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Desde hace ya algunos años, incluso antes de que en la década de los 90s el nuevo cine mexicano

saliera a la luz, para mostrarnos las cicatrices de un México cuyas administraciones han procurado
mantener las miradas más críticas y subversivas fuera de las grandes pantallas, ha existido en este
país una dicotomía en su producción cinematográfica.

Por un lado existe la selección de amplia distribución, que se encuentra en las grandes salas de
consorcios que sostienen su negocio antes con los alimentos que con las taquillas. Empresas de esta
naturaleza, que en una buena parte de la república son el único medio de exhibición de fácil
reconocimiento (y cada vez más costoso acceso) suelen tener como prioridad acuerdos previamente
pactados con las casas productoras que creyeron meritorias de patrocinio a películas como Cásese
Quien Pueda o No Se Aceptan Devoluciones. La estética preferida en este extremo de la industria
recurre constantemente al lenguaje y los temas de la telenovela, hasta un punto en que a veces
resultan indistinguibles

En la otra cara de la moneda, se encuentra la cinematografía independiente, esa que por el puro
hecho de hacerse pese a la carencia de grandes márgenes financieros lleva ya en sí misma el espíritu
de la revolución (cuando se entiende esta como el fenómeno que genera el cambio). Cuando uno
ha tenido la oportunidad de asistir a los círculos de festivales de cine en México, se hace consciente
de que es justo aquí donde se encuentra el grueso de la producción nacional. Como el iceberg bajo
el agua, los trabajos de un sinnúmero de cineastas cuya labor contiene el auténtico potencial fílmico
del país permanecen ocultos de la superficie.

Las miradas jóvenes y el nuevo talento, mismos que el festival de Cannes tiene la consideración de
incluir en la selección de la competencia más prestigiosa que internacionalmente se otorga en este
medio, son como los franceses saben reconocer, el motor que impulsa la evolución de un arte que
con apenas 100 años de historia está muy lejos de haber aportado todo lo que puede a la
humanidad.

Ese espíritu que tiene como necesidad el movimiento, la actividad perpetua, el cambio a través de
la crítica enérgica que sólo la juventud puede manifestar es el centro y el corazón de los
movimientos estudiantiles, históricos gestores de cambios o cuando menos hitos en la sociedad. Es
justamente ese espíritu el que nutre a la película Güeros, de Alonso Ruízpalacios, quién ha logrado
romper la tensión superficial y salir a flote en el contexto de la cinematografía mexicana
contemporánea.

Fiel a la escuela de Yazuhiro Ozu, que en México perpetúa su legado desde las cámaras de nombres
como Claudia Sainte-Luce y Fernando Eimbcke, Ruizpalacios demuestra un uso formal del lenguaje
cinematográfico que en primera instancia resulta algo rígido, espasmódico, como su protagonista
Sombra (Tenoch Huerta) quien simboliza junto con el tratamiento de la imagen a esa juventud
desanimada, que se encuentra incapaz de moverse, a la deriva en un sistema mucho más grande
que el individuo. El uso de la fotografía monocromática y el empleo de los planos muertos, refleja
ese estado de apatía que todos los que nos hemos sentido faltos de motivación en algún momento
podemos atestiguar.
Es 1999, en la plenitud del paro de labores organizado por el Consejo General de Huelga de la UNAM.
Los estudiantes Sombra y Santos reciben la visita obligada de Tomás, hermano menor de Sombra.
Tomás porta la chispa con la inocencia necesaria para poner en movimiento a los otros dos en una
búsqueda que los lleva tras las pisadas de Epigmenio Cruz, quien además de ser “el hombre que hizo
llorar a Bob Dylan” fue probablemente el único que pudo salvar el rock mexicano.

El director es desde el principio fiel a sus influencias, no sólo en términos cinematográficos, sino
como componentes de su discurso. Empleando un nombre como el de Dylan para dar misticismo a
su cantautor imaginario, y por supuesto, bañarlo en el halo de una leyenda caracterizada por su
espíritu revolucionario. Nuestros protagonistas, al igual que el director, se encuentran en la
búsqueda de una causa, un motivo para no rendirse ante los desesperanzadores obstáculos que el
sistema impone; (recordemos que hubo un tiempo, como la referencia al festival de Avándaro nos
recuerda, en que el rock mismo era proscrito de todos los medios de comunicación y sus
presentaciones se realizaban de modo clandestino, simbolizando la inconformidad de la juventud).

Como es natural al tratarse de su primer largometraje, Güeros no se queda sin ciertos detalles que
se deben apuntar. Las actuaciones aunque cumplen, en más de una escena evidencian la
inexperiencia del reparto sobre todo por su tendencia a recitar el guion; la banda sonora más de
una vez se siente antes como un capricho estético que una buena selección, particularmente
alrededor de un encuentro que ocurre cerca del final de la cinta.

Pese a estos y algunos otros posibles señalamientos de carácter técnico que se podrían hacer a la
cinta, hay una declaración que no se puede evitar: Güeros es una película necesaria. Hace muchas
décadas, Victor Hugo inmortalizó el espíritu de la juventud revolucionaria en los Amigos del ABC
(Los Miserables), Olivier Assayas más recientemente recordó a las nuevas generaciones que este
debe seguir vivo en Después de Mayo (Aprés mai). Así como Francia, también México necesita
incorporar estos testimonios a su memoria histórica.

Ahora, cabe hacer la anotación de que cintas como Rojo Amanecer (1989) y Tlatelolco, Verano del
68 (2012), permanecen las únicas referencias de un símbolo que se ve cada vez más lejano. Los
autores de este guion (Alonso Ruizpalacios, Gibrán Portela) han tomado entonces la sana decisión
de hacer un salto en el tiempo hasta un periodo con el que a las generaciones que aún tienen los
años 90 como referencia se pueden identificar. El argumento, dirigido con el estilo de un buen autor
en desarrollo, toca temas tan vigentes como lo que en pleno 2016 puede observarse: La
criminalidad, la crisis financiera, la lucha de los alumnos por asegurar una educación pública gratuita
(como se vive incluso en el presente en la Ciudad de México y Veracruz, ambas ciudades
mencionadas en la cinta).

Finalmente, Güeros, como el discurso de su director, es un producto del contexto social e histórico
que atraviesa México. El cine, cronista incomparable de las sociedades y fábrica de símbolos
nacionales, sigue estando muy limitado en su libertad, apertura y alcance, por lo menos para quién
no se ha hecho ya de las vías o contactos necesarios para acceder al salón de los peces gordos.
Alonso Ruizpalacios manifiesta una preocupación sincera por el rumbo que habrán de tomar las
nuevas generaciones y busca materializar esa necesidad que todos tenemos de inspirarnos con algo.
Al fin y al cabo, el corazón de la revolución late en muchas partes, en una canción, en una película,
en los ojos de la chica que te gusta, en la sonrisa de tu hermano.
León Schwartz

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