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ESCRITOS DE INFANCIA N°8

CLINICA DE LOS PROBLEMAS DEL DESARROLLO

¿Cuántos terapeutas para cada niño?


Alfredo Jerusalinsky

Los terapeutas son desplazados, ubicados y distribuidos de acuerdo a cada versión histórica, y
su multiplicación actual responde a las tendencias reduccionistas de cada especialidad. El enfoque inter
y transdisciplinario, utilizando herramientas psicoanalíticas, permite reformulaciones clínicas
decisivas en la práctica con niños afectados por graves trastornos.

Alfredo Jerusalinsky: Psicoanalista. Director de FEPI. Director del Centro Dra. Lydia Coriat
de Buenos Aires y de Porto Alegre, Brasil.
One little, two little, three little indians,
Four little, five little, six little indians,
Seven little, eight little, nine little indians.
Ten little indian boys.

Un poco de historia
Con su famoso gesto, en los albores de la Revolución Francesa, Phillipe Pinel no solamente
libera a los locos de sus cadenas. Ese acto, por su valor de referencia para toda la psicopatología
moderna y contemporánea, constituye el momento mítico de introducción de la enfermedad mental a
la perspectiva de la racionalidad.2
Sus efectos se verifican en el Traite des Maladies Mentales de Jean Étienne Esquirol (1772-
1844), aparecido en 1838, donde el modelo descriptivo atiende ya no solamente los comportamientos
extraños sino, principalmente, los desvíos del pensamiento del ámbito de la razón. El eje racionalidad-
irracionalidad le impone así una determinada acepción interpretativa a las consideraciones relativas al
“dentro o fuera de la realidad”. Hacia la segunda mitad del siglo XIX la psiquiatría, influenciada por
los avances del conocimiento de la anatomía neuromuscular (Wundt, en sus Estudios sobre la
conducción nerviosa) y neurosensorial (von Helmholtz, con su Tratado de óptica) adopta el modelo de
las parálisis nerviosas en sus investigaciones psicopatológicas. Charcot primero (con sus famosas
consideraciones sobre “la predisposición constitucional” en la etiología de la histeria) y Duprés
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después (con su Pathologie de Tinuigination et de Témotivitó) representan alternativas de esta
vertiente.5 En ella, las ideas de funciona o no funciona, flexibilidad o rigidez., modulado o paroxístico,
y, en última instancia, adaptado o inadaptado, constituyen los criterios rectores del diagnóstico.
Pueden considerarse como tributarias de esta línea de análisis las disciplinas que se originan en
los estudios neurofuncionales producidos en nuestro siglo. Así, por ejemplo, la fonoaudiología, la
kinesiología. También las que se originan en los estudios neuropsicológicos, como la psicología de la
percepción, de las habilidades, y del comportamiento en su sentido madurativo. En estas últimas se
enraizan varias especialidades rehabilitadoras y diversas técnicas terapéuticas -algunas más específicas
y otras más generales- que apuntan a la adaptación. Todas ellas responden en mayor o menor grado al
principio empírico-positivista de la correspondencia entre el sujeto y el objeto como el criterio
fundamental de lo correcto y lo verdadero. Y también, todas ellas seleccionan sus operaciones clínicas
orientadas por el espíritu pragmático que inspira nuestra época. Una articulación entre ciencia
moderna, utilidad y sentido común, que obtiene algunos resultados prácticos, pero con efectos
subjetivos completamente inciertos.
Esta amalgama psicopatológica y clínica que se articula en los cien años que van desde
mediados del siglo pasado hasta la mitad del actual, se origina fundamentalmente en la práctica con
adultos. Ello tiende a generar un cierto adultomorfismo cuando sus categorías son aplicadas al campo
de la infancia. Sin embargo, esta tendencia queda parcialmente contrabalanceada por el surgimiento,
en general dentro de los mismos moldes, de una neuropsiquiatría específicamente pediátrica
(Ajuriaguerra, Kanner, Koupernik, Coriat, Le-fevre, Ponces-Verges, entre otros), fundamentalmente a
partir de la década del ’40. Nos adelantamos a señalar que, entre los autores citados, cabe a la Dra.
Lydia F. de Coriat el mérito de haber quebrado esos moldes, ya que, si bien partió del modelo de la
parálisis y del arco reflejo en la concepción psicopatológica, realizó, en la práctica, una crítica de ello
al introducir una clínica interdisciplinaria. Esta clínica abrió camino para que las
concepciones neuropsiquiátricas imperantes fuesen atravesadas por una psicopatología y una práctica
psicoanalíticas.

Un lobo que cambió la historia de los niños


Retomando la cuestión histórica desde el ángulo de la infancia, tal vez podríamos situar como
acto equivalente al de Pinol la tentativa del Dr. Itard, en 1799, de reeducar científicamente al joven
“lobo” llamado Víctor, que fuera encontrado en los bosques de L’Aveyron.
Es importante recordar que este hecho surge en el marco del nacimiento de la pedagogía
moderna que, a esas alturas, ya contaba un siglo de despliegue. La propuesta de Lasalle (fin del siglo
XVII e inicios del XV111) de estandarizar la educación, al establecer un rendimiento supuesto como
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necesario, determina un eje con respecto al cual todos los niños quedan comparados. Ello permite el
surgimiento de un criterio de “normalidad” de cuyo contraste emerge tanto una psicopatología de los
aprendizajes como una psicopatología de la adaptación escolar, habida cuenta que esta última acaba
transformándose en un paradigma de la adaptación social. Este origen -parcial- de la psicopatología
específica de la infancia encadena a los niños a una posición obligatoria, cuyo desvío sólo se explicaba
durante el siglo XVIII como simple rebeldía, mala índole o, lo que es lo mismo, una naturaleza inferior
o indigna (referida esto último, por supuesto, a los estamentos sociales). Un siglo después, el intento
del Dr. Itard quiebra ese encadenamiento y, a pesar de sus errores, propone que un acto clínico
racionalmente orientado puede hacer funcionar -reeducar- lo que no funciona. Nace ahí una clínica de
los aprendizajes que, es claro, tiene por objeto la aproximación del niño al estandard.
La idea rectora del estandard articulada a la función, se asocia a la demanda, formulada por la
gnoseología positivista, de una psicología que se ocupe de medir la correspondencia
entre percipiens, perceptuum y objeto. Medida supuesta de la verdad de los conocimientos producidos
(o adquiridos), que vendría a verificar la eficacia de los aprendizajes efectuados. Surge así la “batería
de tests”, instrumentos de una psicología supuesta clínica porque, al medir la distancia del sujeto a la
media (representación estadística del estandard), mediría el grado de su normalidad o anormalidad. En
este punto resulta inevitable que llamemos la atención sobre el hecho de que lo que se está midiendo
es, en realidad, la distancia que tal sujeto manifiesta con respecto a una media que ha sido construida
a partir de una población formada por sujetos educados según el ideal cognitivo de una sociedad
industrial. Debemos reconocer en ello que una clínica de tal especie hace agua… por el desvío
estandard.
La psicopedagogía clínica -aunque actualmente pueda estar tomada en otros principios- se
origina en esa psicopatología racionalista (que tiene como sustrato la necesidad industrial 10 de una
fuerza de trabajo humano uniformizada en sus conocimientos) y se contamina sólo secundariamente
con el modelo de la parálisis nerviosa. Esta “contaminación” se verifica en el supuesto de las
“disfunciones cerebrales” (mínimas, perceptivas, atencionales, práxicas, de lateralización, etc.) como
causa de los trastornos de aprendizaje y -¡véase el biés que las cosas pueden tomar!- también del “mal
comportamiento” (léase indisciplina escolar). Andando, andando, retornamos al mismo lugar: “la mala
naturaleza”.

Siempre falta algo


La serie histórica de los ejes psicopatológicos-mala índole, racionalidad-irracionalidad,
parálisis orgánicas- se prolonga, a partir de los años ’50, en un nuevo giro: la neuroquímica y su
expresión complementaria, la neuro-genética. Antes faltaba bondad, después razón, más tarde función,
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ahora falta sustancia.11 Ello da nacimiento a la psiquiatría biológica. También a una importante rama
de la psicopatología situada más del lado de la biogenética. Y se agrega una neurología más diagnóstica
y menos clínica, en el sentido clásico del término (aunque, es claro, ambas operaciones no estén
completamente disociadas).
De un modo que estrictamente no podríamos considerar paralelo, surge, a fines del siglo
pasado, otra psicopatología que intersecta de forma crítica esta trayectoria, transformando una
sustancial parte de sus concepciones v colocando el resto de ellas en jaque. Es la psicopatología
psicoanalítica, que al mismo tiempo que realiza la crítica diferencial de las parálisis orgánicas respecto
de las parálisis histéricas (que hoy en día podríamos llamar subjetivas12), introduce dos conceptos
fundamentales para cualquier consideración acerca de la patología mental y su cura, a
saber, transferencia y lo infantil. ambos articulados al descubrimiento del inconsciente.
La psicopatología es entonces concebida no a través de recursos comparativos (en nuestra
época deberíamos decir estadísticos), tampoco por la falta de bondad, razón, función o sustancia -
aunque todo eso por falta o exceso tenga su indudable incidencia- sino que lo que organiza la patología
mental es el retorno de lo infantil, en tanto reprimido, o sea en su condición de inconsciente, o bien
por la imposibilidad de mantener disociado lo inconsciente en cuanto tal. Ello se da por una falla en la
estructuración del sujeto, articulado por el lenguaje que, a través de sus inscripciones, determina su
funcionamiento mental. El cerebro humano, sin lenguaje, no articula automáticamente nada de lo que
caracteriza al humano.13 Por ello, de eso sólo se puede saber escuchando al sujeto, o sea en la relación
que se sostiene con él en la transferencia. Dicho de otra manera, el que sufre, sostiene y manifiesta la
psicopatología, es uno, en el doble sentido de la singularidad -que resiste cualquier uniformización o
referencia a una normalidad estandard- y del sujeto que se enuncia a sí mismo, aunque al hacerlo a
través del uno encumbra ese sí mismo bajo una forma impersonal.
Es aquí que surge la posibilidad de una psicopatología específicamente infantil. Porque ya no
se trata de comparar al niño con los ideales propuestos por el adulto -y por lo tanto, tampoco de situarlo
en las categorías psico-patológicas establecidas de acuerdo con los sistemas adaptativos definidos para
la vida adulta-, sino de escucharlo en su singular modo de confrontarse con lo que el otro le demanda,
a partir de lo que en él se articuló como inscripción. Esa inscripción que le permite situar su posición
frente a los otros, y diferenciar la significación de las cosas del mundo. Es, entonces, ese punto, el de
las inscripciones primordiales, el lugar y momento en que se producen las condiciones de su particular
psicopatología.
Allí, en los momentos iniciales de su vida, momentos de la mayor disponibilidad, porque nada
ha sido aún marcado cualquier operación clínica, de cualquier especie, adquiere el carácter de una

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marca estructurante y, posiblemente, definitiva. Por ello resulta fundamental, cuando una amenaza está
en ciernes, la decisión de quién, cuántos y cómo irán a intervenir.
Nótese que se abre con esta concepción la posibilidad de considerar las consecuencias que
acarrearían, para el pequeño sujeto, el ser capturado precozmente por un modelo psicopatológico que,
por la fuerza misma del discurso que se coloque en juego -el de la bondad, el de la razón, el de la
función o el de la sustancia-acabe reduciéndolo a giraren torno de una marca maniqueísta, lógica,
utilitaria o cosificante.
Nótese también que no estamos hablando de neuropatología ni de patología genética, sino de
psicopatología. Y aunque hoy en día sea evidente la conexión que hay entre estos tres campos, sobre
todo para aquellos que nos dedicamos a las patologías graves de la infancia, continúa teniendo todo su
peso de verdad aquella frase que J. Ajuriaguerra gustaba tanto de enunciar: “No se trata de curar
neuronas, sino de curar niños”.
¡Espejo, espejo mío!: ¿cuál es la disciplina más linda?
Al mismo ritmo en que surge la diferenciación de funciones afectadas y se investigan causas,
se van sumando las especialidades y disciplinas que se proponen para la cura. Así se multiplican las
intervenciones, en el supuesto de que su adición sistemática contribuiría a completar el tablero de la
normalidad. Tal el origen de la multidisciplinariedad en la clínica.
Por ello, en las décadas del ’60 y del ’70 era común encontrarnos con niños que recibían
simultáneamente cinco, seis, y -hemos tropezado con eso- hasta catorce tratamientos. Los terapeutas
hacían, honestamente, cada uno su parte. El niño, es claro, raramente lograba juntarlas todas; o, dicho
de otro modo, poco podía hacer por su parte.
Lo que se observaba por entonces, era que esa fragmentación imaginaria solía tener
consecuencias simbólicas. Lo que equivale a decir que el niño, en tanto sujeto, se veía confrontado a
tantos discursos presentados en equivalencia, que no se constituía en él una opción para determinar su
sistema de significaciones. Habida cuenta, es claro, que ante la gravedad y diversidad de los trastornos
manifestados, los padres ya habían claudicado previamente’ a ejercer cualquier saber sobre el niño;
mucho más ante el cuadro de innúmeros “saberes” ofertados como competentes para hacer frente, uno
a uno, a los males en cuestión.
Nada ofrecía una apariencia más racional que esa propuesta de resolver un problema por vez y
de acuerdo con la naturaleza de cada problema, pero todos al mismo tiempo, debido a la urgencia de
la situación. No se presentaba entonces la dificultad de tener que elegir una terapia entre otras. Todas
podían actuar simultáneamente. (l) Restaban para el niño los electos de esa fragmentación discursiva.
Un primer paso para enjugar esc derrame de competencias (en ambos sentidos), de saberes, fue
la propuesta que, conjuntamente con la Dra. Lydia Coriat, formulamos a partir de 1973, de trabajaren
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forma interdisciplinaria para decidir acerca de las estrategias terapéuticas. Pero esta proposición nos
confrontó inmediatamente con dos cuestiones perentorias. La primera, que era imposible conservar la
equivalencia absoluta y la independencia recíproca de los discursos técnico-científicos (criterios
propios de la multidisciplina), porque ello impedía efectivizar una estrategia terapéutica que redujese
el cuadro de los operadores. La segunda, que la amplia proporción de bebés y niños pequeños que
acudía a nuestras consultas se mostraba especialmente sensible a las consecuencias iatrogénicas de la
metodología multidisciplinaria.
Con respecto a la primera cuestión, era necesario establecer algún modo de definir la
prevalencia contingente de uno u otro discurso frente a cada situación clínica concreta. También surgía
allí, como una cuestión ética elemental, la necesaria crítica de la costumbre -por entonces de praxe- de
que el paciente quedase retenido en las manos del terapeuta que inicialmente había recibido su
demanda. El primer criterio que emergió fue pragmático: la conducción clínica se vectorizaba por la o
las afecciones más notorias presentadas por el paciente. Así. la elección del o de los pocos (en general
no más de tres, nos parecía una cifra límite intuitivamente razonable) terapeutas intervinientes quedaba
indicada por las funciones más afectadas, siendo que los otros colegas del equipo aportaban sus
conocimientos específicos en otras áreas, para que fuesen puestos en práctica por los operadores
efectivos. Sin embargo, rápidamente comprobamos que raramente las afecciones más notorias
constituían los obstáculos más relevantes para el desarrollo de los pequeños. Percibimos -porque
nuestros pacientes se hicieron oír en la medida en que los escuchamos, o se hicieron entender en la
medida en que los interpretamos- que la proporción en que un síntoma, producido por una enfermedad
orgánica, se constituye en un obstáculo para el desarrollo, depende de que se constituya como síntoma
psíquico. Fue fácil, a partir de allí, verificar en nuestra práctica clínica que cuando un problema
orgánico se conserva en el plano puramente orgánico y no adquiere dimensión subjetiva para el niño,
ese problema, por más aparente y espectacular que sea, no se constituye como obstáculo. Porque,
paradójicamente, en la medida en que no hay una voluntad subjetiva para atravesar el límite que tal
problema impone, el límite mismo no cobra existencia para el sujeto en cuestión. Y aunque en sus
parámetros y pautas, en sus patrones y estadísticas, médicos y técnicos comprueben el distanciamiento
de ese niño respecto de la normalidad, el niño mismo está tan ajeno a tales cuadrantes, que bien puede
estar tomado por una “insignificante” lucha por diferenciar a su madre del resto de los mortales en la
oscuridad que, por ejemplo, su ceguera puede haberle impuesto. Las tentativas orthópticas, las
enseñanzas sonoras y táctiles, aunque guarden relación con su problema, están tan lejos de su
preocupación, como puede estarlo una estadística demográfica de un poeta japonés (aunque, en última
instancia, es claro -como todo en este mundo-tengan alguna relación).

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A partir de esa verificación, quedó redimensionada esa perspectiva pragmática, bajo la óptica
de la posición subjetiva desde la cual el niño soportaba sus síntomas. Fue entonces que el psicoanálisis
se reveló como hábil para la práctica de ese desciframiento. Ya no se trató, entonces, de la prevalencia
de uno u otro discurso, sino de la implementación de una clave que tornase legible la situación clínica:
el estatuto psíquico del síntoma orgánico. La interpelación recíproca de los discursos -propia de la
interdisciplina— continuaba, pero ahora contábamos con un modo de leer los efectos de esa
interpelación, en términos del destinatario de ella: nuestro pequeño paciente. A partir de ese momento
pasó a decidirse la elección terapéutica en función de tales efectos subjetivos, o sea, en función de
carácter psíquico del síntoma real. Como hasta entonces, los otros integrantes del equipo
interdisciplinario continuaron aportando sus técnicas y perspectivas específicas a este biés, ahora
transdisciplinario, de la intervención.

Lo que los bebés nos enseñan


La segunda confrontación que nos exigió perentoria decisión fue la práctica con bebés.
Ciertamente ellos mostraban ser los más perjudicados por esa multiplicación de especialistas a su
alrededor. Allí se manifestaba un forcejeo que no dejaba de tener sus buenas razones de los dos lados:
de un lado los pediatras intentaban retener al paciente bajo su tutela que, desde el ángulo de “médico
de familia” tendía a mantener una coherencia en las orientaciones de la crianza del niño. De otro lado,
los especialistas esgrimían sus competencias específicas para tratar los problemas, diversificados en
sus concepciones, del desarrollo de los pequeños. En ese tironeo se perdían aportes preciosos y
necesarios para las conductas terapéuticas, que los conocimientos más recientes podían ofrecer a través
de los especialistas; y, al mismo tiempo, se perdía la criteriosa experiencia de quien intervenía guiado,
no solamente por el saber técnico, sino por el conocimiento (aunque intuitivo) de las condiciones
“emocionales” (léase “la interpretación que darán”) en que una familia recibe un diagnóstico o una
indicación terapéutica. Pero lo que rápidamente pudimos percibir, fue que en ese tironeo quedaba
estampada la disputa para determinar quién detentaría, en definitiva, la autoridad para la crianza del
niño. Y en esas dos puntas, ciertamente, lo que se evidenciaba como ausente era cualquier apelación
aun saber de los padres. Frente a situaciones graves, los padres quedaban afuera. Como las situaciones
graves de las que tratábamos eran crónicas, los padres, y su saber, tendían a quedar crónicamente
excluidos.
Tratándose de bebés, o sea de niños que están atravesando ese momento en que se inscriben las
formulaciones fantasmáticas primordiales que van a instalar y ofrecer el código de todo desciframiento
posterior, que el niño podrá realizar del mundo en que vive, la preservación de la unicidad (en el
sentido de único, singular, y no de unido) de ese código se revelaba como esencial. Tratándose de
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bebés, entones, se registraba que, al mismo tiempo, el código de la lengua quedaba fragmentado en
tantos pedazos cuantos terapeutas intervenían, y que en su instalación los padres poco o nada
participaban. Se generaban así las condiciones más propicias para los fenómenos de extrañamiento
propios de la psicosis. En efecto, la exclusión parental y la tecnificación de la lengua de referencia para
el niño, la selección de las operaciones y procedimientos a efectuar con el niño según el principio de
la mayor dedicación a las conductas de mayor eficacia rehabilitatoria inmediata, colocaban en riesgo
la estructuración de la filiación, la sexuación y las identificaciones en el plano simbólico, lanzándolas
al plano de la fragmentación imaginaria de la indiferenciación real. Y, lo peor, es que esto se verificaba
en la clínica y en los fenómenos psicopatológicos, desde los más tempranos a los más tardíos.
Teniendo en cuenta que los bebés que acudían a nosotros estaban ya en condiciones
problemáticas por padecer de trastornos genéticos y/o necrológicos en una significativa proporción,
tal fragmentación y tal diversificación de su imagen especular en el Otro provocaban con terrible
facilidad un retraimiento del circuito pulsional sobre su propio cuerpo. Habida cuenta que la
preocupación parental inevitablemente giraba de modo inmediato en torno del cuerpo dañado;
capturados, como solían estar, los padres, en la neurosis traumática desencadenada por lo inesperado
e inaceptable del acontecimiento que había destrozado el ideal en el que se había constituido su deseo
de ese hijo. La repetición incontrolable e incesante de ese desgarramiento ante la presencia del hijo en
cuestión, empujaba a los padres (como aun hoy en día suelen hacerlo) en los períodos iniciales de la
vida del niño (los primeros años), a desconfiar de su propia condición para orientar la vida del pequeño
a quien, de todos modos, ansiaban proteger. Por ello, fácilmente renunciaban a su saber sobre la
infancia (tomado, indudablemente, de los restos inconscientes de su propia infancia y de su experiencia
con otros niños), a ese saber que, ejercido, colocaría al niño en las vías de su propia estirpe, en los
vectores de sus ideales y deseos, en los contrastes de sus modos de usufructuar de la vida y de
confrontarse con la ley social. Ese saber, capaz de relativizar la limitación físico-funcional bajo el
dominio de los valores simbólicos de la vida, quedaba así sumergido por el trauma y cedía su lugar
con trágica facilidad al saber técnico-científico.
La ausencia de un Otro confiable que encarnase el código de la lengua de un modo descifrable,
en un momento en que todavía no se ha constituido para el niño la diferenciación de la letra, para
orientarse en la selva significante, y su sustitución por innúmeros y extraños personajes que le hablan
en nombre de un saber que nada tiene que ver con su deseo, lanzaban a esos pequeños a un encierro
en su narcisismo primario, o a un “bricolage” precozmente esquizofrénico, cuando no a una depresión
que los pasivizaba transformándolos en “buenos pacientes”. Nos referimos, bajo este último rubro, a
esos cariñosos o tranquilos niños tan obedientes a los designios terapéuticos, que, en realidad, se
muestran tan dóciles porque están totalmente ajenos a cualquier confrontación fálica y que, más tarde,
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en los primordios de su adolescencia, vendrán a revelar su imposibilidad de hacer frente a las más
mínimas exigencias de su posición social y sexual. Será entonces que la crisis nos mostrará lo poco
que hicimos cuando aún era posible arrancarlos de la forclusión de la referencia paterna, y cuánto
fuimos cómplices de una maquina/acción que ahora toma cuenta por entero de su pensamiento, bajo
la forma de una lógica sin objetivos, o de un desvarío sin ley o, lo que es peor, de un acto cuyo único
principio es la repetición infinita de su ritmo.
Era necesario devolver a estos niños su chance de entrar en el lenguaje, más allá de recuperar
sus diversos handicaps. O sea. de entrar en lo humano, a pesar de sus inhabilidades. Es así que surge
la idea del terapeuta único: frente a los efectos autísticos y psicolizantes provocados por la intervención
multidisciplinaria con bebés.

Terapeuta único y función materna


La madre, en lo que se refiere a la función, no es necesariamente la que biológicamente lo
procrea, sino la que sostiene para el niño la posibilidad de su reconocimiento a pesar de las variaciones
semánticas en que el pequeño bebé es incluido. Al ser llevado por ella a atravesar esas variaciones, el
niño es lanzado a comprender que el ser reconocido no depende de la repetición mímica de su acto,
sino de la repetición de una significación a pesar de la variación de la imagen, y que aun repitiéndose
la imagen, si la significación 110se repite, el efecto del reconocimiento no tendrá lugar. Así él se
reencuentra más allá de la imagen que se ve, y, al mismo tiempo, en una posición inversa a la
proyección real de su autoimagen. Pero que su inermidad real se invierta como potencia, y que pueda
reconocerse más allá de la vacuidad de la máscara que contempla, depende de que la madre le
devuelva, desde el otro lado del espejo, no precisamente lo real sino lo que él simboliza. Es entonces
que el bebé podrá reconocerse más en el ideal que lo representa en el Otro, que en el real que lo limita
a la impotencia.
Si bien no es la imagen por sí misma la que opera este proceso, es sobre ella que se soporta este
trámite. De ahí que su constancia constituya un reaseguro frente al mar de variantes de la serie en que
ella aparece. Por eso J. Lacan nos recuerda que el Otro para el niño no puede ser anónimo. En eso
reside la importancia de la madre, y ese enredo -en el sentido teatral-constituye la pregnancia de su
fantasma en la vida de todo sujeto.
Se comprende, entonces, que sea desde un tercero -la Función Paterna- que ese enredo se
transforme en cuarto término, a saber, en enigma. Que esa interrogación se enderece al Oráculo de
Delfos, a Dios y a María Santísima, no expresa más que la intuición de que se requiere un saber
superior asimismo (o sea al saber yoico) para descifrarlo.

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El niño concebido en su inermidad, la madre en su función imaginaria, la Función Paterna que
devuelve un símbolo de reconocimiento desde más allá del espejo, y el enigma que en ello se
constituye, establecen los cuatro términos que permiten que se opere la separación (del sujeto respecto
del fantasma materno) y la alienación (del niño en tanto sujeto de un Otro). Procesos necesarios para
que la pulsión desarrolle un recorrido que no quede achatado sobre lo real del cuerpo del bebé, sino
que recorra lo que el deseo del Otro Primordial le marca como destino.
A partir de esta tensión -o distensión- en que la pulsión es capturada, es que lo real del cuerpo
encuentra su destino simbólico. Lo que hemos llamado en otro lugar “estiramiento de la cuerda de la
pulsión”, punto señalado por nosotros como crucial en la dirección de la cura de los problemas graves
de la infancia. Ese estiramiento tan bien caracterizado por esos momentos perfectamente observables
en el niño pequeño, en los que primeramente él simplemente hace, después hace lo que los otros le
hacen, más tarde hace para hacerse hacer.
Ahora bien, el terapeuta único no es alguien que pueda sustituir esa función cuando ausente, ya
que tal personaje sería o bien una madre adoptiva o bien una madre sustituía. Su deseo es terapéutico
y no materno y por ello, si pretendiese realizar una sustitución de esa función especular, lo único que
lograría sería confundir al niño aún más con su impostura.
Pero si ese terapeuta, como decimos, no es una madre, sí es alguien que está en condiciones de
sustentar, en aquellos que rodean efectivamente al niño en su vida habitual, las operaciones necesarias
para el despliegue de este proceso. O bien, según los casos, providenciar las sustituciones necesarias.

El terapeuta único no está solo


Como en general se trata de niños con afecciones específicas que tienden a retenerlo, tanto
psíquica como orgánicamente, en el achatamiento sobre lo real de su cuerpo, es necesario que el
terapeuta esté munido de las técnicas y habilidades específicas para direccionar la recuperación de las
funciones afectadas. Pero, después de todas estas consideraciones, resulta claro que se trata también y
fundamentalmente de situar al niño como sujeto en el deseo del Otro para que él mismo pueda
constituir el deseo que lo conduzca en su desarrollo, aun a través de los obstáculos que su organicidad
pueda plantearle. Constituido este deseo, la ayuda específica del terapeuta vendrá en auxilio de la
obtención del objetivo que el niño se propone. Habida cuenta de que tal deseo opera generalmente de
modo inconsciente, lo que, en este caso, significa que el niño opera en su rehabilitación porque lo que
se propone, sin saberlo, está más allá de la pauta de habilidad a la que se apunta. Dicho de modo más
directo: él no se centra en que su pierna se mueva, él desea obtener la prestancia de su padre al caminar,
o una habilidad “maradónica” al patear. Como el reconocimiento no se opera en la mimesis sino en la
simbolización, el movimiento no precisa ser idéntico al otro imaginario, basta que el gesto del niño
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signifique, en la mirada del Otro, una inclusión en la serie paterna o en la serie del fantasma
“maradónico”.
Esto nos plantea un problema. Visto que generalmente las funciones afectadas suelen ser varias
al mismo tiempo, y que el terapeuta cuya función sea encarada como lo proponemos (y venimos
realizando) se vería en la necesidad de dominar varios campos del saber simultáneamente, ya que
debería atender a la familia y a los aspectos psíquicos del niño también, además de las técnicas
específicas, la extensión de los conocimientos necesarios excedería la formación de cualquiera. Uno
de los malentendidos a los que esta propuesta ha llevado más recientemente, es que se trataría de un
terapeuta con una formación universal.
Nada más distante de nuestra concepción, hasta por el hecho mismo de su
IREALIZABILIDAD y, sobre todo, por una tal pretensión confrontaría al niño portador de una
limitación, precisamente con un ideal encarnado: el de un saber total. Esto equivaldría a producir una
interpelación fúlica, o sea al mandato irrecusable de identificarse con un imposible. Nada más
enloquecedor que esto. Nada más a contramano de cualquier posibilidad de elaborar la castración.
Se trata, muy por el contrario, de que un terapeuta, en tanto único agente operativo frente al
niño, traductor en unicidad de la lengua hablada en la diversidad de los discursos técnicos y científicos,
se revele portador de lo que los otros proponen e informan. Es decir que se revele apoyado en saberes
que no le pertenecen pero, al mismo tiempo, preocupado incesantemente en traducir los recursos y
pasos necesarios a la lengua que el niño es capaz de comprender y en los términos que la transferencia
en juego le permite registrar.
Como se ve, se trata de un terapeuta único trabajando en un equipo interdisciplinario, guiado
por una transdisciplina específicamente clínica que le permite, primero, colocar su saber específico al
servicio de la situación psíquica en la que el niño se encuentra, y, segundo, reconociendo a cada paso
los límites de su saber, tanto del lado del saber clínico como del lado de la subjetividad en juego. De
esto último, él sólo podrá ofrecer los lugares vacíos de una escucha, que únicamente los padres y el
niño podrán llenar con sus propias letras.

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