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Gustavo Roldán

Todos los juegos el juego

Libros del malabarista

Ediciones Colihue

Roldán, Gustavo

Todos los juegos el juego. - 1ª. ed. 4ª reimp. - Buenos Aires : Colihue, 2005.

80p. ; 17x12 cm.- (Libros del malabarista)

ISBN 950-581-546-8

1. Literatura Infantil y Juvenil Argentina I. Título CDD A868

Tapa: Enzo Juan Oliva Viñeta: Víctor Viano

LA FOTOCOPIA MATA AL LIBRO Y ES UN DELITO

1ª edición / 4ª reimpresión I.S.B.N. 950-581-546-8

© Ediciones Colihue S.R.L.

Av. Díaz Vélez 5125

(C1405DCG) Buenos Aires - Argentina

ecolihue@colihue.com. ar

www.colihue.com.ar

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRINTED IN


ARGENTINA
Carta a los chicos

Cuando era chico creía que jugar era una cosa muy importante. Jugar con el cuerpo entero. A
la pelota, a las bolitas, con el trompo, remontando barriletes, a la rayuela, saltando al rango,
trepando a los árboles, dando la vuelta al mundo en bicicleta...PAG 7

Algunos dirán que no se puede dar la vuelta al mundo en bicicleta, pero si no me creen
pregúntenle a Javier Villafañe, que es un hombre con una gran barba blanca.

Con un poco de buena voluntad cualquier cosa podía ser un juego. Hacer los mandados servía
para ir saltando, eligiendo cuál baldosa pisar, blancas no, negras sí; convertirse en un
equilibrista en el cordón de la vereda, casi como esos del circo que acabábamos de ver; o
meterse en las zanjas después de la lluvia en las calles de tierra.

También se podía tomar prisioneras a las abejas que estaban dentro de una campanilla. Todos
los veranos las cercas de alambre tejido se llenaban de enredaderas y de flores. Era cuestión de
cerrar rápidamente la boca de la campanilla y la abeja quedaba adentro.

Entonces lo lindo era escucharlas zumbar, enojadísimas, hasta que uno las soltaba y
desaparecían volando, más enojadas todavía.

Claro que no todo eran flores, pero bueno, ahora estamos hablando de los juegos, no de la
parte fea ni de la hora de lavarse y portarse bien.

Por eso escribo un libro de cuentos con juegos, porque ahí — me parecía— era la zona donde
pasaban las cosas importantes. Cincuenta años después sigo creyendo lo mismo.

Para usted, Cortázar, que siempre supo jugar con el fuego y fugar con el juego. Con su permiso.

El trompo de palo santo

El trompo giraba y giraba abriendo un huequito en la tierra.

Primero había bailado en un enorme círculo que se fue cerrando cada vez más, hasta quedarse
quieto, casi inmóvil, casi hasta hacer dudar si no estaba clavado en el suelo.

—¡Se durmió! —dijo el Negro en voz baja, un poco como para no despertarlo—. ¡Mira cómo se
durmió!

—¡Sin cabecear siquiera! —dijo

Atilio—. No hay un trompo como éste.

—¿Es cierto Atilio? ¿Es cierto lo que dice el Negro? —preguntó el Rubio, que acababa de llegar.
—Si lo dice el Negro, no debe ser cierto.

-Dijo que tu trompo era de palo santo.

—Y bueno, alguna vez tenía que decir la verdad.

—Bah, no puede ser. ¿Quién vio un trompo de palo santo?

El trompo comenzó a hamacarse perdiendo fuerzas. Cabeceó para un lado y para el otro, giró
acostado en la tierra, y se quedó inmóvil.

Cinco menos chocaron tratando de agarrarlo primero. María fue la más rápida, y apretó al
trompo en una mano que no alcanzaba a cubrirlo.

—¡Vamos, vamos! —dijo Atilio—, las mujeres no se meten con mi trompo.

—EH, Atilio, ¿no me vas a dejar?

—Las mujeres no juegan con trompos —dijo el Negro tratando de quitárselo—. Las mujeres
nunca saben nada.

—¡Más mujer será tu abuela!

María escondió la mano y dio un paso para atrás. El Negro se quedó con la mano estirada.

—María, mejor te vas volando de aquí. Nadie te dio vela en este entierro. Dame o te lo quito.

—¿Por qué no hacés la prueba? —dijo retrocediendo otro paso.

—¡No comencemos con peleas! Ahora estamos con cosas serias, —dijo Atilio.

—Atilio, vos sabés que yo lo puedo hacer bailar. ¿No me dejás una sola vez?

—Bueno, pero dale. Una sola, ¿eh?

María agarró el piolín con un poco de miedo. No era fácil manejar ese trompo con todos los
chicos esperando que hiciera las cosas mal. Lo peor era cuando estaban en barra, entonces no
le perdonaban que fuera mujer. De uno en uno las cosas eran diferentes, pero ahora estaban
juntos, y para peor con un trompo nuevo, de palo santo, con el que todos querían jugar.

—Dale, María, siempre te metés en lo que no te importa.

Claro que a ella le importaba. Demasiado tenía que aguantar en su casa con esas tontas
muñecas que le regalaban. Bueno, tontas no, también eran lindas y las quería, pero eso de que
las chicas no corren y no saltan y no suben a los árboles... Atilio y el Negro eran los únicos que
le ganaban a subirse a los árboles. Y con los barriletes la cosa era bien pareja. Que el Negro
dijese esas barbaridades no le importaba, total, era su hermano. Pero que Atilio...

—Dale, María, dale... Nos hacés perder tiempo a todos...


María lo miró al Negro con furia. Y el Negro conocía esas miradas de su hermana. ¡Pero cómo
molestaba metiéndose todo el día con sus amigos! Lo único bueno era que nunca iba con
cuentos. Pero se bañaba todos los días, no faltaba nunca a la escuela, tenía las mejores notas.

—Dale, María, dale —dijo el Rubio.

—Dejála tranquila —dijo Atilio—, hace bailar los trompos mejor que vos.

María se puso colorada. Midió la distancia con los ojos eligiendo el mejor lugar, se afirmó bien
adelantando un pie y con las piernas abiertas, como su mamá le decía que no debía pararse
una señorita. Pero qué hacerle, ya había descubierto que el gran secreto de los muchachos
para tirar una piedra, correr más rápido, saltar más lejos, era no pararse como una señorita.

—¡Dale María!

—¡Dale María!

Lo que faltaba. Ahora también los otros chicos, los más chicos, que no se metían en la pelea,
comenzaban a apurarla.

María sonrió sin decir nada. No hacía falta. Sabía otro secreto que aprendiera jugando con los
muchachos. Para tirar una piedra o hacer bailar un trompo había que separar el codo del
cuerpo. Más alto o más bajo, pero siempre el brazo con el codo hacia afuera.

El brazo de María se levantó y bajó como un latigazo, en un movimiento perfecto, casi invisible,
y los ojos de todos se clavaron en el trompo que silbaba convertido en una cosa viva.

La música pareció salir del trompo. Era una música suave y adormecedora, un pequeño vals
que hablaba de barrios y glicinas, de un pedacito de cielo en una ventana enrejada.

Como sin querer acompañaron con el cuerpo el ritmo de la música, como sin pisar el suelo
giraron y giraron, como sin darse cuenta Atilio y María se tomaron de la mano, se miraron a los
ojos, se abrazaron y bailaron.

Girando como el trompo se juraron amor para siempre, sin decir ninguna palabra. Cerrando los
ojos se dejaron llevar por la música y soñaron los sueños más dulces. No se dijeron ninguna
palabra, que es como decir todas las palabras, mientras el baldío se cubría de madreselvas y
jazmines y los árboles de la vereda eran lapachos florecidos y el mundo era hermoso porque
las manos se entrelazaban, se soltaban, y las puntas de los dedos se acariciaban lentamente
mientras el sonido se borraba y apenas quedaba el recuerdo como un sueño.

Los chicos volvieron al baldío.

Ahora, sin silbar, el trompo seguía bailando, como inmóvil. María se alejó en silencio. Después
de todo, también era hora de jugar un rato con sus muñecas.

Atilio la alcanzó.

—Chau, María —le dijo—. Cuando haga un barrilete nuevo va a ser para vos.

—¡Qué lindo! Bueno, chau.


Se fue caminando despacito, pero apenas se alejó unos metros comenzó a saltar, sonriendo,
casi llorando, pero contenta. Sobre todo muy contenta.

La bicicleta roja

Todo el mundo sabe que hay caminos verdes, caminos grises, caminos marrones, caminos
rojos. Todo el mundo sabe que hay caminos derechos y caminos torcidos, que suben, que
bajan, o suben y bajan.

Todo el mundo conoce esos caminos, pero muy pocos saben de los caminos olvidados.

Y es lógico que sea así. Si no, no serían caminos olvidados. ¿Qué cómo son esos caminos?

¿Que dónde están?

Si fuera tan fácil responder, tampoco estaríamos hablando de caminos olvidados. Apenas están
en la memoria de los que sueñan con una bicicleta roja y pelean y pelean hasta conseguirla.

Esos son los caminos ideales para una bicicleta roja. Y el Negro tenía una bicicleta nueva que
podía correr más ligero que el viento.

¡Cómo brillaba la bicicleta nueva!

Bueno, eso de nueva era hasta por ahí nomás, porque le habían regalado una bicicleta
herrumbrada que vaya a saber desde cuándo estaba en un galpón.

Pero su papá le había comprado las cubiertas, las cámaras, y un asiento.

Las llantas, el cuadro, el manubrio, el piñón, los pedales, eran una sola capa de herrumbre,
pero el Negro frotó y frotó, gastó trapos con agua, con kerosén, con aceite.

Despacito, los pedales comenzaron a girar después de limpiarlos y aceitarlos una y otra vez.

Y ahí estaban Atilio y Miguel y Silvio y el Flaco. Ese era un trabajo para un montón de chicos. Y
ahí estaba el montón de chicos. Y entonces vino el tarro de pintura.

Alguien dijo que lo mejor era colgar el cuadro de una rama para pintarlo sin que se ensucie.

Alguien dijo que había que desarmar los pedales y sacar el manubrio.

Alguien dijo que en su casa tenía más llaves y herramientas.

Alguien dijo que su hermano mayor podía darles una mano, que el asunto de los pedales y el
piñón y las palancas y las bolitas de acero eran cosa seria.

Los rayos que faltaban y esa rueda descentrada tuvieron que resolverse en la bicicletería.

Mientras tanto la primera mano de pintura estaba cambiando las cosas.


Cuando dieron la segunda mano fue como ver una salida de sol con los pastos mojados por el
rocío, como un arco iris cuando todavía caen las últimas gotas de lluvia.

Las horas de trabajo eran a la siesta, a la salida de la escuela. Eso sí, en el fondo del patio, para
no hacer mucho ruido.

Al final la bicicleta estuvo lista.

Primero la fueron probando con pequeñas vueltas en el patio.

Pero un patio es poco para una bicicleta roja.

Y entonces salieron a la calle, y uno por uno, por riguroso turno, dieron una vuelta a la
manzana.

Pero una manzana es poco para una bicicleta roja.

Entonces aparecieron las otras bicicletas. Atilio y Silvio y el Flaco tenían bicicletas.

El Negro subió a la suya y comenzaron a recorrer el pueblo.

Esa tarde fueron para el centro, y dieron vueltas y vueltas, en un tiempo que era como el
tiempo infinito de los sueños.

El Flaco dijo, cuando iban por la vuelta número un millón, alrededor de la plaza:

—¡Mi vieja me mata! ¡Rajemos, que se nos hizo tarde!

Volvieron. Cada cual a su casa. Todos contentos, pero el Negro no, eso era más que volver
contento. Y volvía cansado, pero seguía pedaleando entre las nubes.

El Negro le pasó un plumero a la bicicleta. Le pasó un trapo húmedo y después un trapo seco.
La apoyó bien, mientras repetía "ya, va, ya va", a los llamados de su madre.

—Mucha bicicleta brillante, pero miráte las manos. Y los pantalones. Y los codos —decía la
mamá del Negro.

—Mamá —dijo el Negro—, ¿dónde va a dormir mi bicicleta?

Fueron tardes y tardes para recorrer el pueblo de ida y de vuelta, para todos lados.

Pero un pueblo es poco para una bicicleta roja.

Y entonces fue la laguna, el camino del cementerio, la salida para la ruta, el Prado Español.

Esa siesta el Negro salió solo. Atilio con paperas, el Flaco de penitencia, Miguel haciendo
deberes y mandados, Silvio vaya a saber dónde.

Pero también el camino de la laguna es poco para una bicicleta roja. Porque el Negro había
pasado por la casa de la Cecilia, justo justo cuando la Cecilia estaba en la puerta de su casa y lo
vio y le dijo "Chau Negro, chau", con una sonrisa.
Y el Negro, que iba casualmente pedaleando bien erguido y con los brazos cruzados cuando
pasó frente a la casa de la Cecilia la saludó levantando los dos brazos.

"Chau Negro, chau", había dicho la Cecilia con una sonrisa.

Dobló en la esquina sin animarse a mirar para atrás. Después se miró los dedos. Al levantar los
dos brazos para saludar a la Cecilia había sentido como que tocaba el cielo con las manos.

Entonces se agachó y pedaleó fuerte, cada vez más fuerte. Cuando pasó frente a la laguna
sintió que lo llamaban. Había chicos con barriletes, chicos con cañas de pescar, chicos con una
honda en la mano, preparados para tirarle a cualquier cosa.

El Negro los saludó con un gesto, y siguió pedaleando. Ahí se terminaban las calles, que se
convertían en caminos cada vez más angostos y torcidos, que se abrían a los costados en
pequeños senderos apenas marcados en el pasto.

Por los más angostos pasaban algunas pocas vacas. Por los más anchos pasaban las hormigas.

Ahí había sombra para elegir porque comenzaba el monte, y para todos lados se veían
angostos caminos marrones y caminos verdes que se perdían bajo los árboles. Por los más
anchos —los marrones— pasaban las hormigas.

Ya se sabe, los mejores son los verdes, porque son los que no van a ninguna parte, y por donde
se entra a los caminos olvidados.

El Negro eligió uno de esos, el más verde de todos, y cuando empezó a recorrerlo el tiempo
comenzó a tener esa incierta medida de los sueños.

"Chau Negro, chau", era lo único que se podía escuchar en el viento entre las copas de los
árboles, en las ramas del costado del sendero, en la voz de los pájaros que buscaban semillas
en el suelo y se apartaban del paso de la bicicleta.

El Negro los saludaba con la mano y otra vez sentía como una cosquilla en la punta de los
dedos.

Cuando volvió, cansado, sintió las calles pesadas por la tierra blanda.

—¿Dónde te habías metido? — preguntó su mamá—. ¡Hace horas que te ando buscando! ¿No
ves la hora que es? ¿Dónde estuviste?

—Pero... —comenzó a contestar el Negro.

Iba a decir "apenas anduve un rato en bicicleta", cuando se dio cuenta de que su mamá estaba
prendiendo las luces, y que del sol apenas quedaban algunos reflejos en el patio.

Fue a lavarse sin protestar.

—¿Dónde estuviste? —insistió la mamá—. ¿Te pasa algo?

—No, nada, me duelen las piernas, de pedalear.


—Bueno, vení que te hago fricciones.

Claro que no le dolían las piernas. Pero el Negro sabía que eso podía dejarla tranquila a su
mamá.

Nunca iba a entender que él no sabía en qué caminos había estado todo ese tiempo.

El ojo del tigre

Ahí estaba, reluciente, casi imposible ojo de tigre que miraba fijo y hacía correr un
estremecimiento por la piel. Rodeado de otros mil ojos era el único que importaba, el único
que hacía poner los pelos de punta, que hacía secar la boca y sentir ese cosquilleo que casi se
parecía al miedo.

Desde el primer momento se llamó así, "el ojo del tigre". Y ahí estaba, como esperando la
repetida visita del Negro, que pasaba mañana y tarde para mirarlo una y otra vez, entre las
bolitas de ese infinito frasco que guardaba los sueños de los chicos.

Las bolitas eran azules, verdes, rojas, amarillas, de colores mezclados, las más increíbles
combinaciones que uno pudiera imaginar.

Atilio, el Negro, Miguel, todos los chicos, pasaban algunos de sus mejores momentos con las
narices pegadas a la vidriera, mirando el frasco de bolitas. Cada uno elegía ésta y ésta y aquella
otra en una imposible elección porque todas eran hermosas. Y la más hermosa era esa roja con
vetas verdes y blancas, hasta que se miraba la azul con tonos más claros y oscuros. Y los ojos
solos saltaban al marrón y naranja que daba una sensación de movimiento o al amarillo
limón que podía comerse como un caramelo.

Y entonces comenzaban a cambiar los sabores, y del gusto a frutilla se pasaba a la menta, al
sabor a naranja o al más ácido del limón y al más suave del dulce de leche.

Y el olor de las frutillas se mezclaba con el olor de la menta, de las mandarinas, de las naranjas.

No era nada fácil decidirse por una o por otra.

—Para mí, tienen que ser todas —dijo Miguel sin poder elegir.

—Me gustaría ser el hombre invisible —dijo Atilio—. Me llenaría los bolsillos de bolitas y
saldría corriendo.

—Que no se lleve la mía —murmuró el Negro pensando en el hombre invisible.

—¿Qué? —preguntó Atilio.

—No, nada... Pensaba nomás.

—Bueno —dijo Miguel—, me decido y basta. Tengo plata para una sola. ¿Ustedes tienen?
—Yo sí —dijo Atilio—. Para una. ¿Vos Negro?

El Negro metió las manos en los bolsillos del pantalón y los sacó para afuera. Se encogió de
hombros y volvió a meter los bolsillos.

Entraron juntos, como con miedo por tanta responsabilidad de tener que decidirse por una
sola bolita.

—¡Que no elijan el ojo del tigre! —pensaba el Negro como en un ruego.

El hombre los atendió con paciencia. De sombra conocía esos compradores que lo hacían
perder una hora para comprar una bolita.

Pero mientras no hubiera otros clientes... Y él también había sido chico...

Dieron vueltas y más vueltas poniendo las bolitas de a dos o de a tres juntas en la palma de la
mano. Compararon una y otra vez, opinaron todos, discutieron, y al final, después de las
últimas indecisiones, Atilio y Miguel apartaron una piedra de luz cada uno. Entregaron sus
monedas y con una última mirada al frasco, como para constatar que no se habían equivocado,
salieron a la calle.

—¡Eh, muchacho! —dijo el hombre llamando al Negro que iba atrás—. ¿Y vos?

—¿Yo qué?

—¿No vas a llevar ninguna?

—No señor, hoy no.

—Vení, te regalo una. Pero con una condición, no estés una hora como tus amigos para elegir.

El Negro sintió las piernas flojas, la boca se le secó mientras se acercaba al mostrador con los
ojos clavados en el frasco de vidrio. Él no tendría ningún problema en elegir. Sabía cuál era la
mejor.

Dentro del frasco brillaban los colores, pero ahora el ojo del tigre no estaba. Hizo girar el frasco
hasta dar la vuelta completa. Como con burla lo miraban infinitos ojos rojos, azules, verdes,
ojos que se continuaban uno al lado del otro y que eran hermosos, todos eran hermosos, pero
al Negro no le importaban. Lo único que le importaba era encontrar el ojo del tigre y que no
tenía tiempo para revolver todo el frasco de bolitas. Ahí, en algún lugar secreto, se había
escondido justo en el momento que más necesitaba verlo.

El Negro sintió que el tiempo se le iba, que el trato era meter la mano y sacar una, que no tenía
derecho a molestar a ese señor que había dicho "con una condición..."

Sintió bronca contra un destino que le tiraba tantas piedritas, sintió que podía sacar cualquier
otra bolita, todas eran hermosas. Pero él no quería cualquier bolita.

—¿Y? —preguntó el hombre.

Fue amable, pero el Negro entendió que su tiempo estaba vencido.


—¿Puedo meter la mano? —preguntó con una voz que parecía rendirse.

—Claro —dijo el hombre.

El Negro hundió los dedos en una última jugada al azar haciendo la apuesta más grande del
mundo.-

Tocó suavemente, casi sin respirar, esa oscuridad del centro del frasco, rozando con las yemas
los escondidos soles de colores.

Tomó uno, como si tomara el destino, y sacó la mano apretando una bolita entre los dedos.
Miró sin creer lo que estaba viendo.

El hombre alzó el frasco y lo puso otra vez en la vidriera.

—Chau muchacho —dijo.

—Gracias señor —dijo el Negro—, muchas gracias.

Salió caminando despacio, mirando el ojo del tigre que echaba luces en la palma de su mano.

El corazón le hacía un ruido que le llegaba hasta los pies.

—¡Mirá que sos suertudo Negro! —dijo Atilio.

—Te estuvimos mirando por la vidriera —dijo Miguel—. ¡Si te hubieras visto la cara!

La cara del Negro se fue haciendo una pura sonrisa. Le brillaron los dientes. Comenzó a
caminar sin decir nada.

Esa tarde la puntería del Negro ganó las aclamaciones de los chicos. No había dudas, era casi
mágico ese ojo del tigre al que todos querían mirar de cerca y tocar.

Cuando las llamadas de las mamás marcaron la hora de entrar, los bolsillos del Negro estaban
llenos de bolitas ganadas, y las miradas de los chicos mezclaban envidia y admiración. El Negro
llegó a su casa flotando en una nube.

Se sacudió las piernas llenas de tierra y se limpió las manos en los pantalones antes de entrar.

La mamá del Negro lo miró de pies a cabeza y el Negro fue corriendo a lavarse, sin ninguna
protesta.

Hizo los deberes, hizo dos mandados, comió sin hablar con la boca llena, no le quitó nada de
postre a sus hermanos, y hasta dejó que todos mirasen y tocasen el ojo del tigre. Su papá
mostró todavía más entusiasmo que sus hermanos, lo que lo llenó de orgullo.

—A mí me hubiera gustado tener una bolita así —dijo.

A la hora de dormir se lavó las manos, los dientes, la cara. Sin protestar.

Esa noche el Negro soñó los sueños más hermosos. Soñó que volaba, y hacía mucho que no
soñaba con esos vuelos tan suaves después del primer esfuerzo en partir.
Soñó que remaba en una canoa con la Cecilia y que la Cecilia cantaba guaranias para él. Y hacía
mucho que no remaba y la Cecilia nunca le había cantado una guarania.

Soñó que corría montando un potro por un espacio enorme y lleno de luz. Soñó que miraba las
estrellas, y las Tres Marías y la Cruz el Sur eran luces que se juntaban con las flores del
jacarandá y el vuelo del picaflor.

Soñó que el sol comenzaba a comerse la noche y a dar algo así como una idea del reino
perdido. Y entonces se despertó, con un rayo de sol que entraba por la ventana, justo justo
para darle en los ojos y despertarlo.

—Pucha que estaban lindos los sueños —dijo—. Así da gusto dormir.

Sacó el ojo del tigre de debajo de la almohada. Lo hizo girar lentamente entre los dedos, como
para no dejarlo nunca.

Pero todavía faltaba lo más importante. Ahora sí que iba a ser el día... No había sido fácil
decidirse. Ese ojo del tigre era una cosa única, estaba seguro que no existía en el mundo nada
igual.

Se preparó para ir a la escuela. Temprano, con tiempo de sobra, tomó el desayuno.

—Estás contento Negro —dijo la mamá del Negro—. ¿Qué te pasa?

—Debe estar planeando alguna de sus barrabasadas —dijo el papá del Negro.

—Y... un poco las dos cosas — dijo el Negro.

Cuando llegó a la escuela sólo había algunas chicas. Ya se sabe que las mujeres siempre llegan
temprano a la escuela.

Con las manos en los bolsillos se acercó a donde estaba la Cecilia. Sacó la mano cerrada y,
como de paso, dijo:

—Tomá Cecilia, es para vos.

Los bolsillos del Negro quedaron vacíos, llenos de bolitas de todos colores, pero vacíos, ahora
que ya no era más el dueño del ojo del tigre. Y le resultaba raro tener los bolsillos tan vacíos
pero la boca y los ojos tan llenos de ganas de reír.

Un pájaro de papel

La siesta era tibia y silenciosa. Apenas un rumor de chicos escapados se mezclaba con el rumor
de las hojas de los árboles.

A esa hora el barrio entero parecía dormir, y había que moverse despacio para no despertarlo.

El Negro llegó al baldío con el barrilete nuevo.


Atilio y Juan y Pedro —los más grandes— le hacían de escolta, sin dejar que los otros tres —los
más chicos-se acercaran demasiado.

—¡Qué enorme! —dijo Pedro.

—¡El más grande del mundo!

—¡No hay otro así!

—¡Ni con tantos colores!

—¡Puede volar más alto que todos!

—¡Lo hice yo solo! —dijo el Negro—. ¡Me llevó como mil horas!

Todos rodearon al barrilete cuidándolo del viento. Acomodaron una y otra vez los tiros y,
vibrando como los flecos, completaron el ritual de hacer volar un pájaro de papel.

Atilio dijo:

—¡Yo lo tengo, Negro! ¡Dejáme que yo lo tenga!

Los otros ayudaron a Atilio a recibirlo, con ademanes que los hacían sentir participando más.

Uno tocó los flecos, y eran flecos que se movían queriendo volar. Tres tomaron la cola, tal vez la
cola más larga del mundo. Otro marcó el camino apartando una rama con el pie. Ya se sabe, las
ramas sueltas son enemigas de los barriletes.

El Negro dijo:

—Si me trepo, me lleva.

—Tiene un hilo muy fuerte — dijo Pedro.

—No se corta con nada.

—Es el piolín más fuerte del mundo.

El viento era un viento para hacer volar barriletes. Primero vino suave, para desprenderlo de
las manos de Atilio y de los ojos de los otros chicos.

El Negro fue soltando piolín con habilidad, y Pedro, que tenía la punta de la cola, la soltó
levantando la mano. Como quien se despide.

El barrilete se movió para un lado y para el otro, dio un coletazo suave, y comenzó a subir
despacito. Entonces el viento sopló y sopló, de esa manera especial con que sopla el viento a la
hora de hacer volar los pájaros de papel.

Los chicos se juntaron mirando las manos del Negro que dejaba correr el hilo entre los dedos.

No decían nada, pero hacían pequeños movimientos que pedían el derecho de tener el piolín.

—Ya va, ya va —decía el Negro, tratando de calmar los apuros.


Miraron hacia arriba, cada vez más arriba, donde la inmensa cola del pájaro de papel apenas
era un hilo finito.

—Yo le mando un telegrama — dijo Pedro alzando una hoja del suelo.

Con un dedo le hizo un pequeño agujero en el centro y le pasó el palito con la punta del piolín.
Hizo avanzar el papel y lo soltó.

Despacio, como sin ganas, el papel comenzó a trepar. De repente tomó impulso y fue subiendo
cada vez más ligero. Un instante después se perdió de vista alcanzando el barrilete.

—¡Qué idea! —gritó Atilio—. ¡Qué idea! —y alzó una hoja de diario ante la mirada curiosa de
los chicos.

Por un instante el barrilete fue olvidado, mientras todos seguían los movimientos de las manos
de Atilio que doblaban y cortaban el diario.

—¿Cuál es la idea? —preguntaron juntos el Rubio y Raúl.

—¡Ya va, ya va! —dijo Atilio—. ¡Y aquí está!

Y desplegó siete muñequitos de papel unidos por las manos. Los separó uno a uno, y los fue
repartiendo.

—Este sos vos, y éste vos y éste vos, y vos y vos y vos, y yo.

Y ahora nos subimos al barrilete.

El Rubio y Miguel miraban sin entender del todo, hasta que vieron cómo ponía Atilio su
muñequito en el piolín.

—¡Qué bárbaro! —gritó entusiasmado el Negro cuando lo vio elevarse—. ¡Ahora voy yo!

Uno tras otro los muñecos fueron subiendo hasta perderse en la altura.

—¿Qué se puede ver desde tan alto?

—¿No te das cuenta? Todo el pueblo.

—¡Y mucho más lejos!

—¡Yo creo que hasta el África!

Era hermoso ver desde lo alto, y las cosas se volvían cada vez más chiquitas. Miraron para un
lado y para el otro. Miraron más allá, mucho más allá.

Cuando estuvieron en la parte más alta, prendidos a los flecos del pájaro de papel, vieron el
mar.

Primero había sido el monte y la laguna, después los ríos y las ciudades, y después el mar.
Algunos ya lo conocían, pero desde la orilla, que no es lo mismo.
—¡Que lo tiró! —dijo Pedro— ¡Que lo tiró!

—¡Nunca me lo hubiera imaginado tan grande!

—¡Yo sabía, yo sabía que el mar era así de grande!

—¡Y está lleno de barcos! ¡Y seguro que algunos son barcos piratas!

—¡Aquél! ¡Aquél de allá sí que es un barco pirata!

—¡Allá, miren allá! ¡Esas son ballenas!

—¡Y el pulpo! ¡Miren ese pulpo!

—¡Cuidado! ¡Cuidado con los tentáculos!

Todos se tiraron hacia atrás sintiendo salpicaduras de agua salada. El olor del mar era
insoportable.

—Es el pulpo —dijo Miguel—. Los pulpos inmensos tienen ese olor.

—Y las ballenas.

—¡No se muevan tanto! ¡Esto está lleno de tiburones!

—¡Bah, no me pueden hacer nada!

—¡Allá, allá! ¡Una sirena! ¡Miren una sirena!

—¡No nos va a creer nadie!

—¡Y un centauro! ¡Como el que vi en un libro!

—¡Los centauros no viven en el mar!

—Habrá sido en una isla entonces. ¡Yo lo vi!

El viento se llevó las voces y las mezcló con la luz, y de un golpe arrancó el hilo de las manos
distraídas del Negro. El barrilete se perdió junto al sol.

Corrieron. Casi quisieron volar mientras veían los últimos coletazos del piolín. Pero el viento era
más rápido y más largo que los gritos.

Sintieron otra vez los pies en el baldío y un nudo en la garganta.

No dijeron nada, como si las palabras se les metieran para adentro.

Atilio pateó una rama, como con bronca.

—El sol hace arder los ojos — dijo Juan pasándose un dedo.

—Era el más hermoso del mundo —dijo Pedro.


Volvieron un poco tristes. Pero también contentos. En la pieza del Negro quedaban papeles de
colores y trozos de caña. Conseguir piolín era lo de menos.

Mientras caminaban, el Negro dijo:

—A vos, Atilio, ¿no te dio un poco de miedo mirar el mar?

El otro lado de la puerta

Atilio miró el cajón de juguetes. Ahí estaba el trompo usado, el yoyó con el piolín roto, al
álbum de figuritas que casi casi había logrado completar, y entonces pensó si alguien, alguna
vez, habría podido ganar esas bicicletas y pelotas número cinco y tantas maravillas que se
ofrecían como premio.

También estaba el balero, mucho más sucio y viejo que cuando lo había guardado la última vez.

Lo sacó, hizo dos o tres pruebas tratando de ensartar, sin lograrlo, y lo guardó de nuevo.

Las bolitas parecían más opacas. ¿Les haría mal estar guardadas tanto tiempo? Las tuvo en la
mano abierta un buen rato, mirándolas y tratando de recordar de dónde habían salido cada
una, porque en cada una había una historia; pero ahora, así, se mezclaban y confundían.

Después las fue refregando entre la palma de la mano y la pierna del pantalón, para hacerlas
brillar y las puso a todas juntas, pensando que antes no tenían tantas cachaduras, en esa vieja
lata de té que tanto le había costado sacarle a su mamá.

"Ya sos grande para esas cosas", así habían dicho.

Con el trompo le fue bien.

El piolín estaba sucio y deshilachado a más no poder, pero para probar un poco todavía podía
servir.

Las manos se movieron solas enroscando el piolín. Ajustó el ojal en el dedo y por primera vez,
ahora que ya no le interesaba tanto el juego, se preguntó el porqué de esa mágica manera de
lanzar un trompo sosteniéndolo con la punta hacia arriba. Parecía bastante absurdo, cuando lo
que uno quería era que cayera con la púa hacia el suelo. Ya no tendría que importarle, pero le
seguía importando.

Lo arrojó, y el trompo silbó una de esas canciones que sólo los trompos muy usados saben
silbar. Los Jeréz decían que con algunos tajos se los hacía silbar mejor. Lo alzó con habilidad y la
púa le hizo una suave cosquilla en la palma de la mano que le produjo un estremecimiento, y
sin saber por qué se acordó de la María.

Cuando comenzó a cabecear apretó los dedos para no dejarlo caer. Lo guardó con el piolín
enrollado. Tendría que tirar a la basura ese piolín que no daba para más. Pero lo guardó;
aunque deshilachado y viejo servía para abrigar al trompo. Y además, ya se sabe, un trompo sin
piolín está un poco desnudo.

Tiró figuritas sueltas y repetidas; papeles de chocolatín que alguna vez había planchado tan
prolijamente con una cucharita o con la uña del dedo gordo y que ahora estaban arrugados y
manchados con pequeños restos de chocolate y pelusas.

Las pelusas —¿de dónde saldrían esas pelusas?

— estaban en el cajón por todos lados. Podría juntar un buen puñado para el caballo del
príncipe, ese caballo que se alimentaba con pelusas de debajo de la cama de las jóvenes que el
príncipe buscaba para casarse. Ese príncipe no era su amigo. Nunca le había gustado esa
historia que jugaba con la ilusión de esas muchachas tan hermosas que el príncipe despreciaba
después porque tenían un puñado de pelusas bajo la cama.

Su mamá no había hablado de los libros. ¿También tendría que regalar sus libros y sus revistas?
Ese del príncipe sí. Y otros también. Pero las revistas, ninguna.

Buen trabajo tendría ahí, con los libros, para elegir cuál sí y cuál no.

"Ya sos grande para esas cosas", había dicho su papá mirando el cajón donde guardaba los
juegos. Cuando les convenía, los grandes siempre decían esas cosas.

Atilio no sabía muy bien si era cierto o no. Pero que tenía ganas de ser grande, de eso ni hablar;
por la María, claro.

¿Y a quién regalar todo lo que había en ese cajón?

Al Adolfo, ni loco. Ese lo arruinaba todo. ¿Al Gringo? Bah, era un inútil jugando a las bolitas. ¿Y
el Negro? ¿Y el Indio? ¿Y los Jeréz? ¿Y si escondía el cajón debajo de la cama? No, su mamá lo
encontraría muy pronto; era de las que no dejaba juntar pelusas, aunque a veces se le
escapaban algunos rincones.

"No tienen razón", pensó.

Alzó otra vez el trompo. Enrolló con fuerza el piolín, y dando dos pasos para atrás los tiró con
habilidad y con rabia, apretando los dientes, como quien dice un adiós cuando el tren parte
dejándonos solos en el andén.

Fue un tiro para lucirse, y el trompo cayó en el centro de la habitación. Comenzó a silbar la
canción de los trompos muy usados, ésa que hace reír y llorar, según la parte de la letra que
trae recuerdos de todo lo que fue pasando, en esa letra que sólo conoce el dueño de cada
trompo.

Lo miró dormirse, clavado en el piso, y abrió la puerta. Oyó, o le pareció oír, como si algo o
alguien lo hubiese llamado desde adentro. Con bronca, con ilusión, con alegría, Atilio salió de
su pieza y entró al otro lado que lo estaba esperando.
Carta a los chicos 5

El trompo de palo santo 11

La bicicleta roja 23

El ojo del tigre 37

Un pájaro de papel 53

El otro lado de la puerta 65

Libros del malabarista


Colección dirigida por Gustavo Roldán

Monigote en la arena - Laura Devetach • El monte era una fiesta

- Gustavo Roldán • Oiga, chamigo Aguará - Adela Basch • Doña Clementina Queridita, la
achicadora - Graciela Montes • Cuentos y títeres - Javier Villafañe • La torre de cubos - Laura
Devetach

• Cada cual se divierte como puede - Gustavo Roldán • La flauta del afilador - Antología •
Cuentos de Guane - Nersys Felipe • La 305 - Aldo Tulián • Cuentos y chinventos - Silvia Schujer
• El Molinete - Carlos A. Martínez • El casamiento del Número Tres - Alma Maritano •
Palabrelío - Gloria Pampillo • Mariposa del aire - Federico García Lorca • Historia de un amor
exagerado - Graciela Montes • El fuego - Miriam González, Ricardo Uriona • Cuentos de otros
planetas - Graciela Falbo • La tortuga gigante y otros cuentos de la selva - Horacio Quiroga • La
escuela de las hadas - Conrado Nalé Roxlo • Un suspiro largo y mojado - María Cristina Casadei
• Agustina y cada cosa - Santiago Kovadloff • El hombrecito verde y su pájaro - Laura Devetach
• Junto al álamo de los sinsontes - Emilio de Armas • Las picardías de Hérshele - Manuela
Fingueret, Eliahu Toker • Sapo en Buenos Aires - Gustavo Roldán • 8 cuentos 8 -Antología •
Cuentos con trenes - Aldo Tulián • Los troesmas de la Capital cuentan - Antología • Cuentos del
circo - Ricardo Marino • Qué fácil es volar - Antonio Machado • ¡Ufa! 6 cuenteros más
-Antología • Secreto caracol - Froilán Escobar • Abran cancha que aquí viene Don Quijote de la
Mancha - Adela Basch • El loro pelado y otros cuentos de la selva - Horacio Quiroga • El hada
del zapato -Griselda Gálmez • Todos los juegos el juego - Gustavo Roldán • Memorias de
Vladimir - Perla Suez • Las torres de Nuremberg - José Sebastián Tallón • El tobillo abandonado
- Santiago Kovadloff • El último dinosaurio - Alma Maritano • El planeta azul - Luis Manuel
García Méndez • Cuentos de pan y manteca - Sara Zapata • El caballo celoso - Javier Villafañe •
Cuentos cortos, medianos y flacos - Silvia Schujer • Qué me cuenta, maestro - Antología • Los
Chichiricú del Charco de la Jícara - Julia Calzadilla Nuñez • Cinco más cinco -Antología • Una fila
de cuentos - Antología • La travesía de Manuela - Ana Alvarado • Cuentos crueles - Saki • El
crimen del señor Ambrosio - Sandra Siemens • Los hermanos no son cuento

- María InésFalconi • Una caja llena de - Laura Devetach • Amores imposibles y otros
encantamientos - Horacio Clemente • Barbanegra y los buñuelos - Ema Wolf • Caperucita Roja
II - Esteban Valentino

• El titiritero de la paloma - Horacio Tignanelli • La noche del elefante- Gustavo Roldán • Los
calamitosos - Luis Cabrera Delgado • Cementerio clandestino - Eduardo A. González • El león y
la aurora- Juan Raúl Rithner • El último dragón - Gustavo Roldán • Cuentos de La Papelera -
Rubén Palubne • La historia de Fulgencio y Clotilde - Jorge D. Moreno • Las ideas de Lía -
Andrea Ferrari •

Esta edición de 2000 ejemplares se terminó de imprimir en

A.B.R.N. Producciones Gráficas S.R.L.,

Wenceslao Villafañe 468,

Buenos Aires, Argentina, en marzo de 2005.

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