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verosímil: supone que en casa de Cotta tendría el alojamiento (Herberge), y en la de Schalbe la

manutención (Unterhalt).
El encuentro con estas ilustres familias fue una inmensa fortuna para el desamparado
muchacho en los años más críticos de su adolescencia, en que la vida afectiva comienza a bullir,
las pasiones se encienden y los peligros menudean. Recibido como un hijo en aquellas familias
cristianas, pudo el hijo del minero de Mansfeld saborear los goces tranquilos del hogar
doméstico, que tal vez no había conocido bastante al lado de sus padres y hermanos. Allí
encontró una mujer distinguida que le protegió y quizá alabó públicamente su bondad de corazón
y su aptitud para la música, dotes que tal vez su propia madre no apreció nunca.
Y como tanto los Schalbe como los Cotta se distinguían entre todos los de la ciudad por su
arraigada religiosidad y por su piedad hondamente tradicional, no cabe duda que en aquel
ambiente, mejor que en su propio hogar, recibió una educación moral y religiosa esmeradísima.
¿No habrá que buscar allí las ocultas raíces de su futura vocación a la vida monástica?
Consignemos aquí un recuerdo que Lutero conservaba de Eisenach y de sus piadosos
protectores. Contaba años adelante que un día, hallándose en casa de su hospedador Enrique
Schalbe, que era íntimo amigo de los franciscanos y favorecedor de los mismos, le oyó hablar
con compasión de los sufrimientos de un fraile recluido en el convento y bien custodiado para
que no saliese a predicar. El fraile perseguido era el famoso Juan Hilten; sus sermones acerca de
la reforma de los abusos eclesiásticos y sus vaticinios sobre la próxima invasión de Italia y
Alemania por los turcos y sobre el inminente fin del mundo habían dado mucho que hablar.
Martín oyó con cierta curiosidad lo que del fraile se decía, mas ni se acercó a su celda de recluso
ni se interesó entonces por sus profecías. Sólo hacia 1529, cuando nuevamente oyó hablar de
aquel fraile visionario de tipo apocalíptico, tardío retoño de los espirituales, con resabios
astrológicos, le entró curiosidad de conocerlo mejor, y leyó sus vaticinios. Se acordó de los días
de Eisenach, y creyó que podían referirse a él —a Martín Lutero— las palabras que se atribuían a
Hilten moribundo: «Otro vendrá y vosotros le veréis».

La santa Madre de Turingia


Dominando desde lo alto la ciudad de Eisenach y atalayando los verdes valles y los alcores del
contorno, se elevaba la fortaleza de Wartburg, que en las postrimerías del siglo xii había
escuchado las altercaciones poéticas y los cantares de los trovadores germánicos (Minnesänger).
En las salas del castillo habían cantado sus versos, al son del laúd, Wolfram von Eschenbach, el
inmortal autor del Parzival, y el mayor lírico de la Alemania medieval: Walter von der
Vogelweide.
Esto, acaso, no lo sabía nuestro joven estudiante de Eisenach, pero sí sabía que aquellos
vetustos muros —ahora casi abandonados— habían contemplado los maravillosos ejemplos de
santidad de Isabel de Turingia (1207-1231), esposa del landgrave Luis IV. Era Santa Isabel la
santa más querida y venerada de los isenacenses; todos conocían la vida y milagros de aquella
angelical princesita, venida de Hungría —era hija del rey Andrés II y hermana de Bela IV— para
encerrar su juventud y su hermosura en aquel alto palacio y hacer feliz la breve vida del
caballeresco landgrave. Muerto éste en 1227, en el sur de Italia, camino de la cruzada de Oriente,
la jovencísima viuda de veinte años no vivió más que para los pobres, para los enfermos, para los
infelices. Dirigida espiritualmente por los frailes franciscanos, oraba y practicaba ásperas
penitencias: repartía limosnas a los menesterosos, curaba con sus propias manos a los atacados de
lepra y atendía a cuantos imploraban su ayuda y favor. Era la personificación de la caridad, de la
dulzura, de la misericordia. Edificó en Marburgo un hospital, y allí la arrebató la muerte en plena
juventud.

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