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de Jacques Derri da
( UN TEXT O SOBRE POLÍTICA , FANTASMAS
ANTASMAS Y CÍRCULOS )
NOTA BENE
Este texto es una versión reducida de lo que será un texto mucho más amplio sobre Jacques
Derrida. Esta versión fue la base del texto leído en el Auditorio Roberto Murillo de la Facultad de
Letras de la UCR el 16 de noviembre del 2004, en una actividad titulada “Derrida: Recibir la muer-
te”, organizada por Luis Fallas y Sergio Rojas. Para esa actividad elegí los pasajes de aquel texto
más amplio y todavía en formación, relacionados con una parte de la obra de Derrida que está
apenas comenzando a ser estudiada con exhaustividad y que promete ser innovadora: sus apor-
tes a una posible reelaboración de lo político. Me hubiera gustado, además, poner a jugar el doble
genitivo de esta frase: “Recibir la muerte de Jacques Derrida”; pero el juego hubiera sido muy ex-
tenso y quizá no se adecuaría muy bien al resto del texto, al tono o ritmo del texto que finalmente
elegí. Eso no quiere decir que me haya olvidado de la muerte de Derrida, de la muerte como tema
en su obra y de la muerte suya; Derrida, recientemente muerto, es ya también, para nosotros, vi-
vos, un espectro.
Habrá pues en este texto cientos de “faltas” y “vacíos”; zonas espectrales que, difuminadas, no
pueden ser leídas, por motivos principalmente de tiempo, pero que muestran de todos modos que
están allí sin estar allí, que existen de algún modo, que son importantes aun si no son oídas, aun-
que no participen, aunque estén reprimidas por el tiempo, por el espacio, por el tipo de actividad
en la que me tocó, entonces, hablar; y hoy, aquí, escribir.
Hay algunas diferencias entre el texto que di a leer a Sergio Rojas y Luis Fallas antes de la ac-
tividad, el texto que leí la tarde del 16, y este texto que ahora hago público. Por supuesto, aunque
no hubiera diferencias en la gráfica de los textos, de todos modos serían diferentes, ¿pues podrí-
an acaso lo oyentes, en aquella actividad, haber oído todas las comas, los puntos suspensivos,
los espacios en blanco, las comillas, las cursivas, los juegos de palabras? ¿Podrían los oyentes
haber oído toda la espectralidad que en el texto escrito (no) se puede leer?
Pero que el texto esté cargado de “faltas” no habrá de verse como algo ajeno a la desconstruc-
ción. La falta, obviamente, desde siempre ha estado ahí.
–¿Dónde?
“Oh, amigos míos, no hay ningún amigo.”
Comenzar con una cita es reconocer que nunca comienza uno, uno solo.
Comenzar acogiendo la voz de otro, acaso vivo, acaso muerto hace tiempo… Nunca
se comienza, nunca es uno quien comienza. Cuando uno cree comenzar, ya todo ha
comenzado hace tiempo. Otros lo comenzaron. Otros hicieron su tiempo, otros dieron
su tiempo para darnos a nosotros el nuestro.
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Introduciré aquí a otro de los muertos que he querido invitar, siguiendo siem-
pre a Derrida, a esta sesión de lectura.
Dicho según el espíritu de Marx: creer que es posible lo imposible sólo puede
conducir a la destrucción. Esa es la forma general de la ingenuidad utópica. Es decir,
creer que de algún modo es posible para los seres humanos la recuperación o la cons-
trucción de un paraíso perfecto –valga el pleonasmo–. Pues es justo eso lo que
Derrida, a lo largo de todos sus trabajos muestra como imposible.
La desconstrucción es la experiencia de lo imposible.
Derrida dice esto en diferentes contextos y de diferentes maneras; entre otros
lugares lo dice –y no casualmente– en su libro Espectros de Marx. Lo que quiere así
dar a pensar y, además, provocar masivamente, es el agotamiento de la credulidad
metafísica. Lo cual no quiere decir que se ponga así fin a la metafísica o a la filosofía
en general. No, la metafísica es, para el pensamiento humano, una fuerza gravitacio-
nal. No se puede simplemente salir de ella… No se la abandona sin más, como si fue-
ra posible, por ejemplo, para un vehículo espacial, romper con la gravitación terrestre
y no verse ya nunca más sujeto –objeto– de otra fuerza gravitacional en su viaje por
el universo… Hay una especie de inercia gravitacional, centrípeta, que nos tienta y
parece obligarnos siempre, de un modo u otro, a recorrer de nuevo algún movimien-
to orbital, centrípeto, atraídos por algún centro de identidad o de substancia, de anhe-
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lada presencia, algún fundamento único como sostén de la totalidad –manía ontoteo-
lógica–, alguna variedad de motor inmóvil. Todo pasa como si estuviéramos conde-
nados a repetir para siempre ese deseo apocalíptico: deseo, a la vez, de final y de re-
velación.
La desconstrucción es la demostración de la existencia de otras posibilidades.
Ni una cosa, la salida, ni su simple contrario, la permanencia dentro del velo metafí-
sico. La inversión, lo sabía Nietzsche, es insuficiente. El movimiento de ruptura, cen-
trífugo, exorbitante, hay que hacerlo y repetirlo una y otra vez, en los más diferentes
contextos, día a día. Se encuentra hoy la fuerza para romper con la furia gravitacional
que nos aprisiona dentro de perspectivas y deseos metafísicos, pero a sabiendas de
que mañana nos habrá aprisionado de nuevo y habrá que encontrar otra fuerza para
romper de nuevo… No podemos, dice Derrida, dejar de desear la revelación, la ver-
dad final o total, o, políticamente, el Estado final o total; pero ahora sabemos y pode-
mos asumir que nunca podremos conseguirlos, realizarlos, tenerlos como nuestra pro-
piedad. No saber, no asumir con toda la radicalidad posible y todas sus
consecuencias, esa imposibilidad, es lo que Derrida llama “metafísica”. Y siguen ca-
yendo en ella todavía hoy muchos que se creen descreídos, en ciencia, en política, en
religión o antirreligión, en filosofía. Experimentar esa imposibilidad y asumirla y
usarla al decidir, al organizar la vida, al pensar, al leer, al escribir, al amar, al desear,
al relacionarnos con los otros, es lo que se llama “desconstrucción”. Y es esa doble
necesidad estructural –no podemos dejar de desear, no podemos satisfacer plenamen-
te el deseo– la que organizará todo lo que pueda y no pueda ser parte de un pensa-
miento desconstructivo, en sus matices epistemológicos, éticos y políticos. Aquí sólo
voy a ocuparme de unos pocos –muy pocos, en realidad– de esos posibles matices.
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Comenzaré –aunque es obvio que comencé ya hace varias páginas– por recor-
dar que la amistad ha sido un concepto marginal a través de la historia del campo po-
lítico y de la filosofía política. Sin embargo, dice Derrida, si se leen detenidamente los
textos canónicos, comenzando con Platón y Aristóteles, la amistad sí juega un papel
organizador en la definición de la justicia y de la democracia. La pregunta que se
hace Derrida es si ha habido, en Occidente, a través de la enorme diversidad de sus
culturas y épocas, un modelo prevaleciente de amistad.
Sí lo hay, según él, y es el de una amistad entre dos hombres que concuerdan
políticamente. Lo cual excluye, en primer lugar, la amistad entre mujeres y entre
hombres y mujeres; paralela, pues, a la exclusión general de las mujeres de los ámbi-
tos institucionalmente políticos. La figura, así, del “hermano”, es central a lo largo de
esta historia. Hombres, hermanos, con una fidelidad política común. Todavía hoy, los
estadounidenses, por ejemplo –y obviamente no es cualquier ejemplo–, llaman “band
of brothers” a sus amigos en armas, a sus compañeros de pelotón. Esta fraternidad es
una hermandad substancial defendida militarmente. Hay pues vínculos milenarios
entre una metafísica falocéntrica y una política fraternalmente substancialista. Los
“nacionalismos étnico-metafísicos” de ayer y de hoy, pues –y uso explícita y agrade-
cidamente la expresión de mi querido amigo Alexander Jiménez– son comunes y vie-
jos residuos de credulidad metafísica. Vemos que existen incluso en países sin ejérci-
to; y en estos países, acaso por esa misma falta, a veces cotidianamente con mayor
violencia –contra el inmigrante, por ejemplo, o contra la mujer–… Los hermanos no
son sólo hermanos de sangre, también son hermanos de raza o de etnia, de religión,
hermanos bajo alguna identidad substancial: un territorio, una nación, por ejemplo.
En suma, según Derrida los conceptos fundamentales de la política, por ejem-
plo “poder”, “soberanía”, “Estado”, “representación”, etc., han estado de un modo u
otro marcados directa o indirectamente por este concepto canónico de amistad como
fraternidad falogocéntrica.
Es gracias a esta distribución histórica del presupuesto de la fraternidad como
fundamento político, que Derrida puede usar la amistad para intentar una descons-
trucción de la teoría política tradicional. Lo excluido –la mujer, la amistad con el
otro/enemigo y no sólo con el hermano de raza, de nación, de religión, etc.– es nece-
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sario para intentar una reelaboración y una ampliación de la política sin caer en nue-
vos vicios substancialistas y sin, por otro lado, tener que restringir las opciones polí-
ticas a la dicotomía entre consenso y terror. En los últimos diez o quince años de su
vida Derrida insistió en buscar maneras para que los amigos puedan convivir políti-
camente aun si no llegan jamás a un consenso (o bien maneras de poder convivir po-
líticamente aun si no somos amigos en sentido clásico); y maneras para que los ene-
migos no tengan por qué llegar al terror.
Una de sus conclusiones es que la política de la mundialización del mundo sólo
es posible si decidimos ser amigos del otro sin asimilarlo (con guerra, conquista, im-
perio, forzándolo legal o ilegalmente al “consenso”, etc.) ni aniquilarlo (con guerra,
conquista, imperio, terror…). De otro modo, la que sólo conducir, al final
los finales, a mismo: suerte de Apocalipsis lo imposi-
ble, un consenso final, mundial, por ejemplo, un mundo edénico para siempre jamás
posible final. Pero final efectivamente: la destrucción, es decir, a nivel mundial, la au-
todestrucción. Las políticas de la desconstrucción no son, pues, políticas de lo impo-
sible, es decir, políticas del consenso ideal o final. Pero tampoco son políticas del te-
rror. Son la posibilidad –tras la experiencia de lo imposible– de crear una
convivencia política mundial donde los “amigos” sean también “amigos” de los ene-
migos, es decir, donde para ser amigos no creamos necesitar una identidad común,
una única substancia fundacional, una única nacionalidad o una totalización ideal del
consenso. Donde el otro tenga el derecho de seguir siendo siempre otro. Sólo puede
ser, pues, políticas de la alteridad, del agon, del conflicto inevitable que arrastra la hu-
manidad.
Y ¿por qué habla siempre de una democracia por venir? La definición mínima
de “democracia” es: igualdad. Los amigos, por ejemplo, son iguales. Hay, entre ami-
gos, simetría. O se supone que la hay. Sólo puede haber democracia si hay igualdad,
se dice, y si la hay entre todos. ¿Todos? ¿Quiénes son “todos”? ¿Los ciudadanos de
un país, de cada país? ¿Pero no es eso, en el mundo de hoy y en el que se anuncia,
cada día más difícil de delimitar? ¿Y qué pasa con los inmigrantes, los indocumenta-
dos, los exiliados, los excluidos económicamente, los refugiados? Y si hay igualdad,
si somos todos iguales, ¿cómo mantener la igualdad respetando a la vez la singulari-
dad de cada uno, su diferencia? ¿Cómo se toma en cuenta, a la vez y sin sacrificio de
ninguna de las dos: la igualdad –eventualmente universal– y la singularidad –que sólo
puede ser singular–?
Esas son preguntas imprescindibles en una democracia. Pero la democracia ha
estado tradicionalmente asociada a la fraternidad. Lo que, entonces, a grandes rasgos,
intenta hacer Derrida, es pensar una democracia articulada con un nuevo concepto de
amistad que no dependa ya de aquel modelo canónico, falogocéntrico y substancialis-
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ta, de amistad. Sería una democracia que no podría reducirse al concepto de ciudada-
nía, ni al concepto organizador del Estado-nación. Esta democracia debe ser una fuer-
za que trascienda la nacionalidad y toda dependencia en fronteras perfectamente de-
limitadas. La pregunta es pues si es posible –y no sólo si podemos, sino si
queremos–, más allá de los límites de la política clásica, respetar radicalmente la do-
ble obligación de igualdad para todos y respeto a la singularidad radical.
Una democracia como esta es la que ve Derrida prometerse, anunciarse en lo
que él llama, principalmente en Espectros de Marx, una “Nueva Internacional”. Esta
nueva internacional estaría conformada por organismos internacionales fuertes y re-
formados, comunidades amplias y cada día más amplias (el ejemplo obvio es la
Comunidad Europea), basadas en un derecho efectivamente internacional; pero tam-
bién por los movimientos internacionales o transnacionales de esos ciudadanos cos-
mopolitas del mundo entero que, por ejemplo, protestan contra la globalización neo-
liberal, o todos los que protestaron masivamente contra la invasión norteamericana a
Iraq; y todas esas cada día más cosmopolitas y desterritorializadas comunidades vir-
tuales que trasiegan, digamos, información de resistencia, “verdades alternativas” a
las de los grandes medios y las grandes corporaciones, comunidades que podrían un
día, no tan lejano, desarrollar algún nuevo tipo de poder y de acción que no podemos
aún anticipar, dichosamente…
Todo esto promete, pues, según Derrida, una democracia carente ya de cual-
quier recurso a substancialidades nacionalistas. Por supuesto, esa Nueva
Internacional de ciudadanos del mundo se ocuparía también de trabajar localmente en
contra de las desigualdades económicas y de cualquier otro tipo. Aunque no tendría
ya que restringir o centrar, como ha sido hasta ahora, su acción política a la tan dese-
ada toma de poder Estatal.
Por otro lado, la amplitud y calidad de esta democracia en gestación siempre
pueden, en principio, mejorarse. Por eso cuando Derrida habla de una democracia
“por venir” no se refiere a una democracia futura, es decir, a una forma específica de
democracia, a un nuevo modelo de organización de los estados (aunque eso también
sea deseable), etc., sino a la necesidad de mantener abierta siempre la promesa de que
puede ser mejor. Por eso la democracia no es sólo un régimen determinado, con tales
y cuales instituciones y fronteras; la democracia en sentido derrideano es más bien
cualquier experiencia organizada de acuerdo con la igualdad, la justicia, la equidad y
el respeto por la singularidad inasimilable del otro. En cuanto experiencia, sólo pue-
de haber democracia aquí ahora, pero eso no implica que la democracia esté en cual-
quier aquí ahora. Al contrario, sólo hay democracia aquí ahora si la experiencia de la
democracia no es la experiencia de algo acabado, presente ya en plenitud.
Por eso la democracia que sueña Derrida está vinculada conceptualmente con
una estructura de promesa. No hay democracia sin promesa, sin la promesa de más y
mejor democracia. Derrida ve en esta democracia un concepto radicalmente histórico
de lo político, pues en el concepto mismo estaría inscrito –en lugar del sueño, siem-
pre religioso, siempre metafísico, siempre ingenuo, de un final– más bien el proceso
infinito de posibles perfeccionamientos.
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La posibilidad de toda relación con otro se abre con una obligación incondicio-
nal: debo recibir al otro quienquiera que sea sin pedirle un documento, una identifica-
ción, un nombre, sin exigirle una identidad. Recibir al otro aunque no entienda su len-
gua, sus costumbres, sus valores. Sin ese principio de incondicionalidad no habría
hospitalidad. La hospitalidad en este sentido es la apertura del espacio “propio” a la
llegada inesperada del otro: el espacio privado, mi casa, mi cultura, mi nación, mi te-
rritorio…
En realidad, lo que muestra Derrida es que dada la imposibilidad metafísica de
lo propio, el espacio ya está abierto, siempre lo ha estado y siempre lo estará; pero la
hospitalidad es la decisión de mantenerlo abierto en lugar de cerrarlo. Es darle al otro
la bienvenida sin asimilarlo, es decir, sin requerir de él que aprenda mi lengua, que
adopte mis costumbres, mi religión, o que se nacionalice costarricense, por ejemplo.
Vivir con otro aunque substancialmente nunca podamos ni debamos pretender ser
iguales, aunque políticamente sí debamos serlo.
No hay, por supuesto, reglas, leyes, políticas ya hechas para poner en práctica
esta hospitalidad. Derrida es el primero en reconocerlo. ¡Pero es que se trata justa-
mente de eso! Hay que inventarlas precisamente porque no las hay, porque nunca las
ha habido en la historia metafísico-política de Occidente. ¡Si las hubiera la mundiali-
zación no sería un problema! Pero hay que inventarlas en cada instante , en
cada caso, una y otra vez, nunca de manera universal y predeterminante. Ha de ser
una negociación infinita. Pero hay que co parte. Por pen-
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n- El otro al que debemos recibir ya está dentro. Uno está ya dividido en su
interior, de modo que hay ya en uno mismo una especie de otro. Por eso
dice Derrida que antes de poder ser hospitalita que venga
, primero debemos negociar la hospitalidad con nosotros mismos,
dentro de cada uno; negociar, pues, con el uno dentro de uno, con esa ima-
gen y deseo de ser uno y de excluir a otro dentro de uno. Alguien, dice
Derrida, que no negocie esta hospitalidad en él o en ell odrá,
en efecto, ser hospitalario del todo. Sólo se puede ser alérgico con
el otro si primero a sido uno Hosp. con el otro-en-u
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Obviamente Derrida no estaba, de este modo, invitando a que invadieran su
casa y usurparan sus bienes hordas cualesquiera de visitantes. El resultado extremo de
esa lógica sería evidentemente el caos. Sin embargo, a pesar de que sea necesario
condicionar aquella incondicionalidad, y entonces negociar y organizar la hospitali-
dad con leyes y derechos y convenciones, a pesar de todo eso, el principio de incon-
dicionalidad debe seguir rigiendo la normalización, inspirándola, guiándola hasta que
sea posible pensar y hacer una democracia verdaderamente cosmopolita. Pero de un
co smopolitismo que no esté ya, como lo estaba aún en Kant, limitado por la re-
ferencia a la política de los organismos internacionales, el cos-
mos que imagina las organización de los más viable una inclina-
ción más sincera hacia la O, al contrario, dejaría de hacerla tan incondicionalmente
Derrida tiene esperanza en esta democracia. Y que esta esperanza parezca una
esperanza utópica no es algo que le preocupe: dada la condición actual del mundo
esas transformaciones son urgentes e impostergables. Pero la transformación no es ni
puede ser total, mucho menos totalitaria; jamás podría pensarse como un golpe de
gracia, algo generalizado y súbito. Depende de una infinidad de decisiones y expe-
riencias personales, de una infinidad de pequeñas, pequeñísimas pero continuas trans-
formaciones. Es responsabilidad de todos, singularmente, hacerlas todos los días, una
y otra vez. Además, su “utopía”, si la hay –él no acostumbra usar esa palabra–, ya no
conoce la ingenuidad de creer posible lo imposible. Al contrario, sólo puede tener es-
peranza precisamente por experimentar lo imposible de esa posibilidad.
En suma, dado el vínculo a la vez evidente y secreto entre metafísica y política
en los pueblos derivados de las tres religiones abrahámicas, y a pesar de sus enormes
diferencias, sólo un desmantelamiento radical de la metafísica puede prometer una
transformación radical de las formas de organización política; con la gravedad de que
ciertos “residuos de credulidad” metafísica aparecen constantemente por donde me-
nos se los espera, y de parte de quienes menos creen ser metafísicos. Aun hoy y en to-
das partes…
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Todas estas preguntas y muchas otras similares se desprenden del estilete derri-
deano, de su espolón. Y también algunos visos de respuesta. Pero sobretodo un cier-
to asombro, una cierta monstruosidad, una fuerza exorbitante que ya desde De la gra-
matología se anunciaba y se ponía en obra como necesidad, necesidad de transformar
el pensamiento ante siglos de herencia metafísica, pero también, y por eso mismo,
como necesidad política ante un mundo que no puede reducir ya sus políticas a un
juego guerrero entre naciones.
El mundo mundializado está demasiado lejos de los griegos. Tal vez a la heren-
cia griega toca ahora, ya es hora, de hacerla hablar de otra manera, de decirnos cosas
nuevas. Derrida lee a los griegos e interpreta, sorprendentemente, cosas nuevas. En el
Timeo, por ejemplo, o en el Fedro, y siempre en una imbricación metafísico-política.
Cosas nuevas… lecturas, interpretaciones nuevas… No en vano tuvieron que
esforzarse tanto Copérnico, Bruno, Galileo, Kepler, Newton y tantos otros para que se
llegara a creer que la verdad que se tenía del cosmos no era la verdadera verdad. Para
que se creyera, incluso, que había cambio en los cielos, y que había seguramente in-
finidad de centros y no, nunca, en ninguna parte, un centro único… ¿Por qué habría
de haberlo entonces en la organización humana de la realidad?
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Acaso sólo sean fantasmas. Un espectro. Acaso Derrida haya sido un simple
loco que veía espectros. Acaso yo mismo tenga ahora mismo aquí al fantasma de
Derrida suspirando detrás de mis hombros, guiando el movimiento de mis manos en
el teclado…
¿A quién le correspondería hablar con los espectros, y honrarlos y recibirlos?
No –imposible– a un filósofo clásico, un scholar, esos que sólo pueden pensar
en términos de presencia y ausencia, vivos y muertos y no –lógica imposible dentro
de la metafísica– de alguien o algo que no esté ni presente ni ausente: un fantasma, un
muerto/vivo.
Entonces –quizá– a los filósofos del porvenir, los que entiendan que hay mu-
chas cosas que siempre son (como) por venir… Que sólo pueden ser si son por venir,
es decir, si ni son ni no son: como una promesa. Como la justicia, por ejemplo, o la
democracia. Amigos, pues, amigos del porvenir. Amigos, aquí, del porvenir. Amigos
por venir. Porque entonces la política de Derrida es una forma de recibir a los muer-
tos… Los muertos de hace tiempo, los del pasado, que sacrificaron su tiempo por el
nuestro; pero también por los que no han venido aún, para que puedan venir.
Pregunto, de nuevo, ¿quién debiera en primer lugar hablarle a los muertos,
guardar su memoria, darles lugar, trabajar por ellos?
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Es en Espectros de Marx donde Derrida recuerda esta frase del Hamlet, leyen-
do allí a Shakespeare según cierto espíritu de Marx. Dicho en la versión de Joaquín
Gutiérrez, un muerto bastante querido en nuestro país, y también bastante shakespea-
riano y bastante marxista:
Somos nosotros los que nos llamamos intelectuales, eruditos, académicos, ilus-
trados, “hombres de ciencia” dice otra traducción, los que debiéramos mejor que na-
die saber guardar a los muertos, guardar su memoria, y recibir desde aquí ahora, tam-
bién, a los que vivirán mañana, en el porvenir, para que su porvenir sea mejor que el
nuestro, que nuestro tiempo…
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todo lo que he estado diciendo ya, aquí, sobre asuntos más bien políticos. Esta prime-
ra sesión iba a estar titulada: “Definiciones erradas”. Iban a ser definiciones cerra-
das, cortas, breves, y precisamente por eso erradas. Un léxico derrideano mínimo tie-
ne que incluir los siguientes términos: “desconstrucción”, “identidad”, “différance”,
“adentro/afuera”, “democracia”, “justicia”, “metafísica”, “logocentrismo”, “estructu-
ra”, “suplemento”, “huella”, “origen”, “presencia”, “escritura”, “texto”, “no hay fue-
ra-de-texto”, “evento”, “promesa”, “espectralidad”, “mesianicidad”, “fe” y “don”.
Por supuesto, si comienzo ahora a definir este vocabulario desconstructivo mínimo,
nos tomaría, siendo optimistas, muchas horas terminarlo. Así que lamentablemente
no lo voy a hacer aquí, a pesar de saber que el “texto”, por ejemplo, o la “diferencia”,
y el famoso “no hay fuera-de-texto”, son imprescindibles para una comprensión ade-
cuada de Derrida. Pero como ya he comenzado hace rato por otro lado, específica-
mente por el intento de Derrida de reelaborar lo “político”, y por la llamada espectral,
creo que es más sensato seguir y terminar, hoy, por ahí, sin divagar demasiado…
Quedará, ojalá, para después, otra ocasión en la que pueda definirles, aunque sea erra-
damente, aquel vocabulario derrideano mínimo…
En fin, no me queda más opción que seguir hablando de muertos. Es decir, de
espectros.
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Had I but time (as this fell sergeant, death,
Is strict in his arrest) O, I could tell you–
But let it be. Horatio, I am dead;
Thou liv’st. Report me and my cause aright
To the unsatisfied.
HAMLET, V, 2
Es, al menos, la cuestión que abre toda una cadena de posibilidades de cuestio-
namiento. Estar presente o estar ausente. Esta vivo o estar muerto. Dentro de un pen-
samiento metafísico, parece que no hay elección aparte de estas elecciones: o se está
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presente o se está ausente, o se está vivo o se está muerto. Uno no puede estar vivo y
muerto a la vez. Ni estar presente y ausente a la vez.
Excepto los fantasmas.
Los fantasmas pueden. Por eso, si se quiere dislocar el privilegio histórico-on-
tológico de la presencia, ¿qué mejor intervención que la de un espectro? Los espec-
tros tienen la rara facilidad de desbaratar todo el régimen metafísico de las oposicio-
nes. El espectro desborda la (onto)lógica de la vida o la muerte. Y no importa si no
existen los fantasmas. Ni siquiera importa si uno no cree en ellos. Y no importa por-
que la espectralidad no es algo que pertenezca a un esotérico mundo de tinieblas, de
superstición o de simple fantasía. La espectralidad atraviesa la historicidad humana,
el hecho, simple, irrefutable, de que somos criaturas en el tiempo. Vivimos como
tiempo. A veces, incluso, algunos mueren pero siguen vivos durante mucho tiempo.
Sabemos quienes son: Jesús, Platón, Mahoma, Cristóbal Colón, Juan de rco
, Johennon, Confucio, arl rx, por ejemplo. Obvio que esos son los casos
o también hay una infinidad, literalmente una infinidad de
otros han vivido antes y han sacrificado sus vidas para que el
mundo de hoy sea el mundo de hoy y no, todavía, el mundo medieval, o el mundo ro-
mano, o el mundo de la edad de piedra.
Cada uno de nosotros es la marca, el rastro, la huella, de otros millones de se-
res que, literalmente, han dado su vida por nosotros. Todos. Todos lo que han vivido
antes. Por todos ellos, y no por uno solo o varios, debiéramos hacer duelo. Esta es, de
hecho, una de las inyunciones de la ética y la política de Derrida. En el “presente”
siempre debiéramos incluir el respeto a esos otros que han vivido antes y nos han
dado el tiempo, y el mundo, y la posibilidad de estar aquí y decir lo que decimos y ha-
cer lo que hacemos.
El mundo se debe a quienes lo hicieron antes, y sólo después a quienes lo ha-
cemos hoy. Hoy podemos hacerlo porque otros lo hicieron antes. Todos esos otros son
los espectros que acompañan nuestros días, nuestros minutos, que nos acompañan
siempre aquí ahora. Pero también los del porvenir: todos los que no han venido aún
están –o debieran estar– aquí ahora, espectralmente, con nosotros, sin que podamos
reducirlos al ser o al no-ser. Aun si no existen ya, y precisamente porque no existen
ya como simples presencias es que, pensando en ellos y excediendo así, con ese jus-
to pensamiento, la lógica metafísica de la presencia y sus consecuentes políticas,
digo, sólo porque no existen como presencia –ni como simple ausencia– sino de otro
modo, es que gracias a ellos es posible reelaborar conceptualmente lo político. Es eso,
al menos, lo que intenta Derrida. De hecho, toda su obra puede verse como una extra-
polación, o una búsqueda de consecuencias –éticas, políticas, epistemológicas, socio-
lógicas, históricas, etc.–, de la dislocación del mito de la presencia en todas sus varie-
dades e instancias. Porque el espectro nunca es presente. Si algo afecta el espectro es
al presente mismo, haciendo ver, más bien, que no hay tal cosa como un presente mis-
mo, puro, actual, sino siempre, ya, una imbricación de tiempos. Ya lo mostraba
Derrida en su cabal de Husserl, en La voz y el fenómeno: el ahora puntual, el de la ex-
periencia humana . Es simplemente “différance”, todas son contextuales decir de y
origen de la humana, ya lo pensemos esta y otra parte de; que, justo por con la y, Der
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¿Ser y no ser, pues, a la vez? Ni ser ni no ser. A la vez. Si no fuera por esas es-
pectralidades no tendríamos ni siquiera “presente”, el cual, entonces, sólo es lo que es
porque está atravesado por lo que no es él.
El espectro, entonces –al menos en el libro Espectros de Marx– cuestiona lo
que entendemos por “existencia” y las consecuencias éticas y políticas de eso que en-
tendemos o no entendemos. “Espectralidad” es el sobrenombre de la no oposición en-
tre lo presente y lo ausente, lo real y lo irreal, lo actual y lo inactual; la espectralidad
nombra de otro modo la imposibilidad –o la simpleza– de reducir lo real a la oposi-
ción entre real e irreal, presente y ausente, etc… Pero, más aún, el punto es que esa
imposibilidad, cuando la creemos posible, no es sólo una simpleza sino también una
irresponsabilidad histórica. La historia ha sido hasta hoy bastante irresponsable.
Simplemente porque hay personas, y eventos, que no pueden reducirse al ser o al no
ser, al estar-presente o al estar-ausente: las víctimas de todas las dictaduras, los des-
aparecidos, los asesinados en los bien llamados “crímenes contra la humanidad”, to-
dos ellos son espectros: no están, ciertamente, fueron invisibilizados, pero están, son
presentes para sus familiares y amigos, están presentes y ausentes en los libros, en
esto que yo digo aquí mismo, el mundo entero es su rastro y su huella…
No es pues una trivialidad que Derrida lea a Marx teniendo al lado el Hamlet
de Shakespeare. A Hamlet es el espectro del rey difunto el que lo obliga a pensar de
manera diferente sobre la existencia. En la obra, mientras más atraído y cuestionado
se ve por la espectralidad del espectro y por lo que el espectro le pide, más conscien-
te se hace de la necesidad de tomar una decisión política en nombre del muerto, su pa-
dre, para honrar su memoria, pero también, simplemente, en nombre de la justicia.
Para Derrida, pues, no es simple coincidencia que tanto Hamlet como el
Manifiesto comunista empiecen citando a escena al espectro, como si, en los Estados
corrompidos –y Hamlet es obviamente príncipe de uno de ellos– todo debiera comen-
zar por la aparición de un espectro. Podríamos decirlo mejor: como si en un estado
corrompido sólo se pudiera recomenzar si se dejan aparecer los espectros.
Una vez que aceptamos la intervención de los espectros, se trata entonces de
aprender a vivir con ellos. Porque en todo esto de lo que se trata es de aprender a vi-
vir. Pero a sabiendas de que nadie aprende solo, a vivir; se aprende del otro, de los
otros, incluso y en primer lugar, quizá, de los otros que han muerto. Se trata, pues, con
el espectro, de aprender a vivir de otra manera: “más justamente” (EM 12). Pero sólo
será más justamente si esa vida los incluye a ellos, a los espectros, precisamente. Ese
“ser-con los espectros” entraña pues “una política de la memoria, de la herencia y de
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las generaciones”. Estas palabras de Derrida, muy cerca del inicio de Espectros de
Marx, dan el tono a ese libro, su obligación, su orden de trabajo, marcan una inyun-
ción: Derrida habla de fantasmas –de otros que no están presentes– sólo en nombre de
la justicia. Lo que nos impone –tal es la inyunción, palabra afortunadamente recreada
por los traductores al castellano del texto a partir del desusado verbo “inyungir”–
pues la lógica del espectro, no es sólo hablar de fantasmas –generaciones pasadas y
futuras– y tomarlos en consideración, no sólo hablarles a ellos, sino hacerlo en nom-
bre de la justicia. Hoy ninguna ética, ninguna política, dice Derrida,
Esta pregunta sólo es una pregunta justa si la oímos viniendo, ella misma, del
porvenir. Los espectros nos preguntan. Las generaciones del porvenir nos preguntan:
“¿cómo será el porvenir?” “¿Qué están haciendo ustedes por el por venir?”
Para que pueda, pues, haber en el porvenir, como por venir, una política más
justa, debemos nosotros, aquí ahora, encontrar tiempo, y espacio, para incluir en lo
político este “momento espectral” de la justicia sin el cual, del todo, no habría justi-
cia. En su libro, allí cierra Derrida su exordio a los espectros de Marx. Y allí mismo
se abren las inyunciones de Marx; y se abren con una cita del Hamlet: “The time is
out of joint” [el tiempo está fuera de quicio]. Por supuesto, dentro de una lógica de la
espectralidad, el tiempo no puede no estar fuera de quicio; pero este desquiciamiento
es ahora la inyunción de la responsabilidad: los espectros, los del porvenir, nos impo-
nen la necesidad de que les hagamos justicia, es decir, de que hagamos posible la jus-
ticia. De que la hagamos posible como afirmación gozosa y cotidiana de su imposible
plenitud.
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–¿Pero “nosotros” quiénes, si ya él, en ese tiempo soñado, habría muerto hace
tiempo?– The time is out of joint. El tiempo (sólo) es fuera de quicio.
comparecer nosotros con ellos, con los espectros, con Nietzsche, con Marx, y ahora
también, desde el 8 de octubre con Derrida, y hacia el porvenir, con todos los espec-
tros del porvenir, creerse que ya –no todavía este, ciertamente difícil, que entraña oír
y respetar la inyunción del espectro. Y ya no del Todo pasa aquí como si
no fuera posible salir de este asunto, de esta trama, del tiempo… caen en
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dice que no podemos –ni debemos– no heredar? Es uno de sus espíritus, porque hay
más de uno y siempre hay más de uno. No es, por supuesto, el espíritu del cual se po-
dría derivar un catecismo marxista. No es, por supuesto, el espíritu que más bien odia
hablar de fantasmas, que preferiría conjurarlos porque sueña, más bien, con un esta-
dio histórico plenamente presente y nada fantasmagórico, la realización final de un
tipo de hombre, etc… No puede ser tampoco un espíritu teleológico, ningún deseo de
plenitud; ni siquiera un espíritu utópico si eso implica la ingenuidad de creer como
simplemente posible la realización plena, algún día, algún presente, de una utopía real
plena y presente, y menos si se cree que el capitalismo y el “libre” mercado podrían
encargarse con su patética versión del fantasma –la mano invisible…– de crearla
como por acto de magia. No es tampoco ni puede ser un marxismo pretendidamente
científico, de leyes inviolables y resultados inevitables, comunes a la realidad natural
y la realidad humana. No es tampoco un marxismo cerrado al cuestionamiento filosó-
fico en general. No es, en suma, un marxismo que entienda el comunismo como un
estado del ser (con mayúscula o con minúscula).
¿Cuál espíritu, cuál espectro de Marx?
La desconstrucción, dice Derrida, no podría haberse dado en un mundo que no
nos hubiera dado a Marx. Llega incluso a decir: “No hay porvenir sin Marx.” El espí-
ritu, pues, de Marx de Derrida, es el Marx de la abolición de privilegios, del cuestio-
namiento de toda forma de propiedad, es el Marx que no creía en, o no postulaba, una
sociedad futura en cuanto estado final de perfección, ajeno a toda posibilidad de cam-
bio, duda, mejoría; un Marx, pues, más dado a pensar la autoorganización de los se-
res humanos que la organización desde arriba por un programa o un dogma… El es-
píritu, pues, de Marx de Derrida, es el “espíritu de la crítica marxista” (EM 82), es el
de una autocrítica imparable, el que pensaría la revolución como un proceso, es de-
cir, como una revolución permanente y nunca centralizada; es decir, el marxismo de
una historicidad como porvenir, es un Marx pos-metafísica-de-la-presencia, es, ob-
viamente, Marx desconstruido: Marx sin el miedo al fantasma, es decir, al revés, sin
la obsesión con la presencia: Marx abierto al horizonte mesiánico de la promesa, de
la democracia como promesa.
Porque para el otro, el que no ha llegado aún, hay que dejar siempre aquí aho-
ra un lugar vacío. Ese lugar vacío se ha de dejar siempre, dice Derrida, en memoria
de la esperanza; este es pues el lugar de la espectralidad.
Y debe quedar claro: esta historicidad como porvenir no es una postergación
para el porvenir de la acción, de la ley, de la decisión política, de la responsabilidad.
Al contrario, la postulación de un futuro presente como único tiempo privilegiado,
tiempo de la redención y la justicia, del bienestar y la dicha, era lo que, históricamen-
te, nos hacía postergar para ese edén recuperado la dicha de vivir. Pensábamos: sólo
entonces, mañana, habrá plenamente alegría y justicia. Eso se llama nihilismo: poner
un trasmundo como única opción de la alegría y la justicia. En cambio, si la historia
es porvenir, como quiere Derrida, pero nunca un futuro presente, la postergación de
la alegría y la justicia no tiene ningún sentido: porque nunca llegarán como tales, ple-
nas y puras. La desconstrucción, en cuanto historicidad mesiánica, es la afirmación
de esa imposibilidad. Es la experiencia de esa imposibilidad. Pero esta experiencia y
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Me habría gustado, aquí, explicar muchas otras cosas sobre Derrida, definir al-
gunos de sus términos más singulares e imprescindibles: “différance”, “huella”, “tex-
to”, etc., pero ya no hay tiempo, ya no tengo tiempo, y de todos modos preferí hablar
un poco de la vertiente más política de los últimos textos de Derrida. Tal vez lo he he-
cho un poco abruptamente. Me gustaría que fuera tomado nada más como una invita-
ción y, si quieren, también un poco como provocación… provocación e invitación a
preguntar por Derrida, a interesarse más por su obra… Por supuesto, todo esto que he
dicho así un poco abruptamente tiene su contexto, y tiene infinidad de consecuencias
y premisas y conceptos relaciones, pero como no hay ya más tiempo –y nunca hay su-
ficiente tiempo– terminaré con una pregunta que también intentaré contestar en un
tono más bien impropio a un discurso académico, es decir, algo dramáticamente y, de
nuevo, abruptamente:
¿Qué es, entonces, la desconstrucción, y para qué sirve?
La desconstrucción rompe todas las variedades del “mito de la presencia”. Es
simplemente eso: un pensamiento y un trabajo ex-orbitante: rompe con la órbita cir-
cular de la metafísica… Porque el círculo es la figura metafísica y política por exce-
lencia. No sólo el ser es circular; también las razas, y las religiones, y los países… La
historia ha estado plagada por guerras de círculos. Y no sólo la historia, también la fi-
losofía; recordemos que Hegel (en la Introducción a la Primera Parte de su
Enciclopedia, parágrafo 15) llamaba a la filosofía el “círculo de círculos”, el círculo
que va subsumiendo dentro de sí a todos los demás…
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A lo largo de esta historia se han cambiado los centros muchas veces, se han
ampliado los círculos, unos circulotes se han tragado a muchos circulitos, y todo por
el deseo obsesivo de ser el único, el mayor, el absoluto, puro, presente sin mezcla. Un
único centro. ¿No ha soñado siempre con eso la filosofía, de Parménides a Spinoza,
de Platón a Leibniz, en Hegel, en Heidegger? ¿Y han soñado con otra cosa los impe-
rios, o mejor dicho, los imperialistas? Metafísica, política, Platón, Bush: guerra de
círculos, visión de la historia como un círculo posible. Como un único y gran círculo
posible de cerrar.
Lo que, entonces, no ha habido aún es la posibilidad de una historia que ya no
dependa de esta figura, de esta obsesión arqueo-teleo-lógica, según palabras de
Derrida. Se ha sustituido un centro por otro, se han ampliado y reducido y eliminado
círculos, pero nunca se ha amenazado con toda la fuerza posible la imagen, la obse-
sión, el ideal, del círculo o, lo que es lo mismo, del centro y, entonces, de la organiza-
ción de todo saber y toda realidad según líneas diametrales de oposición.
¿Qué es pues la desconstrucción?
¿Qué es hoy, justo en esta época en la que es incluso posible, ya, para la huma-
nidad, pensar como efectiva posibilidad dejar la geo-grafía, es decir, literalmente, la Tierra?
Simple: es la fuerza exorbitante que quiere y puede romper con la fuerza gra-
vitacional que nos atrae al círculo y nos sostiene en órbita. A cualquier círculo, al de-
seo de círculo. Ese deseo común a la izquierda y a la derecha, porque se puede dibu-
jar un círculo en cualquiera de las dos direcciones. Es un pensamiento exorbitante,
una acción centrífuga, una estrategia marginal, tangencial; es la fuerza que atraviesa
un círculo y lo abre; pero entonces no es una única fuerza, comienza por saber que no
puede ser una única fuerza; y no tendrá una figura identificable, no, al menos, una sola.
¿Es tan difícil de ver, es tan difícil de entender? ¿No sabemos hace ya 500 años
que no hay un único centro en el universo? ¿Por qué si lo ha aceptado la ciencia, la
astronomía, hace tanto tiempo, por qué se niega a aceptarlo la filosofía, y la filosofía
política? ¿Por qué si sabemos hace 100 años que no hay marcos absolutos de referen-
cia, por qué si lo ha aceptado la ciencia no lo acepta la filosofía, y la filosofía política?
Ofrezco, simplemente, las preguntas; las ofrezco no como espadas levantadas,
no son una invitación al combate. Son cualquier cosa menos eso. Derrida nunca ins-
tigó la guerra; al contrario, huía de ella como de la peste. (De las guerras entre inte-
lectuales, entre filósofos, quiero decir, que son de las peores.) Derrida es un artista de
la negociación. Sus preguntas son puertas entreabiertas… Derrida muestra, pues, que
todavía hoy es apresurado decir que la metafísica se abandonó ya con Kant, con la
ilustración, o con los sospechosos Nietzsche, Marx y Freud… Ni siquiera con
Wittgenstein o Heidegger… Derrida muestra que ninguno de ellos, ni siquiera buena
parte de la ciencia (o de los científicos), ha roto con la metafísica, con esa fuerza cen-
trípeta que nos arrastra… esa fuerza que atraviesa todas nuestras palabras y que, por
eso, no podemos dejar si no nos atrevemos a recrear y redefinir y reinventar las pala-
bras… precisamente como intenta hacer Derrida con su terminología, con sus arries-
gados estilos, con sus aventuradas pero estratégicas lecturas e interpretaciones… Ni
siquiera, pues, ustedes ni yo, ni el estructuralismo, ni la filosofía analítica, ni las filo-
sofías políticas tradicionales, ninguno de nosotros ha dejado la metafísica. ¿Por qué
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