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verídica de una amiga mía cuyo nombre debo omitir, porque si no me mata.
Digamos que se llamaba Colomba. Era ella entonces una joven rubicunda, de
abundantes carnes rosadas y pecosas, con luenga cabellera de ese color rojizo que
frasco. Sus delicados pies de ninfa apenas sostenían las gruesas columnas de sus
piernas, sus nalgas tumultuosas, los perfectos melones de sus pechos, su cuello con
dos papadas sensuales y sus redondos brazos de valkiria. Como a menudo sucede
en estos casos, mi rolliza amiga era vegetariana. (Por evitar la carne, esa gente se
veneciano, sus rulos, los hoyuelos que asomaban por las mangas y otros que él
una esposa alta y seca, una de aquellas mujeres distinguidas a quienes la ropa
siempre les cae bien sobre los huesos. (Las detesto). El pobre hombre puso sus
La bañista de Renoir, tantos capítulos de El amante de lady Chatterley le leyó en voz alta y
tantas cajas de bombones puso sobre su regazo, que ella, mujer al fin, aceptó una
invitación a un almuerzo campestre. ¿Puede haber algo más inocente que eso? ¡Ah!
Pero el profesor no era persona capaz de dejar pasar una oportunidad como
aquella. Trazó sus planes como lo hubiera hecho Maquiavelo. Dedujo que ella no
aceptaría jamás acompañarlo a un hotel en la primera cita y tal vez no habría una
segunda: debía jugar sus cartas en un solo golpe magistral. Solo contaba con una
Citroneta, uno de esos automóviles de latón pintado que Francia puso al alcance de
la clase media en los años sesenta, un vehículo con aspecto de cruce entre lata de
galletas y silla de ruedas, donde solo un contorsionista enano podría hacer el amor.
Seducir a una persona del tamaño de Colomba en una Citroneta hubiera sido del
primoroso canasto con golosinas afrodisíacas: dos botellas del mejor vino rosado
bien frío, huevos duros, pan campesino, quiche de callampas, ensalada de apio y
llevaba una pequeña lata de caviar beluga, que le había costado el sueldo de la
paja italiana adornado con un ancho lazo de seda. De lejos parecía un velero
nada existía en este mundo sino aquella carne deliciosa envuelta en muselina,
teórico. De lujuria, hasta entonces nada sabía. Colomba trepó a duras penas a la
frágil Citroneta, que se inclinó peligrosamente y por un momento pareció que las
ruedas estaban enterradas para siempre en el asfalto, pero después de unos cuantos
mediodía espléndido, llegaron por fin al lugar que el profesor había previamente
sauces llorones. Era un lugar solitario, sin otros testigos de sus amores que los
pajarillos en las ramas de los sauces y una vaca distraída que masticaba flores a
alumna se había quitado los zapatos y daba saltitos temerosos a la orilla del
que luego se lo dio a morder, jugueteando con los dedos de sus pies regordetes al
Este niñito compró un huevito, este niñito lo peló, este le echó la sal, este
darle una a una todas las hojas de una alcachofa y cuando se hubo comido dos
higos y las uvas, sin dejar de embromarla con toquecitos por aquí y por allá y de
ella la cabeza le daba vueltas entre el sol, el vino, los versos y un pito de
marihuana que él encendió apenas terminaron los últimos granos de caviar, ante la
cuando aparecieron las primeras hormigas, que el profesor estaba esperando con
ansiedad: era el pretexto que necesitaba. Le aseguró a Colomba que detrás de las
para eso contaban con el líquido repelente. No quería, sin embargo, manchar de
impresionista Déjeuner sur l’herbé , ese picnic donde las mujeres aparecían
modo que él tuvo que describirlo en detalle, aprovechando para abrir uno a uno los
botones del vestido de muselina. Resumiendo, digamos que muy pronto Colomba
estaba despojada de sus velos y el sol acariciaba las líquidas colinas de su cuerpo
voluptuoso. Con los dedos ella se ponía en la boca las castañas confitadas, sin
preocuparse del hilo de almíbar que le corría de la barbilla a los senos, hilo que el
profesor miraba desorbitado, jadeando, hasta que no pudo resistirlo por más tiempo
y se lanzó sobre esa montaña de carne luminosa y palpitante, dispuesto a lamer el
risa —nunca había visto un hombrecillo tan flaco y peludo, con un pepino tan
atrevido bajo el ombligo— pero no abría las piernas, al contrario, se defendía con
de elefante.
Por último logró zafarse del torpe abrazo del profesor de arte y echó a correr,
alcanzarla.
Entretanto la vaca, que no era vaca sino toro, decidió que bastaba de chacota
en su potrero y echó a trotar tras los enamorados, quienes al verse embestidos por
ese enorme animal, salieron corriendo como almas que se lleva el diablo a buscar
Habrían de pasar varias horas antes que el toro se alejara lo suficiente como
donde habían dejado el picnic, vieron que les habían robado toda la ropa y también
la Citroneta. Junto al sauce llorón donde trinaban los pajarillos solo quedaba el
Devorando el Mundo
el cerebro y la granada