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Fray Petit de Murat

y la educación
Tomás Brezovsky

Perspectiva filosófico pedagógico


didáctica III
Profesor Esequiel Stefanini
Vida y obra
Fray Mario José Petit de Murat (26 de septiembre de 1908 – 8 de marzo de 1972) creció
en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires. En su juventud halló cierta tendencia a las
bellas artes tras un encuentro con el célebre pintor José Antonio Ballester Peña.
En 1938 ingresó en la Orden de Predicadores, comenzando sus estudios de filosofía en
Francia, y posteriormente los estudios en teología, pero esta vez en España. Luego de su
formación académica fue ordenado sacerdote en el año 1946.
Bien detalla Caponetto la vida del fray al afirmar: “Toda la vida sacerdotal de fray Petit
consistió en el esfuerzo de vivificante para que los hombres recuperaran la única
dignidad que debe importarles: el reconocimiento de la majestad de Dios”.
Fue profesor de metafísica, psicología y sobre todo estética, y uno de los fundadores
de la actual Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino.
Gran guía espiritual, dedicó su vida a la enseñanza, enriqueciéndola con una verdadera
reflexión ociosa, que se manifestaba con una grandiosa profundidad.

Educación desde el comienzo de la vida


De Murat nos habla de un necesidad esencial de padres bien formados y virtuosos, que
Impregnen a sus hijos no solo de buenos modales, sino el amor que distribuyen y
acrecientan en todas las aristas de sus vidas. Es decir, que obren y razonen con amor,
que lo manifiesten en el trabajo, en sus conversaciones y en sus gestos. Por eso se
expone como ejemplo la vida de Sócrates quien, honrando a sus padres, supo emular
sus vocaciones en una síntesis mucho más profunda, dándoles al oficio de partera y
escultor de su madre y su padre respectivamente, un lugar en el pensamiento filosófico,
como partera de verdad y escultor de personas.
La educación nos llama enérgicamente a conservar las tradiciones, no solo familiares,
sino también la tradición de la Iglesia, columna y fundamento de la verdad que nos hace
libres.
Es necesario también que el niño sienta la seguridad y la obtenga de sus padres bien
afianzados en el bien y la verdad, y que se le ofrezca ese primer envión en aquello que
Petit llama “primer regazo”. El señorío que debe tenerse se le manifiesta al hijo y se le
imprime con la virtud de la templanza, para que por ella pueda pasar toda pasión por el
tamiz de su razón, y así lograr el señorío buscado.
Para la observancia y el cuidado del pequeño se precisan ojos maternos, dado que
poseen un poder intuitivo mayor al de los hombres, es decir, hacen mayor hincapié en
lo concreto: momentos, actitudes, temperamento, afecciones, etc. La mujer va a lo
concreto, a lo real, comprendiendo de manera instantánea aquello que le pasa al niño,
ya que es más empática.
Hay que tener en cuenta que, para lograr una buena educación, se debe tener siempre
presente el estado de nuestra naturaleza herida. Petit de Murat puso su atención en la
soberbia del hombre, por la que se impone como centro de la realidad, quitando de su
corazón a Dios. Actualmente esto se ve potenciado por pedagogías que hacen de la
persona un animal que a costa de otros debe ganar.
Asimismo debe dársele al niño una educación que contemple sus facultades de
conocimiento, no tomándolo en su edad avanzada como una “tabla rasa”, sino sabiendo
que a esa inteligencia en estado embrionario la precedió, en el proceso cognoscitivo, la
intuición sensible, que desde los inicios fue inmutada por una realidad que forjó o hizo
aflorar actitudes o temperamentos por los que luego deberán velar y conducir sus
padres y maestros.
En la educación también es menester poner atención al ambiente en el que debe
desarrollarse el niño, un ambiente embebido de los bienes honestos (la verdad, la
belleza y el bien) que le “eduquen el oído” para que en un futuro no pierda el norte,
cayendo en la vorágine de sus pasiones.
Viene al caso el ejemplo del barrilete, al hablarse de un punto medio, un equilibrio, en
la educación del pequeño. Dícese que no debe aflojarse ni tirarse demasiado del hilo,
aludiendo a la sobreprotección o a la falta de ella. Debe ir soltándose de a poco, tirando
cuando los vientos inestables de las pasiones generen un conflicto interno en el niño, de
modo que a futuro pueda proveerse de los medios necesarios a la hora de prescindir de
aquellos cuidados otorgados por los padres y maestros, logrando ser un ciudadano
“hecho y derecho”.
En este tire y afloje deben considerarse como claves del educar el evitar el
perfeccionismo desmesurado y estar abiertos a la posibilidad de redención. El fray
resalta que la reflexión y el silencio, antes que juicios temerarios, pueden cambiarle la
vida a los educandos, pues no considerar a los malos “en potencia” de hacer mucho bien
o, en el caso de los buenos incrementar el perfeccionismo, generará más frustraciones
a futuro. No se debe encasillar al alumno, no debe etiquetárselo; debería ser educado
en el sentido propio de la palabra, es decir, conducido sea cual sea su condición (sobre
todo a los reacios a la enseñanza o a aquellos con dificultades en el aprendizaje).
Para conducir al niño debe tenerse en cuenta el temperamento y las virtudes que posee
(o que falta arraigar), y actuar acorde a ellas. Se da un claro ejemplo al hablar del
pacifismo propio del mediocre y la impulsividad del revoltoso, buscando el modo de
trato con el que tendrá que abordarse en cada caso. Al primero se lo relaciona con la
blandura, la ignavia o muerte, un alma muerta que no molesta a nadie. Educarlo en la
fortaleza puede hacer aflorar una personalidad fuerte, con señorío de sí e inmutable, a
la vez que se lo saca de su timidez.
El maestro debe evitar, por su parte, dos extremos viciosos en cuestión de la autoridad,
a saber, el permisivismo por falta de autoridad y el despotismo por exceso de ella. La
autoridad persuasiva, punto medio virtuoso, es clave a la hora de impartir un castigo.
Asemejándonos a Dios, debemos usar “tanto la mano de azúcar de su misericordia como
la mano de hiel de su rigor”.
En este punto medio virtuoso, el maestro, con autoridad persuasiva, logra influir en el
alumno, al igual que el sol lo hace sobre una planta. Éste no lo hace idéntico a sí, sino
que lo conduce hacia la realización personal de aquél educando único e irrepetible,
despertando y orientando sus estilos propios.
Para esto, un educador debe ser virtuoso, ser ejemplo y señor de sí, de modo que su
enseñar sea “separar la maleza, abrir el camino, señalar el sendero correcto e iluminar
el final del camino”, destino en manos de Cristo Rey, quien pone a nuestra disposición
todos los medios para explotar los dones regalados, y ser fieles a su mandato. Solo de
este modo alcanzaremos la verdadera felicidad, no centralizándolo todo en el hombre,
creyendo de nuevo la fábula de la diosa razón.
Sobre la enseñanza en el mundo actual
Hoy en día reinan mentalidades en el ámbito pedagógico que cambian su
configuración. Persiste un cristianismo residual, a modo de adiestramiento; creen que
pretende ser una correa para los educandos, un obstáculo para su vida. En segundo
lugar, una mentalidad iluminista liberal, poniendo al hombre como un buen salvaje,
indiferente al pecado por el que su naturaleza está herida. Por último, aquella
mentalidad del dedicado a vivir el hedonismo, con una profunda actitud nihilista.
Frente a estas mentalidades es preciso actuar con cuidado, en especial durante la
adolescencia del alumno, dado que es el momento de pugna, donde está descubriendo
nuevos horizontes a la vez que vuelve una y otra vez al resguardo de aquello que en la
niñez producía seguridad. Lleno de angustia por un conflicto nuevo y necesario para la
salida al mundo adulto, el alumno debe ser respetado y atendido por los padres y
maestros, sirviendo éstos como un frontón para los inestables ataques productos de las
cuestiones a solucionar.
Toda esta preparación es necesaria para que el joven se predisponga a ser elevado,
dado que la educación coopera con la gracia divina. El hombre completo y elevado
aprende a cargar su cruz y a gozar del bien, a diferencia de aquel individuo aburguesado
en su “comodidad gelatinosa”. Disciplinado, el joven forja los hábitos para mantener la
constancia en el estudio, la oración y el trabajo, ejes de la vida del cristiano.
Por último, resalta la mortificación como vía a la libertad por la que nos volvemos
señores de nosotros mismos, administrando rectamente nuestras pasiones y forjando
nuestro temperamento. Cristo elevó la mortificación, le dio un nuevo valor al dolor, que
actualmente el mundo ignora, cegado por el hedonismo. Sólo por la mortificación el
hombre puede librarse del despotismo de la carne.
Conclusión
Petit de Murat hace una síntesis espléndida del modo en que debería educarse a los
niños, ya que va a lo concreto, a lo cotidiano. Lo expone como un ejercicio de las virtudes
que, al llegar a poseerlas, éstas hacen desbordar perfección de los dones que tenemos,
para llegar al corazón de los educandos y actualizar, colaborando con la gracia divina,
todo lo que ellos son.
En el texto “El último progreso de los tiempos modernos: la palabra violada” el fray
hace una observación sobre el mundo actual que cabe traer a colación. Al intentar quitar
a Dios del centro, todo acaba corrompiéndose. Entre estas aristas de nuestra vida, está
la fundamental comunicación, la palabra. Con el Verbo desplazado de nuestra vida, el
lenguaje mismo cae en un desorden frente a la realidad. Se dice que la medida de un
mal está dada por el bien que niega, por lo que negando el Verbo nos encontramos
frente a un abismo. Se le llama amor a pasiones desordenadas, o libertad a una
autonomía radical. En esto se demuestra que debe volverse la mirada a Dios, a su
Palabra, de manera que no acabemos errantes a través de una nada infinita, tal como
afirma Nietzsche. El educador debe tener presente esto, el poder de la palabra en
nuestras vidas, y la capacidad que con ella y con nuestro ejemplo a dar tenemos de
esculpir con amor a buenas personas tal como lo hizo Sócrates.

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