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Colomba en la naturaleza

Isabel Allende (Afrodita)


Y ya que estamos hablando de bucólicos vegetales, viene a cuento la historia

verídica de una amiga mía cuyo nombre debo omitir, porque si no me mata.

Digamos que se llamaba Colomba. Era ella entonces una joven rubicunda, de

abundantes carnes rosadas y pecosas, con luenga cabellera de ese color rojizo que

el Tiziano puso de moda durante el Renacimiento y que hoy se obtiene en un

frasco. Sus delicados pies de ninfa apenas sostenían las gruesas columnas de sus

piernas, sus nalgas tumultuosas, los perfectos melones de sus pechos, su cuello con

dos papadas sensuales y sus redondos brazos de valkiria. Como a menudo sucede

en estos casos, mi rolliza amiga era vegetariana. (Por evitar la carne, esa gente se

llena de carbohidratos). Colomba tenía un profesor de arte en la universidad que no

podía despegarle la vista, locamente apasionado por su piel de leche, su cabello

veneciano, sus rulos, los hoyuelos que asomaban por las mangas y otros que él

imaginaba en el tormento de sus noches insomnes en el lecho matrimonial, junto a

una esposa alta y seca, una de aquellas mujeres distinguidas a quienes la ropa

siempre les cae bien sobre los huesos. (Las detesto). El pobre hombre puso sus

conocimientos al servicio de su obsesión y tanto le habló a Colomba de

El rapto de las sabinas de Rubens, El beso de Rodin, Los amantes de Picasso y

La bañista de Renoir, tantos capítulos de El amante de lady Chatterley le leyó en voz alta y

tantas cajas de bombones puso sobre su regazo, que ella, mujer al fin, aceptó una

invitación a un almuerzo campestre. ¿Puede haber algo más inocente que eso? ¡Ah!

Pero el profesor no era persona capaz de dejar pasar una oportunidad como

aquella. Trazó sus planes como lo hubiera hecho Maquiavelo. Dedujo que ella no

aceptaría jamás acompañarlo a un hotel en la primera cita y tal vez no habría una

segunda: debía jugar sus cartas en un solo golpe magistral. Solo contaba con una

Citroneta, uno de esos automóviles de latón pintado que Francia puso al alcance de

la clase media en los años sesenta, un vehículo con aspecto de cruce entre lata de

galletas y silla de ruedas, donde solo un contorsionista enano podría hacer el amor.

Seducir a una persona del tamaño de Colomba en una Citroneta hubiera sido del

todo imposible. El picnic ofrecía una solución romántica y práctica a la vez. Su


estrategia consistía en atacar las defensas de su alumna por el lado más débil: la

glotonería. Averiguó con mil pretextos y circunloquios los platos favoritos de su

amada y, sin permitir que el asunto del vegetarianismo lo amilanara, llenó un

primoroso canasto con golosinas afrodisíacas: dos botellas del mejor vino rosado

bien frío, huevos duros, pan campesino, quiche de callampas, ensalada de apio y

aguacate, alcachofas cocidas, maíz tierno asado, aromáticas frutas de la estación y

toda clase de dulces. Como refuerzo, en caso de necesitar recursos extremos,

llevaba una pequeña lata de caviar beluga, que le había costado el sueldo de la

quincena, un frasco de castañas confitadas en almíbar y dos pitos de marihuana.

Hombre meticuloso —signo Virgo— llevó también un almohadón, una manta y un

repelente de insectos. En una esquina de la plaza de los Libertadores lo aguardaba

Colomba, toda vestida de muselina blanca, coronada por un sombrero de

paja italiana adornado con un ancho lazo de seda. De lejos parecía un velero

y de cerca también. Al verla, el profesor sintió desaparecer el peso de los años,

el recuerdo de su distinguida esposa y el temor a las consecuencias;

nada existía en este mundo sino aquella carne deliciosa envuelta en muselina,

que temblaba con cada movimiento, provocándole una lujuria salvaje

cuya existencia él mismo ignoraba. Era, después de todo, un académico,

un hombre de letras, un estudioso del arte, un marido, un

teórico. De lujuria, hasta entonces nada sabía. Colomba trepó a duras penas a la

frágil Citroneta, que se inclinó peligrosamente y por un momento pareció que las

ruedas estaban enterradas para siempre en el asfalto, pero después de unos cuantos

corcoveos el noble vehículo se puso en marcha y echó a rodar en dirección a las

afueras de la ciudad. Por el camino hablaron de arte y de comida, más de lo

segundo que de lo primero. Y así, embelesados con la conversación y con aquel

mediodía espléndido, llegaron por fin al lugar que el profesor había previamente

escogido, un hermoso potrero de pasto verde junto a un riachuelo orillado de

sauces llorones. Era un lugar solitario, sin otros testigos de sus amores que los

pajarillos en las ramas de los sauces y una vaca distraída que masticaba flores a

cierta distancia. Saltó el profesor de la Citroneta y Colomba, con cierta dificultad,

descendió también. Mientras él, diligente, se afanaba estirando la manta a la


sombra, acomodando la almohada y desplegando los tesoros de su canasto, su

alumna se había quitado los zapatos y daba saltitos temerosos a la orilla del

arroyo. Era una visión encantadora.

No demoró mucho el profesor en instalar a Colomba sobre la manta,

semirreclinada en el almohadón, y extender ante ella las sabrosas viandas del

canasto. Escanció el vino para refrescarla y le quitó la cáscara a un huevo cocido,

que luego se lo dio a morder, jugueteando con los dedos de sus pies regordetes al

tiempo que recitaba:

Este niñito compró un huevito, este niñito lo peló, este le echó la sal, este

niñito lo revolvió ¡y este gordito cochino se lo comió!

Colomba se retorcía muerta de la risa y el profesor, envalentonado, procedió a

darle una a una todas las hojas de una alcachofa y cuando se hubo comido dos

completas, le suministró la quiche de callampas y luego las fresas y enseguida los

higos y las uvas, sin dejar de embromarla con toquecitos por aquí y por allá y de

recitarle, sudando de impaciencia, los más apasionados versos de Pablo Neruda. A

ella la cabeza le daba vueltas entre el sol, el vino, los versos y un pito de

marihuana que él encendió apenas terminaron los últimos granos de caviar, ante la

mirada impávida de la vaca, que se había acercado a la escena. En eso estaban

cuando aparecieron las primeras hormigas, que el profesor estaba esperando con

ansiedad: era el pretexto que necesitaba. Le aseguró a Colomba que detrás de las

hormigas inevitablemente aparecían abejas y mosquitos, pero nada debía temer,

para eso contaban con el líquido repelente. No quería, sin embargo, manchar de

insecticida su precioso vestido... ¿No recordaba acaso la célebre pintura

impresionista Déjeuner sur l’herbé , ese picnic donde las mujeres aparecían

desnudas y los hombres vestidos? No, Colomba no sabía de qué le hablaba, de

modo que él tuvo que describirlo en detalle, aprovechando para abrir uno a uno los

botones del vestido de muselina. Resumiendo, digamos que muy pronto Colomba

estaba despojada de sus velos y el sol acariciaba las líquidas colinas de su cuerpo

voluptuoso. Con los dedos ella se ponía en la boca las castañas confitadas, sin

preocuparse del hilo de almíbar que le corría de la barbilla a los senos, hilo que el

profesor miraba desorbitado, jadeando, hasta que no pudo resistirlo por más tiempo
y se lanzó sobre esa montaña de carne luminosa y palpitante, dispuesto a lamer el

dulce y todo lo demás a su alcance, arrancándose la ropa a tirones, como poseído,

hasta quedar también en cueros. Colomba se retorcía de cosquillas, ahogada de la

risa —nunca había visto un hombrecillo tan flaco y peludo, con un pepino tan

atrevido bajo el ombligo— pero no abría las piernas, al contrario, se defendía con

unos empujones coquetos que, viniendo de ella, resultaban verdaderas trompadas

de elefante.

Por último logró zafarse del torpe abrazo del profesor de arte y echó a correr,

provocándolo y riéndose, como esas mitológicas criaturas de los bosques que

siempre aparecen acompañadas por faunos. Y fauno parecía el profesor tratando de

alcanzarla.

Entretanto la vaca, que no era vaca sino toro, decidió que bastaba de chacota

en su potrero y echó a trotar tras los enamorados, quienes al verse embestidos por

ese enorme animal, salieron corriendo como almas que se lleva el diablo a buscar

refugio en un bosque cercano.

Habrían de pasar varias horas antes que el toro se alejara lo suficiente como

para que los desafortunados excursionistas, desnudos y temblorosos, pudieran

regresar. El efecto de la marihuana, el vino, las cosquillas y la comida se había

esfumado hacía muchísimo rato. Colomba, histérica, profería insultos y amenazas,

mientras el profesor, aterrado y tapándose el mustio pepinillo a dos manos,

intentaba inútilmente tranquilizarla con versos de Rubén Darío. Al llegar al lugar

donde habían dejado el picnic, vieron que les habían robado toda la ropa y también

la Citroneta. Junto al sauce llorón donde trinaban los pajarillos solo quedaba el

sombrero de paja italiana...

Devorando el Mundo

Nací con la boca abierta...

entrando a este mundo jugoso

de duraznos y limones y sol maduro

y esta rosada y secreta carne de mujer,

este mundo donde la cena está


en el aliento del desierto sutil

en las especias del mar distante

que flotan en el sueño tarde en la noche.

Nací en alguna parte entre

el cerebro y la granada

saboreando las texturas deliciosas

de cabello y manos y ojos,

nací del guisado del corazón,

del lecho infinito, para caminar

sobre esta tierra infinita.

Quiero alimentarte con las flores de hielo

de esta ventana de invierno,

los aromas de muchas sopas,

el perfume de velas sagradas

que por esta casa de cedro me persigue.

Quiero alimentarte con la lavanda

que se desprende de ciertos poemas,

y la canela de manzanas asándose,

y el placer simple que vemos

en el cielo cuando nos enamoramos.

Quiero alimentarte con la tierra acre

donde coseché ajos,

quiero alimentarte de memorias

surgiendo de los troncos de álamo

cuando los parto y del humo de piñones

que se junta en torno a la casa en una noche quieta,

y los crisantemos en la puerta de la cocina.

—Fragmento. James Tipton (1995)

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