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Desde su publicación en 1845 hasta los albores del siglo XX, el Facundo es
sometido a lecturas varias. Hay libros que entran implícitamente en diálogo con él para
plantear un debate: Una excursión a los indios ranqueles (1870), Pablo, o la vida en las
Pampas (1869), de Lucio y Eduarda Mansilla, respectivamente, y, por supuesto,
el Martín Fierro. Otras obras, en las dos últimas décadas del siglo, se apoyan en él de
manera explícita para intentar -a favor o en contra- una comprensión de lo argentino,
desde un amplio espectro ideológico: el positivismo (Ramos Mejía, Ingenieros), el pre-
nacionalismo (Joaquín V. González), el pre-revisionismo histórico (particularmente con
David Peña). Si puede decirse que en la obra de Sarmiento hay un héroe, un programa
político, y un paisaje, me referiré aquí, en particular, al eje que pasa por la imagen
heroica y que deriva hacia su problemático entrecruzamiento con la posterior
recuperación del gaucho y de la «barbarie» como iconos fundadores de una identidad
nacional.
Sarmiento en diálogo con Facundo y con su Facundo
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(259)
(261-262)
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La reparación de la imagen heroica supone dos movimientos. Uno de ellos es defensivo,
apologético: el señalamiento de las virtudes que detentó el general de la República Juan
Facundo Quiroga y la desestimación, como calumnias, de las tachas que la «leyenda
aterradora», le ha endilgado. A lo largo del texto se van enumerando cualidades:
caballerosidad, lealtad, generosidad, valentía (116, 139-140, 145-146), franqueza, talento
natural, aptitud para penetrar en las almas humanas. Algunas de ellas han sido reconocidas
por Sarmiento (generosidad, valor, perspicacia). Pero otras se oponen a su texto: Facundo, en
contra de los rumores que Sarmiento recoge, es descripto por Peña como un buen hijo,
sensible a la opinión y a los sentimientos de sus padres, y como un buen esposo y padre de
familia, exento -aquí se afirma en Vicente Fidel López- de los actos de «torpe lujuria» que
han manchado a otros héroes americanos, como Bolívar. También desestima Peña la
presentación de Quiroga como un gaucho y un montonero. Hijo de un hombre de fortuna,
Facundo se enrola, no en la montonera, sino en el ejército de la Independencia, y lo hace por
vergüenza de presentarse a su padre luego de haber cedido a su único vicio (el juego) y de
haber perdido una tropa de aguardiente que llevaba para vender. Aunque posee en grado
superlativo todas las habilidades ecuestres y las destrezas guerreras de los gauchos, no es un
gaucho más: lleva su propio rancho, y come aparte, con cubierto de plata. Se asocia con ricos
propietarios, como Braulio Costa, y desposa a una señorita de la mejor sociedad riojana. Sin
ser un «doctor» tiene instrucción y clarividencia, es capaz de escribir cartas inteligentes y
proclamas de asentados fundamentos, que Peña adjunta como fuente documental.
Por otra parte, la reivindicación de Facundo recurre al ataque, materializado en
argumentos ad hominem, dirigidos hacia el propio Sarmiento, su adversario de la pluma, y
hacia sus contrincantes en el campo de batalla, como el general Paz, y sobre todo, Gregorio
Aráoz de La Madrid. Como en un psicoanálisis avant la lettre, Peña afirma la posibilidad de
«descifrar» el Facundo a partir de la vida y la personalidad de su autor. Se remonta así al
Sarmiento que precede a su gloria de prócer. Vuelve en su contra las mismas calificaciones y
argumentos que el sanjuanino ha esgrimido contra Facundo. Recuerda al joven borrascoso,
peleador, arrebatado; al hijo calavera, y también -con una intencionada preterición- al
hombre de gobierno que ha cometido actos de barbarie13. Por fin, su elogio permanente del
valor estético del Facundo («infinita belleza literaria») tiene como contrapartida la
acusación, también permanente, de falta de veracidad histórica. Es un libro -recuerda-
nacido como arma de combate contra Rosas, donde una «excepcional fantasía
literaria» convierte la historia local en una «novela monstruosa»14 (23).
En cuanto a sus rivales militares, Paz, el guerrero matemático, el jefe-libro, puro cálculo,
soldado de la Europa (110), sólo legitima su acción en tanto lucha contra la tiranía de Rosas.
Cuando busca dominar Córdoba, luego del asesinato de Dorrego, ni él ni Lavalle -recuerda
Peña- representan causa popular alguna. Tampoco Paz y los suyos son inocentes de crímenes
y ensañamientos, como la muerte de los veintitrés oficiales y más de cien soldados
prisioneros que Deheza manda fusilar después de La Tablada, acto que representa para Peña,
como ejemplo emblemático, «la barbarie de la civilización»15. Pero, frente a Facundo, el
arquetipo de la crueldad bárbara, lo encarna La Madrid. Peña no se cansa de enumerar la
desmesura y las atrocidades que ha perpetrado en su condición de jefe unitario (91, 112, 131-
33, 134, 141), entre ellos -y esto añade vileza y venalidad a los hechos- la tortura y la
vejación al tío y a la madre de Quiroga para hacerlos confesar el sitio de tesoros escondidos.
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Por otra parte, Peña reivindica la representatividad legítima y racional que ha ejercido
Facundo con respecto a los intereses provinciales. Nunca lo guía una «fuerza ciega» (117)
sino intereses concretos: reacciona ante el ataque perpetrado por Rivadavia a las economías
locales, como la conversión de las minas provinciales riojanas en minas nacionales que sólo
podrían ser explotadas por el gobierno central, asociado con los ingleses, y la acuñación de
moneda también a cargo exclusivo del Banco Nacional; no acepta el avasallamiento que
implica imponer, desde Buenos Aires, una Constitución con la que las provincias no
acuerdan. Si Quiroga triunfa contra Rivadavia tal vez se deba a que es él, y no el estadista
porteño -dice Peña- el genuino «exponente de la civilización de aquella hora» (96). Peña
impugna, tanto la deliberada alteración de los hechos por parte de una historiografía parcial,
unitaria (que también justifica crueldades siempre que vengan del bando «civilizado»), como
su uso abusivo del término «bárbaro», que extiende esta calificación de época dada
primariamente a los aborígenes, a «los partidarios del federalismo, a Rosas, caudillos y
demás gente del interior» (22, al pie).
Se aplica también a esclarecer la relación con Rosas y niega que Facundo se haya
rebajado a ser su satélite (esta rebeldía sería, justamente, una de las causales de su presunto
asesinato por parte del caudillo bonaerense), y que exista entre ambos una continuidad
política. Quiroga aparece como el gran promotor -a pesar de Rosas- de una Constitución
nacional que respete las voluntades de los pueblos16. No es «el mito aterrador que el nombre
de Facundo evoca» sino el «general Juan Facundo Quiroga, nervio, centro, fuerza,
pensamiento y acción representativos de esas entidades humildes, candorosas y lozanas que
se llaman las provincias, en la hora crepuscular de su incorporación a este núcleo
incontrastable que formara la patria». Facundo representa el ideal que, «unido al del vasto
laboreo da origen -dice Peña- a la organización de que hoy gozamos» (205).
Sin embargo, el minucioso libro de Peña no borra de la imagen facúndica los elementos
míticos y la sobrecarga histórico-literaria, presentes en Sarmiento y reelaborados por
González. Reaparece la comparación con el «héroe primitivo» (Ayax) y también con César
(aunque Facundo no es para él, como para Sarmiento, un prócer malogrado sino un
César «más puro»), con todos los grandes capitanes de la antigüedad, que han amado a sus
caballos como Facundo a su moro. También lo compara a Macbeth, en su insaciable
ambición. Pero sobre todas las otras, vuelve la imagen del «hijo de la naturaleza», aunque no
asociada preferentemente a lo sombrío sino a lo idílico pastoril, y también a lo sagrado y lo
sublime:
«Como viajeros metódicos recorramos por partes el trecho
de esta existencia, que si la tradición de las ciudades se esfuerza
en presentar más pavorosa que los personajes de la tragedia
shakespeariana [es clara la alusión a González, citado luego al
pie], adelántase a recibirla la musa de los campos, pura como sus
flores y sus aires, musa tierna y bella, elemento de enseñanza con
su sencilla trova».
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Pero también puede ser terrible y Facundo es el único dotado para medirse con ella.
Frente a Paz, el matemático, Facundo aparece como:
«el denuedo originario de la tierra, genial expresión de lo
que fuimos en la hora del heroísmo primitivo, más fuerte que el
acero, más rápido que el rayo, más arrebatador que el turbión que
alza y encrespa las olas de los mares»; «¡Facundo es grande
como la cólera humana, en pugna con la del mismo infinito!».
(110-111)
Si alguna fiera puede asimilárselo, es sólo al león, rey de las criaturas, prototipo de
valentía y nobleza (109, 193). Peña mantiene, por lo demás -aunque la incline a la afirmación
positiva- la ambivalencia que caracteriza al personaje en el texto sarmientino: Facundo es
hidalgote y feroz, primitivo y culto, implacable y magnánimo, cruel y generoso (114).
En suma: aun en el libro de Peña, donde se reivindica en parte un programa político (el
de la Federación interior, no el de Rosas) y un caudillo, este caudillo sigue conservando
elementos míticos de «barbarie», que provienen sobre todo, de la irradiación numinosa,
aterradora y fascinante, atribuida a la naturaleza primordial. A pesar de los rasgos racionales
que se le reconocen al héroe (entendido aquí no sólo como guerrero, sino como ciudadano,
patriota y político), en cierto registro Quiroga (sobre quien se proyectan también,
seguramente, los «fantasmas del deseo» comunitario) sigue formando parte de la saga
poética del «bárbaro»: un ser nunca del todo humano, que no acaba de salir de un fondo
inmemorial, atávico, que, si bien supera al hombre «civilizado» en su fuerza titánica y en su
conexión con el misterio cósmico, está por debajo de él en su capacidad de abstracción,
autorregulación y sujeción a la ley.
Conclusiones
Estamos en el albor de un nuevo siglo. Luego del Martín Fierro, del Juan Moreira,
del Santos Vega, un flujo continuo de literatura de cordel sucede y emula a estos héroes
perseguidos, circula en las casas más humildes. Prestará el servicio de llenar huecos
identitarios en la inmigración que se acriolla. Se fundirá en la gran operación mistificadora
del Centenario, cuando el gaucho vencido y mantenido a una conveniente distancia épica, sea
exaltado como paladín de la nacionalidad18. Aunque las plataformas políticas de los libros
sean muy diferentes, los protagonistas de Sarmiento y José Hernández, unidos por ese hilo
conductor del «gaucho» como representante antropológico de lo argentino por excelencia19,
terminan soldados en el mismo molde, que los acepta como héroes fundadores, no como
prójimos. El mito literario triunfa: Facundo y Fierro no se despegan ya del «círculo
mágico» de una «barbarie» ahora neutralizada y sacralizada, convertida en tradición y raíz,
en piedra liminar. Se exalta en ellos al héroe primitivo y numen de la tierra, «genio de lo
autóctono». Pero mientras tanto, otros nuevos bárbaros ocupan el escenario histórico -un
proletariado creciente, en su mayor parte de origen Inmigratorio- cuyos derechos,
conculcados o ignorados, el poder sigue resistiéndose a tomar en cuenta20.
Bibliografía Consultada
Bibliografía secundaria