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EL APORTE DE LA IGLESIA CATÓLICA A LA REPÚBLICA DE CUBA, 1902 - 1958

JOSÉ M.HERNÁNDEZ PhD

Al iniciarse la etapa republicana la Iglesia Católica se hallaba en Cuba en una situación


crítica. El anticlericalismo prevaleciente en la metrópoli durante gran parte del siglo XIX
la había empobrecido y debilitado. Los dirigentes de la clase política que surgió al cese
de la colonia la miraban con hostilidad e indiferencia debido a la actitud
antiindependentista de Roma y los obispos españoles durante la gesta emancipadora.
Carente de recursos, se vio precisada a concentrar sus ministerios principalmente en
las áreas urbanas, sobre todo en la población blanca de clase media y alta.
Escudo de la nacionalidad

Paradójicamente, esta Iglesia se convirtió en escudo de la incipiente nacionalidad


cuando inmediatamente después del fin de la guerra hispanocubanoamericana
empezaron a llegar a Cuba grupos numerosos de misioneros protestantes
norteamericanos. Su mensaje religioso era en sí mismo políticamente inocuo. Pero
todos ellos estaban identificados con el expansionismo estadounidense típico de la
época, al que sinceramente tenían por una fuerza beneficiosa y civilizadora. Con la
bendición del protestante número uno de su país, el presidente William McKinley,
invadieron la Isla no sólo para rescatar a sus habitantes de la “opresión romanista” sino
para americanizarlos y crear "una nueva Cuba" cuyo futuro "estuviera inalterablemente
atado al de Estados Unidos," según la fórmula del pastor bautista Robert H. Moseley.
Confiaban en que los acontecimientos se desarrollarían conforme a lo previsto por el
gobernador militar Leonard Wood. "A la postre la intervención será seguida por la
anexión, que es lo mejor que puede sucederle a Cuba," como dijera sucintamente
Zenas L. Martin, superintendente de las iglesias cuáqueras establecidas en Oriente.

Si se hubiera extendido al ritmo de la penetración política y económica de Norteamérica


en la Isla, esta cruzada extranjerizante hubiera podido socavar en alguna medida los
cimientos de la naciente República si en ella no hubiera habido religión, como creía el
pastor Moseley. Pero sí la había, por muy divorciada que estuviera de las prácticas
oficiales. No obstante la gran ignorancia católica y la generalizada actitud de
prevención y rechazo hacia el clero, se había mantenido vigente en la población un
difuso sentimiento religioso de indiscutible matriz católica manifestado en devociones
populares, entre las que se destacaba la veneración a Nuestra Señora de la Caridad. Y
fue esta religiosidad contra la que chocaron los misioneros protestantes, a pesar de la
meticulosidad casi militar con la que planearon sus campañas proselitistas.

Ellos mismos dieron fe de la realidad de este tropiezo cuando enfocaron sus cañones
contra la Iglesia Católica. Dijeron que era "la enemiga de la verdadera religión" y que
era una institución "decadente y corrompida", y la acusaron de haber "explotado" a los
cubanos durante siglos y de ser la responsable "de su bajo nivel de moralidad".
Proclamaron que "catolicismo e ignorancia eran sinónimos", y denunciaron sin
ambages la devoción a la Virgen de la Caridad por "ridícula", "peligrosa", y por "robarle
la gloria a Dios". Uno de los que más se distinguió en este esfuerzo para desacreditar
la Iglesia, el pastor bautista Juan McCarthy, llegó a afirmar que el catolicismo era
"anticristiano". Si la Iglesia no hubiera sido un genuino obstáculo en su camino
¿habrían gastado los misioneros tantas energías en desprestigiarla y minar su
influencia?

Factor aglutinante

A uno de los más inteligentes entre ellos, el también bautista Frederick White, se le
ocurrió que lo único que habían logrado con su militantismo anticatólico había sido
acelerar la cubanización de la Iglesia Católica.(1) Quizás fue así. Lo que consta es que
ya en 1903 los obispados vacados por los prelados españoles en Santiago de Cuba y
La Habana habían sido cubiertos con cubanos, y que lo mismo había ocurrido con las
diócesis de Pinar del Río y Cienfuegos, creadas también en ese año. No fue posible
nombrar cubanos para las que se crearon en Matanzas y Camagüey en 1912 por la
escasez de clero nativo. Pero ya se habían tomado medidas para remediar esta
necesidad: se habían enviado seminaristas a estudiar a Roma y Washington, y en 1905
se había reabierto el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, que había estado
cerrado durante la guerra de independencia. En 1915 el obispo de Matanzas pudo ser
reemplazado con otro cubano.

En ese mismo año de 1915, el 24 de septiembre, se produjo un acontecimiento de gran


trascendencia del que se hizo eco la prensa nacional. Ese día se celebró una fiesta
patrióticoreligiosa en el Santuario del Cobre a la que asistieron dos mil veteranos de las
luchas emancipadoras, incluyendo seis generales, entre ellos Jesús Rabí, Agustín
Cebreco y Tomás Padró Griñán. Allí se redactó y firmó un documento solicitando de Su
Santidad Benedicto XV la proclamación de la Virgen de la Caridad como patrona de
Cuba. Según el “Diario de la Marina”, fue la primera vez que la enseña nacional ondeó
sobre un templo católico.

Era natural que los firmantes del documento, en su mayoría provenientes de la zona
central u oriental de la Isla, se hubieran congregado en el Cobre. Como los demás
cubanos, los mambises eran devotos de Nuestra Señora de la Caridad, y entre los que
de algún modo aludían a ella o la invocaban se mencionan muchos nombres ilustres:
José Martí, Félix Figueredo, Ignacio Agramonte, Carlos Manuel de Céspedes y Máximo
Gómez. Se cuenta, por ejemplo, que Antonio Maceo le estaba particularmente
agradecido por haberle salvado la vida en un combate, y que por eso solía decir: "Todos
debemos darle las gracias ... porque ella también está peleando en la manigua". Y es un
hecho que cuando los cubanos fueron excluidos del armisticio que concluyó la guerra
Calixto García envió al Santuario a su Estado Mayor con el general Cebreco al frente
para celebrar el triunfo de la causa cubana con una misa solemne con Te Deum a los
pies de Nuestra Señora. La celebración tuvo efecto el 8 de septiembre de 1898, y el
sermón estuvo a cargo del Padre Desiderio Mesnier, coronel del Ejército Libertador.

El 10 de mayo de 1916 el Papa benignamente accedió a la solicitud de los veteranos y


declaró "a la Santísima Virgen, bajo su advocación de la Caridad, vulgarmente del
Cobre, patrona principal de la República de Cuba". Esta declaración, hecha también en
atención "a las súplicas de los Reverendísimos e Ilustrísimos Prelados Diocesanos, de
los Venerables Cabildos Catedralicios y del Clero de ambas órdenes seculares y
regulares" constituyó otro aporte esencial de la Iglesia cubana a la consolidación de la
joven República. Porque vino como a oficializar y confirmar el papel de factor aglutinante
de la nacionalidad desempeñado por Nuestra Señora de la Caridad primero en el oriente
y después también en el occidente de la Isla. La Virgen, convertida en signo de cubanía,
ha sido un principio unificador que a través de los años ha probado ser más potente que
las diferencias raciales y culturales, los sectarismos religiosos y los cismas políticos e
ideológicos. Véase si no el encabezamiento de un artículo escrito recientemente en la
Cuba irredenta paradójicamente con el fin de demostrar que la aparición de la imagen
de la Virgen y el Niño en la bahía de Nipe en el siglo XVII no es más que un mito:

“La Virgen de la Caridad del Cobre es uno de los símbolos patrios en Cuba. Es difícil
encontrar algún cubano, cualquiera que sea su afiliación política o religiosa, que no
conozca y respete el culto a la Virgen de la Caridad o Cachita, como se conoce entre
sus feligreses." Sus altares se encuentran en muchas de nuestras iglesias a lo largo y
ancho del país y siempre se le dedica una especial atención. Aun los ateos practican
aquello de "yo no creo en brujas pero de que existen, existen". (2)
Anticlericalismo y educación

En la primera generación republicana no abundaban, sin embargo, los ciudadanos


dispuestos a reconocerle méritos a la Iglesia. Lo que se escuchaba con más frecuencia
en los círculos familiares y sociales era: "Yo creo en Dios pero no creo en los curas." Es
falso que Máximo Gómez y otros patriotas calorizaron la creación de una Iglesia
Católica Nacional independiente del Vaticano, como ha mantenido uno de los sicofantes
del castrismo. Tampoco hubo en Cuba nada que ni aún tomando la palabra en sentido
muy amplio, pueda denominarse persecución. Pero los primeros años de la República
fueron duros, difíciles para los católicos. Durante esos años la fidelidad a la Iglesia y el
apostolado requerían una cierta medida de heroísmo.

Fue una época en que hasta los numerosos comerciantes españoles que se quedaron
en la Isla volvieron la espalda a la Iglesia. Atacada por los militantes protestantes y por
la masonería, que la tachaba de anticubana, tuvo que guardar silencio cuando, al ser
inaugurada la convención constituyente de 1900,un grupo de delegados se opuso a que
se invocara a Dios en el preámbulo del texto constitucional y, peor aún, cuando algunos
de ellos, como Salvador Cisneros Betancourt y Alfredo Zayas alardearon públicamente
de su ateismo. El ambiente era tan hostil que hasta el puntilloso Don Tomás maltrató a
la Iglesia en la persona de uno de sus dignatarios. Cuáquero converso, extendió la
mano a los misioneros protestantes y elogió sus escuelas. Recibió en cambio en Palacio
con un desplante al obispo auxiliar de La Habana sólo por ser también norteamericano.
Al pobre prelado, por cierto, hubo que darle protección policíaca debido a las amenazas
de que era objeto, señal inequívoca de la escasa autoridad y ascendencia popular de la
institución que representaba. No es sorprendente, por tanto, que cuando llegaron a
Cuba los restos de Varela en 1911 hubiera quien objetara a que la calzada de
Belascoaín se llamara en lo adelante "Padre Varela," como acordó el Ayuntamiento de
La Habana. Pretendían que se suprimiera la palabra “Padre", y que la calzada se
llamara "Félix Varela." Algo así como despojar de sus hábitos clericales al precursor de
la independencia.

Esta variedad de anticlericalismo, incruento aunque ocasionalmente insolente y siempre


perjudicial, quedó institucionalizado en la carta magna aprobada en 1901. Sus preceptos
marginaron oficialmente a la Iglesia y de hecho erigieron obstáculos casi insalvables a
su acción pastoral. Mantuvieron su separación del Estado decretada por el gobierno
interventor (convirtiendo a Cuba en la primera república latinoamericana que,
consumada la independencia, optó por ese camino), y todavía fueron más allá, privando
de validez al matrimonio religioso, que los gobernantes norteamericanos habían
equiparado al matrimonio civil. Lo peor fue, sin embargo, la prohibición de enseñar
religión en las escuelas públicas. Los convencionales concluyeron, al parecer, que la
religión era “anticientífica”, oscurantista y propia sólo para curas, mujeres y hombres
afeminados”,(3) y apartándose en esto también de la norma seguida por las demás
repúblicas latinoamericanas, se aferraron a un laicismo positivista al que Enrique José
Varona puso su sello con su mal balanceado Plan, producto de su visión unidimensional
de la realidad. En semejante concepción de la enseñanza no había espacio para temas
espirituales ni para reflexiones de carácter sobrenatural y religioso.

Desprovista de apoyo oficial e inmovilizada por la camisa de fuerza que le impuso la


Constitución, la Iglesia se vio constreñida a limitar su ministerio educacional a los
colegios privados y, consecuentemente, a los sectores sociales que podían pagar las
matrículas. Y como, por otra parte, las escuelas gratuitas de las parroquias y las
comunidades religiosas escaseaban, no le fue posible hacer accesibles sus planteles de
enseñanza a la clase media de bajos recursos y a las grandes masas. Había además el
hecho de que al comienzo de la República existían solamente en la Isla cuatro colegios
católicos para varones y unos pocos más para niñas, dirigidos éstos últimos por
religiosas que también estaban a cargo de las casas de beneficencia y maternidad para
huérfanos y niños abandonados. Dadas estas condiciones, el futuro de la Iglesia en
Cuba ciertamente no era muy halagador.

Pudo responder con éxito a este reto gracias a los religiosos, religiosas y sacerdotes
seculares que en gran número vinieron a establecerse en tierra cubana durante las
primeras décadas de vida republicana. Las primeras congregaciones que llegaron
fueron las Oblatas de la Providencia, las Ursulinas y las Dominicas (1900), todas
procedentes de Estados Unidos. Éstas fueron seguidas por los Maristas (1903), los
Hermanos de La Salle (1905), los Agustinos, los Padres Salesianos y las religiosas
Teresianas, Filipenses, Escolapias, Hijas del Calvario y otras. Entre estos inmigrantes
había norteamericanos, franceses y mexicanos (sacerdotes, religiosos y obispos
expulsados de su país por los gobiernos revolucionarios), pero la inmensa mayoría eran
españoles. Se radicaron en pueblos y ciudades de las diversas provincias y echaron
sobre sus hombros el peso de los ministerios apostólicos. Hubo entre ellos
incompetentes e inadaptados, pero fueron muchos más los que supieron integrarse a su
feligresía, y es a éstos a quienes corresponde darles crédito por la supervivencia de la
Iglesia en circunstancias tan adversas. Su trabajo educacional tuvo especial relevancia.
Hacia 1914 había ya en Cuba 54 colegios católicos, y dos años más tarde los
Salesianos abrieron en Camagüey una Escuela de Artes y Oficios para obreros. Por la
misma época las Hermanitas de los Ancianos Desamparados extendieron sus Hogares
por el interior: Ciego de Avila (1915) y Artemisa (1916).

Hubo desde luego otros factores que coadyuvaron a la revitalización de la Iglesia. El


rápido desarrollo económico de la neoRepública sin duda facilitó la expansión de la
acción pastoral, y el mismo efecto tuvo la explosión demográfica resultante de las
decenas de miles de inmigrantes que arribaron a playas cubanas, en gran parte
españoles. En veinte años (de 1899 a 1919) la población poco menos que se duplicó, y
en 1920 se rompieron todos los récords con la llegada de otros 340,000 inmigrantes.
Pero el factor clave fue el clero español que se arraigó en la Isla: obispos como el vasco
Valentín Zubizarreta y el gallego Enrique Pérez Serantes y sacerdotes como los
seculares Santiago G. Amigo y Amaro S. Sanromán, y los franciscanos vasco-navarros;
los jesuitas gallegos, castellanos y leoneses; los escolapios catalanes y otros. Ellos
fueron los que sembraron la semilla de la fe en los templos, las catequesis y las
misiones, pero especialmente en las aulas de los planteles educacionales, donde
echaron los cimientos de lo que habría de ser uno de los aportes mas señalados de la
Iglesia a la República de Cuba.

Los anticlericales del momento percibieron claramente lo que estaba sucediendo y


pusieron el grito en el cielo. Asustado, uno de ellos denunció el hecho: "Toda o casi toda
la enseñanza de la juventud cubana," escribió, "está en manos de las comunidades
religiosas:" Enrique José Varona se lamentó públicamente de que "distinguidas
personas" de la sociedad habanera hubieran asistido a la celebración en el Colegio de
Belén del siglo de la restauración de la Compañía de Jesús (18141914.) Otro escritor se
puso a sacar cuentas, calculó que alrededor de 1462 religiosos habían inmigrado a
Cuba entre 1902 y 1914, y sin parar mientes en que estaba usando el habla de los
dictadores, propugnó la promulgación "de leyes adecuadas que restrinjan o prohíban la
no deseable inmigración de religiosos." En otro ejemplar de “Cuba Contemporánea”, la
conocida revista que sirvió de vocero a los enemigos de la Iglesia, podía leerse:
"¿Quieres mutilar el alma de tus hijos? Mándalos a una escuela de religiosos." ¡Qué mal
suenan estas palabras de Varona cuando se piensa en hombres como José Antonio
Echevarria y Rogelio González Corzo! (4)
Iglesia y política

Desde muy temprano en el período republicano la Iglesia siguió invariablemente la


norma de no inmiscuirse en la política interna del país, caracterizada ya desde entonces
por la violencia, la corrupción y la falta de respeto a las leyes. Por este motivo ha sido
acusada de haber sido excesivamente tímida y no haber orientado al pueblo cubano en
momentos críticos. Quienes así piensan, creen, por ejemplo, que la Iglesia debió
haberse erigido en censora de la moralidad pública cubana, y que debió haber alzado su
voz de protesta cada vez que el gobierno de Washington se inmiscuyó indebidamente
en los asuntos cubanos. Pero aquéllos eran tiempos azarosos en que la autoridad de la
Iglesia era todavía exigua y en que los ataques al catolicismo descendían a veces a la
agresión física. Uno de los incidentes más sonados de este género fue el que tuvo lugar
en un acto público celebrado en el Colegio de La Salle del Vedado, en el que el
destacado profesor, jurista y filósofo católico Mariano Aramburu, hombre de edad
provecta, fue acometido a puñetazos por un edecán presidencial de completo uniforme
por haberse atrevido a censurar en un discurso la corrupción imperante en el gobierno
de Mario G. Menocal. En este ambiente (el "heroico" edecán fue posteriormente
honrado con un brindis por los corifeos del General). ¿hasta qué punto debió arriesgar la
Iglesia la posición que poco a poco había ido recuperando en la sociedad cubana para
intervenir en cuestiones a las que muy poco podía contribuir?

Que el influjo de la Iglesia en el curso de los asuntos públicos era muy limitado quedó en
evidencia cuando el mismo Menocal, jefe de un gobierno presuntamente conservador,
decidió apoyar la Ley de Divorcio de 1918, que estableció 13 causales para la disolución
del matrimonio. Como la ley era un serio obstáculo para la cristianización de la familia, la
Iglesia tuvo que abandonar su postura abstencionista y lanzarse a una campaña contra
ella, lucha que perdió. El Presidente, por servir a algunos personajes influyentes de su
gobierno, no se detuvo ante nada para lograr que la legislación propuesta fuera
aprobada por el Congreso, y, como era de esperarse, el proyecto se convirtió en ley.

Un destino similar cupo a la iniciativa de la comunidad eclesial de propiciar la creación


de una conciencia social en el paísotro aporte de la Iglesia a la Cuba republicana que no
tuvo acogida. Esta iniciativa fue motivada por el recrudecimiento de los conflictos
laborales en época de Menocal a causa de los bajos salarios, las precarias condiciones
de trabajo y el alto costo de la vida. Las huelgas se hicieron cada vez más frecuentes y
más violentas. De ahí que en 1918 el arzobispo de Santiago de Cuba diera a la
publicidad una pastoral recalcando la necesidad de ir al pueblo y defender sus
derechos. Y eso fue lo que hicieron los obispos y el laicado un año después cuando
pudo celebrarse en La Habana un Congreso Católico Nacional a pesar de las series
dificultades creadas por los anticlericales. En esa oportunidad se hicieron una serie de
planteamientos radicales sobre el tema: "los derechos del obrero a no ser explotado por
el capital”; "el derecho de la clase trabajadora a organizarse en sindicatos libres”; “el
salario familiar”; “la reglamentación del trabajo de la mujer”; y “las cooperativas”.
Insistiendo en "la necesidad ineludible de resolver la cuestión social," el Congreso
resumió su posición con esta frase: "Se ha dicho que el problema social ha sido creado
y perpetuado por el presente sistema de producción capitalista. Transformemos el
sistema." (5)

Poco después, en 1922, se creó en el convento dominico de San Juan de Letrán en La


Habana la Academia Católica de Ciencias Sociales, obra del Padre Francisco Vázquez
y Mariano Aramburu. Aparte de la preocupación de estudiar A científicamente la
cuestión social, actividad a la que posteriormente se unió el polígrafo José Maria
Chacón y Calvo, se propuso promover un movimiento obrero de proyección cristiana.
Publicó una revista, “Antillana”, y redactó el primer proyecto cubano de código del
trabajo. Pero su logro más interesante fue sin duda la fundación de la organización
sindical "Unión Nacional del Trabajo." obra de Aramburu y dos conocidos líderes
obreros: Juan Sabatés y Alfredo Padrón. El rasgo más saliente de la "Unión" fue su
aconfesionalidad, y a ello se debió seguramente su fracaso, porque sus filas se llenaron
de ateos, marxistas, masones y anticlericales. Fue un experimento prematuro.

Entretanto había aparecido en escena la primera generación republicana, y con ella una
fuerte corriente nacionalista, un endurecimiento de las protestas contra la inmoralidad en
las esferas gubernamentales, y una serie de nuevas tendencias políticas influenciadas
en diversa medida por las ideas socialistas y marxistas entonces en boga. Impulsados
por el movimiento de reforma universitaria iniciado en Córdoba, Argentina, los
estudiantes de la Universidad de La Habana se habían convertido en un factor de peso
en la política nacional. Estos cambios afectaron a la Iglesia de distintas maneras, y una
de ellas fue determinada por la aparición de un nuevo y más agresivo tipo de
anticlericalismo, subproducto de las ideologías que se habían importado en la Isla. Esta
vez los enemigos de la Iglesia se agruparon en lo que se denominó Liga Anticlerical,
fruto de la colaboración de Rubén Martínez Villena y Julio Antonio Mella, ambos
precursores de la Cuba castrista, con una oscura anarquista española, Belén Sárraga,
conocida por sus biliosos desahogos contra los curas. La Liga celebró actos en teatros
de La Habana y el interior, publicó una revista, El Anticlerical, y durante unos años
combatió "el oscurantismo religioso" y propagó "el ateísmo y el pensamiento científico y
materialista." No tuvo mucho éxito porque su mensaje, a propósito quizá para España,
estaba fuera de contexto en Cuba.

Lo que al parecer excitó el celo de los nuevos punteros del anticlericalismo fueron los
progresos hechos por la Iglesia. El apostolado en la capital había recibido un notable
impulso bajo la guía de un grupo de jóvenes sacerdotes habaneros formados en el
Seminario de La Habana y en la Universidad Gregoriana de Roma. En el interior se
habían abierto dos nuevos seminarios. La Habana había sido elevada a arquidiócesis
con un prelado cubano, monseñor Manuel Ruíz, a la cabeza. La presencia de los
exalumnos de planteles católicos estaba empezando a hacerse sentir en las aulas
universitarias, los círculos profesionales y la vida social y económica en general.

Que sobre todo esto último fue lo que incitó a Mella y sus seguidores a la acción quedó
demostrado cuando se celebró el Primer Congreso Nacional de Estudiantes en el Aula
Magna de la Universidad de La Habana del 14 al 25 de octubre de 1923. Mella, que era
entonces estudiante de la Escuela de Derecho, fue el que convocó el Congreso, al que
concurrieron delegados no sólo del alumnado universitario sino también del de
instituciones de enseñaza media, pública y privada. Enterados del entusiasmo que la
idea del Congreso había despertado en los sectores anticlericales, los católicos se
movilizaron y se hicieron representar por una decena de delegaciones. Esto sorprendió
a Mella y lo irritó sobremanera.

El ataque a la enseñanza religiosa sobrevino en la primera de las sesiones, de trabajo


del Congreso, en la que un satélite de Mella, Alfonso Bernal del Riesgo, leyó una
ponencia rechazando el "clericalismo'; subrayando que por falta de preparación
revolucionaria los estudiantes traían a la colina universitaria "tarado su cerebro y su
corazón en los colegios católicos." El contraataque se produjo de inmediato, y estuvo a
cargo principalmente de la delegación del Colegio de Belén, en la que figuraban Emilio
Núñez Portuondo, Antonio Iglesias de la Torre y Manuel Buigas. Fue éste último el que
rompió el fuego, iniciando así un furioso debate en el que llovieron los insultos a los
dogmas y la moral católica, el clero y la educación religiosa. Hubo una noche en que
Mella, exasperado, pretendió arrojar desde el estrado superior del Aula Magna unos
pesados muebles sobre la representación belemita. "Hay que aplastar cucarachas," dijo
a guisa de justificación, acuñando una frase que Castro repetiría mucho después en su
correspondencia desde presidio.

A pesar de la violencia, los insultos y las rabietas de Mella la moción contra la


enseñanza religiosa fue derrotada. Otra moción, propuesta más adelante por el mismo
Mella "recomendando a los padres de familia latinoamericanos ... que no confiaran la
educación de sus hijos a colegios sectarios," tuvo que ser retirada ante la amenaza de
los delegados católicos de abandonar el Congreso. Éstas y otras victorias menos
importantes convencieron al joven representante del colegio de los Maristas, Jorge Hyatt
Casanova, que había mucho que ganar desechando la actitud pasiva de los católicos
hasta entonces y adoptando otra más combativa. Además, era preciso unirse.

Con ese motivo los grupos juveniles de La Habana celebraron una serie de reuniones
una vez terminado el Congreso que produjeron, como primer fruto, la organización del
Club Católico Universitario bajo la presidencia de Hyatt. Un segundo fruto, mucho más
opulento, brotó de una sugerencia del Hermano Victorino, religioso francés que había
venido a Cuba a principios de siglo para dedicarse a la docencia católica. La idea del
Hermano Victorino de unir en una federación a los distintos grupos de jóvenes cató1icos
prendió de inmediato entre los asistentes a las reuniones, y quedó realizada el 11 de
febrero de 1928. Ese día quince delegados de diversas instituciones católicas
congregados en el Colegio de La Salle del Vedado constituyeron la Federación de la
Juventud Católica Cubana. Con el tiempo llegaría a ser el movimiento más fuerte del
laicado cubano. Por de pronto, hizo pública su fe y su adhesión filial al Santo Padre
celebrando por primera vez en Cuba la festividad de Cristo Rey.(6)

Presencia del laicado

Desde 1909 Cuba contaba con la orden de los Caballeros de Colón (fundada por el
sacerdote agustino Edward Moynihan), pioneros del apostolado seglar en la Isla, y
desde 1925 con las Damas Isabelinas, rama femenina de la orden. Pero no fue hasta
que emergió la Federación que empezaron a surgir organizaciones verdaderamente
influyentes en la vida del país. Antes del año del establecimiento de la Federación (a la
que, por cierto, los Caballeros de Colón prestaron una valiosísima ayuda en sus
comienzos), el 4 de enero de 1929, como resultado de los esfuerzos del laico Valentín
Arenas, el jesuita Esteban Rivas y el franciscano Castor Apráiz, fue instituida la
asociación cívico-religiosa Caballeros Católicos de Cuba. Y el 4 de marzo de 1931 el
jesuita Felipe Rey de Castro fundó la Agrupación Católica Universitaria (ACU), una
congregación mariana de estudiantes universitarios y profesionales selectos organizada
con miras a ejercer una función rectora en los destinos de Cuba. Forjada en la fragua de
los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, fue la responsable de la
propagación de su práctica en la Isla, donde constituyeron una novedad.

Para entonces ya se había iniciado el proceso revolucionario que culminó con el


derrocamiento de la dictadura de Gerardo Machado en 1933. Algunos líderes católicos a
título personal participaron preponderantemente en aquellos acontecimientos, de los
que Juan Antonio Rubio Padilla, miembro fundador de la ACU, es tal vez el ejemplo más
conocido. Monseñor Pérez Serantes, desde 1922 obispo de Camagüey, y otros obispos
y párrocos denunciaron las desigualdades sociales y la miseria agudizada por la crisis
mundial y el estado de postración en que yacía Cuba. Y organizaciones seglares como
la Federación y la ACU prestaron ayuda social a los desempleados y menesterosos y a
las familias de los barrios marginados. Pero a nivel institucional la Iglesia mantuvo su
apoliticismo, sin comprometerse con grupo alguno ni con la dictadura del exsargento
Fulgencio Batista, que fue la resultante más conspicua de las huelgas, las
manifestaciones de protesta, el terrorismo revolucionario y los golpes militares.

Al principio el batistato se mostró respetuoso con la Iglesia, al extremo de llevar a vías


de hecho el establecimiento de relaciones entre Cuba y la Santa Sede (7 de junio de
1935), pendiente desde hacía algunos años. Según los "Por cuantos" del Decreto que
así lo dispuso, ello se debió "al hecho notorio de que una crecida parte de la población
de Cuba es católica". El reconocimiento de este hecho no fue óbice, sin embargo, para
que tres años después el régimen se coligara con los comunistas enemigos jurados de
la Iglesiapor motivos descaradamente políticos. A cambio de la legalización del partido y
el control de la Confederación de Trabajadores de Cuba, que el gobierno puso en sus
manos, los comunistas se comprometieron a apoyar la candidatura de Batista en los
próximos comicios presidenciales.

En toda la historia de Cuba no ha habido un enjuague político más irresponsable que


este pacto. Porque la efervescencia revolucionaria había despertado en Cuba una serie
de radicalismos y posturas extremas que a veces bordeaban en lo absurdo, lo irracional.
Se había dado el caso, por ejemplo, de una educadora cubana, María Corominas,
dueña y directora de un colegio y "católica, apostólica y romana" por declaración propia,
que en un discurso leído en 1935 con motivo de la Fiesta Intelectual de la Mujer había
abogado abiertamente por la nacionalización de la enseñanza, propugnando normativas
que inexorablemente habrían dado al traste con la enseñanza católica, en gran parte a
cargo de religiosos de origen extranjero. En ese clima de desequilibrio ideológico era
muy fácil para los comunistas, convertidos en miembros de la coalición gubernamental
por obra y gracia de las ambiciones de Batista, airear sus tesis más sectarias sin
escandalizar demasiadamente a la ciudadanía. Y así lo hicieron. Al divulgar las bases
de su doctrina constitucional cuando se convocó la convención constituyente en 1939,
cerraron el párrafo relativo a la educación con esta declaración: "Toda enseñanza será
laica, quedando expresamente prohibido al maestro impartir directa o indirectamente
una educación religiosa a sus discípulos." (7)

La Iglesia, mientras tanto, había ido extendiendo lentamente su apostolado en aquella


sociedad descoyuntada por los antagonismos políticos y sociales. Había todavía
escasez de clero y de vocaciones. Pero el episcopado se había renovado con el
nombramiento de monseñor Eduardo Martínez Dalmau en Cienfuegos y el de monseñor
Alberto Martín Villaverde en Matanzas. En 1936 se había celebrado por todo lo alto la
coronación canónica de la Virgen de la Caridad en Santiago de Cuba. Los movimientos
laicales estaban madurando y coadyuvaban a la acción pastoral. La Federación había
desbordado los límites de las asociaciones de antiguos alumnos de colegios cató1icos y
había empezado a incorporar grupos juveniles de diferentes sectores sociales y
localidades. Los Caballeros Católicos habían logrado una favorable acogida en las
ciudades pequeñas del interior entre hombres de toda clase, raza o condición.
Especialmente a partir del Primer Congreso Catequístico Nacional que se celebró en La
Habana en 1937 había habido una proliferación de centros catequísticos en todo el
territorio nacional. Era el único medio que tenía la Iglesia para hacer llegar los
rudimentos de la religión a las capas más bajas de la población.

Ante la perspectiva de tendencias adversas en el seno de la asamblea constituyente, los


obispos resolvieron hacer saber a los delegados los puntos de vista "del pueblo católico
de la República ... indiscutiblemente el factor más numeroso y más importante de la
nación". Era la primera vez que se pronunciaban públicamente en forma colectiva, y lo
hicieron en un documento conciso y al grano que firmaron el 6 de febrero de 1940, tres
días antes de la inauguración de la asamblea. El documento contenía requerimientos
sobre el matrimonio como institución y la cuestión social. Pero los más importantes y
más polémicos eran los relativos a la educación. Los obispos demandaron que la nueva
constitución sancionara la libertad de enseñanza, y que se acordara la enseñanza
obligatoria de la religión en las escuelas públicas a todo aquel que lo solicitara. A juicio
de los prelados, prohibir la enseñanza de la religión en las escuelas públicas equivalía a
imponer el laicismo a los niños católicos imposibilitados de asistir a escuelas privadas.

Planteada la cuestión en estos términos, las asociaciones de seglares católicos


empezaron a movilizarse, secundando una iniciativa de los Caballeros de Colón. La
campaña que lanzaron se llamó de "Afirmación Católica," y consistió en una serie de
radiomítines y actos públicos en todas las provincias. Culminó con un gran mitin el 24 de
febrero en el teatro "Nacional" de La Habana, a muy poca distancia del Capitolio
Nacional, donde sesionaba la Convención. Estuvieron presentes representantes de
todas las autoridades, partidos políticos y clases sociales, y un diario, “El Mundo”,
calculó la concurrencia en veinte mil personas, aglomeradas en el teatro, el parque
Central y las calles aledañas.

No obstante, la nueva carta fundamental reflejó muy poco de los deseos y aspiraciones
del episcopado, y quizás fue esto mismo lo que dio lugar a que muy pronto los cató1icos
tuvieran ocasión de hacer otra demostración de fuerza. Esta se presentó cuando
Batista, ya presidente constitucional de la República. en pago de su deuda política con
los comunistas, cometió la torpeza de designar a uno de sus líderes, Juan Marinello,
presidente de la Comisión de Enseñanza Privada del Ministerio de Educación. Al tomar
posesión del cargo, Marinello anunció que se proponía someter al Congreso un proyecto
de reforma educacional que de hecho asestaba un golpe mortal al magisterio privado.
Nuevamente se movilizaron los católicos, y con el apoyo esta vez de los colegios
privados no católicos, que eran muy numerosos, organizaron otra formidable campaña
nacional "Por la Patria y por la Escuela" que fue coronada, como la anterior, con otro
gigantesco acto de masas en el teatro "Nacional" el 25 de mayo de 1941.Los
comunistas replicaron con una serie de asambleas a lo largo de la Isla en la que
apelaron a los sentimientos nacionalistas y anticlericales de la población. Pero esta vez
los cató1icos ganaron la batalla. Batista dió marcha atrás y detuvo en seco los planes de
Marinello.

El año anterior se había fundado, en Cienfuegos, una pujante Federación de Maestras


Cató1icas. Pero los vencedores de la lucha contra el proyecto Marinello, entre los que
se destacó el dirigente de la ACU Ángel Fernández Varela, juzgaron que era necesario
crear además otra entidad permanente, apolítica y limitada en su actuación a gestiones
de carácter puramente cívico, dedicada principalmente a velar por la inviolabilidad del
régimen de escuela libre que, con todo, había garantizado la recientemente promulgada
carta magna. Fue así como nació la Confederación de Colegios Católicos de Cuba, a la
que también se afiliaron colegios privados no católicos. Marino Pérez Durán, miembro
también de la ACU, fue elegido varias veces presidente del organismo, al que llegaron a
pertenecer a fines de la década de los cuarenta 245 establecimientos de enseñanza.
La Iglesia: Poder moderador

Al asumir los cató1icos esta saludable actitud de vigilancia moral y patriótica, empezó a
configurarse en el seno de la sociedad cubana post-revolucionaria una imagen de la
Iglesia como poder moderador de extremismos en lo político y lo social. Esta imagen de
ponderación y mesura, cuyo benéfico influjo en la República no ha sido suficientemente
valorado, fue perfilándose cada vez más nítidamente a partir de la exaltación de Manuel
Arteaga y Betancourt a arzobispo de La Habana en 1941 y al cardenalato en 1946.
Monseñor Arteaga era miembro de una ilustre familia de patricios y mambises, y él
mismo, siendo aún un adolescente, había acompañado al exilio a su tío Ricardo
Arteaga, que se vio forzado a abandonar la Isla por motivos políticos. Con su
designación culminó el proceso de cubanización del episcopado, y la Iglesia dio un gran
paso de avance en el delicado menester de ganarse el respeto nacional. Se dice que
hasta los ataques de que invariablemente era objeto por parte de los masones y
protestantes amainaron por esta época.

Durante la veintena de años que el Cardenal Arteaga gobernó la arquidiócesis de La


Habana la expansión de la comunidad eclesial cobró ímpetu. Monseñor Evelio Díaz fue
nombrado obispo de Pinar del Río(1941) y Monseñor Pérez Serantes fue elevado al
arzobispado de Santiago de Cuba (1948). Numerosas iglesias y capillas se alzaron en
diversos barrios de las ciudades cubanas, donde antes no las había o necesitaban ser
restauradas. Las vocaciones sacerdotales florecieron en las organizaciones laicales, y la
Iglesia respondió con nuevos seminarios: el del Buen Pastor en La Habana (donde se
formaban 80 seminaristas en 1951) y el de San Alberto Magno en Matanzas. Jesuitas,
Franciscanos, Escolapios, Maristas, Lasallistas, Carmelitas, Salesianos y Paúles
abrieron noviciados por primera vez en Cuba republicana. Las vocaciones para ingresar
a congregaciones femeninas, sobre todo, fueron numerosísimas. Los seminaristas de la
raza negra fueron bienvenidos en los centros de formación. El 25 de octubre de 1942 el
Cardenal Arteaga confirió la orden sacerdotal al primer negro cubano que alcanzó el
presbiterado.

En 1940 los colegios cató1icos sumaban 112; se habían duplicado. Quince años más
tarde su número se había doblado nuevamente; ascendían a 212. En ellos, religiosos de
diversas nacionalidades y personal docente auxiliar ciento por ciento cubano educaban
a 62,000 alumnos de ambos sexos; importantísima contribución de la Iglesia a la
reducción del analfabetismo, que entonces era del 23.6 por ciento, según el censo de
1953. En muchos de estos colegios había becarios totales o parciales, y estaba
creciendo el número de las escuelas gratuitas para pobres, mantenidas en unos casos
por los colegios de matrícula pagada, en otros por párrocos, a todo lo largo de la Isla, y
en otros por comunidades religiosas dedicadas principalmente a las clases menos
favorecidas, como las Hijas de la Caridad, los Salesianos y los misioneros canadienses
de Québec, fundadores de la Ciudad Estudiantil Félix Varela en Matanzas.

El auge de la educación católica no se limitó, sin embargo, a los niveles primario y


secundario. Desde hacía años líderes catódicos como Manuel Dorta Duque (Caballeros
de Colón) y Julio Morales Gómez (Federación) habían ocupado cátedras en la colina
universitaria. Pero los que habían sido casos aislados se transformaron en un
movimiento de progresiva penetración católica en los centros educacionales oficiales,
que encabezó el presidente de la rama masculina de la Federación, Andrés Valdespino.
Y hubo más. En 1949 una ley del Congreso dio por terminado finalmente el trasnochado
monopolio de la enseñanza superior que tenía la Universidad de La Habana y, entre
otras cosas, oficializó la Universidad de Santo Tomás de Villanueva, que el benemérito
sacerdote agustino Lorenzo Spirale había fundado tres años antes. No mucho después,
en 1957, los Hermanos de La Salle abrieron la Universidad Social Católica San Juan
Bautista, para estudios comerciales.
No fueron éstos los únicos servicios que la Iglesia prestó a la alta cultura y a la sociedad
cubana en general. Ciertamente el más apreciado por la ciudadanía fue el del
Observatorio Meteorológico del Colegio de Belén, donde por primera vez en el mundo
se pronosticó correctamente la trayectoria de un huracán. Otros tuvieron menos
jerarquía científica y subvinieron necesidades de índole muy distinta, pero tuvieron
también gran impacto en Cuba y fuera de Cuba. Tal fue el caso del Buró de Información
y Propaganda fundado por la ACU en 1953. Durante su breve existencia publicó más de
cincuenta folletos sobre temas dogmáticos, morales y apologéticos que circularon
profusamentedecenas de milesen el país y una docena de repúblicas latinoamericanas.
Todavía hoy, a casi medio siglo de la fecha en que fueron impresos, continúan en uso
en la Isla. E1 Buró también llevó a cabo dos grandes encuestas de opinión pública que
marcaron nuevos rumbos en los estudios sobre la religión y las condiciones de vida en
el campo en la Cuba precastrista. Durante mucho tiempo han sido invariablemente
citadas por todos los que escriben sobre estos temas.

Precisamente uno de los datos encontrados en la encuesta de 1954 sobre “El


sentimiento religioso del pueblo de Cuba” ("probablemente la mejor jamás realizada en
Cuba," según un distinguido historiador protestante) (8) fue que los cubanos no tenían a
la Iglesia por aliada de los ricos: el 31 por ciento consideraba que se ocupaba más de
los pobres, y el 50 por ciento creía que se interesaba en pobres y ricos por igual. Había
motivos para que los cubanos pensaran así. Porque además de las escuelas gratuitas
para niños y jóvenes carentes de recursos, el primero de enero de 1959 la Iglesia
sostenía las siguientes obras: la Escuela ElectroMecánica de Belén para obreros (400
alumnos) (3); las escuelas salesianas de Artes y Oficios de La Habana, Santa Clara,
Camagüey y Santiago de Cuba; la Escuela Azucarera de los Dominicos: la Ciudad de
los Niños fundada por Monseñor: Ismael Testé, donde encontraron refugio 185 niños
abandonados; 22 asilos para ancianos de ambos sexos; 3 hospitales para mujeres; 1
leprosorio; 2 clínicas para dementes de ambos sexos; 1 clínica o sanatorio para
mujeres; y otra clínica o sanatorio para enfermos de ambos sexos. Añádase a esta lista
el apostolado de las cárceles y los servicios de toda índole prestados en "solares" y
barrios de indigentes y se tendrá una idea aproximada de lo que los pobres debían a la
Iglesia.

Pero el trabajo pastoral no se redujo a obras de asistencia social. En marzo de 1941 el


Padre jesuita Manuel Foyaca dictó en el local de la ACU un curso de seis conferencias
sobre la doctrina social de la Iglesia. Era la primera vez que en Cuba se exponían
sistemáticamente las enseñazas de León XIII y Pío XI sobre la materia. Fue ésta la
semilla que en breve tiempo fructificó en una campaña de concientización social que se
llamó "Democracia Social Cristiana". Comenzó con ciclos de charlas a los residentes del
barrio de indigentes de Las Yaguas y a círculos de obreros católicos, pero pronto se
expandió en una serie de mítines de propaganda en varias ciudades del interior. E1 22
de noviembre de 1942 celebró su primera asamblea nacional en el teatro Auditorium de
La Habana, que fue presidida por los Arzobispos de La Habana y Santiago de Cuba y el
obispo de Camagüey.

Por ese tiempo, con un poco de retraso (esta forma de participación del laicado en el
apostolado jerárquico de la Iglesia fue iniciada por Pío XI con su encíclica Ubi Arcano
Dei en 1922) ya se estaba estructurando la Acción Católica Cubana. La organización fue
obra principalmente de Monseñor Arteaga, quien también fue el que señaló las
prioridades apostólicas de sus cuatro ramas. Significativamente, encargó a los adultos
de la rama A (formada por los Caballeros Católicos) "la divulgación y defensa de la
Democracia Social Cristiana`" confirmando así lo que ha sido un rasgo característico del
catolicismo cubano en su prestación de servicios a la comunidad nacional. Un lustro
más tarde, en 1947, fue de nuevo la determinación del ya Cardena1 la que hizo posible
la fundación de la Juventud Obrera Católica, como sección especializada de la
Federación, constituida en ramas B (masculina) y D (femenina) de la Acción Católica. La
Liga de Damas Católicas, fundada en 1942, completó sus cuadros como rama C. En
1955 militaban en las cuatro ramas cerca de 24,000 socios.

Este total fue alcanzado en un tiempo relativamente corto, pero era todavía pequeño
para una población como la de Cuba en aquella época, que sobrepasaba los cuatro
millones. La Iglesia sin duda había hecho grandes progresos. Sobre todo, había logrado
formar un laicado generoso y comprometido que con su testimonio de vida cristiana y su
perseverante proselitismo había llegado a proyectar su influencia en amplios sectores
de la vida educacional, profesional y pública, y había llevado el mensaje evangélico a
las clases medias, los núcleos urbanos del interior y, finalmente, también a los obreros y
a ciertos medios pobres. Pero las dinámicas organizaciones laicales aún constituían una
minoría. A la Iglesia le quedaba un largo trecho que recorrer.

Los aportes vocacionales de los laicos eran todavía insuficientes. De acuerdo con las
cifras disponibles, que son aproximadas, solamente un tercio de los sacerdotes eran
cubanos nativos. Esta proporción era menor aún en el caso de los religiosos de ambos
sexos. Había, poco más o menos, un sacerdote por cada ocho mil habitantes. Según la
encuesta de la ACU el 72.5 por ciento de los cubanos se decían católicos, pero
únicamente un 24 por ciento asistía regularmente a misa dominical, y un 31 por ciento
se pasaba años sin poner el pie en un templo. Las propiedades eclesiásticas eran
escasas, y los medios de difundir la palabra de Cristo eran pocos e ineficaces. En los
últimos tiempos empezaban a desarrollarse algunos programas radiales y televisivos, y
circulaban, sin hacer mucho ruido, los boletines y periódicos de las organizaciones
laicales más emprendedoras y las revistas de algunas comunidades religiosas. Pero
fuera de la orientación editorial del “Diario de la Marina”, en rigor no puede decirse que
existiera en Cuba prensa católica.

Hasta ese momento, además, había habido dos grandes lagunas en el trabajo pastoral:
los sectores pobres, negros y mulatos, y el campesinado. Algo meritorio y eficaz se
había hecho en cuanto a los primeros, aunque la presencia de la Iglesia en su espacio
vital era débil. (9). El campo, por el contrario, salvo por las misiones parroquiales de los
Paúles, había sido descuidado. Como consecuencia, uno de los datos más
perturbadores que la ACU dio a conocer cuando publicó en 1958 los resultados de su
investigación sobre los trabajadores agrícolas fue que la iglesia pasaba casi inadvertida
a los ojos de los guajiros. Solamente el 3.43 por ciento esperaba que ella hiciera algo
para mejorar su suerte. La Iglesia, por su parte, tenía una idea aproximada de la
situación, y había empezado a orientar sus esfuerzos hacia el campo. Los Caballeros
Católicos habían comenzado a arrimar el hombro en Pinar del Río y la Habana, y en
1951 los planes de evangelización rural cobraron impulso con la celebración en el
Colegio de Belén de la "Semana Social de estudios sobre los problemas campesinos
para el clero" y con la fundación de los Misioneros para el Campo por el presbítero
Valentín Fernández. Por supuesto, estos planes no habían fructificado todavía cuando
se realizó la encuesta de la ACU (1956-1957). (10)

Mientras tanto, como resultado de años de corrupción gubernamental, de pandillerismo


político y de labor de zapa por un irresponsable movimiento oposicionista, el panorama
nacional se había ido ensombreciendo progresivamente. De esto se derivó un nuevo
tipo de problemas para la jerarquía. Se ha dicho, con razón, que la Iglesia cubana tuvo
por norma dejar un amplio margen a las iniciativas de las congregaciones religiosas y de
ciertas personalidades individuales (11). Pero, como ya hemos señalado, esta política
liberal nunca se extendió a aprobar la intervención de la Iglesia en las pugnas partidistas
por el poder. En los cuarenta y los cincuenta, el máximo exponente de este apoliticismo
fue el Cardenal Arteaga, a pesar de que, siendo párroco de la Caridad en Camagüey
(1912) había aceptado la elección al cargo de Concejal de la ciudad por el Partido
Conservador. Ello no le impidió, sin embargo, insistir en múltiples ocasiones en la
necesidad de mantener alejada la Iglesia de los trajines políticos. Los católicos, desde
luego, particularmente podían participar en tales asuntos con tal de que su actuación no
repugnara a los principios cristianosy de hecho no habían faltado líderes laicos, como
Manuel Dorta Duque y Ángel Fernández Varela, que ocuparan posiciones electivas.
Siguiendo la norma trazada, ni el episcopado ni el clero los apoyaron públicamente ni
ellos hicieron ostentación de sus motivaciones religiosas. Hay quienes consideran que
esta postura abstencionista contribuyó a afianzar la libertad religiosa en el país y a
acrecentar el respeto hacia la Iglesia.(12)

Pero el cuadro cambió completamente cuando, impulsados por la agudización de los


problemas nacionales y aguijoneados quizá por el clima de libertades que a despecho
de todo prevalecía en el país, los militantes de las organizaciones laicales sintieron la
urgencia de lanzarse a la palestra pública y dejar constancia de su posición ante lo que
estaba sucediendo. Como siempre ocurre, fueron los jóvenes los que tomaron la
delantera. Entre 1947 y 1950 el movimiento 'ProDignidad Estudiantil," iniciativa de los
estudiantes de la ACU a la que se adhirieron los federados y numerosos estudiantes no
católicos, sostuvieron una lucha persistente, a veces violenta y a la larga exitosa con los
pandilleros que ejercían una nefasta influencia en la Universidad de La Habana. Durante
ese espacio de tiempo se gestó, también en el seno de la ACU, otro movimiento que se
llamó "Acción Cubana," concebido para servir de base a la creación de un partido
político de inspiración cristiana. Inquietudes similares, tal vez un poco más radicales, se
manifestaron igualmente en las publicaciones y actos públicos de la Juventud Obrera
Cató1ica (JOC), y sin duda hallaron su máxima expresión en el mitin organizado en
1949 por la Federación en el parque Central de La Habana con motivo del "Día de la
juventud católica cubana." Ante una concurrencia de unas 10,000 personas los distintos
oradores denunciaron las lacras políticas, económicas y sociales de la nación en un
lenguaje que se parecía más al de los oposicionistas más furibundos que al usado
corrientemente en los medios católicos.

"ProDignidad Estudiantil" sólo podía ser conceptuado como movimiento político en un


sentido muy amplio. Pero en cuanto a “Acción Cubana” y los pronunciamientos de los
voceros de la Federación no podía caber la menor duda. E1 mitin del parque Central,
sobre todo, había sido censurado por muchos católicos, y no faltó quien lo tildara de
demagógico. Las autoridades eclesiásticas reaccionaron como podía esperarse. A los
organizadores de Acción Cubana se les hizo saber que no aprobaban su intención
última de constituirse en partido político. Y a los federados se les recordó, conforme a lo
declarado por el Cardenal en 1945, que en la arquidiócesis de La Habana "no se
alentaba ningún empeño, por bien intencionado que fuese, que tendiera a alinear la
Iglesia con partido político alguno".

Estas prevenciones no obstante, un grupo de dirigentes de la Federación creó el


"Movimiento Humanista," inspirado en el "humanismo integral" del filósofo francés
Jacques Maritain y las doctrinas del movimiento social cristiano de Chile, también con el
fin último de establecer la célula básica de un partido político. Y en 1950 los oradores
federados volvieron a la carga en el parque Central de La Habana con el mismo estilo
combativo y de denuncia del mitin anterior, subsiguientemente reflejado en su nuevo
periódico “Juventud”.

Tal era la situación en el seno de la Iglesia Católica en Cuba el 10 de marzo de 1952,


fecha en que Batista perpetró el segundo cuartelazo de su zigzagueante carrera,
incomparablemente más funesto que el del 4 de septiembre de 1933.
En favor de la paz

No es difícil comprender en este contexto cómo se configuraron las dos actitudes que
caracterizaron la actuación de la Iglesia durante los seis años que siguieron. Una de
ellas fue la de los laicos, las organizaciones laicales (recuérdese, por ejemplo, el mitin
de las Juventudes de Acción Católica en Guanajay el 21 de mayo de 1953) y numerosos
miembros del clero, diocesano y regular. Por primera vez en la historia republicana los
católicos participaron en una lucha revolucionaria, contribuyendo a la caída del segundo
batistato con una cuota de sangre y sacrificio que no fue inferior a la de ningún otro
grupo. Un historiador nada favorable a la Iglesia ha escrito que los católicos que
pelearon contra Batista fueron muchos más que los comunistas.(13) Y hasta el mismo
Castro no tuvo más remedio que admitir que los católicos de Cuba habían prestado una
decidida colaboración a la causa de la libertad.(14)

La otra actitud, muy diferente, fue la de los obispos. Al producirse el golpe de estado,
expresa o tácitamente, aceptaron el hecho consumado. Hicieron lo que hizo la mayoría
del pueblo, que reaccionó serenamente ante el incruento derrumbamiento del gobierno
constitucional. Y, excepto por una pastoral de Pérez Serantes clamando por paz y
perdón publicada con motivo del asalto al Moncada, se mantuvieron en silencio.
Después de todo, el gobierno de facto había sido reconocido nacional e
internacionalmente. Se atuvieron, pues, a su política de siempre, y el 20 de junio de
1957 hicieron una declaración oficial insistiendo en el no partidismo de la Iglesia.

En ese momento, sin embargo, el mecanismo terrorismo/represión que Castro había


echado a andar en el Moncada estaba ya funcionando a toda marcha. El derramamiento
de sangre se estaba generalizando y la hostilidad de los católicos hacia el régimen iba
en aumento. El episcopado se vio obligado a involucrarse en el proceso. De momento
fueron tres los prelados que de un modo u otro exteriorizaron sus preocupaciones
pastorales. Evelio Díaz, siendo todavía obispo de Pinar del Río, compuso una sentida
"Oración por la Paz" que pronto empezó a ser rezada al final de las misas en gran parte
del país. Alberto Martín Villaverde, en una conversación personal con Batista
audazmente lo invitó a renunciar por el bien de la nación. Pérez Serantes, en una
pastoral de 28 de mayo de 1957, requirió de los "bandos contendientes" el fin de la
guerra civil, aunque no "a sangre y fuego," porque así' no se podía alcanzar "una paz
verdadera y estable".

Finalmente, sumándose a las protestas de otros sectores de la comunidad eclesial y,


según se dice, cediendo a presiones del clero y los fielesla jerarquía se pronunció como
conferencia episcopal, y en la reunión celebrada el 25 de febrero de 1958 en el palacio
cardenalicio de La Habana emitió una "Exhortación del Episcopado en favor de la paz."
Los obispos pidieron a "todos los que hoy militan en campos antagónicos" que cesaran
en "el uso de la violencia" y que, "sin negarse a ningún sacrificio," se esforzaran por
"lograr el establecimiento de un gobierno de unión nacional" para preparar el retorno de
nuestra Patria a una vida política pacífica y normal." Fieles a su proverbial apoliticismo,
los prelados ofrecieron su "apoyo moral" a estos esfuerzos "en la medida que ello
cayera fuera del terreno de la política partidista".

Cuando el documento de la jerarquía vio la luz el ambiente estaba preparado por otras
propuestas previas de mediación, y quizás por esta razón tuvo cierto impacto
publicitario. Fue respaldado por elementos y sectores importantes de la población, y se
llegó incluso a nombrar una Comisión de Concordia con la aprobación del Cardenal para
negociar con las partes contendientes. Pero Batista primero trató de capitalizar la
propuesta a su favor, y después se desinteresó de ella. Y Castro le dio el puntillazo
negándose a recibir la Comisión y rechazando de plano cualquier intento de entrar en
conversaciones con cualquiera de sus miembros. La Comisión se disolvió y nadie volvió
a hablar de la exhortación del episcopado. Las guerrillas siguieron en las lomas y la
lucha continuó en las ciudades.

El arzobispo Pérez Serantes siguió publicando comunicados y pastorales urgiendo a


"aquellos en cuyas manos está el poder remediar estos males [que] por humanidad, por
amor de Dios ... nos hagan el obsequio de la paz [aunque] no la paz de los sepulcros."
Pero la voz colectiva del episcopado no volvió a escucharse. Monseñor Arteaga también
guardó un hermético silencio, por lo cual, a pesar de su edadfrisaba en los ochenta
añosy de las dolencias físicas que lo aquejaban, fue censurado por muchos. Autores
serios han señalado que esta actitud del Cardenal opacó su indudable cubanía y su
contribución al prestigio de la Iglesia. (15)

A medida que han ido pasando los años, sin embargo, este juicio se ha ido relativizando
y perdiendo poder persuasivo. Pudo parecer definitivo mientras duró la farsa
revolucionaria, en tanto el castrismo no entró en su fase de tomadura de pelo. Pero una
vez que el máximo líder proclamó su marxismo-leninismo y las ilusiones rodaron hechas
trizas por el suelo, se ha ido viendo cada vez con mayor claridad que los que prestaron
el servicio de mayor momento a la República no fueron los católicos que contribuyeron a
la lucha revolucionaria, sino los obispos que se situaron a favor de la paz. El tiempo les
ha dado la razón. Hicieron bien en no tomar partido en la contienda que se estaba
librando. En aquella Cuba convulsa presa del pernicioso hábito de dar prioridad a la
violencia sobre los métodos pacíficos hacía falta alguien que hiciera un llamado a la
cordura y a la calma y que hiciera ver a los cubanos que había otras opciones para la
solución de sus problemas. El Cardenal y los demás obispos lo hicieron, anticipando tal
vez que su exhortación no sería bien recibida. Si en aquel momento los cubanos los
hubieran escuchado quizás la República no habría desaparecido.
NOTAS

1 Toda la información relativa a los misioneros norteamericanos ha sido tomada


del reciente libro del profesor canadiense Jason M. Yaremko, U.S. Protestant
Missions in Cuba (University Press of Florida, 2000), esp. Cap. II.

2 José de la Fuente García, "La Virgen de la Caridad del Cobre: estudiode la


imagen y el mito de su aparición," Revista de Ciencias Sociales (Río Piedras,
P.R., enero 6, 1999), 99122.

3 Augusto Montenegro González, en Quintín Aldea y Eduardo Cárdenas, “Manual de


historia de la Iglesia” (Barcelona: Herder, 1987), X, 1056.

4 Las citas pueden verse en Manuel Maza Miquel, S.J., “El clero cubano y la
independencia” (Santo Domingo, R.D.: Centro de Estudios Sociales P. Juan
Montalvo, 1993), 3644

5 Reynerio Lebroc Martínez, Pbro., "Síntesis histórica de la Iglesia cubana,"


en “Anuario de la Iglesia Católica, Cuba: Isla y Diáspora” (Caracas, 1972),
19.
6 Sobre la Liga Anticlerical, el Congreso de Estudiantes y la fundación de la
Federación ver Manuel Fernández Santalices, “Presencia en Cuba del
Catolicismo” (Caracas: Fundación Konard Adenauer,1998), 1015, 2425,También
Eduardo Suárez Rivas, “Un pueblo sacrificado” (Miami, F1., 1964), 1819. En
Cuba se han publicado cuatro o cinco libros en que se estudia el Congreso de
Estudiantes. No vale la pena consultarlos.

7 Fernández Santalices, Cap. IV.

8 Marcos A. Ramos, “Protestantismo and Revolution in Cuba” (Miami, FL:


University of Miami, Research Institute for Cuban Studies, 1989), 139.

9 Manuel Maza Miquel, S.J., “Iglesia cubana: Cinco siglos de desafíos y


respuestas” ( Santo Domingo, R.D., 1995), 40.

10 El folleto en que se dió a conocer los resultados de la encuesta, del que


se hicieron varias ediciones en Cuba en 19581960, ha sido reeditado
recientemente por la Universidad de la Florida en inglés y en español.

11 Fernández Santalices, 19.

12 Montenegro, 1070.13 John M. Kirk, “Between God and the Party: Religion and
Politics in Revolutionary Cuba” (Tampa, FL.: University of South Florida
Press,1989), 49.

14 Cit. por Leslie Dewart, “Christianity and Revolution: The Lesson of Cuba”
(New York: Herder and Herder, 1963), 115.

15 Montenegro, 1082

C:\MyFiles\CLU\EL APORTE DE LA IGLESIA CATLICA A LA REPBLICA DE CUBA.10.24.06.doc

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