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CAPÍTULO PRIMERO

A IGLESIA DE JESUCRISTO

La Sagrada Escritura atestigua sobreabundantemente la misión del Hijo en este mundo. Así “amó Dios
a este mundo que entregó a su Hijo unigénito, a fin de que todo el que crea en Él, no perezca, sino que
tenga la vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por Él” (Jn 3:16-17; Cfr. Jn 5, 23.36; Gal 4:4-5). Este amor es más fuerte que el
amor de una madre a sus hijos (cf. Is 49, 14-15). Dios ama a su Pueblo mas que un esposo a su amada
(Is 62,45); este amor vencerá incluso las peores infidelidades (cf. Ez 16; Os 11)[1]; llegara hasta el don
más precioso, la entrega de su propio Hijo para salvador al hombre pecador.

En efecto, el Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios[2]; Jesús vino a
nosotros realizar su misión salvífica, como misionero del Padre, Evangelio de Dios, movido por el
Espíritu Santo, a través de la Iglesia. Por esto, la Iglesia ha mantenido siempre, no sólo que Jesucristo
es el fundamento de la Iglesia, sino que Jesucristo mismo ha querido fundar una Iglesia y que la ha
fundado de hecho. La Iglesia ha nacido de la libre decisión de Jesús. La Iglesia debe su existencia al
don que Él ha hecho de su vida sobre la cruz[3].

“El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del
Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras”[4]. Para cumplir la voluntad del Padre,
Cristo inauguró el Reino de los Cielos en la Tierra. “La Iglesia es el Reino de Cristo presente ya en
misterio”[5].

La Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la
institución de la eucaristía y realizado en la cruz. “El agua y la sangre que brotan del costado abierto
de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento”[6]. Del mismo modo que Eva fue
formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto
en la cruz (Cfr. san Ambrosio, Lc 2, 85-89)[7].

Por tanto, Jesucristo es el objeto central de la fe de la Iglesia; él es el resumen de la fe cristiana. Así,


el cristianismo es la buena nueva de Cristo; es más, el cristianismo es Cristo. La transmisión de la fe
cristiana es ante todo el anuncio de Jesucristo para llevar a la fe en El. La misma identidad del cristiano
no es otra cosa que la identificación con Cristo. De aquí que la misión de la Iglesia consista en predicar
la verdad sobre Cristo y en transformar a los hombres en Cristo[8], para que en Él tenga vida eterna
toda la humanidad.

Por consiguiente, la Iglesia es a la vez camino y término del designio salvífico de Dios Padre por
Jesucristo en el Espíritu Santo. Así, en síntesis, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma, que la Iglesia
es “prefigurada en la Creación, preparada en la Antigua Alianza, fundada por las palabras y las obras
de Jesucristo, realizada por su cruz redentora y su resurrección, se manifiesta como misterio de
salvación por la efusión del Espíritu Santo. Quedara consumada en la gloria del Cielo como asamblea
de todos los redimidos de la Tierra (Cfr. Ap 14, 4)”[9].

1. Somos Iglesia

Todos los fieles cristianos, incorporados a Cristo por el bautismo, somos la Iglesia, el Pueblo de Dios
y, hechos partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia
condición, somos llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el
mundo[10].

En efecto, si todos los fieles cristianos somos Iglesia, de la Iglesia somos responsables todos, cada
uno desde su trinchera, pero responsables todos. Así como podemos también decir que los ciudadanos
tenemos alguna responsabilidad en la marcha de nuestra patria. Todos y no sólo el gobierno o los
senadores y diputados, aunque éstos tengan en un momento dado mayor responsabilidad.

Es evidente que en todo cuerpo social ha de haber unos servicios que asuman de manera más intensa
y con más dedicación la responsabilidad por el cuerpo. Así lo piden las leyes de la convivencia humana
que Dios respeta. Pero el hecho de que existan esos servicios no dispensa a los fieles de la
responsabilidad que impone el simple hecho de ser creyentes en el Dios revelado por Jesucristo.
Responsabilidad para la edificación del pueblo, y para que no vivamos nuestra fe como nuestra causa
particular.

Por eso, en el centro de la Iglesia primera estuvo aquel principio que después ha pasado al mundo
jurídico: “lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos”. Este principio no se refiere sólo
a decisiones de carácter económico o social. Nada afecta más a todos los cristianos que la donación
de Dios en la vida, muerte y Pascua de Jesucristo. Y ese don es responsabilidad de todos.

No hace mucho, un grupo de cristianos de todo el mundo, alarmados por la situación actual de la Iglesia
Católica y conscientes de que también ellos tienen una parte de responsabilidad en esa situación,
aunque sea una parte más pequeña que la de otras instancias, se constituyeron en una especie de
plataforma mundial con el nombre de “Somos Iglesia”. No se comprende que la autoridad eclesiástica
desautorice globalmente a esa plataforma, que no ha hecho más que ejercer su responsabilidad de
cristianos. Si han cometido errores particulares será bueno desautorizar esos errores concretos, pero
no al movimiento en conjunto; pues, todos, según nuestra propia condición y oficio, estamos llamados
a cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo[11].

Evidentemente, se puede ejercer mal una responsabilidad, y, por desgracia, los hombres hacemos eso
más de dos veces y, –cuando así ocurra– será bueno que eso se nos diga, en nombre de la
responsabilidad de todos. Pero lo que no se puede hacer es negar simplemente el ejercicio de una
responsabilidad que brota con el hecho mismo de ser creyentes, que quiere decir ser Iglesia; en ella
todos los bautizados tenemos ¡el derecho y el deber de ser corresponsables en el ser y hacer del
Pueblo de Dios!

En efecto, el catecismo de la Iglesia católica afirma en el número 900 que “todos los fieles, los laicos,
están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación, y por eso tienen
la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que
el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la Tierra; esta
obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el
Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella,
el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia”[12].

Sin embargo nadie podemos olvidar que el Señor ha querido, que todos los miembros de su Cuerpo
sirvan a su unidad, con una misión concreta, en donde cada uno, ha sido puesto para una misión
especial y concreta, en la vocación propia, pues, “hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero
unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar
y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función
sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde
en la misión de todo el Pueblo de Dios”[13].

Por consiguiente, las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo
sirven a su unidad y a su misión. Porque “hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de
misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar
en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética
y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo
el Pueblo de Dios”[14]. En fin, “en esos dos grupos (jerarquía y laicos) hay fieles que por la profesión
de los consejos evangélicos… se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia
según la manera peculiar que les es propia”[15].

2. Iglesia del Crucificado, imagen del Dios Uno y Trino

Así, pues, la Iglesia, en cuanto es sacramento de comunión, es como “imagen de la Trinidad”[16]. La


Iglesia es efectivamente pueblo de Dios Padre, cuerpo de Cristo, y templo del Espíritu. Es eso en su
totalidad. Esto somos todos los fieles cristianos: uno en Cristo. Esto es un reto y una tarea diaria que
tenemos todos: ser y hacer Iglesia, reflejar al Cristo total ante el prójimo. En efecto, El espíritu de
comunión, que permanece en la Iglesia, ha de ser manifiesta en cada uno de sus miembros como el
gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en
la Liturgia, que el Pueblo de Dios celebra, es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y
comunión fraterna (Cfr. 1 Jn 1, 3-7)[17].

En realidad, la Iglesia es imagen de la Trinidad por ser Iglesia del Crucificado, es decir: expresión de
la comunión de Dios en la historia, con los hombres y mujeres de la humanidad. Moltmann ha notado
con agudeza teológica la vinculación que hay para la fe cristiana entre Trinidad y Cruz, señalando como
algo muy valioso la práctica católica de hacer la señal de la cruz precisamente al pronunciar el nombre
de la Trinidad: “en el nombre el Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, signos que no se pueden quedar
en la piel o en la mente del creyente, sino también en el corazón; es decir, al antiguarnos en nombre
de la Trinidad, hemos de recordar que es todo un programa de vida: comunión con la Trinidad y
comunión con los hijos del Dios Uno y Trino.

Como Iglesia del Crucificado, toda la comunidad creyente, sobre todo los más responsables en ella,
debe participar de alguna forma en esa “kénosis” o anonadamiento de Dios, que hace posible la Cruz
del Hijo. Por tanto, la Cruz ha de ser una condición de la propia vida creyente-y-comunitaria; no un
recurso fácil para obtener que los demás hagan aquello que quieren las personas constituidas en
autoridad.

Realmente los que somos constituidos en autoridad, no podemos más que actuar como siervos, a
ejemplo del Siervo de Dios, que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida por la salvación de
todos. Desde la Cruz, atrajo a todos hacía sí, y resucitado fue constituido Señor del cielo y de la tierra.
Por esto, los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio y una donación de sí, que
salva y que une. “El que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su esclavo” (Mt 20, 26). Nadie
puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas, a la ley natural, a la
unidad, al crecimiento, al desarrollo integral de la persona y a su vocación[18]. Los verdaderos líderes,
servidores de Dios, no se dejan guiar por mundanos criterios, sino que obran lejos de los complejos e
inseguridades; han de obrar desde el corazón de Jesús, en la libertad de los hijos de Dios, para la
comunión Trinitaria y eclesial.

Creo que siempre que ejerzamos la autoridad en nombre de Dios, se ha de tomar con mucha
responsabilidad, no sólo viendo hacia sí, sino desde la Trinidad y desde la situación de aquel sobre el
que caerá el efecto del ejercicio de la autoridad, y ponernos en actitud orante al estilo de santa Isabel
de la trinidad: “Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mi mismo para
establecerme en Ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda
turbar mi paz ni hacerme salir de Ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la
profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu Cielo, tu morada amada y el lugar de tu
reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta
en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la beata Isabel de la
Trinidad)”[19].

3. La Iglesia visibilizada en la Eucaristía

Finalmente, tanto la referencia al Crucificado, como la alusión, que hace el Vaticano II a la Iglesia como
“sacramento de comunión”, nos permiten relacionar el carácter sacramental de la Iglesia, “sacramento-
raíz”, con la “plenitud de lo sacramental” que es la Eucaristía, “Comunión”, con Jesucristo, con el Padre
de Jesucristo y con el Paráclito, y con la Iglesia, con cada uno de los discípulos de Jesús. De aquí la
afirmación del gran teólogo De Lubac: “La Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace a la Iglesia”, la
eucaristía es comunión con Dios y con el hermano.

Esto quiere decir que la eucaristía no existe sólo como un simple acto de culto agradable a Dios, que
se ofrece para la reconciliación y la vida del mundo, sino que al ser cristificado el creyente al comulgar,
ha de hacer de sus relaciones con sus hermanos, relaciones eucarísticas, en las que se entrega la vida
para la liberación integral del hermano, y esto principalmente de los responsables de la comunidad, de
los que íntimamente celebran y ofrecen la eucaristía, han de hacer que en ella las relaciones no sean
relaciones de dominio, sino relaciones eucarísticas[20]. En definitiva, la eucaristía nos une con el Cristo
Total al comulgar con Cristo Cabeza y Salvador del Cuerpo, vivificado por el Espíritu Santo.

En efecto, la eucaristía, renueva, fortifica, profundiza la incorporación a la Iglesia realizada ya por el


bautismo. “Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos
de un solo pan” (1 Co 10, 16-17): “Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el
sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis
«amén» (es decir, «Si», «es verdad») a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes
decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para
que tu «amén” sea también verdadero”[21]. Y el Santo de Hipona añade: y añade, “Si ustedes son el
cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que son ustedes mismos y
reciben el misterio que son ustedes”. Y concluye diciendo que “el que recibe el misterio de la unidad y
no posee el vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un testimonio contra
sí”[22].
En efecto, el misterio eucarístico es el corazón de la vida eclesial y el centro del ministerio del sacerdote;
que no se limita a la celebración eucarística, sino que también implica, como se dice en le capítulo
anterior, “un servicio que va desde el anuncio de la Palabra, a la santificación de los hombres a través
de los sacramentos y a la guía del pueblo de Dios en la comunión y en el servicio[23]. Por tanto, la
celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. , pues la Iglesia se edifica
a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por todos.

Por consiguiente, con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de
Cristo, porque el pan que partimos es comunión con el cuerpo de Cristo al participar del mismo pan
(Cfr. 1 Co 10, 16-17). San Juan Crisóstomo señala que así como el pan es sólo uno, por más que esté
compuesto de muchos granos de trigo; de la misma manera, también nosotros estamos unidos
recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo[24]. En efecto, “nuestra unión con Cristo, que
es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo
que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante
el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27)”[25]. Por ello, la acción conjunta e inseparable del Hijo y del
Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en
la Eucaristía, para hacer de los fieles cristianos, almas eucarísticas.

Si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, hay, por tanto, una relación sumamente
estrecha entre una y otra; a tal grado que se puede aplicar tanto a la Eucaristía como a la Iglesia el
Símbolo niceno-constantinopolitano, “una, santa, católica y apostólica”, y, guardando la debida
distancia, de cada fiel cristiano se de decir también, lo mismo: estamos llamados a ser signos de la
Iglesia, sacramento universal de salvación; y esto lo haremos real en la medida en que seamos
constructores de la unidad, santos, apóstoles y realmente católicos.

[1] Cfr. CIgC 219

[2] CIgC 458

[3] Cfr. CIgC 424;

[4] LG 5

[5] LG 3; Cfr. CIgC 763

[6] LG 3

[7] Cfr. CIgC 766

[8] Ocariz-Mateo Seco-Riestra, El misterio de Jesucristo, EUNSA, Pamplona, 2001, p. 20-21.

[9] CIgC 778

[10] Cfr. CIgC 871; CIC 204, 1; LG 31.

[11] Cfr. CIgC 872; CIC 208; LG 32.

[12]Cfr. LG 33

[13] AA 2; Cfr. CIgC 873.

[14] AA 2

[15] CIC, 207, 2; Cfr. 873

[16] LG 2.

[17] CIgC 1108

[18] Cfr. CIgC 2235


[19] CIgC 260

[20] Hans Kung, La Iglesia. Herder, Barcelona 4 1975, 119.

[21] S. Agustín, serm. 272; Cfr. CIgC 1396

[22] SAN AGUSTÍN, Sermón 272: PL 38, 1247-1248.

[23] Cfr. CASTRO F, Tesis de licenciatura: identidad del sacerdote como evangelizador y pastor en el
reciente magisterio de la Iglesia, p. 79.

[24] Cfr. Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24, 2: PG 61, 200

[25] JUAN PABLO II, carta Enc. Ecclesia de Eucharistia, sobre la eucaristía en su relación con la iglesia,
23, 1

CAPÍTULO SEGUNDO
CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA

La Iglesia una, santa, católica y apostólica, ha sido edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es
Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la
vez, comunidad espiritual, Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia
enriquecida por bienes celestes; germen y comienzo del reino de Dios[1]. La única Iglesia de Cristo,
por tanto, está “constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia
católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él”[2].

Por su parte, la Lumen Gentium, en el número 18, enseña que “en orden a apacentar el Pueblo de
Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al
bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus
hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la
verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la
salvación”[3].

Por consiguiente, vemos claramente que la jerarquía de la Iglesia, no es en atención a un dominio de


unos sobre otros, o asuntos de grandeza o nobleza, sino en bien de todo su Cuerpo místico, que
todos lleguen al conocimiento de la verdad y se salven. Así, el Magisterio de la Iglesia, siempre ha
enseñado, que “Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como Él
mismo había sido enviado por el Padre (Cfr. Jn., 20,21), y quiso que los sucesores de éstos, los
Obispos, hasta la consumación de los siglos, fueran los pastores en su Iglesia. Pero para que el
episcopado mismo fuera uno solo e indiviso, estableció al frente de los demás apóstoles al
bienaventurado Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la fe y
de comunión”[4].

Esta doctrina de la institución jerárquica de la Iglesia es objeto de fe sólida de todos los fieles, que
han de creer y profesar y “declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los apóstoles, los
cuales junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la
casa de Dios vivo”[5].

Por ello, los Apóstoles tienen, como Jesús, una función de profetas, sacerdotes y guías del Pueblo
de Dios. Proclaman la Buena Noticia. Es la misión primordial, según San Pablo (Cfr. 1 Co 1, 17; 9,
16). Buscarán colaboradores para la acción caritativa, reservándose la tarea de la Palabra (Cfr. Hch
6, 1-4). Santifican a los nuevos fieles mediante el sacramento del Bautismo (Cfr. Mc 16, 16; Hch 2,
41; 8, 36-38), la celebración de la Eucaristía (Cfr. Lc 22, 19; 1 Co 11, 24-26; Hch 2, 42), el perdón de
los pecados (Cfr. Jn 20, 21-23), la imposición de manos como transmisión de un don del Espíritu
Santo (Cfr. 1 Tm 5, 22; 2 Tm 1, 6-7). Dirigen la Comunidad cristiana, no a la manera despótica, sino
como quien “sirve” (Cfr. Mc 10, 41-44; Lc 22, 25-26; Hch 1, 17.25; 20, 24; 21, 19). Así dirigen la
Comunidad de Jerusalén desde el día de Pentecostés (Cfr. Hch 2, 37-42), aunque no dejan de
escuchar las intervenciones de los “ancianos” y de toda la Asamblea, incluso en asuntos tan graves
como los que se plantean en el “Concilio de Jerusalén” en relación con el valor de las prácticas judías
(Cfr. Hch 15, 9. 22-29). En casos de conflicto, como los problemas surgidos en Corinto ante la
diversidad de carismas (Cfr. 1 Co 12-14), hacen valer su autoridad.
1. El sacerdocio común

Ha sido también mérito del Vaticano II resucitar la doctrina del sacerdocio común, que tanta
importancia ecuménica tiene, por tratarse de un tema muy querido por los hermanos separados.

El pueblo de la nueva alianza, es todo él un pueblo de sacerdotes. En todos los cristianos se


encuentra, en efecto, la capacidad para ofrecer a Dios un culto que le agrade: la propia vida. De
hecho, Cristo no ofició en una catedral. Su sacrificio tuvo lugar al aire libre y consistió en dar la vida
(Cfr. 1 Pe 2,2-5; Rom 12,1; Flp 2,17; Heb 9,1314…). Además, en la asamblea eucarística, todos han
de considerarse sacerdotes, en plena comunión con el Sacerdote único, en el sacerdote ministerial,
todos ofrecen la eucaristía. De ahí la diferencia arquitectónica existente entre el templo judío, en cuyo
santuario sólo podían entrar los sacerdotes, y los templos cristianos, amplios, donde penetra toda la
comunidad. Eso no significa, evidentemente, que en la celebración de la eucaristía todos puedan
hacer las mismas cosas. Cada uno tiene un “servicio” o “ministerio” particular. En efecto, “en las
celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo
aquello que le corresponde”[6].

El Concilio precisó que la diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial o


presbiterado no es de grado, sino de esencia[7]. No podía ser de otra forma. Si fuera una diferencia
de grado, los clérigos serían cristianos mejores y más completos.

Naturalmente, quienes reciben el sacramento del orden no dejan de estar revestidos del sacerdocio
primordial. Por eso debe decirse “sacerdocio común”, y no “sacerdocio de los laicos”.

a) Corresponsabilidad

Recién terminado el Concilio, el cardenal Suenens escribía en un libro titulado “La corresponsabilidad
en la Iglesia de hoy”, que pronto se hizo famoso: “Si se me preguntara cuál es el “germen de vida”
más rico en consecuencias pastorales que se debe al Concilio, respondería sin dudarlo: el haber
vuelto a descubrir al pueblo de Dios como una totalidad y, en consecuencia, la corresponsabilidad
que de aquí se deriva para cada uno de sus miembros”[8].

En consecuencia, la misión específica del laico es edificar el Reino de Dios gestionando los asuntos
temporales[9]. Como escribió Lavisse, “ser laico es creer que la vida vale la pena vivirse, amar esta
vida, rehusar la definición de la tierra como valle de lágrimas, no admitir que las lágrimas sean
necesarias y bienhechoras, es librar la batalla contra el mal en nombre de la justicia”[10]. En cambio,
la misión específica del presbítero es presidir la comunidad cristiana.

Sería incorrecto deducir de lo anterior una especie de “reparto de tareas”, que se enunciara más o
menos así: el mundo para los laicos y la Iglesia para los clérigos. Eso daría lugar a un nuevo
clericalismo, justificado esta vez con argumentos “progresistas”. Hay que decir con claridad que
misión “específica” no significa misión “exclusiva”.

Una cosa es que el presbítero presida la comunidad cristiana y otra muy distinta es que se convierta
en una especie de “hombre orquesta”, que toca todos los instrumentos a la vez. También el laico es
responsable de la comunidad cristiana, y debe ejercer esa responsabilidad en la medida que no
perjudique su misión específica, ni atropelle lo propio del pastor ordenado. Algunos se sentirán
llamados especialmente a anunciar la palabra de Dios, lo cual puede hacerse a través de medios muy
diversos: la instrucción catequética, la enseñanza religiosa escolar, los medios de comunicación
social y las conferencias.

La renovación litúrgica ha multiplicado también los ministerios laicos: schola cantorum, lectores,
salmista, comentadores, maestro de ceremonias, el que acoge a los fieles a la puerta de la iglesia,
ministros extraordinarios de la comunión que la llevan a los enfermos, etc. Por último, la pastoral del
servicio cristiano -que abarca no sólo las obras asistenciales, sino también las de promoción humana
y la construcción de un orden justo- ofrece a los laicos unas posibilidades de trabajo inagotables. El
Concilio Vaticano II llegará a decir que “el miembro que no contribuye según su propia capacidad al
aumento del cuerpo debe reputarse como inútil para la Iglesia y para sí mismo”[11].
Por su parte, también el presbítero es responsable de los asuntos temporales e, igualmente, debe
ejercer esa responsabilidad en la medida que no perjudique a su misión específica. El perjuicio podría
venir por el tiempo disponible y por la posibilidad de comprometer en opciones partidistas la
representatividad de Cristo y de la comunidad cristiana que ostenta. Por eso, su forma específica de
servir a la sociedad, más que la acción directa, debe ser la animación y el acompañamiento teológico
de los laicos que han asumido responsabilidades en la vida pública.

Así, pues, no cabe decir: “El mundo para los laicos y la Iglesia para los clérigos”. Hay una forma
específicamente laical de compromiso en el mundo y en la Iglesia, así como hay una forma
específicamente presbiteral de compromiso en la Iglesia y en el mundo.

b) La Iglesia universal, una comunión de Iglesias locales

A diferencia del Vaticano I, que ponía en el centro la Iglesia universal, que luego se dividía en parcelas
más pequeñas (las diócesis), el Vaticano II pone en el centro las Iglesias particulares o locales y
concibe a la Iglesia universal como una comunión de todas ellas. La relación existente entre las
Iglesias particulares y la Iglesia universal no es fácil de explicar, porque carece de analogías en otro
tipo de colectividades. No es cierto, por ejemplo, que las Iglesias particulares sean meras sucursales
de la Iglesia universal, como si ésta existiera con anterioridad a ellas y tomara después la decisión de
dividirse en porciones más manejables. Pero tampoco es cierto que existan primero las Iglesias
particulares y en un segundo momento decidieran reunirse en una especie de federación que sería
la Iglesia universal.

La Iglesia, y no simplemente una parte de ella, está presente en todas y cada una de las Iglesias
particulares. Pablo, por ejemplo, no se dirige a la Iglesia de Corinto, sino “a la Iglesia de Dios que
está en Corinto” (1Co 1, 2)[12]. Lo mismo hace san Ignacio de Antioquía: “A la Iglesia de Dios que
está establecida en Filadelfia del Asia”. Orígenes utilizará igualmente esas mismas fórmulas: “La
Iglesia de Dios que está en Corinto, en Alejandría…”.

La primera consecuencia de que las diócesis no sean en modo alguno sucursales de la Iglesia
universal es que los obispos tampoco son delegados del Romano Pontífice. Ellos ejercen una
potestad propia[13]. Otra consecuencia de que la Iglesia universal está presente en cada Iglesia
particular es que la misión de los obispos, a partir del momento en que se les encomienda una Iglesia
particular, incluye también, como una dimensión connatural, la “solicitud por la Iglesia universal”[14].
San Agustín, por ejemplo, a pesar de que las doctrinas de Pelagio apenas turbaban su pequeña
diócesis africana, en cuanto supo de la influencia que ejercían en oriente emprendió la lucha
intelectual contra la nueva herejía. Hoy esa “solicitud por la Iglesia universal” se expresa mediante el
ejercicio de la colegialidad episcopal, de la que más adelante hablaremos.

2. Constitución jerárquica de la Iglesia

Como hemos anotado más arriba, como introducción general, en el lenguaje teológico el término
jerarquía designa, pues, a la Iglesia como institución articulada que, según la unidad estructurada de
cuerpo y cabeza, hace presente al Señor invisible; dicho en otras palabras, en sentido personal,
designa a aquellos que en nombre de Cristo y con su autoridad ejercen en la Iglesia el oficio de
pastores como maestros de la fe, sacerdotes del culto sagrado y ministros del gobierno. Tales son en
primer lugar los obispos, unidos entre sí bajo la autoridad del obispo de Roma, sucesor de Pedro.

El canon 6 del decreto tridentino sobre el sacramento del orden[15] afirmó que en la Iglesia está
instituida por ordenación divina la sagrada jerarquía, que consta de obispos, presbíteros y ministros
(no se menciona explícitamente a los diáconos). La tradición teológica distinguía una jerarquía “de
orden” (transmitida mediante la sagrada ordenación) y una jerarquía “de jurisdicción” (conferida
mediante mandato de la autoridad superior). Hoy se afirma con más claridad que el orden sagrado
es el presupuesto indispensable para toda auténtica jurisdicción en la Iglesia.

El tercer capítulo de la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano II, titulado La constitución jerárquica
de la Iglesia, hemos dicho, enseña que “el ministerio eclesiástico de institución divina se ejerce en
diversos órdenes por los que va desde antiguo se llaman obispos, presbíteros y diáconos”[16].

3. La jerarquía está al servicio del pueblo de Dios

Decía san Agustín: “El Señor me ha hecho esclavo del pueblo de Hipona”. Con ello expresaba un
aspecto fundamental de la eclesiología: la autoridad como ministerio, como servicio. En efecto, el
orden sacerdotal en cualquiera de sus grados es ministerial: “ésta función, que el Señor confió a los
pastores de su pueblo, es un verdadero servicio”[17].

En consecuencia, no podemos olvidar que uno de los riesgos o tentaciones de toda autoridad consiste
en olvidar su función de centro de unidad de la Diócesis o de la Parroquia, para convertirse en
instrumento de dominio. Como hemos señalada anteriormente, Jesús enseñó a sus apóstoles a mirar
su función de autoridad como un servicio: los jefes de las naciones quieren que se les mire como a
bienhechores y señores; pero sus apóstoles, siguiendo su ejemplo, deberán hacerse servidores de
todos (Cfr. Mc 10, 42-43). “El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba
de amor a El”[18].

Los apóstoles y sus sucesores tienen una autoridad recibida de Cristo, pero han de ejercerla siempre
al servicio de la fe y de la caridad de todo el pueblo de Dios. Su oficio es servir a todo el pueblo de
Dios promoviendo la comunión en la fe y en la caridad. La palabra “ministerio” con que se designa la
función de los obispos, sacerdotes y diáconos en la Iglesia alude a esta idea de servicio. Su vida ha
de ser la de fieles servidores de Cristo, de quien han recibido la misión, y la de servidores del pueblo
de Dios y de todos los hombres a imitación de Cristo[19].

Por consiguiente, la actitud de los Apóstoles y sus sucesores y los que participan del poder de Jesús,
ha de ser consecuente con la voluntad de Cristo que quiere que permanezca para siempre en la
Iglesia aquella vida de comunión en la fe, en los sacramentos y en la caridad, a cuyo servicio ha
instituido el ministerio apostólico[20] en las siguientes dimensiones: servicio de la Palabra (Magisterio
Profético), servicio de la celebración Litúrgica (Sacerdocio) y servicio de la Comunidad Eclesial
(Gobierno Pastoral). Por tanto, la razón de ser de la jerarquía es la caridad pastoral, amar y pervivir
al estilo de Jesús: ha sido instituida por Jesucristo al servicio del pueblo de Dios[21].

4. La parroquia

“Como no le es posible al Obispo, siempre y en todas partes, presidir personalmente en su Iglesia a


toda la grey, debe por necesidad erigir diversas comunidades de fieles. Entre ellas sobresalen las
parroquias, distribuidas localmente bajo un pastor que hace las veces del Obispo, ya que de alguna
manera representan a la Iglesia visible establecida por todo el orbe. De aquí la necesidad de fomentar
teórica y prácticamente entre los fieles y el clero la vida litúrgica parroquial y su relación con el Obispo.
Hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario parroquial, sobre todo en la celebración
común de la Misa dominical”[22].

En efecto, prescribe el canon 374 que toda diócesis ha de dividirse en parroquias y que, para facilitar
la cura pastoral mediante una acción común, varias parroquias cercanas entre sí pueden unirse en
arciprestazgos, decanatos y foranías.

El CIC describe la parroquia en el canon 515 § 1 como “una determinada comunidad de fieles
constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo
diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”. Por tanto, erigir parroquias, así
como también suprimirlas o introducir modificaciones en ellas, compete al Obispo diocesano, que
deberá oír previamente al consejo presbiteral[23].

Es necesario, pues, que todos redescubramos el verdadero rostro de la parroquia; o sea, el “misterio”
mismo de la Iglesia presente y operante en ella. Aunque a veces le falten las personas y los medios
necesarios, aunque otras veces se encuentre desperdigada en dilatados territorios o casi perdida en
medio de populosos y caóticos barrios modernos, la parroquia es “la familia de Dios, como una
fraternidad animada por el Espíritu de unidad”, es “una casa de familia, fraterna y acogedora”, es la
“comunidad de los fieles”.

El venerado Juan Pablo II, en “Parroquia urbana, comunidad de personas”, dice que “es necesario
reafirmar la importancia y la validez de la Parroquia; porque es una institución que hay que conservar
como expresión normal y primaria de la cura de almas.

Hay necesidad de que la Parroquia redescubra su función específica de comunidad de fe y de caridad.


Eso quiere decir: hacer de la evangelización el perno de toda la acción pastoral, como exigencia
prioritaria, preeminente, privilegiada. La Parroquia es la primera comunidad eclesial; después de la
familia, es la primera escuela de la fe, de la oración, de las costumbres cristianas. Es el primer órgano
de acción pastoral y social, sede primera de la catequesis.

Es necesario profundizar no sólo en la vida y misión del pastor de almas, sino también en la parroquia
como una verdadera comunidad eclesial que anuncia y enseña el Evangelio, toda la misión de Jesús
de forma integral, dinámica y sostenida; un espacio donde los files encuentren su hogar propio, donde
se encuentra con Padre Dios y los hermanos para celebrar la Eucaristía, para acoger la Palabra de
Dios, y vivir la caridad mediante las obras de misericordia corporales y espirituales.

Para lograr este cometido hace falta una más estrecha, orgánica y personal colaboración de todos
los componentes de la Parroquia con el propio pastor. En modo particular, potenciar y cualificar todas
las fuerzas vivas: vicarios, religiosos, religiosas y laicos, para aquellos servicios que no requieren la
función del sacerdocio ministerial, para una penetración misionera en los ámbitos de los que están
cerca y de los que están lejos. Los laicos no son solamente destinatarios del ministerio pastoral, sino
obreros activos, por vocación nativa; por tanto, al dejarles participar en la misión de Jesús en la
parroquia, no les hace el párroco ningún favor, es su derecho y es su deber; son discípulos y
misioneros por su bautismo y la confirmación.

5. ¿Cómo debe ser la parroquia hoy?

Según J. L. Larrabe, la teología de la parroquia debe realizarse desde estas claves:

– Es sacramento de Cristo, para unir los hombres con Dios y los hombres entre sí. Por eso nos
reunimos en nombre de Jesucristo resucitado, presididos por el Padre, animados por el Espíritu
Santo, en torno al sacramento de la Eucaristía.

– La parroquia es servidora de la Palabra de Dios: la escucha, la acoge y la hace vida.

– La parroquia se edifica y se sustenta sobre el fundamento de los sacramentos. Principalmente, la


Eucaristía, que anticipa la salvación definitiva y es el signo de comunión, compromiso y
corresponsabilidad entre todo el Pueblo de Dios.

– La parroquia es testimonial y misionera y, siendo levadura, luz y sal en la masa (Mt 5,13), debe salir
al encuentro principalmente de los más pobres.

– Todos somos responsables de la parroquia, porque no es un lugar o piedras muertas. Es el Pueblo


de Dios, como piedras vivas, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.

– La parroquia debe ser y estar abierta y sin fronteras, en comunión con toda la Iglesia, haciendo
visible su nota de catolicidad.

– La parroquia, participando de la comunión de los santos y acompañados de María, hace visible y


transparente al Señor de la Historia hasta que Él vuelva.

Si se pregunta, además, por las notas que debe tener una parroquia, en resumen remitiríamos a lo
expresado en los Hechos de los Apóstoles:

– Comunidad de comunidades, donde se escuchaba y vivía de la Palabra (Hc 2,42).

– Vivían en comunión con Dios (Hc 2,42) y entre sí (Hc 4,32-35), teniendo todo en común (Hc 2,42).
Siendo un solo corazón y una sola alma, y no padeciendo nadie necesidad (Hc 4,32-35).

– Comunidad eucarística (Hc 2,46).

– Comunidad gozosa y alegre (Hc 2,46).

– Comunidad misionera (Hc 2,48).

– Comunidad con diversos carismas y ministerios.


Por todo ello, decimos que la parroquia tiene que ser:

Presencia viva y transparente de Cristo. – Modelo de vivencia eclesial.

Luminoso ejemplo de corresponsabilidad. – Verdadera vivencia de comunión para la misión. –


Preocupada por el crecimiento personal y comunitario de la fe.

Signo testimonial de profetismo, especialmente para los más necesitados.

En resumen, a la pregunta ¿qué tiene que ser y hacer la parroquia hoy?, la respuesta es sencilla: que
la parroquia sea de verdad lo que está llamada a ser. Aunque es el lugar más tradicional y accesible
para todos, y la institución eclesial más universal, secular y perdurable, tiene, sin embargo, sus
limitaciones:

– No es toda la Iglesia particular (en ella, pero más allá de ella se sitúan las comunidades de base,
movimientos laicales, prelaturas, Institutos de vida consagrada, ordinariato castrense…).

– No tiene todos los carismas con que el Espíritu Santo dota a su pueblo.

– Ni es capaz por sí misma de realizar toda la misión evangelizadora de la Iglesia (no llega a algunos
“ambientes”: mundo obrero, universidad, etc.).

Para que esto sea una realidad, necesita una nueva mentalidad. Señaló un decálogo para seguir
caminando en ese sentido:

– Parroquia diocesana, y no feudal o autónoma.

– Comunidad de seguidores de Jesús, en lugar de estación de servicios.

– Conversión permanente, personal y comunitaria, en lugar de instalación.

– Comunidad de comunidades vivas y responsables, en lugar de masa amorfa.

– Corresponsabilidad de todos, en lugar de clericalismo.

– Pastoral de misión y evangelización, en lugar de mantenimiento.

– Apertura a lo social, en lugar de ghetto cerrado.

– Corresponsabilidad comunitaria, en lugar de religiosidad sociológica.

– Confianza en el Espíritu, en lugar de miedo, resignación, inhibición e inercia.

– Comunidad de Bienaventuranzas, en lugar de privilegios, poderes o prestigio.

Se necesitan, igualmente, nuevas actitudes:

– Del culto al “yo”, al sentido comunitario y fraterno.

– De la incomunicación, a la apertura (personal y comunitaria).

– De la obsesión por la eficacia (hacer cosas), a la preocupación por la pedagogía (hacer personas y
comunidades).

– Del egoísmo (lo mío), a la generosidad de compartir.

– De la enemistad, envidia, recelo y confrontación, a la estima, confianza y cercanía.

– De la amargura de la crítica sistemática, negativa y destructiva, a la corrección fraterna y ayuda


mutua.
– Del miedo al futuro, a la confianza en el Espíritu.

– Del protagonismo personal o de mi grupo, al servicio generoso

– Todo ello con buena dosis de amor, humor y paciencia: no querer todo de inmediato y a corto plazo.

[1] Cfr. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 19.

[2] LG 8

[3] LG 18, 1

[4] LG 18, 2

[5] Ibidem

[6] SC 28.

[7] Cfr. LG 10 b

[8] León-Joseph Suenens, La corresponsabilidad en la Iglesia de hoy. Desclée de Brouwer, Bilbao,


1969, 27.

[9] Cfr. LG 31 b; EN 70

[10] Cit. en Y. M. Congar, Jalones…, 41.

[11] AA 2a

[12] Cfr. CIgC 752

[13] Cfr. LG 27 a

[14] LG 23 b

[15] Cfr. DS 1776

[16] LG 28

[17] Cfr. LG 24

[18] S. Juan Crisóstomo. sac. 2, 4: cf. Jn 21. 15-17

[19] Cfr. CIgC 1551

[20] Cfr. CIgC 553

[21] Cfr. CIgC 874, LG 18

[22] SC 42

[23] Cfr. Instituto Martín de Azpilcueta, Manual de Derecho Canónico, EUNSA, Pamplona 1991, p.
398
CAPÍTULO TERCERO
LOS FIELES LAICOS: OBLIGACIONES Y DERECHOS

La misión de Cristo–Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey-Pastor, continúa en la Iglesia. Todos, todo el


Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión, en estrecha corresponsabilidad entre sus miembros:
Obispos, sacerdotes y fieles laicos[1].

Los bautizados, como sacerdotes, están unidos a Cristo y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí


mismos y de todas sus actividades: todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida
conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu,
e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios
espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (Cfr. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se
ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también
los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo.

La participación en el oficio profético de Cristo, que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de
la vida y con el poder de la palabra, habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el
Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía.

Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos viven la realeza cristiana, antes
que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (Cfr. Rm 6, 12);
y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en
todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (Cfr. Mt 25, 40).

La dignidad sacerdotal, profética y regia de los fieles laicos tiene su raíz en el Bautismo; se desarrolla
en la Confirmación, y se cumple y se alimenta en la Eucaristía. Esta participación es un don dado a
cada uno de los fieles laicos por formar parte del único Cuerpo del Señor. “En efecto, Jesús enriquece
con sus dones a la misma Iglesia en cuanto que es su Cuerpo y su Esposa. De este modo, cada fiel
participa en el triple oficio de Cristo porque es miembro de la Iglesia; tal como enseña claramente el
apóstol Pedro, el cual define a los bautizados como «el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación
santa, el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 P 2, 9). Precisamente porque deriva de la comunión
eclesial, la participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo exige ser vivida y actuada en
la comunión y para acrecentar esta comunión…”[2].

Por consiguiente, en la vocación sacerdotal de un Pastor ha de haber un lugar especial para los laicos
y para su “laicidad”, que es también un gran bien de la Iglesia. Esta actitud acogedora es signo de la
vocación del sacerdote como Pastor[3].

Los cristianos laicos, hombres y mujeres, son mayoría en la comunidad eclesial. Su misión particular
está dentro de las realidades temporales y de la Iglesia, cumpliendo tareas propias que no requieren
la ordenación presbiteral. “Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios
ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios… A ellos de manera especial
les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente
unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean Para alabanza del
Creador y Redentor”[4].

Estas tareas se derivan del sacramento del Bautismo y de la Confirmación y se alimentan y nutren de
la Eucaristía. Participan de la función profética, sacerdotal y regia de Cristo, de palabra y con sus
obras; santificándose a sí mismos en la vida conyugal o como célibes, y en el ejercicio de las más
diversas actividades sociales, políticas, económicas, culturales, científicas, artísticas y educativas.

El sacerdote ha de promover la formación y participación de los laicos, capacitándolos para encarnar


el Evangelio en las situaciones especificas, donde viven y actúan[5].

Los fieles laicos han de estar cada vez más convencidos del particular significado que asume el
compromiso apostólico en su parroquia, en íntima unión con sus sacerdotes.

En la participación apostólica de los laicos en la comunidad parroquial, el párroco no les hace ningún
favor, ni estos al sacerdote; ellos “están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y
de la confirmación, y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados
en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por
todos los hombres y en toda la Tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio
de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades
eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener
en la mayoría de las veces su plena eficacia”[6].

A la luz de este imperativo misionero ha de medirse la validez de los Organismos, Movimientos,


parroquias u obras de apostolado de la Iglesia. Sólo haciéndose misionera la comunidad cristiana
podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y vigor de fe[7].

1. Obligaciones de los fieles laicos

Todos los fieles tienen la obligación de conservar siempre, incluso en su modo de obrar, la comunión
con la Iglesia. Para esto es necesario que cumplan con cuidado los deberes que tienen tanto con la
Iglesia universal como con la Iglesia particular. Deben esforzarse también para llevar una vida santa,
promover el continuo crecimiento y santificación de la Iglesia[8].

En especial, deben trabajar en la evangelización, para que el mensaje divino llegue a todos los
hombres de todos los tiempos, y seguir con obediencia cristiana lo que, los pastores declaran como
maestros de doctrina o establecen como rectores de la Iglesia. En algún caso se ven también
obligados, en razón de sus conocimientos, competencia y prestigio, a manifestar a los pastores y a
los demás fieles su opinión sobre todo lo que hace al bien de la Iglesia, guardando siempre la
integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia a los pastores, teniendo en cuenta la utilidad
común y la dignidad de las personas[9].

Tienen también la obligación de respetar la buena fama y el derecho a la intimidad de todos los demás
fieles, de socorrer las necesidades de la Iglesia para el desarrollo del culto divino, las obras de
apostolado y de caridad y el honesto sustento de los ministros, de promover la justicia social y de
ayudar a los pobres con sus propios bienes[10].

Además, tomando como base los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, que los destinan al
apostolado, los laicos tienen la obligación de trabajar en la evangelización ya sea en forma individual
o asociada, para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos en todo el
mundo, especialmente en aquellas circunstancias en las que sólo a través de ellos pueden los
hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo. Esta obligación no se agota en anuncio de la Palabra
divina. También deben impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, dando
testimonio de Cristo en la realización misma del orden temporal[11].

Aquellos laicos que asumen la vocación y el estado de vida conyugal, tienen que trabajar para la
edificación de la Iglesia a través del matrimonio y la familia, y como padres tienen el gravísimo deber
de educar cristianamente a sus hijos, según la doctrina enseñada por la Iglesia[12].

Todos los laicos, cualquiera sea la propia vocación y condición, deben formarse en la doctrina
cristiana, para que puedan vivirla, proclamarla y defenderla, ejerciendo lo que les toca en el
apostolado. Cuando asumen un servicio especial en la Iglesia, tienen el deber de formarse para poder
desempeñarlo debidamente, con conciencia, generosidad y cuidado[13].

2. Derechos de los files laicos

Los fieles, cuando ejercen sus derechos, ya sea en forma individual o asociados a otros, han de
contemplar y conservar el bien común de la Iglesia, los derechos ajenos y sus propios deberes
respecto a otros[14].

En cuanto a los derechos, mencionaremos en primer lugar lo que ya señalamos como un deber, pero
que constituye también un derecho: trabajar en la evangelización, para que el mensaje divino de
salvación llegue a todos los hombres de todos los tiempos[15]. Será necesario reivindicarlo como
derecho, cuando se le niegue a algún fiel la posibilidad de evangelizar, y exigirlo como deber a todos
lo que no realicen esta tarea.

Tienen también derecho a manifestarles sus necesidades y deseos, sobre todo espirituales, y de
manifestar, tanto a los pastores como a los demás fieles, su opinión sobre lo que afecta al bien de la
Iglesia[16].
Tienen derecho a recibir de los pastores los bienes espirituales necesarios para vivir su fe, entre los
que se encuentran en primer lugar la Palabra de Dios y los sacramentos, y de tributar culto a Dios
según su propio rito, siguiendo su propia forma de vida espiritual, respetando siempre la doctrina de
la Iglesia, mientras gozan de plena libertad para elegir su estado de vida[17].

Pertenece a todos los fieles el derecho a fundar y dirigir libremente asociaciones con fines de piedad
y caridad, así como a reunirse con estos fines, y de promover y sostener actividades apostólicas
según sus propias iniciativas, ya sea en forma personal o asociada[18].

Ya que resulta necesario para vivir una vida congruente con la doctrina evangélica, los fieles tienen
derecho a una educación cristiana, por la que se los instruya convenientemente, a fin de alcanzar la
madurez de la persona humana y el suficiente conocimiento del misterio de la salvación, que están
llamados a vivir. En especial, los que deciden dedicarse a las ciencias sagradas, tienen el derecho
de gozar de una justa libertad para investigar, así como para manifestar prudentemente su
pensamiento sobre aquello en lo que son peritos, guardando siempre la debida sumisión al Magisterio
de la Iglesia[19].

Finalmente, todos los fieles tienen los derechos que podemos llamar “procesales”, de reclamar y
defender en el fuero eclesiástico sus legítimos derechos, de ser juzgados conforme a las normas
procesales si son llamados a juicio, y en especial de no ser sancionados con penas canónicas si no
es conforme a la ley[20].

Es necesario afirmar que, ya sea en lo que hace a todos estos deberes fundamentales de los fieles,
como en lo que respecta a sus derechos, no se señala diferencia alguna entre el varón y la mujer.

En cuanto a los derechos, mencionamos en primer lugar los que ya señalamos como deberes, pero
que son también derechos: trabajar en la evangelización ya sea en forma individual o asociada, y
formarse en la doctrina cristiana[21].

Tienen derecho a que los pastores les reconozcan la libertad propia de todos los ciudadanos en los
asuntos terrenos. Al hacer uso de esta libertad, los laicos deben cuidar de actuar siempre con espíritu
evangélico y conforme a la doctrina de la Iglesia, pero sin presentar su propia opinión en materias
opinables como doctrina que ésta proclama[22].

También tienen derecho a asistir a clases y obtener grados académicos en las universidades o
facultades eclesiásticas o bien en los institutos de ciencias religiosas, adquiriendo así un conocimiento
más profundo de las ciencias sagradas que allí se enseñan[23].

Y aquellos fieles laicos que de un modo permanente o temporal se dedican a un servicio especial de
la Iglesia, tienen derecho a una conveniente remuneración que responda a su condición, con la cual
puedan proveer decentemente a sus propias necesidades y a las de sus familias, de acuerdo también
con las prescripciones del derecho civil, quedando siempre a salvo que la sola recepción de los
ministerios del lectorado o acolitado no confiere derecho a recibir de la Iglesia sustentación o
remuneración[24].

Tampoco en estos deberes y derechos de los fieles laicos es posible encontrar diferencias entre el
varón y la mujer, que se hallan, por el contrario, en igualdad de condiciones. Siguiendo en esto a otro
autor, podemos decir que el gran logro del Código actual, en consonancia con el principio de igualdad
consagrado por el Concilio Vaticano II, ha sido no tanto lo que dice sobre la mujer, sino lo que no
dice. Porque, al tratar de los fieles en general, y de los laicos en especial, sin distinguir entre el varón
y la mujer, se muestra que se ha asumido coherentemente el principio conciliar[25].

[1] JUAN PABLO II, a los representantes del laicado católico de Madagascar n 2, 30–IV–1989,
hablándoles de la importancia del apostolado personal y Corresponsabilidad entre los files laicos, el
obispo y el presbítero en la misión de la Iglesia: “cuanto más participen los laicos en los servicios de
la Iglesia, más ha de sentir la necesidad de ministros ordenados que actúen en nombre de Cristo
Cabeza para reunir a la Iglesia y transmitirle el Evangelio y los sacramentos. Están a su servicio para
permitirles realizar su misión de bautizados, que es una participación en la función sacerdotal,
profética y real de Jesucristo. No pueden los laicos sustituir a los sacerdotes como Pastores, incluso
aunque sean delegados para tal o cual función. Tampoco los sacerdotes pueden trabajar como los
laicos en la santificación del mundo, desde dentro. Sacerdotes y laicos se “complementan en el
servicio de un mismo fin: el crecimiento del reino de Dios”.
[2] CL 14

[3] Cfr. JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes, con ocasión del Jueves Santo n 5 (12-III-1989)

[4] C Ig C 898; LG 31

[5] Cfr. DSD 60

[6] C Ig C 900

[7] Cfr. RM 49

[8] Cfr. CIC 209 y 210.

[9] Cfr. CIC 211 y 212 §§ 1 y 3

[10] Cfr. CIC 220 y 222

[11] Cfr. CIC 225

[12] Cfr. CIC 226.

[13] Cfr. CIC 229 § 1 y 231 § 1.

[14] Cfr. CIC 223 § 1.

[15] Cfr. CIC 211

[16] Cfr. CIC 212 §§ 2 y 3.

[17] Cfr. CIC 213, 214 y 219.

[18] Cfr. CIC 215 y 216

[19] Cfr. CIC 217 y 218

[20] Cfr. CIC 221

[21] Cfr. CIC 225 § 1 y 229 § 1.

[22] Cfr. CIC 227

[23] Cfr. CIC 229 1 2.

[24] Cfr. CIC 231 § 2 y 230 § 1.

[25] Cfr. J. I. Bañares, La consideración de la mujer en el ordenamiento canónico, en IC 26 (1986)


254.
CUARTO CAPÍTULO
LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN

Los sacramentos instituidos por Cristo y por la Iglesia, que celebramos en la liturgia, afectan a las
etapas y a los momentos principales de la vida del hombre, impregnándolos de la gracia divina.
Manifiestan la constante presencia salvífica de Dios en la existencia humana y son la continuación de
la obra de la Redención que Cristo realiza en la Iglesia, con ella y por ella.

Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien,
esta vida la llevamos en “vasos de barro” (2 Co 4,7). Actualmente está todavía “escondida con Cristo
en Dios” (Col 3,3). Nos hallamos aún en “nuestra morada terrena” (2 Co 5,1), sometida al sufrimiento,
a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida
por el pecado[1].

1. Cristo y la liturgia de los sacramentos

“Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios (…)
principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los
muertos y de su gloriosa ascensión”234. “Lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia es el
Misterio de Cristo” (Catecismo, 1068).

“Con razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que,
mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación
del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto
público”235. ‘Toda la vida litúrgica de la Iglesia gravita en torno al sacrificio eucarístico y los
sacramentos” (Catecismo, 1113).

“Sentado a la derecha del Padre y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia,
Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia”
(Catecismo, 1084).

2. Efectos y necesidad de los sacramentos

Todos los sacramentos confieren la gracia santificante a los que no ponen obstáculo. Esta gracia es
“el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica” (Catecismo, 2003). Además, los sacramentos
confieren la “gracia sacramental”, que es la gracia “propia de cada sacramento” (Catecismo, 1129):
un cierto auxilio divino para conseguir el fin de cada sacramento.

No sólo recibimos la gracia santificante, sino al mismo Espíritu Santo. “Por medio de los sacramentos
de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo”
(Catecismo, 739)240. El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu Santo deifica a los
fieles uniéndolos vitalmente a Cristo (cfr. Catecismo, 1129).

Los tres sacramentos del Bautismo, Confirmación y Orden sacerdotal confieren, además de la gracia,
el llamado carácter sacramental, que es un signo espiritual indeleble impreso en el alma, por el cual
el cristiano participa del sacerdocio de Cristo y forma parte de la Iglesia según estados y funciones
diversos. El carácter sacramental permanece para siempre en el cristiano como disposición positiva
para la gracia, como promesa y garantía de la protección divina y como vocación al culto divino y al
servicio de la Iglesia. Por tanto, estos tres sacramentos no pueden ser reiterados (cfr. Catecismo,
1121).

Los sacramentos que Cristo ha confiado a su Iglesia son necesarios -al menos su deseo- para la
salvación, para alcanzar la gracia santificante, y ninguno es superfluo, aunque no todos sean
necesarios para cada persona.

3. El perdón de los pecados


El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al
paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, en la fuerza
del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Este es
finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los
enfermos[2].

El ministerio de la Reconciliación es un acto de curación extraordinario, que el hombre necesita para


estar totalmente sano. Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el Bautismo, que es
la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan por el sacramento de la Reconciliación, y
la Unción de los enfermos. Naturalmente, en todos los demás sacramentos, también en la Eucaristía,
se realiza una gran curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero sobre todo ?este es
nuestro mandato? las almas. Debemos pensar en las numerosas enfermedades, en las necesidades
morales, espirituales, que existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro
con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la meditación, el estar en la iglesia
silenciosamente en presencia de Dios.

Cristo no sólo nos logró el perdón de los pecados, sino que quiso prolongar este don a través de su
Iglesia cuando confirió su poder de perdonar a los apóstoles.

El perdón de los pecados se efectúa dentro de la Iglesia y por lo tanto no se puede recibir sino es en
ella y tal y como ella estipula. Ni siquiera el sacerdote es dueño de decidir lo que hay que perdonar y
cómo hay que hacerlo.

El Bautismo es el primer sacramento que perdona los pecados. La confesión es el siguiente. Cristo
quiso ligar el perdón de los pecados a la fe en la Iglesia y a la recepción de manos de ésta de ese
perdón. Por eso no basta el mero arrepentimiento ni tampoco el atribuirse control sobre el bien y el
mal o sobre el modo de recibir el perdón.

Tras confesar la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos -que es un aspecto de esa fe, pues
significa que creemos que los que fueron miembros de la Iglesia siguen perteneciendo a ella después
de su muerte-, el Credo nos invita a proclamar nuestra convicción en el perdón de los pecados, un
perdón inmerecido por el hombre y otorgado gratuita y generosamente por Dios mediante el sacrificio
de Cristo.

“El Símbolo de los Apóstoles, vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu Santo,
pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Al dar el Espíritu Santo a sus
apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: ‘Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos’ (Jn 20,22-23)”[3].

La primera conclusión, por lo tanto, es la de que el hombre no tiene poder para perdonar pecados,
pues ese poder es exclusivamente divino. Ahora bien, por el sacramento del orden sacerdotal, con la
efusión del Espíritu Santo que conlleva, el sacerdote participa de ese poder y, en el nombre de Cristo,
puede perdonar los pecados al penitente, siempre que cumpla las condiciones impuestas por Cristo,
es decir aquellas que establece la Iglesia.

Por eso precisamente el Catecismo recuerda que el poder de perdonar está vinculado no sólo a la fe
en el poder redentor de Dios sino también a la fe en la Iglesia. Es en la Iglesia donde se recibe el
perdón de los pecados, pues la capacidad de perdonar fue conferida por Cristo sólo a sus apóstoles,
columnas de la Iglesia naciente, y a sus sucesores los apóstoles.

Precisamente porque esta relación entre el perdón y la Iglesia no se tiene en cuenta lo suficiente, se
producen las confusiones y errores que tan frecuentemente se dan hoy en día.

Uno de los errores más comunes es el de creer que el pecador puede absolverse a sí mismo. La
gente lo dice de esta manera: “Yo me confieso con Dios”. Ciertamente, esa “confesión” con Dios es
el primer paso, pues antes de recibir la absolución de manos del sacerdote es preciso haber hecho
“examen de conciencia” y haberle pedido perdón a Dios en lo íntimo del corazón. Pero si Cristo, que
es quien establece la posibilidad de que los pecados sean perdonados, hubiera querido que cada uno
recibiera el perdón por un mero arrepentimiento interior individual sin medicación humana, es evidente
que no habría hablado a sus apóstoles como lo hizo.
El segundo error es aquel en el que caen los que consideran que pueden, a su antojo, establecer la
moralidad de los actos. La bondad o malicia de las cosas es, según muchos -sacerdotes incluidos-
un asunto subjetivo. Ni el laico ni el sacerdote son los dueños de los criterios de moralidad. Es de
nuevo la Iglesia la única que está autorizada a perdonar y, precisamente por eso, a establecer qué
es lo que ha de ser perdonado, qué está bien y qué está mal.

Otro error frecuente es el que se comete cuando no se respetan las normas establecidas por la Iglesia
para llevar al cabo el sacramento de la reconciliación. Por ejemplo, cuando algunos sacerdotes
imparten la absolución colectiva sin confesión personal de los pecados mortales, cosa que está
permitida sólo en algunos casos muy extremos que prácticamente nunca se dan. Lo mismo que en el
caso anterior, el sacerdote no es el dueño del poder de perdonar y, por lo tanto, esa absolución no
es válida. El sacerdote sólo perdona los pecados cuando lo hace en comunión con la Iglesia, no
cuando se salta las normas que ésta impone.

A la hora de hablar del perdón de los pecados hay que hablar también de los efectos redentores que
tiene el sacramento del Bautismo. “El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de
los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado por nuestra
justificación”[4]. “En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo
Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda
absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia
voluntad, ni ninguna pena que sufrir por expiarlas. Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a la
persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario, todavía nosotros tenemos que
combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al mal”[5].

Por lo tanto, el primer sacramento del perdón es el Bautismo, el cual, en el caso de ser recibido de
adulto, nos libra no sólo del pecado original sino también de los pecados personales cometidos sin
necesidad de que debamos confesarnos de ellos. Ahora bien, no arranca de nosotros la
concupiscencia -la inclinación al mal, la seducción de la tentación-, por lo cual tenemos que seguir
luchando para mantenernos en el estado de gracia recibido.

Porque el hombre no es capaz de ser siempre fiel a la gracia de Dios y, por lo tanto, peca, es por lo
que era necesario que la Iglesia “fuese capaz de perdonar los pecados a todos los penitentes, incluso
si hubieran pecado hasta el último momento de su vida”[6].

La capacidad de perdonar conferida por Cristo a la Iglesia afecta a todo tipo de pecado: “No hay
ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar… Cristo, que ha muerto por todos
los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera
que vuelva del pecado”[7].

Por último, conviene recordar esta frase de San Agustín: “Si en la Iglesia no hubiera remisión de los
pecados, no habría ninguna esperanza”.

[1] CIgC 1420

[2] CIgC 1421

[3] CIgC 976

[4] CIgC 977

[5] CIgC 978

[6] CIgC 979

[7] CIgC 982


CAPÍTULO QUINTO
LA SANTA MISA

De todos los temas de Liturgia, el de la Misa es el más importante y el que requiere un estudio más detenido y
amoroso. La Misa se ha de comprender y vivir íntimamente, y quien mejor la comprenda y mejor la viva, será,
indiscutiblemente, el que vivirá más intensa y plenamente la vida cristiana.

Es un deber y a la vez una dignidad -dice el Papa Pío XII- la participación del fiel cristiano en la Santa Misa.
Esta participación no debe ser pasiva y negligente, sino activa y atenta. Aún sin ser los fieles sacerdotes, ellos
también ofrecen la Hostia divina de dos modos: primero, uniéndose íntimamente con el sacerdote en ese
Sacrifico común, por medio de las ofrendas, por el rezo de las oraciones oficiales, por el cumplimiento de los
ritos y por la Comunión Sacramental; y en segundo lugar, inmolándose a si mismos como víctimas. A ello nos
conduce toda la Liturgia de la Misa y a ello tiende la participación activa en la celebración de la misma.

1. El Sacrificio de la Misa

En la Nueva Ley sólo hay un sacrificio, del cual eran figuras todos los de la Antigua Ley, y él sólo cumple todos
los fines de aquellos: es el Sacrificio cruento de Cristo en la Cruz e incruento en el altar; es decir, el Santo
Sacrificio de la Misa. La Misa por lo tanto, es el Sacrificio de la Nueva Ley, en el cual se ofrece Jesucristo y se
inmola incruentamente por toda la Iglesia, balo las especies del pan y del vino, por ministerio del Sacerdote, para
reconocer el supremo dominio de Dios y aplicarnos a nosotros las satisfacciones y méritos de su Pasión. La
Misa, renueva y continúa, sin disminuirlo ni aumentarlo, el sacrificio del Calvario, cuyos frutos nos está
continuamente aplicando. Es, dice Pío XII, como el compendio y centro de la religión cristiana y el punto más
alto de la Sagrada Liturgia.

Entre el Sacrificio de la Misa y el de la Cruz, sólo hay esas diferencias: que Jesucristo se inmoló allí en un modo
real, visible, con derramamientos de sangre, y personalmente, mientras que aquí lo hace en forma invisible e
incruenta, bajo las especies sacramentales, y por ministerio del Sacerdote, allí Jesucristo nos mereció la
Redención, y aquí nos aplica sus frutos.

En la Misa Jesucristo es la Víctima y el principal oferente; el segundo oferente es la Iglesia Católica, con todos
los fieles no excomulgados, y su tercer oferente y el ministro propiamente dicho es el sacerdote legítimamente
ordenado.

Se ofrece primeramente, por toda la Iglesia militante, pero secundariamente también por toda la Iglesia purgante,
y para honra de los santos de la Iglesia triunfante.

2. Fines y efectos de la santa misa

La santa misa, como reproducción que es del sacrificio redentor, tiene los mismos fines y produce los mismos
efectos que el sacrificio de la cruz. Son los mismos que los del sacrificio en general como acto supremo de
religión, pero en grado incomparablemente superior. Helos aquí:

1º ADORACIÓN. El sacrificio de la misa rinde a Dios una adoración absolutamente digna de El, rigurosamente
infinita. Este efecto lo produce siempre, infaliblemente, ex opere operato, (El término fue definido en el Concilio
de Trento en 1547; y significa que la validez del sacramento no puede hacerse depender de la fe o de la santidad
del ministro o del sujeto, sino que confieren la gracia por propia e íntima eficacia.) aunque celebre la misa un
sacerdote indigno y en pecado mortal. La razón es porque este valor de adoración depende de la dignidad infinita
del Sacerdote principal que lo ofrece y del valor de la Víctima ofrecida.

Recuérdese el ansia atormentadora de glorificar a Dios que experimentaban los santos. Con una sola misa podían
apagar para siempre su sed. Con ella le damos a Dios todo el honor que se le debe en reconocimiento de su
soberana grandeza y supremo dominio; y esto del modo más perfecto posible, en grado rigurosamente
infinito. Por razón del Sacerdote principal y de la Víctima ofrecida, una sola misa glorifica más a Dios que le
glorificarán en el cielo por toda la eternidad todos los ángeles y santos y bienaventurados juntos, incluyendo a
la misma Santísima Virgen María, Madre de Dios. La razón es muy sencilla: la gloria que proporcionarán a Dios
durante toda la eternidad todas las criaturas juntas será todo lo grande que se quiera, pero no infinita, porque no
puede serlo. Ahora bien: la gloria que Dios recibe a través del sacrificio de la misa es absoluta y ri-
gurosamente infinita.

En retorno de esta incomparable glorificación, Dios se inclina amorosamente a sus criaturas. De ahí procede el
inmenso valor de santificación que encierra para nosotros el santo sacrificio del altar.

Consecuencia. ¡Qué tesoro el de la santa misa! ¡Y pensar que muchos cristianos la mayor parte de las personas
devotas no han caído todavía en la cuenta de ello, y prefieren sus prácticas rutinarias de devoción a su
incorporación a este sublime sacrificio, que constituye el acto principal de la religión y del culto católico!

2º REPARACIÓN. Después de la adoración, ningún otro deber más apremiante para con el Creador que el
de reparar las ofensas que de nosotros ha recibido. Y también en este sentido el valor de la santa misa es
absolutamente incomparable, ya que con ella ofrecemos al Padre la reparación infinita de Cristo con toda su
eficacia redentora.

«En el día, está la tierra inundada por el pecado; la impiedad e inmoralidad no perdonan cosa alguna. ¿Por qué
no nos castiga Dios? Porque cada día, cada hora, el Hijo de Dios, inmolado en el altar, aplaca la ira de su Padre
y desarma su brazo pronto a castigar.

Innumerables son las chispas que brotan de las chimeneas de los buques; sin embargo, no causan incendios,
porque caen al mar y son apagadas por el agua. Sin cuento son también los crímenes que a diario suben de la
tierra y claman venganza ante el trono de Dios; esto no obstante, merced a la virtud reconciliadora de la misa,
se anegan en el mar de la misericordia divina…» (2)

Claro que este efecto no se nos aplica en toda su plenitud infinita (bastaría una sola misa para reparar, con gran
sobreabundancia, todos los pecados del mundo y liberar de sus penas a todas las almas del purgatorio), sino en
grado limitado y finito según nuestras disposiciones. Pero con todo:

a) Nos alcanza de suyo ex opere operato, si no le ponemos obstáculos -la gracia actual,- necesaria para el
arrepentimiento de nuestros pecados (3). Lo enseña expresamente el concilio de Trento. (D 940).

Consecuencia. -Nada puede hacerse más eficaz para obtener de Dios la conversión de un pecador como ofrecer
por esa intención el santo sacrificio de la misa, rogando al mismo tiempo al Señor quite del corazón del pecador
los obstáculos para la obtención infalible de esa gracia.

b) Remite siempre, infaliblemente si no se le pone obstáculo, parte al menos de la pena temporal que había que
pagar por los pecados en este mundo o en el otro. De ahí que la santa misa aproveche también (D 940 Y 950).
El grado y medida de esta remisión depende de nuestras disposiciones. (4)

Consecuencias.-Ningún sufragio aprovecha tan eficazmente a las almas del purgatorio como la aplicación del
santo sacrificio de la misa. Y ninguna otra penitencia sacramental puede imponer los confesores a sus penitentes
cuyo valor satisfactorio pueda compararse de suyo al de una sola misa ofrecida a Dios. ¡Qué dulce purgatorio
puede ser para el alma la santa misa!

3º PETICIÓN. «Nuestra indigencia es inmensa; necesitaamos continuamente luz, fortaleza, consuelo. Todo esto
lo encontramos en la misa. Allí está, en efecto, Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo, yo soy el camino, yo
soy la verdad, yo soy la vida. Venid a mí los que sufrís, y yo os aliviaré. Si alguno viene a mí, no lo rechazaré»
(5).

Y Cristo se ofrece en la santa misa al Padre para obtenernos, por el mérito infinito de su oblación, todas las
gracias de vida divina que necesitamos. Allí está «siempre vivo intercediendo por nosotros» (Hebr 7, 25),
apoyando con sus méritos infinitos nuestras súplicas y peticiones. Por eso, la fuerza impetratoria de la santa misa
es incomparable. De suyo ex opere operato, infalible e inmediatamente mueve a Dios a conceder a los hombres
todas cuantas gracias necesiten, sin ninguna excepción; si bien la colación efectiva de esas gracias se mide por
el grado de nuestras disposiciones, y hasta puede frustrarse totalmente por el obstáculo voluntario que le pongan
las criaturas.

«La razón es que la influencia de una causa universal no tiene más límites que la capacidad del sujeto que la
recibe. Así, el sol alumbra y da calor lo mismo a una persona que a mil que estén en una plaza. Ahora bien: el
sacrificio de la misa, por ser sustancialmente el mismo que el de la cruz, es, en cuanto a reparación y súplica,
causa universal de las gracias de iluminación, atracción y fortaleza. Su influencia sobre nosotros no está, pues,
limitada sino por las disposiciones y el fervor de quienes las reciben. Así, una sola misa puede aprovechar tanto
a un gran número de personas como a una sola; de la misma manera que el sacrificio de la cruz aprovechó al
buen ladrón lo mismo que si por él solo se hubiese realizado. Cuanto es mayor la fe, confianza, religión y amor
con que se asiste a ella, mayores son los frutos que en las almas produce».

Al incorporarla a la santa misa, nuestra oración no solamente entra en el río caudaloso de las oraciones
litúrgicas –que ya le daría una dignidad y eficacia especial ex opere operantis Ecclesiae-, sino que se confunde
con la oración infinita de Cristo. El Padre le escucha siempre: «yo sé que siempre me escuchas» (Io 11, 42), y
en atención a El nos concederá a nosotros todo cuanto necesitemos.

Consecuencia. No hay novena ni triduo que se pueda comparar a la eficacia impetratoria de una sola misa.
¡Cuánta desorientación entre los fieles en torno al valor objetivo de las cosas! Lo que no obtengamos con la santa
misa, jamás lo obtendremos con ningún otro procedimiento. Está muy bien el empleo de esos otros
procedimientos bendecidos y aprobados por la Iglesia; es indudable que Dios concede muchas gracias a través
de ellos; pero coloquemos cada cosa en su lugar. La misa por encima de todo.

4° ACCIÓN DE GRACIAS. Los inmensos beneficios de orden natural y sobrenatural que hemos recibido de
Dios nos han hecho contraer para con El una deuda infinita de gratitud. La eternidad entera resultaría impotente
para saldar esa deuda si no contáramos con otros medios qué los que por nuestra cuenta pudiéramos ofrecerle.
Pero está a nuestra disposición un procedimiento para liquidarla totalmente con infinito saldo a nuestro favor: el
santo sacrificio de la misa. Por, ella ofrecemos al Padre un sacrificio eucarístico, o de acción de gracias, que
supera nuestra deuda, rebasándola infinitamente; porque es el mismo Cristo quien se inmola por nosotros y en
nuestro lugar da gracias a Dios por sus inmensos beneficios. Y, a la vez, es una fuente de nuevas gracias, porque
al bienhechor le gusta ser correspondido.

Este efecto eucarístico, o de acción de gracias, lo produce la santa misa por sí misma: siempre, infaliblemente, ex
opere operato, independientemente de nuestras disposiciones.

, puede ser más grato a Dios y útil al hombre; de ahí que deba ser ella la devoción por excelencia del cristiano.

3. Valor y frutos de la Misa

El valor de la Misa, tomado en sí mismo, considerando la Víctima ofrecida y el Oferente principal, que es
Jesucristo mismo, es infinito, tanto en la extensión como en la intensidad; si bien, en cuanto a la aplicación de
sus frutos, tiene siempre un valor limitado o finito.

La razón de esta limitación es, porque nosotros no somos capaces de recibir una gracia infinita, y, además porque
la Misa no es de mayor eficacia práctica que el Sacrificio de la Cruz, el cual, aunque de un valor infinito en sí
mismo considerado, fue y sigue siendo, en su aplicación, limitado. Así lo dispuso Jesucristo, para que de ésta
suerte se pudiese repetir frecuentemente este Sacrificio que es indispensable a la Religión, y también para
guardar el orden de la Providencia, que suele distribuir las gracias sucesiva y paulatinamente, no de una vez. De
ahí el poder, y aun la conveniencia, de ofrecer repetidas veces por una misma persona el Santo Sacrificio.
Los frutos de la Misa son los bienes que procura el Sacrificio, y son, con respecto al valor, lo que los efectos con
respecto a la causa. Tres son los frutos que emanan de la Misa

a) el fruto general, de que participan todos los fieles no excomulgados, vivos y difuntos, y especialmente los que
asisten a la Misa y toman en ella parte más activa;

b) el fruto especial, de que dispone el Sacerdote en favor de determinadas personas e intenciones, en pago de un
cierto “estipendio”; y

c) el fruto especialísimo, que le corresponde al Sacerdote como cosa propia y lo enriquece infaliblemente,
siempre que celebre dignamente.

Los frutos general y especialísimo se perciben sin especial aplicación, con sólo tener intención de celebrar la
Misa o asistir a ella, según la mente de la Iglesia; pero, para más interesarse en la Misa e interesar más a Dios en
nuestro favor, es muy conveniente proponerse cada vez algún fin determinado, en beneficio propio o del prójimo,
o de la Iglesia en general.

Para poder alcanzar el fruto especial es necesaria la aplicación expresa del celebrante, ya que él, como ministro
de Cristo, puede disponer libremente de ese fruto en favor de quien quisiere.
4. Aplicación de los frutos de la Misa

Los méritos infinitos e inmensos del Sacrificio Eucarístico no tienen límite y se extienden a todos los hombres
de cualquier lugar y tiempo, ya, que por él se nos aplica a todos la virtud salvadora de la Cruz. Sin embargo, el
rescate del mundo por Jesucristo no tuvo inmediatamente todo su efecto; éste se logrará cuando Cristo entre en
la posesión real y efectiva de las almas por Él rescatadas, lo que no sucederá mientras no tomen todas contacto
vital con el Sacrificio de la Cruz y les sean así trasmitidos y aplicados los méritos que de él se derivan. Tal es,
precisamente, la virtud del Sacrificio de la Misa: aplicar y trasmitir a todos y cada uno los méritos salvadores de
Cristo, sumergirlos en las aguas purificadoras de la Redención, que manan desde el Calvario y llegan hasta el
altar y hasta cada cristiano.

“Puede decirse -continúa Pío XII- que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de
salvación, que llenó con la sangre por Él vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en
ellos las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados y salvados”. Por eso es necesaria la
colaboración personal de todos los hombres en el tiempo y en el espacio, la que se efectúa por medio de la Misa
y de los Sacramentos, por los cuales hace la Iglesia la distribución individual del tesoro de la Redención a ella
confiado por su Divino Fundador. Por eso no puede faltar en el mundo la renovación del Sacrificio Eucarístico,
que actualiza e individualiza el de la Cruz.

5. La participación de los fieles en la Santa Misa

Es un deber y a la vez una dignidad -dice el Papa Pío XII- la participación del fiel cristiano en la Santa Misa.
Esta participación no debe ser pasiva y negligente, sino activa y atenta. Aún sin ser los fieles, sacerdotes -pues
de ninguna manera lo son-, ellos también ofrecen la Hostia divina de dos modos: primero, uniéndose íntimamente
con el sacerdote en ese Sacrificio común, por medio de las ofrendas, por el rezo de las oraciones oficiales, por
el cumplimiento de los ritos y por la Comunión sacramental; y segundo, inmolándose a sí mismos como víctimas.
A ello nos conduce toda la Liturgia de la Misa y a ello tiende la participación activa en la celebración de la
misma.
CAPÍTULO SEXTO
COMUNIÓN Y CULTO EUCARÍSTICO FUERA DE LA MISA

En la Carta Apostólica MANE NOBISCUM DOMINE del Sumo Pontífice Juan Pablo II al Episcopado, al Clero
y a los fieles para el Año de la Eucaristía, en el número 18 expresa que “Hace falta, en concreto, fomentar, tanto
en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de
Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de
comportarse. A este respecto, las normas recuerdan -y yo mismo lo he recordado recientemente- el relieve que
se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra,
es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo
respeto. La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez
mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos
de su corazón. “¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡” (Sal 33 [34],9).

Por su parte, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en el Año de la Eucaristía,
refiriéndose a la Instrucción Redemptionis Sacramentum, expresa que Hay que tener presentes:

v Los lugares de la celebración: iglesia, altar, ambón, sede…;

v La asamblea litúrgica: sentido y modalidad de su participación “plena, consciente, activa” (cf. Sc, 14);

v Las diferentes funciones: el sacerdote que actúa in persona christi, los diáconos, los demás ministerios y
servicios;

v La dinámica de la celebración: del pan de la palabra al pan de la eucaristía (cf. Ordo lectionum missae, 10);

v Los tiempos de la celebración eucarística: domingo, días festivos, año litúrgico;

v La relación entre la eucaristía y los demás sacramentos, sacramentales, exequias…

v La participación interior y exterior: en particular el respeto de los «momentos» de silencio;

v El canto y la música;

v La observancia de las normas litúrgicas;

v La comunión de los enfermos y el viático (cf. De sacra communione);

v La adoración al santísimo sacramento, la oración personal;

v Las procesiones eucarísticas.

Un examen de estos puntos sería especialmente aconsejable en el Año de la Eucaristía. Ciertamente, en la vida
pastoral de las diversas comunidades no se puede llegar con facilidad a metas más altas, pero es necesario tender
a ello. «Aunque el fruto de este Año fuera solamente avivar en todas las comunidades cristianas la celebración
de la misa dominical e incrementar la adoración eucarística fuera de la misa, este Año de gracia habría
conseguido un resultado significativo. No obstante, es bueno apuntar hacia arriba, sin conformarse con medidas
mediocres, porque sabemos que podemos contar siempre con la ayuda de Dios» (Mane nobiscum Domine, 29).

Por estas razones nos ha parecido oportuno, ofrecer en este apartado algunos puntos de la Introducción del ritual
de la sagrada comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la misa.

I. OBSERVACIONES GENERALES PREVIAS

1. Relaciones entre el culto eucarístico fuera de la Misa y la celebración de la eucaristía


1. La celebración de la Eucaristía es el Centro de toda la vida cristiana, tanto para la Iglesia universal como para
las asambleas locales de la misma Iglesia. Pues «los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios
eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada
Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo
que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres que de esta forma son
invitados y estimulados a ofrecerse a si mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con él»1.

2. Pero además «la celebración de la Eucaristía en el sacrificio de la misa es realmente el origen y el fin del culto
que se le tributa fuera de la misa».2 Porque Cristo, el Señor, que «se inmola en el mismo sacrificio de la misa
cuando comienza a estar sacramentalmente presente como alimento espiritual de los fieles bajo las especies de
pan y vino», también «una vez ofrecido el sacrificio, mientras la Eucaristía se conserva en las iglesias y oratorios
es verdaderamente el Emmanuel, es decir “Dios-con-nosotros”. Pues día y noche está en medio de nosotros,
habita con nosotros lleno de gracia y de verdad».3

3. Nadie debe dudar «que los cristianos tributan a este Santísimo Sacramento, al venerarlo, el culto de latría que
se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada en la Iglesia católica. Porque no debe dejar de
ser adorado por el hecho de haber sido instituido por Cristo, el Señor, para ser comido»4.

4. Para ordenar y promover rectamente la piedad hacia el Santísimo Sacramento de la Eucaristía hay que
considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración de la misa como en el culto de las
sagradas especies, que se conservan después de la misa para prolongar la gracia del sacrificio.5

2. Finalidad de la reserva de la eucaristía

5. El fin primero y primordial de la reserva de las sagradas especies fuera de la misa es la administración del
viático; los fines secundarios son la distribución de la comunión y la adoración de nuestro Señor Jesucristo
presente en el Sacramento. Pues la reserva de las especies sagradas para los enfermos ha introducido la laudable
costumbre de adorar este manjar del cielo conservado en las iglesias. Este culto de adoración se basa en una
razón muy sólida y firme: sobre todo porque a la fe en la presencia real del Señor le es connatural su
manifestación externa y pública. 6

6. En la celebración de la misa se iluminan gradualmente los modos principales según los cuales Cristo se hace
presente a su Iglesia: en primer lugar, está presente en la asamblea de los fieles congregados en su nombre; está
presente también en su palabra, cuando se lee y explica en la iglesia la Sagrada Escritura; presente también en
la persona del ministro; finalmente, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas. En este Sacramento,
en efecto, de modo enteramente singular, Cristo entero e íntegro, Dios y hombre, se halla presente substancial y
permanentemente. Esta presencia de Cristo bajo las especies «se dice real, no por exclusión, como si las otras
no fueran reales, sino por excelencia».7

Así que, por razón del signo, es más propio de la naturaleza de la celebración sagrada que la presencia eucarística
de Cristo, fruto de la consagración, y que como tal debe aparecer en cuanto sea posible, no se tenga ya desde el
principio por la reserva de las especies sagradas en el altar en que se celebra la misa.8

7. Renuévense frecuentemente y consérvense en un copón o vaso sagrado las hostias consagradas, en la cantidad
suficiente para la comunión de los enfermos y de otros fieles.9

8. Cuiden los pastores de que, a no ser que obste una razón grave, las iglesias en que, según las normas de
Derecho, se guarda la santísima Eucaristía, estén abiertas diariamente durante varias horas en el tiempo más
oportuno del día, para que los fieles puedan fácilmente orar ante el santísimo Sacramento.10

3. El lugar para la reserva de la eucaristía

9. El lugar en que se guarda la santísima Eucaristía sea verdaderamente destacado. Conviene que sea igualmente
apto para la adoración y oración privada, de modo que los fieles no dejen de venerar al Señor presente en el
Sacramento, aun con culto privado, y lo hagan con facilidad y provecho.

Lo cual se conseguirá más fácilmente cuando el sagrario se coloca en una capilla que esté separada de la nave
central del templo, sobre todo en las iglesias en que se celebran con frecuencia matrimonios y funerales y en los
lugares que son muy visitados, ya por peregrinaciones, ya por razón de los tesoros de arte y de historia.

10. La sagrada Eucaristía se reservará en un sagrario inamovible y sólido, no transparente, y cerrado de tal
manera que se evite al máximo el peligro de profanación. De ordinario en cada iglesia y oratorio haya un solo
sagrario, colocado en una parte de la iglesia u oratorio verdaderamente noble, destacada, convenientemente
adornada y apropiada para la oración.

Quien cuida de la iglesia u oratorio ha de proveer a que se guarde diligentísimamente la llave del sagrario en que
se reserva la santísima Eucaristía.11

11. La presencia de la santísima Eucaristía en el sagrario indíquese por el conopeo o por otro medio determinado
por la autoridad competente.

Ante el sagrado en el que está reservada la sagrada Eucaristía ha de lucir constantemente una lámpara especial,
con la que se indique y honre la presencia de Cristo.

Según la costumbre tradicional, y en la medida de lo posible, la lámpara ha de ser de aceite o de cera.12

4. Lo que corresponde a las conferencias episcopales

12. Corresponde a las Conferencias Episcopales, al preparar los Rituales particulares según la norma de la
Constitución sobre la sagrada liturgia,13 acomodar este titulo del Ritual Romano a las necesidades de cada
región, y una vez aceptado por la Sede Apostólica, empléese en las correspondientes regiones.

Por tanto será propio de las Conferencias Episcopales:

a) Considerar con detenimiento y prudencia qué elementos procedentes de las tradiciones de los pueblos (si las
hubiere) se pueden retener o introducir, con tal que se acomoden al espíritu de la sagrada liturgia; por tanto, es
propio de las Conferencias Episcopales proponer a la Sede Apostólica y, de acuerdo con ella, introducir las
acomodaciones que se estimen útiles o necesarias.

b) Preparar las versiones de los textos, de modo que se acomoden verdaderamente al genio de cada idioma y a
la índole de cada cultura, añadiendo quizá otros textos, especialmente para el canto, con las oportunas melodías.

II. LA SAGRADA COMUNIÓN FUERA DE LA MISA

1. Relaciones entre la comunión fuera de la misa y el sacrificio

13. La más perfecta participación en la celebración eucarística es la comunión sacramental recibida dentro de la
misa. Esto resplandece con mayor claridad, por razón del signo, cuando los fieles, después de la comunión del
sacerdote, reciben del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor.14

Por tanto, de ordinario, en cualquier celebración eucarística conságrese para la comunión de los fieles pan
recientemente elaborado.

14. Hay que procurar que los fieles comulguen en la misma celebración eucarística.

Pero los sacerdotes no rehusen administrar, incluso fuera de la misa, la sagrada comunión a los fieles cuando lo
piden con causa justa.15 Incluso conviene que quienes estén impedidos de asistir a la celebración eucarística de
la comunidad se alimenten asiduamente con la eucaristía, para que así se sientan unidos no solamente al sacrificio
del Señor, sino también unidos a la comunidad y sostenidos por el amor de los hermanos.

Los pastores de almas cuiden de que los enfermos y ancianos tengan facilidades para recibir la Eucaristía
frecuentemente e incluso, a ser posible, lodos los días., sobre todo en el tiempo pascual, aunque no padezcan una
enfermedad grave ni estén amenazados por el peligro de muerte inminente. A los que no puedan recibir la
Eucaristía bajo la especie de pan, es lícito administrársela bajo la especie de vino solo.16

15. Enséñese con diligencia a los fieles que también cuando reciben la comunión fuera de la celebración de la
misa se unen íntimamente al sacrificio con el que se perpetúa el sacrificio de la cruz y participan de aquel sagrado
convite en el que «por la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor el pueblo de Dios participa en los bienes
del sacrificio pascual, renueva la nueva Alianza entre Dios y los hombres, sellada de una vez para siempre con
la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre
anunciando la muerte del Señor “hasta que vuelva”».17
2. En qué tiempo se ha de administrar la comunión fuera de la misa

16. La sagrada comunión fuera de la misa se puede dar en cualquier día y a cualquier hora. Conviene, sin
embargo, determinar, atendiendo a la utilidad de los fieles, las horas para distribuir la sagrada comunión, para
que se realice una sagrada celebración más plena con mayor fruto espiritual de los fieles.

Sin embargo:

a) El Jueves Santo sólo puede distribuirse la sagrada comunión dentro de la misa; pero a los enfermos se puede
llevar la comunión a cualquier hora del día.

b) El Viernes Santo únicamente puede distribuirse la sagrada comunión durante la celebración de la Pasión del
Señor; a los enfermos que no pueden participar en esta celebración se puede llevar la sagrada comunión a
cualquier hora del día.

c) El Sábado Santo la sagrada comunión sólo puede darse como viático.18

3. El ministro de la sagrada comunión

17. Pertenece ante todo al sacerdote y al diácono administrar la comunión a los fieles que la pidan.19 Mucho
conviene, pues, que a este ministerio de su orden dediquen todo el tiempo preciso, según la necesidad de los
fieles.

También pertenece al acólito debidamente instituido, en cuanto ministro extraordinario, distribuir la sagrada
comunión cuando faltan un presbítero o diácono, o estén impedidos, sea por enfermedad, edad avanzada, o por
algún ministerio pastoral, o cuando el número de los fieles que se acercan a la sagrada mesa es tan numeroso
que se alargaría excesivamente la misa u otra celebración.20

El Ordinario del lugar puede conceder la facultad de distribuir la sagrada comunión a otros ministros
extraordinarios cuando sea necesario para la utilidad pastoral de los fieles y no se disponga ni de sacerdote ni de
diácono o acólito.21

4. El lugar para distribuir la comunión fuera de la misa

18. El lugar en que de ordinario se distribuye la sagrada comunión fuera de la misa es la iglesia o un oratorio en
que habitualmente se celebra o reserva la Eucaristía, o la iglesia, oratorio u otro lugar en que la comunidad se
reúne habitualmente para celebrar una asamblea litúrgica los domingos u otros días. Sin embargo, en otros
lugares, sin excluir las casas particulares, se puede dar la comunión, cuando se trata de enfermos, cautivos y
otros que sin peligro o grave dificultad no pueden salir.

5. Lo que se ha de observar al distribuir la sagrada comunión

19. Cuando se administra la sagrada comunión en la iglesia o en un oratorio, póngase el corporal sobre el altar
cubierto con un mantel; enciéndanse dos cirios como señal de veneración y de banquete festivo;22 utilícese la
patena.

Pero, cuando la sagrada comunión se administra en otros lugares, prepárese una mesa decente cubierta con un
mantel; ténganse también preparados los cirios.

20. El ministro de la sagrada comunión, si es presbítero o diácono, vaya revestido de alba, o sobrepelliz sobre el
traje talar, y lleve estola.

Los otros ministros lleven o un vestido litúrgico, quizá tradicional en la región, o un vestido que no desdiga de
este ministerio y que el Ordinario apruebe.

Para administrar la comunión fuera de la iglesia, llévese la Eucaristía en una cajita u otro vaso cerrado, con la
vestidura y el modo apropiado a las circunstancias de cada lugar.

21. Al distribuir la sagrada comunión consérvese la costumbre de depositar la partícula de pan consagrado en la
lengua de los que reciben la comunión, que se basa en el modo tradicional de muchos siglos.
Sin embargo, las Conferencias Episcopales pueden decretar, con la confirmación de la Sede Apostólica, que en
su jurisdicción se pueda distribuir también la sagrada comunión depositando el pan consagrado en las manos de
los lides, con tal que se evite el peligro de faltar a la reverencia o se dé lugar a que surjan entre los fieles ideas
falsas sobre la santísima Eucaristía.23

Por lo demás, conviene enseñar a los fieles que Jesucristo es el Señor y el Salvador y que se le debe a él, presente
bajo las especies sacramentales, el culto de latría o adoración, propio de Dios.24

En ambos casos, la sagrada comunión debe ser distribuida por el ministro competente, que muestre y entregue
al comulgante la partícula del pan consagrado, diciendo la fórmula: «El Cuerpo de Cristo», a lo que cada fiel
responde: «Amén.»

En lo que toca a la distribución de la sagrada comunión bajo la especie de vino, síganse fielmente las normas
litúrgicas.25

22. Si quedaran algunos fragmentos después de la comunión, recójanse con reverencia y pónganse en el copón,
o échense en un vasito con agua.

Igualmente, si la comunión se administra bajo la especie de vino, purifíquese con agua el cáliz o cualquier otro
vaso empleado para ese menester.

El agua utilizada en esas purificaciones, o bien se sume o se arroja en algún lugar conveniente.

6. Las disposiciones para recibir la sagrada comunión

23. La Eucaristía, que continuamente hace presente entre los hombres el misterio pascual de Cristo, es la fuente
de toda gracia y del perdón de los pecados. Sin embargo, los que desean recibir el Cuerpo del Señor, para que
perciban los frutos del sacramento pascual tienen que acercarse a él con la conciencia limpia y con recta
disposición de espíritu.

Además, la Iglesia manda «que nadie consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la
sagrada Eucaristía sin que haya precedido la confesión sacramental»26. Pero cuando concurre un motivo grave
y no hay oportunidad de confesarse, haga un acto de perfecta contrición con el propósito de confesar cuanto
antes todos los pecados mortales, que al presente no pueda confesar.

Pero los que diariamente o con frecuencia suelen comulgar, conviene que con la oportuna periodicidad, según
la condición de cada cual, se acerquen al sacramento de la penitencia.

Por los demás, los fieles miren también a la Eucaristía como remedio que nos libra de las culpas de cada día y
nos preserva de los pecados mortales; sepan también el modo conveniente de aprovecharse de los ritos
penitenciales de la liturgia, en especial de la misa.27

24. Los que van a recibir el Sacramento no lo hagan sin estar durante al menos una hora en ayunas de alimentos
y bebidas, a excepción del aria y de las medicinas.

El tiempo de ayuno eucarístico, o sea, la abstinencia de alimento o bebida no alcohólica, se abrevia a un cuarto
de hora aproximadamente para:

1) Los enfermos que residen en hospitales o en sus domicilios, aunque no guarden cama.

2) Los fieles de edad avanzada, que por su ancianidad no salen de casa o están en asilos.

3) Los sacerdotes enfermos, aunque no guarden cama, o de edad avanzada, lo mismo para celebrar misa que para
recibir la sagrada comunión.

4) Las personas que están al cuidado de los enfermos o ancianos, y sus familiares que desean recibir con ellos la
sagrada comunión, siempre que sin incomodidad no puedan guardar el ayuno de una hora.28

25. La unión con Cristo, a la que se ordena el mismo Sacramento, ha de extenderse a toda la vida cristiana, de
modo que los fieles de Cristo, contemplando asiduamente en la fe el don recibido, y guiados por el Espíritu
Santo, vivan su vida ordinaria en acción de gracias y produzcan frutos más abundantes de caridad.
Para que puedan continuar más fácilmente en esta acción de gracias, que de un modo eminente se da a Dios en
la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo
en oración 29.

III. VARIAS FORMAS DE CULTO A LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

79. Se recomienda con empeño la devoción privada y pública a la santísima Eucaristía, aun fuera de la misa, de
acuerdo con las normas establecidas por la autoridad competente, pues el sacrificio eucarístico es la fuente y el
punto culminante de toda la vida cristiana.

En la organización de tan piadosos y santos ejercicios, téngase en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que
vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo se deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo.30

80. Los fieles, cuando veneran a Cristo presente en el Sacramento, recuerdan que esta presencia proviene del
sacrificio y se ordena al mismo tiempo a la comunión sacramental y espiritual.

Así, pues, la piedad que impulsa a los fieles a adorar a la santa Eucaristía los lleva a participar más plenamente
en el misterio pascual y a responder con agradecimiento al don de aquel que por medio de su humanidad infunde
continuamente la vida en los miembros de su Cuerpo. Permaneciendo ante Cristo, el Señor, disfrutan de su trato
intimo, le abren su corazón por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo.
Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo sacan de este trato admirable un aumento de su
fe, su esperanza y su caridad. Así fomentan las disposiciones debidas que les permiten celebrar con la devoción
conveniente el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre.

Traten, pues, los fieles de venerar a Cristo en el Sacramento de acuerdo con su propio modo de vida. Y los
pastores en este punto vayan delante con su ejemplo y exhórtenlos con sus palabras.31

81. Acuérdense, finalmente, de prolongar por medio de la oración ante Cristo, el Señor, presente en el
Sacramento, la unión con él conseguida en la comunión y renovar la alianza que los impulsa a mantener en sus
obras, costumbres y en su vida la que han recibido en la celebración eucarística por la fe y el Sacramento.
Procurarán, pues, que su vida transcurra con alegría en la fortaleza de este alimento del cielo, participando en la
muerte y resurrección de Señor. Así, cada uno procure hacer buenas obras, agradar a Dios, trabajando por
impregnar al mundo del espíritu cristiano y también proponiéndose llegar a ser testigo de Cristo en todo momento
en medio de la sociedad humana.32

IV. LA EXPOSICIÓN DE LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

A) Observaciones previas

1. relaciones entre la exposición y la misa

82. La exposición de la santísima Eucaristía, sea en el copón, sea en la custodia, lleva a los fieles a reconocer en
ella la maravillosa presencia de Cristo y les invita a la unión de corazón con él, que culmina en la comunión
sacramental. Así promueve adecuadamente el culto en espíritu y en verdad que le es debido.

Hay que procurar que en tales exposiciones el culto del Santísimo Sacramento manifieste, aun en los signos
externos, su relación con la misa. En el ornato y en el modo de la exposición evítese cuidadosamente lo que
pueda oscurecer el deseo de Cristo, que instituyó la Eucaristía ante todo para que fuera nuestro alimento, nuestro
consuelo y nuestro remedio.33

83. Se prohíbe la celebración de la misa durante el tiempo en que está expuesto el Santísimo Sacramento en la
misma nave de la iglesia u oratorio.
Pues, aparte de las razones propuestas en el número 6, la celebración del misterio eucarístico incluye de una
manera más perfecta aquella comunión interna a la que se pretende llevar a los fieles con la exposición.

Si la exposición del Santísimo Sacramento se prolonga durante uno o varios días, debe interrumpirse durante la
celebración de la misa, a no ser que se celebre en una capilla o espacio separado del lugar de la exposición y
permanezcan en adoración por lo menos algunos fieles.34

2. Normas que se han de observar en la exposición

84. Ante El Santísimo Sacramento, ya reservado en el sagrario, ya expuesto para la adoración pública, sólo se
hace genuflexión sencilla.

85. Para la exposición del Santísimo Sacramento en la custodia se encienden cuatro o seis cirios de los usuales
en la misa, y se emplea el incienso. Para la exposición en el copón enciéndanse por lo menos dos cirios; se puede
emplear el incienso.

1) Exposición prolongada

86. En las iglesias y oratorios en que se reserva la Eucaristía, se recomienda cada año una exposición solemne
del Santísimo Sacramento, prolongada durante algún tiempo, aunque no sea estrictamente continuado, a fin de
que la comunidad local pueda meditar y adorar más intensamente este misterio.

Pero esta exposición se hará solamente si se prevé una asistencia conveniente de fieles.35

87. En caso de necesidad grave y general, el Ordinario del lugar puede ordenar preces delante del Santísimo
Sacramento, expuesto durante algún tiempo más prolongado, y que debe hacerse en aquellas iglesias que son
más frecuentadas por los lieles.36

88. Donde, por falta de un número conveniente de adoradores, no se puede tener la exposición sin interrupción,
está permitido reservar el Santísimo Sacramento en el sagrario, en horas determinadas y dadas a conocer, pero
no más de dos veces al día; por ejemplo, a mediodía y por la noche.

Esta reserva puede hacerse de modo más simple; el sacerdote o el diácono, revestido de alba (o de sobrepelliz
sobre traje talar) y de estola, después de una breve adoración, hecha la oración con los fieles, devuelve el
Santísimo Sacramento al sagrario. De mismo nodo, a la hora señalada se hace de nuevo la exposición.37

2) Exposición breve

89. Las exposiciones breves de Santísimo Sacramento deben ordenarse de tal manera que, antes de la bendición
con el Santísimo Sacramento, se dedique un tiempo conveniente a la lectura de la palabra de Dios, a los cánticos,
a las preces y a la Oración en silencio prolongada durante algún tiempo.

Se prohíbe la exposición tenida únicamente para dar la bendición. 38

3) La adoración en las comunidades religiosas

90. A las comunidades religiosas y otras piadosas asociaciones que, según las Constituciones o normas de su
Instituto, tienen la adoración perpetua o prolongada por largo tiempo, se las recomienda con empeño que
organicen esta piadosa costumbre según el espíritu de la sagrada liturgia, de forma que, cuando la adoración ante
Cristo, el Señor, se tenga con participación de toda la comunidad, se haga con sagradas lecturas, cánticos y algún
tiempo en silencio, para fomentar más eficazmente la vida espiritual de la comunidad. De esta manera se
promueve entre los miembros de la casa religiosa el espíritu de unidad y fraternidad de que es signo y realización
la Eucaristía y se practica el culto debido al Sacramento de forma más noble.

También se ha de conservar aquella forma de adoración, muy digna de alabanza, en que los miembros de la
comunidad se van turnando de uno en uno, o de dos en dos. Porque también de esta forma, según las normas del
Instituto aprobadas por la Iglesia, ellos adoran y ruegan a Cristo, el Señor, en el Sacramento, en nombre de toda
la comunidad y de la Iglesia.

3. El ministro de la exposición de la santísima eucaristía


91. El ministro ordinario de la exposición del Santísimo Sacramento es el sacerdote o el diácono, que al final de
la adoración, antes de reservar el Sacramento, bendice al pueblo con el mismo Sacramento.

En ausencia del sacerdote o diácono, o legítimamente impedidos, pueden exponer públicamente la santísima
Eucaristía a la adoración de los fieles y reservarla después, el acólito u otro ministro extraordinario de la sagrada
comunión, o algún otro autorizado por el Ordinario del lugar.

Todos éstos pueden hacer la exposición abriendo el sagrado, o también, si se juzga oportuno, poniendo el copón
sobre el altar, o poniendo la hostia en la custodia. Al final de la adoración guardan el Sacramento en el sagrario.
No les es licito, sin embargo, dar la bendición con el Santísimo Sacramento.

92. El ministro, si es sacerdote o diácono, revístase del alba (o la sobrepelliz sobre el traje talar) y de la estola de
color blanco.

Los otros ministros lleven o la vestidura litúrgica tradicional en el país, o un vestido que no desdiga de este
sagrado ministerio y que el Ordinario apruebe.

Para dar la bendición al final de la adoración, cuando la exposición se ha hecho con la custodia, el sacerdote y
el diácono pónganse además la capa pluvial y el velo humeral de color blanco; pero si la bendición se da con el
copón, basta con el velo humeral.

B) Las procesiones eucarísticas

101. El pueblo cristiano da testimonio público de fe y piedad religiosa hacia el Santísimo Sacramento con las
procesiones en que se lleva la Eucaristía por las calles con solemnidad y con cantos,

Corresponde al Obispo diocesano juzgar sobre la oportunidad, en las circunstancias actuales, acerca del tiempo,
lugar y organización de tales procesiones, para que se lleven a cabo con dignidad y sin desdoro de la reverenda
de debida a este Santísimo Sacramento.39

102. Entre las procesiones eucarísticas adquiere especial importancia y significación en la vida pastoral de la
parroquia o de la ciudad la que suele celebrarse todos los años en la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de
Cristo, o en algún otro día más oportuno, Cercano a esta solemnidad. Conviene, pues, que, donde las
circunstancias actuales lo permitan y verdaderamente pueda ser signo colectivo de fe y de adoración, se conserve
esta procesión de acuerdo con las normas del derecho.

Pero si se trata de grandes ciudades, y la necesidad pastoral así lo aconseja, se puede, a juicio del Obispo
diocesano, organizar otras procesiones en las barriadas principales de la ciudad. Pero donde no se pueda celebrar
la procesión en la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, conviene que se tenga otra celebración pública
para toda la ciudad o para sus barriadas principales en la iglesia catedral o en otros lugares oportunos.

103. Conviene que la procesión con el Santísimo Sacramento se celebre a continuación de la misa, en la que se
consagre la hostia que se ha de trasladar en la procesión. Sin embargo, nada impide que la procesión se haga
después de la adoración pública y prolongada que siga a la misa.

104. Las procesiones eucarísticas organícense según los usos de la región, ya en lo que respeta al ornato de
plazas y calles, ya en lo que toca a la participación de los fieles. Durante el recorrido, según lo aconseje la
costumbre y el bien pastoral, pueden hacerse algunas estaciones o paradas, aun con la bendición eucarística. Sin
embargo, los cantos y oraciones que se tengan ordénense a que todos manifiesten su fe en Cristo y se entreguen
solamente al Señor.

C) Los congresos eucarísticos

109. Los Congresos eucarísticos, que en los tiempos modernos se han introducido en la vida de la Iglesia como
peculiar manifestación del culto eucarístico, se han de mirar como una statio, a la cual alguna comunidad invita
a toda la Iglesia local, o una Iglesia local invita a otras Iglesias de la región o de la nación, o aun de todo el
mundo, para que todos juntos reconozcan más plenamente el misterio de la Eucaristía bajo algún aspecto
particular y lo veneren públicamente con el vínculo de la caridad y de la unión.

Conviene que tales Congresos sean verdadero signo de fe y caridad por la plena participación de la Iglesia local
y por la significativa aportación de las otras Iglesias.
110. Háganse los oportunos estudios, ya en la Iglesia local ya en las otras Iglesias, sobre el lugar, temario y el
programa de actos del Congreso que se vaya a celebrar, para que se consideren las verdaderas necesidades y se
favorezca el progreso de los estudios teológicos y el bien de la Iglesia local. Para este trabajo de investigación
búsquese el asesoramiento de los teólogos, escrituristas, liturgistas y pastoralistas, sin olvidar a los versados en
las ciencias humanas.

111. Para preparar un Congreso se ha de hacer sobre todo:

a) Una catequesis más profunda y acomodada a la cultura de los diversos grupos humanos acerca de la Eucaristía,
principalmente en cuanto constituye el misterio de Cristo viviente y operante en la Iglesia.

b) Una participación más activa en la sagrada liturgia, que fomente al mismo tiempo la escucha religiosa de la
palabra de Dios y el sentido fraterno de la comunidad.40

c) Una investigación de las ayudas y la puesta en marcha de obras sociales para la promoción humana y para la
comunicación cristiana de bienes incluso temporales, a ejemplo de la primitiva comunidad cristiana,41 para que
el fermento evangélico se difunda desde la mesa eucarística por todo el orbe como fuerza de edificación de la
sociedad actual y prenda de la futura.42

112. Criterios para organizar la celebración de un Congreso eucarístico:43

a) La celebración de la Eucaristía sea verdaderamente el Centro y la culminación a la que se dirijan todos los
actos y los diversos ejercicios de piedad.

b) Las celebraciones de la palabra de Dios, las sesiones catequéticas y otras reuniones públicas tiendan sobre
todo a que el tema propuesto se investigue con mayor profundidad, y se propongan con mayor claridad los
aspectos prácticos a fin de llevarlos a efecto.

c) Concédase la oportunidad de tener ya las oraciones comunes, ya la adoración prolongada, ante el Santísimo
Sacramento expuesto, en determinadas iglesias que se juzguen más a propósito para este ejercicio de piedad.

d) En cuanto a organizar una procesión, en que se traslade al Santísimo Sacramento con himnos y preces públicas
por las calles de la ciudad, guárdense las normas para las procesiones eucarísticas, mirando a las condiciones
sociales y religiosas del lugar (cf. núms. 101- 104).

1 Concilio Vaticana II, Decreto Presbyterarum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, núm. 5.

2 Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 3, e: AAS 59 (1967), p. 542.

3 Ibid., núm. 3, b: 1. c. p. 541; PABLO VI, Encíclica Mysterium fidei, prope finem: AAS 57 (1965), p. 771.

4 Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium núm. 3, f: AAS 59 (1967), p. 543.

5 Cf. ibid., núm. 3, g: 1. c., p. 543.

6 Cf. ibid., núm. 49: 1. c., pp. 566- 567.

7 PABLO VI, Encíclica Mysterium fidei: AAS 57 (1965), p. 764; cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción
Eucharisticum mysterium, núm. 9: AAS 59 (1967), p. 547.

8 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 55: AAS 59 (1967), pp. 568-
569.

9 Cf. Ordenación general del Misal Romana, núms. 285 y 292.

10 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 51: AAS 59 (1967), p. 567;
Código de Derecho Canónico, can. 937.

11 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núms. 52- 53: AAS 59 (1967),
pp. 567- 568; Código de Derecho Canónico, can. 938.
12 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 57: AAS 59 (1967), p. 569;
Código de Derecho Canónico, can. 940.

13 Núm. 63, b.

14 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm., 55.

15 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 33, a: AAS 59 (1967),
pp.559- 560.

16 Cf. ibid., núms. 40- 41: 1.c., pp. 562- 563.

17 Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 3, a: AAS 59 (1967), pp. 541-
542.

18 Cf. Missale Romanum, edic. típica 1979: Misa vespertina de la Cena del Señor, p. 243; Celebración de la
Pasión del Señor, p. 250, núm. 3; Sábado Santo, p. 265.

19 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 31: AAS 59 (1967), pp. 557-
558.

20 Cf. PABLO VI, Carta apostólica Ministerio quaedam, de 15 de agosto de 1972, núm. VI: AAS 64 (1972), p.
532.

21 Cf. Sagrada Congregación de la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immensae caritatis, de 29 de


enero de 1973, 1, I y II: AAS 65 (1973), pp. 265- 266.

22 Cf. Ordenación general del Misal Romano, núm. 269.

23 Cf. Sagrada Congregación para el Culto divino, Instrucción Memoriale Domini, de 29 de mayo de 1969: AAS
61 (1969), pp. 541- 545.

24

Cf. Sagrada Congregación de la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immensae caritatis, de 29 de enero
de 1973, núm. 4: AAS 65 (1973), p. 270.

25 Cf. Ordenación general del Misal Romano, núm. 242; Sagrada Congregación para el Culto Divino,
Instrucción Sacramentali Communione, núm. 6, de 29 de junio de 1970: AAS 62 (1970), pp. 665- 666.

26 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIII, Decretum de Eucharistia, 7: OS 1646- 1647; ibid, Sesión XIV, Cananas
de sacramenta Paenitentiae, 9: OS 1709; Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normae pastorales
circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam, de 16 de junio de 1972, proemio y núm. VI:
AAS 64 (1972), pp, 510 y 512.

27 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 35: AAS 59 (1967), p. 569.

28 Cf. Sagrada Congregación de la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immensae caritatis de 29 de enero
de 1973, núm. 3: AAS 65 (1973), p. 269.

29 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 38: AAS 59 (1967), p. 562.

30 Cf. ibid, núm., 58: 1. c. p. 569.

31 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 50: AAS 59 (1967), p. 567.

32 Cf. ibid., núm. 13: 1.c., p. 549.

33 Cf. ibid., núm. 60: 1.c., p. 570.

34 Cf. ibid, núm. 61: 1. c., pp. 570- 571.


35 Cf. ibid,, núm. 63: 1. c., p. 571.

36 Cf. ibid,, núm., 64: 1. c., p. 572.

37 Cf. ibid, núm. 65: 1. c., p. 572.

38 Cf. ibid., núm. 66: 1. c., p. 572.

39 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 59. AAS 59 (1967), p. 570.

40 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núms. 41- 52;
Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 26.

41 Cf. Hch 4, 32.

42 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 47; Decreto
Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, núm. 15.

43 Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, núm. 67 AAS 59 (1967), pp. 572-
573.
CAPÍTULO SÉPTIMO
LA LITURGIA, PRESENCIA ESPECIAL DE CRISTO

Para realizar esta obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica
(SC 7). Cristo está también presente en los pobres, en la acción misionera, en los signos de los tiempos, etc.

El Concilio afirma la presencia de Cristo en cinco momentos litúrgicos:

ü La presencia de Cristo en la asamblea reunida en su nombre

ü La presencia de Cristo en la Palabra proclamada

ü La presencia de Cristo en el sacrificio eucarístico

ü La presencia de Cristo en los demás sacramentos

ü La presencia de Cristo cuando la Iglesia ora y suplica

El concilio Vaticano II, en su constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium enseña que “Cristo está
siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en
la persona del ministro, ‘ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció
en la cruz’ (Trento), sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos,
de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza (S. Agustín). Está presente en su palabra, pues
cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia
suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos’” (Mt 18,20).

Pablo VI, en su encíclica Mysterium fidei, hace una enumeración semejante de los modos de la presencia de
Cristo, añadiendo: está presente a su Iglesia “que ejerce las obras de misericordia», a su Iglesia ‘que predica’,
“que rige y gobierna al pueblo de Dios” (19-20). Y más adelante: “Pero es muy distinto el modo, verdaderamente
sublime, con el que Cristo está presente a su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía… Tal presencia se llama
real no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y
sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro” (21-22; Ritual
6).

En el centro está la presencia de Cristo en la Eucaristía. Esta fe en la Eucaristía se nutre de la meditación de la


Palabra de Dios. La adoración es un medio de dejarse penetrar por el amor de Cristo. Y esta oración se inspira
de la santa Misa. De aquí se desprende la urgente necesidadde orar según el método de los cuatro fines del
Sacrificio, con el propósito de hacer revivir, en el culto eminente de la Eucaristía, todos los misterios de la vida
de nuestro Señor, en atención y docilidad con el Espíritu santo, para progresar a los pies del Señor en el
recogimiento y la virtud del santo amor… Así lo expresa en las Constituciones, no. 15-17, san Pedro Julián
Eymard.

1. Presencia de Cristo en la asamblea reunida en su nombre

La asamblea litúrgica se reune en nombre de Cristo: “en el nombre del Padre”; con su nombre nos saludamos:
“el Señor esté con vosotros”; por su nombre nos dirigimos al Padre: “por Nuestro Señor Jesucristo…”.

Cristo está presente en el signo de la asamblea reunida en su nombre (Mt 18,20). La asamblea hace presente a
Cristo entre los suyos. Descubrir y experimentar esta presencia real es tarea de cada uno de los participantes en
la celebración litúrgica.

“Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro… sea, sobre todo, bajo las especies
eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo
quien bautiza. Está presente en su palabra, pues, cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien
habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están
dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)” (Cfr. SC 7).
2. Presencia de Cristo en la Palabra proclamada

El Concilio Vaticano II afirma la presencia de Cristo en la Palabra cuando enseña: “Está presente en su Palabra,
pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla” (CS 7).

Cristo sigue anunciando el Evangelio (cf. DV 25) y El mismo, por su Palabra, se hace presente en medio de los
fieles (OGMR 33).

Siempre Cristo está presente en su Palabra y, realizando el misterio de la salvación, santifica a los hombres y
tributa al Padre el culto perfecto (cf. OLM 4). Cristo, por medio de su presencia da a la Palabra la eficacia
salvífica.

3. Presencia de Cristo en el sacrificio eucarístico

Cristo está presente en la persona del ministro y actúa por medio de él en el orden del signo. El ministro actúa
“representando” al mismo Cristo. Con todo, hay que decir que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza
(S. Agustín: SC 7), cuando alguien ofrece el sacrificio, es Cristo quien lo ofrece ofreciéndose. El ministro es
como la mediación concreta de Cristo Mediador. No es el ministro quien transforma el pan en el Cuerpo de
Cristo, ni quien nos santifica o nos salva, sino Cristo en la fuerza del Espíritu.

Cristo está presente bajo las especies de pan y de vino, presencia real, verdadera y sustancial. Sólo aceptando un
cambio sustancial se comprende la presencia de Cristo en la Eucaristía y sólo desde ahí puede entenderse
plenamente la nueva significación. Mientras en los otros sacramentos los elementos materiales (agua, aceite,
etc.) no cambian su identidad real ni se transforman ontológicamente, en cambio en la Eucaristía se da este
cambio misterioso, en el que Cristo se hace presente.

4. Presencia de Cristo en los sacramentos

La Liturgia es el sacramento global de la salvación estrechamente vinculado con Cristo y con la Iglesia.

La Liturgia realiza el misterio de Cristo al realizarse a sí misma como memorial y sacramento de tal misterio.
Cristo está presente en los sacramentos por el dinamismo del Espíritu Santo que santifica y lleva a término la
obra salvífica. La presencia de Cristo en los sacramentos no es sustancial como lo es la presencia eucarística.

5. La presencia de Cristo cuando la Iglesia ora y suplica

La oración de Jesús es algo que implica y compromete a toda la humanidad, pues toda ella está presente y se
expresa en Cristo; a través de su voz, la humanidad entera ora y canta, da gracias e intercede: Cristo une así a la
comunidad entera de los hombres y la asocia así en el canto de este himno de alabanza (cf. SC 83).

La prolongación y continuidad de la oración de Cristo en su Iglesia tiene como fundamento la misteriosa


configuración de todos los bautizados al que es Cabeza del cuerpo eclesial. Donde está la cabeza está también
el cuerpo y donde está el cuerpo está también la cabeza. Por eso, en la oración celeste de Cristo al Padre está
misteriosa-mente presente la Iglesia. Del mismo modo, en la oración de los miembros del Cuerpo de Cristo, que
es la Iglesia, está presente El; la voz de la Esposa es también la voz del Esposo que glorifica al Padre en el
Espíritu Santo. Así se comprende esta misteriosa identificación entre la oración de Cristo y de la Iglesia. San
Agustín decía: “Cristo ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros” (OLGH 7).

6. Exigencias pastorales

Reconocer al Señor, ser capaces de descubrir a Cristo en los hermanos reunidos en asamblea celebrativa, en la
Palabra y en la oración eclesial.

La presencia de Cristo es una presencia de autodonación y pide ser acogida y recibida por el sujeto participante,
e implica una reciprocidad. Es necesaria una fe profunda para saber acoger al Señor presente bajo los signos
litúrgicos.
CAPÍTULO OCTAVO
MINISTERIOS Y EL EQUIPO DE LITURGIA

Para que exista una participación activa y plena, deben existir unos ministerios. Ministerio quiere decir
servicio. Así como Cristo “no vino a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28), la Iglesia, sacramento y
señal de Cristo, es toda ella ministerial. Existe para servir. Por ello debe manifestarlo en todas sus
actividades. Con más razón en la liturgia, ya que es la epifanía de la Iglesia.

Los ministerios existen para el bien y el servicio de la comunidad, por voluntad de Cristo y, luego, por
evolución y necesidades de la misma celebración. No existen como consecuencia de una estrategia
o una táctica para organizar mejor las celebraciones. Los ministerios son esenciales a la Iglesia (1 Co
14, 5; Ef 4, 12).

Por todo ello, actualmente, nos encontramos con la siguiente diversidad de ministerios:

• Ministerios ordenados: obispo, presbítero y diácono.

• Ministerios instituidos (Se llaman a éstos ministerios instituidos porque los llamó así Pablo VI al
reformar y suprimir las llamadas “órdenes menores” (subdiaconado, ostiario, etc.): lector y acólito.

• Ministerios de hecho: Se llaman a los ministerios que ejercen laicos y laicas de manera estable o
simplemente ocasional.

1. Ministerios de hecho

Como los ministerios ordenados e instituidos sólo se pueden encomendar a varones, algunas
diócesis, han constituido ‘laicos con misión pastoral’, tanto para hombres como para mujeres. Estos
asumen de una forma más o menos estable el encargo de servicios para el bien de la comunidad, en
coordinación con los ministros ordenados.

Los ministerios litúrgicos de hecho pueden estar:

• Al servicio de la asamblea (SC 29; OGMR 68).

– Personas encargadas de la limpieza y ornamentación, del los vestidos litúrgicos y de los vasos
sagrados, etc.

– Los encargados de la acogida y del orden en la celebración. La cogida es un aspecto importante.


No digamos el orden en la misa con niños, por ejemplo.

– El monitor de la asamblea.

• Al servicio de la Palabra de Dios.

– El lector no instituido (SC 9; OGMR 66).

– El salmista (OGMR 36; 67; 90; 313).

• Al servicio del altar y del ministro ordenado.

– El acólito no instituido (SC 29; OGMR 66).

– El ministro extraordinario de la comunión (OGMR 68).

– El maestro de ceremonias (OGMR 69).

• Al servicio del canto y de la música (SC 29; OGMR 63-64; 78; 90; 274; 313).
– Los cantores.

– El director del canto de la asamblea.

– El organista y los restantes músicos.

• Otros ministerios

– Los padrinos del bautismo y de la confirmación. Así los nombran los rituales del bautismo y de la
confirmación.

– Los catequistas.

– Los que dirigen la plegaria.

2. La asamblea necesita ministerios

Estos ministerios deben tener carta de naturaleza en todas las comunidades parroquiales, es decir,
deben existir en toda asamblea litúrgica de forma estable y no puramente ocasional. Es mejor siempre
personas encargadas de los distintos servicios, que no buscar para cada celebración entre los
asistentes algunos para desempeñar dichas funciones. La estabilidad supone preparación y el hacerlo
mejor.

Los ministerios refuerzan la eclesialidad de la celebración litúrgica. Una celebración es manifestación


de la Iglesia. Si sólo aparece el sacerdote que lo hace todo estamos manifestando que la Iglesia es
de uno solo.

El equipo de liturgia

Para toda esta organización de los ministerios es necesario el equipo litúrgico o la comisión de liturgia.

Afortunadamente son muchos los grupos cristianos y las comunidades que cuentan con unas
personas que se reúnen para preparar la Eucaristía y los sacramentos. Pero pueden agotarse por
falta de perseverancia o por cansancio.

Un equipo de liturgia es un instrumento de primer orden para garantizar no sólo la buena imagen y la
marcha de una celebración, sino también para la pastoral de la liturgia y de los sacramentos.

Para darle estabilidad y prestancia al equipo litúrgico debe tener presencia asegurada en el consejo
pastoral de la parroquia.

Aunque los documentos oficiales no hablan de comisión de liturgia o de equipo litúrgico, está
contemplado en la Ordenación General del Misal Romano. Dice así:

“La preparación efectiva de cada celebración litúrgica hágase con ánimo concorde entre todos
aquellos a quienes atañe, tanto en lo que toca al rito como al aspecto pastoral y musical, bajo la
dirección del rector de la Iglesia, y oído también el parecer de los fieles” (OGMR 73).

Teniendo en cuenta este texto hacemos estas consideraciones:

• La preparación de las celebraciones litúrgicas debe hacerse por todas aquellas personas que han
de intervenir en ellas (monitor, lector, cantores, etc.), incluyendo los mismos fieles. Por tanto, las
diversas personas que ejercen las diversas funciones deben formar el equipo litúrgico y, a poder ser
con algunos representantes de los fieles.

• La preparación debe mirar estos tres aspectos:

– el aspecto ritual, es decir, el desarrollo y el ritmo de la celebración, los signos, etc.

– el aspecto pastoral: en la clave de evangelización, la unidad culto-vida, la incidencia de la liturgia


en la espiritualidad, etc.
– el aspecto musical, los cantos e instrumentos.

• El equipo debe estar en coordinación con el rector o el presidente de la asamblea litúrgica. Esta
coordinación es indispensable y constituye también un servicio para el bien de todos. El presidente
no puede abandonar en manos del equipo su responsabilidad y su ministerio, él debe estar, a ser
posible, en la preparación. Mucho más si se trata de un equipo de reciente creación.

• El texto habla también de ánimo concorde. Quiere decir con sentido de cooperación y unidad. Este
ánimo concorde no es sólo una condición previa para el trabajo en equipo, sino también meta que se
ha de ir perfeccionando cada día.

• Y aunque no se diga expresamente en el texto es evidente que todo esto necesita personas
preparadas y competentes. Esta preparación se entiende como preparación

– técnica en los lectores y cantores,

– pastoral, sensibilidad a los problemas de los fieles y de la Iglesia,

– litúrgica, conocimiento y vida para celebrar el misterio de la salvación.

Veamos los consejos que nos da la Ordenación General del Misal Romano:

“La eficacia pastoral de la celebración aumentará, sin duda, si se saben elegir, dentro de lo que cabe,
los textos apropiados, lecciones, oraciones y cantos que mejor respondan a las necesidades y a la
preparación espiritual y modo de ser de quienes participan en el culto.

El sacerdote, al preparar la misa, mirará más bien el bien espiritual de la asamblea que a sus
necesidades preferidas. Tenga además presente que una elección de este tipo estará bien hacerla
de común acuerdo con los que ofician con él y con los demás, que habrán de tomar parte en la
celebración, sin excluir a los mismos fieles en la parte que a ellos más directamente les corresponde.

Y puesto que las combinaciones elegibles son tan diversas (?), es menester que, antes de la
celebración, el diácono, los lectores, el salmista, el cantor, el comentarista y el coro, cada uno por su
parte sepa claramente qué textos le corresponden y nada se deje a la improvisación. En efecto, la
armónica sucesión y ejecución de los ritos contribuye muchísimo a disponer el espíritu de los fieles a
la participación eucarística (OGMR 313).

3. ¿Qué es un equipo parroquial de liturgia?

Equipo de liturgia o comisión de liturgia es un grupo constituido por personas creyentes que prestan
generosamente su servicio a la comunidad en su aspecto celebrativo.

Como nos dice el Concilio, están en orden a “trabajar para que florezca el sentido comunitario
parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa parroquial” (SC 42).

Su función es, en general, animar la vida litúrgica parroquial-sectorial, es decir, preparar las
celebraciones en todos los aspectos: ambientación, cantos, moniciones, homilía,…

Motivos para constituir una comisión de liturgia

Toda parroquia-sector tendría que contar con un grupo de cristianos que ejerciendo su función de
pueblo sacerdotal (1 Pe 2, 9) colaborara con los sacerdotes (presidentes de las celebraciones) o en
su ausencia ellos mismos colaboraran en la tarea de cuidar y alentar la vida litúrgica de la comunidad.

Las razones son claras:

• Lo mismo que la celebración no puede descansar sobre una sola persona, porque es celebración
de toda la Iglesia, tampoco su animación.

• Las celebraciones litúrgicas expresan y manifiestan la Iglesia tal como es: El Cristo total, cabeza y
miembros, un cuerpo con miembros (VQA 4. 9. 10).
• “Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia” (SC 26). Esto
debe expresarse. Esta expresión no será viva, si no es significativa, si no se ejercita también en la
preparación.

• El mismo Misal señala que “la preparación de cada celebración litúrgica se haga con ánimo concorde
entre todos aquellos a quienes atañe, tanto en lo que toca al rito como al aspecto pastoral y musical,
bajo la dirección del rector de la Iglesia, y oído también el parecer de los fieles en lo que a ellos
directamente les atañe” (OGMR 73; cfr. 313).

Todas estas razones exigen, por tanto, un equipo, que sea responsable, activo y capacitado. El
número dependerá de la parroquia o sector. El sector necesitará bastantes (12-15) personas. En una
parroquia pequeña tal vez sean suficientes dos o tres.

4. Proceso de constitución

En la actualidad no existe normativa oficial alguna que determine cómo crear o constituir un equipo
de animación litúrgica en una comunidad parroquial-sectorial.

Los existentes han surgido de las necesidades y posibilidades concretas de cada comunidad. Cada
grupo sabe su historia con sus gozos y sufrimientos.

El equipo no se constituye de la noche a la mañana. Tiene un proceso largo y paciente de constitución,


de organización, de funcionamiento y, sobre todo, de formación que debe respetarse, pero a la vez
impulsar.

Pasos de este proceso:

• Normalmente, en primer lugar, aparecen unas personas que comienzan a hacer las lecturas o las
moniciones que prepara el sacerdote. Es el embrión.

• Si se fija una reunión quincenal o semanal el grupo se consolida.

• En estas reuniones se explica lo que hacen, por qué lo hacen, y así, servirán dichas reuniones para
formar un grupo denominado grupo de liturgia.

• Al principio el sacerdote les facilitará las hojas litúrgicas con todo el material preparado. Después de
unos años de trabajo, ellos mismos podrán si desean elaborar sus propias moniciones.

• Una vez que hemos llegado a este momento se puede planificar el siguiente curso.

• Leído y comentado, se procede a elegir objetivos y actividades para el curso siguiente (ver cuadro).

• Entre los objetivos del curso siguiente es necesario proponer el objetivo de la formación. Este
objetivo debe concretarse señalando los temas para el estudio.

• A medida que pasa el tiempo, el equipo va madurando como grupo. Al mismo tiempo debe crecer
su capacidad de trabajo en equipo y de diálogo, en fe y oración, en estudio y en formación.

En resumen, el equipo o la comisión de liturgia parroquial se constituirá desde el momento en que


pasan de ser personas voluntarias que van a la sacristía dispuestas a hacer las moniciones y las
lecturas a ser un grupo que se preocupa de la dinámica de las celebraciones; de ser personas sin
opinión a ser un equipo que dialoga previamente entre sí y juntos todos, presidente, monitor, cantor
y lectores, determinar todo lo relacionado a la liturgia: qué canto es el más adecuado, qué sentido
hay que dar a las moniciones,…

CUADRO PARA PROGRAMAR UN CURSO

OBJETIVOS GENERALES

• Formarse litúrgicamente en los sacramentos.


• Animar las celebraciones parroquiales.

• Cooperar ejerciendo la dignidad de bautizados.

OBJETIVOS ESPECÍFICOS (elegir o proponer otros para un curso)

• Formarse en el significado de la Eucaristía.

• Relación entre Eucaristía e Iglesia.

• Qué son símbolos; símbolos de la Eucaristía.

• Animar las celebraciones dominicales.

ACTIVIDADES

(elegir o proponer otros para el curso)

• Asistencia a un cursillo básico sobre la Eucaristía.

• Organizar un cursillo sectorial sobre la Eucaristía.

• Estudio de la OGMR.

• Estudio de la OLM.

• Estudio de los cuadernos “Gestos y símbolos” CPL 24, 25, 29.

REUNIONES

• Presentar el calendario del curso.

• Señalar días y horas.

• Señalar personas que responderán de las actividades elegidas.

5. ¿Qué significa “animar”?

Tomamos animar como dar vida, comunicar aliento y entusiasmo, dar movimiento, calor, fiesta,
infundir vigora un ser viviente.

La animación litúrgica consiste en ayudar a dar vida, hacer participar; crear dinamismo y ambiente
festivo en las celebraciones para que los fieles reunidos ofrezcan a Dios un culto en espíritu y verdad
(Jn 4, 23).

La animación litúrgica debe ayudar, por tanto, a participar interna y externamente a la asamblea. La
animación no consiste en infundir un alma a la asamblea, ya que la posee, sino en hacer que aflore
y se manifieste, que vibre y experimente el misterio celebrado.

No olvidamos que el alma de todo esto es el Espíritu Santo, presente y operante, que lleva a término
la obra iniciada por Jesús, realiza la santificación y hace posible que la oración se escuchada.

6. Miembros de la comisión

En muchas de nuestras parroquias están los mismos en todo, es decir, personas que abarcan
distintas actividades. La comisión de pastoral litúrgica debiera tener

• unos miembros que sólo trabajaran en dicha comisión


• y otros que representaran a otras actividades pastorales y materiales del templo, a fin de que la
liturgia fuera culmen y fuente de toda la vida parroquial y pudiera seguir mejor la vida pastoral de la
parroquia y recoger las inquietudes y problemas que se viven en la comunidad.

El equipo ideal tendría que ser un grupo variado, rico y representativo de lo que es la comunidad.
Debe estar formado, pues, por un grupo heterogéneo que agrupe sacerdotes, religiosos y laicos de
todas las edades.

En concreto, en un equipo parroquial litúrgico tendrían que estar:

• los sacerdotes que presiden las celebraciones, por lo menos a la hora de programar o preparar
dichas celebraciones.

• los/las que celebran los domingos en ausencia del sacerdote.

• los monitores.

• los lectores.

• los salmistas, cantores, si los hay.

• los que distribuyen la comunión.

• el director del coro o del canto de la asamblea.

• el organista.

• representantes de la catequesis, confirmación,…

7. Perfil de los miembros

Los rasgos ideales de los miembros de una comisión litúrgica serían:

• Testimonio de vida cristiana: sean conocidos en la parroquia y aceptados como creyentes.

• Sensibilidad litúrgica: personas con sentido de Dios, de lo simbólico-poético, que vivan las
celebraciones.

• Servidores de la comunidad: que no busquen protagonismo personal, ni se afanen por satisfacer


sus propios deseos.

• Conocer la comunidad para poder adaptarse a la asamblea concreta que celebra, siendo fiel a la
celebración.

• Disponibles para formarse: la formación litúrgica es una tarea constante para vivirla con plenitud.

• Querer mejorar la calidad de la celebración, empezando por ellos mismos. En la celebración, las
palabras, los símbolos y ritos, los gestos y movimientos tienen su sentido y como tal deben aparecer.

8. Relaciones con los sacerdotes

Dada la importancia de los sacerdotes como presidentes de la acción litúrgica, la comisión sólo podrá
ser eficaz si mantiene estrecha relación con el párroco y el equipo de sacerdotes y si éstos aceptan
realmente esta colaboración. De lo contrario, será fuente de tensiones, frustraciones y sufrimiento.

La OGMR en el n° 73 indica que la preparación de cada celebración se hará “bajo la dirección del
rector de la iglesia”. Si no puede acompañar en todas las sesiones, es conveniente y necesaria su
presencia en el grupo, en algunas ocasiones, para estimularlo, reconocer su labor y establecer un
diálogo mutuo, tal como aparece en la cita completa.

El sacerdote, así mismo, debe evitar estos dos extremos:


• La suspicacia o desconfianza sobre la utilidad de las aportaciones de los laicos: el monopolio.

• La dejadez: el ceder todas las decisiones y responsabilidades al grupo.

9. La formación litúrgica de las comisiones

La eficacia de las comisiones litúrgicas depende, en gran parte, de su preparación y capacitación


litúrgica. Por eso, el primer compromiso de esta comisión tendría que ser el de preocuparse de esta
formación.

El fallo de muchas comisiones parroquiales es el de meter horas en preparar las cosas concretas
para la celebración (moniciones, cantos, etc.). Hoy día hay muchas publicaciones dedicadas a ello.
Naturalmente habrá que acomodarlas a la comunidad parroquial, pero no fuera el trabajo que más
horas absorbiera.

Es necesario, pues, dedicar una parte de cada reunión a la formación; asegurar en los sectores
cursillos de liturgia dirigidos de manera especial a los miembros de estas comisiones.

La parroquia tendría que suscribirse a alguna revista litúrgica, y tomar como punto de reflexión las
hojas añadidas que traen algunas publicaciones para las misas dominicales.

Hay muchos miembros de las comisiones litúrgicas, que intentan hacer las celebraciones y destacar
algunos elementos con la mejor voluntad, pero al mismo tiempo, con total desacierto.

La formación, es decir, el sentido de cada una de las partes debe ser adquirido en la formación para
no caer en desaciertos lamentables. Debemos tener claro que la celebración tienen elementos
pedagógicos que educan al pueblo. Por lo cual, no es lo mismo celebrar de una forma o de otra.

Junto a esto, sería conveniente elaborar una orientación bibliográfica sencilla señalando los libros
fundamentales que debiera leer un miembro de la comisión litúrgica.

10. Las sesiones de trabajo de la comisión

El método para las sesiones que proponemos es sólo un guía. Se puede, naturalmente, ampliar y
reducir, perfeccionar y acomodar. Cada equipo debe adaptarlo.

Una sesión de trabajo se puede dividir en estos momentos:

• Momento oracional: Iniciar y/o terminar con una oración. Por ejemplo, una lectura bíblica al principio
y una respuesta salmo al final. Puede encargarse, para cada sesión, a un miembro del grupo que la
dirija y la prepare (2 ó 3 minutos).

• Momento de revisión: Al principio de cada sesión es conveniente dedicar un momento breve a revisar
las celebraciones que se han hecho (5 ó 10 minutos).

• Momento panorámico: Es para encuadrar el domingo dentro del año litúrgico; en este momento
describiremos, si los hay, circunstancias especiales que viva la comunidad, relacionaremos las fiestas
con el misterio pascual, encuadraremos o centraremos la celebración de algún sacramento con la
Eucaristía, leeremos algún punto relacionándolo con el día, estudiaremos algún punto determinado
de la liturgia. Es un momento importante (20 ó 30 minutos).

• Momento analítico: Se analizan en este momento los textos de la siguiente celebración: lecturas,
oraciones, prefacio y plegaria eucarística que les venga mejor, puntos para la homilía. También es un
momento fuerte (20 ó 30 minutos).

• Momento de concreción: Para seleccionar cantos, destacar algunos elementos celebrativos;


componer las preces de la oración de los fieles; prestar especial atención a los elementos simbólicos
de la misa de los niños o jóvenes; mirar la ambientación de la iglesia, presbiterio, (20 m.).

• Momento de la distribución de las tareas: Señalar las personas que atiendan las distintas
celebraciones y las horas (5 m.).
Esto puede hacerse para todo el año. Además de estas sesiones ordinarias, durante el curso o año
litúrgico hay que dedicar unas sesiones o una sesión entera a una revisión seria de la actuación como
grupo y de actuación cara a la asamblea.

11. Funciones de la comisión litúrgica

1) El cuidado de la vida litúrgica parroquial

Esta es la tarea más importante de la comisión litúrgica dentro de la parroquia: ocuparse de que la
parroquia desarrolle una vida litúrgica auténtica, es decir preparar, animar y revisar las celebraciones
en sintonía con el párroco.

Esto abarca diversos aspectos.

a) Elementos materiales: Asegurar que la parroquia cuente con todo lo necesario para una
celebración digna:

• un templo bien dispuesto, limpio, ordenado, con las debidas condiciones de luz y audición, con una
distribución adecuada de los bancos;

• un presbiterio adecuado, altar, ambón, sede;

• ornamentos renovados convenientemente, dignos, limpios;

• libros para el presidente, lectores, coro, organistas, para la sede, etc.

b) Encontrar más miembros para el grupo y actividades. Los miembros de la comisión litúrgica se ha
de preocupar de ir aumentando poco a poco el grupo de liturgia. Esto exige:

• Buscar y encontrar personas que sean aptas para estos servicios;

• Ayudarles a entender y valorar su servicio; capacitarles para realizarlo bien.

c) La creación de la asamblea litúrgica. El sujeto de la celebración es la asamblea que se reúne para


celebrar. Por tanto ésta debe recuperar toda su vitalidad.

La constitución de una asamblea litúrgica requiere toda una pedagogía para que las personas
reunidas tomen conciencia de pertenencia a una comunidad. Por eso, es importante el enfoque de la
celebración, el ambiente que se crea, la introducción preparatoria a la celebración, las moniciones,
etc.

Por otra parte, hay asambleas que hay que cuidar de manera particular como la de los Bautismos,
Matrimonios, Primeras Comuniones, Funerales, etc, para que la familia, con ser muy importante, no
suplante indebidamente a la asamblea cristiana. Así mismo habrá que cuidar la unión con la Eucaristía
de los mayores la asamblea cristiana en las celebraciones de niños, jóvenes, grupos, etc. (DMN 12).

d) El desarrollo de la celebración. Para conseguir que la vida litúrgica de la parroquia se desarrolle de


manera adecuada la comisión debe procurar:

• Que se supere la rutina y la inercia. No cantar siempre los mismos cantos; que cada misa dominical
tenga tres o cuatro monitores que se cambien, un día hace uno y otro día otro; destacar algún aspecto
de la Eucaristía, etc.

• Que la celebración recoja y exprese la vida de la comunidad paroquial, sectorial y diocesana con
sus inquietudes, sus necesidades, sus aspiraciones. Esto se conseguirá destacando en la monición
introductoria al comienzo del curso pastoral, haciendo de monitor un representante de grupos,
introduciendo algunas peticiones por el curso, por los niños, matrimonios, Cáritas, etc., en la oración
de fieles.
• Que la celebración responda a los problemas, necesidades, sufrimientos y gozos del hombre de hoy
y del pueblo. Como la homilía es el momento de la aplicación de la Palabra de Dios a la vida real,
sería conveniente que la comisión de liturgia la elaborara conjuntamente con el sacerdote. En la
oración universal siempre debiera aparecer algun problema, necesidad o gozo de dicha asamblea.

• Que en las celebraciones se busque un equilibrio entre la acción comunitaria y la participación


individual, entre el silencio y la palabra, equilibrio entre la observancia de las normas litúrgicas y la
creatividad y adaptación a la comunidad concreta. Cabe acercarse, “traducir” el símbolo, pero con el
cuidado de no alegorizar todo.

2) La educación litúrgica de la parroquia

Además de educarse ellas mismas, las comisiones litúrgicas han de buscar educar litúrgicamente a
las comunidades parroquiales:

• que conozcan el sentido de las diversas celebraciones, en especial de la Eucaristía,

• que comprendan el lenguaje litúrgico, el contenido profundo de los gestos, etc.

En primer lugar no olvidar la tarea educadora que se puede realizar a través de las moniciones para
guiar al pueblo en su participación, ayudarle a entrar en la celebración comprendiendo los ritos, dando
sentido a los gestos, creando un ambiente de oración y recogimiento. Conviene organizar
periódicamente para todo el pueblo catequesis litúrgicas sobre temas básicos.

3) Preparación de las celebraciones

Esta es una de las tareas más concretas a realizar en la parroquia. La preparación de una celebración
exige:

• Fijar bien el sentido de la celebración: Que todos los que van a participar en la celebración sepan
qué se va a celebrar y por qué.

No todas las celebraciones son iguales. No es lo mismo un domingo de Adviento o uno de Pascua.
No es lo mismo una Primera Comunión que una Confirmación. Todo ello, sin olvidar la vida y los
problemas de la comunidad.

• Preparar todo lo necesario para la celebración. Los elementos materiales (el pan, el vino,…), los
elementos de la misa (oraciones, prefacios, plegaria eucarística, cantos, salmos, etc.), las
moniciones, guiones para las celebraciones más complejas destinados al presidente, monitor,
lectores, coro.

• Distribución. Todo ello y para no improvisar a última hora, es conveniente distribuir con suficiente
antelación las diversas tareas y servicios litúrgicos.

4) Realización de las celebraciones

La celebración misma es el culmen y fuente, por tanto, lo más importante de la pastoral litúrgica.

La comisión litúrgica deberá estar atenta a que las celebraciones no caigan en:

• un formulismo vacío, es decir, una liturgia donde se observen todas las normas y leyes litúrgicas
pero donde falta vida, calor, oración, participación interior.

• una rutina donde no se exprese la vida cambiante de las personas y de la comunidad.

• una acción donde sólo participen el presidente y algunos fieles mientras el pueblo asista
pasivamente como mero espectador.

Será conveniente que la comisión litúrgica sepa revisar periódicamente las celebraciones de la
parroquia para señalar las deficiencias que se observan, los defectos en que se vaya cayendo, etc.
para tratar de corregirlos y seguir mejorando la vida litúrgica parroquial.
CAPÍTULO NOVENO
MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA SAGRADA COMUNIÓN
En el año 1972 la Iglesia aprobó los ministerios laicales instituidos, confirmándolos como una gracia al servicio
y enriquecimiento espiritual del pueblo de Dios: “los ministerios pueden ser confiados a los seglares, de modo
que no se consideren como algo reservado a los candidatos al sacramento del orden”(Ministeria Quaedam).

Todos los servicios y ministerios en la Iglesia tienen un mismo fin, hacer posible la salvación de las almas,
viviendo y desempeñando los servicios y ministerios desde una fe viva, una esperanza firme y una caridad
constante, haciendo vida las virtudes teologales, especialmente con los más pobres y desamparados como son
en este caso los enfermos.

1. El ministro extraordinario de la comunión en el código de Derecho Canónico

Bajo ciertas condiciones, la Iglesia autoriza a que distribuyan la comunión personas que no son sacerdotes. De
acuerdo con el canon 910 § 1, son ministros ordinarios de la comunión el obispo, el presbítero y el diácono.
Además, el Código de Derecho Canónico de 1983 introduce un concepto, novedoso respecto al Código de 1917,
y es el de ministro extraordinario.

Esta figura fue introducida con motivo de la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II en 1973, mediante
la Instrucción Immensae caritatis de la Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, de 29 de
enero de 1973 (AAS 65 (1973) 265-266). Actualmente está recogida en el canon 910 §2: Es ministro
extraordinario de la sagrada comunión el acólito, o también otro fiel designado según el c. 230 § 3.

A su vez, el canon 230 § 3 indica lo siguiente: Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros,
pueden también los laicos, aunque no sean lectores, ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir,
ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada
comunión, según las prescripciones del derecho.

Por lo tanto, de modo ordinario pueden administrar la comunión exclusivamente los clérigos indicados. Puede
haber ministros extraordinarios de la comunión; para que éstos ejerzan tal función, el derecho requiere dos
requisitos:

1º.) Lo aconseje la necesidad de la Iglesia. El canon 230 § 3 habla de necesidad, no de utilidad de otro tipo. A
modo de ejemplo sería necesidad que no se pueda atender a todos los fieles que piden la comunión, de modo que
la Misa se alargaría excesivamente (una larga fila en el momento de la comunión). Es el caso de peregrinaciones
populares, u otras ocasiones similares. No se refiere, por lo tanto, a otros criterios, como son la mayor solemnidad
de la ceremonia, o la celebración particular de un grupo de personas.

2º.) No haya ministros. No sería el caso previsto, si hay ministros que pueden atender al ministerio de la
comunión con cierto incomodo. Sería el caso de las comuniones a los enfermos, o de ordinario las misas
parroquiales en que no hay sacerdotes en la iglesia.

Acerca de este último requisito, el Consejo Pontificio promulgó una Respuesta auténtica el 1 de junio de 1988.
No estaríamos en el caso previsto en estos cánones, si están presentes en la iglesia ministros ordinarios que no
estén impedidos, aunque no participen en la celebración eucarística.

3º.) El canon 231 establece que para ejercer este ministerio laical se requiere de la debida formación, conciencia
y generosidad (formación permanente). Para recibir este ministerio el mismo documento Immensae caritatis pide
que el fiel, hombre o mujer que será instituido como ministro extraordinario de la Sagrada Comunión, deba estar
adecuadamente instruido y ser recomendable por su vida, por su fe y por sus costumbres. Incluso utiliza unas
palabras muy exactas sobre la idoneidad de la persona, que transcribo a continuación. “No sea elegido nadie
cuya designación pudiera causar admiración a los fieles”.

El ministro extraordinario debe ser un acólito u otro laico. El acólito está brevemente descrito en el canon 230 §
1. Su mención en el canon 910 no significa que pueda dar la comunión casi como ministro ordinario, sino que,
si se cumplen los requisitos previstos, y está presente un acólito, se le debe preferir a otros laicos.

Además, de acuerdo con la Instrucción Immensae caritatis, el laico designado para administrar la comunión
puede ser ad tempus o ad actum, o si fuera verdaderamente necesario, de modo estable. La designación la hace
el Ordinario, el cual puede delegar en ciertas autoridades.

De esta manera podemos estar seguros de que la Iglesia siempre mira por las necesidades de sus hijos. Y de esta
manera, bien sea por criterios de practicidad para obviar filas inmensas que retraerían a muchos de acercarse a
recibir la comunión o prácticamente no daría tiempo de repartirla, o ante la falta de sacerdotes o personas idóneas
como en el caso de las misiones, la Iglesia vela por hacer accesible el Cuerpo de Cristo a quien lo necesite.
2. Normas básicas

1) Laicos que distribuyen la comunión

Entre los ministerios litúrgicos que en estos últimos años se han ido encargando a los laicos, el que tal vez ha
llamado más la atención es el de poder distribuir la comunión.

No es una novedad. Hasta el siglo VIII, los laicos llevaban con frecuencia la Comunión a los ausentes, enfermos
o presos. Más tarde este ministerio se fue reservando, poco a poco, a los clérigos.

En 1.969 se permite que los laicos pudieran distribuir la Comunión, en determinadas circunstancias. Es en 1.972,
cuando Pablo VI estableció que los “acólitos instituidos”, que pueden ser laicos, fueran ministros extraordinarios,
pero permanentes, de este ministerio de la comunión. Finalmente, en el año 1.973, la Congregación de los
Sacramentos establece los motivos y modalidades de la distribución de la Comunión por laicos, así como la
repetición de la Comunión en el mismo día, la mitigación del ayuno y la Comunión recibida en la mano.

Este servicio litúrgico de distribuir la Comunión, tal y como en la actualidad está regulado, se puede decir que
ha sido bien acogido por el pueblo cristiano, lógicamente después de las primeras y naturales reacciones de
sorpresa. Allí donde se ha introducido con pedagogía y buena preparación, se ha convertido en una experiencia
enriquecedora, que va educando a la comunidad en el sentido de la Iglesia y de la Eucaristía. En muchas iglesias
se ve ahora cómo con toda naturalidad y dignidad participan los laicos en esta misión. Como dato significativo,
hace cuatro o cinco años, que en Roma se calculaban en unos 800 los ministros extraordinarios de la Comunión
oficialmente nombrados como tales, de los cuales unos 200 eran laicos y el resto religiosos.

2) Funciones de este ministerio

Dentro de la Misa: Ayudar al sacerdote a repartir la Comunión cuando haya muchos comulgantes, falten otros
ministros ordenados, o cuando se de bajo las dos especies.

Fuera de la Misa: Impartir la Comunión a los fieles que lo deseen cuando el sacerdote esté ausente.

Comunión a enfermos: Llevar la Comunión a los enfermos.

En celebraciones dominicales en ausencia del sacerdote: Pueden recibir el encargo oficial del Obispo de presidir
la celebración de la Palabra y distribuir a sus hermanos la Comunión.

3) Motivación de este ministerio

Todas las funciones litúrgicas de este Ministerio extraordinario de la Comunión, obedece al deseo de ayudar a
que la comunidad cristiana celebre mejor la Eucaristía. Se puede decir que la primera motivación es la utilidad
pastoral:

– Ayudar a repartir la Comunión cuando son muchos los fieles a recibirla, favorece el que la celebración sea
ágil, proporcionada, y no innecesariamente larga. O cuando la Comunión se realiza bajo las dos especies, que
con la ayuda de los ministros laicos se puede realizar mejor.

– Fuera de la Misa, la comunidad cristiana encuentra facilitado su acceso a la Comunión. Los enfermos pueden
comulgar más frecuentemente, en especial el día del domingo, cuando los laicos son encargados de repartir la
Comunión.

Pero de lo que verdaderamente se trata, es de dar otra imagen de Iglesia, donde se pone de manifiesto la dignidad
del laico, que en virtud de su Bautismo, puede recibir el encargo ministerial de ayudar a sus hermanos, también
en la celebración de los sacramentos, en bien de toda la comunidad.

4) Quien puede ser ministro extraordinario de la comunión

Ser ministro extraordinario de la Comunión es dar un servicio importante a la comunidad celebrante, que hay
que saber realizar con desenvoltura y dignidad.
Es necesario que la persona sea ya madura, aproximadamente mayor de 25 años, con buena fama, aceptada en
la comunidad y que ofrezca cierta garantía en cuanto a su vida cristiana, su fe y sus buenas costumbres.

Es conveniente que los designados estén comprometidos en alguna clase de apostolado: catequesis, cuidado de
enfermos, que pertenezcan al equipo de liturgia, al consejo pastoral o a una comunidad religiosa, o bien
desarrollen alguna actividad parroquial. De esta manera, el servicio de repartir la Comunión o llevarla a los
enfermos no sería un hecho aislado dentro de su identidad y de su imagen en la comunidad.

5) Modo de designación

Es el Obispo a quien corresponde la designación de los ministros extraordinarios de la Comunión, tras haber
escuchado la petición de los párrocos.

El responsable de la comunidad, después de haber consultado con los otros miembros de la comunidad, presenta
al Obispo los nombres de las personas que desea sean asignadas para este ministerio, indicando las motivaciones
que hacen aconsejable esta decisión.

El Obispo, o bien el Vicario u otro Delegado, designa oficialmente a estas personas para que puedan ejercer en
su Parroquia el ministerio de distribuir la Comunión o llevarla a los enfermos. Puede hacerlo para un año o varios
(en muchas ocasiones se concede por tres o cinco años). Suele a veces plasmarse esta designación en un
documento oficial firmado por el Obispo para que se vea que es un encargo oficial de la Diócesis.

La comunidad parroquial reunida en la Misa principal de un domingo (en los meses de Septiembre u Octubre
que es cuando suelen empezar las actividades en las Parroquias), es informada de la decisión de encomendar
este ministerio a tales personas, y los motivos por los cuales ha parecido conveniente.

6) Rito del nombramiento

El rito del nombramiento es el propio del “Ritual del Culto”. Es un acto que puede representar para la comunidad
cristiana reunida una hermosa catequesis de lo que es la Iglesia, la dignidad y corresponsabilidad de los laicos,
y la importancia de la Eucaristía para los presentes y los enfermos.

El rito para la designación estable de los ministros extraordinarios de la comunión es el siguiente:

– Se comienza con una monición en la que se da a conocer a la comunidad qué ministerio se va a encomendar y
a quiénes, y se les recuerda a las personas designadas su deber de dar testimonio de vida cristiana y de ejercitar
este oficio con respeto especial a la Eucaristía.

– A continuación se pregunta a los candidatos, para que ratifiquen su compromiso de realizar bien este ministerio
en beneficio de la comunidad.

– La asamblea hace oración sobre ellos.

– También tiene particular recuerdo por ellos en la oración universal.

Con este rito se quiere que, oficialmente, se destaque y se dé expresividad a este ministerio, sobre todo cuando
va a ejercitarse durante un cierto tiempo.

7) Qué es un ministro extraordinario

Los laicos que reciben la misión de distribuir la Comunión, dentro o fuera de la Misa, son considerados ministros
“extraordinarios” de la Comunión. También lo son los acólitos “instituidos”, aunque sean ministros permanentes.
Los únicos ministros “ordinarios” de la distribución de la Comunión son los ordenados (diáconos, presbíteros y
obispos).

Llamar a uno ministro “extraordinario” significa que sólo puede ejercitar el encargo recibido en ausencia de los
ministros ordinarios. Si hay diáconos o sacerdotes, son éstos los que deben distribuir la Eucaristía, empezando
por el sacerdote celebrante (todos los documentos desautorizan el que un sacerdote, presente en la celebración,
se siente y deje que sean los laicos los que repartan la Comunión).

En cambio, es más conveniente que un laico, que ha estado presente durante la celebración, sea llamado a ejercer
el ministerio que tiene oficialmente encomendado, a que acuda un sacerdote sólo en el momento de la Comunión.
8) Modo de realizar el ministerio

La comunión es el acto central de la celebración Eucarística: hay que realizarla con pausa, dignidad y
expresividad.

a) Los ministros extraordinarios suben al altar en el momento adecuado.

b) El sacerdote celebrante, después de comulgar, distribuye la Comunión a los ministros extraordinarios para
que comulguen ellos. Es bueno que los que van a distribuir el Cuerpo de Cristo (y la Sangre de Cristo, en su
caso) lo reciban antes de manos del Celebrante.

c) El sacerdote, a continuación, les entrega el copón (y el cáliz, si la comunión se realiza bajo las dos especies)
para que se vea que son como una prolongación del celebrante, que es el representante del mismo Cristo.

d) Los ministros extraordinarios bajan a repartir la Comunión a los fieles. Lo harán con pausa y expresividad,
mostrándola ante cada uno y diciendo con calma: “El Cuerpo de Cristo” (o “la Sangre de Cristo” en su caso),
depositándola luego en la mano o en la boca de cada fiel, según la opción de este (ofreciendo, asimismo, el cáliz
cuando la Comunión se realiza bajo las dos especies).

e) Es importante conocer que es mucho más expresivo dar la Comunión, a invitar a que los fieles la cojan. Queda
mejor expresada la mediación de la Iglesia cuando se hace por sus ministros. De aquí que sea aconsejable el que
también los ministros extraordinarios la reciban por el sacerdote celebrante, antes de distribuirla al resto de los
fieles.

9) Pastoral de conjunto

Para que la designación de los ministros extraordinarios de la Comunión sea plenamente eficaz y expresiva,
deberán tenerse en cuenta unos principios de pastoral bastante evidentes:

– Que la elección de las personas se haga en coordinación con otros ministerios y tareas de la vida de la
comunidad (catequesis, cuidado de enfermos, servicios de caridad, pastoral de preparación de sacramentos, etc.).

– Que esta elección se haga, sobre todo, en coordinación con el responsable último, el párroco, en cuanto a la
designación como al ejercicio del ministerio.

– Que se realice este ministerio, fundamentalmente, todos los domingos, como día de la comunidad y día del
Señor, tanto en la celebración misma como en el servicio a los enfermos.

– Que el número de los designados sea suficiente para asegurar su presencia y participación en todas las
Eucaristías dominicales, en las que sea necesaria su presencia.

– Y que formen un verdadero equipo en el que se distribuyan sus incumbencias, para que no hagan falta,
normalmente, otros ministros ocasionales.

Es conveniente que los ministros laicos de la Comunión reciban una preparación adecuada antes de empezar a
ejercer su ministerio. Se recomienda, a ser posible, una preparación bíblica, litúrgica, teológica, pastoral y
ceremonial, en cursos intensivos organizados por la Parroquia, Arciprestazgo o Diócesis.

10) Actitud exterior e interior del ministro extraordinario de la comunión

Hay que ser consciente de que, distribuir la comunión a los hermanos de la comunidad y llevarla a los enfermos,
es un servicio hermoso y significativo, que debería de llenar de alegría a quien ha sido llamado a realizarlo.

Exteriormente no hace falta indicar, que cualquier ministerio litúrgico merece una compostura y una actitud
digna. El ministerio de la Comunión todavía lo pide más.

En el vestir en el momento de distribuir la comunión, el Ritual del Culto y otros documentos, dejan libertad
sobre el uso del alba, o bien aparecer como laicos a la vista de la comunidad, lógicamente con un vestido digno
y adecuado.

Pero lo verdaderamente importante es la actitud espiritual interior. Ante todo se pide a los ministros
extraordinarios:
– Respeto y aprecio a la Eucaristía: Es el momento central de la celebración, cuando Cristo se da a los suyos
como alimento de vida eterna. Todo ministro que ayuda a que la Comunión se realice con dignidad, debe él
mismo estar convencido de la importancia de este sacramento, tener sentido de lo sagrado, porque está
sucediendo el misterio central de la donación de Cristo y de la fe de los cristianos. El ministro extraordinario
está ayudando a un acontecimiento de fe y debe notársele en su modo de actuar y en su postura interior.

– Respeto y amor a la comunidad a la que sirven: Porque están ayudando a sus hermanos a que reciban al Señor
en las mejores condiciones posible de celebración. En el caso de los enfermos, están facilitando este encuentro
de fe a personas que no han podido acudir a la celebración comunitaria.

Hay que tener muy presente que este ministerio no es un privilegio para la persona, sino un servicio para bien
de los demás. Su actitud interior y exterior de servidores y el talante humilde, harán manifiesta su fe en la
importancia de la Eucaristía y el respeto que les merece la comunidad.

Es un ministerio, por tanto, que debe ir unido a una actitud de disponibilidad generosa. Muchas veces no será
cómodo estar dispuesto a participar en alguna celebración en que haga falta este ministerio, porque no coincida
con los planes o proyectos personales, pero hay que tener muy claro que es un ministerio para los demás y no
para provecho propio.

3. Lo que debería ser extraordinario se ha convertido en norma, y lo que debería ser norma se ha
convertido en extraordinario

La introducción de la comunión en la mano fue invariablemente seguida por la introducción de ministros


extraordinarios de la Eucaristía. Pero contrariamente a la comunión en la mano, que fue aceptada en los primeros
tiempos de la Iglesia, el uso de ministros extraordinarios durante la Misa no tiene precedente histórico. Ni la más
mínima evidencia puede ser invocada para probar que la Sagrada Comunión haya sido jamás administrada
durante la liturgia sino por un obispo, sacerdote o diácono.

En los primeros siglos hay evidencia de casos, pero siempre fuera de la liturgia. Para el siglo trece era ya una
tradición establecida que sólo aquello que había sido específicamente consagrado para ese propósito podía entrar
en contacto con el Santísimo Sacramento hasta que Éste hubiera sido colocado en la boca del comulgante. Santo
Tomás de Aquino (1225-1274) escribió a este respecto (III, q. 82, a. 3): “La distribución del Cuerpo de Cristo
pertenece al sacerdote por tres razones. Primero, porque él consagra in persona Christi. Pero así como Cristo
consagró Su Cuerpo en la Cena, también Él lo dio a los otros para que participaran de él. Consecuentemente, así
como la consagración del Cuerpo de Cristo pertenece al sacerdote, del mismo modo su distribución también le
corresponde a él. En segundo lugar, porque el sacerdote es el intermediario establecido entre Dios y el pueblo,
por lo cual, así como le pertenece ofrecer los dones del pueblo a Dios, también le pertenece a él dispensar al
pueblo los dones consagrados. Tercero, porque en virtud de la reverencia debida a este sacramento, nada lo toca
sino las cosas consagradas; por eso, para tocar este sacramento, se consagran el corporal y el cáliz, así como las
manos del sacerdote. En consecuencia, a nadie le es lícito tocarlo, excepto caso de necesidad, por ejemplo, si
estuviera por caer al suelo o en otro caso de urgencia”.

El documento que autoriza la introducción de ministros extraordinarios de la Eucaristía es una Instrucción de la


Sagrada Congregación para el Culto Divino, del 29 de enero de 1973, titulada Immensae caritatis. Ella autoriza
el uso de ministros extraordinarios en “casos de genuina necesidad”. Esta es la enumeración de los casos, pero
siempre y cuando:

a) no haya sacerdote o diácono;

b) éstos se vean impedidos de administrar la Sagrada Comunión por motivo de otro ministerio pastoral, razones
de salud o avanzada edad;

c) el número de fieles por recibir la Sagrada Comunión sea tal que la celebración de la Misa o la distribución de
la Eucaristía fuera de la Misa pueda verse indebidamente prolongada.

La Instrucción estipula que: “Dado que estas facultades son concedidas sólo por el bien espiritual de los fieles
y para casos de genuina necesidad, se recuerda a los sacerdotes que no por esto ellos están excusados de la
tarea de distribuir la Eucaristía a los fieles que legítimamente la piden, y especialmente darla a los enfermos”.

Es difícil imaginar la existencia de circunstancias que justifiquen el uso de ministros extraordinarios no


tratándose de tierras de misión. Aunque también es posible que estas circunstancias se den cuando a un sacerdote
a cargo de vastas áreas le resulte físicamente imposible administrar la Sagrada Comunión a todos los enfermos
y moribundos que lo requieran. Por supuesto, el bien de las almas debe tener toda prioridad, de manera que si se
presenta la alternativa entre alguien que muera sin recibir este sacramento o recibirlo de un laico, indudablemente
esta última es la preferible, siempre suponiendo que al sacerdote le haya resultado físicamente imposible
concurrir. Obviamente, en tales circunstancias sería deseable que el moribundo pudiera acceder al sacramento
de la penitencia pero, una vez más, cuando esto es físicamente imposible un acto de contrición perfecta será
suficiente, aun en caso de pecado mortal.

Pero no hay comparación entre estas circunstancias verdaderamente extraordinarias y la práctica, hoy demasiado
común en muchos países, de encomendar a cientos de laicos en cada diócesis el desempeño de una tarea que,
como lo ha destacado Juan Pablo II, debería ser normalmente “un privilegio de los ordenados”. Y con no poca
frecuencia se ve a sacerdotes sentados en sus sillas presidenciales, dirigiendo cantos o aun actuando como
directores de las filas de comulgantes mientras miembros de élite de la parroquia administran a aquéllos la Santa
Comunión, tal vez abreviando la duración de la Misa cinco minutos o menos.

El hecho de que una persona sea seleccionada como ministro extraordinario puede ciertamente contribuir a la
autoestima de quienes estén deseosos de obtener oficios que los coloquen aparte (y por encima) de sus
coparroquianos. Este fenómeno se manifestó no bien se comenzó a permitir a los laicos leer la Epístola o a tomar
parte en las procesiones del Ofertorio. Sacerdotes que no han admitido estas prácticas han sido frecuentemente
objeto de quejas al obispo por parte de laicos deseosos de alcanzar el status que estos oficios les traen.

Los fieles que han visto la admisión de estos ministros extraordinarios en sus parroquias habrán notado que el
correcto término “extraordinario” es raramente usado. Sin embargo, éste es el término oficial usado en Immensae
caritatis y en el nuevo Código de derecho Canónico. Los términos “laicos” o “especiales” se aplican
preferentemente para referirse a estos ministros porque ello permite camuflar el hecho de que el uso de tales
ministros debería constituir un evento extraordinario, algo que sólo raramente –si alguna vez se diera el caso–
se podría dar fuera de tierras de misión.

Es difícil imaginar algún sacerdote, digamos, en los Estados Unidos, con tantas apremiantes obligaciones que
no tenga tiempo de llevar la Santa Comunión a los enfermos. Si el peso de sus tareas administrativas se le tornara
tan pesado, esa sí que es un área donde puede obtener ayuda de los laicos. La presente situación, en la que los
sacerdotes se ven superados por actividades que pueden desempeñar los laicos, mientras que éstos asumen la
tarea propia de los sacerdotes de llevar la Santa Comunión a los enfermos, es positivamente exótica, una perfecta
epitomización del ethos de la Iglesia Occidental en nuestros días.

En cuanto a la indebida prolongación de la Misa en las parroquias con feligresía numerosa, habitualmente hay
otro sacerdote para ayudar. Y aun cuando no hubiera otros sacerdotes, y la administración de la Eucaristía fuera
prolongada, es difícil imaginar que sea indebidamente prolongada. El sacerdote podría estimular a los fieles para
hacer, en esos minutos, una más perfecta preparación y acción de gracias por el privilegio de recibir a su
Salvador. ¿Podría cualquier tiempo empleado en tal acción de gracias ser indebidamente prolongado? Raramente
se extendería más allá de diez o quince minutos. Si se considera cuanto tiempo emplea el católico medio en mirar
T. V. cada día, ¿puede una acción de gracias de quince minutos considerarse indebidamente prolongada?

Lamentablemente, la directiva vaticana fue expresada en términos poco precisos. La frase “indebidamente
prolongada” puede significar cinco o cincuenta minutos, según quién la interprete. A través de esas
interpretaciones, pues, Immensae caritatis abrió la puerta a la proliferación de ministros extraordinarios.
Vinculada con la introducción de la Comunión bajo las dos especies en las misas de los domingos, esta explosión
de ministros extraordinarios ha alcanzado proporciones de epidemia, lo cual ha sido posible, si bien no
estrictamente autorizado, por Immensae caritatis. Muy pocos obispos prestan el mínimo acatamiento a la
admonición del papa Juan Pablo II en su carta Dominicae Coenae, del 24 de febrero de 1980: “Tocar las sagradas
especies y distribuirlas con sus propias manos es un privilegio de los ordenados”.

“Cuando ministros ordinarios (obispos, sacerdotes o diáconos) se encuentran presentes en la celebración


eucarística, estén o no celebrando, en número suficiente, y no estén impedidos de hacerlo en virtud de otros
ministerios, los ministros extraordinarios de la eucaristía no están autorizados para distribuir la comunión a sí
mismos o a los fieles”.

Por lo contrario, algunos obispos, o los burócratas litúrgicos que los manipulan, muestran gran entusiasmo por
la Comunión bajo las dos especies, principalmente por la excusa que ello les da de incrementar la epidemia de
los ministros extraordinarios hasta convertirla en una verdadera plaga. En 1987, en una carta que se incluye al
final de este trabajo, la Santa Sede intentó restringir la expansión de esta plaga, pero con poco éxito.

Ningún observador imparcial podrá negar que se ha expandido una amplia declinación en la reverencia al Santo
Sacramento desde el Concilio Vaticano II. En “Dominicae Coenae” el papa Juan Pablo II deplora estos
casos: “Hemos tomado conocimiento de casos de deplorable falta de respeto hacia las especies Eucarísticas,
casos que son imputables no sólo a los individuos culpables de tal conducta, sino también a los pastores de la
Iglesia que no han sido suficientemente vigilantes respecto a la actitud de los fieles hacia la Eucaristía”.

El Santo Padre concluyó esta carta con su famoso pedido de perdón a los fieles por el escándalo y las
perturbaciones a los que se han vistos sometidos respecto a la veneración debida al Santísimo Sacramento: “Y
yo ruego al Señor Jesús que en lo futuro podamos evitar en nuestra manera de conducirnos con este misterio
sagrado todo lo que pueda debilitar o desorientar de cualquier modo el sentido de reverencia y amor que existe
en nuestro pueblo fiel”.

El sentido de reverencia y amor del pueblo fiel por el Santísimo Sacramento se verá inevitablemente debilitado
en cualquier diócesis donde el obispo, por convicción o debilidad, haya permitido el uso de ministros
extraordinarios de la Eucaristía cuando no existen circunstancias extraordinarias, lo cierto es que tales
circunstancias no existen en el noventa y nueve por ciento de las parroquias donde se emplean tales ministros.
Lo que debería ser extraordinario se ha convertido en norma, y lo que debería ser la norma se ha convertido en
extraordinario. Tal es el estado del catolicismo en el rito romano en nuestros días.

Estamos presenciando no simplemente una disminución en el respeto por el Santísimo Sacramento –allí donde
ese respecto existe todavía– sino una disminución en el respeto y valoración del carácter sagrado del sacerdocio,
donde ese respeto y esa valoración existen todavía. Muy pocos jóvenes católicos consideran a sus sacerdotes
como otro Cristo, alter Christi, un hombre que se diferencia no simplemente en grado sino en esencia del resto
de los fieles, un hombre cuya misión primaria es entrar en el santuario y llevar a cabo los ritos sagrados que sólo
él puede realizar. En Dominicae Coenae el papa Juan Pablo II recuerda a los católicos que: “No se debe olvidar
el oficio primario de los sacerdotes, que han sido consagrados por su ordenación para representar a Cristo
Sacerdote: por esta razón sus manos, así como sus palabras y su voluntad, se han convertido en instrumentos
directos de Cristo. A través de este hecho, esto es, como ministros de la Sagrada Eucaristía, ellos tienen una
responsabilidad primaria por las Sagradas Especies, porque es una responsabilidad total. Ellos ofrecen el pan
y el vino, ellos lo consagran, y luego distribuyen las sagradas especies a los participantes de la asamblea que
desean recibirlas… ¡Qué elocuente, en consecuencia, aun cuando no sea costumbre antigua, el rito de
ungimiento de las manos en nuestra ordenación Latina, como que para estas manos es necesaria precisamente
una gracia especial y el poder del Espíritu Santo!”

4. Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado
ministerio de los sacerdotes: Artículo 8: El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión

Los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos ambientes de la pastoral con los sagrados
ministros a fin que «el don inefable de la Eucaristía sea siempre más profundamente conocido y se participe a
su eficacia salvífica con siempre mayor intensidad» (95).

Se trata de un servicio litúrgico que responde a objetivas necesidades de los fieles, destinado, sobre todo, a los
enfermos y a las asambleas litúrgicas en las cuales son particularmente numerosos los fieles que desean recibir
la sagrada Comunión.

§ 1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada Comunión debe ser, sin embargo,
rectamente aplicada para no generar confusión. La misma establece que el ministro ordinario de la sagrada
Comunión es el Obispo, el presbítero y el diácono (96) mientras son ministros extraordinarios sea el acólito
instituido, sea el fiel a ello delegado a norma del can. 230, § 3. (97).

Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser delegado por el Obispo diocesano,
en calidad de ministro extraordinario, para distribuir la sagrada Comunión también fuera de la celebración
eucarística, ad actum vel ad tempus, o en modo estable, utilizando para esto la apropiada forma litúrgica de
bendición. En casos excepcionales e imprevistos la autorización puede ser concedida ad actum por el sacerdote
que preside la celebración eucarística (98).

§ 2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística, pueda distribuir la sagrada Comunión,
es necesario que no se encuentren presentes ministros ordinarios o que, éstos, aunque presentes, se encuentren
verdaderamente impedidos (99). Pueden desarrollar este mismo encargo también cuando, a causa de la numerosa
participación de fieles que desean recibir la sagrada Comunión, la celebración eucarística se prolongaría
excesivamente por insuficiencia de ministros ordinarios. (100)
Tal encargo es de suplencia y extraordinario (101) y debe ser ejercitado a norma de derecho. A tal fin es oportuno
que el Obispo diocesano emane normas particulares que, en estrecha armonía con la legislación universal de la
Iglesia, regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras cosas, a que el fiel delegado a tal encargo
sea debidamente instruido sobre la doctrina eucarística, sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se
deben observar para la debida reverencia a tan augusto Sacramento y sobre la disciplina acerca de la admisión
para la Comunión.

Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido creando
desde hace algún tiempo en algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:

 la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes;


 asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa crismal del Jueves Santo, otras
categorías de fieles que renuevan los votos religiosos o reciben el mandato de ministros
extraordinarios de la Comunión.
 el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas, extendiendo arbitrariamente el
concepto de “numerosa participación”.

Notas:

Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido creando
desde hace algún tiempo en algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:

(95) Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immensae caritatis (29 enero
1973), proemio: AAS 65 (1973), p. 264.

(96) Cfr. C.I.C., can. 910, § 1; cfr. también Juan Pablo II, Carta Dominicae Coenae (24 febrero 1980), n. 11:
AAS 72 (1980), p. 142.

(97) Cfr. C.I.C., can. 910, § 2.

(98) Cfr. Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immensae caritatis, n. 1: l.c.,
p. 264; Missale Romanum, Appedix: Ritus ad deputandum ministrum S. Communionis ad actum distribuendae;
Pontificale Romanum: De institutione lectorum et acolythorum.

(99) Pontificia Comisión para la Interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico, Respuesta (1 junio
1988): AAS 80 (1988), p. 1373.

(100) Sagrada Congregación para las Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immensae caritatis, n. 1: l.c.,
p. 264; Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, Instrucción Inaestimabile donum, n. 10:
l.c., p. 336.

(101) El can. 230, § 2 y § 3 del C.I.C. afirma que los servicios litúrgicos allí mencionados pueden ser asumidos
por los fieles no ordenados sólo «ex temporanea deputatione» o en suplencia.

Quedan revocadas las leyes particulares y las costumbres vigentes que sean contrarias a estas normas, como
asimismo eventuales facultades concedidas ad experimentum por la Santa Sede o por cualquier otra autoridad a
ella subordinada.

El Sumo Pontífice, en fecha del 13 Agosto 1997, ha aprobado de forma específica el presente decreto general
ordenando su promulgación.

Del Vaticano, 15 Agosto 1997. Solemnidad de la Asunción de la B.V. María.

Congregación para el Clero Darío Castrillón Hoyos Pro-Prefecto Pontificio Consejo para los Laicos
James Francis Stafford Presidente

Congregación para la Doctrina de la Fe Joseph Card. Ratzinger Prefecto Congregación para los Obispos
Bernardin Card. Gantin Prefecto
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica Eduardo Card.
Martínez Somalo Prefecto Congregación para la Evangelización de los Pueblos Jozef Card. Tomko Prefecto

Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos Julián Herranz Presidente

Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos Jorge Arturo Medina Estévez Pro-
Prefecto.

CAPÍTULO DÉCIMO
ESPIRITUALIDAD DEL MINISTRO EXTRAORDINARIO DE LA COMUNIÓN

Una espiritualidad laical auténtica no puede ser sino una espiritualidad eucarística. En efecto, todos
los acontecimientos importantes de nuestra vida y de nuestra historia los celebramos festivamente,
sobre todo los más significativos. Esto, que es una necesidad intrínseca a la naturaleza humana,
forma también parte de la vida cristiana y aflora en el acontecimiento máximo: la celebración
eucarística.

El tema de la formación y espiritualidad es para todos los fieles cristianos. A todos se nos pide que
profundicemos y asuman una auténtica espiritualidad cristiana. “En efecto, espiritualidad es un estilo
o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es “la vida en Cristo” y “en el Espíritu”, que se
acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la
comunidad eclesial”. En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la
conversión, se entiende no “una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo”. Entre
los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oración. Ésta lo
“conducirá poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitirá reconocer
a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los
acontecimientos”[1].

La oración tanto personal como litúrgica es un deber de todo cristiano. “Jesucristo, evangelio del
Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada” (cf. Jn 15, 5). Él mismo en los momentos
decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oración y la
contemplación, y pidió a los Apóstoles que hicieran lo mismo”. A sus discípulos, sin excepción, el
Señor recuerda: “Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí,
en lo secreto” (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de
cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre “a la fuente
de su encuentro con Jesucristo para beber el único Espíritu (1 Co 12, 13)”. En este sentido, la
dimensión contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las
parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y
orientada a la contemplación de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de
la Encarnación del Verbo, de la Redención de los hombres, y las otras grandes obras salvíficas de
Dios[2].

La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los
Sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su
peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales
a su vez se verán enriquecidos por la práctica sacramental, y libres del peligro de degenerar en mera
rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensión social del compromiso
cristiano. Al contrario, el creyente, a través de un camino de oración, se hace más consciente de las
exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia
indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al
consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la dirección
espiritual, práctica tradicionalmente presente en la Iglesia[3].

1. Perfil del ministro de la comunión

Creyente laico/a adulto, muy humano en el trato cotidiano con todas personas, de vida familiar
ejemplar, bien aceptado en la comunidad local.

Optimista, paciente, lleno de alegría, discreto, sigiloso, misericordioso, buen samaritano.

Gran vocación altruista de servicio hacia quien sufre.

Con tiempo disponible, sin excesos en los compromisos pastorales, con formación adecuada y
conocimiento del hombre enfermo.

De mucha intimidad personal con Cristo muerto y resucitado.

De oración constante, hambriento de la Palabra de Dios y de la misericordia divina.

Impregnado de la espiritualidad eucarística.

Amante de la comunión de la Iglesia, creativo en un apostolado en equipo, considerando este


ministerio no como una promoción u honor sino como un servicio humilde.

Quien hace carne la fe, la esperanza y la caridad y lo transmite a quien sufre.

Corresponsable de la salvación de los hombres.

2. Configurado con Cristo

El ministro de la Comunión ha de vivir con orgullo el don de gozar con su hermano mayor, Jesús, la
filiación con Dios Padre; la dicha de la amistad con ese amigo del alma y en el alma que es el Espíritu
Santo. En esta relación amorosa con la Trinidad ha de fundamentar su vida espiritual. El ministro no
es un mero “cartero” de la Comunión. Es, sobre todo, un “Cristóforo”, portador de Cristo. Es más, es
un configurado con Cristo.

Y constantemente ha de crecer esa configuración que, de manera inigualable, expresó San Cirilo de
Jerusalén:

“Al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo te haces concorpóreo y consanguíneo suyo. Así pues, nos
hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo” (Catequesis, 22).

Portador por llevar a Cristo dentro de sí y llevar a Cristo a los que sufren. El ministro ha de configurarse
con la humanidad de Jesús de Nazaret, con todo Cristo resucitado que comulga.

3. Virtudes teologales

a) La Fe del ministro extraordinario de la Eucaristía

Para todo cristiano católico, la fe no es creer en algo, sino conocer creer y amar a Alguien, es
fundamentalmente una relación personal, no es una aproximación intelectual o filosófica, ni una
experiencia psíquica solamente, ni siquiera un creer en algo que la Biblia dice que hay que creer, sino
la experiencia de una persona: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, la tercera persona
del Dios uno y trino, que llega realmente en su cuerpo, alma y divinidad en la Sagrada Comunión.

La fe eucarística es algo más que la sola Eucaristía. Cuando celebramos la Eucaristía, celebramos la
fe – es decir una amorosa intimidad con Dios y con su pueblo- que nos esforzamos y pedimos la
gracia de poder vivir todos los días.

En la Eucaristía encontramos la máxima unión entre lo santo y lo ordinario, porque esto es el misterio
de la encarnación, de la misma manera la fe eucarística esta constantemente condicionada por la
misma unión, la perfecta transformación del pan de cada día y del vino en la persona total de Cristo
resucitado. Este es el corazón de la fe eucarística en este mundo de lucha.

Vale la pena preguntarnos si ¿hay algo excepcional en la fe de un ministro de la Eucaristía, algo


diferente de la fe de los demás católicos? La respuesta es no y también si. La fe de un ministro de la
Eucaristía es la misma que comparten todos los miembros de la Iglesia. Al mismo tiempo, como toda
relación humana es única, porque cada persona es única y se relaciona con Dios con su propia
personalidad. Agreguemos a esa personalidad única el hecho de ser ministro de la Eucaristía:
debemos concluir que la fe de un ministro es única porque es única su relación personal con la
Eucaristía.

Si el ministro de la Eucaristía tiene un talento especial para dar al mundo, quizá sea el de ser, sobre
todo, consciente en todo momento de la presencia de Cristo resucitado en su corazón y también,
siempre y al mismo tiempo, en lo más profundo del corazón de la gente. Por eso la fe de un ministro
de la Eucaristía encuentra siempre motivos para dar gracias.

b) La Esperanza del ministro extraordinario de la Eucaristía

Es particularmente apropiado hablar de la esperanza de un ministro de la Eucaristía, porque la


Eucaristía nutre la esperanza de una manera muy especial.

La esperanza puede y debe existir en todas las circunstancias, pero se hace más reconocible y llega
a su grado de máxima realidad cuando la vida parece más desolada. Por eso es en los enfermos y
en los moribundos donde se ve más claramente el poder de la Eucaristía para alimentar la esperanza.
Cuando estamos enfermos o en peligro de muerte, nosotros recobramos la esperanza por la
Eucaristía, justo en el momento en que la vida parece que ya no tiene sentido o ha llegado al límite
de la existencia. Pocas palabras, un trozo de pan, unas gotas de vino, realidad sensible que esconden
y comunican una realidad mucho mas perfecta, la de la presencia de Jesús en su cuerpo, alma y
divinidad que sale a nuestro encuentro para confortarnos y alimentaros con su amor en la realidad
humana difícil y hasta desesperada, tanto en esta vida como en la próxima en la que ya nada habrá
que esperar.
Cuando llevamos la comunión a una persona enferma o moribunda, compartimos con ella el
conocimiento que proviene de una esperanza autentica, esa luz del Espíritu que alimenta la
esperanza que va mas allá de esta vida y por eso el ministro de la Eucaristía debe cultivar la habilidad
de mirar más allá de las apariencias, de las perspectivas superficiales. A veces nos olvidamos de que
la Eucaristía es la misma experiencia de la Última Cena que Jesús compartió con sus discípulos en
el umbral de su terrible pasión y muerte.

La esperanza del ministro de la Eucaristía es la misma esperanza, que viene del poder de la
resurrección, que nosotros compartimos cuando damos la comunión a los demás. Nuestra fe y
esperanza, se alimentan de todos modos de la caridad, del amor, que es la realidad fundamental y
centro de la creación, la más profunda en toda persona, la realidad esencial en la cual “vivimos, nos
movemos y existimos” (Hech. 17,28).

c) La Caridad del ministro extraordinario de la Eucaristía

En el sentido cristiano, el amor no es primeramente una emoción, sino un acto de la voluntad. Cuando
Jesús dice que tenemos que amar a nuestro prójimo, no dice que tenemos que amarlo en el sentido
de sentir por él algo emocional e íntimo… En las palabras de Jesús, se nos dice que podemos amar
al prójimo sin necesariamente gustar de él. El hecho de que guste puede hacer de nuestro amor un
sentimentalismo sobre protector en lugar de una honesta amistad.

Yendo a la raíz de la palabra “Caridad”, descubrimos que se refiere al amor benévolo de Dios hacia
nosotros y del mismo modo al amor de los unos a los otros. Este es el amor o caridad, que es la joya
de la corona de virtudes teologales, fe, esperanza y amor/caridad.

Este es el amor que san Pablo tiene en mente en su famoso himno a la caridad en 1Cor. 13,13. En
cuanto ministros de la Eucaristía, estamos llamados a amar como Jesús amaba, lo que no significa
que estemos llamados a ser amigotes de todo el mundo. Para las visitas a domicilios, hospitales o
asilos, se deben distinguir entre el saludo cordial y la acogida de la celebración ritual, ya que se trata
de dos cosas totalmente distintas, ya que el rito de la comunión a los enfermos y ancianos es una de
las maneras más notables de comunicar el amor de Dios a aquellos a los que servimos.

Como ministros de la Eucaristía estamos llamados a ser instrumentos del amor de Dios para aquellos
que se acercan a comulgar, especialmente cuando lo hacemos con aquellos que no pueden participar
de la Santa Misa. A menudo esta gente tiene la necesidad de alguien que los escuche. Podemos
estar tentados de llegar y partir cuanto antes sin dar lugar a la escucha de los enfermos. Cada visita
debería tener cuatro partes: 1 -Entrar en contacto con el enfermo, 2- liturgia de la Comunión, 3- unos
minutos para estar con la gente en la casa y 4- el tiempo para dar una bendición informal y
despedirnos.

Un ejercicio pleno de éste ministerio implica hacerlo con el corazón lleno de amor de Dios, cosa que
requiere un tiempo de oración cotidiana. Es importante para el ministro de la Eucaristía aferrarse con
las dos manos a la verdad de que nadie puede amar a los demás si no se ama a sí mismo. Lo
importante es descubrirse y amarse a si mismo como amamos a los demás descubriéndonos y
descubriendo al otro como un don de Dios enviado a este mundo para estar con los demás y para los
demás.

4. Otras líneas de espiritualidad eucarística

Nos limitaremos a dar unas ideas, con la esperanza de que sean las parroquias las que afronten el
tema, dando estímulos y contenidos más amplios para iniciativas específicas de catequesis y
formación de los MEC. Es importante, en efecto, que la Eucaristía sea acogida en los aspectos de la
celebración, como proyecto de vida; estando en la base de una auténtica “espiritualidad eucarística”.

La espiritualidad eucarística del sacrificio debería impregnar las jornadas de todos y, en el caso que
nos ocupa, la vida del MEC: el trabajo, las relaciones, las miles de cosas que hacemos, el empeño
por practicar la vocación de esposos, padres, hijos; la entrega al ministerio de la atención a los
enfermos. Así, se podrá valor el sentido ‘cristiano’ del dolor físico y del sufrimiento moral; la
responsabilidad de construir la ciudad terrena, en las dimensiones diversas que comporta, a la luz de
los valores evangélicos.
1) Escucha de la Palabra

Todos, pero sobre todo, en el caso que nos ocupa, el Ministros extraordinario de la comunión lo
primero que ha de tener presente es la escucha. Al respecto Jesús afirma de modo
explícito: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11, 28).
Más aún, a Marta, preocupada por muchas cosas, le dice que “una sola cosa es necesaria” (Lc 10,
42). Y del contexto se deduce que esta única cosa es la escucha obediente de la Palabra.

Participar en la Eucaristía quiere decir escuchar al Señor con el fin de poner en práctica cuanto nos
manifiesta, nos pide, desea de nuestra vida. El fruto de la escucha de Dios que nos habla cuando en
la Iglesia se leen las Sagradas Escrituras (cf. SC, 7) madura en el vivir cotidiano (cf. Mane nobiscum
Domine, 13).

En efecto, la Iglesia no se hace a sí misma y no vive de sí misma, sino de la palabra creadora que
sale de la boca de Dios. Escuchar juntos la palabra de Dios; practicar la lectio divina de la Biblia, es
decir, la lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de Dios, que
nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no
coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los
creyentes de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso recorrer para
alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra.

Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe hablar y transmitirla a los
demás, a los que nunca la han escuchado o a los que la han olvidado y ahogado bajo las espinas de
las preocupaciones o de los engaños del mundo (cf. Mt 13, 22). Debemos preguntarnos: ¿no habrá
sucedido que los cristianos nos hemos quedado demasiado mudos? ¿No nos falta la valentía para
hablar y dar testimonio como hicieron los que fueron testigos de la curación del sordomudo en la
Decápolis? Nuestro mundo necesita este testimonio; espera sobre todo el testimonio común de los
cristianos.

Por eso, la escucha de Dios que habla implica también la escucha recíproca, el diálogo entre las
Iglesias y las comunidades eclesiales. El diálogo sincero y leal constituye el instrumento
imprescindible de la búsqueda de la unidad.

El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo puso de relieve que, si los cristianos no se
conocen mutuamente, no puede haber progreso en el camino de la comunión. En efecto, en el diálogo
nos escuchamos y comunicamos unos a otros; nos confrontamos y, con la gracia de Dios, podemos
converger en su Palabra, acogiendo sus exigencias, que son válidas para todos.

2) La conversión

La dimensión penitencial ha de estar muy presente en la celebración eucarística y en el culto


eucarístico fuera de la Misa. Emerge no sólo al inicio del acto penitencial, con sus variadas fórmulas
de invocación de la misericordia, sino también en la súplica a Cristo en el canto del Gloria, en el canto
del Agnus Dei durante la fracción del Pan, en la plegaria que dirigimos al Señor antes de participar
en el convivio eucarístico; como fuente de la vida y misión del MEC.

La Eucaristía estimula a la conversión y purifica el corazón penitente, consciente de las propias


miserias y deseoso del perdón de Dios, aunque sin sustituir a la confesión sacramental, única forma
ordinaria, para los pecados graves, de recibir la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

Tal actitud del espíritu debe extenderse durante nuestras jornadas, sostenida por el examen de
conciencia, es decir, confrontar pensamientos, palabras, obras y omisiones con el Evangelio de
Jesús.

Ver con transparencia nuestras miserias nos libera de la autocomplacencia, nos mantiene en la
verdad delante de Dios, nos lleva a confesar la misericordia del Padre que está en los cielos, nos
muestra el camino que nos espera, nos conduce al sacramento de la Penitencia. Posteriormente nos
abre a la alabanza y acción de gracias. Nos ayuda, finalmente, a ser benévolos con el prójimo, a
compadecerlo en sus fragilidades y perdonarlo. Es preciso tomar en serio la invitación de Jesús de
reconciliarnos con el hermano antes de llevar la ofrenda al altar (cf. Mt 5, 23-24), y la llamada de
Pablo a examinar nuestra conciencia antes de participar en la Eucaristía (cada uno se examine a sí
mismo y después coma el pan y beba el cáliz: 1Cor 11,28). Sin el cultivo de estas actitudes, se
desatiende una de las dimensiones profundas de la Eucaristía y del ministerio de enfermos.
3) Presencia de Cristo

Por ser la Eucaristía el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama, el MEC
ha de ser testigo fervoroso de la presencia de Cristo en la Eucaristía; de forma que la Eucaristía
modele su vida, la vida de la familia que forman; que oriente todas sus opciones de vida. Que la
Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, les inspire ideales de solidaridad y los
haga vivir en comunión con sus hermanos más necesitados.

El MEC siempre ha de tener presente que cuando los cristianos se congregan para orar, Jesús mismo
está en medio de ellos. Son uno con Aquel que es el único mediador entre Dios y los hombres. La
constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II hace referencia a uno de los modos de
la presencia de Cristo: “Cuando la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que
prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt
18, 20; Cfr. SC 7).

[1] Juan Pablo II, Ecclesia in América, 29, 1

[2] Ibidem 29, 2

[3] Ibidem 29, 4

CAPÍTULO DÉCIMO PRIMERO


EL APOSTOLADO DE LOS ENFERMOS

La Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado
ministerio de los sacerdotes en el Artículo 8 y 9, cuando habla del ministro extraordinario de la
Sagrada Comunión[1], dice que los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos
ambientes de la pastoral con los sagrados ministros a fin que “el don inefable de la Eucaristía sea
siempre más profundamente conocido y se participe a su eficacia salvífica con siempre mayor
intensidad”.

Se trata de un servicio litúrgico que, responde a objetivas necesidades de los fieles, destinado, sobre
todo, a los enfermos y a las asambleas litúrgicas en las cuales son particularmente numerosos los
fieles que desean recibir la sagrada Comunión.
§ 1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada Comunión debe ser, sin
embargo, rectamente aplicada para no generar confusión. La misma establece que el ministro
ordinario de la sagrada Comunión es el Obispo, el presbítero y el diácono, mientras son ministros
extraordinarios sea el acólito instituido, sea el fiel a ello delegado a norma del can. 230, § 3.97.

Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser delegado por el Obispo
diocesano, en calidad de ministro extraordinario, para distribuir la sagrada Comunión también fuera
de la celebración eucarística, ad actum vel ad tempus, o en modo estable, utilizando para esto la
apropiada forma litúrgica de bendición. En casos excepcionales e imprevistos la autorización puede
ser concebida ad actum por el sacerdote que preside la celebración eucarística.

§ 2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística, pueda distribuir la sagrada
Comunión, es necesario o que no se encuentren presentes ministros ordinarios o que, estos, aunque
presentes, se encuentren verdaderamente impedidos. Pueden desarrollar este mismo encargo
también cuando, a causa de la numerosa participación de fieles que desean recibir la sagrada
Comunión, la celebración eucarística se prolongaría excesivamente por insuficiencia de ministros
ordinarios.

Tal encargo es de suplencia y extraordinario y debe ser ejercitado a norma de derecho. A tal fin es
oportuno que el Obispo diocesano emane normas particulares que, en estrecha armonía con la
legislación universal de la Iglesia, regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras
cosas, a que el fiel delegado a tal encargo sea debidamente instruido sobre la doctrina eucarística,
sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se deben observar para la debida reverencia a
tan augusto Sacramento y sobre la disciplina acerca de la admisión para la Comunión.

Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido
creando desde hace algún tiempo en algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:

 la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes.


 asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa Crismal del Jueves
Santo, otras categorías de fieles que renuevan los votos religiosos o reciben el mandato de
ministros extraordinarios de la Comunión.
 el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas, extendiendo arbitrariamente
el concepto de “numerosa participación”.

1. Sobre el apostolado para los enfermos

§ 1. En este campo, los fieles no ordenados pueden aportar una preciosa colaboración. Son
innumerables los testimonios de obras y gestos de caridad que personas no ordenadas, bien
individualmente o en formas de apostolado comunitario, tienen hacia los enfermos. Ello constituye
una presencia cristiana de primera línea en el mundo del dolor y de la enfermedad. Allí donde los
fieles no ordenados acompañan a los enfermos en los momentos más graves es para ellos deber
principal suscitar el deseo de los Sacramentos de la Penitencia y de la sagrada Unción, favoreciendo
las disposiciones y ayudándoles a preparar una buena confesión sacramental e individual, como
también a recibir la Santa Unción. En el hacer uso de los sacramentales, los fieles no ordenados
pondrían especial cuidado para que sus actos no induzcan a percibir en ellos aquellos sacramentos
cuya administración es propia y exclusiva del Obispo y del Presbítero. En ningún caso, pueden hacer
la Unión de los Enfermos, ni con óleo no bendecido.

§ 2. Para la administración de este sacramento, la legislación canónica acoge la doctrina


teológicamente cierta y la practica multisecular de la Iglesia, según la cual el único ministro válido es
el sacerdote. Dicha normativa es plenamente coherente con el misterio teológico significado y
realizado por medio del ejercicio del servicio sacerdotal.

Debe afirmarse que la exclusiva reserva del ministerio de la Unción al sacerdote está en relación de
dependencia con el sacramento del perdón de los pecados y la digna recepción de la
Eucaristía.Ningún otro puede ser considerado ministro ordinario o extraordinario del sacramento, y
cualquier acción en este sentido constituye simulación del sacramento.

2. Jesús y los enfermos


Si uno lee con detención los Santos Evangelios descubre todo un mundo, un océano de dolor que
parece rodear a Jesús. Parece un imán que atrae a cuantos enfermos encuentra en su paso por la
vida. Él mismo se dijo Médico que vino a sanar a los que estaban enfermos. No puede decir “no”
cuando clama el dolor. El amor de Jesús a los hombres es, en su última esencia, amor a los que
sufren, a los oprimidos. El prójimo para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento (cf. Lc 10,
29 ss). La buena nueva que vino a predicar alcanzaba sobre todo a los enfermos.

El dolor y el sufrimiento no son una maldición, sino que tienen su sentido hondo. El sufrimiento
humano suscita compasión, respeto; pero también atemoriza. El sufrimiento físico se da cuando duele
el cuerpo, mientras que el sufrimiento moral es dolor del alma. Para poder vislumbrar un poco el
sentido del dolor tenemos que asomarnos a la Sagrada Escritura que es un gran libro sobre el
sufrimiento.105 El sufrimiento es un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su
inteligencia. Sólo a la luz de Cristo se ilumina este misterio. Desde que Cristo asumió el dolor en todas
sus facetas, el sufrimiento tiene valor salvífico y redentor, si se ofrece con amor. Además, todo
sufrimiento madura humanamente, expía nuestros pecados y nos une al sacrificio redentor de Cristo.

1) La enfermedad en tiempos de Jesús

El estado sanitario del pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable. Todas las enfermedades
orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de tres fuentes principales: la pésima
alimentación, el clima y la falta de higiene.

La alimentación era verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida de los


contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanto frecuencia enfermos y muertos jóvenes en la
narración evangélica. Pero era el clima el causante de la mayor parte de las dolencias. En el clima de
Palestina se dan con frecuencia bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con
temperaturas relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los “días Hamsin” (días del viento
sur del desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun en esos mismos días, la noche
puede registrar bruscos cambios de temperatura que, en casas húmedas y mal construidas como las
de la época, tenían que producir fáciles enfriamientos, y por lo mismo, continuas fiebres. Y con el
clima, la falta de higiene.

De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en sus dos
formas: hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. La lepra era una
terrible enfermedad, que no sólo afectaba al plano físico y corporal, sino sobre todo al plano
psicológico y afectivo. El leproso se siente discriminado, apartado de la sociedad. Ya no cuenta. Vive
aislado. Al leproso se le motejaba de impuro. Se creía que Dios estaba detrás con su látigo de justicia,
vengando sus pecados o los de sus progenitores. Basta leer el capítulo trece del Levítico para que
nos demos cuenta de todo lo que se reglamentaba para el leproso. ¡La lepra iba comiendo sus carnes
y la soledad del corazón! Todos se mantenían lejos de los leprosos. E incluso les arrojaban piedras
para mantenerlos a distancia.

¿Cuál era la postura de los judíos frente a la enfermedad? Al igual que los demás pueblos del antiguo
Oriente, los judíos creían que la enfermedad se debía a la intervención de agentes sobrenaturales.
La enfermedad era un pecado que tomaba carne. Es decir, pensaban que era consecuencia de algún
pecado cometido contra Dios. El Dios ofendido se vengaba en la carne del ofensor. Por eso, el curar
las enfermedades era tarea casi exclusivamente de sacerdotes y magos, a los que se recurría para
que, a base de ritos, exorcismos y fórmulas mágicas, oraciones, amuletos y misteriosas recetas,
obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo de ese enfermo. Para los judíos era Yavé el
curador por excelencia (cf. Ex 15, 26).

Más tarde, vino la fe en la medicina (cf. Eclesiástico 38, 1-8). No obstante, la medicina estaba poco
difundida y no pasaba de elemental. Por eso, la salud se ponía más en las manos de Dios que en las
manos de los médicos.

2) Jesús ante el dolor, la enfermedad y el enfermo

Y, ¿qué pensaba Jesús de la enfermedad? Jesús dice muy poco sobre la enfermedad. La cura. Tiene
compasión de la persona enferma. La curación del cuerpo estaba unida a la salvación del alma. Jesús
participa de la mentalidad de la primera comunidad cristiana que vivió la enfermedad como
consecuencia del pecado (cf. Jn 9, 3; Lc 7, 21). Por tanto, Jesús vive esa identificación según la cual
su tarea de médico de los cuerpos es parte y símbolo de la función de redentor de almas. La curación
física es siempre símbolo de una nueva vida interior.

Jesús ve el dolor con realismo. Sabe que no puede acabar con todo el dolor del mundo. Él no tiene
la finalidad de suprimirlo de la faz de la tierra. Sabe que es una herida dolorosa que debe atenderse,
desde muchos ángulos: espiritual, médico, afectivo, etc.

3) ¿Y ante el enfermo?

Primero: siente compasión (cf. Mt 7, 26). Jesús admite al necesitado. No lo discrimina. No se centra
en los cálculos de las ventajas que puede obtener o de la urgencia de atender a éste o a aquel.
Alguien llega y Él lo atiende. Su móvil es aplacar la necesidad. Tiene corazón siempre abierto para
cualquier enfermo.

Segundo: ve más hondo. Tras el dolor ve el pecado, el mal, la ausencia de Dios. La enfermedad y el
dolor son consecuencias del pecado. Por eso, Jesús, al curar a los enfermos, quiere curar sobre todo
la herida profunda del pecado. Sus curaciones traen al enfermo la cercanía de Dios. No son sólo una
enseñanza pedagógica; son, más bien, la llegada de la cercanía del Reino de Dios al corazón del
enfermo (cf. Lc 4, 18).

Tercero: le cura, si esa es la voluntad de su Padre y si se acerca con humildad y confianza. Y al


curarlo, desea el bien integral, físico y espiritual (cf. Lc 7, 14). Por eso no omite su atención, aunque
sea sábado y haya una ley que lo malinterprete (cf. Mc 1, 21; Lc 13, 14).

Cuarto: Jesús no se queda al margen del dolor. Él también quiso tomar sobre sí el dolor. Tomó sobre
sí nuestros dolores.107 A los que sufren, Él les da su ejemplo sufriendo con ellos y con un estilo lleno
de valores (cf. Mt 11, 28).

Quinto: con los ancianos tiene comprensión de sus dificultades, les alaba su sacrificio y su
desprendimiento, su piedad y su amor a Dios, su fe y su esperanza en el cumplimiento de las
promesas divinas (cf. Mc 12, 41-45; Lc 2, 22-38).

Juan Pablo II en su exhortación “Salvifici doloris” del 11 de febrero de 1984 dice que Jesucristo
proyecta una luz nueva sobre este misterio del dolor y del sufrimiento, pues Él mismo lo asumió.
Probó la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión. Fue rodeado de un círculo de hostilidad, que
le llevó a la pasión y a la muerte en cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció el dolor y
la enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal,
sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido
sacado de la cruz de Cristo. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos
de agua viva. En ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el interrogante sobre el
sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.

Al final de la exhortación, el Papa dice: “Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis.
Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y
para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el
mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo” (número 31).

4) Nosotros ante el dolor y la enfermedad, ¿Cuál debería ser nuestra actitud ante el dolor, la
enfermedad y ante los enfermos?

Primero, ante el dolor y la enfermedad propios: aceptarlos como venidos de la mano de Dios que
quiere probar nuestra fe, nuestra capacidad de paciencia y nuestra confianza en Él. Ofrecerlos con
resignación, sin protestar, como medios para crecer en la santidad y en humildad, en la purificación
de nuestra vida y como oportunidad maravillosa de colaborar con Cristo en la obra de la redención
de los hombres.
Y ante el sufrimiento y el dolor ajenos: acercarnos con respeto y reverencia ante quien sufre, pues
estamos delante de un misterio; tratar de consolarlo con palabras suaves y tiernas, rezar juntos,
pidiendo a Dios la gracia de la aceptación amorosa de su santísima voluntad.

Además de consolar al que sufre, hay que hacer cuanto esté en nuestras manos para aliviarlo y
solucionarlo, y así demostrar nuestra caridad generosa.109 El buen samaritano nos da el ejemplo
práctico: no sólo ve la miseria, ni sólo siente compasión, sino que se acerca, se baja de su
cabalgadura, saca lo mejor que tiene, lo cura, lo monta sobre su jumento, lo lleva al mesón, paga por
él. La caridad no es sólo ojos que ven y corazón que siente; es sobre todo, manos que socorren y
ayudan.

Juan Pablo II en su exhortación “Salvifici doloris”, sobre el dolor salvífico, dice que el sufrimiento tiene
carácter de prueba.110 Es más, sigue diciendo el Papa: “El sufrimiento debe servir para la conversión,
es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en
esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas
formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con
los demás y, sobre todo, con Dios” (número 12).

Conclusión

Así Jesús pasaba por las calles de Palestina curando hombres, curando almas, sanando
enfermedades y predicando al sanarlas. Y las gentes le seguían, en parte porque creían en Él, y, en
parte mayor, porque esperaban recoger también ellos alguna migaja de la mesa. Algo tiene el
sufrimiento de sublime y divino, pues el mismo Dios pasó por el túnel del sufrimiento y del dolor…ni
siquiera Jesús privó a María del sufrimiento. La llamamos Virgen Dolorosa. Contemplemos a María y
así penetraremos más íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico.

CAPÍTULO DÉCIMO SEGUNDO.


Conclusiones y bibliografía
FORMA DE LLEVAR LA COMUNIÓN A LOS ENFERMOS

El Papa Benedicto XVI en el discurso a la VII asamblea plenaria del consejo pontificio para la pastoral
de la salud, el 22 de marzo de 2007, afirmó que “la caridad como tarea de la Iglesia (…) se aplica de
modo particularmente significativo en la atención a los enfermos. Lo atestigua la historia de la Iglesia,
con innumerables testimonios de hombres y mujeres que, tanto de forma individual como en
asociaciones, han actuado en este campo (…) como san Juan de Dios, san Camilo de Lelis y san
José Benito Cottolengo, que sirvieron a Cristo pobre y doliente en las personas de los enfermos”.

“… De la Eucaristía la pastoral de la salud puede sacar continuamente la fuerza para socorrer de


modo eficaz al hombre y promoverlo según la dignidad que le es propia. (…) La Eucaristía, distribuida
a los enfermos dignamente y con espíritu de oración, es la savia vital que los conforta e infunde en
su corazón luz interior para vivir con fe y con esperanza la condición de enfermedad y sufrimiento.

Así, los MEC es bueno que se experimenten como enviados por el Señor al mundo para transformarlo,
para sembrar en las realidades terrenas el germen de su Reino. Al llevar la Vida a los enfermos, les
hacen conciencia de que Jesús siguen estando realmente presenten en medio de nosotros en el
sacramento de la Eucaristía, en su doble aspecto de celebración y permanencia, porque allí está no
solo la presencia real del Señor, sino también su presencia ‘sustancial’: la misma sustancia del pan y
el vino, la fibra íntima de su ser, es transformada en Jesús.

1. Tratamiento de la Eucaristía

Tener siempre en cuenta que las especies consagradas ocultan la presencia real de Jesucristo
Nuestro Señor. El sacramento eucarístico deberá ser tratado con la mayor reverencia.

Al Santísimo Sacramento del altar se lo saluda doblando la rodilla derecha (genuflexión), tanto cuando
esta expuesto como cuando está reservado en el sagrario.

2. Forma de trasladar la Eucaristía

Para llevar la comunión a un enfermo, se debe retirar el Santísimo Sacramento inmediatamente antes
de salir hacia el hogar donde se ha de administrar el sacramento. No corresponde llevar la Eucaristía
y ocuparse en otras actividades antes de dar la comunión; tampoco es lícito retenerla en la casa del
ministro. La norma general e invariable debe ser: desde el sagrario a la casa del enfermo.

El recipiente donde se lleva la sagrada Forma, llamado “teca” (pequeña cajita de metal), no puede
ser sustituido, por pastilleros o cosas semejantes. La teca se destinará exclusivamente a este uso.
Sería adecuado llevarla de manera respetuosa y protegiéndola de posibles robos o pérdidas. En el
camino es conveniente rezar adorando al Sacramento.

3. En la casa del enfermo

Al llegar a la casa del enfermo, lo primero que debe hacerse después de saludar cordialmente, es
comenzar la celebración con los ritos acostumbrados y establecidos por la Iglesia.

Si el enfermo sólo puede recibir una parte de la hostia, hay que llevar el resto al sagrario nuevamente,
así también cuando no se encuentra al enfermo o no la quiso recibir.

Si el enfermo no quiere recibir la eucaristía, no se le debe exigir, tampoco se debe invitar


imprudentemente a que sus acompañantes la reciban. Corresponde que el sacerdote visite al enfermo
para que éste tenga oportunidad de confesarse. El enfermo que recibe habitualmente la Eucaristía
de manos de un ministro extraordinario debe recibir también, periódicamente y con regularidad, la
visita del sacerdote.

No debe olvidar que es el sacerdote quien envía al ministro a visitar a los enfermos, y por tanto es el
que determina a quienes a de administrársele la comunión.

Bajo ningún concepto se dejará el Santísimo Sacramento en la casa del enfermo para que comulgue
por si mismo (ya sea porque no esta, o cualquier otra causa). El ministro debe volver las veces que
sea necesario y en la medida de sus posibilidades.

Es muy importante tener conocimiento de la situación sacramental del enfermo, si está bautizado, si
ha recibido su primera comunión, que sacramentos ha recibido en su vida, etc.

4. Una forma de dar la comunión a los enfermos

1. Rito de inicio

Canto de entrada, por ejemplo:


Ha venido el señor a traernos la paz, ha venido el señor y en nosotros esta.

Te alabamos, Señor, por tu inmensa bondad, Te alabamos, Señor, por tu Cuerpo hecho pan.

Después de hace la señal de la cruz diciendo:

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén

Saludo

Ministro: La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo el Señor, esté con ustedes

R. Y también contigo

Luego, con profundo respeto y adoración el MEC se pone de rodillas y deposita el Santísimo
Sacramento sobre un lugar digno, previamente preparado, de preferencia con dos velas encendidas.

Acto penitencial

MEC: Hermanos, dispongámonos a esta celebración: obramos nuestro corazón a la misericordia del
Señor, reconozcamos nuestros pecados (un breve silencio)

Confesémonos públicamente que somos pecadores: Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante
ustedes, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa,
por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los
santos y a ustedes, hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro Señor.

Todos: Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a
la vida eterna. Amén

Señor, ten piedad. R. Señor, ten piedad Cristo, ten piedad. R. Cristo, ten piedad Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad

Oración

Dios nuestro, que llevaste a cabo la obra de la redención humana por el misterio pascual de tu Hijo,
concédenos que, al anunciar llenos de fe por medio de los signos sacramentales, su muerte y su
resurrección, recibamos cada vez con mayor abundancia los frutos de la salvación. Por Jesucristo
Nuestro Señor. R. Amén

2. Palabra de Dios

Del santo Evangelio según san Lucas (7, 1-10)

Cuando hubo acabado de dirigir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. Se encontraba
mal y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de
Jesús, envió donde él unos ancianos de los judíos, para rogarle que viniera y salvara a su siervo.

Estos, llegando donde Jesús, le suplicaban insistentemente diciendo: “Merece que se lo concedas,
porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga”.

Iba Jesús con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos amigos a decirle:
“Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me
consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también
yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y
viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace”.

Al oír esto Jesús, quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: “Les
digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande”. Cuando los enviados volvieron a la casa,
hallaron al siervo sano.

Palabra del Señor.


Todos: Gloria a Ti, Señor Jesús. – Breve reflexión

(El MEC, si ha preparado, puede hacer una breve reflexión; si no, se guarda un breve silencio)

Preces

MEC: Ahora llenos de confianza oremos por las necesidades de nosotros y de todos nuestros
hermanos. A cada petición responderemos: Oh Cristo, pan vivo bajado del cielo, escucha nuestra
oración.

1. Te rogamos, Señor, por nuestros hermanos enfermos, haz que, animados por tu amor, puedan
llevar serenamente su cruz por la redención de la humanidad.

2. Señor Jesús, que durante tu vida terrena pasaste haciendo el bien y curando toda enfermedad,
sostén y consuela a nuestros hermanos enfermos, para que puedan llevar la cruz de la enfermedad
bajo la luz de tu designio universal de salvación.

3. Jesús, varón de dolores y sabedor de dolencias, reconforta a los enfermos y une sus
sufrimientos a los tuyos, para la salvación de todos los hombres.

4. Señor Jesús, modelo de los que sufren, haz que nuestros enfermos encuentren alivio y consuelo
en la promesa de tu salvación.

Ministro: Señor y Padre Nuestro, Dios de todo consuelo y amor, escucha las súplicas que con fe y
confianza te hemos dirigido, por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén.

3. Comunión

Padre nuestrO: Fieles al mensaje de Jesús, digamos confiadamente: PADRE NUESTRO…

Cordero de Dios

MEC: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo. R: Ten piedad de nosotros.

Ministro: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo. R: Ten piedad de nosotros.

Ministro: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo. R: Danos la paz.

Comunión

(Con la debida reverencia, el MEC saca del relicario al Santísimo Sacramento y lo presenta diciendo):
Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor.

R: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuyi bastará para sanarme.

Ministro: El Cuerpo de Cristo.

Enfermo: Amén.

(Breve silencio de adoración)

Si se cree oportuno se puede concluir con la Oración de San Ignacio de Loyola

Ángeles y Serafines, ayúdenme a bendecir a Jesús Sacramentado que acabo de recibir.

Alma de Cristo, santifícame Cuerpo de Cristo, sálvame

Sangre de Cristo, embriágame Agua del costado de Cristo, lávame Pasión de Cristo, confórtame ¡Oh,
buen Jesús, óyeme!

Dentro de tus llagas, escóndeme No permitas que me aparte de Ti Del maligno, defiéndeme
En la hora de mi muerte, llámame Y mándame ir a Ti

Para que con tus santos te alabe Por los siglos de los siglos. Amén

Oración después de la comunión

Padre Santo, a quienes creemos y confesamos que en este sacramento está realmente presente
Jesucristo, quien por redimirnos nació de la Virgen M ría, padeció muerte de cruz y resucitó de entre
los muertos, concédenos por es comunión que hemos recibido, obtener de El nuestra salvación
eterna. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

4. Rito conclusivo

Que Dios, nuestro Padre, nos bendiga.

R. Amén.

Que el Hijo de Dios nos conceda la salud.

R. Amén.

Que el Espíritu Santo nos ilumine.

R. Amén.

Que la Trinidad Omnipotente de Dios, encienda nuestro corazón y nos dé su paz, R. Amén.

Y que a todos nosotros nos bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Ministro: Bendigamos al Señor. R: Demos gracias a Dios.

Se puede concluir con un canto, por ejemplo: Bendito, bendito, bendito sea Dios, los ángeles cantan
y alaban a Dios.

CONCLUSIONES

Podemos estar seguros de que la Iglesia siempre mira por las necesidades de sus hijos. Y de esta
manera, bien sea por criterios de practicidad para obviar filas inmensas que retraerían a muchos de
acercarse a recibir la comunión o prácticamente no daría tiempo de repartirla, o ante la falta de
sacerdotes o personas idóneas como en el caso de las misiones, la Iglesia vela por hacer accesible
el Cuerpo de Cristo a quien lo necesite.

Pero no se olvide que el fiel, hombre o mujer que será instituido como ministro extraordinario de la
Sagrada Comunión, deba estar adecuadamente instruido y ser recomendable por su vida, por su fe
y por sus costumbres. Incluso utiliza unas palabras muy exactas sobre la idoneidad de la persona,
que transcribo a continuación. “No sea elegido nadie cuya designación pudiera causar admiración a
los fieles”.

El ministro de la Comunión ha de vivir con orgullo el don de gozar con su hermano mayor, Jesús, la
filiación con Dios Padre; la dicha de la amistad con ese amigo del alma y en el alma que es el Espíritu
Santo. En esta relación amorosa con la Trinidad ha de fundamentar su vida espiritual. El ministro no
es un mero “cartero” de la Comunión. Es, sobre todo, un “Cristóforo”, portador de Cristo. Es más, es
un configurado con Cristo.

Y constantemente ha de crecer esa configuración que, de manera inigualable, expresó San Cirilo de
Jerusalén: “Al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo te haces concorpóreo y consanguíneo suyo. Así
pues, nos hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo”
(Catequesis, 22).
Portador por llevar a Cristo dentro de sí y llevar a Cristo a los que sufren. El ministro ha de configurarse
con la humanidad de Jesús de Nazaret, con todo Cristo resucitado que comulga.

Por otro parte, no se olvide que la visita del Ministro Extraordinario de la Comunión reviste un carácter
de misión o envío y, por tanto, difiere de una visita hecha en calidad de familiar o de amigo. El carisma
para animar y consolar a los enfermos y ancianos que ha de poseer el Ministro es dado por el mismo
Espíritu Santo, porque “cada uno sirva a los demás según los dones que haya recibido”.

En este Ministerio es más lo que se recibe que lo que se da. Conscientes de ser instrumentos del
Señor, enviados por El, por medio de nuestro Cura Párroco, para animar y consolar, administrando
un misterio de amor, que es resurrección a través de la cruz del sufrimiento.

Y finalmente, se ha de tener en cuenta que la persona enferma, el anciano ó el inválido son muy
especiales. Debido a su situación de dolor y sufrimiento ó debido a su condición es sumamente
sensible, necesitado de cariño y de respeto. Necesita ser escuchado y comprendido. Es un gran
evangelizador al llevar con entereza su dolor ó condición, aunque a veces puede volverse algo
agresivo y sentirse desanimado. En esas circunstancias debemos actuar con mucho amor, paciencia
y comprensión, intentando devolverle la confianza y fortalecer su fe.

BIBLIOGRAFÍA

JUAN PABLO II

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Catecismo de la Iglesia Católica, 1991.

Christifideles Laici, Exhortación apostólica sobre la vocación de los laicos en la Iglesia y en el mundo,
30 de diciembre de 1988.

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Mane Nobiscum Domine, al episcopado, al clero y a los fieles para el año de la eucaristía octubre
2004-octubre 2005.

Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia, sobre la eucaristía en su relación con la iglesia, 23, 1

A los representantes del laicado católico de Madagascar n 2, 30–IV–1989

Carta a los sacerdotes, con ocasión del Jueves Santo n 5 (12-III-1989)

VATICANO II

Lumen Gentium, Constitución dogmática sobre la Iglesia, 1964

Sacrosanctum Concilium, Constitución sobre la sagrada Liturgia, 1963

Apostolicam Actuositatem, Decreto sobre el apostolado de los laicos, 1965

OTROS

Ocariz-Mateo Seco-Riestra, El misterio de Jesucristo, EUNSA, Pamplona, 2001, p. 20-21.

Hans Kung, La Iglesia. Herder, Barcelona 4 1975

León-Joseph Suenens, La corresponsabilidad en la Iglesia de hoy. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1969


Instituto Martín de Azpilcueta, Manual de Derecho Canónico, EUNSA, Pamplona 1991, p. 398

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ELECTRÓNICOS

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