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El sueño de la inyección de Irma o el sueño de los sueños

“Aquí, el 24 de julio de 1895, el doctor Sigmund Freud halló el misterio del sueño”[1]
El sueño de la inyección de Irma fue un acontecimiento en la vida de Freud y en el devenir de la historia del
psicoanálisis. Jacques Lacan le dedica dos capítulos de su segundo seminario publicado[2] –de hecho, nos
basaremos aquí en algunos de sus comentarios– pero son muchas las referencias que pueden encontrarse entre
quienes continúan la enseñanza lacaniana y entre los post freudianos, en general.

Freud presenta este sueño en su obra La interpretación de los sueños y vuelve a él repetidas veces en el
transcurso de la misma. Había querido que la publicación de su primera obra magna coincidiera con el inicio de
un nuevo siglo (1900) puesto que, a su entender, con ella sentaba las bases de una ciencia nueva sobre el
funcionamiento psíquico. No se equivocaba, la invención del psicoanálisis ha modificado toda entera la
subjetividad del mundo occidental, además de haber introducido un nuevo lazo social: el de esa suerte de
diálogo privilegiado entre analista y analizante.
El análisis del sueño es sorprendente, entre otras cosas, por la honestidad con la que Freud exterioriza sus ideas
sin permitir que la censura le cierre el paso. De hecho, aún hoy en día no deja de asombrarnos el modo en que
podía exponer sus pensamientos sin que el temor al escándalo lo detuviera; era más importante someterlos a la
consideración de los demás y compartir sus hallazgos.

Irma era una paciente de Freud que había mejorado pero que conservaba algunos síntomas, especialmente una
propensión al vómito[3]. Otto, el médico de la familia, le había comunicado a Freud, la víspera del sueño, que
ella estaba bien “pero no del todo”, lo que interpretó como una crítica solapada al tratamiento por parte de su
amigo tanto como por la de algunos de los familiares de la enferma y, probablemente, la de otros colegas
también. Aunque Freud mantenía la impresión de haberle propuesto a Irma la buena solución, redactó el caso
esa misma noche con el objeto de someterlo al criterio de un colega importante para él; a la mañana siguiente,
tuvo el sueño en cuestión.
Las asociaciones le recuerdan a otros pacientes, a algún amigo al que le dio un consejo y a una hija que enfermó
de difteria; se trata de su responsabilidad. Habría sido la desaprobación percibida la que habría puesto en
marcha el sueño. El relato se parece, dice, al cuento en que se reprocha al vecino el haberle devuelto a uno el
caldero agujereado, a lo que el susodicho habría respondido, primero, que lo ha devuelto intacto, segundo, que
cuando se lo prestaron ya estaba agujereado y, tercero, que nunca lo tomó prestado. Por una parte, el sueño lo
refleja concienzudo, por otra, le reprocha su falta de decisión, de convicción interna; en todo un primer tramo
del análisis, se observa a Freud dudando de sí mismo. Pero, además, es precisamente por haber retrocedido en el
diagnóstico de histeria, por haber preferido un tratamiento que interviniese directamente sobre el cuerpo
suponiendo un asiento orgánico del mal, siendo que tenía dudas al respecto, que habría expuesto a algunos
pacientes, y a Irma en particular, a tratamientos que los enfermaron seriamente.

En su muy interesante análisis, S. André[4] cuenta, entre otras cosas, que, según las cartas que descubriera Max
Schur, Freud le había pedido a Fliess que operara las cavidades nasales de Irma (Emma, en realidad). Este había
dejado en su interior una gasa de 5 cm., a raíz de lo cual fue necesaria una nueva intervención que le causó una
fuerte hemorragia, llegando a perder el conocimiento. Freud, que estuvo presente, sufrió a su vez un mareo que
lo obligó a dejar la sala. Irma tuvo que ser operada varias veces más. Luego de estos sucesos, Freud dudaba en
escribir a su amigo relatándole lo sucedido, hasta que finalmente lo hizo, no sin disculparse antes por su
vacilación y asegurándole que, pese a todo, su confianza seguía incólume. Como es sabido, solo se afirma lo
que está en duda. Schur suponía que el sueño había sido causado por el deseo de disculpar a Fliess antes que por
el de exculparse a sí mismo, pero en el sueño la culpabilidad se refiere al propio Freud, quien se reprocha no
haber tomado con seriedad sus propios hallazgos: al derivar a esta paciente, no había estado a la altura de sus
deberes para con Irma, de manera que este sentimiento de culpabilidad ataca la transferencia de saber que había
depositado en Fliess (“un médico ante cuya autoridad me inclino por sobre todas”, “mi consejero”, alguien bajo
el cual se sentía amparado).

Así, en el sueño aparecen tres personajes que se acercan (un doctor respetable, que le recuerda a un medio
hermano importante, subsidiario de la imagen paterna, un amigo de la familia que no siempre está de acuerdo
con él y otro que siempre está en contra del anterior), todos ellos sujetos que, de modos diversos, representan
para Freud la palabra decisiva: ¿tengo razón o estoy equivocado? ¿Cuál es la solución apropiada? En la escena,
sin embargo, la suerte de representantes de la comunidad científica a la que ha apelado tiene un aspecto
bufonesco, al punto que uno de ellos concluye con una explicación absurda (“sobrevendrá una disentería y se
eliminará el veneno”, una respuesta que provoca risa, dirá Freud). Por lo demás, se revela que ha sido otro el
causante de la infección (la jeringa que le habría aplicado uno de los médicos no estaba limpia, como, en cierto
modo, tampoco, la relación transferencial de Freud). Por último, aparece la fórmula de una solución que Freud
ve escrita en el sueño. Trimetilamina es una sustancia que se encuentra en el esperma, es decir, remite a la
sexualidad y, con ello, a la teoría que había formulado respecto a la causalidad psíquica de las afecciones
nerviosas. De manera que la burla es “un dardo” dirigido a sus colegas por no reconocer allí una histeria.
En suma, el sueño expresa el deseo de Freud de quedar exonerado de culpa respecto al padecimiento de Irma,
quien se había mostrado reacia a la solución psicoanalítica. De este modo, descubre que los sueños realizan el
cumplimiento de un deseo inconsciente y que, por lo tanto, tienen un sentido, el que se consigue develar si se lo
analiza siguiendo el curso de las asociaciones que promueve, tal como él ha demostrado partiendo de cada uno
de sus detalles. No obstante, como anota Lacan, ese deseo que Freud confiesa era preconsciente; él se había
pasado la noche haciendo el resumen, así que éste no sería uno que requiriese del relajamiento de la censura
diurna para expresarse durante la noche de manera disfrazada. Sin embargo, Freud piensa que con este análisis
ha logrado dar un paso fundamental y “si siente que lo ha dado, es porque lo ha dado”, afirma Lacan.

Es que el deseo que Freud realiza es su deseo de inventar el psicoanálisis. El análisis del relato le demuestra que
lo inconsciente tiene una lógica, que ésta puede exponerse y transmitirse, que la sexualidad cumple allí un papel
fundamental, que en el sufrimiento psíquico hay siempre en juego alguna satisfacción ignorada y que el camino
para hallar las claves es la palabra misma, no hay más fórmula que la del significante. “Mane, thecel, phares”
(pesado, contado, dividido), sentencia Lacan. Detrás del Freud del sueño está el Freud que sueña y se pregunta
por la clave del sueño, la de la neurosis, la de la cura. Si la clave del sueño reúne a las otras dos, es que se trata
de una misma estructura.

Entonces, Freud realiza en el sueño su deseo de inscribir su descubrimiento en el Otro. « La fórmula de Freud »
se cuece allí mismo. La única palabra clave del sueño es la naturaleza misma de lo simbólico. La palabra “está
en el sujeto sin ser la palabra del sujeto”[5].

Puede decirse que todo el sueño es el crisol en el que se forja el deseo del analista que lo habita así como su
deber ético de avanzar en ese sentido, de ser fiel al acontecimiento más allá de la desaprobación de sus colegas
de entonces. Y ha sido posible porque lo anidaba un deseo más fuerte que el horror.

¿Por qué no despertó cuando Irma, a pesar de las resistencias que ofrecía, finalmente abrió la boca dejando ver
las horribles membranas diftéricas que aparecieron en su garganta? Es la pregunta que se hace Lacan, quien
reconoce aquí que E. Erikson tenía razón cuando llamaba la atención sobre este asunto. El sueño se ha
convertido en una pesadilla pero Freud no se ha despertado para seguir soñando después, ha permanecido en el
sueño. Es que tiene agallas, responde Lacan, las que provienen de ese deseo que es más fuerte que el horror de
las membranas en la garganta de una mujer, por el cual, franqueando la angustia, consigue dar el paso que
corresponde.

No hay analista sin que el deseo de saber advenga, y éste solo se produce cuando se afronta el no saber, cuando
se lo sostiene hasta inventar algo que pueda dar cuenta de lo real. Todo sueño tiene por lo menos un lugar donde
surge algo insondable, un ombligo por el que se conecta con lo no conocido, dice el propio Freud a pie de
página. Él se encuentra, pues, con eso real a través de la boca de una mujer.

¿Cómo ha sido posible? Retrocedamos un poco. ¿En qué radicaba el saber que Freud le suponía a Fliess?, se
pregunta S. André[6]. Lo que supuestamente sabría el médico de las ciencias exactas, es algo sobre la
feminidad, responde. La etiología sexual de la neurosis que Freud elabora por estos años puede resumirse de
manera cómica en el “cherchez la femme”, la causante de las ruinas del amor. El sueño anuncia lo que se
descubre “cuando una mujer abre la boca”: el horror que puede suscitar el órgano genital femenino, la relación
entre la mujer y la muerte y lo no representable del goce de una mujer.

Irma evidencia en el sueño una suerte de resistencia femenina, punto en el cual, según el curso asociativo, se
reúne con otras dos mujeres que rodean al soñante: su esposa, que está encinta, y la enferma ideal, una mujer
bonita que querría que fuese su paciente, más inteligente que Irma. Cuando consigue que abra la boca, ve la
carne sufriente, la que nunca se ve. “Eres esto, carne informe”, dice Lacan prestando su voz a Freud; es una
pesadilla.

Se trata de una paciente histérica que padece de náuseas y asco, que se queja, precisamente, de que algo
innombrable aparezca en su cuerpo. Es que ella no lo puede erotizar por cuanto lo siente reducido a carne bruta,
al lugar de objeto que es éste para el deseo del Otro. Desde este ángulo, ella está “fuera del sexo” y por eso es
histérica. Padece de lo innombrable mismo, el misterio que entraña el abismo del que surge la vida, como dice
Lacan, y también la muerte que esta vida porta desde que nacemos.

Por otra parte, es cierto que hay algo en el cuerpo femenino que se resiste a ser todo él falicizado, circunscrito a
lo que encarna para el goce masculino. Algo queda fuera de sentido y remite a la muerte ya que, como la muerte
misma, carece propiamente hablando de representación o, por lo menos, de alguna otra que no sea cierto límite
infranqueable por el saber establecido; es decir que si la muerte es una de las figuras de lo real, es porque ella
implica, antes que el final de la vida, el mutismo, la ausencia de discurso, lo impronunciable porque no tiene
palabra. La madre, por ejemplo, no solamente es aquella de la que se proviene o la que devora, sino un cuerpo
que no puede ser todo él erotizado y al que solo en la muerte se retornaría (la Madre Tierra, la Parca silenciosa).
Por eso, en la relación con la madre, es la mujer que hay en la madre la que resta siempre problemática, como
indica Lacan. Así, pues, algo del sexo femenino se desprende inexorablemente de su cuerpo mismo.

En consecuencia, el sueño se constituye alrededor de ese ombligo al que ya aludimos, en torno al cual lo
simbólico borda un agujero que intenta localizar el enigma de su causa. En este sentido, el sueño de Irma traza
el método; no es solo una formación más del inconsciente sino que muestra su estructura y funcionamiento
gracias al procedimiento analítico que lo instala como agencia de un saber sobre la verdad (limitada a designar
un real sobre el cual es imposible decirlo todo).

Finalmente, así concluye Lacan el análisis del sueño inaugural[7]: “Freud sueña ya para la comunidad de los
psicólogos, de los antropólogos. Cuando interpreta este sueño, se dirige a nosotros. Y por eso, ver la palabra en
la última palabra absurda del sueño no es reducirlo a un delirio, puesto que Freud, por intermedio de este sueño,
se hace oír por nosotros y nos encamina efectivamente hacia su objeto, la comprensión del sueño. No es
simplemente para sí mismo que encuentra el Nemo o el alfa y omega del sujeto acéfalo, que representa su
inconsciente. Es él, por el contrario, quien habla por intermedio de este sueño, y quien se percata de estarnos
diciendo –sin haberlo querido, sin haberlo reconocido en un principio, y reconociéndolo únicamente en su
análisis del sueño, es decir, mientras nos habla– algo que es al mismo tiempo él y ya no lo es: Soy aquel que
quiere ser perdonado por haber osado empezar a curar a estos enfermos, a quienes hasta hoy no se quería
comprender y se desechaba curar. Soy aquel que quiere ser perdonado por esto. Soy aquel que no quiere ser
culpable de ello, porque siempre es ser culpable transgredir un límite hasta entonces impuesto a la actividad
humana. No quiero ser eso. En mi lugar están todos los demás. No soy allí sino el representante de ese vasto,
vago movimiento que es la búsqueda de la verdad, en la cual yo, por mi parte, me borro. Ya no soy nada. Mi
ambición fue superior a mí. La jeringa estaba sucia, no cabe duda. Y precisamente en la medida en que lo he
deseado en demasía, en que he participado en esa acción y quise ser, yo, el creador, no soy el creador. El
creador es alguien superior a mí. Es mi inconsciente, esa palabra que habla en mí, más allá de mí.”
Este es el sentido del sueño de la inyección de Irma, el sueño de los sueños.

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