o cinco años empiezas a comprenderlo todo y a mirar a tu
alrededor», dice Hank. «Yo tuve unos padres bastante terribles, y los padres
forman la mayor parte de tu mundo. No tienes otra cosa.» Hank se sentía
enjaulado. Su padre, frustrado ante la imposibilidad de encontrar un empleo bien
remunerado durante los años veinte, solía pegar a Hank. «Quería ser rico, pero no
tenía talento, no tenía ningún don especial. Si yo hacía algo que él consideraba
inadecuado me llevaba una paliza. Me hacía pagar a mí el que el mundo no le
aceptara como él deseaba.» Hank mantuvo su furia, su frustración y su rebeldía
agazapadas. Fue en la adolescencia cuando se destapó su rebeldía. El trato que
Henry daba a su único hijo iba más allá de la filosofía del «quien bien te quiere, te
hará llorar». No fue cariñoso con él, ni le enseñó a lanzar una pelota, ni le contó
cuentos antes de dormir, ni le dio palmaditas en la espalda.
Al día siguiente del incidente con los chicos del barrio, Hank, sentado en la
cocina, tenía el presentimiento de que algo malo iba a pasar. Las ventanas no
estaban como siempre; su padre andaba con el gesto torvo, incluso la forma en
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que caía el mantel por los lados de la mesa parecía rara, como inquietante. No le
gustaba el tono de voz de su padre, irritado, profundo, ni el revoloteo de su madre
alrededor de la mesa del desayuno. Ella hablaba con acento y a menudo le oía
decir cosas en alemán. Su padre se expresaba en alemán cuando quería, aunque
había nacido en California y estaba orgulloso de ser norteamericano.
—Hoy nos vamos de paseo —dijo su padre—. Tengo que salir de esta
maldita ciudad. Un hombre tiene que pensar.
Su anuncio sonó a desafío. Katherine simplemente asintió con la cabeza y
dijo:
—Sí, Henry. Será fantástico dar una vuelta en coche.
—Trabajo sin parar para que podamos comer —dijo Henry padre—. Así que
a ver si ahora podemos salir cuanto antes. El sol no va a brillar para siempre. Una
familia que se precie debe dar un paseo todas las semanas.
Hank ya sabía lo que vendría a continuación.
—Hago mi trabajo bien —siguió Henry—. La gente se cree que ser
repartidor de leche es cosa fácil. No lo es. Tienes que ir de un lado a otro cobrando
facturas. Trabajas muchísimas horas. Pero yo pongo todo de mi parte, no como
otros. Los clientes no quieren pagar las malditas cuentas, así que tengo que andar
persiguiéndoles.
—Trabajas muchísimo, Henry —añadió su mujer.
Antes de levantarse de la mesa, Henry inspeccionó la cocina con aire
orgulloso y satisfecho. Pronto llegaría a tener mucho dinero. Aunque tuviera que
trabajar para un patrón, no importaba, siempre que llevara a cabo su trabajo como
debe hacerse. Sólo le quedaban treinta y cinco o cuarenta años para jubilarse.
Las homilías matutinas de Henry sobre la ética laboral norteamericana eran
tan regulares como la salida del sol. Entretejía sus opiniones sobre lo pesado de
su ocupación con una letanía de quejas respecto al empleo, informaciones sobre
cambios de rutas, defectos de sus compañeros y peculiaridades de sus jefes. Su
trabajo era una especie de injusticia que le había caído encima. Mientras seguía
hablando de su trabajo aquella mañana en particular, Hank pensó de nuevo en el
mantel y se volvió a fijar en lo raro de su aspecto. De pronto su padre ordenó:
—¡Henry, termina de comer! ¡No has terminado! ¡Mira, mamá! Henry no se
ha terminado la comida que le has puesto.
—Sí, Henry —dijo Katherine—. Cómetelo todo antes de salir a pasear.
Henry comía lentamente, sin ningunas ganas de salir a dar un paseo en
coche con aquel calor. Se fijó en la cocina inmaculada de su madre. Todo parecía
tan limpio, ni una mota de polvo sobre ningún mueble ni objeto de la habitación, ni
un plato sin fregar. Más que ir con ellos, lo que él hubiera querido era estar en la
calle con otros niños de su edad, jugando.
Henry se frotó las manos, frunció el entrecejo y suspiró. Los paseos en
coche del domingo no respondían a los antojos de un amante de la naturaleza o
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de cara a los naranjos, se quejaba diciendo que era una vergüenza no poder
coger naranjas, como si los carteles de PROHIBIDO EL PASO fueran una afrenta
personal. Cuando Katherine anunció que la comida estaba preparada, Henry se
sentó a la mesa con el ceño fruncido. Poco después ya estaba riñendo a Hank por
haberse alejado de la mesa corriendo.
No todos los paseos eran a los naranjales. La familia iba a veces a Venice
Beach y al cercano Ocean Park, con su gran parque de atracciones. La gente
desfilaba de un lado a otro por la pasarela de madera, hacía picnic en la playa y
compraba entradas para subirse a las diversas atracciones. Los niños que iban allí
con sus padres podían jugar libremente, todos menos Hank. Henry y Katherine le
mantenían pegado a ellos y esperaban que se comportara como un adulto en
miniatura mientras iban paseando por la pasarela de madera. Los recuerdos que
Hank tiene de la playa son bastante placenteros: «Sentías el olor de las
hamburguesas y de las cebollas y tenías que comer. Todo el mundo comía
hamburguesas en Venice Beach, o si no, tenías que meterte en el coche y
marcharte. Era peor que una droga. La arena estaba limpia. El aire estaba limpio.
Respirabas y te sentías bien. Había conchas en la arena. Los niños podían llenar
cubos enteros de conchas. Ahora lo que hay son chapas de botellas y plásticos.»
Cuando la familia regresó del paseo Hank se fue a su habitación. No podía
dejar de pensar en los niños que le habían llamado «Heinie». No se diferenciaban
mucho de su padre. La gente es mala. Recordó algunos incidentes en la
guardería, tonterías como las de los niños empujándose. Incluso las niñas, con sus
preciosos vestiditos, eran antipáticas.
En una ocasión sí que hubo una pequeña demostración de ternura paterna.
Fue poco antes de amanecer, cuando Henry despertó al pequeño Hank, que tenía
entonces cinco años, para que pudiese ver cómo se preparaba para el reparto de
leche. La compañía para la que trabajaba usaba todavía carros tirados por
caballos. Hank salió en pijama y zapatillas, era de noche, debían de ser alrededor
de las cinco de la mañana. Todavía colgaba la luna en el cielo y reinaba la
oscuridad. Fueron hacia el carro de leche. El caballo tenía los arreos puestos y
esperaba el comienzo de la rutina cotidiana. Henry ofreció un terrón de azúcar al
caballo, que se lo comió sin ninguna ceremonia. Al ver el regocijo de Hank le dijo:
«Toma, ahora hazlo tú. Sólo tienes que extender la mano y el caballo cogerá el
terrón de azúcar igual que ha hecho con el mío.» Henry puso el azúcar en la mano
de su hijo y Hank se lo ofreció al animal. Pero cuando vio las encías rosadas que
asomaban entre los belfos del caballo, retiró la mano, temiendo que el bicho se la
fuera a comer. Su padre le tranquilizó e hizo que se acercara. Hank se aproximó al
caballo, que enseñaba los dientes y la lengua, y que por fin se comió el terrón de
azúcar. «Otra vez», le dijo Henry a su hijo, y dentro de la boca del caballo
desapareció otro terrón.
Aparte de lo que cuenta el propio Hank, muy poco más puede averiguarse
sobre su niñez. Sólo quedan vivos algunos pocos testigos de su vida familiar. Uno
de ellos, Anna Bukowski, la mujer de su tío John, recuerda a su sobrino Hank
como un niño solitario y taciturno. «El pequeño Henry me daba pena. Ofrecía el
aspecto de quien necesita realmente tener amigos, niños de su misma edad. Sé
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que sus padres no le dejaban jugar con otros críos. No hablaba como la mayoría
de los niños. No parecía un niño feliz. Cuando venían a visitarnos, yo veía cómo le
controlaban.» La hija de Anna, Katherine, recuerda a su primo como un niño
gordito, vestido de un modo muy formal. «Mi tía Katy era muy exigente con él. No
le dejaba jugar como cualquier otro niño. Creo que eran muy estrictos. Cuando
venían a visitarnos, llevaba una ropa muy historiada, no parecía cómodo.»
Al padre de Hank le fastidiaban las fiestas de cumpleaños. Recibían a los
niños en casa, repartían entre ellos sombreros de papel para que se los pusieran y
los encaminaban hacia los sitios en los que iban a hacer diversos juegos, como el
de ponerle la cola al burro. Pero poco después aquello se convertía en el show de
Henry. Empezaba a rondar entre los niños invitados como un oficial prusiano.
Había tarta y helados, servilletitas de papel que decían FELIZ CUMPLEA—OS.
Henry vigilaba para que los pequeños no tiraran tarta al suelo o para que no les
goteara el helado en la alfombra. Si eso ocurría, les gritaba de tal modo que, sin
duda, los amedrentaba. Katherine callaba y permitía que su marido hiciera lo que
quisiera. Incluso mientras jugaban, les ordenaba: «¡Tenéis que jugar con
educación!» Si armaban un poco de alboroto, les hacía callar a gritos y les
ordenaba que volvieran a sentarse. Después de las dos o tres primeras fiestas,
Hank comenzó a tenerles pavor. Rara vez le sorprendieron sus padres regalándole
un juguete. Los regalos que le compraban consistían en ropa interior, calcetines y
otras prendas de vestir. No se atrevía a pedir juguetes, furioso por dentro porque
le daban como regalos cosas que se supone que los padres tienen que
proporcionar. Sabía los regalos que recibían otros niños, todo tipo de cosas desde
trenes en miniatura hasta guantes de béisbol. Un regalo bonito con el que le
sorprendió su padre fue un traje de indio, pero los demás niños de Virginia Road
jugaban con trajes de cowboy.
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todas de tamaño y forma diferente. Una vez que estábamos en su casa empezó a
anochecer y ella tapó las jaulas con unos cobertores blancos.»
Emilie tenía un piano que se había traído de casa de su marido. Durante
una de las visitas, Hank se sentó al piano y empezó a jugar, fascinado por la
cantidad de sonidos que podía sacarle. Siguió aporreando las techas mientras sus
padres y Emilie hablaban con otros parientes. De repente su padre le ordenó que
dejara de tocar. «Deja que el niño toque el piano», dijo Emilie.
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A lo largo de sus años escolares Hank se dio cuenta de que los chicos
como David siempre le elegían como amigo. Concluyó que, inexplicablemente,
atraía a los raros y a los subnormales. Por alguna extraña razón había heredado
de su padre el punto de vista cínico sobre la vida. El punto de vista negativo de
Henry padre se había infiltrado en su hijo. A Hank le resultaba difícil encontrarse a
gusto con un compañero de escuela. Pero se las arreglaba sin amigos. «No había
ninguna válvula de escape. En casa estaba mal. Luego estaba el colegio, que
tampoco era ninguna válvula de escape, y luego la vuelta a casa andando, seguido
por la chusma, los chicos que intentaban sacudirte. No había descanso.» Los
adultos percibían la rebeldía de Hank: sus ojos y la expresión de su rostro les
demostraban que era un observador frío que les daba a entender que a él no
podía imponérsele nada. En lo más profundo de su mente siempre estaba la figura
de Henry C. Bukowski padre.
Sin embargo, existía una diferencia básica entre él y su padre en el modo de
reaccionar ante la gente. Mientras Henry gritaba y vociferaba, Hank simplemente
demostraba un desdén general con su actitud física, acompañada quizás de una
frase sutil o un comentario en voz baja. Mientras que su padre actuaba
emocionalmente como el caballo de Atila contra su mujer y su hijo, Hank se
replegaba en sí mismo, irradiando rebeldía, construyendo lentamente un muro de
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Hank se puso a hacer el trabajo. Sabía que su padre podía haber hecho
que aquello fuese más fácil dejándole hacerlo más tarde, después del partido.
Pensaba todo el rato en sus amigos que estaban jugando al fútbol, en el día que
se iba esfumando, en el sol que se ponía y en él, que seguía trabajando en el
jardín.
Cuando comenzó a trabajar en el jardín trasero, Katherine y Henry salieron
al porche de la cocina a comprobar si su trabajo progresaba. Él no les dijo nada y
continuó cortando el césped. Su madre tenía una expresión de vacío especial;
Henry parecía impaciente. Hank seguía cortando el césped, pensando en lo
injusto que era su padre y deseando tener un padre diferente o no tener padre.
Pensaba en Frank Sullivan, uno de los chicos del barrio, con el que había estado
jugando al fútbol un rato antes. Frank le caía bien y envidiaba la libertad que le
daban sus padres.
Hank empezó a cortar el césped cerca de donde se encontraban sus
padres y oyó que su madre decía: «Mira, Henry, no suda como tú cuando cortas el
césped. Parece que está tan tranquilo.»
—¿Tranquilo? No parece tranquilo, lo que parece es muerto —contestó su
padre.
Y entonces le dijo que empujara más fuerte, más rápido. Hank obedeció,
provocando que la hierba volara por encima del recogedor.
—¡Hijo de puta! —gritó su padre.
Henry saltó fuera del porche y se dirigió corriendo hacia el garaje en el que
estaba su coche. Estuvo revolviendo durante un rato y regresó a grandes
zancadas con un taco de madera que medía casi treinta centímetros de largo.
Hank lo vio venir, pero no intentó esquivarlo. «Me dio en la pierna derecha. Fue
muy doloroso, especialmente teniendo en cuenta que yo era sólo un niño. Me
pareció como si se me congelara la pierna, pero sabía que tenía que seguir
andando y lo hice. Simplemente me agarré más fuerte que antes a la cortacésped.
Finalmente llegué a donde había caído aquel taco de madera. Me agaché, lo
recogí y lo tiré a un lado. El dolor aumentó.» Henry le dijo a su hijo que parase y
volviese al sitio en el que el recogedor no había recogido la hierba. Hank
obedeció, haciendo todo lo posible por ocultar su dolor.
Después de acabar con la cortacésped, Hank tenía que limpiar la entrada
con la manguera y luego regar el jardín delantero y el trasero. El padre salió de la
casa para inspeccionarlo todo. Ése sería un ritual que habría de repetirse muchas
veces más durante los años siguientes, con idénticos resultados. El hombretón fue
hasta la zona del césped, se puso a cuatro patas y bajó la cabeza casi hasta tocar
la hierba recién cortada para ver si había quedado alguna brizna. Hank, de pie,
esperaba. El padre se puso de pie de un salto y corrió hacia la casa diciendo:
«¡Ajajá!» Llamó a su mujer: «¡Mamá! ¡Eh, mamá!» Katherine salió a reunirse con él
en el jardín de delante y él le dijo que había encontrado un pelo, refiriéndose a una
brizna de hierba. De hecho, había encontrado dos. Pidió a su mujer que se
agachara y mirase. Ella lo hizo así y le dijo a su marido que ella también las veía.
Después volvió a entrar en la casa, sin dirigir una mirada a su hijo. Señalando la
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puerta principal, Henry dijo a Hank que entrara en casa. «Al cuarto de baño», dijo
Henry y, una vez allí, le dijo que se bajara los pantalones. «Entonces empezó a
darme una paliza. Utilizó la misma correa con la que me había pegado aquella vez
que hubo un problema en la escuela. La verdad es que me había pegado también
por otras infracciones, así que estaba acostumbrado. De todas formas, una paliza
es una paliza y duele. Mi padre azotaba sin compasión: yo había fallado en la
tarea de hacer un trabajo perfecto en su maldito jardín y eso no podía
perdonarse.»
Hank encontró en la calle un alivio y un escape a las férreas reglas
paternas. Sus padres habían ido aflojando gradualmente las riendas y ya le
dejaban jugar con los chicos del barrio. Durante años se había sentido extraño
ante los otros niños, básicamente porque no le permitían hablar con ellos más que
en la escuela. Hasta ese momento —el último curso de enseñanza primaria—,
apenas sabía cómo se lanzaba correctamente una pelota de béisbol o un balón de
fútbol.
La Avenida Longwood era una calle arbolada, sin apenas tráfico; las casas
tenían patios grandes y zonas con césped verde. Se parecía a muchas otras
calles del país en aquella época, calles que ningún director de cine despreciaría si
estuviera haciendo una película sobre la infancia: un ambiente perfecto para los
niños. Uno de los primeros amigos que Hank tuvo en la Avenida Longwood fue un
chico pelirrojo al que llamaban «Red» (el Rojo). Le contó a Hank que tenía un
brazo ortopédico y le dejó tocarlo. Hank palpó el brazo ortopédico, que era tan
duro como una piedra. Le preguntó a Red si tenía algún amigo. Red le contestó
que no y Hank le dijo que él tampoco. Ninguno de los chicos del barrio jugaba con
ellos. Hank había encontrado un alma gemela y, lo que era aún mejor, Red tenía
un balón de fútbol que inmediatamente sacó a la calle para poder jugar con Hank.
Se turnaban haciendo como que cubrían diferentes posiciones, lanzando la pelota
y chutando. Protagonizaron varias aventuras juntos en la Avenida Longwood y en
otros sitios del barrio.
En quinto curso, la profesora de Hank explicó en clase que estaba previsto
que el presidente Herbert Hoover hablara en el Coliseo de Exposition Park, a
pocos kilómetros al sur del centro de Los Ángeles y cerca del campus de la
Southern University de California.
—Ésta es una oportunidad que se da sólo una vez en la vida —les dijo—.
Es un deber cívico que acudáis vosotros y vuestros padres a ese acto.
Y les pidió que escribiesen una redacción sobre aquella ocasión
trascendental. Hank no fue, pero de todos modos escribió la redacción sobre
Hoover. En ella daba muchos detalles de cómo estaba el presidente más tieso que
un huso, cómo saludaba con la mano a la multitud, cómo resonaba su voz a través
de la megafonía. Describía la emoción de la población de Los Ángeles, allí reunida,
aclamando a su presidente.
Cuando entregaron los trabajos, la profesora los leyó concienzudamente y
dijo a los alumnos:
—Tengo aquí un trabajo sobre la visita de nuestro presidente al Coliseo
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puerta del armario y les dijo que se largaran. Como dudaban, les amenazó con
matarles si no se marchaban.
En el Hospital del Condado, le cambiaron de tratamiento. Después de lo
que le parecieron interminables sesiones de ultravioletas y drenajes de las
pústulas, los médicos le aplicaron un ungüento en la cara y después se la
vendaron. Toda la cabeza quedó oculta bajo los vendajes. Le gustó lo que vio al
mirarse en el espejo de una máquina de cigarrillos en la sala de espera del
hospital.
Aunque los vendajes tuvieron un efecto positivo, Hank seguía
necesitando más drenajes y rayos ultravioleta. Unas semanas más tarde terminaron
los tratamientos y se informó a Hank que ya no tenía derecho a más atención
médica gratuita. Esto sucedió porque Henry Bukowski había encontrado trabajo
como vigilante en el Museo del Condado de Los Ángeles. Cuando Henry se enteró
de que se habían terminado los tratamientos gratuitos para Hank, se puso furioso.
«Esos malditos médicos son unas sanguijuelas», dijo. «Te sacan todo el dinero y
después se vuelven en coche a sus mansiones.» Y mandó a Hank a un médico
que creía en la cura del acné mediante una alimentación adecuada, opinión que
tenía muchos adeptos en la década de los años treinta. Así, Hank empezó un
régimen de zumos de zanahoria y otras cosas, y dejó de comer fritos.
Henry había hecho un examen para su trabajo, lo había aprobado y había
mentido sobre su formación universitaria, formación de la que carecía. Hank oyó a
su padre jactarse de cómo les había dado gato por liebre a sus nuevos jefes.
—Eso no está bien —dijo Katherine.
—Mentir no importa si se hace para conseguir trabajo —le contestó su
marido.
En otoño de 1935, cuando el acné estaba en su peor momento, Hank
escribió su primer cuento corto, con un protagonista basado en el barón Manfred
von Richthofen, un héroe de la aviación durante la Primera Guerra Mundial. «Le
habían arrancado la mano y seguía luchando para quitar a todos aquellos tipos del
cielo. Todo eso es psicológicamente imposible, ya lo sé; pero no olvides que yo
tenía la cara llena de furúnculos mientras todos los demás estaban haciendo el
amor con sus compañeras de clase y todo eso. Yo era el feo del barrio, así que
escribí ese cuento. Era un cuaderno amarillo pequeño. Me costó seis centavos.
Escribía a lápiz cómo aquel tipo con la mano de hierro derribaba a un tipo y
después a otro.»
Haber creado aquel hombre mitad real, mitad imaginario le estimulaba.
Desde aquel momento supo que tenía una válvula de escape, un modo de
combatir el miedo y la falta de comprensión que percibía a su alrededor. Otra cosa
que había aprendido era el valor de estar solo. Después de padecer considerables
dosis de soledad en su infancia, en la adolescencia le encontró un nuevo valor.
Obligado a buscar dentro de sí mismo cosas que hacer y que pensar mientras
estuvo confinado en casa durante los meses de convalecencia, aprendió a
enfrentarse consigo mejor que antes y a seguir sus propios consejos.
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frente al mundo. Mientras estaba sumergido en sus libros nada podía afectarle.
Los libros que leía le hicieron comprender que no había cedido ante las normas
sociales y que la crueldad de su padre no había podido con él.
Cuando Hank empezó el primer curso de enseñanza secundaria su padre
había dejado de dominarle, por lo menos físicamente, aunque no en lo financiero.
Hank había rechazado la visión paterna del mundo. La idea de tener una profesión
de por vida le parecía algo ajeno a él, como una forma de esclavitud. De niño y de
adolescente nunca tuvo la fantasía de ser médico, abogado u hombre de
negocios. Su naturaleza rebelde se oponía a esa clase de pensamientos. Cuando
su padre le dijo que quería que fuera ingeniero porque los ingenieros ganaban
mucho dinero, Hank se rió de la idea. Lo que había aprendido en la biblioteca,
sumado al trauma del acné, sirvió para agudizar extremadamente su rebeldía.
Al igual que en todos los institutos de segunda enseñanza, el baile de gala
del último curso era el tema de conversación principal entre los alumnos que se
iban a graduar, excepto para Hank, que se había convencido a sí mismo de que
ninguna chica querría que la vieran con él. El baile de gala era un rito que tendría
que rechazar, pero entraba dentro de sus planes asistir a las ceremonias de la
graduación. Sin embargo, la sola idea de tener que ponerse una toga, soportar el
monótono discurso del director y luego ponerse en fila para recibir el diploma le
repugnaba.
Los alumnos del último curso hacían grandes planes para la noche del
baile. Muchos chicos pasarían a recoger a las chicas, con las que se habían
comprometido para asistir a la fiesta, en coche. Lo único que Hank tenía era una
bicicleta. Oía las charlas emocionadas con un sentimiento de alienación cada vez
mayor. La sensación de marginalidad se hacía más intensa, sobre todo desde que
tenía la cara surcada de cicatrices. La falta de autoestima que le había producido
la aparición del acné seguía marcando muchos de sus actos. Se había
desarrollado en su interior una rebeldía, una serie de ideas que más adelante
afloraría en sus escritos, basada en que toda la estructura de la sociedad estaba
formada por farsantes aduladores.
Henry Bukowski no se sintió orgulloso de que su hijo se graduara. En lugar
de soltarle un discurso, augurando a Hank un futuro lleno de oportunidades, le
describió un panorama poco prometedor de miseria y ambiciones no alcanzadas.
Seguía hablando de los chicos «normales» y le preguntaba a su hijo por qué no
podía parecerse más a ellos. Siempre que se le presentaba la ocasión, exponía
verbalmente el cuadro del fracaso y evocaba imágenes de cuartuchos infectos. Le
decía: «¿Quieres acabar como un vagabundo? Eso es lo que te ocurrirá si no te
marcas un rumbo en la vida.»
Chicos y chicas buscaban pareja para el baile de gala del instituto, un ritual
que, por supuesto, se daba a todo lo largo y ancho del país. Las conversaciones
sobre el baile se intensificaban a medida que se acercaba el día. Las chicas se
reunían en los pasillos o en el patio del instituto haciendo planes y comiéndose
con los ojos a alguno de los chicos. Los chicos se reunían para alardear de sus
futuras conquistas sexuales.
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Cuatro hombres y tres mujeres. Todos eran viejos. Parecía que tenían
problemas de salivación. En las comisuras de los labios se les había
formado unas pequeñas manchas de baba, baba que se había secado y
se había puesto blanca y se había recubierto con una nueva capa de baba
húmeda. Algunos estaban demasiado delgados; otros, demasiado gordos.
Algunos eran cortos de vista, otros, temblaban. Un viejo con una camisa
de colores chillones tenía joroba. Todos sonreían y tosían y daban
chupadas a los cigarrillos.
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terminar el trimestre. «Tendría que ponerte sobresaliente, pero tendré que darte un
notable por tu mala actitud.» Según Hank, la causa era su sarcasmo frente a los
compañeros de clase.
Parecía que el periódico de la Facultad podía ser un buen lugar para
empezar a publicar. Una mañana Hank entró en las oficinas, habló con el editor,
echó una ojeada a los alumnos que estaban muy ocupados en la edición de la
semana siguiente y se dio la vuelta para marcharse. Al llegar a la puerta gruñó:
«¡Vaya mierda!», y salió al vestíbulo sintiéndose aliviado de haber salido de allí.
Para Hank aquellos alumnos eran unos esnobs. Nunca lo admitiría, pero es
posible que parte de la animosidad que experimentó se debiera al miedo a ser
rechazado o, simplemente, a la eterna sensación de ser diferente que
experimentaba cuando estaba en grupo.
En el City College conoció a Robert Stanton Baume, un joven cuyo padre
era periodista en Minneapolis. Baume había ido a California y vivía solo en la calle
Once Oeste. Se las arreglaba a duras penas para vivir trabajando de mensajero
en bicicleta para la Western Union. Hank admiraba la independencia que tenía
Baume. No tenía un padre y una madre que estuvieran espiándole la mitad del
tiempo por encima del hombro. A Hank le atraía la inteligencia de Baume y le
gustaban sus relatos. Estaban influidos en cierta medida por El ángel que nos
mira de Thomas Wolfe, y aunque carecían de ese toque de locura que a Hank le
gustaba encontrar en la literatura, tenían algo. «Puede que hubiera un poco de
demasiada complacencia en la obra de Baume, pero yo sentía que tenía algo, la
presencia de alguien. Podía haber llegado a ser un escritor muy bueno.»
Baume tenía otra cualidad que Bukowski admiraba: era un joven valiente,
dispuesto a pelearse con cualquiera que se le cruzara. Poco después de
conocerse, le dijo a Hank que quería ser periodista en Washington porque era el
centro gubernativo, el lugar donde se tomaban las decisiones importantes. Le
describía cómo imaginaba que sería la vida de un periodista joven y atrevido en la
capital de la nación: conocer a los senadores, revelar los casos de corrupción y
cosas por el estilo. Normalmente, las respuestas de Bukowski a estas
elucubraciones eran sardónicas. En una ocasión Baume se puso muy furioso
cuando Bukowski le dijo que Washington no era el centro de nada.
Hank solía salir con un amigo de Baume que se llamaba Robert Knox,
quien recuerda a Bukowski como un tipo tímido e introvertido, no como el
apasionado personaje de años posteriores. El recuerdo que guarda Knox del
padre de Bukowski confirma la imagen con que le pinta su hijo. «Su padre era muy
estricto, con una mentalidad muy estrecha. Era un perfeccionista. Todo había de
hacerse de un modo determinado. Yo sabía que no se llevaban bien y que su
padre desaprobaba muchas de las actividades de Hank. Supongo que era de los
de la vieja escuela de la disciplina.» La mujer de Knox, con la que se casó en
1941, recuerda a Katherine Bukowski: «Era bajita, chiquitita y elegante. Se podía
pensar que era realmente una francesa. Siempre fue muy simpática con nosotros.
Una vez me preguntó por qué Henry no encontraba una chica simpática, se
casaba, sentaba la cabeza y tenía hijos. Era obvio que le tenía miedo a su marido.
Si le tenía enfrente, hablaba poco.» Los Knox recuerdan que los padres de Hank
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les dijeron que la señora Bukowski procedía de Francia. Esta información falsa
probablemente la inventaron para protegerla ante los sentimientos negativos que
provocaba la ascensión del nazismo en Alemania. «Recuerdo que hablaba con
acento», dice Knox. «Siempre creí que era acento francés. Nos habían dicho
claramente que había nacido en Francia.»
Cuando los Knox tuvieron el primer hijo, después de que Hank hubiera
dejado la Facultad, le llevaron a la casa de los Bukowski de visita. Katherine se
entusiasmó con la idea de que tal vez Hank siguiera el ejemplo de aquella pareja
joven, encontrara una mujer y se casara. Tales pensamientos, sin embargo,
estaban muy lejos de la mente de su hijo, que seguía considerándose un tipo lleno
de cicatrices e intocable de por vida.
Knox señala que Los Angeles City College tenía la fama de «pequeña
universidad roja» por la gran cantidad de simpatizantes de izquierdas que había
entre sus miembros. «Había conferenciantes que venían al campus a hablar sobre
la adhesión al comunismo. Los de la prensa llegaban allí con sus cámaras incluso
antes de que nos hubiéramos enterado de que había una conferencia. Para una
clase escribí un artículo sobre la gente que estaba preocupada con los alemanes y
cómo, andando el tiempo, el comunismo sería una amenaza mayor. El catedrático
me puso un muy deficiente.» Hank, que, como Knox, desaprobaba las actitudes
izquierdistas de los miembros de su Facultad, se convirtió en una persona
molesta. No creía en ninguna esclavitud ideológica, ya fuera de derechas o de
izquierdas.
Hank no se esforzaba mucho con sus estudios. Con ir pasando se daba por
satisfecho, pues la vida académica no era de su agrado. De hecho, despreciaba a
la mayoría de sus profesores, sobre todo por sus métodos. Hank los encontraba
autosuficientes, engreídos y aburridos. En alguna ocasión, simplemente para
provocar, decía que simpatizaba con los nazis. Parece ser que se corrió la voz y
uno de los administradores de la Facultad se le acercó una vez para hablarle de
su simpatía por los nazis. Hank estaba tan asqueado que no se molestó en
aclararle las cosas a aquel tipo.
Hank, Baume y Knox pasaban horas en los bares, tomando café y
discutiendo de todo menos de temas políticos. Sobre todo hablaban de la Facultad
y de literatura. Hank les contaba que su aspiración era dedicarse sólo a escribir y
que quería irse a algún sitio lejos de Los Ángeles y encontrar trabajo escribiendo
para algún periódico. Rara vez hablaba de chicas y demostraba muy poco interés
en ellas, incluso en la Facultad.
Igual que el día de su graduación en Los Angeles High School, Hank
sospechaba que lo que le esperaba en el futuro era un barrio bajo. Tenía la
sensación de que la única forma de salvarse de una vida de esfuerzos y fracasos
estaba en el hecho de escribir. Era la única parcela de la actividad humana en la
que sabía trabajar de un modo instintivo. Sabía que tenía que pulir algunos de sus
relatos, que muchos eran mediocres y poco elaborados, pero seguía trabajando,
seguro de su talento.
Hank intentó encontrar otro trabajo, pero no lo consiguió. Su padre
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consideró que era un holgazán y que aceptaba el fracaso: «Si quieres, puedes
encontrar trabajo, lo que pasa es que no te esfuerzas lo suficiente», le dijo. «Yo
trabajo y los demás trabajan. Todo el jodido mundo está trabajando y tú no puedes
encontrar un maldito empleo. No creas que voy a seguir manteniéndote toda la
vida.» Hank estaba seguro de que no trabajaría nunca más en unos grandes
almacenes, no lo haría después del tedio de Sears Roebuck, que sí buscaba en
otros sitios y bebía mucho. Al menos, cuando bebía, durante un rato podía borrar
completamente de la cabeza a su padre y olvidarse de su incapacidad para
encontrar empleo. En cuanto a Henry Bukowski, mientras su hijo siguiera yendo a
la Facultad y pensando en ser periodista algún día, no le echaría de casa.
Una tarde volvía Hank a casa desde la Facultad cuando, de repente, su
madre apareció ante él.
—Henry, no puedes ir a casa. Tu padre está furioso. Te va a matar.
A Hank le cogió absolutamente por sorpresa y contestó:
—¿Y cómo lo va a hacer? Puedo romperle el culo.
Katherine Bukowski le explicó que el viejo había descubierto los relatos de
Hank.
—Los ha leído, Henry. Los ha leído todos.
Le explicó que los había encontrado por casualidad en un cajón y se había
sentado a leerlos. «Me ha dicho que te iba a matar», volvió a decir Katherine, y le
contó a su hijo cómo el padre había tirado al jardín todos sus relatos y su ropa y la
máquina de escribir. Cuando Hank oyó aquello, se puso furioso y a duras penas se
contuvo para no ir a enfrentarse con su padre. Su madre intentaba detenerle,
cogiéndole por la parte de atrás de la camisa mientras él seguía su marcha.
Cuando llegaron a la casa de la Avenida Longwood, a pocas manzanas de
allí, Hank vio las hojas de sus relatos esparcidas por todas partes en la misma
hierba que tanto le había hecho sufrir de niño. Se detuvo en medio de la ropa
sucia, las hojas de papel y los cachivaches de su vida, gritando a su padre que
saliera de la casa, que le iba a dar una paliza. Esperó. Como su padre no salía,
empezó a recoger sus manuscritos y después cogió la máquina de escribir. Se
encaminó al tranvía W, pagó, tomó luego otro tranvía y se dirigió al centro, a la
calle Temple, donde encontró pensiones baratas en un distrito lleno de inmigrantes
filipinos. El alquiler de un cuarto destartalado en un segundo piso costaba un dólar
y medio a la semana. Apenas sabía que su recién hallada guarida escondía
cientos de cuartuchos igualmente sucios y mezquinos. Sin embargo, lejos de
deprimirse, Hank se sintió bien en su nuevo entorno, especialmente cuando
descubrió un bar, nada más bajar las escaleras, frecuentado por filipinos cuyo
aspecto sospechoso, como de gángsters, le resultaba atractivo.
Como no se le ocurría qué otra cosa hacer, Hank continuó yendo al City
College y eligió los cursos que le interesaron para estudiar una especialidad en
otra institución. Para el semestre final, que acabó a principios de 1941, eligió
cuatro asignaturas de arte y una de educación física. Poco a poco se dio cuenta
de que la mejor asignatura, por lo menos para él, era la que tenía ante sí, en la
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calle. La forma rutinaria con que daban las clases los profesores de arte y el
enfoque mecánico de las clases de periodismo no le aportaban nada. Al mismo
tiempo, tenía miedo a sentirse totalmente abandonado a su propia suerte si dejaba
el nido salvador de la Facultad.
Hank se familiarizó con el centro comercial de Los Ángeles. Durante la
década de los sesenta solía hablar sobre sus aventuras en aquella zona, sus
entradas y salidas de los bares, sus merodeos por Bunker Hill y Angel's Flight (un
funicular que sube y baja la colina) y Pershing Square, un lugar de reunión de
predicadores ambulantes, oradores izquierdistas y charlatanes callejeros
pintorescos. Se convirtió en un asiduo de muchos de los bares y alguna vez
deambuló por los barrios bajos, donde creía que estaba su futuro. Más adelante
hablaría muchas veces de los hombres de los suburbios y de cómo había ido a
aquellos barrios preguntándose qué clase de gente vivía en ellos. Muchas veces
pensaba que encontraría algún talento oculto, pero, según cuenta, sólo halló
fracasos. «Ya sabes, yo tenía esa sensación de que quizás hubiera allí algún toque
de brillantez, pero es que era joven y tal vez un poco romántico. Aunque la gente
de los suburbios parecía sólo un poco más derrotada que los que llevaban una vida
normal y corriente. Así que, más que nunca, me sentí como un marginado.»
El centro de Los Ángeles era en aquella época un mundo principalmente
anglosajón. Grandes almacenes gigantescos como Bullock's y May Company
estaban repletos de mercancía, vendedores sonrientes y directores altivos. Las
pequeñas tiendas de la zona —las había a centenares— tenían una tradición
refinada propia en la excelencia de ir de compras. Entre ellas y detrás de ellas
había callejones en los que personajes duros y siniestros se machacaban unos a
otros. Estaba la terminal del Pacific Electric, eje de un imperio de tranvías
eléctricos. Cerca de la calle Olvera, una manzana entera de casas de adobe que
se conservan milagrosamente desde la época de los hidalgos mexicanos, se
levantaba la estación Union, construida en un estilo que evocaba el de las
misiones españolas. Era el símbolo del Imperio Norteamericano que se extendía
del Atlántico al Pacífico, cruzando las montañas Rocosas y las Sierras y abarcando
Great Basin y Great Plains. En la estación había mozos vestidos de uniforme,
perfectamente planchados, y revisores orgullosos de sus brillantes placas de
bronce. Fuera, en las vías, se erguían los poderosos trenes de las compañías
ferroviarias famosas: la Union Pacific, la Santa Fe y la Southern Pacific. El vapor
salía silbando de sus entrañas, y formaba ondas alrededor de los equipajes que se
apilaban en unos grandes carros verdes, a la espera de que los subieran al tren, y
los viajeros que se iban y los que llegaban pasaban corriendo. También estaba el
asombroso edificio Bradbury con las oficinas dispuestas alrededor de un patio
central como una caverna, con ascensores de hierro forjado, abiertos por todas
partes, que subían y bajaban. El Herald Examiner Times, propiedad de los Hearst,
estaba en un edificio colonial, mientras que Los Angeles Times estaba en uno
contemporáneo, frente al Ayuntamiento. Había un barrio chino floreciente, un
próspero «pequeño Tokio» y muchas instituciones bancarias en palacios céntricos
de su propiedad, como el del Security Trust and Savings Bank of Los Angeles y el
del Coast Federal Savings. Años más tarde, la atmósfera del viejo Los Ángeles se
convertiría en una parte vital de la obra de Bukowski. En sus relatos cortos se
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escasas pertenencias.
Al margen de la sociedad, con la única compañía de conocidos de bar y
rostros furtivos encontrados por los pasillos, Hank se convirtió en una figura
solitaria. Vivía sólo para sus relatos y la siguiente copa, y sólo a través de sus
relatos podemos buscar testimonios de ese periodo. Se sentía identificado con los
grandes novelistas que vivían solos, proyectando largas sombras que martilleaban
sus visiones sobre un vasto territorio.
Pero la dificultad de sobrevivir día a día se hizo tan real que no importaba lo
mucho que escribiera o lo eufórico que le hicieran sentirse sus relatos. Tenía los
bolsillos vacíos. Cuando ganaba algún dinero, con un trabajo ocasional, se lo
gastaba en alcohol y comida barata. A veces ni siquiera tenía los cinco centavos
necesarios para el billete del Angel's Flight. Protegido en el escondite de su cuarto,
escribía relatos cortos, analizaba su desesperación y la describía. Cuando
empeñaba la máquina de escribir, trabajaba en cuadernos. Sin embargo, lejos de
sentirse desamparado, celebraba su libertad y su capacidad para poner las
palabras sobre el papel.
Intentaba convencerse de que ver una pareja joven de paseo por la calle no
significaba nada para él, pero le afectaba. El sexo opuesto seguía siendo un
misterio. No podía aceptar la idea de que una mujer pudiese quererle. Observaba
a los hombres de rostro inexpresivo que paseaban del brazo de hermosas
mujeres. Se daba cuenta de la diferencia entre el aplomo sexual de aquellos
hombres y su propia hipersensibilidad y vulnerabilidad. Y entonces se volcaba más
en la máquina de escribir y en la gloria efímera de la intoxicación. «Probablemente
podía haber acabado odiándome a mí mismo», dice, «pero tuve suerte. A mí no me
pasaba nada malo. Era la gente la que fallaba, la que no tenía humanidad.»
En una de sus incursiones por el centro, pasó por un salón recreativo y vio
a Robert Baume, igual de ansioso que siempre por ayudar a salvar su país y
soñando con su futuro éxito literario. Se rieron recordando la pelea que habían
tenido y fueron a un par de bares. En el último en que entraron, se oía la música
que salía de una pequeña radio. En un momento en el que estaban bebiendo y
hablando sobre sus sueños y ambiciones, la música paró de repente. Un locutor
informó que los japoneses acababan de atacar Pearl Harbor.
Hank miró a Baume a los ojos. El marine se puso pálido y dijo en tono
grave: «Bueno, ya está.»
Hank asintió con la cabeza. Baume sugirió que se alistara inmediatamente.
—Ahora las cosas han cambiado —dijo—. Ahora eres necesario.
—No. No me subiré al autobús con esos malditos idiotas.
Fueron andando hasta la estación de autobuses Greyhound, donde Baume
compró el billete para ir a su base y volvió a pedirle a Hank que fuera con él.
Como Hank no respondía, Baume le preguntó si tenía algún consejo que darle.
Hank le dijo que no se le ocurría nada que decirle. «No fue por maldad.
Simplemente no sabía qué decir. Se iba a la guerra y yo sabía que tal vez no
volviera, pero no quería decirlo.» Dos años más tarde Hank se enteró de que
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retrovisor. Él se reía por dentro, sin poder dar crédito a aquel juicio unánime de que
era una equivocación no haber acompañado a la joven. El viaje empezó a
resultarle tan incómodo que se bajó en Dallas, se afeitó por primera vez en su vida
y se duchó, todo ello pensando, aunque con cierto recelo, en volver a la estación
de Fort Worth desde la cual se pondría a buscar a Dulcey.
Cuando llegó a Fort Worth, alquiló una habitación en un hotel que resultó
ser un burdel. Mientras iba por los pasillos le hacían proposiciones. «¿Qué tal una
chica simpática?», le preguntó una mujer de la limpieza mientras fregaba con
energía el suelo. «¡Dios mío! Hasta la mujer de la limpieza...», se dijo Hank para
sus adentros, pero a ella sólo le contestó que tenía un cansancio del carajo porque
acababa de llegar de un viaje muy largo.
—Ya, pues entonces lo que necesitas es un buen culo —le dijo ella—. Son
sólo cinco dólares —añadió.
Cuando Hank preguntó de qué chica se trataba, la mujer de la limpieza se
puso de pie y dijo:
—La chica soy yo.
Como él seguía resistiéndose le dijo que se lo dejaría en dos dólares.
—No, lo siento —contestó él, y se marchó a su habitación.
Hank se instaló en el cuarto y pasó allí la noche. A la mañana siguiente
empezó la búsqueda de Dulcey. Ella le había dicho que su madre tenía una tienda
de fotos, así que cogió la guía y apuntó todas las direcciones. Provisto de la lista,
fue recorriendo la ciudad, empezando por el centro y visitando cada una de las
direcciones que había anotado. En una de ellas una mujer mayor le dijo: «Yo soy
Dulcey Ditmore.» Quería cerrar la tienda y llevarse a Hank al hotel más próximo. Él
se marchó a toda prisa y siguió buscando. En otra tienda expuso su problema a la
dependienta y ésta le explicó que conocía a un periodista del periódico local que
se dedicaba a las crónicas especiales. «Es ese tipo de persona que se presta a
echar una mano», le dijo. Llamó al redactor y concertó una cita. Cuando Hank le
contó por qué había ido a Fort Worth, el tipo encontró la historia interesante y le
prometió ponerse a trabajar inmediatamente. Escribió una columna —adornándola
para que pareciera una historia de interés humano— en la que decía que un
escritor famoso de Los Ángeles, que viajaba por todo el mundo, llamado Henry C.
Bukowski, había conocido en un avión a una joven de Forth Worth llamada Dulcey
Ditmore. Cuando el avión aterrizó, sin saber cómo se perdieron y ahora él había
llegado para recuperar aquel amor nacido en el aire. El señor Bukowski se
quedaría en la ciudad hasta que volvieran a encontrarse.
Un día después Dulcey apareció. Sin saber a qué atenerse, Hank fue a
visitar a la joven a casa de su madre. La señora Ditmore salió a la puerta a
recibirle y le invitó a pasar. Dulcey estaba de pie en el salón esperando y él entró.
Ella fue rápidamente a su encuentro. «He estado pensando mucho en ti», le dijo, y
le llevó a su cuarto. Cuando se quedaron solos, Dulcey le preguntó por qué no
estaba en la guerra luchando contra Hitler.
—Prefiero que lo hagan otros —contestó, y añadió que, en realidad, no le
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relatos seguían siendo fantasías, aunque siempre hacían alguna referencia a sus
propias experiencias. Algunos de los directores de revistas a los que envió sus
relatos le dijeron que su prosa era poética.
Poco después de haberse instalado escribió a Dulcey Ditmore. No recuerda
bien qué le empujó a hacerlo; probablemente fue la soledad en aquella ciudad
sureña desconocida. A pesar de la desilusión que se llevó al enterarse de que
Dulcey estaba comprometida, por lo menos ella le había demostrado cierto interés.
Se estuvieron escribiendo hasta que Dulcey envió a Hank algunas poesías
escritas por ella. A Hank no le interesaron en absoluto y la correspondencia cesó.
Ya cuando se dirigía en el autobús hacia Fort Worth pensando en volver a
encontrar a Dulcey, una parte de su ser se rebelaba contra ello. Estaba seguro de
que ninguna mujer le querría a causa de sus cicatrices. Aborrecía la idea de
conocer a alguien, casarse y tener hijos. También se preguntaba cómo una mujer
joven como Dulcey, guapa y sin problemas físicos —al menos ninguno visible—,
podía tener interés en un tipo como él, un hombre con la cara destrozada. No
tenía sentido y, aparte de todo aquello, estaba convencido de que necesitaba estar
solo para escribir.
Hank encontró trabajo en una agencia distribuidora de revistas, como
encargado de controlar que los pedidos y los recibos coincidiesen. Firmaba el
recibo, empaquetaba el pedido para enviarlo fuera o para repartirlo en la propia
ciudad: una tarea mecánica y aburrida. Todos los días se preguntaba si aquello
sería el ejemplo de lo que había de ser el resto de su vida. No le costó más que
unas pocas horas distanciarse del resto de los empleados. Sus compañeros
estaban preocupados constantemente por el trabajo, si les iban a renovar el
contrato, si habría alguna posibilidad de ascenso. Dos mujeres comenzaron a
discutir por algún asunto laboral.
—Estos malditos libros no valen una mierda, así que ¿por qué discutís?
-dijo Hank.
—Ya sabemos que te crees demasiado bueno para hacer este trabajo —le
contestó una de las mujeres.
El empleo le duró menos de una semana. Se acabó el día en que fue a ver
al jefe y le pidió un aumento. Aunque sólo llevaba unos días en la empresa, le
parecía lógico pedirlo. No quería ser el chico de los recados de nadie y sabía que
por el trabajo que hacía se merecía más dinero. Cuando aquel tipo le dijo que no,
se largó. Después vio un anuncio en el que solicitaban un tipógrafo para el
departamento de composición de un pequeño periódico al borde de la bancarrota;
también allí duró sólo unos días.
La vida en la carretera no parecía tan llena de aventuras como Hank se la
había imaginado cuando estaba en casa de sus padres. No podía dejar de pensar
en Los Ángeles, el terreno conocido. La monotonía de la vida cotidiana, los trabajos
temporales, todo era sencillamente demasiado para él. Pero no había sido un
fracaso completo: el tiempo que había pasado fuera le había dado, por lo menos,
un sentimiento nuevo de fortaleza a la hora de volver a casa, una convicción de
que vivir en Los Ángeles era lo que había elegido. Así que dejó Nueva Orleans y se
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unió a una cuadrilla de obreros de las vías ferroviarias cuyo destino era la ciudad
de Sacramento.
En el tren, Hank tuvo problemas con los otros chicos. Se sentó lejos, en la
parte de atrás del vagón sin mezclarse con ellos. Cuando alguno miraba hacia él,
le devolvía una mirada torva. Le habían etiquetado como diferente y no quería
decepcionarles. Uno de ellos se acercó al asiento de Hank, se puso a hurgar por
debajo y le echó polvo a la cara. Hank le amenazó arrastrando las palabras al
mejor estilo Bogart. El alborotador se retiró al extremo opuesto del vagón y les dijo
a sus amigos que le ayudaran si aquel loco del fondo le atacaba.
El tren se detuvo en El Paso, Texas. En vez de ir con los demás al hotel
asignado para pasar la noche, Hank decidió dormir al raso. Se fue al parque de la
ciudad y se sentó en un banco verde, cerca de un grupo de hombres. Estaban
todos abandonados a su propia suerte, igual que él, y se hallaban intentando
reunir las monedas suficientes para ir a comprar un poco de vino. Hank colaboró
con algunas monedas y decidió entrar en una pequeña biblioteca de ladrillo rojo
que había allí cerca. El lugar le recordó las horas que había pasado en la
biblioteca pública de Los Ángeles y en la otra, más pequeña, cerca de su casa.
Entró y se esfumó su tristeza, como si le hubieran quitado un peso de
encima. Mientras revolvía los estantes buscando un título que le interesara, se
olvidó de su pobreza, de su malhumorado padre, que seguramente le dirigiría
severas miradas de reproche. Allí estaba: Memorias del subsuelo, de Fiódor
Dostoievski. «Yo había leído a algunos rusos, a Turguéniev y a Tolstói, pero a
aquel tipo no lo conocía. Ni siquiera sabía pronunciar bien su nombre.» Se sentó a
leer. Las palabras le atravesaban como rayos. Se dijo a sí mismo: «Este tipo lo ha
conseguido, este tipo lo ha conseguido.»
El irascible personaje retratado en esta novela corta, dos años anterior a
Crimen y castigo, es un documento sobre el sufrimiento personal y el desafío a la
«respetabilidad». El protagonista anónimo de Memorias del subsuelo no se
pronuncia a favor de ninguna posición cuando examina los conceptos del bien y el
mal. Rechaza la idea de que la supuesta nobleza del hombre y la búsqueda del
bienestar sean temas supremos. Por el contrario, concluye que el hombre debe
buscar una autenticidad última, sin importarle que sea inaceptable o contraria a las
normas sociales y los códigos de conducta. El protagonista no sólo se burla de los
códigos según los que vive el hombre, sino también de la idea del hombre
corriente y sus aspiraciones «comunes». Bukowski se sintió identificado con la
desconfianza de Dostoievski frente al hombre corriente y con la obsesión de estas
Memorias por el sufrimiento.
Después de leer el libro de un tirón y de identificarse tan estrechamente con
aquel personaje alienado, Hank regresó al parque. Cuando se estaba sentando en
un banco se desató de pronto una tormenta de arena que muy poco después le
cubría. Con la arena como manta se quedó dormido.
Por la mañana un dolor agudo en los pies y las piernas le despertó. Un
policía se erguía amenazante ante él golpeándole con una porra en los pies. La
sensación era horrible y el dolor muy intenso. Recordó al protagonista de
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Pocas horas más tarde su madre le despertó para decirle que su padre
había vuelto a casa. Hank fue al comedor y se sentó a cenar. Sin darle la
bienvenida a casa ni preguntarle qué había visto o qué había aprendido en el
viaje, Henry le explicó a su hijo que pensaba cobrarle la habitación, la comida y el
lavado de la ropa. Hank levantó la mirada y vio que su padre había envejecido
mucho durante el tiempo relativamente corto que él había estado fuera. No había
señal alguna de amor en el rostro del viejo, ni en su voz.
Hank se quedó en casa unos cuantos días, durmiendo la mayor parte del
tiempo, pero la presión para encontrar trabajo aumentaba. Hasta su madre había
vuelto a trabajar limpiando casas. Hank leía los anuncios de trabajo con la
esperanza de encontrar algo.
Una noche entró en un bar y estuvo bebiendo hasta que se quedó dormido.
Cuando se despertó miró el reloj y vio que eran las tres y cuarto. Se quedó
bebiendo hasta que cerraron, a las cinco de la mañana. Después de que le
echaron emprendió, tambaleándose, el camino a casa. Un coche patrulla empezó a
seguirle y un oficial de policía de aspecto fuerte sacó la cabeza por la ventanilla y
le ordenó que se detuviera. Le hicieron algunas preguntas y, viendo que no había
quebrantado ninguna ley, le llevaron a casa. Sus padres le recibieron en pijama y
bata. Henry empezó a insultarle violentamente, diciéndole que era un vagabundo
borracho e inútil. Tenía el pelo todo tieso en mechones desordenados, las cejas
arqueadas, la cara hinchada y roja por la mezcla de sueño y furia. Para Hank, su
padre tenía un aspecto ridículo.
—Te comportas como si hubiera matado a alguien. Lo único que he hecho
ha sido tomarme unas copas.
—Nos vas a matar a todos —respondió su padre—. Después de todo lo que
hemos hecho por ti, así nos pagas.
—Sí, Henry —dijo su madre—. Hazle caso a tu padre. Sabe más que tú.
Tiempo después Hank encontró trabajo en un taller de repuestos para
coches, en el que se quedó hasta que decidió trasladarse a San Francisco. Cogió
el autobús que iba al norte y encontró habitación en una pensión de una señora
italiana ya mayor. Consiguió un empleo en la Cruz Roja de ayudante en los
puestos itinerantes para donaciones de sangre que se instalaban en diferentes
iglesias de los alrededores de la ciudad. Llevaba las camas plegables a las
iglesias, las ponía una al lado de otra e instalaba los frascos; eso era cinco días a
la semana, lo cual no le dejaba mucho tiempo para escribir. Se organizó, sin
embargo, para lograr una rutina que le permitiera escribir un rato todas las noches.
Cuando volvía de su trabajo en la Cruz Roja, todas las tardes le esperaba un cubo
de hielo lleno de botellas de cerveza, cortesía de su patrona, que le profesaba un
afecto maternal. Esto y la gramola que ella le proporcionó hicieron que su época
en San Francisco fuera mucho más placentera de lo que lo había sido su viaje a
Nueva Orleans. «Solía ir a esas tiendas de discos en las que compras tres y luego
devuelves dos o algo así. Conseguí escuchar muchísimo de los grandes
compositores.»
Cuando se hartó de aquel trabajo duro y aburrido y lo dejó, la patrona se
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mucho más fácil allí dentro de lo que había sido fuera, en la calle. Los agentes
comentaron que Hank no tenía el aspecto de un hombre que lo pasa mal.
—A ti te gusta estar aquí, ¿no? —le preguntó uno de ellos.
—No me importa.
Había tantas chinches en la celda que hubo que fumigarla. Después de
quejarse lo suficiente Jones y él, les cambiaron de celda para que los fumigadores
pudiesen llevar a cabo su tarea. «Fui a dar con un loco», dice Hank. Lo único que
hacía aquel hombre desde la mañana hasta la noche era repetir las mismas
palabras: «Tara bubba come, tara bubba caga.» Cuando Hank regresó del patio
para hacer ejercicio, el primer día en que tenía nuevo compañero de celda, se
encontró con que el viejo le había roto las sábanas en tiras para hacerse una
cuerda en la que colgar sus calcetines y sus calzoncillos. Hank, entre gruñidos, le
contó que estaba allí dentro por asesinato. El tipo le respondió: «Tara bubba come,
tara bubba caga.»
Por fin le soltaron. Se comprobó que no había engañado
intencionadamente a la Junta de Reclutamiento. Cuando le dijeron que tenía que
presentarse en el centro local de alistamiento, Hank se abandonó a su suerte.
Quizás, después de todo, tendría que hacer el servicio en el ejército y luchar en
una guerra que no le importaba en absoluto.
Cuando llegó el día del reconocimiento médico, se dirigió a un edificio
abarrotado de gente en el centro de Filadelfia. Los hombres que había allí eran en
su mayoría jóvenes y tenían aire de desesperación. Hank, por su parte, estaba
delgado, desaliñado y débil por las tremendas borracheras que cogía. Otros
estaban asustados, desconcertados. Pasó el examen físico y le aprobaron.
Después le mandaron a ver al psiquiatra, un hombre de mediana edad con un
rostro agradable. Las autoridades habían confiscado varios manuscritos de Hank
cuando le detuvieron y se los entregaron al psiquiatra, quien probablemente juzgó
que Hank era un hombre inestable al leer frases como «Mi madre tiene el corazón
muerto».
El médico hojeó brevemente algunos papeles, luego miró a Hank y le
preguntó:
—¿Crees en la guerra?
—No —contestó Hank.
—¿Deseas ir a luchar? —fue la siguiente pregunta del psiquiatra.
A esto Hank contestó que iría si le llamasen para hacerlo. Por increíble que
pueda parecer, el psiquiatra le dijo: «Veo que eres un hombre muy inteligente. El
próximo miércoles doy una fiesta en mi casa. Irán médicos, abogados, científicos,
artistas y escritores. ¿Quieres venir?» Hank contestó: «No.» En vez de ofenderse,
el médico le dijo:
—Muy bien, pues no tienes que ir.
—¿Adonde? —dijo Hank.
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ninguno de los cuales le había hecho ademán de que se sentase. Pasaron algunos
minutos más. Finalmente preguntó si les parecía bien que se retirase. «Sí, muy
bien», dijo su jefe.
Mientras volvía andando a casa, después de aquel episodio con su jefe, iba
imaginando que algún día él estaría sentado tras una mesa de despacho, fumando
puros caros: Señor del reino, con poder para contratar y despedir sin problemas. Y
si no podía ser el amo de las fábricas, había bancos y gasolineras que robar.
Siguió andando. Las ramas desnudas de los árboles alcanzaban la oscuridad
creciente de la noche temprana. Qué mal rato había pasado en aquella oficina.
Hank repasó su ropa raída y su inhóspito entorno. Le ardía el rostro por la
humillación sufrida en la oficina del jefe. Cuando estaba mirando a su alrededor en
su cuarto vio un sobre abultado de papel marrón sobre la alfombra. Fue hasta el
alféizar de la ventana, cogió la botella de vino que el aire había enfriado y se sirvió
un vaso antes de coger el sobre y abrirlo. Dentro encontró otra obra corta de
ficción que Story rechazaba. Sin embargo, también había una nota informándole
que «Consecuencias de una extensa nota de rechazo» aparecería en el número de
marzo-abril de 1944. Este notición que le enviaba Whit Burnett le pareció casi
increíble. Hank se sirvió otra copa, volvió a leer la nota y empezó a soñar que ya
se encontraba en el camino del éxito literario. Miró por la ventana. Una ráfaga de
aire refrescaba el mundo, las imágenes de Hemingway y Saroyan cruzaron por su
mente. Burnett tiene que ser realmente un gran tipo, un tipo de gusto impecable.
Saboreó cada una de las palabras de la carta de Burnett:
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Ah, cómo conocía aquella firma: la «H» larga que se enredaba con el
final de la «W» y el comienzo de la «B» que caía hasta casi la mitad de la
página.
Volví a guardar la nota en el bolsillo y seguí andando calle abajo. Me
sentía muy bien. Llevaba sólo dos años escribiendo. Dos cortos años. A
Hemingway le costó diez años, y a Sherwood Anderson no lo publicaron
hasta los cuarenta.
Sin embargo, supongo que tendré que abandonar el alcohol y las
mujeres de mala vida. De todos modos, el whisky se estaba poniendo
difícil de conseguir y el vino me estaba destrozando el estómago. Aunque,
ay, Millie, Millie, esto será más duro, mucho más duro.
Pero, Millie, Millie, tenemos que pensar en el Arte. Dostoievski, Gorki,
para Rusia, y ahora los Estados Unidos quieren un europeo del Este.
Estados Unidos está cansado de los Brown y los Smith. Los Brown y los
Smith son buenos escritores pero hay demasiados y todos escriben de
modo parecido. Estados Unidos quiere la borrosa oscuridad, las
meditaciones poco prácticas y los deseos reprimidos de un europeo del
Este.
Hank recuerda que muchos de los relatos de esa época eran «meditaciones
poco prácticas» pero contenían muchísimo humor. Aprendió de James Thurber y
John Fante lo poderoso que podía resultar el humor a la hora de revelar la
condición humana. De Fante aprendió sobre todo a apreciar el valor que tiene
escribir sobre la vida inmediata. El utilizar su propio nombre e incluir el de Whit
Burnett en una obra literaria anuncia ya el tipo de literatura autobiográfica que más
tarde sería su obra.
El relato continúa con la descripción de sus relaciones con Millie, nombre
de ficción de una mujer que conocía en aquella época. Más adelante aparece un
hombre en su puerta, a quien él confunde con Whit Burnett. Se esfuerza
desmedidamente en agradarle, incluso le deja un rato a solas con Millie. Mientras
Millie se pone a coquetear con el supuesto señor Burnett, Bukowski se disculpa y
se va a la cocina:
Ya era suficientemente difícil compartir el amor de Millie con el vendedor de
queso y el soldador. Millie, con aquel cuerpazo. Mierda, mierda.
Acerca una silla a la mesa de la cocina y empieza a leer la nota de rechazo.
Esto le trae a la memoria un incidente de su época en el City College de Los
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Para cuando su relato apareció en Story, Hank se había ido a Nueva York
en autobús, con la esperanza de que pronto habría de comenzar un nuevo y
glorioso capítulo en su vida. ¡Un relato! Aquello lo cambiaba todo. El éxito estaba
ante él, pensaba mientras recorría las calles de la ciudad: todas las penalidades
de la vida y del trabajo duro no habían sido en vano. Cuando paseaba por
Greenwich Village vio su nombre en la portada de Story. Compró la revista y se
imaginó que la gente repararía en él. Charles Bukowski, escritor. Al ver allí su
nombre se alegró de haber dejado el «Henry» de lado, ya que no le parecía muy
literario.
Los veinticinco dólares que recibió significaron mucho para él, no sólo
porque era el primer dinero que ganaba escribiendo, sino también porque por
aquel entonces tenía poquísimo. (Justo unos días antes había bajado de su cuarto
a la calle y se había comprado una bolsa de palomitas de cinco centavos, su
primera comida en dos o tres días. Aunque estaban demasiado saladas y
grasientas, cada palomita que devoraba le sabía a filete.)
El entusiasmo de Hank con su primera publicación no duró mucho. Solo en
su cuarto, harto ya de Nueva York, le asaltó el pensamiento de que Burnett había
publicado su relato únicamente porque era una rareza. Burnett le había colocado
en las páginas del final, no en la sección principal de la revista. Nada disuadió a
Hank de su punto de vista autodestructivo sobre el proceso que le había llevado a
aparecer en Story. Llegar a ser un escritor conocido y publicar regularmente en
Atlantic Monthly o en Harper's dejó de parecerle importante. Escribía de vez en
cuando pero el empuje inicial había desaparecido. Además, decidió que necesitaba
mayor experiencia de la vida. Escribir seguía siendo fundamental para él, pero
quería saber más del mundo. No volvió a escribir a Burnett y rara vez envió algún
manuscrito durante los siguientes diez años. En el fondo de su alma sabía, sin
embargo, que volvería a escribir.
Justo antes de que acabara la guerra, Hank se instaló en Filadelfia por
segunda vez. Se quedó allí hasta mediados de 1946. Encontró un refugio en el
que el encargado de la barra le abría a las cinco y media de la madrugada y le
servía copas por cuenta de la casa hasta que empezaban a llegar los clientes a
eso de las siete de la mañana. Durante el día Hank llevaba sandwiches y
periódicos a los clientes del bar. Cuando no estaba trabajando, bebía whisky en el
bar, normalmente hasta la hora de cierre. Por lo general deambulaba en un estado
de semiconsciencia, y ni siquiera sabía cómo se las arreglaba para sobrevivir.
Pensaba en el suicidio muy a menudo y continuamente andaba enredado en
peleas. Tommy McGilhgan, un camarero con el que Hank solía pelearse con
regularidad, era un tipo bastante grande, que se creía irresistible con las mujeres.
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McGilhgan ganaba la mayoría de las peleas, sobre todo porque a Hank le fallaban
las fuerzas ya que no comía durante largos periodos y sus borracheras duraban
días y días. Sin embargo, en medio de la locura de su vida y de la sordidez de su
entorno, aún encontraba algún momento en el que sentarse a solas en su cuarto y
escribir. Su segundo trabajo publicado, «Veinte Tanques de Kasseldown», apareció
en Portfolio: An International Review, de Caresse Crosby. Ella le había escrito
preguntándole «¿Quién es usted?» y Hank le contestó:
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-¡Furcia de mierda! ¡Y yo que quería que fueras una mujer! ¡No eres más
que una puta!
Jane se quedó allí sentada sin hablar, gimiendo. Alguien había apagado la
música. Durante un momento el silencio se cernió sobre el local, hasta que Hank
se volvió hacia la clientela alineada en la barra y dijo:
—Muy bien, si hay alguien aquí al que no le guste lo que ha visto...
Nadie dijo nada. Nadie hizo nada. En cuanto pisó la calle, Hank oyó un
estallido de voces dentro.
Otra vez estaban sentados en un bar que tenía un gran ventanal. Jane no
dejaba de mirar, como fascinada, aquel enorme cristal mientras bebían whisky. Se
volvió hacia Hank y dijo:
—Apuesto a que no tienes cojones para romper ese ventanal.
—Sí los tengo —dijo él—, pero no tendría ningún sentido.
Creyendo que con aquello se acababa el asunto, llamó al camarero, Marty,
para pedir otra copa. El camarero hizo un gesto para detener a Jane, que estaba a
punto de lanzar el vaso contra el cristal. Hank la paró a tiempo.
—Escucha, nena, ¿por qué no tomamos otra copa? —dijo.
Pidieron otro whisky. Hank intentó desviar la conversación del tema de la
ventana, pero Jane lo volvía a sacar. Tenía una fijación con aquello. «Bueno, nos
emborrachamos más y más hasta que finalmente yo cogí una botella de cerveza y
destrocé el ventanal. Por alguna razón, se apagaron todas las luces. Ambos
salimos corriendo por la puerta trasera del bar y continuamos corriendo por el
callejón.» Llegaron a un mercadillo de frutas e hicieron como que estaban
comprando. Él cogió un plátano y lo observó con interés. Jane examinaba las
naranjas. Se quedaron allí durante un rato, escuchando las sirenas de los coches
de policía que llegaban al bar. Al cabo de una media hora, se acercaron andando
hasta la puerta del local, se subieron a su coche y se fueron. «Jane me había
incitado a hacerlo. Y supongo que al verla a ella a punto de hacerlo, se me metió
en la cabeza.»
En cuanto a la comunicación entre los padres de Hank y Jane, había muy
poca. Hank recuerda: «Mis padres conocieron a Jane un día de 1954 o 1955, poco
antes de separarnos, lo que significa que debimos de estar juntos unos diez años.
Ella tenía el vientre hinchado de tanto beber, ¿sabes? Creyeron que estaba
embarazada. Así que fuimos todos de picnic y nos trataron muy bien, incluido mi
padre.»
Una noche, a las tres de la madrugada, Hank estaba sobre la alfombra
sucia del cuarto donde vivían, de pie frente a Jane, sentada en una silla
desvencijada apoyada contra la pared. Ambos estaban totalmente pasados por el
vino tinto barato que habían bebido las últimas quince horas. Durante un momento
el silencio flotó sobre sus cabezas. Por la ventana a medio abrir entró una brisa
suave.
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descansar. Hank se había encontrado mal toda la mañana pero no le había dado
importancia. De repente le mandaron a descargar un camión de correspondencia.
Mientras descargaba aquellas pesadas sacas se dio cuenta de que realmente no
debería estar trabajando y de que necesitaba irse a casa y descansar. Fichó y
cogió un autobús que iba a su barrio. Cuando llegó, Jane estaba sentada al lado
de la mesa de la cocina, bebiendo. Él le pidió que bajara a la tienda a comprar
helado, pensando que aquello le haría sentirse mejor. Y Jane lo hizo. Pero cuando
lo probó, empezó a vomitar. La noche no la pasó mal del todo, pero hacia el
amanecer comenzó a vomitar sangre. Se despertó echando sangre por la boca y
el recto. Le pidió a Jane que llamara a un médico y cuando éste examinó a Hank
dijo que si no iba a un hospital moriría. Jane llamó a una ambulancia.
Cuando ésta llegó, los enfermeros dijeron que Hank era demasiado grande
para llevarlo por la escalera, así que bajó andando sintiendo que se iba a
derrumbar de un momento a otro. Al llegar a la acera se tumbó en la camilla y le
subieron a la ambulancia. «íbamos comprimidos allí dentro», recuerda Hank. «Era
como la muerte misma. Me pusieron en la litera de arriba y allí me dejaron. Por la
boca todavía me salía sangre, que goteaba sobre la persona que estaba en la
litera de abajo. Estaba preparado para morirme.» Pero Hank logró llegar a la sala
de beneficencia del hospital del condado. Nunca había ahorrado ningún dinero.
Por el camino pensó: «Muy bien, mamá muerte me ha atrapado. Virgen Santísima.
Así son las cosas.» En el hospital le hicieron un montón de preguntas: lugar y
fecha de nacimiento, nivel económico, estado civil, etc., etc. Después le llevaron
rápidamente a un ascensor y le bajaron a una habitación grande y oscura. Una
pareja de inexpresivos enfermeros le transportó a la habitación y le colocaron en
una cama. Después de tomar una píldora que le dio otro enfermero salido de la
nada, miró a su alrededor y vio que en la habitación había muchos otros hombres.
Hank no se sentía cómodo. La habitación seguía siendo fría y oscura. El hombre
de la cama de al lado estaba boca arriba devanando una historia disparatada
sobre unos pollos. Hank yacía en silencio, escuchando y escupiendo sangre de
vez en cuando.
Después de una incómoda noche, por fin apareció una enfermera. Llevaron
a Hank a hacer radiografías. Se desarrolló una escena de locos porque él estaba
demasiado débil para mantenerse en pie como pretendía el ayudante del
laboratorio. Después de dos intentos de sacarle una placa, el ayudante de
laboratorio le dijo a la enfermera que se llevara a Hank: había malgastado dos
negativos. Le dijo a Hank que la película costaba mucho dinero y que no quería
malgastar más. Con todo aquello el dolor de Hank se intensificó. Parecía que lo
mejor que se podía hacer era rendirse a la situación, pero cuando le transportaron
a otra sala se rebeló contra las enfermeras, que parecían ajenas a su sufrimiento.
Hank seguía escupiendo sangre, la mayoría de las veces en el suelo porque no le
daba tiempo de llegar al cuarto de baño. Finalmente vino una enfermera hasta su
cama y le gritó por darle tanto trabajo. Hank le contestó una frase desagradable,
después de lo cual la enfermera le levantó la cabeza y le asestó dos bofetadas.
«Florence Nightingale, te amo», le dijo él. Una de las enfermeras le dijo que no
podían hacerle ninguna transfusión porque no tenía crédito en el banco de sangre.
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Hank acertó tres ganadores la primera vez que fue al hipódromo. Uno de
ellos pagó cincuenta dólares. Todo le parecía muy fácil. Volvió a casa y, en contra
del consejo de los médicos que le habían dicho que la siguiente copa le mataría,
mezcló vino con leche. Bebió un vaso, después se sirvió otro; esta vez con menos
leche. Más tarde, por la noche, comenzó a beber vino solo. La prueba definitiva fue
a la mañana siguiente, cuando se despertó sin hemorragias. Se levantó
sintiéndose el mismo de antes y decidió ir a las carreras de caballos. La segunda
visita le proporcionó más victorias, de modo que sintió ganas de volver. A medida
que pasaban las semanas fue familiarizándose con los nombres y las historias de
los jockeys más conocidos y en poco tiempo empezó a experimentar sus propios
sistemas de juego. Disfrutaba de la inventiva y del aislamiento absoluto de su
mente al estudiar el programa. El hipódromo mismo, el frenesí de las apuestas y el
estudio que éstas implicaban, junto al acoso de la multitud, le estimulaban a beber.
Parecía que apostar a los caballos y beber iban unidos. Con una cerveza en la
mano se sentía más capaz de hacer los movimientos correctos. Durante una
temporada tuvo una racha de buena suerte, lo que le ayudó a aumentar su
consumo de alcohol. Jane llevaba oporto al hipódromo y allí pedían muchísima
cerveza. En las épocas en que el azar les sonreía, bebían alcohol más fuerte,
normalmente whisky con soda, en el bar del hipódromo. «En cuanto dejé mi trabajo
empezó la buena racha. Tuve suerte.» Cuando se les acabó el primer gran periodo
de fortuna tuvieron que conformarse con el moscatel y el oporto barato.
Un día, al volver de trabajar, Jane acusó a Hank de acostarse con una
mujer que vivía en el apartamento de atrás. Él le explicó que aquella mujer había
ido a verle con la intención de llevárselo a la cama pero que no había pasado nada.
—Joder, si no es más que una gorda palurda —protestó Hank—. Yo te
quiero a ti, nena —le aseguró a Jane.
Era cierto que no le interesaba aquella mujer. La vecina ya había llamado
muchas veces a la puerta con el único propósito de seducir a Hank y se había
levantado el vestido y le había enseñado las piernas, pero él no le había hecho
caso. Jane se negó a creerle a pesar de todos sus esfuerzos por convencerla de
lo contrario.
Además se había presentado la hija de Jane, que estaba embarazada, así
que Jane le dijo a Hank que se marchara para poder dedicar todo el tiempo a
ayudar a su hija.
Hank se largó a la puta calle, según cuenta, y se volcó de lleno en su nuevo
trabajo de poeta. De algún modo, sin pensarlo demasiado, supo que su punto
fuerte radicaba en centrarse en los bares sórdidos, en los callejones llenos de
basura, en las oscuras habitaciones amuebladas y en los compañeros de olla con
los que se había codeado casi toda su vida. Mientras escribía aquellos primeros
poemas, Disneylandia abría sus puertas, igual que Marinelandia en la Península
de Palos Verdes. En Hollywood la Capitol Records Tower, diseñada por Welton
Becket, se convirtió inmediatamente en un monumento al esplendor del lugar.
Enterrado bajo todo esto, Hank apartó todo lo que le había mantenido alejado de
la máquina de escribir y se sentó ante ella en serio. Uno de los primeros poemas
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fue «Pausa».
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mandó algunas fotos y él la encontró atractiva. Carta tras carta, Frye continuó
refiriéndose a lo desesperado de su situación. Una noche en que se encontraba
totalmente borracho, Hank le escribió: «Por el amor de Dios, yo me casaré
contigo.»
Le envió la propuesta de matrimonio a Barbara tomándoselo todo a risa,
mientras las palabras surgían de la locura de una noche desenfrenada. La
receptora de la oferta, sin embargo, se tomó la propuesta en serio. Le envió más
fotografías. Sintiéndose como un mártir, Hank pensó que al menos podría hacerla
feliz y se resignó a su suerte. Pasando revista a lo que había hecho llegó a la
conclusión de que si se podía hacer feliz a otra persona en el mundo, la vida valía
la pena.
Hank y Barbara decidieron que ella cogiera el autobús a Los Ángeles e
irían juntos a Las Vegas para casarse en una rápida ceremonia civil. Cuando el
autobús de Texas llegó a la estación, Hank observó atentamente a los pasajeros
que bajaban uno a uno. Finalmente vio a una rubia atractiva, vivaracha y sexy que
no parecía tener más de veinte años.
—¿Eres Barbara? —le preguntó.
—Sí — dijo ella—. Supongo que tú serás Bukowski.
—Supongo que sí. ¿Vamos?
—Muy bien.
Camino a casa de Hank, ella le dijo que casi se baja del autobús a mitad del
camino y se vuelve a casa.
—Da un poco de miedo —dijo ella.
—Ya lo sé —contestó Hank—. Nos concentraremos en el día a día.
Hank se detuvo a comprar cerveza y whisky y después se dirigió a su casa
y bebieron.
—Oye, vámonos a la cama —le dijo él ya tarde por la noche.
—Hasta que estemos casados, no —contestó ella. —
A la mañana siguiente se fueron en coche a Las Vegas, como habían
planeado. El viaje a través del desierto fue uno de los más rápidos que Hank hizo
en su vida. «Lo único que quería era llegar, firmar aquellos jodidos papeles, decir lo
que hubiera que decir y volverme a casa. Eran ocho horas de ida y ocho de vuelta,
a través de todo aquel desierto. Y valió la pena. Debimos de estar unas quince
horas en la cama.» Barbara resultó lo más opuesto posible a la imagen que Hank
se había hecho de una viejecita editora. La verdad es que demandaba tanto sexo
que casi le vuelve loco. Aunque era cierto que no podía girar la cabeza, aquello
nunca interfirió en su vida sexual.
Cuando empezaron la rutina diaria, Barbara decidió que quería llevar a
Hank a conocer Wheeler, en Texas. Él dejó su trabajo de empaquetador y
partieron hacia el pueblo del que ella procedía. Según Hank, el abuelo de Barbara,
Tobe Frye, era dueño de prácticamente todo el pueblo e incluso le había regalado a
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tanto. Visitó a su madre dos veces más. En la segunda ocasión, le hizo señas de
que se acercara a ella, y con voz entrecortada, le dijo: «Tenías razón, Hank. Tu
padre es un hombre horrible.»
En la tercera visita se encontró con una corona de flores en la puerta. Así
fue como se enteró de que había muerto. El funeral tuvo lugar dos días después.
Su padre representó el papel de marido desconsolado, pero Hank sabía que había
considerado a su esposa más una posesión que una compañera. Se acordó de
cuando, años atrás, su madre había huido de Henry y había alquilado un cuarto
pequeño en una pensión. Había hablado con Hank y le había dicho lo mucho que
disfrutaba de su libertad. Rebelarse era algo tan lejano al carácter de ella que Hank
apenas podía creerse lo que oía. Ella había huido de la tiranía de Henry, que no
había hecho más que incrementarse con el paso de los años. Hank cree que volvió
a casa después de tres meses, sobre todo por necesidades económicas. «Aparte
de eso no sé nada más», dice Hank. «Fue su única y gran rebelión. Pero eso es
todo lo que sé al respecto.»
En 1957 Barbara publicó ocho poemas de Bukowski en Harlequin. En
aquella época él era el co-redactor de la revista. Uno de los poemas, «La muerte
quiere más muerte», comienza:
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seguía con la cantinela de lo inútil que era la gente. Pero el fuego había
desaparecido. Evocaba en su antiguo amante intensos sentimientos de amor
perdido, de compasión y de culpa. Él quería ayudarla, pero cuando ella sugirió que
intentaran otra vez vivir juntos, él no pudo seguirla. Transmitía una sensación de
abrumadora tristeza que a Hank le hacía sentirse incómodo y nostálgico de aquella
vida en común que había desaparecido. Ya tenía que afrontar bastantes
sentimientos negativos él solo. Tener que soportar el peso de las emociones
destrozadas de otra persona era demasiado duro. Como no había otra alternativa,
Hank dejó de verla.
Aquella mujer mayor, de ojos tristes, fue una vez su musa. No le había
inspirado poemas de amor, pero sus versos estaban sin duda cargados de
información de los años que habían estado juntos. Fue el estar con Jane lo que,
en parte, le había metido en la conciencia aquellas aspiraciones de vivir y expresar
la santidad profana de lo común. Las personas podían ser felices estando juntas
sin que las consumiera la codicia ni las esclavizaran los valores de la clase media.
Después de dejar a Jane, Hank volvió a trabajar en Correos, donde
permanecería doce años clasificando correspondencia, hasta 1970. Aquélla era
una realidad hecha de condiciones laborales horribles y salario bajo, pero
necesitaba desesperadamente unos ingresos regulares. Cercano a los cuarenta y
sin haber logrado su sueño de ser un escritor que ganase dinero, vislumbraba los
barrios bajos levantándose amenazadoramente en su futuro. Cuando pensaba en
todos los años que había estado con Jane y en la muerte de sus padres le daban
ataques de depresión que se agravaban con los tremendos dolores de espalda
provocados por su tarea en Correos. Lo que le salvaba era que no tenía que
pensar en nada mientras trabajaba. El carácter rutinario de su empleo le ayudaba a
conservar la energía mental para la poesía y el hipódromo.
En cuanto a los otros aspectos de su vida, tendía a glorificar sus estados
depresivos, y escribía a los editores y poetas con quienes mantenía
correspondencia y les contaba sus depresiones, sus sufrimientos laborales y sus
pérdidas en el hipódromo. En realidad, controlaba bastante bien sus cambios
anímicos. Aquellos que le veían como un poeta de vida desordenada —a través de
sus escritos o de la leyenda que más tarde se formó en torno a él— no sabían que
vestía inmaculadamente (aunque con ropa barata), que se ajustaba a unas
normas de organización estricta y que incluso hasta la bebida la tenía controlada.
Bebía todos los días y a veces se corría unas juergas que duraban tres o cuatro
días, pero que no le apartaban del trabajo, de los caballos ni de la poesía.
La palabra «disciplina» se convirtió en una de sus muletillas. Todos los días
reservaba un rato para la poesía. Por aquel entonces ya sabía que escribir
requería un lugar aislado para aclarar la mente. Una radio con música clásica, un
paquete de seis cervezas, un montón de folios en blanco y la máquina de escribir
eran sus acompañantes incondicionales. Sentado a la máquina de escribir, cantaba
con una voz fortalecida por el sentimiento de haber pasado por un aprendizaje
largo y silencioso, y por un conocimiento profundo de sí mismo, forjado en la lucha
en solitario con sus demonios. Hank avanzaba libre de obstáculos: tras él yacían
enterrados Katherine y Henry y ante él se extendía Los Ángeles, una inmensa red
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Recojo la falda,
recojo el rosario negro
que resplandece,
esto que una vez
acarició su piel,
y llamó mentiroso a Dios,
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importantes.
La fama no obsesionaba a Hank por entonces, a diferencia de lo que le
sucedía en la década de los cuarenta, cuando se creía un nuevo Hemingway o
Saroyan y se imaginaba a veces románticas historias literarias en las que
alcanzaba grandes éxitos. Ahora simplemente disfrutaba del acto de escribir sin
que se le cruzaran tales imágenes por la cabeza. Cuando recibió la noticia de que
E. V. Griffith, director de una revista llamada Hearse, quería publicar una selección
de sus poemas, Hank comenzó a pensar que tal vez hubiera realmente una
oportunidad para él.
Publicar el primer libro de poemas, incluso aunque sólo tenga catorce
páginas, es una noticia trascendental para cualquier poeta. Hank se lanzó al
proyecto y empezó a intercambiar cartas con Griffith en las que decía que quería
dejar la selección de los poemas en manos del editor. Y así comenzó a tomar
forma Flower, Fist and Bestial Wail (Flor, puño y gemido animal).
Como no tenía ninguna experiencia previa en la publicación de libros, Hank
empezó pronto a impacientarse con la tardanza de Griffith, y a preguntarse si de
verdad publicarían alguna vez su libro. Presa de un ataque de nervios y paranoia,
escribió a Griffith en septiembre de 1960:
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sobre fondo blanco, catorce páginas, impreso en offset. El librillo número cinco de
Hearse. Un modesto comienzo. Se quedó mirando fijamente la portada y después
se arrodilló en la acera mientras el tráfico y la gente seguían circulando.
Regresó a casa y se sentó ante la máquina a escribir una carta a su editor,
con fecha 14 de octubre de 1960:
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Ser moderno y loco, eso era lo que entusiasmaba a Hank. Escribir con la
sangre y no con la cabeza. Saber intuitivamente y no andar rebuscando en meras
imitaciones de otros imitadores, sino encontrar las fuentes dentro de uno mismo.
Leyó Aullido de Allen Ginsberg y la poesía de Gregory Corso, al igual que muchos
otros poetas que escribían para las revistas de poesía pequeñas o «menores»,
como él las llamaba, pero nunca le impresionaron. Lo que más le molestaba de los
poetas beat era su compromiso con los temas políticos y económicos. Creía que
aquello era un obstáculo para la poesía, que un verdadero poeta tenía
preocupaciones más importantes que la de andar enredándose con asuntos
corrientes. Al mismo tiempo Hank condenaba el caso omiso que la estructura
social hace de la humanidad plena de un ser humano. A diferencia de los poetas
beat, él no es el vate de exacerbada conciencia que lucha por instruir al lector. No
enseña a otros sino a sí mismo. Su punto de partida es que el artista es sólo
responsable ante sí mismo. Una vez le dijo a un amigo activista: «No entiendo por
qué vas a esas manifestaciones estudiantiles contra la guerra. ¿No te das cuenta
de que la tarea de un poeta es escribir? ¿Por qué tienes que ir con la multitud por
cualquier causa, igual que Allen Ginsberg, que acude a cualquier sitio donde le
requieran? Lo que ahora puede parecer que está bien, puede estar mal después.»
Hank apreciaba el mundo de las revistas menores porque era un campo
libre para publicar rápidamente y no imponía ninguna prueba de tipo social o
político. La sensibilidad de industria casera que impregnaba el mundo de las
pequeñas revistas no le causaba rechazo sino que más bien le atraía. Comentaba
en términos elogiosos, tanto en poemas como en cartas, el hecho de que muchos
editores estaban medio locos (como él) y apenas eran capaces de sobrevivir.
Escribía cientos de poemas y los enviaba a toda velocidad, sin preocuparse
normalmente de hacer fotocopias o apuntar adonde había enviado su trabajo. Le
aceptaban un número suficiente de poemas como para satisfacer sus
expectativas. Sin embargo, con ese modo cínico y escéptico que le es
característico, le comentó a Sherman que «la política y las asociaciones terminan
atrapando a estas revistas y pudriéndolas». Y con el mismo tono irónico: «Es
mucho más fácil colocar algo en una revista nueva antes de que lleguen los pelotas
y los que se apuntan a todo. No me gusta parecer un excéntrico, pero al parecer
todo vale.»
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Es importante destacar que los panegíricos de los que era objeto Hank, y la
fanfarria que le rodeaba, se limitaban a un pequeño círculo de gente relacionada
con la literatura. Las revistas en las que publicaba y los libros en los que aparecía
su nombre, rara vez sobrepasaron una tirada de trescientos o cuatrocientos
ejemplares. Para la mayoría de la gente la poesía apenas existía, y cuando
existía, la gente pensaba en iconos tradicionales tales como Robert Frost o Cari
Sandburg o, dada su notoriedad, en los poetas de la generación beat: Allen
Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y Gregory Corso. Existían publicaciones más
conocidas en Nueva York, Chicago y San Francisco, que servían de «órganos de
publicación interna» para la rebeldía beat en poesía. Bukowski seguía siendo
totalmente desconocido en aquellos importantes centros literarios.
Poco después de que la editorial Seven Poets Press publicara el libro, Hank
fue a San Bernardino a ver a Jory Sherman, que se había trasladado de San
Francisco al sur de California. Sherman había aparecido por casa de Sam y Clare
Cherry, dueños de una librería y galería de arte, con aspecto deprimido y gritando
que había veces en que no merecía la pena luchar por la vida.
Los Cherry decidieron llamar a Bukowski a Los Ángeles y pedirle que fuese
a hablar con Sherman. Al principio su respuesta fue: «¡Joder, hombre! No os
preocupéis para nada del teatro que monta. Ya sabéis que no es la primera vez.»
Sam Cherry siguió explicándole el estado en que se encontraba Sherman y
finalmente Hank cedió. Le dijo que Norman Winski le llevaría hasta allí en coche.
Cherry le dijo a Sherman que Bukowski estaría allí al cabo de una hora. Al
principio aquello le calmó, pero poco a poco, Sherman se dejó llevar de nuevo por
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sus emociones. Por fin, los Cherry le convencieron de que se sentara y les contara
sus problemas. Cuando empezaba con la historia de la dura senda por la que
tenía que andar un poeta como él, sobre todo si había de cargar con mujer e hijos,
se oyó fuera el chirrido de unos frenos. Sin pretenderlo, Hank y Norman
anunciaban su llegada.
Norman Winski, un hombre alto y rubio, desplegó su sonrisa, se presentó a
los Cherry y dijo que había traído a Bukowski porque él tenía un espléndido coche
deportivo y podía hacer el viaje más deprisa que el poeta en su vieja cafetera.
Mientras Winski soltaba una perorata sobre lo que él escribía, Hank se mantenía a
distancia. Sonreía de un modo enigmático e irónico y guardaba silencio. Winski
alardeaba de que él escribía libros de filosofía, cuando Hank comenzó a hablar
con Sherman y le dijo que todo se arreglaría.
—Mira, chico —le dijo—. Todos pasamos malos momentos.
—Ya sé que os preocupáis por mí, tíos. Sé que os preocupáis de verdad —
dijo finalmente Sherman.
Permanecieron en el salón de los Cherry hablando durante una hora o más.
Hank estaba sentado en un sillón, como un rey en su trono, haciendo algún
comentario de vez en cuando. Ante las quejas de Sherman sobre lo dura que era
su vida, Hank dijo: «¡Qué coño! Tú no sabes lo que es una vida dura, tío. Yo he
trabajado en un matadero. He oído morir a los toros. He estado en la cárcel tantas
veces que ya ni me acuerdo»; gran parte de lo cual era pura hipérbole. A Hank le
daba a menudo por ese lado, sobre todo cuando bebía y estaba ante un grupo de
gente.
Era fácil darse cuenta de que Hank se estaba aburriendo con tanta charla.
Le dijo a Sherman que quería hablar con él en privado y le llevó al dormitorio.
Después de unos minutos llamó a Winski y le dijo: «Eh, tío, Jory acaba de decir
que eres un hijo de puta y ha dicho que no escribes más que basura, y ha dicho
que la próxima vez que te vea te va a romper el alma.» Winski se puso furioso y
golpeó a Sherman en el estómago. Regresaron al salón y siguieron peleándose.
Hank se mantuvo al margen riéndose. «Eso es, chicos, arrancaos la yugular»,
decía. Mientras seguían peleándose añadió: «Los leones saltan uno al cuello del
otro. Los leones locos se van a matar.»
Sam Cherry intervino, se volvió hacia Hank y le acusó de provocar la pelea.
Hank contestó que tenían suerte de que sólo la provocase y no participase en ella.
Dijo: «Ya sabéis que si yo hubiese peleado los dos estaríais muertos.» Después se
volvió hacia Cherry y dijo: «¿Sabes una cosa, Sam? Yo he matado a más de uno, y
no te olvides de que he trabajado en el matadero y he descuartizado reses. ¡Y sé
lo que es la muerte!» Otra vez estaba representando su papel de tipo duro. Pero
Cherry detectó una sonrisa mientras el poeta continuaba de esa guisa.
Para entonces ya eran las dos de la madrugada. Clare Cherry se fue a la
cocina a preparar un desayuno prematutino. Tanto Sherman como Winski se
habían calmado y hablaban civilizadamente otra vez. Hank se fue lentamente
hacia la cocina. Se acercó a Clare Sherry a quien acababa de conocer hacía
apenas unas horas, le puso una mano en el brazo, apoyó su barbilla en la nuca de
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ella y le dijo con una voz dulce, suave y cautivadora: «Eh, Clare. Ese Sam no vale
un carajo. Venga, larguémonos tú y yo de este antro y empecemos una nueva vida
juntos.»
La señora Cherry se quedó impactada, no por la proposición, sino por la
suavidad y la pequeñez de aquellas manos ligeras, y por el tono dulce de su voz.
Se volvió hacia él y le dijo: «Venga ya, Bukowski. Se está comportando como un
adolescente.»
—Ya sabes mi teléfono, Clare —contestó Hank.
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y me fui a un bar
donde un hombre con manos como cangrejos rojos
me contó su vida a través del humo,
y me emborraché cada vez más,
cara a cara con el espejo...
Otro hombre que también había vagado mucho y, al igual que Bukowski,
vivía al margen de la literatura convencional, Jon Edgar Webb, director de The
Outsider, tenía planes para el poeta. La relación que se desarrolló entre poeta y
editor fue más allá del mero hecho de sacar un libro juntos. Se escribieron, más
tarde se conocieron y se hicieron amigos. Incluso antes de que Webb sacara el
primer número de su revista, él y Hank ya habían intercambiado cartas. Sentado
en su piso en la zona Este de Hollywood, el poeta pensaba que Webb y su mujer,
Louise, conocida también como Gipsy Lou, estarían muriéndose de calor en el
Barrio Francés de Nueva Orleans, en medio de aquellos edificios con barandillas
de hierro y vestigios vivos de antiguos blues. A diferencia de muchos de los
editores de Hank, Webb era un hombre mayor y tenía a sus espaldas una historia
larga y pintoresca. Había trabajado en algunos de los periódicos más importantes
de su época, en los tiempos en que el olor a tinta de imprimir inundaba las salas
de redacción.
Cuando era joven, Webb había dado clase en un instituto y después fue
cronista de sucesos en el Cleveland Plain Dealer. Durante toda la época en que
ejerció el periodismo estuvo profundamente interesado en la literatura, fue amigo
de Ernest Hemingway, Sherwood Anderson y otras figuras literarias, y escribió
relatos cortos. En 1930 le procesaron por robo a mano armada en una joyería de
Cleveland y le enviaron tres años al Reformatorio de Mansfield, donde se ocupó
del periódico de la cárcel, que se llamaba The New Day. Lo escribía, dirigía e
imprimía con la ayuda de su compañero de celda. La incongruencia de que un
hombre tan trabajador como Jon Webb, un hombre relacionado con la literatura,
se implicara en un robo, siempre ha dejado perplejos a aquellos que conocían su
trabajo. En 1939 Webb se casó (era su segundo matrimonio) con Louise. Con el
tiempo se trasladaron a Nueva Orleans, donde escribió relatos cortos y una
novela, que trataban principalmente del crimen y de la vida de hombres y mujeres
desesperados que vivían en condiciones muy duras.
El primer número de The Outsider apareció en otoño de 1961. Webb no
escatimó gastos. Tras dos años de elaboración, había logrado un nivel excelente y
fue un triunfo por la calidad de la impresión y por la maestría del trabajo de
dirección. Los poemas de Gregory Corso, Gary Snyder, Allen Ginsberg y Lawrence
Ferlinghetti, junto a la prosa de Henry Miller y William Burroughs, dieron a la
revista un aura de importancia. Webb había salido del gueto de la pequeña revista
y consiguió colaboraciones de los famosos poetas beat, a quienes admiraba
mucho, y que publicó junto a muchas obras de escritores menos conocidos.
Admiraba a Miller y, al igual que el viejo maestro, evitaba la literatura académica.
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esto dentro de mí
que se arrastra como una serpiente,
aterrorizando mi amor por la vulgaridad,
algunos lo llaman Arte
algunos lo llaman Poesía;
no es la muerte
pero morir terminaría con su poder
y cuando mis manos grises
dejen caer un último lápiz desesperado
en alguna habitación barata
me encontrarán allí
y nunca sabrán
mi nombre
mi intención
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ni el tesoro
de mi huida.
Después de ser elegido Outsider del Año, Hank recibió el premio literario
Loujon Press Award Book. Cuando Webb le sugirió por primera vez la posibilidad
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de sacar un libro con una selección de poesía, Hank propuso el título Mirad lo que
sacó la red. Otra posibilidad era El baño de las vírgenes con un oso, donde el
«oso», según su idea, eran los poemas y la locura, mientras que las «vírgenes»
eran los mojigatos, diletantes, farsantes y académicos. Para enero de 1963 Hank
ya se había decidido por It Catches My Heart in Its Hands. Entonces empezó a
preocuparle que tal vez Random House no le permitiera utilizarlo, ya que estaba
sacado de «Hellenistics», un poema de Robinson Jeffers.
Hank escribió a Ann Menebroker sobre su entusiasmo por la editorial
Loujon Press y sus sentimientos por los Webb:
Webb envió a Hank páginas del libro para que las firmase. Solo, en su
habitación de la calle Mariposa, Hank puso sumisamente su firma en las páginas
que después su editor iba a añadir al libro ya acabado. Como les escribiera a los
Webb, «ahí mi bote de cerveza, el humo del cigarrillo que se remonta por el aire y
yo firmando CHARLES BUKOWSKI, CHARLES BUKOWSKI, como si fuese
Hemingway, dándole a la cerveza...». Webb le mandó la maqueta de It Catches en
mayo de 1963, y le pidió su opinión. Las sugerencias de Hank se referían
básicamente al diseño de la portada y la contraportada del libro. Webb y Hank
coincidían en todo lo relativo a la tipografía, el papel y el espacio entre poemas por
los problemas de encuadernación.
Entre junio y septiembre de 1963, los Webb imprimieron It Catches My
Heart in Its Hands: New & Selected Poems 1955-1963 en Rue Ursulines, 618,
unas antiguas dependencias de esclavos pertenecientes a una vieja mansión en el
corazón del Barrio Francés. El escenario parece romántico, pero distaba mucho de
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ser lujoso. La ventana daba a un jardín con una tapia, en realidad un patio de
tierra medio deshecho. Esta selva de bananeros medio podridos, cucarachas
gigantes, maleza hedionda, polillas, arañas, caracoles, murciélagos, ratas,
garrapatas, avispas, lepismas y moscas era la parte exterior por la que se accedía
a la habitación pequeña y húmeda en la que el editor hacía su trabajo. Jon Webb
se afanaba como un artista ante su paleta: una cubierta de corcho y papel de
nueve tintas distintas.
Se imprimieron setecientos setenta y siete ejemplares del libro, «hoja a
hoja», según explicaban, «a mano, usando Garamond Old Style de cuerpo 12 para
los poemas y Pabst OS. de cuerpo 18 para los títulos, en una antigua prensa de
pruebas de 8 por 12 pulgadas de Chandler and Price». Esta información viene al
final en lo que se describe en la contraportada como una «historiografía de final
feliz».
Este tipo de comentarios personales, tanto en la revista como en los libros
que publicaba, se convirtió en la marca de fábrica de Webb. Su pasión y la de su
mujer están bien documentadas. A menudo hacía referencia a todo el trabajo que
les costaba a Louise y a él publicar The Outsider, y a la pérdida de dinero que les
suponía dirigir una revista de renegados. Estas largas e interesantes
descripciones iban seguidas de peticiones de dinero. En el texto que escribieron
para el libro de Bukowski contaban cómo les había entrado agua en el taller un día
de lluvia, lo que les obligó a tener que rehacer muchas páginas y cómo unos
roedores se habían metido en las cajas tipográficas desparramando los caracteres
alfabéticos. Después de tantos inconvenientes llegó la catástrofe: se rompió la
imprenta, no una vez sino muchas, provocando más retrasos, y «la humedad
resquebrajaba los rodillos de composición, hacía que la tinta de las tiradas ya
terminadas tardase en secarse, etcétera, etcétera». A pesar de todo, concluían
informando a sus lectores que «fue una experiencia inolvidable, que no podría
comprarse con todo el oro del mundo —ni venderse al diablo».
La reacción de Hank ante la publicación de It Catches se pone de
manifiesto en la carta a los Webb de 23 de noviembre de 1963:
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barrio de las afueras de Los Ángeles. Después de un tiempo, le escribió una carta
a Hank desde la casa de su madre, en la que le explicaba lo que le parecía su
trabajo e incluía su número de teléfono, aunque no esperaba recibir respuesta.
Ella sentía que le entendía a través de su poesía y le veía como a una persona de
gran fuerza interior. Una noche recibió una llamada. Supo de inmediato que era
Hank. «Tienes que venir por aquí», le dijo. «Te necesito inmediatamente.» Lo
repetía una y otra vez, la voz constreñida por la desesperación. «Yo no entendía
cuál era la urgencia, y la urgencia era, por supuesto, que estaba completamente
solo y no tenía a nadie con quien hablar... Quería contacto humano.»
Frances supuso que ella no era más que un número de teléfono en el
momento oportuno, algo que se encontraba a mano. Pero estaba decidida a
conocerle. El autobús más cercano era el de Anaheim y no sabía los horarios.
Apuntó el número de teléfono de él, anduvo vanos kilómetros hasta Anaheim,
cogió el autobús a Los Ángeles y llegó al centro. Le llamó desde la estación y le
pidió que fuera a recogerla. Él le dijo que cogiera un taxi. Frances se dio cuenta de
que estaba demasiado borracho para conducir, así que llamó a un taxi esperando
que él tuviese dinero para pagarlo. Ella no llevaba dinero, ya que había olvidado
pedirle algunos dólares prestados a su madre. «Recuerdo cuando vi a Hank en la
puerta por primera vez. Parecía tan grande y despedía tanta electricidad... Era
como el gigante de un cuento de hadas. Simplemente estaba allí, de pie, tan
amable..., aquel gigante bueno, suave y simpático. Pagó al taxista, entré, nos
sentamos y estuvimos hablando durante horas. Yo no bebí, pero él estuvo
bebiendo cerveza.»
Hablaron desde las dos de la madrugada hasta que salió el sol. Hank le
habló a Frances sobre su infancia en Los Ángeles, sobre las palizas que le daba su
padre, su problema con el acné, los años de semiborrachera continua en distintas
pensiones, todos aquellos rechazos de sus primeros relatos, su estancia en el
hospital en 1955 y cómo casi se muere allí. Y, más que de ninguna otra cosa, habló
de Jane.
A medida que Frances le escuchaba sentía como si aquella mujer cobrara
vida. Una historia en particular, sobre la fuerza de carácter de Jane, la impresionó.
Hank le contó que una noche él estaba muy borracho y le dijo a Jane que era una
vergüenza que se obligara a la gente a ponerse de pie cuando sonaba el himno
nacional y se leía el juramento de lealtad a la patria. Que a él no le gustaba
aquello y quería permanecer sentado, pero no tenía el valor de hacerlo. Pocos
días después. Jane y él fueron al hipódromo y cuando llegó el momento del himno
nacional Jane se quedo sentada. Hank, que lógicamente se puso muy nervioso,
intentó persuadirla amablemente para que se pusiera de pie. Jane no se movió.
Frances sentía que su aprecio por Hank crecía con cada historia que él
contaba sobre las dificultades que había vivido. Cuando se presentó por primera
vez para el puesto de Correos, los que le hicieron la entrevista intentaron que
desistiera del trabajo porque opinaba que el gobierno interfería demasiado en la
vida de las personas. Pero, cuando empezó a demostrar un conocimiento
profundo de las leyes, comprendieron que tenía una conciencia muy clara de sus
derechos, así que se echaron atrás.
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Cuando Frances le dijo que su madre debía de haberle educado muy bien
para que tuviese tanta seguridad en sí mismo, él acabó rápidamente con dicha
impresión. Dejó bien en claro que su madre nunca había salido en su defensa ante
las injusticias de su padre. Solía decir que se había hecho fuerte a pesar de sus
padres y no gracias a ellos.
Se veían regularmente. Para poder estar más cerca de Hank, Frances se
mudó a un pequeño apartamento en la Avenida Vermont, junto a la Autopista de
Hollywood. Ahora tenía una idea más completa del hombre, no sólo del poeta, y
encontraba en él una fuerza de carácter que no había visto antes en ningún otro
hombre. Y a pesar de su eterna afirmación de que era un solitario, también se
percató de que necesitaba a la gente de vez en cuando. A menudo le decía a
Frances que temía que se quedara embarazada y le atara económicamente.
Frances consideró razonable aquella precaución y no vio en ella ninguna maldad.
«Ahí estaba aquel marginal, misántropo, que siempre pagaba el alquiler a tiempo,
nunca se retrasaba en ningún pago», dice Frances. «Tenía en el banco un dinero
que nunca tocaba y que apartaba antes de ir a los caballos o salir de copas. No
era descuidado en ese sentido.»
Cuando Frances conoció mejor a Hank aprendió a ver a través de sus
modales de tipo duro y descubrió a un hombre sensible que jamás defraudaría a un
amigo. «Se preocupa por sus amigos y, lo que es más importante, sabe lo que
puede ayudarles y lo que no... Mucha gente ve a Bukowski desde un punto de
vista superficial», dice Frances. «No pueden comprender por qué tiene tanto éxito
con las mujeres. Tiene la atracción mágica de ser una persona muy sólida debajo
de un montón de fanfarronadas; una figura paterna. El padre de todos.»
Sin embargo, la idea de ser padre, en el sentido literal de la palabra, le
daba miedo. Sentía que tener un hijo significaba (y así se lo dejó bien claro a
Frances) una pérdida de la libertad respecto a todos los compromisos familiares
que tanto le había costado conseguir. Sentía que su escritura se saldría de sus
cauces si tuviese que cargar de pronto con una mujer y un hijo.
A menudo Hank le pedía a Frances que fuera a limpiarle la casa. El
correspondía preparando la cena. No salían con nadie más y, aunque seguían
viviendo separados, empezaron a actuar como una verdadera pareja. Pasado un
tiempo, Hank y Frances cayeron en una rutina: él se emborrachaba y se ponía
grosero. Francés se marchaba furiosa para después regresar cuando se le pasaba
o esperar que él la llamara y le pidiera perdón.
Frances se quedó embarazada poco después del asesinato del presidente
Kennedy. Se lo dijo a Hank esperando que primara en él su faceta dulce y
sensible. El futuro padre reaccionó bien ante la noticia del embarazo de Frances y
empezó a hacer planes, diciendo que deberían casarse y buscar un sitio donde
vivir. Frances se preguntaba si no estaría diciendo simplemente lo que pensaba
que ella quería oír. Además, ella no quería casarse. Amaba a Hank, pero ya había
tenido bastante con un matrimonio.
El 1 de marzo de 1964, mientras escuchaba a Richard Strauss en la radio,
Hank escribió a Jon y Lou Webb hablándoles de Frances:
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Vosotros dos sois personas auténticas, el tipo de gente que uno espera
pero nunca conoce. Sólo espero que sea cual sea el motivo que os hace ir
de un lado a otro del país, se calme un poco. Os iré a visitar el año que
viene —lo antes posible— adondequiera que estéis.
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que fuese tan natural y directo en su cariño por la niña.» La otra cara, irritante a
veces, de aquella escena familiar era la atareada vida de Hank como funcionario
de Correos y figura de la literatura underground. En su trabajo las cosas seguían
siendo difíciles y en su vida literaria se obligaba a sí mismo a mantener al día la
correspondencia cada vez más abundante, especialmente la que cruzaba con Jon
Webb sobre la forma y realización del proyecto de su libro. Había que escribir
poemas, poner direcciones en sobres, pegar sellos. Con dos personas que
compartían su vida veinticuatro horas al día, empezó a sentirse agobiado. Frances
tenía que lavar pañales y ocuparse de la ropa de ambos, aunque Hank mandaba
la mayoría de sus camisas a una lavandería china (la lavandería se convirtió en la
manzana de la discordia entre ellos). Hank solía dormir en los intervalos entre su
trabajo en Correos, su trabajo literario y el hipódromo, y Frances estaba agobiada
por sus quehaceres. El amor de Hank por Marina seguía siendo tan fuerte como
siempre, pero según Frances, él no podía evitar la sensación de opresión. En
muchas de sus cartas de esa época hablaba de lo difícil que le resultaba vivir con
otras dos personas que además dependían de él.
Frances admiraba la capacidad de Hank para escribir tanto y tener tiempo
para hacer todo lo demás. Muchas veces volvía de trabajar con un dolor de
espalda terrible. Cuando tendría que haber estado descansando llegaba gente a
beber, a sentarse a sus pies y a discutir. La mayoría de las reuniones acababan
con el anfitrión tan borracho que se ponía a insultar a sus visitantes, haciendo que
se marcharan.
Al principio a Frances le parecía divertido observar cómo iba subiendo el
tono de su borrachera y de su voz, pero la repetición de la escena empezó a
fastidiarla, pronto le empezó a parecer como si tuviese dos niños a su cargo.
Cuando Frances decidió irse con Marina en un autobús de la Greyhound a visitar a
su madre y a sus hijas, que vivían en Washington D.C., llegó el alivio. Quería ver a
sus pequeñas, a las que echaba de menos, y que conocieran a su hermanita.
Hank las llevó a la estación de autobuses, las despidió y regresó a su rutina.
Ambos sabían que, cuando Frances volviese, tendrían que cambiar su forma de
vivir.
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Antes del primer libro editado por Loujon Press, la fama de Bukowski se
asentaba principalmente en lo que salía en pequeñas revistas y no en los libritos
monográficos editados por éstas. Una vez que su poesía se publicó en un libro, los
lectores pudieron verla más globalmente —que era lo que Jon Webb había
deseado desde el principio—. Webb quería terminar Crucifix in a Deathhand lo
antes posible, pues esperaba colocar a Bukowski entre los nuevos talentos
importantes dentro de las letras estadounidenses.
Aparte de los éxitos literarios, a Hank le iba cada vez peor en su trabajo en
Correos. Sufría dolores casi constantes en brazos y hombros porque pasaba doce
horas clasificando correspondencia. Cuando iba conduciendo de vuelta a casa por
la noche, un dolor punzante le recorría los brazos de arriba abajo. A esto se le
añadía que, hasta en la oficina de Correos, tenía que vérselas con los problemas
de otros escritores. Joe Links (éste no es su verdadero nombre), un hombre que
trabajaba a su lado, llevaba años intentando escribir. Era un tipo bajito y fuerte, de
ojos pequeños e intensos, que tenía ante la literatura aquella actitud que Hank
hacía todo lo posible por evitar: quería dinero. Links había escrito una novela que
los editores no hacían más que rechazar. Hank le dijo a Links que debía escribir
partiendo de sus propias experiencias en la vida, olvidándose de si su prosa le
haría ganar dinero. «Un par de veces le aconsejé que se largara... pero le faltaban
agallas y dejé de intentarlo.»
Dado que por necesidad debían estar encerrados en el mismo apartamento
Frances, Marina y él, Hank no había podido trabajar tanto como solía. Su
producción literaria se había reducido a casi nada y así se lo hizo saber a Webb.
Ya fuera porque Frances lavaba o porque Marina lloraba, la vida en casa era a
veces un verdadero agobio. Tanto él como Webb estaban preocupados por la
imposibilidad de reunir los poemas suficientes para el proyecto de la nueva
recopilación. Después de una gran insistencia por parte de los Webb, decidió
viajar a Nueva Orleans en marzo de 1965. La idea de pasar una semana en otra
ciudad comenzó a parecerle cada vez más atractiva a medida que se acercaba la
fecha del viaje.
El 4 de marzo Hank se subió al tren de la Sunset Limited en la Estación de
la Union. Durante el trayecto a Nueva Orleans convirtió el bar del tren en su
cuartel general y apenas se fijó en el paisaje que atravesaba. No había ninguna
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mujer a bordo que le sedujese. Para que el tiempo pasase más rápidamente,
comenzó a pensar en los poemas que escribiría en Nueva Orleans. La mayoría de
los que ya le había enviado a Webb tenían una sencillez y concisión que los
diferenciaba de la obra publicada en It Catches.
Los Webb fueron a buscar a Hank a la estación. «Cuando bajó del tren
estaba borracho», recuerda Gypsy Lou. «Jon y yo nos escondimos detrás de una
columna. Queríamos saber en qué condiciones se encontraba antes de salir a
saludarlo.» Hank se acercó a ellos tambaleándose y les prometió nuevos poemas
para completar Crucifix, justo lo que Jon Webb quería escuchar. Mientras se
dirigían hacia el apartamento-oficina, un semisótano, Hank se encontró pronto
rodeado por los edificios antiguos, pintorescos y con manchas de humedad, que
daban un carácter especial al Barrio Francés.
—¿Quieres una cerveza? —le preguntó Webb.
Bebieron durante un rato y charlaron sobre el viaje en tren y sobre el futuro
libro. Webb empezó a contar un cuento de triunfos y fracasos como editor, igual
que el que solía contar en sus cartas, al tiempo que prometía que el próximo libro
de poemas tendría mejor aspecto que el anterior.
—Eso va a ser difícil de lograr —dijo Hank.
Webb armonizaba con su entorno, tan diferente del mundo de Los Ángeles
que Hank conocía. En Los Ángeles había innumerables estilos arquitectónicos que
competían entre sí, pero allí los elegantes edificios antiguos con barandillas de
hierro, ventanas altas y estrechas y colores brillantes formaban un mundo
compacto único en todo el país. Los Webb estaban enamorados de la delicada
nobleza del lugar, y eran muy conscientes de su importancia como centro cultural
en el Sur. Hank observaba a los turistas que recorrían las calles y entraban y
salían de las tiendas de regalos. Al principio se preguntaba cómo hacían los Webb
para soportarlos. No le llevó mucho tiempo descubrir que Jon Webb estaba
demasiado metido en su trabajo, especialmente en Crucifix, como para
preocuparse de los turistas. Jon y Gypsy Lou eran supervivientes, como el mismo
Hank. Habían salido adelante gracias a una combinación de buena suerte, energía
sin límites y dedicación absoluta a su tarea. Hank estudió a Webb de cerca,
observándole mientras éste le enseñaba la imprenta y las páginas del futuro libro.
—No te olvides de esos poemas que tienes que escribir —le dijo Webb—.
Ésa es una de las razones por las que estás aquí.
—No te preocupes. Estás hablando con Bukowski. Te conseguiré más
poemas.
—Bueno, más te vale.
Cuando Hank vio que casi todo el espacio disponible en el apartamento-
taller de los Webb, incluida la bañera, estaba ocupado por las páginas de sus
poemas, se sintió desconcertado. La escena era surrealista. Observó
detenidamente a Webb mientras trabajaba en la imprenta, metiendo el papel
metódicamente, con un aire de delicada gracia. «Eso que está entrando en esa
máquina son mis palabras», se dijo Hank a sí mismo. «Dios mío, ¿me merezco
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a mí mismo. De alguna forma casi ansiaba volver a estar allí, solo, joven,
deseando ser un gran escritor, medio loco con la idea, viviendo a base de
caramelos, suerte y argucias.» Vio el edificio donde había trabajado para un
impresor y el lugar donde había estado clasificando revistas para su distribución.
Nueva Orleans no estaba mal, pero empezó a sentirse intranquilo. Sentía que su
relación con los Webb se había vuelto demasiado estrecha como para estar
cómodo. Sentía que los seguiría viendo a través de los años y quería mantener
cierta distancia.
Los Webb organizaron una reunión para que Hank y William Corrington se
conocieran, pues imaginaban que surgiría una gran amistad literaria entre ellos.
No fue el caso. Cuando Corrington y su mujer conocieron a Hank, hubo las
habituales presentaciones y se sacaron fotografías y a Hank Corrington le pareció
un esnob de la literatura. Louise Webb recuerda que Hank se comportó de un
modo sutilmente sarcástico mientras que Corrington interpretó el papel de amable
profesor y figura literaria. Hank quedó para cenar con Corrington en un restaurante
chino, donde hablaron de política. Hank habló despectivamente de Barry
Goldwater, que era uno de los héroes de Corrington, y la noche terminó en
desastre. Hank se fue poniendo cada vez más polémico, y Corrington, cada vez
más distante y frío.
Ya incluso antes de conocerse, Hank se había sentido muy molesto por
algunas de las ideas de Corrington sobre la literatura y había expresado cierto
recelo por su posición en la universidad. Le desagradaba la postura de Corrington,
que sostenía que la novela se encuentra a un nivel superior al de la poesía.
Corrington le había dicho por carta a Hank que le gustaba la poesía y le
apasionaba la prosa. Más adelante Hank le escribió a Webb: «Es como si
(Corrington) se hubiese casado con la persona equivocada y no pudiéramos
convencerle de que se divorcie.»
Hank ya le había escrito a Webb diciéndole que la novela de Corrington era
floja, y le explicaba que la novela estadounidense adolecía de previsibilidad,
carecía de atrevimiento, y que la mayor parte de los novelistas se encontraban
oprimidos por la preocupación por los esquemas tradicionales de arte. Poco
menos de un año después, escribiría una de sus primeras narraciones largas de
los años sesenta para un editor independiente, una obra que surgió de un tirón de
su máquina de escribir, con esa clase de crudeza que él creía necesaria para
producir una gran obra narrativa de cualquier tipo.
Su desdén hacia Corrington revela mucho del enfoque general de Hank
respecto a la vida y a la literatura. Había identificado inmediatamente al poeta
sureño con la clase de gente que había conocido durante toda su vida, el tipo
institucional de las universidades y las clases de arte. Al principio Bukowski les
solía caer bien, después pasaban a rechazarle rápidamente. Creía que aquel
distanciamiento tenía que ver con el hecho de que percibían en él una rebeldía
natural contra la autoridad que ellos veneraban y obedecían. Le dijo a Webb que
su encuentro con Corrington había sido como el diálogo entre «un barbudo y un no
barbudo, un profesor y un no profesor».
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alguna locura, se le ponía aquel brillo en los ojos como si estuviera a punto de
decir algo realmente importante.»
Su descripción de Gypsy se parece mucho a la que hace Hank; una
persona tranquila que, de pronto, estallaba en enfurecidas declaraciones que
apabullaban a cualquiera que se encontrara a tiro en ese momento. «La mirabas y
era como las gitanas de las películas. Tenía el pelo negro y una cara muy
angulosa, como la de una europea del Este. No se puede imaginar dos personas
más diferentes que Jon y Gypsy y sin embargo tenían una magnífica relación.»
Grapes piensa que una de las razones por las que Webb sentía tanta
afinidad con la obra de Bukowski, aparte de la calidad lírica de su poesía y de su
capacidad para decir cosas de forma concisa y clara, es que Webb admiraba la
imagen de duro que Bukowski ofrecía al mundo. Grapes recuerda con qué
entusiasmo hablaba Jon Webb de las locuras que hacía Bukowski cuando estuvo
en Nueva Orleans, de su capacidad para beber cantidades enormes de cerveza y
de la facilidad con que contaba historias en las que jamás asomaba el menor
sentimentalismo.
Durante muchos meses Webb estuvo negociando con Lyle Stuart, un
neoyorquino dueño de una editorial independiente, para publicar Crucifix. El
resultado fue que consiguió imprimir 3.100 ejemplares. Le dijo suficientes veces a
Hank que los poemas merecían mayor número de lectores que el que
normalmente tienen las editoriales pequeñas y que ser publicado por Stuart
significaba una distribución más amplia.
De vuelta en casa, Hank se quejó de un artículo que había aparecido en
Billboard, una revista no literaria de Nueva Orleans, en la que Webb decía que
Hank medía un metro noventa y ocho, bebía una caja de cerveza al día y escribía
treinta poemas a la semana. Hank protestó ante sus amigos diciendo que sólo
medía un metro ochenta y medio y, ya más en serio, que no le gustaba ese tipo de
exageraciones. La revista describía el taller-apartamento de Webb en la calle
Royal como un «desordenado calabozo» con una prensa antigua. Aparecían otras
citas de Webb contando que de vez en cuando suprimía algunas palabras
inaceptables de los poemas de Bukowski, normalmente con su consentimiento,
pero a menudo también sin él. Aunque todas aquellas deformaciones de la
realidad por parte de Webb molestaron a Hank, las aceptó como un mal necesario
y hasta divertido dentro de las manías creativas y rarezas generales de poetas y
editores. Hank no recuerda que Webb suprimiera jamás ninguna palabra de sus
poemas, aunque reconoce que pudo haber pasado, pero muy rara vez.
Cuando Crucifix in a Deathhand llegó a sus manos, Hank experimentó el
mismo asombro que con el esfuerzo anterior de Webb. Las ilustraciones de
Crucifix fueron realizadas por el artista neoyorquino Noel Rockmore y el prólogo
era de Bukowski. En él revelaba gran parte de su estado de ánimo durante
aquellos años en los que su reputación como poeta empezaba a extenderse
rápidamente. Un fragmento dice así:
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Crucifix está lleno de viajes. Bukowski martillea con decisión sobre la idea
de la crucifixión personal de todos los hombres, y en «Algo para los revendedores,
las monjas, los empleados de ultramarinos y tú» escribió un himno a los
trabajadores que empieza:
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que a Gypsy Lou le daban ataques de asma muy fuertes cuando se ponía a freír.
«Pues Bukowski no hizo otra cosa más que pedir cosas fritas durante toda su
estancia», decía Webb en una carta a Edwin Blair, de Nueva Orleans. Le contaba
también una partida de póquer en la que Hank dejó de jugar porque Webb había
sacado cuatro reyes, aunque Hank era el que iba ganando más dinero. Según
Webb, Bukowski dijo: «¿Quién coño puede ganarle a un jugador que saca cuatro
reyes?», antes de abandonar el juego.
Webb interpretó aquellos caprichos como el indicativo de los celos de Hank
porque Louise y él habían centrado la atención en Henry Miller. Hank trató el libro
de Miller con indiferencia, lo cual hizo que las esperanzas de Webb mermaran
tanto en relación con el libro como con Hank.
A principios de 1968, mientras los Webb todavía estaban acabando el
número doble de The Outsider, Hank llamó a Jon y estuvo al teléfono durante
cuarenta y cinco minutos. La llamada consistió, básicamente, en un monólogo de
Bukowski de la mejor calidad: agresivo y afectuoso al mismo tiempo. Hank explicó
que él no podía permitirse estar hablando durante mucho tiempo por teléfono y se
quejó de que el editor le había obligado de alguna forma a hacer la llamada.
Continuó así durante un buen rato hasta que finalmente dijo que iba a colgar el
teléfono. Pero, antes de hacerlo, le dijo a Webb cuánto le quería. «Vosotros habéis
apostado siempre por mí, amigos», le dijo Hank, «y eso no lo olvidaré jamás.»
En junio de 1971, a la edad de sesenta y seis años, Jon Edgar Webb murió
en el Hospital de la Universidad de Vanderbilt en Nashville, Tennessee. Marvin
Malone dedicó un número entero de The Wormwood Review a Jon Webb. Hank
escribió en él un artículo sobre su relación con Webb y Gypsy Lou. Decía de
Webb:
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Supongo que lo que sucede es que la estructura de casi todo está mal,
así que ¿por qué vamos a analizarlo por partes? Quiero decir que
hundamos el barco entero, el barco del Estado, el barco del mundo. ¿Una
bomba? da igual, lo que quiero decir es que tomemos por ejemplo la
cárcel: no necesitamos cárceles, no necesitamos moral, lo único que
necesitamos es un sentimiento de trabajo común y tranquilidad e instinto,
desconocimiento de las religiones, desconocimiento de la moral,
desconocimiento de la llamada decencia, desconocimiento de las leyes,
un jodido poli me hace parar el coche porque voy a 90 kilómetros por hora
estando borracho, la teoría es que no sé lo que hago y que estoy poniendo
en peligro la vida de otros miembros de la sociedad, una gilipollez. el que
no sabe lo que hace es él, que es más bruto que un arado. BASÁNDONOS
EN LA TEORÍA DE QUE HABÍA QUE PREVENIR UN POSIBLE MAL
MORAL Y SOCIAL LO QUE HEMOS CREADO HA SIDO UN
VERDADERO MONSTRUO, ¿me entiendes? a ti te han enchironado
porque te han cogido con drogas, les molestaba que tuvieras algo que
ellos no tenían, es una mierda de sociedad que te dice que está mal usar
drogas pero está bien que te estés matando en una fábrica por un salario
insignificante y degradante.
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que de verdad estaban pasando cosas en ese momento, así que se suponía que
ese ensayo era sobre cómo eran o deberían ser esas cosas.» Había creado una
bomba literaria para tirársela a la Academia y a los tipos engreídos que ocupaban
puestos de poder en el ámbito de la cultura. El ensayo, escrito con un estilo muy
personal, proporcionaba a Bukowski la oportunidad de volcar sobre el papel gran
parte de lo que le pasaba por dentro. Empezó desde sus primeros años de
escritor, ofreciendo un retrato muy personal de sí mismo, un cuaderno de
sensibilidad poética que le presentaba como una figura solitaria atravesando el
paisaje:
El «Ensayo incoherente» continúa con ese mismo tono coloquial. «Si yo era
un genio o no lo era no me preocupaba tanto como el hecho de que,
sencillamente, yo no quería ninguna parte de nada», decía Bukowski. Hablaba
sobre el asombro que siempre le había provocado ver a otros hombres trabajar en
trabajos fijos, y recalcaba su deseo de escapar constantemente del sistema, de
ahogarse deliberadamente en vino. Después mencionaba a su padre como «aquel
monstruo embrutecido que hizo de mí un bastardo en esta triste tierra». Después
volvía a aterrizar en la mesa de la biblioteca sintiendo «la falta de vida, la muerte».
A través de las cartas de Bukowski, Blazek tuvo conocimiento de los años
en que había escrito prosa. Basándose en la pasión, la exuberancia y la sabiduría
innata de sus cartas, Blazek le instó a que escribiese el ensayo. «Aquellas cartas
que me escribía eran maravillosos ejemplos en prosa de la libertad individual.
Demostraban que uno puede coger cualquier cosa que suceda entre el hombre y
el mundo, usando un lenguaje vivo, y las propias cosas se hacen legibles. Era el
lenguaje a través de la sangre.»
Blazek recuerda que sus suscriptores se sintieron identificados con el texto
de Bukowski. Les había llevado la voz de un hombre mayor que escribía al borde
de la locura con una sensibilidad como la de Artaud:
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volver a la prosa una temporada y descubrió un estilo fluido que se leía con la
misma claridad que encontramos en su poesía.
Poco después la editorial Mimeo Press publicó dos pequeños libros en
prosa de Bukowski, Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts
(Confesiones de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias) en
1965, descrito en el cuarto número de Ole como «informes en prosa de las
relaciones infernales que un hombre mantiene con la vida», y All the Assholes in
the World and Mine (Todos los ojos del culo del mundo y el mío) al año siguiente,
«un informe humorístico sobre un hombre al que le operan de hemorroides». Para
Hank estas dos incursiones en la prosa le devolvieron a una forma de expresión
que había dejado hacía muchos años. En esa época comentó a sus amigos su
deseo de poder dejar el trabajo y vivir simplemente de su pluma.
En Confessions nace el personaje de Henry Chinaski. Al igual que en
«Ensayo incoherente», Bukowski escribió esta obra de ficción autobiográfica muy
rápidamente, todo lo rápidamente que le permitió, literalmente, la velocidad con que
desplazaba sus dedos sobre el teclado de la máquina de escribir. Intentó no
elaborar una obra literaria. Dejó que primaran los elementos viscerales,
escuchando cómo rugía la sangre en sus venas mientras vertía por escrito
fragmentos de su vida. Su prosa recorrió temas como su relación amorosa con
Jane, sus problemas de acné, y su vida en bares baratos y trabajos temporales.
Bukowski prestó atención a su propio «oído», lo que significa que escribió
como hablaba, y el resultado fue un texto que puede considerarse un ejercicio de
calentamiento para su narrativa posterior. Confessions se compone de diversos
episodios, puestos uno tras otro, sin orden cronológico. Forma y contenido,
moldeados por el momento de la creación, no presentan una elaboración especial.
Tampoco tenía un esquema previo antes de sentarse a escribir.
Bukowski describe a Chinaski como un hombre con mirada de loco y
debilitado por las borracheras incesantes que cogía con vino barato, después de
haber fracasado en la habitual búsqueda de un empleo como empaquetador o
empleado de almacén que le permitiera sobrevivir. Chinaski se presenta para un
trabajo en una planta de envasado de carne. Cuando el jefe le pregunta si es
suficientemente fuerte como para soportar el trabajo, responde: «Lo que me sobra
es fuerza. Antes boxeaba. Era el mejor.» Su descripción de un bar tiene algo de
Céline: «no era más que un bar cualquiera, oscuro, imperfecto, desesperado, cruel,
enmierdado, pobre, y el pequeño lavabo de hombres apestaba tanto que te daban
náuseas...».
El estilo de Confessions poco tenía que ver con la literatura de vanguardia
del momento. En gran parte era un retroceso a su narrativa de la década de los
años treinta. Algunos de los relatos que aparecen en Confessions resurgen en las
novelas de Bukowski de la década de los setenta. Cartero y Factotum.
La cabeza de Bukowski se pobló de ecos del pasado mientras escribía
Confessions, que incluía un diálogo entre Jane, a quien llama «K» y él. Están
sentados en su apartamento, prácticamente sin un centavo:
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Era como una máquina para taladrar madera, podía haber sido una
máquina para taladrar madera, podía sentir el olor del aceite quemado, y
me clavaron esa cosa en la cabeza, en la piel, y me hacían agujeros y
salía sangre y pus, y yo allí sentado, con lo más sensible de mi alma
suspendido al borde de un acantilado. Estaba cubierto de forúnculos del
tamaño de pequeñas manzanas. Era ridículo e increíble...
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pisaba tierra santa cuando pensaba que estaba en la habitación donde se habían
escrito Confessions, All the Assholes, y toda aquella poesía magnífica. Una de las
primeras cosas que vio al entrar fue la máquina de escribir de Hank.
Blazek y los demás se quedaron hasta bien entrada la noche,
emborrachándose y hablando. A medida que pasaban las horas, empezó a tener la
sensación de que estaba conociendo a un mentor o a un héroe: «reduciendo a
alguien a escala humana», como dice Blazek. Al rememorar aquel encuentro,
Hank dice que Blazek parecía nervioso y a la defensiva. En aquel encuentro frente
a frente había que reajustar las ideas preconcebidas, formadas a través de la
correspondencia. Así como el más joven había imaginado al más viejo más grande
de lo que realmente era, Hank se había imaginado a Blazek como un obrero
heroico de las Llanuras. Quizás en un esfuerzo por aclarar las cosas y acabar con
la charla intrascendente, Hank habló de una palabra determinada y después
empezó a contar una historia basada en esa palabra. Puede que dijera «Amor» y
entonces empezara a contar una historia de amor. Aunque Blazek lo pasó muy
bien con aquel juego, al acabar la noche el afecto entre los dos hombres había
desaparecido.
Carl Weissner, un joven editor destinado a hacer famoso a Bukowski en
toda Alemania, comenzó a escribirse con él. Este alemán del Oeste, alto, de
espaldas anchas, con un agudo sentido del humor y una gran agilidad mental,
habla un inglés salpicado de americanismos. Al hablar con él uno se sorprende de
la jerga callejera que usa y que recuerda a Nelson Algren, Raymond Chandler y al
mismo Bukowski. Weissner nació en Karlsruhe durante la Segunda Guerra
Mundial y tiene suficientes recuerdos de los ataques aéreos norteamericanos de
aquella época, y de la posterior ocupación norteamericana, como para hacer una
animada recreación de la caída de las bombas y de los soldados repartiendo
caramelos de chocolate.
El que había de ser traductor de Bukowski aprendió inglés en el colegio y
en la calle. Después de la guerra, su barrio fue ocupado por soldados
norteamericanos con sus familias. El vecino de la casa contigua era un sargento
mayor negro con mujer e hijos. Weissner se convirtió en un especialista en argot
norteamericano y se interesó por el jazz, especialmente por Duke Ellington y
Woody Herman. En el instituto tocaba en una orquesta y a veces también en clubs
de suboficiales estadounidenses.
Pasó su época universitaria en Heidelberg y Bonn a principios de los años
sesenta. La primera es una ciudad muy pintoresca cuya parte antigua, donde se
encuentra la universidad, se extiende bajo la sombra del inmenso castillo de los
Electores del Palatinado. Bordeando la parte antigua de la ciudad se encuentra el
río Neckar. En lo que concierne a Weissner, el plan universitario era tan antiguo
como las piedras del pesado castillo. No había apenas interés por la literatura
norteamericana. El único profesor que se ocupaba de ella se centró principalmente
en los Cantos de Ezra Pound, ignorando cualquier creación posterior que pudiera
perturbar sus tesis. Los otros profesores dirigían su atención a la literatura inglesa,
atiborrando el programa con Thomas Hardy y William Blake. Cuando Weissner
leyó En el camino de Jack Kerouac, que era muy conocido en Europa en aquella
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y dibujos clavados con chinchetas en la pared, oyó una voz, una voz que conocía
a través de una cinta que Hank le había enviado: «Amigo,1 creo que tienes mierda
en las orejas.» Weissner se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un
Bukowski que sonreía de oreja a oreja.
—Sí que estás en forma para la edad que tienes —dijo Weissner.
—Hombre, alguna que otra vez me han dejado fuera de combate —replicó
Hank mientras le daba a Weissner una de las cervezas frías que acababa de traer
—. Si no hubiera pensado que eras tú, ahora mismo tendría otra cosa en la mano
—dijo Hank, sonriendo. Y añadió—: Siento no haber podido recogerte en el
aeropuerto.
Le contó a Weissner que la noche anterior había estado en una emisora
local de radio alternativa, la KPFK, con un micrófono enfrente y una botella de
aguardiente matarratas mexicano en la mano.
—Dije estupideces hasta que me caí de la silla. Después ya no me acuerdo
de nada.
Le explicó que le habían dado un puñado de píldoras rojas.
—¡Rojas! Y alcohol. ¡Una combinación horrible! Te lo aseguro. No hay
cabrón que aguante eso.
Y siguió diciendo:
—Cuando has perdido todo el sueldo del mes en las carreras y vuelves a tu
casita llena de mierda a las diez de la noche, y te sientas ante la máquina, es
puñeteramente difícil escribir cualquier tipo de gilipollez bonita de color de rosa.
Hank empezó a hablar, como siempre, de los bares, los caballos, los años
de vagabundeo, de Jane, y de su hija Marina, a la que seguía visitando con
frecuencia después de que él y Frances arreglaran las cosas para vivir separados.
Luego le explicó algo muy personal sobre su percepción del mundo: que en todos
aquellos años de ir de un lado a otro y de hacer trabajos temporales, había elegido
deliberadamente usar un vocabulario limitado en su obra.
—Con ese poquito he intentado sacar lo que había dentro. Aparte de eso,
sólo soy un caso más de suicidio en un agujero infestado de bichos o en un
Plymouth quemado en el fondo de Laurel Canyon, o en el mar o en la vía del
tren...
Todo lo dicho por Hank hizo que el viaje desde San Francisco valiera la
pena para Carl Weissner. «Estaba asombrado de que Hank hablara con la misma
claridad con que escribía. No añadía ninguna floritura literaria. Salía directamente
de él, hablaba sin rodeos.» Weissner escuchaba atentamente mientras Hank se
quejaba de la imagen que otros estaban creando de él.
—Lo que no me gusta —dijo Hank— es esa imagen de mierda, esa imagen
mía a lo Humphrey Bogart, o esos que me adoran como un Hemingway totalmente
loco, o como un dios barriobajero de las alcantarillas de Los Ángeles, o lo que
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sea... Parece que muchos de los que leen mis cosas no lo tienen claro.
Hank le contó a su invitado algunas cosas de los largos años que había
vivido en barrios pobres y añadió:
—Todavía vivo en los barrios bajos de Hollywood, igual que antes, pero lo
sé perfectamente. Ahí aprendí a trabajar, y por eso no me doy ninguna prisa en
cambiar nada... Algunos bares donde me fían, unas pocas revistas y una pequeña
cocina...
Más adelante Weissner hizo uso práctico de su visita. Cuando años más
tarde publicó un libro de poemas de Bukowski, que se convirtió en un best-seller
de poesía en Alemania, incluyó una introducción en la que explicaba este episodio.
Reproducía la conversación con Bukowski y ofrecía una inapreciable información
biográfica junto con unas ideas muy certeras sobre las cualidades que hacen
importante esa poesía. En esa descripción de Hank decía: «Allí estaba, de pie.
Aproximadamente, 110 kilos. Hombros anchos y caídos, las piernas arqueadas,
pantalones raídos, una camisa de cuadros sudada, desabrochada por delante.» A
continuación examinaba la cara «destrozada» de Hank y decía que «contra aquello
probablemente hasta Eddie Constantine habría tenido dificultades». Pero
Weissner tenía más trabajo que hacer aparte de traducir a Bukowski. Cuando
volvió a Alemania publicó una antología de obras de técnica de cut-up, que incluía
a Claude Pelieu, Jan Herman y William Burroughs, entre otros. También sacó un
número final de Klacto. Un editor que vivía en Darmstadt, J. Melzer, financió la
revista y ayudó a que salieran tres mil ejemplares. Poco después Weissner tradujo
Exhibición de atrocidades, de J. G. Ballard, una obra que considera decisiva en el
pensamiento del siglo XX. En su mente siempre estaba en primer plano la imagen
de Bukowski.
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Cuidado con
El Hombre Corriente
con la Mujer Corriente
CUIDADO con Su Amor
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No Quieren La Soledad
No Entienden La Soledad
Intentarán Destruir
Cualquier Cosa
Que Difiera
De Lo Suyo.
Al No Ser Capaces
De Crear Arte
No Entenderán
El Arte
Cuando John Martin se presentó ante la puerta de Bukowski, éste supo que
iba a pasar algo importante. Aquel Martin de hablar suave dirigía una compañía de
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muebles y material de oficina en Los Ángeles, pero pronto habría de volcar sus
energías en la creación de una editorial independiente dedicada a publicar
espléndidas ediciones de poesía contemporánea. Aunque no estaba metido en los
círculos literarios locales, el conocimiento de Martin sobre la literatura
contemporánea y su pasión por ella eran arrolladores. Coleccionaba libros raros y
tenía una biblioteca impresionante.
Martin no había recibido una formación universitaria tradicional. Era
autodidacta en materia de escritores modernos. Había comenzado con los clásicos
en una biblioteca que heredó de su padre, un abogado que murió en un accidente
de coche en 1939, y fue progresando hasta llegar a escritores modernos como
Kenneth Patchen y Henry Miller. Admiraba en particular la sencillez en la forma y
el significado de Hojas de hierba de Whitman y creía que Trópico de Cáncer y
Trópico de Capricornio de Miller eran auténticos clásicos norteamericanos, igual
que Moby Dick de Herman Melville.
Martin había leído por primera vez a Bukowski en The Outsider y se percató
de su talento inmediatamente. Pensó que un poeta como él merecía un público
mucho más amplio. Cuando se enteró de que Bukowski vivía en Los Ángeles, le
solicitó una entrevista. Intrigado por la petición de Martin, Bukowski contestó a su
carta diciendo que podrían verse después de Navidad.
Cuando visitó a Bukowski, Martin ya sabía que quería abrir una editorial,
aunque apenas sabía la diferencia que existe entre un editor y un impresor.
Cuando llegó, la puerta estaba abierta, y miró a través de la tela metálica la
habitación poco iluminada donde Hank estaba escribiendo a máquina. Cuando
Martin llamó a la puerta, Hank salió a recibirle, y le dijo: «Muy bien, pase.» Al
entrar, Martin se fijó en las latas de cerveza, los papeles desparramados por todos
los lados, una estantería desvencijada, una mesa en el rincón opuesto cubierta de
sobres, revistas y más latas de cerveza. A un lado estaba la máquina de escribir de
Hank. Cuando empezaron a hablar, Martin quedó impresionado por la voz suave y
amable de su anfitrión así como por su cortesía. Martin sacó en seguida a relucir
su idea de publicar. Le explicó que quería hacer una serie de librillos y que pagaría
treinta dólares por poema.
Hank aceptó. Como Correos no pagaba bien en aquella época, eso
representaba una cantidad sustancial de dinero para él.
«Puede decirse que cuando Hank y yo nos conocimos fue como cuando el
señor Rolls conoció al señor Royce antes de que hicieran los coches», recuerda
Martin. Cuando le preguntó si tenía más material para publicar, Martin descubrió
una mina literaria sin explotar: el poeta fue hacia el armario, apartando de un
puntapié un par de botellas de cerveza que había en su camino, y abrió la puerta.
Allí había un montón de copias en papel cebolla. El montón tenía por lo menos
ochenta centímetros de alto. Al verlo, Martin pensó: «Dios mío, con este tipo no
hay que estar esperando a que escriba. Se puede coger lo que se quiera de esta
tremenda reserva.»
Martin ya había elegido un nombre para su editorial, Black Sparrow Press.
No tenía muchos recursos aunque, para Hank, su aspecto era el de un hombre
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Bueno, ¿veis lo que pasa cuando un par de polis me para cuando salgo
a comprar cigarrillos? quiero cambiar toda la estructura penal y social,
pero no me malinterpretéis: no digo que el conductor borracho sea un
ciudadano superior... pero sí afirmo que hay demasiados casos en que un
hombre puede llegar a su casa sin hacer daño ni a una mosca y le paran y
lo meten en la cárcel; porque cuando hay cárceles, hay que usarlas...
supongo que al final mi padre vio al Hombre de Hielo en mí, pero sacó
provecho para sí mismo de esa situación. «A los niños debe vérseles pero
no oírseles», exclamaba, para mí eso no era ningún problema, yo no tenía
nada que decir, no me interesaba, era de hielo, al principio, después y
para siempre.
empecé a beber cuando tenía alrededor de 17 años con chicos
mayores que yo, que vagaban por las calles y robaban en las estaciones
de servicio y en las tiendas de vinos, creían que mi rechazo frente a todo
era por falta de miedo, que el que no me quejara era la expresión de mi
valentía, tenía éxito pero no me importaba si lo tenía o no, era de hielo, me
ponían grandes cantidades de whisky, de cerveza y de vino delante, me lo
bebía todo, no había nada que pudiera emborracharme, emborracharme
de verdad y del todo...
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a William Wantling:
Quizás porque creía que no era el único que se daba cuenta de sus
dificultades, y sabía que quería terminar su novela, solicitó una beca Guggenheim
de seis mil quinientos dólares, pero le fue denegada. Dada la notoriedad de sus
columnas en el Open City, las autoridades de Correos decidieron darle un
pequeño empujoncito al viejo Señor Insolente, el clasificador de correspondencia
Charles Bukowski, para que decidiera si quería continuar trabajando haciendo un
recorrido largo como cartero. Recibió una citación para presentarse en el
departamento de personal. Se corrió la voz por el edificio. ¿Se vendría abajo el
viejo Insolente? Si lograban que Bukowski pasase por el aro, lo lograrían con
cualquiera.
Fue a la entrevista. Siguiendo una triquiñuela burocrática corriente, le
tuvieron durante cuarenta y cinco minutos en la sala de espera. Cuando le dijeron
que entrara por un laberinto kafkiano y encontró el camino a la pequeña sala de
conferencias, vio el asombro reflejado en las caras de sus interrogadores.
Esperaban a un hombre más joven, posiblemente a un hippie con collares y pelo
largo. En cambio llegó el Señor Los Ángeles. Un hombre que debía de tener más o
menos la misma edad que ellos, con la cara llena de cicatrices y el pelo peinado
impecablemente hacia atrás. Tan educado como podía ser cualquiera.
Primero le preguntaron si era verdad que no estaba casado con la madre
de su hija. «Es cierto», dijo. «No estamos casados.» Cuando le preguntaron cuánto
dinero le pasaba a su hija dijo que nada, argumentando que aquello no era asunto
de ellos. Entonces un señor mayor, elegantemente vestido y con una expresión
seria en el rostro, fue hasta un armario y regresó con varios ejemplares del Open
City. Parece que un compañero de trabajo de Hank se los había llevado a los
jefes.
«Me estaban esperando. Les dije cosas que no eran agradables para los
oídos comunes», comenta Bukowski. «Estaba realmente tranquilo. Cuando me
preguntaron si yo era el que escribía las columnas tituladas "Escritos de un viejo
indecente", dije. "Sí, claro".» Después, para intimidarles, habló de la Primera
Enmienda, y siguió con una expresión de asombro y la pregunta: «¿Quieren
ustedes decir que no puedo escribir lo que quiera? ¿Están sugiriendo que ya no
puedo escribir más?» Mencionó la Confederación Norteamericana de Libertades
Civiles, para intimidarlos aún más, dándose cuenta de que ya les había metido un
poco de miedo en el cuerpo. «¡No sé qué vamos a hacer con usted!», dijo uno de
aquellos señores. Todo el mundo se dio la mano y Bukowski regresó a su trabajo.
Poco tiempo después le volvieron a citar para una segunda entrevista. En la
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reunión uno de los interrogadores le contó que tenía dos hijos que iban a la
Escuela de Periodismo y que nunca escribirían cosas como las columnas del
Open City. Bukowski le dijo: «No se preocupe. Aunque quisieran hacerlo, sus hijos
nunca escribirán así.» Una vez más, las autoridades no lograron ningún progreso.
Otra vez volvieron a darse la mano, se sonrieron y se despidieron. «Dios mío, era
como si fuéramos todos viejos amigos que se habían reunido para decir
gilipolleces un rato», recordaba Bukowski.
Se convirtió en un héroe. Se difundió la noticia de que se había enfrentado
a las autoridades. Cuando llegaba a trabajar por las mañanas los empleados
murmuraban: «Eh, ahí va Bukowski», o «Mira..., tío, ése es el tipo que escribe en el
Open City. Él iba de listo y sabelotodo. La gente se le acercaba y le contaba
historias. Pero ahora los supervisores le temían y advertían a los empleados: «Eh,
no habléis con él.» Como dice Bukowski: «La palabra impresa causa miedo a todo
el mundo. Se me señaló que uno de los tipos que me entrevistaban era de
Washington. Me dijo: "¿Ha escrito usted esta columna?" y yo le dije: "Sí."»
Bukowski empezó a enviar poemas a John Martin de forma regular. The
Days Run away Like Wild Horses over the Hills (Los días huyen como caballos
salvajes por las colinas) apareció en 1969. Era una recopilación de poemas de los
primeros cuatro libros de Bukowski, que incluía Poems and Drawings de Epos y
varias obras recogidas de un sinfín de revistas de poesía. Martin eligió el orden de
publicación de los poemas y dividió el libro en tres partes. En todas las siguientes
selecciones de poemas de Bukowski, Martin siguió el mismo método de dar un
orden a los poemas y después enviárselos a Bukowski para su aprobación.
John Martin describe su relación con Bukowski como la de «dos caballeros
que quedan para tomar café». El poeta solía decir a sus amigos: «Martin es un
hombre de una pieza. No me ha defraudado nunca.» Para un hombre que
desconfiaba de los motivos de los demás aquello significaba casi un voto de
confianza. Su relación era muy profesional. Parecía que Martin provocaba un
sentido de corrección en Bukowski. Nunca durante aquellos primeros años, ni
después, le habló Bukowski a Martin de su infancia o de sus historias con las
mujeres. Cuando hablaba de asuntos personales con Martin, se trataba
normalmente de desahogos sobre una discusión con algún amigo.
Para Hank, John Martin era como un ancla en su vida, un puerto seguro.
Saber que Martin llevaba el timón de Black Sparrow Press con firmeza le daba a
Hank una sensación de seguridad, y sobre todo le gustaba la idea de que, al
principio, el mismo Martin había empaquetado y enviado sus libros. Al haber
trabajado muchas veces como empaquetador en su juventud, Hank apreciaba esta
clase de participación manual.
Animado por su éxito como columnista, Hank pensó más seriamente en
dedicarse exclusivamente a escribir. Seguía bebiendo tanto como siempre, sobre
todo cerveza Miller, que compraba en cajas de seis en una tienda de vinos a
pocas manzanas de su apartamento. El dueño y él hablaban de las carreras de
caballos mientras le iba despachando cerveza, puros y cigarrillos, tres cosas a las
que Hank invitaba a sus visitas, cada vez más numerosas. Luchaba
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literarias y las que están más establecidas, con un aplomo muy cínico, típico de
Bukowski. Lo que le dice a Ferlinghetti es, de forma condensada, parte de su
repertorio de siempre, en el que ataca a todo el mundo literario, dejando tras de sí
una carnicería mientras su retórica derriba toda las fortalezas del atrincherado
éxito literario. Escribe:
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llama a la policía
llama a los ratones
llama al f b i
llama a las horas de las putas durmientes
llama pidiendo clemencia
llama a mamá...
…
cuéntame sobre los negros
cuéntame sobre los idiotas mongólicos
cuéntame sobre la compañía del gas —...
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decidió mudarse a una comuna en Nuevo México llamada New Buffalo, cerca de
la ciudad de Río Hondo. Hank manifestó que estaba en profundo desacuerdo:
quería que su hija se instalase en un sitio, pero no en uno en el que sus habitantes
estuviesen marcados por una ideología definida. Hablaba a sus amigos con
desdén de Frances y su comuna hippie del suroeste.
Como la vida en New Buffalo se hizo casi insoportable durante los crudos
meses del invierno, Frances se trasladó a Placitas, Nuevo México. Hacía alubias
todos los días en una gran olla para todas las personas con las que compartía una
gran casa. Su pequeño cheque mensual daba de comer a todo un grupo de gente
hasta que le robaron el dinero, presumiblemente alguno de los residentes en la
casa. Se volvió al Este a visitar a su familia, donde organizaron una fiesta de
cumpleaños para Marina. Frances se mantenía siempre en contacto con Bukowski
desde donde estuviese viviendo, asegurándole que su hija se encontraba bien de
salud y en todos los demás aspectos.
A principios de 1969 madre e hija se mudaron al área de Silverlake, Los
Ángeles, y de allí volvieron a trasladarse a Mar Vista. Durante el año 1969-70
Marina, que tenía seis años, no fue al colegio, decisión que Frances tomó por su
cuenta. Bukowski había comentado que prefería que su hija no fuera al colegio,
pero no conocía ninguna alternativa práctica para ello. Unos años antes había
dibujado una tira cómica para el Open City en la que aconsejaba a Marina que no
fuera jamás a la universidad. En sus discusiones con Frances, sin embargo, le
había dicho que quería que, mientras tanto, la niña volviese al colegio para recibir,
al menos, una formación básica.
Al año siguiente Frances y Marina vivieron en Garden Grove con la madre
de Frances. Fue un traslado provocado por necesidades económicas. Una vez allí,
Marina volvió a ir al colegio.
Una vez instalada en la zona de Los Angeles, Marina iba al apartamento de
su padre una vez a la semana. Él pasaba por el colegio a recogerla, y jamás dejó
de llegar a la hora, aunque hubiera estado borracho la noche anterior o tuviera una
resaca terrible. Marina recuerda que «respetaba que otros fueran imprevisibles,
pero él siempre era puntual... Y estaba conmigo de verdad. Hablaba conmigo e
íbamos a comer juntos a algún sitio, a veces a la playa. Me hablaba de la vida,
aunque yo no era más que una niña pequeña. No me ocultaba nada.»
Hank sintió alivio cuando Marina se instaló definitivamente en Santa
Monica. Cuando se hizo mayor y participaba en las funciones del colegio y en
otras actividades, él iba y se sentaba entre el público. Marina no sabía que su
padre podía sentirse cualquier cosa menos cómodo, allí apiñado con los
representantes de la Asociación de Padres y Profesores y la gente de Santa
Monica.
Ella tenía la sensación de que su padre era diferente de todos los padres
que conocía: «Al ser una niña criada fuera de las normas sentía que nosotros
teníamos algo especial de lo que todos los demás carecían...» Por aquel entonces
no había muchos niños con padres divorciados y aquello en sí mismo y sumado a
lo demás la hacía sentirse diferente. En algún momento se preguntó
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conscientemente si habría estado mejor con un padre que fuera todas las
mañanas a trabajar vestido con traje y corbata y un maletín en la mano. «Pensaba
realmente en eso. Me gustaba un padre como Hank no sólo por una cuestión de
fidelidad, sino porque le veía como a una persona, un amigo; no sólo como a mi
padre, no simplemente como a alguien con el papel de padre.»
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del Bridge, echaba pestes de «esos tontos del culo que van a los recitales de
poesía..., corazones solitarios..., gente que no tiene otra cosa que hacer». Dentro
había muchos poetas conocidos de Los Angeles hablando entre sí, prometiéndose
una noche desenfrenada. Hank se detuvo al borde del precipicio. Atravesó
pavoneándose la multitud que había en el hall, preparado para cualquier cosa.
Antes de empezar a leer, hizo algunos comentarios para provocar al público. Un
ciclista de pelo largo gritó: «¡Corta el rollo!» Enorme y con barba, John Thomas
estaba sentado con aire amenazador, como a punto para pasar a la acción si se
presentaba la necesidad.
Cuando la multitud se calmó, Hank se aclaró la garganta y bebió un largo
trago de cerveza. «Muy bien. Empecemos esto», dijo. Su voz resonante, metódica
y tranquila llenó la sala. Dominaba la situación y mantuvo el control durante todo el
recital, sin perder nunca el ritmo. Entre el público había poetas curtidos, muchos
hippies, con aire soñador frente al gurú empapado de alcohol, y algunos
profesores de facultades universitarias. Aquella tarde Hank leyó muchos poemas
directamente de las galeradas de The Days Run away Like Wild Horses over the
Hills.
De vez en cuando Hank hacía una pausa para beber. Miraba a John
Thomas en busca de apoyo moral, y seguía leyendo. Muchos de los poemas eran
conocidos por sus seguidores, mientras que otros acababan de salir de la
ametralladora de su máquina de escribir. «Muy bien, allá va... Atención...», dijo Hank
al comenzar uno de los poemas de los días de la editorial Loujon Press. Después
del recital no ocultaba su regocijo. «Bueno, qué cojones. Los dioses han sido
buenos conmigo. No sé hacerlo mal.» Hablaba así mientras iba conduciendo de
vuelta a su apartamento, pero después empezó a quejarse de que no tenía mujer.
Pocas horas más tarde, volvió a pensar en el recital y recordó lo difícil que le
había resultado ponerse frente a tanta gente que no significaba nada para él.
Pensó, sin embargo, que dar recitales podía convertirse en un negocio rentable
que podría ayudarle a mantenerse a flote financieramente. Había habido tal
multitud que mucha gente había tenido que marcharse. La noche siguiente Hank
dio un segundo recital en el Bridge frente a un público de iguales proporciones.
En enero de 1969, Essex House, una editorial del norte de Hollywood
especializada en libros pornográficos, publicó una colección de relatos de
Bukowski del Open City: Escritos de un viejo indecente. Los veinte mil ejemplares
publicados no tardaron mucho tiempo en desaparecer de las estanterías de las
librerías. Aquel éxito era el resultado de la aparición de Hank en los periódicos
underground de Los Angeles y ayudó a aumentar su condición de figura de culto.
Considerados en conjunto, los relatos resaltan cómo Bukowski lucha con su
propia sombra al borde de la desesperación, entre gente grotesca y situaciones
aún más grotescas, y sin embargo sale de ello con pleno dominio de sí mismo,
incluso cuando se retrata como un perdedor. Bukowski crea iconos formidables de
las situaciones más corrientes, inundándolas de pasión y humor. Son las noticias de
las calles de Los Angeles presentadas a puñetazos fuerte y rápidos, que hurgan en
la superficialidad de nuestra cultura, en la mentalidad cerrada y uniforme de la
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días. Le preocupaba el pago del alquiler, aunque sólo ascendía a 37,50 dólares al
mes. Pero, sumado a la cantidad que tenía que pasar a su hija, el dinero para el
hipódromo y el de la cerveza, sus gastos no eran tan bajos. John Martin le
pasaba una pequeña cantidad mensual para ayudarle a mantenerse y le prometió
aumentar la cifra con el paso del tiempo. Más adelante Hank recibiría una
jubilación y además tenía una cantidad ahorrada que le ayudaba a mantenerse sin
problemas. Así que, reuniendo todo el coraje, decidió escribir una novela.
Hank se lanzó a escribir Cartero al día siguiente de abandonar su empleo,
dejando que las palabras brotaran directamente de él: acabó el manuscrito en
menos de tres semanas. De vez en cuando llamaba por teléfono a John Martin y le
aseguraba que no le decepcionaría. Al final había escrito 120.000 palabras, que
redujo a cerca de 90.000. El proyecto le permitió repasar todos aquellos años de
sufrimiento como funcionario de Correos. Revivió cada incidente con distancia,
libre como estaba ahora de reglamentos, normas, supervisores y compañeros de
trabajo. Respecto a lo que escribió sobre su trabajo dice: «Era imposible escribir
sobre él como lo hice en Cartero hasta no haberlo dejado. Sólo entonces, al
repasar aquella época, fue cuando las cosas salieron solas.» En Cartero compara
el dejar el trabajo con escaparse de la cárcel; escribir aquella novela fue como una
liberación catártica, un medio de salir por fin de una mala situación.
El día que empezó la novela, Hank entró en una especie de trance, y no se
tomó ni un día de descanso hasta que acabó. Empezaba a escribir a las dos y
media de la tarde y seguía hasta medianoche, en que paraba, salía un rato y
comía algo. Iba revisando a medida que iba escribiendo. «En aquello me pasaba el
día entero, era muy agradable estar allí porque podías ver pasar a la gente por la
acera..., sabías que ahí estaba el mundo: yo escribía aquellas páginas y luego me
tumbaba en el sofá y caía muerto. Después, por la mañana, leía diez o doce
páginas... y quitaba toda la jerigonza. Normalmente encontraba más paja en las
últimas páginas que en las primeras. Bueno, uno se cree mágico y un genio...» El
día que acabó el manuscrito, el 21 de enero de 1970, telefoneó a Martin:
—Ya está hecho.
—¿Qué es lo que está hecho? —preguntó Martin, realmente sin enterarse.
—Mi novela. Ven a buscarla.
—¿Cómo se titula?
—Cartero.
En Cartero, Chinaski aparece como un hombre que no tiene miedo, que no
se somete a órdenes injustas, ni se deja vencer por el sistema o sus
representantes. Al jefe, Johnstone, le llama «Stone» (piedra) en su propia cara, a
diferencia de los otros, que sólo usan ese nombre a espaldas del temido
personaje. En represalia por la rebeldía de Chinaski, Stone le manda de vuelta a
casa, día tras día, sin asignarle ningún trabajo. Por fin le asigna la ruta de reparto
más dura de todas. Chinaski se decepciona constantemente ante el fracaso de
otras personas cuando son decentes. Llega a esperar la indecencia y se
sorprende cuando demuestran ser hombres de palabra, hombres dignos. El propio
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ningún adorno.» Martin señala que Bukowski siempre tiene razón en los asuntos
relacionados con la publicación, y subraya que «Bukowski golpea realmente bien;
un izquierdazo directo a la mandíbula es su golpe más certero».
La publicación número noventa y nueve de Black Sparrow, Cartero, se
transformó inmediatamente en un best-seller El impresionante catálogo de
publicaciones de Martin, que había comenzado con los libritos de Bukowski,
competía fácilmente con el de cualquier otra editorial pequeña del país. La novela
se convirtió en el éxito máximo no sólo para el autor sino también para el editor.
Martin la publicó en enero de 1971, un año después de que Bukowski cruzara la
puerta de Correos por última vez. La edición de dos mil ejemplares en rústica se
agotó rápidamente, lo cual provocó una nueva edición y, con el paso de los años,
la venta de cuarenta mil ejemplares.
Cuando Cartero estaba a punto de publicarse a finales de 1970, Linda King,
una morena angelical que habría de convertirse en la novia de Hank, fue al Bridge
una noche para escuchar un recital de un escritor cuyo nombre no recuerda. Le
presentaron a Peter, el dueño, y empezaron a hablar sobre los escritores de Los
Ángeles. Linda le preguntó cuál creía que era, en ese momento, el poeta que mejor
escribía en Los Ángeles. Él contestó que era Charles Bukowski. Linda cogió un
ejemplar del primer número de Laugh Literary and Man the Humping Guns que le
dio Peter. En aquel ejemplar había un poema de Bukowski titulado «Los tremendos
pinchazos de un sol lleno de clavos». A Linda le gustó lo que leyó. Cuando llegó al
verso «Dios te lame el culo», empezó a cuestionarse las preferencias sexuales del
poeta. Frente a la puerta del Bridge, le preguntó a Peter si Bukowski era
homosexual. Peter dijo que no lo sabía. Inesperadamente, aparecimos por allí
Hank y yo. Peter nos vio en el aparcamiento del mercado, justo frente al Bridge.
Acabábamos de bajarnos del coche de Hank y estábamos peleando en broma en el
aparcamiento, haciendo mucho ruido, con la esperanza secreta de llamar la
atención.
—Justamente ahí llega Bukowski —le dijo Peter a Linda.
Yo llegué primero a la puerta y Peter me dijo que aquella mujer quería saber
si Hank era homosexual. Para no ser menos que el loco de Peter contesté:
—Bueno, conmigo no se lo monta.
Linda observaba a Hank mientras éste se acercaba pavoneándose hacia la
puerta y entraba. Peter, él y yo nos sentamos en un colchón en el centro de la sala
cuando comenzó la lectura. Hank y yo empezamos a hacer comentarios
sarcásticos, primero por lo bajo y después lo suficientemente alto como para que lo
oyese todo el mundo. Linda, que había ido con su hermana Geraldine, estaba
sentada en el rincón opuesto a nosotros. Nos estábamos divirtiendo a base de
cerveza, vino y charla.
Pocas semanas más tarde Linda volvió al Bridge y se encontró con un
recital de un nefasto poeta con acompañamiento de flauta. Se volvió hacia Peter y
le preguntó:
—Dios mío, ¿es que nunca pasa nada divertido en esta ciudad?
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y yo le di amor
un amor con el que él
quería acabar
una vez por semana...
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energía sin fronteras con el que ella podía medirse. Le encantaba combatir y
ponerse a sí misma a prueba con las armas de él: el ingenio y la ironía.
Hacia el otoño de 1971, Hank decía: «Quise romper con Linda desde el
principio. Fue ella quien llamó a mi puerta y se abalanzó sobre mí. He intentado
huir de ella. He utilizado todas las excusas posibles. El decidirme por este juego
de la literatura significaba poner sangre sobre las líneas del papel. Eso quiere
decir que no hay trampa en el mundo que pueda impedirme escribir como siento.
Entonces esa hermosa mujer llegó y me tendió una trampa. Me besó y me amó.
Después de aquello, y antes de aquello, yo sabía que habría trampas.» Y sigue
diciendo: «Ella, con toda su belleza y su cuerpo y todo, quería mi alma. Quería mi
alma rápidamente. Sabía que yo era Bukowski, el tipo duro. Entró deliberadamente
en mi vida. Mírame, mírame la cara, el corazón, tú me conoces. En realidad no soy
duro.»
Durante una época particularmente difícil con Linda, Hank empezó a salir
con Liza Williams, que se había convertido en un personaje muy conocido en el
mundo de la prensa underground. De hecho, cuando comenzaron a salir, los dos
escribían para Los Angeles Free Press, el periódico alternativo de mayor tirada de
la ciudad. La columna que firmaba ella parecía parodiar a menudo la de Bukowski,
pero no dejaba de tener un estilo ingenioso propio. Una de sus historias, aparecida
en el número del 30 de junio de 1972, habla de la dificultad de vivir con un genio y
nos brinda a un personaje llamado «Hunk» que se parece sospechosamente a
Bukowski. En respuesta a las teorías enigmáticas de personajes femeninos sin
nombre, Hunk dice: «Me estáis poniendo enfermo, con vuestra insensibilidad
sentimental...»
Hank conoció a Liza Williams durante la década de los sesenta, cuando ella
y su novio fueron a visitarle varias veces. Desde el primer momento la consideró
una empresaria hippie que hacía y deshacía a su antojo; una mujer que
participaba en todo. Parecía que conocía a toda la gente adecuada en el mundo
underground, poetas, dibujantes, activistas políticos, músicos. Trabajaba al mismo
tiempo para Capital Records y para una importante compañía discográfica británica.
En algún momento del invierno de 1972, Hank se topó con ella cuando iba
a entregar un artículo que había escrito para una revista no literaria de Hollywood.
Linda le acompañaba. Al salir de la oficina vio a Liza dentro de su coche, un
Mercedes recién estrenado. Se acercó a preguntarle qué tal le iba. Hablaron
durante unos minutos. Durante la conversación Liza le dijo que vivía sola y que
necesitaba un novio nuevo. Él le dio su número de teléfono y le dijo que le llamara
algún día. Linda apenas podía contenerse. Sabía que si ella le hubiera dado su
número de teléfono a un hombre, Hank se habría vuelto loco. Le dijo que era obvio
que, tarde o temprano, él llamaría a Liza.
Aquella tarde Hank fue a una carrera de trotones y ganó un montón de
dinero, y logró olvidarse de Linda durante un rato. Sin embargo no pudo resistirse
y la llamó desde el hipódromo para provocarla con su victoria y para que se
enterase de que se las podía arreglar sin ella. Cuando contestaron al teléfono, se
puso a gritar que era un ganador y que quería terminar su relación con ella. Paró
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para coger aire y una voz tranquila y perpleja le informó que ella era la que
cuidaba a los niños. Linda había salido aquella noche. Aquello le enfureció. Había
pensado que iba a lograr fastidiarla, irritarla de un modo definitivo, y en cambio ella
le había devuelto la jugada. Mientras volvía a casa desde el hipódromo se
imaginaba a Linda saliendo a disfrutar de una noche álgida de sexo desenfrenado.
Estaba tumbado en la cama a la mañana siguiente cuando sonó el teléfono.
Linda le comunicó que había ido a bailar. Cuando acabaron de lanzarse extensas
diatribas, Hank colgó de golpe el teléfono, se metió en el coche y se dirigió a casa
de Linda con el busto que ella le había hecho: un ritual que se había vuelto
legendario para sus amigos.
Se reconciliaron, pero pronto comenzaron a crecer otra vez los problemas.
Un día Hank pasó por casa de ella y se encontró con que estaba vacía. Abrió la
puerta, entró y vio que sólo quedaba el aparato de aire acondicionado que él le
había prestado. Junto a éste descubrió una nota en la que ella le comunicaba que
se había marchado porque era lo mejor. Se acordó de Liza Williams y decidió
llamarla por teléfono. Ella le invitó inmediatamente a que fuera a visitarla a su casa
de Hollywood Hills.
Liza era unos ocho años mayor que Linda King, que tenía alrededor de
treinta y cinco años. A diferencia de Linda, vivía casi exclusivamente en el mundo
enrarecido de fiestas de la industria de la música y conversaciones sobre grandes
contratos discográficos. Hank estaba entusiasmado con ella, aunque le
disgustaban la mayoría de sus amigos; le parecían farsantes desesperados que
trataban de conseguir la pequeña fama o fortuna que pudiera lograrse en el
mundo de la música hip.
Una vez que Hank fue a casa de Liza, que compartía su hogar con otra
mujer, ella le animó a que hablase abiertamente de su relación con Linda. Admitió
francamente que la echaba de menos, a pesar de todos sus problemas. Le habló
de las acusaciones salvajes que ambos se hacían, de las llamadas telefónicas
demenciales y desesperadas, y de cómo iba a su casa con el busto cada vez que
tenían una pelea particularmente violenta. Le dijo a Liza que no creía que pudiese
recuperarse nunca de aquella pérdida.
En aquellos momentos Linda se encontraba en Utah. Se dedicaba a escribir
y a esculpir, y también preparaba un libro de poesía que publicaría la editorial
Vagabond Press, de John Bennett. Hank le mandó una carta a la dirección que
ella le había dado, para informarle que Liza Williams y él estaban juntos. Linda no
se tomó bien la noticia, y contestó con una carta enfurecida.
Hank ya había decidido que Liza tenía una buena figura y una cara bonita.
Era menos antagónica que Linda King. «Liza es menos irritante», me comentó una
vez. «Con Linda tengo que estar en guardia. Siempre está pavoneándose por todos
lados», decía. «Quizás sea porque Liza es mayor o algo así; puede que sea eso.»
Mucho de lo que a Hank le parecían coqueteos de Linda no era más que su
exuberancia natural, exactamente aquello por lo que él se había sentido atraído en
un principio. Además, a medida que Linda cobraba una mayor conciencia de sí
misma como poeta y pasaba mucho tiempo con otros poetas, principalmente
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viendo, Linda King.» Hackford se daba cuenta de que Liza colmaba a Hank de
regalos y le había introducido en un tipo de vida fácil. Por otro lado, según
Hackford, estaba la «joven y apasionada Linda», a quien Hank echaba de menos.
Inevitablemente, dicho triángulo se convirtió en uno de los temas importantes de la
película, igual que la bebida, el hipódromo y su poesía.
Para Hackford, Hank se convirtió en una especie de escuela para
graduados. Admiraba el hecho de que el viejo no tratara de ocultar sus rarezas y
fracasos, incluso después de haber dado su consentimiento para la película.
Siguió siendo como era, confiándole a Hackford su confusión emocional sobre las
mujeres de su vida. El joven percibió que el aspecto mujeriego de Hank era una
especie de divina comedia orquestada, escrita y dirigida por Charles Bukowski. «Le
daba vueltas al puchero constantemente. Siempre intentaba provocar algún tipo
de crisis en Liza o en Linda», señala Hackford. Decía: «Ay, estas mujeres están
locas. Van a acabar conmigo.» Sin embargo, Hackford tenía la sensación de que
Hank disfrutaba creando situaciones de enfrentamiento emocional, lo cual
alimentaba su arte y le proporcionaba material para escribir. Para Hackford estaba
claro que Hank no cesaba de provocar una situación tras otra, y describe aquello
como «una ópera maravillosa» que se desarrollaba continuamente. Las dos
mujeres sabían que Hank manipulaba sus emociones, pero a pesar de todo lo
aceptaban.
A medida que Hackford observaba a Hank más de cerca, se convencía de
que la fama de hombre que odiaba a las mujeres que el escritor tenía en ciertos
círculos era injustificada. Le parecía más bien un individuo fascinado, incluso
obsesionado, por la lucha de los sexos, tanto como lo había estado en uno de los
héroes de Hank, James Thurber. Sabía que las mujeres en la vida de Hank
tendrían que ser un tema importante en su futuro documental. Lo que quería hacer
era examinar a Hank desde la perspectiva de la confusión que él creaba en su
vida y, al mismo tiempo, hacer que las mujeres con las que Hank había vivido
proporcionaran sus propios comentarios. En la película Hank intentó aparecer
como un ser superior y distante, recostado en su silla, pontificando sobre las
mujeres de su vida y su cautela, mientras ellas le miraban perplejas y describían
cómo las manipulaba en diferentes situaciones. A Hackford le pareció que sus
análisis eran brillantes, y que ellas eran igual de honestas que Hank al referirse a
sus virtudes y debilidades.
Hank reveló a Hackford su constante obsesión por el hecho de tener las
manos pequeñas, casi delicadas, que ofrecían un contraste dramático con el resto
de su cuerpo. Decía que la cara representaba su carácter pero que las manos eran
su corazón y su alma: las manos de un artista. Esta revelación representaba el
tipo de detalle personal que Hackford quería en su película. Quería evitar la
situación que se produce habitualmente en las entrevistas, que tocan los temas
superficialmente. Hank era un sujeto perfecto porque no temía exponer sus
debilidades ni en su obra literaria ni en la pantalla.
Otro aspecto que Hackford vio en Hank, y que sacaría a relucir en la
película, era el del poeta como filósofo de Los Angeles. Mostraba en primer lugar
que lo que había escrito en Cartero, en las columnas del Open City y en su
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poesía, no era sólo mera literatura, sino realmente una reflexión sobre cómo vivía
Hank y cómo su obra surgía directamente de sus propias experiencias cotidianas
luchando con la vida en Los Ángeles.
Poco después del viaje a Catalina se produjo el encuentro entre Hank y
Linda. Una tarde Hank y Liza estaban juntos en De Longpre cuando sonó el
teléfono. Él supo inmediatamente que era Linda. Llamaba desde Utah para decirle
que le echaba mucho de menos. Liza salió de casa mientras Hank y Linda
hablaban. Continuaron durante un buen rato repitiéndose cuánto se echaban de
menos uno al otro y lo bueno que sería volver a estar juntos. Su lucha había
quedado en el olvido. Hank casi podía ver las redondas y sonrosadas mejillas de
Linda y sus ojos picaros. Esa misma tarde comunicó a Liza que iba a volver con
Linda.
Linda regresó a la ciudad con sus dos hijos y su perro. Una de las primeras
cosas que Hank le dijo fue que tenía que ir a ver a Liza por última vez, ya que no
quería dejarla de aquella forma tan dura, sin explicarle las cosas. Linda protestó,
pero él le dijo que sólo se trataba de despedirse.
Fue a ver a Liza y después regresó con Linda, que le sometió a un tercer
grado; cuando lo hubo pasado y la convenció de que lo suyo con Liza no había
sido realmente importante, volvieron a emprender su vida normal; o sea que
empezaron otra vez las discusiones. Una vez más, Hank gozaba con aquello, en
parte divertido aunque también en parte molesto por su incapacidad para llevar
una vida tranquila y equilibrada con una mujer. Quizás no pudiera vivir sin
problemas, aunque solía decirme: «Estas peleas tienen que acabar. No puedo
soportarlas. Estas cosas no me dejan trabajar.» Sin embargo avanzaba en todos
los frentes. Nunca dejó de dedicarse a su trabajo a pesar de todas las dificultades
que tenía en su vida personal. Poesía y prosa continuaron fluyendo de su máquina
de escribir.
El 1 de junio de 1972, John Martin publicó Mockingbird Wish Me Luck (El
sinsonte me desea suerte), un libro que incluía «El sinsonte», uno de los poemas
favoritos del editor. «Bukowski es directo. Es capaz de revelar una verdad tan
rápidamente... Nunca había encontrado eso en poesía. Ha sido como estar
cavando en la ladera de una colina y que, de pronto, tu pico se tope con una sólida
pepita de oro.»
El uso que hace Bukowski del habla corriente realza la idea dramática
presentada en «El sinsonte»; la visión realista se enfrenta a una aceptación
objetiva de la vida. Bukowski es el observador tranquilo que no fantasea, un
periodista poético que simplemente nos presenta los hechos. Evoca el mismo tipo
de imágenes que podemos encontrar en algunos de los poemas cortos de
Robinson Jeffers, el animal en lucha con los de su propia especie y los de otras
especies, o con las fuerzas de la naturaleza. A diferencia de Jeffers, Bukowski
encuentra los hechos brutales de la naturaleza delante de su propia puerta:
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todo el verano
burlándose burlándose burlándose
provocador y presumido;
el gato se metía debajo de las mecedoras en los porches
la cola brillante
y enfurecido decía cosas al sinsonte
que yo no entendía.
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A principios de 1972 Hank recibió una invitación para dar un recital en San
Francisco, en el Teatro City Lights Poet. Los profesores de inglés de todo el país
aguardaban turno para llevar a Bukowski a sus universidades. Por aquel entonces,
ya había dado recitales en Bellingham, Washington y en la Universidad de Nuevo
México. El evento de San Francisco sería el primero de varios recitales en la
ciudad de los poetas. En todos aquellos recitales Hank hizo todo lo posible para
promocionar su imagen de personaje borracho y loco por el sexo.
Linda fue con Hank a San Francisco y quedó tan impresionada como él al
descubrir que era toda una celebridad, al menos dentro de la comunidad literaria.
Sobre todo porque Erections, Ejaculations, Exhihitions and General Tales of
Ordinary Madness había tenido mucho éxito en la zona de la Bahía.
Taylor Hackford consideró el recital de San Francisco una excelente
oportunidad para convertir su proyecto cinematográfico en una realidad. Durante
meses había oído a Hank filosofar sobre las mujeres, el hipódromo, la cerveza y la
vida en general, pero no tenía una filmación que reflejase todo aquello. Hackford
decidió coger el avión hacia el norte con el poeta y rodar el viaje y el recital.
Esperaba que aquello le proporcionara material suficiente para el documental
(especialmente porque sólo tenía un presupuesto de dos mil quinientos dólares).
Al final, aquel viaje al norte se convertiría en uno de los muchos episodios de la
película.
No había nada ensayado. Hackford trabajaba al estilo del cinema verité,
mantenía la cámara enfocada hacia la acción y captaba a Hank en su asiento del
avión junto a Linda, mientras pedía cócteles y hojeaba poemas. Durante el vuelo
Hank le preguntó a Hackford con toda sinceridad qué poemas debería leer. Puesto
que Hackford conocía a fondo la obra de Hank, pudo ayudarle a planificar el recital
mientras el avión se dirigía hacia el norte.
Hank y Linda se quedaron en el abarrotado apartamento de tres
habitaciones que Ferlinghetti tenía justo encima de las oficinas de la editorial City
Lights, en el corazón de North Beach, el viejo barrio italiano de la ciudad,
dominado por Telegraph Hill en el norte y Russian Hill en el sur. Estar escondido
en el barrio bohemio de la ciudad no era algo que atrajese al poeta del Este de
Hollywood. Sólo cuando conoció a Ferlinghetti, un hombre amable, de buen
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Antes del estreno en televisión del Bukowski de Taylor Hackford, tuvo lugar
una proyección privada el 19 de octubre de 1973, en el Barnsdell Park Arts Center.
Hank se llevó una botella de whisky que empinaba de vez en cuando hasta que
vino un guardia y le dijo que no se permitía beber alcohol dentro del cine; una nota
irónica si se considera que la película empezaba con una de las miles de idas a
comprar cerveza a la tienda de Ned que hacía Hank. «Bueno, no sé», dijo Hank
justo antes de que empezara la película, «creo que estoy camino de Hollywood.»
El domingo 25 de noviembre de 1973 se estrenó el documental en la
cadena KCET. Después de la transmisión se recibieron varias quejas formales
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estaba aparcada en un callejón cercano, pues Hank tenía allí una botella llena de
zumo de naranja y vodka. Se negó a darle un trago a Winans, alegando que
necesitaba todo el alcohol posible antes de enfrentarse al público. Se sentaron en
la parte de atrás de la furgoneta, después salieron y Bukowski vomitó. Fueron
hacia la parte trasera del edificio, entraron por una puerta lateral y se encontraron
con que Stafford ya estaba leyendo. En lugar de tomar asiento en un lugar
apartado del escenario, Bukowski insistió en avanzar por el pasillo central y
sentarse en la décima fila. Aquello causó un alboroto pues la gente empezó a
hablar y a decir cosas como: «¡Ahí está! ¡Es Bukowski!» Lejos de molestarse por el
jaleo, Hank parecía disfrutar de la atención que le prestaban en detrimento del otro
poeta. «Hay que decir en favor de Stafford que continuó leyendo», recuerda
Winans, «sin perder nunca la compostura, como si se diera perfecta cuenta de que
quizás el ochenta por ciento de la multitud había acudido a oír al "viejo indecente" y
no a él.»
Durante el recital, cuando Hank subió al escenario la multitud se volvió loca.
Llevaba puestas las gafas de leer y se había peinado el pelo largo hacia atrás. Miró
durante largo tiempo al público y dijo: «Empecemos, hagámoslo y luego
marchémonos de aquí y vivamos.» Una mujer le interrumpió de mala manera y le
dijo que se calmara. «Saquen a esa señora del auditorio», dijo él.
Dio un trago a la botella que llevaba y luego empezó a recitar el primer
poema, «Sin título». En él habla de que le han aumentado el alquiler y de que el
Departamento de Agua y Energía de Los Angeles le llama para decir que va a
aumentar la tarifa del agua. Leía lenta, parsimoniosamente, con voz casi
monótona, sin mirar al público. Parecía que acababa de escribirlo teniendo en
mente su viaje a San Francisco, ya que el poema hacía mención de la ciudad. El
dijo: «Sencillamente no sé un carajo de San Francisco. Acabo de llegar esta
noche.» Preguntó si la señora impertinente ya había sido desalojada, y al no
obtener respuesta repitió: «¿Han sacado ya de aquí a esa señora tal y como he
pedido?» Otra persona le gritó algo y él respondió: «Si tienes whisky te quedas.»
Bromeó un rato con el público y luego dijo: «Permítanme ser refinado y espiritual...
Permítanme leer el siguiente poema.»
Bukowski ofreció un excelente Bukowski. La gente no sólo había ido a oír
su poesía sino también a ver a un salvaje de la literatura. Aquella noche no
decepcionó a sus seguidores, brindándoles comentarios agudos, dejando que la
gente se metiera con él de vez en cuando. Después del tercer poema dijo: «No
creíais que el viejo Bukowski pudiese ser sutil de vez en cuando, ¿verdad?»
Algunos fotógrafos empezaron a sacarle fotos. «¡Traedme el whisky!», gritó.
«Flashes no, hermano.» Eso fue antes de un amargo poema sobre unos
enamorados que discuten, en el que termina diciendo: «Este poema está dedicado
a una tal Liza Williams, y ella se lo merece.»
Se tomó otro descanso y después leyó un poema sobre el supermercado,
en el que pasea con su carrito por los pasillos y se lía con una compradora.
Después del poema preguntó:
-¿Cuál es la diferencia entre Bob Hope y yo? Es algo que me preocupa un
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poco.
Esperó un momento y entonces preguntó:
—Jack Micheline, ¿no tienes nada que decir?
—Déjame leer un poema —gritó Micheline, poniéndose de pie.
—Te diré algo, Jack -dijo Bukowski—. Permíteme acabar mi recital y
después te dejo el escenario.
Entonces leyó unos pocos poemas más, después de lo cual dijo:
—Si William Stafford está todavía entre el público y no se ha desmayado,
aquí va un poemita serio... ¿Hago como el señor Stafford y digo «Me quedan dos
poemas»?
Antes de leer el último le dijo al público que acabaría a menos que le
pidieran «vociferando» que leyera más poemas «porque soy bueno y lo sé».
Después del poema, que hablaba de la muerte de Ezra Pound, abandonó la
tribuna momentáneamente, luego volvió y se dirigió a Micheline:
—Voy a decir algo desagradable sobre ti, Jack. Has dormido en mi alfombra
y no pagaste nada de alquiler.
La multitud empezó a vociferar. Bukowski cogió el micrófono y gritó:
—Odio a los poetas preciosistas y también odio a los públicos preciosistas.
Leyó un par de poemas más, con sus habituales comentarios. Antes del
poema final preguntó:
—¿No tienen nunca la sensación de que uno podría volverse loco de
repente haciendo una cosa de este tipo?—
Después de terminar el poema abandonó precipitadamente el escenario,
salió del edificio junto con Winans y algunos admiradores jóvenes y regresó al Jury
Room, donde siguieron bebiendo.
Hank corría de ciudad en ciudad dando recitales de poesía y pasaba la
mayor parte del tiempo libre en Los Angeles, peleando todavía con Linda, aunque
ya no vivían juntos. John Martin recopiló y publicó una colección de relatos cortos
de Bukowski entre aquellos que no habían sido incluidos en la selección de la
editorial City Lights, a los que agregó algunos otros nuevos, bajo el título South of
No North (Se busca una mujer). El subtítulo, Relatos de la vida sepultada,
constituye una acotación reveladora de la visión que el escritor tuvo de sí mismo
durante gran parte de su vida. Hay veintisiete relatos en la colección, incluyendo
«All the Assholes in the World and Mine» («Todos los ojos del culo del mundo y el
mío») y «Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts» («Confesiones
de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias»), aquellos dos
crudos relatos de su época de Ole. Algunos como «Política» y «Bop Bop contra
aquella cortina» nos trasladan a la juventud del escritor, literalmente aquellos
«años sepultados» en los que desarrolló el personaje de marginal absoluto. El
primero de los dos relatos —una mirada extraña a su juventud— está relacionado
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con su época en Los Angeles City College, cuando se hacía pasar por
simpatizante del nazismo, solamente como provocación dentro del ambiente
universitario, donde la mayor parte de los demás estudiantes estaban
comprometidos con una línea patriótica antinazi.
En junio de 1974 se publicó Burning in Water Drowning in Flame
(Quemándose en agua ahogándose en llamas). Esta colección de poemas, que
cubre el periodo 1955 a 1973, estaba dividida en cuatro secciones, que incluían
los dos libros de la editorial Loujon Press, la colección de Black Sparrow, y una
selección de poemas nuevos de los años 1972 y 1973. Todos ellos escritos
durante la felicidad y la locura de su vida con Liza y Linda.
Burning ofrece a los admiradores de Bukowski una rara oportunidad de
sorprenderlo en un momento de reflexión a través del prólogo en el que se refiere
brevemente a cómo surgió cada uno de los libros de la selección. Dice que Jon
Webb pensaba que la mayoría de los escritores eran «seres humanos
detestables» y que quiso ver cómo era Bukowski antes de publicarlo. Comenta
que la serie de poemas para Crucifix «fue escrita un mes muy caluroso y lírico en
Nueva Orleans, en el año 1965». Y habla de cómo se conocieron John Martin y él.
Menciona cómo surgió el primer libro de la editorial Black Sparrow, At Terror Street
and Agony Way. Para resumir sus sentimientos sobre aquella retrospectiva de su
vida como poeta, decía:
Cuando miro estos poemas escritos entre 1955 y 1973 prefiero (por una
razón u otra) los últimos. Eso me gusta. Por supuesto que no tengo ni idea
de la forma que adoptarán mis futuros poemas, ni de si escribiré algún otro,
porque no tengo ni idea de cuánto tiempo más viviré, pero puesto que
empecé a escribir poesía bastante tarde, a la edad de 35 años, me gusta
creer que me serán otorgados algunos años extra ahora, al final. Mientras
tanto, tendrán que conformarse con estos poemas.
El último grupo de poemas al que se refiere ofrece una muestra del estilo
sencillo que habría de desarrollar más tarde su poesía. Muchos se refieren a su
relación con Linda. «Cartas» comienza diciendo:
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Sus vecinos eran una mujer que hacía strip-tease, el administrador de un salón de
masajes y otros tipos de la clase baja de Los Angeles. Los alrededores y la gente
le resultaban agradables. El sitio le costaba 105 dólares al mes, tenía la pintura de
las paredes desconchada, una cocina vieja y unas cortinas rotas. Un ventilador
grande y ruidoso que había en el salón servía de aire acondicionado durante el
verano; naturalmente, las botellas de cerveza se amontonaban en todos los
rincones disponibles. Veía mucho a Brad y a Tina Darby, una pareja joven que
había conocido a mediados de la década de los setenta. Brad, que era fotógrafo,
le sacaba fotos a Hank siempre que podía. Con esta joven pareja Hank asistía a
numerosas fiestas e iba a clubs ostentosos. Linda seguía teniendo su casa en
Silverlake, y pasaba mucho tiempo ocupándose de sus hijos y veía a Hank de vez
en cuando mientras éste iba y venía de la ciudad.
A principios de 1975, Linda se puso a trabajar de camarera en la sala de
fiestas Flo en el Bulevar Sunset. Brad le enseñó a Linda fotos de Hank con una
mujer desnuda sentada en sus rodillas. Quería que Linda hiciera comentarios
sobre las fotos; ella dijo que eran preciosas antes de romperlas. Brad se agachó a
recoger los trozos. «Sabía que la relación estaba en los últimos suspiros», dice
Linda. «Una mujer vino desde Nueva York o de algún otro sitio a quedarse un fin
de semana... Fui a casa de Hank y miré por la ventana y le vi dando vueltas
desnudo mientras la mujer estaba tumbada en la cama.» Una noche Linda estaba
en casa, se sentía aislada, mirando por la ventana un pino medio muerto,
desfigurado por la niebla. «Sabía que Bukowski estaba con otra mujer; podía
sentirlo a través de la ciudad», recuerda Linda. «Sabía que tenía que irme de la
ciudad si quería romper con él definitivamente. Yo no podía ser sólo una de sus
muchas mujeres.»
En la época en que puso su casa a la venta, se quedó embarazada. Había
estado con Hank y con otros dos tipos, uno del bar donde trabajaba y un tipo
llamado Frenchy, así que no sabía de quién era el niño. La casa se vendió
rápidamente, y tuvo que ponerse a sacar los muebles. Mientras estaba
empaquetando sus pertenencias y trasladando objetos pesados, tuvo una
hemorragia. Un amigo la llevó en coche al Hospital del Condado, donde tuvo un
aborto.
Linda estaba recuperándose sola en su casa cuando Hank la llamó para
hablarle de una novia nueva. «Quería darme celos con otra mujer.» Él le dijo:
«Tengo un colchón nuevo y vamos a dormir en él.» Cuando ella le contó que había
tenido un aborto, Hank le contestó que estaba a punto de salir de la ciudad para
dar un recital y que, sin duda, podría encontrar a alguien que fuese a ayudarla.
«Yo no estaba como para oír aquello», dice Linda. «Al día siguiente, todavía
estaba medio muerta... y alguien me trajo una botella de vino para que se me
fortaleciera la sangre... Me bebí toda la botella... y me fui a su casa, entré y cogí
algunos de sus libros y cuadros y su máquina de escribir. Lo que quería era hacerle
daño porque sólo se amaba a sí mismo, su máquina de escribir y su radio.»
Tan pronto como Linda King recuperó fuerzas, decidió castigar aún más a
Bukowski. Por casualidad, Hank regresó y cogió a Linda entre los arbustos con
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sus libros y le dijo: «¡Devuélveme mis cosas! No es justo.» Linda, que había
estado bebiendo durante horas antes de ir a casa de Hank, respondió: «¡Sí que es
justo!» Llevó sus libros a la parte de atrás de la casa y los tiró contra las ventanas.
Cada vez que lanzaba uno, decía: «Y no me hables más de tus mujeres... y no
quiero saber nunca más nada de lo que hagas...»
Fue a buscar la máquina de escribir a donde la había dejado, la llevó hasta
la calle, y la tiró contra la calzada. Sin saber qué hacer, Hank llamó a la policía,
que a continuación hizo un informe sobre el incidente.
Después Linda y sus dos hijos se trasladaron a Phoenix. No hacía mucho
que se habla instalado allí cuando Hank fue a visitarla. Cuando bajó del avión, le
echó una ojeada y vio que había adelgazado y que estaba otra vez en forma.
—Parece que te las arreglas mejor sin mí —dijo él.
Pasaron una semana juntos como amantes e intentaron reconciliarse. Sin
embargo, los dos tenían la clara sensación de que la relación había llegado a su
fin.
Él le escribió algunos meses después, cuando estaba con una mujer
llamada Cupcakes O'Brien. Hank le pedía que volviese a Los Angeles y le
rescatase, y le prometía que todavía podían pasar momentos locamente divertidos
los dos juntos. Linda no cedió; ya había sido suficiente y sabía que volvería a
repetirse el mismo ciclo; no quería volver a pasar por todo aquello. Así que la
relación llegó realmente al final. Hank dirigió su mirada hacia otros horizontes.
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jóvenes en pantalón corto estaban de pie aquí y allá con la mirada perdida y otros
permanecían en el suelo, abrazados. Un pequeño grupo se sentaba en un sofá.
Hank vio entonces a Linda a la luz del día por primera vez: pelo rubio, ojos
grandes, cuerpo delgado, y una sonrisa cálida y extraña.
Se sentía raro y fuera de lugar. Fue hasta una estantería con libros, todos
con las portadas gastadas y se puso a mirar los títulos. «Estos libros los ha leído
más de uno», pensó. Pasó por alto sus obras y cogió una edición en rústica de los
poemas de García Lorca, lo hojeó, haciendo como que leía. Algunos versos
captaron su atención, pero en lo que pensaba en realidad era en la clientela de
Linda. Jesús, ¿quiénes son estos niños?, se preguntó a sí mismo. No había
ninguno que pasara de los treinta años. Estaban morenos, atléticos y desprendían
felicidad, como si ninguno hubiese sido tocado por las duras realidades del
mundo. Linda Lee no sólo era la dueña del restaurante de comida naturista que
frecuentaban, tenía más vida que ellos. Su espíritu era como un foco. Tiene nervio,
notó Hank. Más que eso, desprendía autoridad. Así que tal vez aquel viaje le
condujera a algo. Lo único que sabía era que las mujeres le habían llevado por
muchas puertas extrañas y parecía que aquélla podría ser..., bueno, era muy raro
de verdad. Meher Baba le observaba desde arriba, benefactor, con guirnaldas de
radiante espiritualidad. Quién sabe...
Linda estuvo demasiado ocupada durante un rato como para hablar con
Hank, pero le alcanzó un sandwich. Él se lo comió, la observó mientras limpiaba la
cocina, y después la ayudó a cerrar el restaurante por la noche. Juntos metieron
las mesas y sillas que estaban fuera y sacaron la basura. Fueron en coche a
comprar vino, y después a casa de Linda, un lugar pequeño y cómodo, con
posters de Meher Baba, igual que en el Dewdrop. Ella se había hecho casi todos
los muebles, incluida la cama. Abrieron una botella de vino tinto y se sentaron en
el sofá. Antes de que se hubieran bebido media botella llamaron a la puerta. Se
había corrido la voz de que Charles Bukowski estaba en el apartamento de Linda.
En lugar de estar a solas, se encontraron ocupándose de toda una tribu de chicos y
chicas de la playa. Con aquella mujer nueva a su lado, Hank se rindió ante el
aluvión de jóvenes que desfilaron frente a él, incluido uno que aspiraba a ser un
poeta publicado. Le dijo a Hank que se publicaría él mismo su libro de poemas.
—¿Y por qué no? Whitman lo hizo —respondió Hank, sin molestarse en
mencionar que él nunca había pensado en publicarse a sí mismo.
Mucha gente pasó por allí a lo largo de la noche, algunos llevaban cajas de
seis cervezas en homenaje al poeta. Linda los conocía muy bien a todos y se lo
tomaba con calma. Hank, como siempre, parecía imperturbable. Al final sólo
quedaron ella y un amigo con el que compartía el piso.
—Oye, creo que ya es hora de que me vaya —dijo Hank.
Linda insistió en que se quedara.
—No he podido hablar contigo —dijo ella.
Cuando dijo aquello, su compañero de piso se levantó y se fue a su
habitación. Ellos se quedaron sentados, hablando. Hank se sentía cómodo con
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ella, se daba cuenta de que sabia llevar una conversación y de que hablaba
inteligentemente y con convicción. Cuando se acabó el vino él le dijo que estaba
demasiado borracho para conducir de regreso a casa.
—Puedes dormir en mi cama —dijo ella—. Pero nada de sexo.
—¿Por qué?
—No se hace el amor sin casarse.
—¿Que no se hace?
—Meher Baba cree que no.
—Dios puede equivocarse a veces.
Linda insistió.
Durante los meses siguientes Hank iba a visitarla de vez en cuando y se
sentaba en el restaurante mientras Linda trabajaba. A ella le gustaba tener su
presencia poderosa en el Dewdrop, que era más el salón de su casa que un
negocio. Al planificar el restaurante lo había decorado deliberadamente para que
aquello fuera así. Había cuadros en las paredes, había libros y revistas
diseminadas al azar en la zona del comedor.
A pesar de Meher Baba, su amistad se fue haciendo cada vez más
importante y más sensual. Al comparar a Linda Beighle con las mujeres con las
que había estado durante los últimos años, a Hank le parecía como una especie
de refugio en medio de una enfurecida tormenta, y se dio cuenta de que ella podía
llegar a liberarle del estilo de vida de mujeriego que le había desgastado. Quería
encontrar el camino hacia lo que llamaba una «claridad fácil», sin tener que pasar
por las ruinas de una serie de relaciones caleidoscópicas con amantes atadas al
sexo, la droga y el alcohol. La personalidad de Linda era serena en comparación
con la vida de las mujeres que había estado persiguiendo desde que se separó de
Linda King. Cuanto más la conocía, más convencido estaba de que aquélla sería
una historia larga. El negocio que ella tenía, su pequeño apartamento con el altar
de Meher Baba, y todo el ambiente de Redondo Beach eran diametralmente
opuestos a la ruinosa zona de Carlton Way. «Me gustaba ir al restaurante porque
Linda estaba allí, pero al cabo de un rato ya quería volver a la anarquía de la
ciudad», dice Hank. «Corríamos de aquí para allá entre su casa y la mía. Además,
yo todavía seguí viendo a otras mujeres durante una temporada.»
Hank y Linda descubrieron que habían ido más allá de pensar sólo en el
sexo como la única manera de mantener una relación. Hank le habló del periodo
de su vida comprendido entre 1970 y 1977, de toda la gente implicada y la parte
que cada uno de ellos desempeñó en la interminable comedia de Bukowski como
genio del sexo. Hank dejó bien claro que este fenómeno había empezado para él
a la edad de cincuenta años, hecho que Linda encontró divertido. Las historias
eran divertidas. Gran parte de la poesía de Hank de aquel periodo se reúne en
Love Is a Dog from Hell (El amor es un perro infernal). Al mismo tiempo que Hank
disfrutaba de la juerga, había un dolor igualmente grande. De hecho, tenía
cicatrices profundas como resultado de la búsqueda de la realización amorosa y
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sexual. Era natural que no quisiera precipitarse a empezar ninguna relación seria.
Y sin embargo pronto se dio cuenta de que le gustaría estar con Linda Lee durante
muchos más momentos del día y no sólo de vez en cuando. Además, ya había
acabado lo que ella llama la «investigación» de Hank para una novela sobre sus
asuntos con diferentes mujeres.
Poco a poco, ella y Hank comenzaron a acostumbrarse a pasar largos fines
de semana juntos en Carlton Way. Linda Lee recuerda su apartamento como un
sitio asqueroso que necesitaba urgentemente una limpieza a fondo, especialmente
la cocina, cuyos hornillos tenían una capa de grasa de casi un centímetro de alto.
Linda Beighle había crecido en Penn Valley, cerca de Bryn Mawr, y vivía en
Main Line, una calle exclusiva de gentes ricas cerca de los trenes que se dirigían
al centro de Filadelfia. Su abuelo, O. J. Syder, fundó el Colegio de Osteopatía y el
Hospital de Filadelfia, y fue una figura prominente de la ciudad. Su madre, Honora
Snyder, se crió en «una familia extremadamente aristocrática», según Linda. Su
padre, James L. Beighle, descendiente de alemanes y galeses, ofreció una vida
acomodada a su mujer, que se dedicaba exclusivamente a la casa y a la
educación de Linda, de sus hermanas Jhara y Gwendolyn y de su hermano Peter.
Linda era una niña rebelde, que desconfiaba del mundo cerrado y limitado
en el que vivía, así como de la conveniencia de muchos de sus amigos. A los once
años se escapó de casa, y volvió a hacerlo, con más éxito, a los quince, cuando se
fue a un barrio cercano, consiguió un trabajo como camarera (después de mentir
sobre su edad), y vivió en una pensión. Se las arregló para vivir por su cuenta
durante casi cuatro meses, hasta que su familia la encontró.
En 1971 Linda se trasladó a California. Había vivido plenamente el
movimiento hippie de la década de los sesenta y era una hija de las flores.
Acababa de llegar de un viaje a la India y estaba ansiosa por comenzar una nueva
vida en la Costa Oeste. Su devoción por Meher Baba había surgido al ver una foto
del maestro espiritual, mientras trabajaba en un club nocturno, la primera vez que
estuvo en California, en los años sesenta. Le preguntó al dueño del club quién era
aquel hombre, ya que su rostro le fascinaba. Estuvo saliendo con un artista que
era seguidor del maestro y un día le preguntó cómo hacía para tener tanta energía
siempre sin que pareciera costarle ningún esfuerzo, él lo atribuía a Meher Baba. El
artista le dio a Linda uno de los libros del maestro. El todo y la nada. En 1971, ya
convertida en una seguidora de Meher Baba, Linda, con el dinero que había
ahorrado en trabajos varios, abrió el Dewdrop Inn.
Hank siguió viendo a otras mujeres durante aquellos primeros meses
después de conocer a Linda Beighle, incluyendo una a la que él había rebautizado
«Scarlet» y sobre la que había escrito muchos poemas. Aquello no preocupaba a
Linda, que veía cómo la competencia iba cayendo una a una. Mantuvo su
apartamento en Redondo y siguió ocupándose del restaurante, contenta con la
idea de tener su propio círculo de amigos y un mundo que ella sola había
construido, separado del de Hank. El compromiso que tenía con su negocio la
ayudaba a comprender la necesidad de Hank de tener su tiempo para el
hipódromo y para escribir. Las idas y venidas entre los apartamentos de Carlton
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Way y Redondo Beach se hicieron más frecuentes en el invierno de 1976. Una vez
Hank fue detenido por la policía por conducir borracho cuando volvía de casa de
Linda. Taylor Hackford pagó la fianza y le sacó de la cárcel. Linda llegó más tarde a
Carlton Way y se encontró a Hank tumbado en calzoncillos, rodeado de un montón
de botellas de whisky y ceniceros. Dos lesbianas que vivían en el edificio estaban
celebrando su salida de la cárcel con él. Ella echó a las dos mujeres, pero después
se hizo amiga suya. Las lesbianas pusieron a Hank el apodo de «el rey porno» y a
Linda Beighle «la reina de la comida naturista».
Linda observó que Hank se transformaba siempre que bebían durante largo
rato. «Tenía que estar realmente borracho», dice ella, «y de ese modo entraba en
aquella otra dimensión, pasaba del borracho delirante y ampuloso al Bukowski
filosófico y entonces se ponía a hablar del mundo interior, de cosas espirituales, a
veces durante horas.» Lo que a ella le atraía de los extensos monólogos de Hank
era la combinación de franqueza y sabiduría. Podía ver al niño que fue asomando
a través de aquel «loco solitario», como él se autodefinía, y mucho dolor de la
época de su juventud, sobre todo relacionado con sus padres y sus ex amantes.
Sin embargo, todo aquello lo compensaba gracias a su capacidad para ir más allá
de la autocompasión y transformar las tragedias de su vida en piezas para el
desarrollo continuo de su carácter y de su arte. Linda recuerda la época en que
Hank conoció a su madre, Honora, durante la primera Navidad que pasaron
juntos, en diciembre de 1977. Honora fue a visitarles desde su casa en el Este,
ansiosa por conocer al nuevo novio de su hija. Hank todavía bebía muchísimo en
aquella época. Le dijo a la madre de Linda: «¿Sabes, Honora? Yo amo a tu hija.
Siempre llevo su corazón en el bolsillo de atrás del pantalón y a veces me siento
encima de él.» El comentario era un poema de un solo verso, fácil de comprender,
completamente sincero, exactamente igual a las palabras que Hank vertía sobre el
papel.
«Bebíamos muchísimo vino en aquella época», recuerda Linda. «Hice que
Hank cambiara la cerveza por el vino. Bebíamos en exceso. A mí siempre me
gustó beber. Pero aquello era otra cosa. Aunque bebía, de todas formas me las
arreglaba para ir al restaurante y abrir puntualmente.» De vez en cuando el poeta
Ben Pleasants, que conocía a Hank desde hacía ya unos cuantos años y
publicaba a menudo en The Wormwood Review, se pasaba por allí a tomarse una
copa. Linda estaba impresionada por lo mal que comía Hank. Solía ir a un sitio
llamado Philly's Hoagie Shop, en la esquina de Western y Sunset, donde comía
hoagies (bocadillos) o un sandwich de queso y carne. Para curarlo de aquello, le
llevó a una tienda cerca de Carlton Way y le compró vitaminas y comida
macrobiótica. Él se adaptó al nuevo régimen como si lo hubiera hecho toda la vida,
y empezó a sentirse mejor físicamente casi de inmediato.
Pero Linda no se dedicó a reformar a Hank. Su objetivo era simplemente
que siguiera una dieta más sana, quería que él se mantuviera tan fuerte como sus
escritos. Además, sabía que podían ayudarse de verdad el uno al otro: «Yo creía
que podía ayudarle a convertirse en un ser humano mejor», dice. «Como había
leído sus libros, sentía que conocía su corazón. Veía mucha tristeza y quería
ayudarle a que se sintiera lo suficientemente libre como para abrir partes de sí
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mismo que habían permanecido cerradas.» Veía gran parte de su relación como
un proceso del devenir, una apertura hacia nuevas percepciones, una especie de
expansión. Su actitud era básicamente nueva para Hank, si se tiene en cuenta que
las señoras con las que había estado hasta entonces estaban más interesadas en
las luchas sexuales y en juegos interpersonales complejos.
Mientras su relación con Linda se hacía más intensa, Hank acabó su novela
Mujeres en octubre de 1977, un original de 433 páginas dividido en noventa y
nueve episodios. Se lo envió a John Martin, que decidió retrasar su publicación
puesto que la selección de poesía Love Is a Dog from Hell se había editado hacía
poco tiempo. Por algún motivo la nueva novela había echado leña al sistema de
Hank: escribía entre veinte y treinta poemas a la semana, bombeándolos desde su
interior como había sucedido en la época en que escribió Crucifix. Había
empezado en 1955 con la idea del poema directo, claro, sin ninguna ostentación, y
había trabajado en ello, haciéndose aún más escaso en imágenes. Linda tuvo
mucho que ver con aquella sensación de rejuvenecimiento en su obra creativa. En
una carta a A. D. Winans, fechada el 27 de octubre de 1977, Hank decía:
Sí, Linda Lee es una buena mujer. He tenido suerte. Le gusta llamar a
las cosas por su nombre con una valentía dulce y no juega a enfrentar a
un hombre con otro como si ella fuese una especie de becerro de oro. Yo
he tenido algunas malas, muchas malas, los porcentajes son evidentes y
tengo que aceptarlos.
soy grande
supongo que es por eso por lo que mis mujeres siempre parecen
pequeñas
pero aquella diosa de un metro ochenta y dos
que se dedica a los negocios inmobiliarios
y al arte
y viene en avión desde Texas
a verme...
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colección que sobresalen por su diálogo lleno de humor. Uno de ellos, «Yo también
tengo manchas de mierda en los calzoncillos», es una instantánea de la vida en el
«barrio de las casas de putas», que es como el poeta llama a la zona de alrededor
de Carlton Way:
entran y empieza
a llover y
se oyen tres disparos
a media manzana y
uno de los rascacielos en
el centro de Los Angeles empieza
a arder
llamas de ocho metros lamiendo
la muerte.
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Otro de los poemas cortos de Love Is a Dog from Hell, «el lugar no tenía mal
aspecto», es también austero:
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me lo contó...
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rutina que consistía en que él iba al hipódromo durante el día, volvía a casa a
ducharse y salir a cenar fuera, después volvían a casa y se sentaban en el salón
rodeados de gatos y botellas de vino, sólo de vez en cuando con alguna visita. Por
la noche, tarde, Hank decía buenas noches a Linda, que se iba a dormir, y él se
sentaba a trabajar en su estudio, con su botella de vino a mano. Ella comprendió
que era el ritmo de él y no intentó cambiarlo. «Ella me enganchó a ese vino y eso
estuvo bien», dice Hank, «y las vitaminas. Cuando llegaba el momento de escribir,
Linda me dejaba solo.»
La aceptación por parte de ella del estilo de vida de Hank tuvo mucho que
ver con el éxito de su relación. Creía que lo que él escribía reflejaba su parte más
profunda y por ello aceptaba sus cambios de humor y su necesidad de privacidad,
que ella llegó a proteger, especialmente cuando su fama continuó aumentando a
mediados de los ochenta. Tener sus propios amigos e intereses completamente
separados de los de Hank fue también una bendición. Linda aprendió cuál era el
umbral que nadie podía cruzar con Hank, ni siquiera ella. Lo consideraba una
parte reservada de él, que servía de fuente para su talento.
Hank le describió Mujeres a A. D. Winans como «una especie de comedia
mayor-menor» y se disculpó por el trato que daba a algunos de sus amigos y
conocidos diciendo que él era el que quedaba peor de todos. «Es un estallido muy
tremendo», escribió, «y cuando lo releo me doy cuenta de que debía de estar loco
desde 1970 a 1977.»
John Martin leyó el original en cuanto le llegó por correo y se percató de
que aquélla era la novela más ambiciosa escrita por Bukowski hasta aquel
momento. La consideró el gran libro de humor negro del movimiento femenino, y
estaba extasiado por cómo había captado Bukowski en clave de humor
situaciones que debieron de ser muy dolorosas en su momento.
El debate sobre si los libros de Bukowski podían considerarse «novelas» o
no en el sentido tradicional continuaba. Hubo críticos que afirmaron que Mujeres
carecía de estructura. Cuando le dijeron a Bukowski que se le acusaba de que no
escribía novelas, el escritor contestó: «Joder, mi obra es sólo palabras sobre papel,
hombre.» El propio Martin responde que la estructura estropearía el libro.
Al preparar las pruebas para la edición de Mujeres, Martin cambió unas
pocas palabras y alteró algunas puntuaciones. Según era habitual, Bukowski se
percató de los cambios y quiso que se volvieran a poner las palabras. El libro salió
en una primera edición, y después se publicó una segunda edición revisada. «Si se
leen las dos ediciones», dice Martin, «no creo que nadie se dé cuenta de los
cambios, pero no hay que olvidar que él es muy particular. Quiere que le digas
exactamente por qué lo has hecho y si has cambiado algo que hace que el texto
sea más claro y mejor, él lo deja, pero normalmente la mejor forma es la suya.»
En el año de su publicación, 1978, se editaron más de doce mil ejemplares
en rústica de Mujeres. Al mismo tiempo que salía la primera edición de Black
Sparrow Press, se publicó otra en Australia, prueba de que su éxito iba en
aumento. Escrito en episodios, de una forma que recuerda a Cartero y a
Factotum, el libro comienza con una queja típicamente bukowskiana: «Yo tenía
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cincuenta años y no había estado en la cama con una mujer desde hacía cuatro.»
Era la clase de franqueza que la gente se había acostumbrado a esperar de Henry
Chinaski / Charles Bukowski. A continuación de aquello afirmaba que «Yo no tenía
amigas. Miraba a las mujeres cuando pasaban a mi lado...». Inmediatamente
después de esto aparece Lydia Vanee, nombre que da a Linda King en la novela,
tan llena de energía y talento en las páginas del libro como los que tenía en la vida
real.
El juicio de Linda King sobre la caracterización que Hank hace de ella en
Mujeres es que la escribió cuando estaba furioso con ella. «No leí el libro hasta
cinco años después de publicado porque sabía que iba a ser doloroso.» Cree que
muchas de las críticas que Hank hace de ella eran acertadas; sólo que le hubiera
gustado que hubiese expresado más la pasión de aquella relación. Dice: «Creo que
minimizó mi papel en su vida porque estaba furioso.»
Los hechos registrados en Mujeres son exactos, aunque es cierto que es
difícil percibir la intensidad de los sentimientos de Hank hacia Linda King. Por
ejemplo: «Ella irradiaba vitalidad, no podías ignorar que estaba allí.» Describe la
ropa que llevaba la noche que se conocieron en el recital del Bridge: «una
chaqueta de ante tipo cowboy, con flecos», y pasa a describir en detalle las
diferentes partes de su anatomía, lo cual es típico de él.
Linda King, Hank y todos los personajes de la novela podrían haber tenido
cabida en El Decamerón de Boccaccio, que fue de una influencia enorme en
Mujeres. Como le dijo Hank a un periodista de The Los Angeles Times el 4 de
enero de 1981: «En Boccaccio no se trata tanto del amor como del sexo. El amor
es más cómico, más ridículo. ¡Y ese tipo sabía realmente reírse de eso!» Continúa
diciendo que Boccaccio debió de verse envuelto en miles de historias con el sexo
opuesto. «El amor es ridículo porque no puede durar», dice, «y el sexo es ridículo
porque no dura lo suficiente.»
En concreto, a Hank le atrajo el tono satírico de los cuentos de Boccaccio,
como el de la historia de Rustico, un hombre tan extasiado por la belleza de una
joven que tiene una erección viéndola. Ella le pregunta qué es esa cosa que
sobresale delante de él. Él le explica que es el diablo al que le ha estado hablando
acerca de ella, y que él quiere hacer que ese diablo regrese al infierno, y «tú tienes
el infierno», le dice a la joven, añadiendo que cree que Dios la ha enviado a ella
para ayudarle a quitarse a ese diablo de encima. La convence para que se vayan
juntos a la cama a meter al diablo en el «infierno» que ella tiene. Una vez hecho,
ella le dice que aquello ha sido muy doloroso. Él le asegura que no será siempre
así. De hecho, después de algunos días de seguir mandando al diablo al infierno,
a la joven empieza a gustarle tanto que le incita a hacerlo una y otra vez.
En una de sus columnas en el Open City, la publicada en febrero de 1968,
Bukowski alaba a Boccaccio y recomienda a sus lectores que compren El
Decamerón.
Al describir su vida personal en Mujeres, Hank habla de su miedo al
abandonar la seguridad de Correos y empezar a abrirse camino como escritor.
Bukowski no se anda con rodeos: va directo al grano en el segundo párrafo y hace
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con otro de los títulos divertidos y característicos de Bukowski, Play the Piano
Drunk Like a Percussion Instrument until the Fingers Begin to Bleed a Bit (Tocar el
piano borracho como si fuese un instrumento de percusión hasta que los dedos
comiencen a sangrar un poco), un libro en el que se reúnen poemas del primer
periodo de Bukowski que todavía no se habían publicado. El lector familiarizado
con la producción literaria del poeta encontrará piezas típicas de sus comienzos.
«Cuartel de bomberos», sobre Jane y él, describe una serie de incidentes
graciosos que tienen lugar en un cuartel de bomberos de Los Angeles;
«Entrevistas» trata sobre un ejército de jóvenes emprendedores, armados con sus
grabadoras, que van a ver al poeta con la esperanza de conseguir una entrevista
especial. También se incluye uno de sus poemas más conocidos, «una bombita
atómica», escrito en los sesenta. Al igual que el poema de Gregory Corso
«Bomba», escrito más de una década antes, el de Bukowski se burla de un tema
que normalmente se trata de la forma más seria posible. Comienza así:
lo suficiente, entonces,
para asustar a mi amor
pero no tengo ningún
amor
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(bañera sí tengo)...
Una vez acabada Mujeres y con su vida estabilizada con Linda Beighle,
Hank empezó a pensar en hacer un viaje a Alemania para ver a su tío Heinrich
Fett y a Carl Weissner. Yo recuerdo a Hank hablar de su tío Heinrich ya en 1965.
Hank decía: «Bueno, tengo un tío en Alemania que se llama Heinrich Fett y hemos
empezado a escribirnos.» Nunca vi ninguna carta del tío de Hank, pero él me
contó que el viejo deseaba poder ir a visitar a su sobrino a Los Angeles. Debido a
la creciente fama de Hank en Europa, especialmente en Alemania, el viaje se hizo
inevitable.
Linda Beighle, Hank y Michael Montfort, un fotógrafo de Los Ángeles de
origen alemán, que documentaría las idas y venidas de Hank por Alemania, volaron
juntos a Frankfurt el 8 de mayo de 1978, donde les esperaba Carl Weissner. La
recepción en la aduana del aeropuerto de Frankfurt no fue tranquila, debido a que
Hank llevaba varios paquetes enormes consigo: entre ellos un patinete para el hijo
de Carl, Mike, y una bobina de la película The Mermaid Blues (El blues de la
sirena), basada en uno de sus relatos. La película despertó las sospechas de los
oficiales de aduanas alemanes, que le preguntaron sobre qué trataba. «¿Y a
ustedes qué carajo les importa?», les contestó Hank. Ya que los oficiales no
entendían aquel tipo de inglés. Carl les tradujo literalmente. Linda estaba al lado
de ellos con los ojos muy abiertos, y en cuanto salieron comentó: «Ahora sé que
estamos realmente en Alemania.» Entonces Weissner les llevó en coche a
Mannheim y les instaló en un hotel en la avenida principal. Se quedaron allí una
semana, durante la cual hablaron, bebieron y visitaron Heidelberg.
Según Weissner, Hank estuvo inquieto todo el viaje. «Probablemente
porque estaba en un país extraño y tenía que dar un recital», dice Weissner.
«También estaba el hecho de que veía que Alemania había sido totalmente
destruida durante la guerra.» Weissner recuerda lo impresionado que estaba Hank
con el orden y la limpieza que veía a su alrededor en el trayecto del aeropuerto a
la ciudad. Montfort y Linda también percibieron la inquietud de Hank. Él le había
dicho a Linda suficientes veces que no quería visitar sitios turísticos. Aparte de ver
a su tío, de visitar a Carl Weissner y de dar el recital en Hamburgo, el resto del
viaje no le interesaba. Desde el momento en que pisó suelo alemán no se separó
de Linda. Para cualquiera que estuviese un rato con ellos, era obvio que estaban
muy enamorados. Ella se había convertido en un ancla para Hank en aquella tierra
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preguntó: «¿No ha pasado ya una hora?», lo cual despertó una risotada general,
en medio de la cual él rebuscaba entre sus poemas y de repente dijo, con voz
fuerte y portentosa: «Todos estos poemas no son sobre sexo... Yo no follo
continuamente... No estoy pensando en el sexo continuamente... No odio a las
mujeres... Y no odio a los hombres... y no odio a los niños... Y no odio a los
perros.» El público aplaudió y él dijo: «Bueno, puede que haya algunos perros que
no me gusten. Cuando piso sus cagadas, ¿entendéis?...»
Hank continuó leyendo, en su mayoría poemas con mucho humor. Le dijo a
uno que interrumpía constantemente: «Cuando se acabe el vino se acaba el
recital...» La gente empezó gritar que saldría a buscar más vino. Entonces Hank
leyó un poema titulado «Algunas personas». A éste le siguieron «Los poetas
blancos» y «Los poetas negros», dos poemas de finales de los sesenta, que
ofrecían una visión del desdén de Bukowski por la mayor parte de la poesía
contemporánea, especialmente por aquellos poemas que reflejan posturas
sociopolíticas. Después de esos dos poemas, otro que interrumpía
constantemente le gritó algo y Hank respondió inmediatamente: «¿Todavía no te
has vuelto a casa con tu madre? Ella te está esperando con un biberón de leche
tibia.» Leyó algunos de sus poemas favoritos de la primera época, tales como
«Otra academia» y «El genio».
Paró un rato para hablar de su costumbre de beber, diciendo que consumía
dos o tres botellas de vino tinto caro por noche, y que donde vivía había dos
tiendas de vino que le surtían de botellas. «Si una tienda no tiene lo que quiero,
voy a la otra, y siempre se alegran de verme porque normalmente hago los
pedidos por cajas, así que soy un tipo muy querido en mi barrio. Los de las tiendas
de vino me adoran. Lo cual me hace pensar: estoy haciendo ricos a esos hijos de
puta y me estoy matando a mí mismo.» La gente le aplaudió y él dijo: «No tenéis
por qué aplaudir el hecho de que me esté matando.» A continuación leyó «Los
huesos de mi tío», otro de sus poemas favoritos. Hacia el final del recital sacó uno
de sus primeros poemas, «amor & fama & muerte». Era obvio que había brindado
una retrospectiva de su obra, que abarcaba desde los años cincuenta hasta
apenas días antes del recital mismo. Carl Weissner recuerda que había un joven
justo al fondo del recinto que trataba de hacerle una pregunta a Hank, pero no
podía oírsele porque estaba muy lejos. «Escríbeme una carta», le gritó Hank.
Aquello causó un gran revuelo en la sala y Hank continuó diciendo: «Vosotros los
alemanes sois muy duros para mí. Coño, habláis más que yo.»
Una vez de regreso en casa, escribió «También hay gente coñazo en
Alemania»:
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ego de Hank durante mucho tiempo, a través de la mugre del Este de Hollywood y
las mazmorras del Anexo Terminal de Correos, podían ahora ser testigos de cómo
alcanzó la mayoría de edad, al viajar a través de su niñez, divertida y
decepcionada ante las carencias del mundo de los adultos. Allí aparece esa
actitud inflexible y sin embargo comprensiva de las reglas de Chinaski desde la
temprana infancia hasta finales de la escuela secundaria.
A los contemporáneos de Hank no se les perdona en La senda del
perdedor. Uno de los momentos más reveladores del libro es cuando Chinaski
describe a sus amigos de la escuela secundaria:
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El joven actor se ofreció a interpretar el papel del borracho Bukowski por unos
honorarios simbólicos de un dólar, con la única condición de que Hopper dirigiera
la película. Pero ya que Barbet había puesto tanto de sí en la creación del guión
durante mucho tiempo, Hank se mantuvo a su lado. Penn, sin embargo, no
pretendía dejar a Barbet fuera. Él y Hopper le ofrecieron unos buenos honorarios
para que hiciera de productor. La idea de colaborar con Hank como escritor y
director significaba tanto para Barbet, que tuvo que declinar la oferta. Finalmente
Hank convocó una reunión en su casa.
En la primavera de 1986 Penn, Hopper y Schroeder se reunieron en el
salón de la casa de Hank, y entre todos intentaron llegar a un acuerdo. Hank
recuerda que no le gustaba lo que Hopper llevaba puesto, incluidas un par de
cadenas de oro al cuello. «Cuando Hopper hablaba las cadenas no paraban de
saltarle sobre el pecho. Era ridículo», dice Hank. «Barbet no paraba de mirarme.»
Hank dejó claro que quería que fuera Barbet el que hiciera el trabajo, como se
había planeado originalmente.
Durante el largo y penoso nacimiento del proyecto El borracho, Hank y
Linda Beighle se casaron. Hank llevaba meses considerando la posibilidad de
hacerlo, pues pensaba que ella debía de ser una mujer muy valiente para seguir
con él a pesar de sus borracheras, su obsesión por el hipódromo y sus
preocupaciones literarias. Sacó a relucir la cuestión en la primavera de 1985, un
día que estaban sentados en el porche del jardín. Sin venir a cuento, Hank dijo:
—Casémonos.
—¿Qué? —exclamó Linda, dando un salto en su silla.
—Sí, venga.
—¿Cuándo? ¿Cuándo? —preguntó ella.
—Podemos hacerlo el primer domingo después de mi cumpleaños —
contestó Hank.
La ceremonia tuvo lugar el 18 de agosto de 1985, en la Philosophical
Society Library de Los Angeles, oficiada por Manly Palmer Hall. Fueron unas doce
personas, entre ellos John Martin, que actuó de padrino. También estaban Marina
Bukowski y su novio Jeff Stone, la madre de Linda y su hermana Jhara. Después
de la boda hubo una fiesta en el Siam West. Linda había contratado a un grupo de
reggae para que tocara y había invitado a cerca de ochenta personas, entre los
que estaban los poetas John Thomas, Steve Richmond y Gerald Locklin. En un
momento de la fiesta Hank le quitó a Linda la pamela cubierta de gardenias que
llevaba, la tiró a un lado y se pusieron a bailar. Cuando llegó el momento de
brindar por la novia, Hank alzó su copa y dijo: «Por mi mujer, que está buscando
algo que nunca encontrará: la verdad.»
A la mañana siguiente, Hank se despertó y dijo riendo:
—Buenos días, señora Bukowski.
—Buenos días, querido esposo —contestó ella.
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mayoría de los sitios le evocaban viejos tiempos, pero para mantener la sensación
que quería provocar, Schroeder utilizó coches modernos y escenas callejeras. Si
le hubieran pedido a Schroeder que escribiera una descripción de la vida de
Bukowski durante aquel periodo de su vida, podía haber hecho un buen trabajo,
gracias a que tenía muy frescas sus correrías por los barrios antiguos.
Bukowski/Chinaski cobró vida para él, y cuando comenzó el rodaje le parecía que
realmente conocía el tema de arriba abajo. Pero una vez que se puso a trabajar
filmando trató de olvidarse de todo ello para dejar que primase el momento.
Al principio, a Hank le parecía que Rourke sobreactuaba. Cambió de
parecer cuando vio la profesionalidad con la que Rourke creaba aquel personaje
tan extraño, fantástico y entrañable. Hank ya podía ver a los chicos en la calle
moviéndose y hablando como el Chinaski de Rourke. Vincent Canby, el crítico del
New York Times, compararía más adelante la actuación de Rourke con la de
Dustin Hoffman en el papel del paupérrimo Ratso Rizzo en Cowboy de
medianoche.
Cuando Hank vio el copión, le pareció que la película tenía un comienzo
muy lento. Creía que le faltaba acelerar un poco el ritmo. Una de las cosas que
aprendió trabajando con Barbet fue cómo puede el montaje alterar y mejorar una
película. Aprendió rápidamente cómo calcular y manipular el ritmo y las
transiciones. Debido a los problemas de presupuesto, que eran tremendos, Barbet
rodó la película en menos de treinta y cuatro días. Había pasado por tantas
dificultades para conseguir financiación y luego mantenerla, que tuvo que
superarse a sí mismo para lograr el objetivo de hacer una película bien acabada y
montada. No sólo eso, quería que estuviese terminada para el Festival de Cine de
Cannes. Les envió una primera prueba y pronto se enteró de que les había
gustado.
El borracho comienza muy lentamente, creando una sensación de
suspense antes de que empiece la acción interpersonal. Mientras pasan los
créditos, se ve una serie de luces de neón en rojo, verde, azul y púrpura, con
nombres de bares de Los Ángeles. La clase de nombres que Bukowski conoció
durante su loca juventud. El primero es «The Sunset», un neón rojo y fijo sobre la
noche, seguido de «Hollyway», «Kenmore», «Crabby Joe's», «The Golden Horn» y
el último en el que se fija es un cartel de neón que simplemente proclama que
aquello es un «Bar». La cámara se detiene allí un momento, para luego pasar por
otro cartel de neón que anuncia «Cócteles», después se oscurece brevemente la
pantalla y la siguiente toma nos lleva a través de un bar lleno de color, en el que
no hay nadie más que el encargado de la barra, que está sentado en una silla detrás
del mostrador, leyendo plácidamente un periódico. La sensación de soledad y
calma del bar se rompe por la irrupción de un sonido de voces en un estado de
enfebrecido nerviosismo, que proviene de fuera del bar, pero no demasiado lejos.
Ya antes de que haya pasado nada, Schroeder ha captado la sensibilidad
inquietante, valiente y sin embargo extrañamente realista de toda la película.
Hank empezó una novela basada en sus experiencias con Barbet
Schroeder, llamada Hollywood. Igual que a muchos otros escritores anteriores,
Hollywood no le pareció un lugar gratificante. Podría ganar una considerable suma
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de dinero si escribiese otro guión, como le sugirió Schroeder, sin embargo nunca
volvería a tener el control total de su propia obra, el dominio sobre cada frase.
El borracho se estrenó en otoño de 1987. Una limusina blanca y larga se
detuvo ante la estrecha entrada de la casa de Hank, para llevarle a él y a Linda a
un cine cercano a una galería comercial. El hijo de un vecino, le preguntó:
—Hank, ¿tú eres famoso?
—Pues claro que sí, pequeño. Soy muy famoso —le contestó.
En el cine Hank se vio rodeado de periodistas y cámaras. Uno le preguntó:
—¿Es ésta la historia de su vida?
—De unos pocos días de un periodo de diez años —respondió.
Mientras estaba contestando a las preguntas vio a Barbet Schroeder. Se
saludaron mutuamente mientras Hank era bombardeado por periodistas con
cámaras de fotos y de vídeo. Le preguntaron sobre la bebida y por qué había
escrito aquella película. En cuanto a la última pregunta contestó: «Cuando escribo
nunca pienso el porqué.» En el momento en que estaban entrando en el cine,
apareció un hombre con el vino que Hank se había dejado en la limusina. «Eres
uno de los hombres más grandes del mundo», le dijo Hank.
En la fiesta de presentación posterior, que tuvo lugar en Catherine, una
champañería en La Brea, Hank apareció con una botella de champán Mumm's en
una mano y dándole la otra a Linda. Entraron, se encontraron con un ruidoso
gentío y fueron conducidos rápidamente al piso de arriba, donde se había reunido
la «multitud de los elegidos», entre ellos Faye Dunaway, que había hecho el papel
de Wanda, y Mickey Rourke. Un periodista del ya desaparecido Herald-Examiner
arrinconó a Hank. Éste le dijo al periodista que El borracho se recordaría mucho
tiempo después de que las películas galardonadas con Oscars de la Academia se
hubieran olvidado, y que seguramente los espectadores encontrarían nuevos
significados cada vez que la viesen.
Hank pensaba de modo bastante parecido sobre el trabajo de otro director
europeo, Dominique Deruddere, un belga que, al igual que Schroeder, había
conocido a Bukowski a través de su literatura. Deruddere dirigió Love is a Dog
from Hell, basada en varios relatos de Bukowski que el director unió con la
colaboración en el guión de Marc Detain. A Hank le gustó la película pues pensaba
que había logrado captar el espíritu de su obra literaria. «No sólo me gustó Love is
a Dog from Hell, sino que creo que Deruddere es un tipo sincero», dice Bukowski,
«y, como a Barbet, Hollywood le importa un comino.»
A diferencia de El borracho, la película empieza con una escena de
infancia, el despertar sexual de un golfillo inocente y guapo, representado por el
joven actor belga Geert Hunserts. El personaje va al cine y a través de él se crea
una imagen muy romántica de las mujeres. Sin embargo el niño, llamado Harry
Voss, se da cuenta de que en la vida real las cosas son muy diferentes. Sus
deseos le llevan a la cama de una mujer madura mientras ella está durmiendo.
Cuando ella se despierta, empieza a gritar y a pegarle. El joven Harry sale
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razón.
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ha dicho, «pero sea lo que sea, los caballos me han ayudado a mantenerme
cuerdo.»
Para animar aún más su espíritu, su hija Marina se casó con Jeffrey Stone el
7 de octubre de 1989, en una ceremonia al aire libre, que tuvo lugar en un parque
desde el que se domina San Pedro y el Puerto de Los Angeles. Hank y Linda
llegaron poco antes de comenzar la ceremonia, saludaron a los invitados, que
eran alrededor de cincuenta, y tomaron asiento en la primera fila en un belvedere
rodeado de grandes árboles. Después, durante la fiesta, Hank se unió a los demás
bebedores. «Joder, ¿cuántas veces se le casa a uno la hija?», dijo. «Me queda un
mes más de antibióticos, pero por un día de borrachera no me puede pasar nada.»
La producción poética de Hank decreció considerablemente durante su
convalecencia. En su fuero interno sabía que las palabras estaban allí, como un
montón de vagones de mercancías en una estación de ferrocarril, esperando el
momento en que pudiera volver a sumergirse en su trabajo. Después de que le
dieran el alta y de sentirse físicamente bien, sus delgadas manos volvieron a
escribir a máquina tan diestramente como siempre. Los poemas y los relatos cortos
saltaban desde las yemas de sus dedos a las teclas de la máquina de escribir. El
fuego seguía vivo. Sentía cómo se encendía dentro de él cuando se sentaba por la
noche, tarde, en su pequeño estudio. Y nuevamente emprendió el ritual de enviar
poemas por correo a The Wormwood Review y a la New York Quartery, así como
a nuevas revistas como The Moment y Long Shot, dirigidas por poetas jóvenes.
Poco después Black Sparrow Press recibía la primera parte de una nueva
colección de poemas y relatos, Septugenarian Stew, cuatrocientas páginas de un
Bukowski exuberante. La novela Hollywood fue seleccionada por el Club de Libros
de Calidad en Rústica y en Alemania sus libros seguían vendiéndose
vertiginosamente, al igual que en Italia, Francia, Gran Bretaña y muchos otros
lugares. Un lector podía entrar en una librería y comprar la edición alemana de
Escritos de un viejo indecente, una selección de relatos titulada La máquina de
follar, así como muchos otros libros suyos. El sueño de Carl Weissner de ver a
Bukowski grabado en la conciencia alemana se había convertido en realidad.
Hank se encontraba mejor. De nuevo estaba encarrilado escribiendo. Los
caballos seguían corriendo como es debido y pasaba más tiempo tranquilo en casa
con Linda. Una noche, borracho, alzó su copa y dijo: «Gracias, padre, por mis
poesías y relatos, por mi casa, por mi coche, por mi cuenta bancaria. Gracias por
aquellas palizas que me enseñaron a aguantar.» Sonrió de oreja a oreja, guiñó un
ojo a sus invitados y siguió bebiendo vino.
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guerra a su alrededor en todo. «Ya sabes, chico», me dijo: «Te levantas, te vistes,
te preparas para ir a trabajar y luego bajas a enfrentarte con ese monstruo que
lleva insignia de Correos en el pecho y que está ahí para maltratarte. Ésa es la
guerra de verdad, y yo estoy en primera línea.»
Cuando iba conduciendo Boulevard Hollywood abajo, desganado por el aire
contaminado de la ciudad, recité de memoria su poema «Nada sutil», que parecía
apropiado para un día en el que el ozono había alcanzado un nivel lo
suficientemente peligroso como para que el locutor de radio que yo iba
escuchando leyera un comunicado sobre la salud pública. Puede que olvidara una
palabra o dos en mi recitado privado, pero más o menos decía así:
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Hank y tú editabais. —Y me sacó Laugh Litterary and Man the Humping Guns.
—Sería estupendo verle otra vez —le dije a Red.
—Llámale por teléfono. Estoy seguro de que le encantaría saber de ti.
—No. Las cosas se torcieron entre nosotros. No se puede estar demasiado
cerca de Bukowski. Tuvimos unas palabras fuertes al principio de la década de los
setenta y después él escribió aquel artículo en Los Angeles Free Press en el que
decía que había tres mujeres poetas famosas en el mundo. La tercera era yo.
Sostenía que yo había hablado mal de él a sus espaldas. Me puso tan fuera de mí
que escribí una diatriba contra él en Invisible City.
Red se rió y dijo que todo aquello no quería decir nada.
—A Hank le va muy bien, vive con Linda Beighle. Se pelean, pero
normalmente es por cosas pequeñas. Creo que Linda le ha aportado estabilidad a
su vida.
—No querrá saber nada de mí —protesté—. Han pasado muchos años.
Ahora Hank es famoso y está trabajando para el cine. Lo sé todo al respecto.
Red no aceptaba un no por respuesta. Me anotó el teléfono de Hank. Lo
cogí, compré La senda del perdedor y después me fui a Cantor's Delicatessen.
—¿Quiere usted un vaso de agua? —me preguntó la camarera.
—Sí.
—Por cierto —me dijo—, ¿no trabajaba usted en la librería que había
enfrente?
-Sí.
—Usted conocía al escritor, al viejo indecente, Bukowski, ¿verdad?
—Sí. Éramos amigos. Editábamos una revista juntos.
—Dígame —me preguntó inclinando la cabeza, que era grande y con un
flequillo teñido con henna que le caía por la frente—, ¿es como para tomárselo en
serio?
—Supongo que pronto lo sabré. Tengo su teléfono y voy a llamarle cuando
acabe de comer.
Comí y leí algunos párrafos del libro, pero no decaía. Cinco tazas de café
más tarde me dije a mí mismo que La senda del perdedor (Ham on Rye,
literalmente Jamón en pan de centeno) estaba tan cercano a un sandwich de
jamón de verdad como los que servían en Cantor's. Seguí hojeando el libro y
encontré en él dolor, humor y sueños agridulces. Tras recorrer la niñez y primera
juventud de Hank, quedé convencido de que su talento no había disminuido. El
libro trataba con honradez y claridad los problemas de la juventud que seguían
preocupando al Bukowski adulto. Estaban allí con la perspectiva de un niño. Leí lo
que decía sobre su amigo Jim, con el que fue a la playa después de que se le
desarrollara el acné: «Jim salpicaba agua a las chicas. Era el dios del agua y ellas
le adoraban.» Al describir a Jim, contrastando a aquel chico bien parecido con él
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todo está ahí, los viejos barrios, el Hospital del Condado de Los Angeles. Hay
veces en que necesitas distanciarte antes de escribir sobre algo. Hasta mi amigo
Baldy está ahí.
—Me acuerdo de él. Fue a visitarte a la calle De Longpre.
—Exacto. Baldy te gana hablando, Neeli.
—¿Qué te llevó a escribir eso?
—El tiempo y la distancia. Todo estaba ahí esperando y lo único que he
tenido que hacer ha sido sentarme a la máquina de escribir.
—¿Y qué me cuentas de Marina? ¿Cómo está? —le pregunté—. Hace unos
doce años que no la he visto.
—Marina se ha convertido en una chica estupenda. Ahora va a la Escuela
Técnica de California. Está estudiando Ingeniería.
—¿Y lee tus obras?
—¡Coño! Supongo que sí.
—¿Viene a verte de vez en cuando?
—Por supuesto. Nos llevamos bien. Viene en Navidad, el Día de Acción de
Gracias.
—Tú siempre ibas en vacaciones.
—En Navidad, sobre todo —me contestó—. Por ella.
—¿Cómo os va a ti y a Linda Beighle?
—Linda tiene agallas —dijo Hank—. Ya hace seis años que estamos juntos.
Fuimos juntos a Alemania. Estuvo conmigo en Hamburgo y cuando visité a tío
Heinrich. Sé amable con ella cuando llegue.
Nos bebimos la botella que yo había llevado y Hank sacó otra. Me dijo que
Linda volvería pronto a casa.
—Sé bueno con ella —me dijo—. Es una dama estupenda. Quería
conocerte.
—Me alegra que te hayas estabilizado —le dije—. Estás tan bien, tan
relajado...
—Escucha. Dame una hora y volveremos otra vez a los viejos tiempos —
me dijo—. Estoy en el precalentamiento.
—Dime —le pregunté—, ¿siguen comprando tus libros en Alemania?
—Sí, por alguna razón, así es —dijo y se sirvió otro vaso de vino y se
inclinó hacia adelante para volver a llenar el mío—. Yo tengo a John Martin y a
Carl Weissner y ellos a Bukowski. Funciona bien para todos.
—¿No te importa que mire los libros que hay ahí? —dije señalando la
estantería.
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—Adelante, caballero.
Me puse a examinar los estantes, todos llenos de Bukowski en otras
lenguas: alemán, italiano, francés, holandés, noruego y algunas otras. Había
también ejemplares de nuestra revista, Laugh Literary, y algunos periódicos a
multicopista de principios de la década de los sesenta. Me volví hacia él con una
traducción italiana en la mano.
—Los dioses se han portado bien conmigo —dijo Hank—. No sé cuánto
durará.
Cuando iba hacia el sofá, apareció Linda Beighle en la puerta principal: era
una mujer menuda con una sonrisa amplia y el pelo rubio suelto.
—Linda, éste es Neeli —dijo Hank.
Ella se acercó y me dio la mano.
—Os he oído a Hank y a ti en cinta —me dijo—. Eres de los pocos que no
se le quedaba atrás. En alguna cinta estabais locos, chicos.
Pregunté si podía oír alguna y Hank me dijo que a saber dónde estarían.
—Neeli sabe por dónde van los tiros —dijo Hank—. Neeli lo sabe porque yo
soy su maestro.
—Digamos que has sido uno de mis profesores —contesté como un
disparo.
—¡No! Soy tu maestro.
Bebimos más vino. Linda me habló de su negocio, el Dewdrop Inn, y de
Barbet Schroeder. Seguimos sentados un rato hasta que Hank sugirió que
saliéramos a cenar.
—Vamos al mexicano —dijo ella.
—Si, a Neeli le gustará eso —respondió Hank, y le contó a Linda cómo solía
yo asaltar su nevera—. Estabas hablando con él y, de repente, te dabas cuenta de
que había desaparecido. Así que te ibas a la cocina y allí estaba con una mano en
la nevera. No le daba vergüenza.
Cuando Hank entró en el aparcamiento del restaurante mexicano me dijo
que era un sitio que le gustaba porque allí iban a comer obreros. Mientras
caminaba hacia la entrada, miré como se movía con aquel estilo suyo a lo Bogart.
Le abrió la puerta a Linda y esperó a que yo entrara.
—Después de usted, caballero —me dijo.
Hank y Linda eran muy conocidos allí. Estuvieron bromeando con el
camarero y a continuación Hank dirigió la mirada a un grupo de estudiantes
universitarios bien vestidos que habían encargado una mesa larga en el centro del
restaurante.
—Me he ganado el derecho a estar aquí —proclamó Hank—. Estos jodidos
niños de universidad aún tienen polvos de talco en el culo. Tienen cara de pan sin
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cocer.
Sentí alivio al ver que no parecía que le hubieran oído.
Un momento después disfrutábamos de la cena y la cerveza mexicana. Yo
tenía un montón de preguntas que hacer sobre La senda del perdedor pero decidí
reservarlas para más tarde. En vez de eso, estuvimos haciendo bromas sobre
algunas de las personas que habíamos conocido. Le hablé a Linda Lee de la
primera lectura de poemas de Hank en el Bridge y de cómo solía fisgar por la
ventana para ver quién llamaba a la puerta o gritaba su nombre desde la escalera.
Ella habló de la película acaloradamente. Hank se cuestionaba si de verdad
llegaría a hacerse.
—Hemos tenido un montón de problemas con eso —dijo—. Conseguir
dinero para una cosa así no es fácil.
Cuando le pregunté por Dangling in the Tournefortia (Colgando de la noria),
una extensa recopilación de poemas publicada en 1981, me dijo:
—Lo único que hace Martin es esperar los poemas y luego los pone en
forma de libro. Todo lo que yo rengo que hacer es dejar que mi máquina de escribir
me los escriba. Y luego, por supuesto, tengo que enviarlos. ¡Qué vida tan dura,
chico!
—Has seguido con las revistas pequeñas —le dije, sabiendo que
continuaba siendo fiel al ruedo en el que había empezado.
—New York Quarterly y The Wormwood Review son dos de mis favoritas.
Aceptan lo que les envío. Y también mando poemas a los chicos, ya sabes, ponen
tanto entusiasmo como el que Blazek tenía con Ole. Hay que reconocerlo, he
tenido suerte. En Alemania está Benno Käsmayr. Sólo publica lo que quiere. Él fue
quien consiguió que yo empezara allí con el libro de poemas que tradujo Carl
Weissner.
Mientras acabábamos de cenar Hank dirigió algunas pullas más a los
universitarios. Después, en el aparcamiento, se puso a gritar a un tipo que iba en
un BMW como el suyo: «No te mereces un coche como ése. Sólo yo me lo
merezco...» Linda consiguió que se metiera en su coche y volvimos a casa.
Yo creía que conocía a Bukowski a fondo, pero, sentado en su cuarto de
estar, me di cuenta de que tenía un lado enigmático en el que apenas podía
penetrar. Hacía que la vida pareciera algo muy simple tanto en su prosa como en
poesía y sin embargo esa forma suya tan directa dejaba entrever una complejidad
extrema. Supuse que la clave del Bukowski secreto estaba en su amabilidad
enmascarada tras una fachada de tipo duro. Yo solía mirarle cuando estaba con
Marina y ella era una niña. Era maravilloso ver la paciencia que tenía con ella.
Aún había cosas sobre él que nunca serían reveladas. Me convencí de ello
mientras estaba sentado de charla con él y Linda Beighle. Yo quería saber más de
su relación con Jane, la mujer con la que había vivido tanto tiempo, y de aquellos
años de viajes a Nueva York, Saint Louis, Filadelfia. Se me hacía difícil entender
cómo aquel hombre que viajaba tanto era el mismo que me decía que viajar era
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una locura. En 1970, cuando fui a Europa, él me decía que no tenía ningún deseo
de ir. «Sólo un condenado loco se pone a viajar», me había dicho. Le respondí que
debía de haber un montón de condenados locos en el mundo.
—Tienes derecho a serlo —me replicó.
Cuando le pregunté por sus viajes en la década de los cuarenta me dijo:
—Fue una época de demencia. Recuerda que yo era un suicida. Porque
¿cuántas personas entrarían en un bar de gángsters y le echarían el ojo a la hija del
jefe? Aún era una época gloriosa. Yo tenía mi cuarto, escribía mis historias,
aunque fueran una locura, y tipos como Sibelius y Beethoven me hablaban desde
la radio. Nadie llamaba a mi puerta. Sólo eso ya era una bendición.
Hank me habló de los niños ricos de Palos Verdes, unos pocos kilómetros
al norte de San Pedro, que iban montados en esos pequeños ponys por la
carretera.
—Están tan mimados... los hijos de los ricos —decía—. A veces un pony se
escapa a la carretera y lo atropellan. Por supuesto que los padres salen y compran
otro. Les resulta tan fácil...
Linda fue a la puerta corredera de cristal que daba al patio para dejar entrar
a los gatos. «Aquí llega Beauty», dijo. «Es la más vieja de nuestros gatos.» Miré
cómo Beauty pasaba a mi lado e iba a la cocina.
Cuando me fui de casa de Hank quedamos en volver a vernos un día tres
semanas después. Mientras me dirigía a casa por la autopista del puerto iba
pensando en la impávida capacidad de creación de Hank. Difícilmente se quedaba
sentado y tranquilo. Como muchos otros poetas que se pasan a la prosa, podía
haber dejado la poesía en segundo plano y en cambio la prosa le hacía escribir
más poemas, y John Martin, con quien siempre se podía contar, estaba allí para
meterlos en la imprenta.
Esa misma noche, al irme a la cama, supe que podía olvidarme de intentar
dormir. Había visto al viejo otra vez y su infinita energía me había contagiado. Me
levanté y me puse a hojear Dangling in the Tournefortia. Vi que el libro estaba
dedicado a John Fante. Una semana antes yo había llamado a mi tío Herman, un
pintor que vive en el Soho en Nueva York, y le había dicho que leyera Pregúntale
al polvo de Fante. Le dije que había influido mucho en la obra de Bukowski. Mi tío
y Fante habían sido grandes amigos en Hollywood en la década de los treinta.
—Quería ser el gran escritor norteamericano —me dijo tío Herman—. Pero
quedó reducido al ámbito de Hollywood.
Le expliqué que Bukowski le había enseñado a John Martin la obra de
Fante, la mayor parte de la cual no había vuelto a editarse, y que Black Sparrow
Press lo estaba haciendo de nuevo y se vendía bien.
Me pareció que en Dangling in the Tournefortia el estilo poético de Hank se
había transformado. Los nuevos poemas no tenían la habilidad rítmica que hacía
tan interesantes los anteriores. Obviamente, Bukowski no intentaba escribir el
«poema perfecto». Había optado por la efusión masiva de emociones y le
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Bukowski me hizo ver a Butch con esa descripción clara, sin adornos. No
tenía que profundizar más. Allí había suficientes sentimientos:
...y le miro
ahora
y aún siento su valor
y su fuerza
a pesar de la insignificancia
de los hombres
a pesar de la destreza científica
de los hombres
el viejo Butch
aguanta
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resiste.
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verla muy pronto, y él me habló de la gente de Hollywood con la que había estado,
entre otros Sean Penn y Madonna.
Algunas semanas más tarde tomé un vuelo a Nueva York para trabajar con
uno de mis editores que también estaba preparando la publicación de una
recopilación de poesía para Black Sparrow Press. Mientras yo estaba allí, recibió
una llamada de John Martin, que quería ver mi ensayo sobre Bukowski. Al volver a
San Francisco se lo mandé y unos días después recibí una nota suya en la que
me decía que mi ensayo era una descripción fiel de Bukowski en los años sesenta.
Pensé que aquel trabajo ayudaría a que Hank y yo volviéramos a reunirnos.
Empecé a visitarle con regularidad justo en la época en que su película empezaba
a exhibirse en los cines, provocando un montón de publicidad. En las páginas de
sociedad de los periódicos importantes y de las revistas de ámbito nacional, el
nombre y la obra de Charles Bukowski empezaban a no pasar desapercibidos.
Visitar a los Bukowski significaba que me quedaba a pasar la noche en la
habitación de invitados. En una ocasión fije con Jessie Cabrera, un amigo mío
psiquiatra.
—¿Crees que estoy loco? —le preguntó Hank.
—No, me parece que estás muy cuerdo.
Y añadió que Hank habría sido un buen psiquiatra porque era muy sensible
y perspicaz.
—¿Por qué no analizas a Neeli? —le dijo Jessie a Hank.
Hank no necesitaba que le empujaran. Se lanzó a hacer un análisis a fondo,
sobre mis celos literarios, mi hipersensibilidad y cosas por el estilo.
—Muy bien, Hank —le dije—, como la mayoría de los psicoanalistas, pones
mucho de ti mismo al hacerlo.
—Supongo que tienes razón —me contestó.
Aquella noche debimos de quedarnos levantados hasta las cuatro de la
madrugada. Yo había llevado a mi perro y Hank y Linda se turnaron para jugar con
él. En medio de aquellas payasadas le sugerí a Hank que iba a intentar escribir
una biografía completa sobre él.
—Jesús, sería un honor para mí —dijo—. Otros dos lo han intentado, pero
yo tengo fe en ti, chico, aunque no sé quién va a comprar una cosa así.
—¿Qué ha pasado con los otros dos biógrafos? —le pregunté.
—Bueno, uno simplemente desapareció —me dijo Hank—. No había escrito
nunca nada. Grabó un montón de cintas pero ahí quedó todo.
—¿Y el otro?
—Tuve que escribir un poema sobre él. No paraba de venir por aquí con
cualquier excusa. No podía hacer nada sin topármelo por todas partes.
—Yo no te incordiaré —le dije.
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Flower, Fist and Bestial Wail, Eureka, California, Hearse Press, 1960
Longshot Pomes for Broke Players, Nueva York, 7 Poets Press, 1962
Run With the Hunted, Chicago, Midwest Press, 1962
It Catches My Heart in Its Hands, Nueva Orleans, Loujon Press, 1963
Crucifix in a Deathhand, Nueva Orleans, Loujon Press, 1965
Cold Dogs in the Courtyard, Chicago, Literary Times-Cyfoeth, 1965
Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts, Bensenville,
Illinois, Ole Press, 1965
The Genius of the Crowd, Cleveland, 7 Flowers Press, 1966
All the Assholes in the World and Mine, Bensenville, Illinois, Ole Press,
1966
At Terror Street and Agony Way, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1968
Poems Written before Jumping out of an 8 Story Window, Glendale,
California, Poetry X/Change/Litmus, 1968
Notes of a Dirty Old Man, North Hollywood, Essex House, 1969;
reeditado en San Francisco, City Lights Books, 1973 (traducción
castellana: Escritos de un viejo indecente, Barcelona, Anagrama,
1978)
A Bukowski Sampler, Madison, Wisconsin, Quixote Press, 1969
The Days Run away Like Wild Horses over the Hills, Los Angeles, Black
Sparrow Press, 1969
Post Office, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1970 (traducción
castellana: Cartero, Barcelona, Anagrama, 1983)
Mockingbird Wish Me Luck, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1972
Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary
Madness, San Francisco, City Lights Books, 1972; reeditado en
City Lights Books, 1983, en dos volúmenes: The Most Beautiful
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FUENTES
CAPÍTULO UNO
Charles Bukowski y yo pasamos muchas horas grabando la historia de su
niñez. También tuvimos varias conversaciones telefónicas largas e
intercambiamos algunas cartas.
Celebramos entrevistas el 29-3-88, el 21-5-88, el 22-5-88, el 15-7-88, el 9-
9-88 y el 28-1-89. (Y en diferentes ocasiones hablamos informalmente durante las
visitas que le hice en su casa.)
Katherine Wood, prima de Bukowski, y su madre, Anna Bukowski, fueron
las únicas conexiones directas con sus primeros años de vida. Ellas me ajTjdaron
a recomponer la información relacionada con la familia.
CAPÍTULO DOS
Me he basado en las entrevistas exhaustivas a Bukowski y en su novela
autobiográfica La senda del perdedor.
CAPÍTULO TRES
Mis entrevistas a Bukowski y la novela Factotum fueron esenciales para
escribir este capítulo. Me puse en contacto con Robert y Beverly Knox, que habían
ido a la Universidad de Los Angeles con Bukowski y le habían seguido viendo de
vez en cuando hasta 1943.
CAPÍTULO CUATRO
Principalmente basado también en las entrevistas a Bukowski, que me
sirvieron para revelar estos «años perdidos». Las entrevistas a diferentes
miembros de la familia Frye, tanto en Wheeler (Texas), como en Los Ángeles,
sirvieron para recomponer la información sobre el primer matrimonio de Bukowski.
También fueron de gran ayuda para mí las siguientes obras de Bukowski:
Factotum, Cartero y el guión de El borracho (publicado en forma de libro por Black
Sparrow Press).
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CAPITULO CINCO
Empecé utilizando la impresionante recopilación de la correspondencia de
Charles Bukowski que se halla en los archivos de la Universidad de California,
División de Recopilaciones Especiales, de Santa Barbara. Esta fuente clave me
ayudó a localizar con toda precisión muchos de los hechos de la vida de Bukowski
y a documentarlos.
Las entrevistas a Bukowski y Evelyn Thorne, editor de pequeñas revistas,
fueron de un valor inestimable. También fue importante el intercambio de cartas
con el poeta Jory Sherman, que conoció a Bukowski durante los años en que
empezaba a destacar como poeta.
CAPÍTULO SEIS
La información procede de Edwin Blair, que vive en Nueva Orleans y fue
socio del editor de Bukowski, Jon Edgar Webb. Frances Smith demostró ser una
fuente excelente de información, arrojando luz sobre la vida del poeta a principios
de la década de los sesenta.
Los poetas Harold Norse, Jory Sherman, Lee Grue y Jack Grapes me
brindaron opiniones y observaciones de inconmensurable valor.
La entrevista con Frances Smith tuvo lugar el 28-1-89.
La entrevista con Marina Bukowski tuvo lugar el 29-1-89.
The Wormwood Review (vol. 12, n.¡ 1, ejemplar 45, 1972). Un ejemplar
totalmente dedicado a Jon Edgar Webb, que incluye una memoria/ tributo al editor
por parte de Bukowski y otros, así como un cuento corto original escrito por Webb.
En él he encontrado información biográfica importante sobre Webb. El texto escrito
por Bukowski está bien, pero contiene un error de información. Bukowski no
conoció a los Webb antes de la publicación de It Catches My Heart In its Hands.
En realidad se conocieron antes de la publicación de Crucifix in a Deathhand.
The Bukowski/Purdy Letters: 1964-1974 (Sutton West, Ontario, Canadá, y
Santa Barbara, California, Paget Press, 1983) me proporcionó gran parte de la
información y documentación que comienza en este capítulo y se extiende hasta el
capítulo doce.
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CAPITULO SIETE
Edwin Blaír siguió investigando para mí, buscando en su extensa
recopilación de correspondencia entre Webb y Bukowski. Una conversación
telefónica con Louise (Gypsy Lou) Webb me ayudó a corroborar algunos asuntos
vitales en la relación de Bukowski con el más importante de sus primeros editores.
CAPITULO OCHO
Las entrevistas con Douglas Blazek, Frances Smith y Bukowski me
sirvieron para confeccionar este capítulo, además de la información que me
proporcionaron Jory Sherman, Carl Weissner y Harold Norse. La correspondencia
de Harold Norse con Bukowski, que el primero me prestó amablemente, fue
importante para este periodo hasta la década de los setenta.
Las entrevistas con Carl Weissner en Heidelberg y Mannheim tuvieron lugar
el 26-9-88 y el 27-9-88.
La entrevista con Douglas Blazek tuvo lugar el 12-1-89.
CAPITULO NUEVE
Me he basado en los recuerdos de mis conversaciones con Bukowski y de
una noche en particular que pasamos juntos. John Martin, de Black Sparrow
Press, me proporcionó datos concretos y valiosas opiniones sobre la carrera
literaria de Bukowski para este capítulo. También me he basado en
conversaciones con John Thomas y Frances Smith, así como en entrevistas con
Carl Weissner, Douglas Blazek y Steve Richmond.
John Martin me proporcionó su entrevista con Robert Dana en Against the
Grain (lowa City, University of lowa Press, 1986) para obtener datos sobre sus
años de formación y los comienzos de Black Sparrow Press.
Carl Weissner me envió una copia de la entrevista realizada por Jay
Dougherty, que apareció más tarde en el número 35 de Gargoyle (Bethesda,
Maryland), 1988.
Me ha sido de gran utilidad aquí una entrevista aparecida en Southern
California hit Scene (vol. 1, n.¡ 1, diciembre de 1970), «En busca de los gigantes:
Charles Bukowski», realizada por el director William Robson y por Josette Bryson.
Una serie de conversaciones telefónicas con Marvin Malone, de la revista
The Wormwood Review, también me resultaron de un valor inestimable.
CAPITULO DIEZ
Como participante en muchos de los eventos descritos, me he basado en
mi conocimiento de los hechos de la vida de Bukowski y en la utilización de la
correspondencia del poeta, que se encuentra en la Universidad de California,
Santa Barbara. Las entrevistas con Bukowski sobre este periodo han arrojado luz
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sobre muchos temas. Conversé con Linda King durante tres días seguidos. Las
entrevistas me ayudaron a completar este y los dos siguientes capítulos. Me
resultaron muy útiles las entrevistas con Paul Vangelisti en Los Angeles, así como
las charlas con Frances Smith, Marina Bukowski, Carl Weissner, John Martin y
Harold Norse. Y me sirvió de gran ayuda para este y los dos siguientes capítulos
una entrevista a Lawrence Ferlinghetti.
La entrevista a Paul Vangelisti tuvo lugar el 22-5-88.
La entrevista a John Martin tuvo lugar el 11-3-89.
CAPÍTULO ONCE
La información proporcionada por Linda King sigue siendo importante para
este capítulo, así como la de Paul Vangelisti y la de Harold Norse. Jack Micheline
me proporcionó copias de su correspondencia con Bukowski, y entrevisté a Taylor
Hackford, lo cual fue de gran valor para este trabajo. Second Coming (vol. 2, n.¡ 3,
1974) es un número totalmente dedicado a Bukowski por esta pequeña revista
dirigida por A. D. Winans. La obra de Linda King «Y pensar que me enamoré de un
machista» me fue de utilidad, al igual que las obras de Harold Norse, Jack
Micheline y otros.
La entrevista a Taylor Hackford tuvo lugar el 18-4-89. 302
CAPÍTULO DOCE
La información fundamental la obtuve de Lawrence Ferlinghetti, Harold
Norse, Douglas Blazek y del poeta y editor A. D. Winans. La entrevista con
Hackford también fue una fuente importante para este periodo.
Rolling Stone (n.¡ 215, 17 de junio, 1976) incluye un amplio artículo de
Glenn Esterly, «Bukowski al desnudo», que refleja perfectamente el sabor del
poeta a mediados de la década de los setenta y me ayudó a completar esta
sección del libro.
CAPÍTULO QUINCE
Me he basado en mi propio conocimiento de los hechos y en entrevistas a
Bukowski.
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