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El alma de Paganini

1) La bravura paganiniana permea la música para violín que le sucede. Quién más, quién menos,
compositores e intérpretes le brindan homenaje al príncipe de los virtuosos.

2) Los 24 Caprichos de Paganini comprenden el llanto de un niño incorregible.

3) Todo Capricho contiene la voluptuosidad de una mujer en brama. Por eso se recomienda no
escucharlo hasta la saciedad.

4) Para tocar los Caprichos se requiere rayar en la locura. Tal como le aconteció al autor cuando los
compuso. Nadie que se tome en serio podrá intentar tocarlos. Y se necesitó estar loco para
componerlos.

5) Un Capricho es un ajuste de cuentas.

6) Quien escucha los Caprichos de Paganini sufre estragos en su organismo: la piel se le pone chinita.
Los ojos se quieren escapar de sus órbitas. Los oídos se conmocionan hasta pulverizar el cerumen.
Reumas recorren la columna vertebral como un herpes. La lengua se traba por no dar con el adjetivo
adecuado —ese adjetivo que se merecen los Caprichos.

7) Hay quien se inclina por el Capricho XIII. Hay quien lo hace por el Capricho IX. Hay quien no cambia
el XXIV por ningún otro. Como sea, un Capricho sirve de epitafio. Para que aquel escucha no
descanse en paz.

8) Que resulte incapaz de tocar los Caprichos, mantiene vivo a un violinista.

9) ¿Por qué razón un violinista se empeña en tocar un Capricho de tres minutos en vez de un
concierto de 35? Lo más con lo menos.

10) Los Caprichos no acompañan la entrada al paraíso. Ni al infierno. Acompañan la entrada al alma
de quien los escucha.

11) En los Caprichos jamás se va de la sencillez a la complejidad. Ni de la complejidad a la sencillez.


Se toca la primera nota, y se desparrama la inmensidad sonora.

12) Un berrinche no es un Capricho. Pero el Capricho tiene elementos del berrinche. Sobre todo por
el coraje. La bravura. Todo Capricho es una muestra de poderío. Todo Capricho es un alacrán.

13) Hay Caprichos que deberían adornar el pelo de una mujer.

14) Cuando un Capricho se toca a la luz del sol inclemente, se distingue a lo lejos un incendio que
porfía por ver la luz.

15) Cuando sueñes que masticas un Capricho es una pesadilla. Lo que estás estrujando es tu cerebro.

16) Cuando el diamante adquiere la forma de un crucifijo, el Capricho desafina.

17) El diamante brilla con luz propia. El Capricho no; su luz proviene del arte del demonio.

18) Cuando se toca un Capricho de Paganini en forma descabellada e irregular, el demonio suelta la
carcajada. Tiene una nueva víctima.
19) Los 24 Preludios de Chopin, son el polvo que suelta el arco durante la ejecución de los 24
Caprichos de Paganini.

20) Paganini estrenaba un violín cada vez que tocaba la serie completa de sus Caprichos. Un violín
que tenía 200 años. Pero que bajo sus dedos avistaba la eternidad.

21) Si al gran violinista le hubieran dado a escoger entre la más hermosa dama y la ejecución de un
Capricho, se habría quedado con la mujer.

22) Cuando Paganini besó la mano de Berlioz en público y le extendió un cheque por 50 mil libras,
lo que en realidad estaba haciendo era componer el Capricho XXV.

23) Los violinistas pierden el alma por tocar los 24 Caprichos de Paganini; cuando en realidad lo que
están haciendo es armar su ataúd.

24) Cada Capricho contiene la bomba de tiempo del que viene enseguida. Aun el XXIV. Que el
siguiente está dentro del que oye.

Publicado en diciembre 2, 2016 por eusebioruvalcaba

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El mundo está al revés

Cada vez que veía una pareja me pasaba lo mismo: me entraba la nostalgia por mi novia. Porque yo
había tenido novia, y una novia que era un encanto y que provocaba la envidia de todos mis amigos.
Se llamaba Dulce. La había conocido en Guanajuato, en la capital del estado, de donde era originaria.
Vaya que si destacaba entre todas las muchachas con las cuales me topaba. Todo en ella era
delicado, fino, hermoso. Fuimos novios casi cinco años —lo cual es mucho en una población de este
país. A lo que voy es que todo mundo, es decir los parientes y los amigos, querían que nos
casáramos. Pero yo me negaba. De plano no quería matrimoniarme. O no tan pronto. Ya vendrán
otros tiempos, me repetía. Pero no me animaba.

Dulce tenía un primo que me perturbaba. Cada vez que lo veía se me quedaba mirando como
diciéndome me gustas. Y nos veíamos con cierta frecuencia. Porque en Guanajuato se acostumbra
que cualquier motivo es bueno para echar la casa por la ventana. Se convocaba a toda la familia, y
se desparramaba la música y el alcohol. La verdad es que no había quien no quedara harto de las
comilonas. Yo el primero.

Pero qué iba yo a saber que precisamente gracias a estos banquetes, habría yo de conocer el amor.
El verdadero y más pleno amor.

La casa de la familia Dulce era lo suficientemente grande para que todos —más de 100 invitados—
se sentaran donde quisieran y disfrutaran sin cortapisa alguna. Había dos baños para hombres y dos
baños para mujeres. Yo soy lo bastante meón para estar yendo cada rato al baño. Y así pasó. Ya
había ido un par de veces cuando de pronto tuve ganas una vez más. Y fui. Grande fue mi sorpresa
cuando llegó el primo de Dulce —Adán, se llamaba. Se plantó en el mingitorio vecino, se sacó el
pene y empezó a orinar. Se volvió a verme. Yo estaba haciendo lo mismo. Entonces extendió su
mano y me tocó. Yo no supe qué hacer. Si gritar, quitar su mano de un golpe o darle un empellón.
Sin embargo, contraviniendo todas mis suposiciones, lo dejé hacer. Mi verga creció
desmesuradamente. Como nunca me la había hecho crecer Dulce —que con trabajos me la
agarraba. Y Adán se aproximó y me besó. Lo cual también fue delicioso. No sabía yo qué disfrutar
más, si el beso o su mano en mi verga.

Salí transformado del baño. No podía concentrarme en Dulce. Cada rato volvía la cabeza hasta dar
con la mirada de Adán, quien tampoco me quitaba la vista de encima, y no sólo eso, sino que me
arrojaba besos con su boca sensual. Sus labios gruesos y expresivos.

¿Qué diablos me estaba pasando? Esa noche no pude dormir. Me masturbé dos veces. Mi verga no
se cansaba de su erección. La tenía tan parada como no la había tenido nunca antes. Dibujé en mi
memoria el rostro de Adán. Era muy guapo. Increíblemente guapo. Sus pestañas eran largas —más
largas que las de Dulce—, sus ojos eran color verde pasto, de nariz recta y piel más morena que
blanca. Un poco más alto que yo.

Pues no sé cómo le hizo, pero en la mañana del día siguiente me marcó al celular. Confieso que me
apené horrible. Pero acepté comer con él. Nos fuimos a la Clave Azul, una cantina famosa y de
mucho prestigio, aunque nada cara. Lo que me sorprendió fue el lindo trato con el que todos los
empleados lo trataban. Él pidió por mí. Ni siquiera me dio la opción de que yo escogiera lo que iba
a comer. Y con la misma autoridad pidió la cerveza que yo habría de beber. Que fueron dos.
Dulce no quiso volver a verme. Quería despedirme de ella, pero no lo aceptó. “Nunca pensé que
fueras maricón”, me dijo. “Jamás vuelvas a llamarme. Ya les dije a todos en mi casa, y todos te
odian”. Y me colgó. Aquella tarde vi a Adán y nos fuimos a caminar a la Presa de la Olla. Me escuchó,
y la tristeza voló como una mariposa que remontará el vuelo. Qué feliz me sentía a su lado. Fuimos
al pequeño departamento que rentaba y nos amamos todas nuestras fuerzas.

Ahora vivimos juntos. Solemos caminar por toda la ciudad de Guanajuato. Somos tan afines. Hay
tantas cosas en común entre él y yo. Le doy tanto las gracias a Dios por haberme bendecido con esta
pareja. Estamos pensando mudarnos a otra ciudad. Quién sabe. En fin. Cuando Adán y yo nos
cruzamos con una pareja, Dulce viene a mi mente. Su recuerdo me oprime el corazón. Si tan sólo
hubiésemos podido ser amigos. El mundo está al revés.

Publicado en noviembre 25, 2016 por eusebioruvalcaba

Epitafio

Demasiado tarde.

Publicado en noviembre 21, 2016 por eusebioruvalcaba

El violonchelo

Para César Martínez Bourguet

Es la voz de Dios en la música.

Nadie osa interrumpirlo.

Se identifica desde kilómetros.

De pronto semeja un violín gigante.

Como el violín de un monstruo.

Cuando suena, todo se estremece.

Tiemblan las manos firmes.

El cuerpo granítico parece de trapo.

¿Qué se necesita pata tocar ese violinzote?,

se preguntan los niños.

La mujer lo coloca entre las piernas,

y quien suda es el espectador.

Hasta donde se sabe

Mozart no lo incluyó en su repertorio.


No importa,

Bach lo trajo al mundo

para satisfacción de los débiles.

Mstislav Rostropovich lo toca con devoción.

Más que Mischa Maysky.

Publicado en noviembre 4, 2016 por eusebioruvalcaba.

Novela de Héctor Trinidad Delgado

En este alud de libros que invade la mesa de novedades de las librerías, así como la mentalidad de
los lectores, ha hecho su aparición una novela que por su trama, su lenguaje y su estructura, no se
parece a ninguna otra. Se intitula Negrura (Almaqui Editores) y la conversación es con su autor:
Héctor Trinidad Delgado —por cierto, doctor además de escritor.

—¿El peso de la novela está en su aportación médica o en su aportación narrativa?

—Negrura es al cien por ciento un acto narrativo. Cierto es que se apalanca en material
tradicionalmente perteneciente a la medicina, pero su cuerpo y esencia son narrativos. En Negrura,
a diferencia de la causalidad del mundo científico, importa más lo que sucede que la causa por la
que sucede.

—¿Se trata de personajes inmortales?

—No y sí, en ese orden: no, porque son personajes humanos, cuyo diseño por naturaleza es finito y
nunca infinito. Mis personajes están enfermos y empeorando y al menos uno morirá en el transcurso
de la historia. Y sí porque, como cualquiera de nosotros, posee una dotación genética que ha sido
reciclada y renovada, actualizada dirían hoy, conforme transcurre nuestra vida. Es decir, tenemos
una parte del material genético de cada uno de nuestros padres, que a su vez lo heredó de cada uno
de sus padres y así hasta el primer genoma reconociblemente humano que, por lo tanto, no ha
muerto del todo desde aquellos lejanos tiempos, generaciones atrás.

—¿Cuál es el trasfondo psíquico de la novela?

—La demencia. Ese proceso atroz que llega sin avisar, nos invade sigilosamente y todo nos lo quita.
Incluso para el enamoramiento que presenciamos y para el amor que trasciende, la locura es el
motor de personajes e historia. No podría ser de otra forma siendo que también el amor es tanto
una manifestación como una de las tantas causas de la locura: prueba de ello es la lastimosa
conducta observable de quienes nos enamoramos. Y de la no observable ni hablar.

—¿Cuánto tiempo le llevó escribirla?

—Un año y medio, considerando allí unas cuantas semanas en que hubo que tirar cantidad de cosas
que ya vistas desde la distancia eran completamente inútiles. No digo que lo que quedó sea útil,
digo que para darle su forma final hubo que desechar muchísimo material. Es bien sabido que
escribir implica borrar y ambas cosas toman tiempo.
—¿Es difícil conciliar la ciencia y la literatura?

—Siendo ambas integrantes de la lista de mis obsesiones consentidas, la ciencia resultó


prácticamente el único terreno sobre el que podría haber escrito.

—Su pasión por la descripción es deslumbrante. Para comprender la historia, ¿ayuda más la
descripción o el diálogo?

—Negrura tiene largos momentos dirigidos hacia las experiencias internas de sus personajes. La
conversación nos guía, pero incluso en los puntos definitorios es la descripción de entornos y
sucesos personales lo que nos hace entender y avanzar.

—El olor a sangre permea la novela de principio a fin hasta convertirse en personaje protagónico.
¿Es deliberado?

—Mmmh, el olor a sangre. Si algo cumplí con Negrura es justamente ese quirúrgico y sublimado
gusto. Hay quienes disfrutan las novelas rosas, hay quienes gozan los haikús, hay quienes preferimos
otras cosas. Hay comunidades enormes de amantes de lo oscuro en el mundo, la escena oscura
mexicana es particularmente fuerte y propositiva.

—¿Su novela se inscribe en alguna modalidad literaria?

—Yo le pondría tres etiquetas: vampiros, horror y ficción. Añadiría una advertencia: “heterodoxia
vampírica”.

—Nada más lejos de un lenguaje tieso que el de su novela, ¿se propuso ser antisolemne?

—Se trata más de un punto de balance entre los conceptos técnicos y científicos que expongo con
el lenguaje llano que empleamos cotidianamente. De no atorarse en los fenómenos biológicos que
por allí nos encontramos. De deslizarse en breves conversaciones como pienso que ocurren cuando
platicamos con alguien: habla una persona y luego la otra, sin el uso de guiones y sin necesariamente
especificar (como en los textos de teatro) quién está hablando, porque el lector es perfectamente
capaz de entender eso y más.

—¿Cómo darle identidad a cada personaje femenino aunque en un momento dado dichos
personajes tengan el mismo nombre?

—Punto crucial para la historia que además se tomó agridulces semanas: el tono psiquiátrico, la
despersonalización -yo diría repersonalización puesto que conserva huellas de otra mujer- de
nuestro personaje principal es justamente su identidad. Conforme presenciamos su transformación
nos damos cuenta de que contiene dentro de sí memorias de doscientos años atrás que la
desorientan, deseos y rencores que sólo al final le quedan claros. Enfermedad y locura, cosas de la
vida diaria para muchos de nosotros.

—¿Cuál condición humana de su novela le parece más compleja, narrativamente hablando: la


masculina o la femenina?, ¿por qué?

—El microambiente de mi novela es lo de menos: en la vida y en el universo entero nada me parece


tan complejo como la mujer, su lado narrable incluido. Mis personajes masculinos son un mucho
como yo: simples, con un sistema binario primitivo tipo encendido-apagado, algún esporádico signo
de vida emocional. Misterio o no el origen de la complejidad femenina, será justamente eso lo que
nos impele a estar allí, allí con ellas. Hasta en la letra escrita, siempre con ellas.

Publicado en octubre 28, 2016 por eusebioruvalcaba

El pan, que siempre es posible compartir

Miramos el pan y pan nos mira. Como si nos contemplara desde los más remotos y oscuros rincones
de la historia, como si contuviese la ansiedad del muerto de hambre o la belleza serena que reveló
a los ojos de Jesucristo. Al centro de la mesa el pan, que siempre es posible compartir.

Alguna vez, leyendo un diccionario que habla del origen de las palabras, mi vista cayó en la definición
de compañía. No me extrañó saber que esa palabra proviene del latín cun, que significa con, y de
panis, que significa pan. Compañía: con pan.

No me extrañó porque siempre he creído que hay por ahí algunos pocos, contados elementos, que
suelen reunir al hombre en torno; que provocan un acercamiento entre los individuos. Por ejemplo
la música —o bien la palabra—, por ejemplo el fuego, por ejemplo el pan. O el vino.

Uno de los recuerdos de mi infancia que tengo más vivos, que me asaltan con mayor frecuencia, es
cuando mi madre me enviaba por el pan. Como siempre fui un niño al que le gustó levantarse
temprano —qué aburrido era yo, y sigo siendo—, ponía en mi mano unas cuantas monedas y me
ordenaba: traes un peso de pan blanco y dos de pan dulce. Salía de la casa, aún con el estómago
vacío, y todo el camino se me iba haciendo agua la boca. La panadería quedaba a escasas cinco
cuadras, y en verdad me parecían tramos interminables.

Pero es que iba yo pensando, invariablemente, qué pan dulce habría de escoger. Eso siempre me
costó muchísimo trabajo definir. En mi cabeza repasaba las posibilidades más sugerentes: una
concha —blanca, nunca de chocolate—, un moño —eso sí, colmado de azúcar, que al primer bocado
los labios quedaran cubiertos de ese polvito blanco y maravilloso—, una trenza —que calentada en
el comal sabía deliciosa—, una cema —que con frijoles y chile verde podría llevármela a la escuela
en lugar de torta—, un panqué, de esos envueltos en papel rojo acanalado. Pues finalmente llegaba
a la panadería y escogía otro, cualquier otro que no se me hubiera ocurrido en el camino —como
una chilindrina, cuya superficie está llena de pelotitas de azúcar.

Pero había algo que hacía aún con más gusto, y era meter la cara en la bolsa y aspirar el olor del pan
blanco. Ese olor me volvía loco. Llegaba hasta detenerme unos segundos para oler bien, para que
todo mi ser se sobrecogiera, como tocado por una vara prodigiosa.

Pero no nada más era olerlo; también tentarlo, aunque el pan llegara a su destino todo manoseado.
Porque poner los dedos en un bolillo calientito o en una telera recién salida del horno, era la
sensación más grata de la mañana. Por esto, mi madre me enviaba cuando el pan estaba fresco —
es decir, el pan correspondiente a las siete de la mañana—; con la idea de que apenas estuviera el
pan sobre la mesa, mi padre se sentara a desayunar. Él, que además de maestro violinista había sido
un hombre de rancho, al que nadie le había enseñado buenas maneras, acostumbraba desmenuzar
el bolillo o la telera y vaciarlo en el café con leche. Lo comía así y me consta que sabía delicioso. Eso
lo vi hacer muchas veces; o sopear. Qué extraordinario era eso, y lo sigue siendo: remojar el pan en
el café con leche, en la leche helada o en el chocolate. Aquello sabía a un manjar de elaboración
instantánea. Pero había otra combinación insuperable: meter el pedazo de pan blanco a la salsa. Y
bien remojado, darle el bocado.

Buenos recuerdos se tienen del pan.

Como también del pan de pueblo, ese que no se consigue en cualquier panadería y que se vende en
las ferias, las que se instalan de pronto en los barrios, generalmente a propósito de la fiesta de algún
santo patrono o alguna virgen. Es un pan sencillo, a veces cargado de un fuerte sabor a anís; los
niños se lo comen felices, porque lo asocian a los caballitos, al trenecito o a la exposición de animales
deformes. Como vivíamos en Mixcoac, cada rato se celebraban fiestas. Y cada rato llegaba mi padre
cargado con bolsas de pan de pueblo.

Por eso tengo tan presente que el pan congrega a la gente. O cuando menos así siempre lo vi yo.
Ahí estaban todos reunidos, alrededor de la rosca de reyes, del pan de muerto.

Algo tiene el pan, me digo. Quizás de lo que esté hecho, quizás su sencillez; quizás porque es
milenario, algo de lo más antiguo y familiar que ha creado el hombre.

Publicado en octubre 21, 2016 por eusebioruvalcaba

gracias a mis bros que me acompañaron. lo mejor fue el pulque de vodka y tuna roja.

Publicado en julio 24, 2014 por eusebioruvalcaba


Cuento

Un alma extraviada

Cada vez se le dificultaba más. Con enormes trabajos, doña Polita intentaba meter el hilo en la aguja.
Los dedos goteaban sangre. De pronto uno, de pronto otro. Era como si doña Polita se empeñara
en torturarse. No cocinaba más. Ni emprendía ningún quehacer. A todos lados iba con su canasta
de hilos y tejidos. Llevaba ahí un buen surtido de tubos de hilo, de un surtido de colores
impresionante. También llevaba tijeras de costura. Y desde luego un portador de agujas. Las había
de diversos tamaños y grosores. Más un huevo de madera, el cual metía dentro del calcetín que
habría de coser. Pero lo más importante lo extraviaba continuamente: un dedal. Que la habría
protegido de los piquetes de las agujas.

—Mamita linda —le decía su hija Ana Luisa—, deja ya en paz esos calcetines. Te los voy a volar sin
que te des cuenta, ya verás.

—El día que hagas eso me voy de esta casa y me muero en la calle. No tienes derecho.

—¿Pero crees que no me da tristeza ver cómo te deshaces las manos para nada? ¿Qué no entiendes
que ya nadie usa esos calcetines, que ya se murió mi papá?

—Tú no sabes si el día menos pensado va a regresar por ellos. Ve tú a saber si donde está no los
necesita.

—Mamá. Tata Luis está muerto. Tiene casi veinte años de muerto. No sé por qué no te buscas otra
forma de entretenimiento. Otra actividad que te distraiga. Pero que no te haga daño. ¿No ves cómo
tienes tus manitas? El día de mañana se te van a infectar.

—Vete ya y déjame en paz. No estoy dispuesta a soportar que en mi propia casa se me diga qué
puedo hacer y qué no.

Doña Polita se puso de pie y se dirigió al balcón. De alguna manera habían logrado instalarle allí su
mecedora. Veía pasar los peatones que caminaban por la acera de enfrente. Se miró en una pareja.
Él y ella. Veinteañeros. Iban abrazados. Así solían pasear ella y Luis. Vaya que si era guapo. Todas
sus amigas —que nunca fueron tantas, tres a lo más— se lo comentaban. Pero no era lo que la
atraía. Sino el noble corazón de aquel muchacho. Formal pese a ser tan joven. Sólo pensaba en ella.
Trabajaba como conductor de un taxi. Su ruta comprendía cualquier punto de la ciudad de México.
Que él conocía por delante y por atrás. Cuando se trasladaban del barrio donde vivían —la colonia
Obrera— a un sitio extremo —como cuando fueron al sur a contemplar los edificios que se estaban
levantando en lo que sería la Ciudad Universitaria—, él la llevaba en su taxi. Para ella no era un
instrumento para ganarse la vida, sino el carruaje de una reina.

Cómo quisiera ser útil. Pero sus manos se habían vuelto torpes. Tan torpes como dos bisteces de
carne vieja y cuarteada. Y aunque se lastimara, por nada del mundo podría dejar de coser los
calcetines de su marido. Era común que se le apareciera en sus sueños. Y entonces le acariciaba y le
besaba las manos. Ya vendré por mis calcetines, le decía.

De pronto miró por la acera una figura conocida. A pesar de las cataratas que poblaban sus ojos,
distinguió a su nieta. Venía acompañada de un muchacho de su edad, quince o dieciséis años. Venían
tomados de la mano. Se miraban imbuidos de romanticismo. Era evidente el amor que había entre
ambos. Miró con claridad el beso masculino. ¿Su mamá Ana Luisa le habría abierto los ojos?, ¿le
habrá dicho los peligros a que se exponía?, se preguntó. La pareja se había detenido —mejor dicho
ocultado— tras un árbol. Podría gritarle a su hija que viniera a ver. Pero no. Desistió enseguida.
Sintió un dolor extremo en el índice derecho. Se lo llevó a la boca y chupó la sangre que escurría.
Nunca había tenido una coagulación excelente.

Publicado en julio 20, 2014 por eusebioruvalcaba


Texto del lunes

Cuento

Dos cerdos y medio

Suelo tomarme una cerveza y mis alitas de pollo en el negocio de don Luis. Una cafetería acogedora
que se encuentra en el barrio. No acostumbra ir mucha gente, por lo que hay oportunidad de
concentrarse en la lectura. Nadie interrumpe. Nadie te mira. Aquella vez me detuve ahí porque
quedé de verme con mi hija. Cuando llegó, ya había pedido mi café. Le pedí a Osiris, el mesero y
sobrino de don Luis, que me lo guardara. Que regresaría en cosa de 40 minutos. Así lo hizo. Y así lo
hice. Fui con mi hija a comer a una fonda cercana. Le gusta la comida casera. Cuando terminamos,
ella se fue a su casa y yo a la cafetería. Se encontraba comiendo —demasiado tarde me di cuenta
de que apenas estaban comenzando— una pareja. Una mujer gordinflona y un hombre sin
característica alguna. Les habían servido su sopa aguada. Un consomé de pollo, según pude leer en
el pizarrón de la entrada. Yo extraje de mi mochila una revista de entretenimiento —no soporto las
de política ni las de deportes—, y me propuse leer un par de artículos de periodistas a quienes
valoro. Osiris me llevó el café. Estaba hirviendo. Mejor, lo disfrutaría por partida doble. Por el
brebaje y por la lectura.

Y en esas estaba, cuando las carcajadas de la pareja llamaron mi atención. Intenté no volver la
cabeza por mera discreción, pero eran tan estentóreas que no pude evitarlo. Estaban jugando. Él le
daba la sopa en la boca. Ése era el juego. Tomaba la cuchara, la sumergía en el plato, la sacaba
colmada y la vaciaba en la boca de la mujer. Como si fuera una chiquita. Desde luego, el siguiente
paso era que ella hacía lo mismo. Es decir, le daba a él la cucharada en la boca. Cada vez que hacían
eso, se revolcaban en la mesa de la risa. Porque la mitad del contenido se escurría. Lo que generaba
más risotadas. El problema no era el juego sino el volumen de las carcajadas. Eran francamente
estridentes. La gente que pasaba caminando por la banqueta, se detenía para identificar a los
protagonistas del espectáculo. Cuando las gotas escurrían, el que servía se encargaba de limpiar.
Tomaba la servilleta y la pasaba por la mancha. Ante esta acometida, la pareja extraía fuerzas de
flaqueza y se carcajeaba una vez más, con más aplomo —y desde luego más volumen.

No me pude concentrar más en la lectura. Para cualquiera habría resultado imposible. La carcajada
penetraba como polvo de vidrio en mis oídos. Tuve la intención de levantarme, pero desistí de
inmediato. Sé que habría sido un desaire para Osiris —cuya hermana, y dicho sea entre paréntesis,
se llama Isis. Si me marchaba, iban a pensar que no aguantaba nada. Jamás había hecho eso.
Ponerme de pie por ningún motivo que no fuera haber consumido, pagar e irme. Me invadió una
pena terrible. Pero qué hacía. La pareja seguía en lo suyo. Era muy extraño. Como si lo hicieran a
propósito para molestarme. No. Eso no era posible. Uno al otro parecían cuchichearse. Y señalarme
de soslayo. Pensé de inmediato en mí. Era muy probable que mi aspecto les resultara antipático.
Nunca había pensado en eso. Yo podía caerles mal a las personas. Pésimo. Me puse rojo. ¿Quién era
yo que les caía horrible? ¿Por qué me imaginaba que a todas las personas les caía bien? ¿Por mi
cara? Muchos podrían pensar que mi expresión era odiosa. Que entre un cerdo y yo no había
diferencia alguna. ¿Por qué no? ¿Qué tenía yo para sentirme superior? ¿Por qué no me veía al espejo
sin contemplaciones?
Por increíble que parezca cada vez se reían más fuerte. Un hombre entró a la cafetería, y estuvo a
punto de ocupar una mesa; pero cuando se percató del escándalo prefirió seguir su camino.

Ya lo único que faltaba era que el olor de los orines llegara hasta mi nariz. No me extrañaría nada
que en eso acabara el exabrupto. O a lo mejor reconocía mis propios miados.

Publicado en julio 17, 2014 por eusebioruvalcaba

Carta

Carta de Brahms a Schumann

Maestro venerado: Lo acabo de conocer y ya estoy conmovido por su personalidad, su talento, su


bonhomía. Creo que desde el cielo, se fraguan estos encuentros. Es como si lo hubiera sabido con
anticipación. Como si al momento de llamar a su puerta, ya supiera que las puertas del paraíso me
serían abiertas. me hubiesen abiertas.

Conocía yo su música. Había yo oído hablar de usted. De su fuerte temperamento. De su devoción


por las bellas artes, en particular por la poesía y la música, desde luego. Se me había dicho —y ayer
lo confirmé— que en su recia humanidad cohabitan sentimientos de nobleza y altura. Que en usted
no cabe la mezquindad ni la envidia, la sordidez ni la ruindad. Toqué para usted porque usted me lo
pidió. Y cuando estaba tocando me arrepentí de mi atrevimiento. De haber sido complaciente, que
en última instancia fue una falta de respeto hacia su genialidad, maestro. Pero le confieso que jamás
el hecho de tocar el piano me había producido tanto deleite, tanta emoción. Para mí significó como
escalar una montaña escarchada de hielo. Porque en el fondo lo que estaba haciendo era subir hacia
el conocimiento de mí mismo. Que para mí eso significa tocar el piano. O el violín. O el clarinete. O
cualquier instrumento en última instancia. Aunque quizás el piano, por sus características técnicas,
se preste más a esta penetración espiritual. Pero eso ya es otra cuestión, y no quiero desviarme.

Así pues, tocar para usted, usted escuchando de pie, a un lado del piano, se representó para mí
como un examen militar. En el que el menor error podría ser maximizado y confundido con un
descuido imperdonable. A lo que voy: así como ya mencioné que nunca había tocado el piano con
tal fruición, también cabe decir que jamás lo había hecho con tal nerviosismo, o más que
nerviosismo con tal pavor. Con tal aprensión.

La sesión pudo haber discurrido de esta forma hasta concluir. Pero entonces apareció su señora
esposa Klara Schumann. Y ahí sí el control —mi control— se pulverizó. La mejor pianista de Europa.
La esposa del gran Schumann. La mujer exquisita y sabia por naturaleza, me estaba escuchando.
Permanecía atenta a mi desempeño pianístico. A lo que yo podía ofrecer como hombre y como
artista. Caí en la cuenta de que su referente era usted, maestro Robert Schumann. Mis notas me
sonaron humildes. Habían brotado de mi cerebro y de mi corazón, y me parecieron guijarros de un
camino abandonado. Quién era yo que en ese instante merecía tanto. De dónde provenía que
mantenía la atención de dos artistas inconmensurables. No tengo respuesta para eso.

Porque no nada más me escucharon y emitieron opiniones sobre mi modesto trabajo, sino que
encima me ofrecieron su casa y su amistad. Ciertamente portaba yo una carta de recomendación
de Franz Liszt, pero hubo en su comprensión algo más que eso. Mucho más. Me pareció ver, mejor
dicho, me pareció sentir —perdón por la palabra, por la exageración, por ser hiperbólico—, me
pareció sentir una comunión. Que se tendía un puente inexorable entre mi humilde persona y
ustedes dos. Mi corazón gritó de alegría para enseguida hundirse en el oprobio. Habían aprobado
con creces mi trabajo. Habían expresado con infinita paciencia su juicio crítico. Confieso que por vez
primera me sentí compositor, un músico pleno. Porque así me lo expresaron. Se me planteó un
desafío: ¿cómo mantener una mínima calidad en lo que hago? Si asumía la veredicto de ustedes en
su justo valor, podría convertirme en un representando de la soberbia. Y nada más alejado de mí.

Maestro, le ruego considerar mis palabras.

Eternamente suyo,

Johannes Brahms

Publicado en julio 13, 2014 por eusebioruvalcaba

Texto del lunes

Cuento

La lección

Como todas las noches, a las 10 en punto saqué a mi perro a que se sacudiera la modorra. Le puse
su collar y echamos a caminar sin rumbo fijo. Simplemente caminar y observar. Vagabundear a
nuestro modo. Yo me había tomado un par de tequilas con coca-cola. Justamente ésa era mi medida
para cuando no quería embriagarme. Porque si la rebasaba, el alcohol me hacía suyo. Y lo siguiente
era echarme en sus brazos y dejarme llevar por el sopor —confieso que la presencia de mi madre
me impedía emborracharme a mi gusto. Pero era una presencia que no me podía quitar de encima.

Caminé —o caminamos, mejor dicho— un poco más rápido de lo normal. La calle se encontraba casi
desierta, y eso me incitaba a acelerar el paso. De por sí odiaba yo a los transeúntes. Que los curiosos
—bien intencionados, y eso qué— se aproximaran y acariciaran a mi perro, era algo que no podía
yo soportar. Que la gente se apartara de nuestro camino, y así el paseo resultaba de lo más
agradable.

Íbamos de lo más distraídos, acercándonos a los árboles para que mi perro —Huesitos— se orinara
las veces que le diera la gana, cuando de pronto un automóvil se detuvo a unos pasos. Le jalé la
correa a Huesitos, y lo obligué en forma enérgica a seguir mis pasos.

Cuando intuía el peligro, algo no funcionaba bien en mí. Sentía como una oleada de nervios a punto
de estallar subía paulatinamente desde mis extremidades inferiores hasta la base misma del cráneo.
Pese a vivir en una colonia pacífica —aunque poco concurrida—, de pronto corrían rumores de
asaltos, violaciones, crímenes indescriptibles (llegaron a arrojar una cabeza en el único lote baldío
del rumbo). A mí eso me exaltaba hasta el extremo. Nunca había visto nada. Nunca había sido testigo
de nada. Pero en el fondo de mi corazón sabía que cualquier cosa podía ser posible. Mi madre —mi
padre no vivía con nosotros— se empeñaba en darme valor, en inyectarme ánimos: “No te
preocupes, estamos seguros, nada nos puede pasar”, “Persígnate antes de que salgas a la calle. Dios
cuidará de ti”. A mis 19 años caminaba con aparente seguridad. Como desafiando al destino.
Aprovecho para aclarar que mi mayor dicha consistía en ver películas de violencia extrema, en las
que los malditos pagaban su culpa. En las que eran muertos arteramente por la policía. Estudiaba la
carrera de administración en la universidad y no había nada que me distrajera de mi empeño. Con
una carrera en mi bolsillo, sería yo un hombre respetable y admirado. Pero el éxito de un hombre
así está reñido con la violencia. Por eso deseaba que los malditos fuesen borrados de la faz de la
tierra.

Pero en mi rumbo no entraba la violencia —maldita violencia que había creado una especie de nube
brumosa que oscilaba encima de todos los mexicanos, de punta a punta de este país. Porque se veía,
se respiraba, casi podría decir que se tocaba. A su lado, casi podría decir que la nube de
contaminación era un juego de niños.

Cuando el automóvil se detuvo, provinieron gritos exaltados desde su interior. Mi perro se puso
nervioso. Lo noté inmediatamente. Era un salchicha más tranquilo que un oso de peluche, pero la
menor situación anómala le erizaba el pelo de la cruz. Y mostraba los colmillos como si fueran dos
armas punzocortantes.

Se bajó un individuo y jaló a otro del brazo. Apenas pisó la banqueta, lo empezó a agarrar a golpes.
Le daba puñetazos en la cara, en el estómago, donde cayeran.

Yo aceleré el paso. O eso hubiera querido hacer, pero Huesitos se levantó sobre sus patas traseras
y le aventó mordiscos. Terribles mordiscos suyos que no iban a dar a ningún lado, sin puntería
alguna, sin objetivo preciso, pero que provocaron que el golpeador me amenazara: “Detén a tu
pinche perro, o lo mato”.

Bastó esa distracción para que el herido huyera. Salió corriendo como una estampida.

El sicario se dio cuenta de su error. Demasiado tarde.

Publicado en julio 10, 2014 por eusebioruvalcaba


Carta

Carta de José Alfredo a Schumann

Estimado señor Schumann: Sé quién es usted. Usted y yo tenemos afinidades no comunes, y que no
todo mundo entiende. Se hablan cosas de mí. Por donde paso, la gente me mira inquietante. Porque
voy dejando un rastro de música. Seguramente con usted pasaba lo mismo. No me pregunte cómo,
pero a través de su música sé de su pasión por la vida. Porque eso se identifica. Excepto la suya, yo
no escucho música. Cuando era joven, la descubrí gracias a una mujer. Pronuncio la palabra mujer
y sé que usted se siente nervioso. Eso también me atrajo de usted. Porque esta mujer que me
mostró su música me habló de su vida. De la vida de usted, quiero decir. Me dijo lo que las mujeres
llaman puros chismes. Pero me pareció que había una gran dosis de verdad en sus palabras. Hasta
donde uno le puede creer a una dama. Me dijo que usted había venido al mundo a sufrir. Que de
joven no sabía usted si quería ser poeta o compositor, mejor dicho o pianista. Porque ambas cosas
lo atraían con igual fuerza. Con la misma potencia. Tanto así, que aunque usted había tomado la
decisión de ser músico, la poesía lo seguía atrayendo. Porque usted era un hombre apasionado. Y
en la misma medida temperamental. Que todas sus decisiones iban marcadas por la pasión. Esa cosa
que incendia la personalidad. Eso yo lo tengo. No sé si me crea o no, pero yo soy un hombre
temperamental. Donde quiera que voy distingo los ojos de una mujer que me miran sin
contemplaciones. Termino por acercarme a esa mujer y averiguar. ¿Quién eres tú? ¿Cómo te
llamas? ¿Qué sueñas? ¿Qué aborreces? Y si en un principio aquella mujer se siente violentada en su
intimidad, al rato se suelta y revela todos sus secretos. Yo no presumo de que escucho la música de
usted. Me iban a decir presumido. Presuntuoso. Porque a la gente le encanta el chisme. Y ya me
imagino si de la boca de un compositor y cantante de ranchero oyen que escurre la palabra
Schumann. Usted para mí siempre ha sido una luz. Como un faro apostado en el puerto que guía a
los barcos extraviados. Y que les dice por aquí es el camino. No se vayan por otro lado. Así me pasa
con su música.

Sé que hay muchos otros músicos. Muchos otros compositores. Muy poca gente me abre los ojos.
Porque me tienen miedo. Pero de que los hay, los hay. He escuchado el nombre de Mozart, el de
Beethoven, el de Chopin, el de Vivaldi. Pero no los oigo. Para qué. A mí no me interesa ser un hombre
culto. Lo que yo quiero es ser un hombre atormentado. Y la música de usted cuadra muy bien con
las tormentas del alma. Que es acerca de eso que yo escribo y canto. Porque me parece que es la
verdad de la vida. Los hombres que no sufren no sé a qué diablos vinieron al mundo. El sufrimiento
es lo que hace que nuestra cara sea como es. Que nuestras reacciones sean lo que son. Yo
inmediatamente distingo eso en las reuniones a las que asisto. Porque créame que abundan. Me
sobran invitaciones. Ni siquiera tengo que gastar. Por increíble que parezca cada vez soy más famoso
y cada vez gasto menos. Porque vivo rodeado de amigos que gastan en mí. Apenas me ven, ponen
una botella de tequila en la mesa para mí. Eso me conmueve. Me saca las lágrimas.

En fin, maestro Schumann, le hago llegar un saludo respetuoso.

José Alfredo.

Publicado en julio 6, 2014 por eusebioruvalcaba


Texto del lunes

Cuento

Suerte

Para Gerardo Ayala

Estoy sentado escribiendo. Mi mujer pasa atrás de mí, y me acaricia el pelo. Hacía siglos que no
hacía eso. Porque alguna vez lo hizo. Hace 20 años, cuando recién nos casamos. ¿Por qué lo haces?,
me atreví a preguntarle una vez. Para que tu energía se propague en mí, fue su respuesta.

Pero esa época se ha ido para siempre. Ahora sólo existe la indiferencia, el aburrimiento, la
desesperanza de todos los días.

Reflexiono en esto mientras escribo sentado a la mesa en un café de la colonia Condesa. Jamás me
acerco a esta zona de la ciudad. Vivo muy lejos de aquí. Cuando menos a un par de horas, por la
salida a Pachuca. Media hora más allá de Indios Verdes. Pero ahora estoy aquí porque un editor
prometió revisar mi novela, siempre y cuando se la entregara personalmente. Nada de enviársela
por archivo adjunto. Me pareció un poco exagerado, pero como llevo casi quince años escribiéndola,
estuve de acuerdo.

Nos caímos bien. Charlamos un buen rato. Le hablé someramente de lo que para mí significa escribir,
de mis casi nulas ambiciones literarias —me abstuve de decirle que los escritores que publican
merecen mi desprecio, que siempre es preferible que te vaya mal en todo—, deposité en sus manos
mi mecanuscrito y me dirigí hacia donde el azar me llevara. Ni siquiera sé el nombre del café, pero
es lo suficientemente acogedor y solitario, con cierto sabor a café parisiense.

Me explico. Soy un bebedor incontenible de café, pero odio meterme a cualquier café para disfrutar
de uno, por muy recomendado que esté. Prefiero hacer lo que ahora. Creo que quedó claro que
entré por el lugar, no por el líquido.

Pues aquí estoy, en esta mesa. Junto a mí hay un par de hombres en franca y abierta charla. Tienen
la actitud típica de quienes hablan de mujeres. Hay cierta discreción malsana, cierto recelo mordaz.
Paro doblemente la oreja. Como si me interesara.

Uno de ellos, el más joven, apenas veinteañero, menciona el cuerpo de una mujer. Hace énfasis en
sus pechos. Se esmera en la descripción; a tal grado que me provoca una erección. Enseguida el
vientre, el sexo —donde se detiene especialmente en el olor—, y por último las piernas.

—¿Y las nalgas? —le pregunta el otro, que con toda seguridad le lleva como diez años; pero de quien
me llama la atención una cicatriz siniestra que le cruza la cara.

Me cae mal su desfachatez. De ambos. Si antes eran cautos, la excitación termina por exacerbarlos.
En cosa de minutos han ido de la discreción a la brutalidad. Porque su conversación se ha vuelto
procaz. Quizás tenga que ver con que yo los estoy observando —se dieron cuenta desde hace
siglos—, quizás les provoque que los esté escuchando —a partir de que se percataron, la voz la
levantaron más allá del techo. No sé qué sea pero se la están cogiendo delante de mí —su
imaginación despliega las alas de la sordidez.
Pienso en Odette —sí, mi esposa lleva ese ridículo nombre, digno de El lago de los cisnes. Pienso en
el distanciamiento que hemos tenido. Excepto en nuestros primeros tiempos como amantes,
siempre mantuvo por delante los preceptos judeo-cristianos en cuanto a la fidelidad y demás
remilgos. Mientras que yo me acostaba con cuanta mujer me atrajera —mi condición de escritor
inédito las atraía por el morbo—, o de plano se cruzara en mi camino y me sedujera, ella se mantenía
fiel e impertérrita. Para ella no había más que ponerse el bozal de la monogamia. Era la única forma
para ser felices. Su imaginación no iba más allá. ¿Pero así la amaba? Por supuesto. Siempre estuvo
detrás de mi novela. Si la acabé fue por ella. A Odette le debo todo.

Llamo al mesero y ordeno mi cuenta. La pago, y salgo de ahí. Dirijo mis pasos en sentido contrario a
como vine. A la oficina del editor. Me lo topo en la entrada. Está a punto de salir. Espere, le digo,
déme un minuto. Qué se ofrece, me pregunta. Mi presencia lo desconcierta. Lo pasma. Quiero mi
original, le digo. ¿Cómo?, pregunta todavía más desconcertado. Incrédulo. Que quiero mi original,
repito. El original de mi novela. Pero por qué, pregunta. No tengo la respuesta, así que digo lo
primero que me viene a la cabeza: Porque prefiero vivir en el desorden. Porque es el único modo
de que mi esposa no me abandone. Digo. Entonces se da media vuelta, se encamina a su oficina y
regresa con el mecanuscrito. Me devuelve el documento que yo había firmado al entregárselo —
resguardo, le llaman—, y me dice una sola palabra: “Suerte”, que le sale a entre dientes de la boca.

Publicado en julio 3, 2014 por eusebioruvalcaba

Carta

Carta de un violinista a Tchaikovsky

Maestro admiradísimo: me atrevo a interrumpirlo porque no resisto más decirle que su concierto
para violín es la más hermosa obra maestra de la música jamás creada por el hombre.

Pero voy demasiado rápido.

Sucede que soy un modesto violinista. Me gano la vida tocando en una orquesta de cámara. No es
gran cosa, pero no padezco pobreza. Que ya es ganancia. Toco el violín porque mi abuelo lo tocaba.
Él me inculcó el arte del violín. Y me dejó su instrumento; pero no nada más eso. También su
colección de discos de acetato, precisamente en los que he escuchado su concierto como cien mil
veces. Con violinistas que mi abuelo admiraba mucho. Como Heifetz, Kogan y Oistrakh, para no ir
más lejos. Mi abuelo hubiera querido que mi padre, es decir, que su hijo, fuera violinista. Pero las
cosas no se dan como uno quiere, sino como las decide el destino. Le cuento. Mi abuelo puso a su
hijo en el camino de la música. O sea a mi padre. Y para allá iba. Tocando y estudiando. Estudiando
y tocando. Al grado de que se casó —de cuyo matrimonio nací yo— y empezó a tocar
profesionalmente. Vivíamos todos en la misma casa. Hasta que vino la desgracia. Se metieron unos
rateros, mi padre les quiso hacer frente y lo asesinaron. En ese entonces mi padre rozaba los
veintidós años. Yo era un niño de brazos. No recuerdo a mi padre, aunque llevo grabada su
fisonomía. Porque mi madre tenía una foto de él sobre el aparador de la sala. Le dieron dos balazos.
Aparte quisieron abusar de mi madre. Pero por fortuna llegó la policía, y arrestó a los maleantes.
Naturalmente que eso no le devolvió la vida a mi padre, pero ni modo. Son cosas que no están en
las manos de nadie. Entonces y como era de esperarse mi abuelo se hizo cargo de la manutención
de la familia, o sea de mi madre y de mí. A cambio de todas sus atenciones y su cariño, mi abuelo
pedía, exigía más bien, que yo estudiara el violín. Cosa que hice con agrado. Él mismo fue mi
maestro. Como lo había sido de mi padre.

Espero no estarlo aburriendo con mi carta, maestro Tchaikovsky. Pero todo esto tiene que ver con
lo mismo. Con su concierto de violín.

No sabe cómo me he empeñado en tocarlo. Pero no puedo, no avanzo, lo intento y mis manos se
paralizan. Creo que en ese concierto están reunidas las más extraordinarias virtudes del
instrumento. Estoy pensando en el aspecto técnico y en el aspecto musical. Porque la obra tiene
pasajes endemoniadamente difíciles, que exigen un dominio más allá del académico para poderlos
resolver. Y para eso se requiere de una gran escuela. Como ya le dije, yo crecí con mi abuelo como
mi maestro de violín. No tuve más maestros, y sí en cambio vicios como violinista. Errores que
generaron incapacidad. De los cuales nunca me pude deshacer. Tuve el amor de mi abuelo, pero en
la misma medida me nutrí de sus limitaciones. Alguna vez quise viajar al extranjero —en ese tiempo
la URSS— para estudiar el violín en serio pero me vi limitado por mis escasos recursos. En cuanto al
aspecto musical que mencioné líneas arriba, su concierto es un verdadero compendio de
emociones. Porque a través de él, se toca el fondo de la condición humana. Hay amor. Hay
conmiseración.Hay emoción a ultranza. Cumple todos los designios de la música: enriquecer la vida.

En fin, maestro. Tenía que contarle todo esto. Hasta pronto.

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