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Ellos mismos dieron fe de la realidad de este tropiezo cuando enfocaron sus cañones
contra la Iglesia Católica. Dijeron que era "la enemiga de la verdadera religión" y que
era una institución "decadente y corrompida", y la acusaron de haber "explotado" a los
cubanos durante siglos y de ser la responsable "de su bajo nivel de moralidad".
Proclamaron que "catolicismo e ignorancia eran sinónimos", y denunciaron sin
ambages la devoción a la Virgen de la Caridad por "ridícula", "peligrosa", y por "robarle
la gloria a Dios". Uno de los que más se distinguió en este esfuerzo para desacreditar
la Iglesia, el pastor bautista Juan McCarthy, llegó a afirmar que el catolicismo era
"anticristiano". Si la Iglesia no hubiera sido un genuino obstáculo en su camino
¿habrían gastado los misioneros tantas energías en desprestigiarla y minar su
influencia?
Factor aglutinante
A uno de los más inteligentes entre ellos, el también bautista Frederick White, se le
ocurrió que lo único que habían logrado con su militantismo anticatólico había sido
acelerar la cubanización de la Iglesia Católica.(1) Quizás fue así. Lo que consta es que
ya en 1903 los obispados vacados por los prelados españoles en Santiago de Cuba y
La Habana habían sido cubiertos con cubanos, y que lo mismo había ocurrido con las
diócesis de Pinar del Río y Cienfuegos, creadas también en ese año. No fue posible
nombrar cubanos para las que se crearon en Matanzas y Camagüey en 1912 por la
escasez de clero nativo. Pero ya se habían tomado medidas para remediar esta
necesidad: se habían enviado seminaristas a estudiar a Roma y Washington, y en 1905
se había reabierto el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, que había estado
cerrado durante la guerra de independencia. En 1915 el obispo de Matanzas pudo ser
reemplazado con otro cubano.
Era natural que los firmantes del documento, en su mayoría provenientes de la zona
central u oriental de la Isla, se hubieran congregado en el Cobre. Como los demás
cubanos, los mambises eran devotos de Nuestra Señora de la Caridad, y entre los que
de algún modo aludían a ella o la invocaban se mencionan muchos nombres ilustres:
José Martí, Félix Figueredo, Ignacio Agramonte, Carlos Manuel de Céspedes y Máximo
Gómez. Se cuenta, por ejemplo, que Antonio Maceo le estaba particularmente
agradecido por haberle salvado la vida en un combate, y que por eso solía decir: "Todos
debemos darle las gracias ... porque ella también está peleando en la manigua". Y es un
hecho que cuando los cubanos fueron excluidos del armisticio que concluyó la guerra
Calixto García envió al Santuario a su Estado Mayor con el general Cebreco al frente
para celebrar el triunfo de la causa cubana con una misa solemne con Te Deum a los
pies de Nuestra Señora. La celebración tuvo efecto el 8 de septiembre de 1898, y el
sermón estuvo a cargo del Padre Desiderio Mesnier, coronel del Ejército Libertador.
“La Virgen de la Caridad del Cobre es uno de los símbolos patrios en Cuba. Es difícil
encontrar algún cubano, cualquiera que sea su afiliación política o religiosa, que no
conozca y respete el culto a la Virgen de la Caridad o Cachita, como se conoce entre
sus feligreses." Sus altares se encuentran en muchas de nuestras iglesias a lo largo y
ancho del país y siempre se le dedica una especial atención. Aun los ateos practican
aquello de "yo no creo en brujas pero de que existen, existen". (2)
Anticlericalismo y educación
Fue una época en que hasta los numerosos comerciantes españoles que se quedaron
en la Isla volvieron la espalda a la Iglesia. Atacada por los militantes protestantes y por
la masonería, que la tachaba de anticubana, tuvo que guardar silencio cuando, al ser
inaugurada la convención constituyente de 1900,un grupo de delegados se opuso a que
se invocara a Dios en el preámbulo del texto constitucional y, peor aún, cuando algunos
de ellos, como Salvador Cisneros Betancourt y Alfredo Zayas alardearon públicamente
de su ateismo. El ambiente era tan hostil que hasta el puntilloso Don Tomás maltrató a
la Iglesia en la persona de uno de sus dignatarios. Cuáquero converso, extendió la
mano a los misioneros protestantes y elogió sus escuelas. Recibió en cambio en Palacio
con un desplante al obispo auxiliar de La Habana sólo por ser también norteamericano.
Al pobre prelado, por cierto, hubo que darle protección policíaca debido a las amenazas
de que era objeto, señal inequívoca de la escasa autoridad y ascendencia popular de la
institución que representaba. No es sorprendente, por tanto, que cuando llegaron a
Cuba los restos de Varela en 1911 hubiera quien objetara a que la calzada de
Belascoaín se llamara en lo adelante "Padre Varela," como acordó el Ayuntamiento de
La Habana. Pretendían que se suprimiera la palabra “Padre", y que la calzada se
llamara "Félix Varela." Algo así como despojar de sus hábitos clericales al precursor de
la independencia.
Pudo responder con éxito a este reto gracias a los religiosos, religiosas y sacerdotes
seculares que en gran número vinieron a establecerse en tierra cubana durante las
primeras décadas de vida republicana. Las primeras congregaciones que llegaron
fueron las Oblatas de la Providencia, las Ursulinas y las Dominicas (1900), todas
procedentes de Estados Unidos. Éstas fueron seguidas por los Maristas (1903), los
Hermanos de La Salle (1905), los Agustinos, los Padres Salesianos y las religiosas
Teresianas, Filipenses, Escolapias, Hijas del Calvario y otras. Entre estos inmigrantes
había norteamericanos, franceses y mexicanos (sacerdotes, religiosos y obispos
expulsados de su país por los gobiernos revolucionarios), pero la inmensa mayoría eran
españoles. Se radicaron en pueblos y ciudades de las diversas provincias y echaron
sobre sus hombros el peso de los ministerios apostólicos. Hubo entre ellos
incompetentes e inadaptados, pero fueron muchos más los que supieron integrarse a su
feligresía, y es a éstos a quienes corresponde darles crédito por la supervivencia de la
Iglesia en circunstancias tan adversas. Su trabajo educacional tuvo especial relevancia.
Hacia 1914 había ya en Cuba 54 colegios católicos, y dos años más tarde los
Salesianos abrieron en Camagüey una Escuela de Artes y Oficios para obreros. Por la
misma época las Hermanitas de los Ancianos Desamparados extendieron sus Hogares
por el interior: Ciego de Avila (1915) y Artemisa (1916).
Que el influjo de la Iglesia en el curso de los asuntos públicos era muy limitado quedó en
evidencia cuando el mismo Menocal, jefe de un gobierno presuntamente conservador,
decidió apoyar la Ley de Divorcio de 1918, que estableció 13 causales para la disolución
del matrimonio. Como la ley era un serio obstáculo para la cristianización de la familia, la
Iglesia tuvo que abandonar su postura abstencionista y lanzarse a una campaña contra
ella, lucha que perdió. El Presidente, por servir a algunos personajes influyentes de su
gobierno, no se detuvo ante nada para lograr que la legislación propuesta fuera
aprobada por el Congreso, y, como era de esperarse, el proyecto se convirtió en ley.
Entretanto había aparecido en escena la primera generación republicana, y con ella una
fuerte corriente nacionalista, un endurecimiento de las protestas contra la inmoralidad en
las esferas gubernamentales, y una serie de nuevas tendencias políticas influenciadas
en diversa medida por las ideas socialistas y marxistas entonces en boga. Impulsados
por el movimiento de reforma universitaria iniciado en Córdoba, Argentina, los
estudiantes de la Universidad de La Habana se habían convertido en un factor de peso
en la política nacional. Estos cambios afectaron a la Iglesia de distintas maneras, y una
de ellas fue determinada por la aparición de un nuevo y más agresivo tipo de
anticlericalismo, subproducto de las ideologías que se habían importado en la Isla. Esta
vez los enemigos de la Iglesia se agruparon en lo que se denominó Liga Anticlerical,
fruto de la colaboración de Rubén Martínez Villena y Julio Antonio Mella, ambos
precursores de la Cuba castrista, con una oscura anarquista española, Belén Sárraga,
conocida por sus biliosos desahogos contra los curas. La Liga celebró actos en teatros
de La Habana y el interior, publicó una revista, El Anticlerical, y durante unos años
combatió "el oscurantismo religioso" y propagó "el ateísmo y el pensamiento científico y
materialista." No tuvo mucho éxito porque su mensaje, a propósito quizá para España,
estaba fuera de contexto en Cuba.
Lo que al parecer excitó el celo de los nuevos punteros del anticlericalismo fueron los
progresos hechos por la Iglesia. El apostolado en la capital había recibido un notable
impulso bajo la guía de un grupo de jóvenes sacerdotes habaneros formados en el
Seminario de La Habana y en la Universidad Gregoriana de Roma. En el interior se
habían abierto dos nuevos seminarios. La Habana había sido elevada a arquidiócesis
con un prelado cubano, monseñor Manuel Ruíz, a la cabeza. La presencia de los
exalumnos de planteles católicos estaba empezando a hacerse sentir en las aulas
universitarias, los círculos profesionales y la vida social y económica en general.
Que sobre todo esto último fue lo que incitó a Mella y sus seguidores a la acción quedó
demostrado cuando se celebró el Primer Congreso Nacional de Estudiantes en el Aula
Magna de la Universidad de La Habana del 14 al 25 de octubre de 1923. Mella, que era
entonces estudiante de la Escuela de Derecho, fue el que convocó el Congreso, al que
concurrieron delegados no sólo del alumnado universitario sino también del de
instituciones de enseñaza media, pública y privada. Enterados del entusiasmo que la
idea del Congreso había despertado en los sectores anticlericales, los católicos se
movilizaron y se hicieron representar por una decena de delegaciones. Esto sorprendió
a Mella y lo irritó sobremanera.
Con ese motivo los grupos juveniles de La Habana celebraron una serie de reuniones
una vez terminado el Congreso que produjeron, como primer fruto, la organización del
Club Católico Universitario bajo la presidencia de Hyatt. Un segundo fruto, mucho más
opulento, brotó de una sugerencia del Hermano Victorino, religioso francés que había
venido a Cuba a principios de siglo para dedicarse a la docencia católica. La idea del
Hermano Victorino de unir en una federación a los distintos grupos de jóvenes cató1icos
prendió de inmediato entre los asistentes a las reuniones, y quedó realizada el 11 de
febrero de 1928. Ese día quince delegados de diversas instituciones católicas
congregados en el Colegio de La Salle del Vedado constituyeron la Federación de la
Juventud Católica Cubana. Con el tiempo llegaría a ser el movimiento más fuerte del
laicado cubano. Por de pronto, hizo pública su fe y su adhesión filial al Santo Padre
celebrando por primera vez en Cuba la festividad de Cristo Rey.(6)
Desde 1909 Cuba contaba con la orden de los Caballeros de Colón (fundada por el
sacerdote agustino Edward Moynihan), pioneros del apostolado seglar en la Isla, y
desde 1925 con las Damas Isabelinas, rama femenina de la orden. Pero no fue hasta
que emergió la Federación que empezaron a surgir organizaciones verdaderamente
influyentes en la vida del país. Antes del año del establecimiento de la Federación (a la
que, por cierto, los Caballeros de Colón prestaron una valiosísima ayuda en sus
comienzos), el 4 de enero de 1929, como resultado de los esfuerzos del laico Valentín
Arenas, el jesuita Esteban Rivas y el franciscano Castor Apráiz, fue instituida la
asociación cívico-religiosa Caballeros Católicos de Cuba. Y el 4 de marzo de 1931 el
jesuita Felipe Rey de Castro fundó la Agrupación Católica Universitaria (ACU), una
congregación mariana de estudiantes universitarios y profesionales selectos organizada
con miras a ejercer una función rectora en los destinos de Cuba. Forjada en la fragua de
los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, fue la responsable de la
propagación de su práctica en la Isla, donde constituyeron una novedad.
No obstante, la nueva carta fundamental reflejó muy poco de los deseos y aspiraciones
del episcopado, y quizás fue esto mismo lo que dio lugar a que muy pronto los cató1icos
tuvieran ocasión de hacer otra demostración de fuerza. Esta se presentó cuando
Batista, ya presidente constitucional de la República. en pago de su deuda política con
los comunistas, cometió la torpeza de designar a uno de sus líderes, Juan Marinello,
presidente de la Comisión de Enseñanza Privada del Ministerio de Educación. Al tomar
posesión del cargo, Marinello anunció que se proponía someter al Congreso un proyecto
de reforma educacional que de hecho asestaba un golpe mortal al magisterio privado.
Nuevamente se movilizaron los católicos, y con el apoyo esta vez de los colegios
privados no católicos, que eran muy numerosos, organizaron otra formidable campaña
nacional "Por la Patria y por la Escuela" que fue coronada, como la anterior, con otro
gigantesco acto de masas en el teatro "Nacional" el 25 de mayo de 1941.Los
comunistas replicaron con una serie de asambleas a lo largo de la Isla en la que
apelaron a los sentimientos nacionalistas y anticlericales de la población. Pero esta vez
los cató1icos ganaron la batalla. Batista dió marcha atrás y detuvo en seco los planes de
Marinello.
Al asumir los cató1icos esta saludable actitud de vigilancia moral y patriótica, empezó a
configurarse en el seno de la sociedad cubana post-revolucionaria una imagen de la
Iglesia como poder moderador de extremismos en lo político y lo social. Esta imagen de
ponderación y mesura, cuyo benéfico influjo en la República no ha sido suficientemente
valorado, fue perfilándose cada vez más nítidamente a partir de la exaltación de Manuel
Arteaga y Betancourt a arzobispo de La Habana en 1941 y al cardenalato en 1946.
Monseñor Arteaga era miembro de una ilustre familia de patricios y mambises, y él
mismo, siendo aún un adolescente, había acompañado al exilio a su tío Ricardo
Arteaga, que se vio forzado a abandonar la Isla por motivos políticos. Con su
designación culminó el proceso de cubanización del episcopado, y la Iglesia dio un gran
paso de avance en el delicado menester de ganarse el respeto nacional. Se dice que
hasta los ataques de que invariablemente era objeto por parte de los masones y
protestantes amainaron por esta época.
En 1940 los colegios cató1icos sumaban 112; se habían duplicado. Quince años más
tarde su número se había doblado nuevamente; ascendían a 212. En ellos, religiosos de
diversas nacionalidades y personal docente auxiliar ciento por ciento cubano educaban
a 62,000 alumnos de ambos sexos; importantísima contribución de la Iglesia a la
reducción del analfabetismo, que entonces era del 23.6 por ciento, según el censo de
1953. En muchos de estos colegios había becarios totales o parciales, y estaba
creciendo el número de las escuelas gratuitas para pobres, mantenidas en unos casos
por los colegios de matrícula pagada, en otros por párrocos, a todo lo largo de la Isla, y
en otros por comunidades religiosas dedicadas principalmente a las clases menos
favorecidas, como las Hijas de la Caridad, los Salesianos y los misioneros canadienses
de Québec, fundadores de la Ciudad Estudiantil Félix Varela en Matanzas.
Por ese tiempo, con un poco de retraso (esta forma de participación del laicado en el
apostolado jerárquico de la Iglesia fue iniciada por Pío XI con su encíclica Ubi Arcano
Dei en 1922) ya se estaba estructurando la Acción Católica Cubana. La organización fue
obra principalmente de Monseñor Arteaga, quien también fue el que señaló las
prioridades apostólicas de sus cuatro ramas. Significativamente, encargó a los adultos
de la rama A (formada por los Caballeros Católicos) "la divulgación y defensa de la
Democracia Social Cristiana`" confirmando así lo que ha sido un rasgo característico del
catolicismo cubano en su prestación de servicios a la comunidad nacional. Un lustro
más tarde, en 1947, fue de nuevo la determinación del ya Cardena1 la que hizo posible
la fundación de la Juventud Obrera Católica, como sección especializada de la
Federación, constituida en ramas B (masculina) y D (femenina) de la Acción Católica. La
Liga de Damas Católicas, fundada en 1942, completó sus cuadros como rama C. En
1955 militaban en las cuatro ramas cerca de 24,000 socios.
Este total fue alcanzado en un tiempo relativamente corto, pero era todavía pequeño
para una población como la de Cuba en aquella época, que sobrepasaba los cuatro
millones. La Iglesia sin duda había hecho grandes progresos. Sobre todo, había logrado
formar un laicado generoso y comprometido que con su testimonio de vida cristiana y su
perseverante proselitismo había llegado a proyectar su influencia en amplios sectores
de la vida educacional, profesional y pública, y había llevado el mensaje evangélico a
las clases medias, los núcleos urbanos del interior y, finalmente, también a los obreros y
a ciertos medios pobres. Pero las dinámicas organizaciones laicales aún constituían una
minoría. A la Iglesia le quedaba un largo trecho que recorrer.
Los aportes vocacionales de los laicos eran todavía insuficientes. De acuerdo con las
cifras disponibles, que son aproximadas, solamente un tercio de los sacerdotes eran
cubanos nativos. Esta proporción era menor aún en el caso de los religiosos de ambos
sexos. Había, poco más o menos, un sacerdote por cada ocho mil habitantes. Según la
encuesta de la ACU el 72.5 por ciento de los cubanos se decían católicos, pero
únicamente un 24 por ciento asistía regularmente a misa dominical, y un 31 por ciento
se pasaba años sin poner el pie en un templo. Las propiedades eclesiásticas eran
escasas, y los medios de difundir la palabra de Cristo eran pocos e ineficaces. En los
últimos tiempos empezaban a desarrollarse algunos programas radiales y televisivos, y
circulaban, sin hacer mucho ruido, los boletines y periódicos de las organizaciones
laicales más emprendedoras y las revistas de algunas comunidades religiosas. Pero
fuera de la orientación editorial del “Diario de la Marina”, en rigor no puede decirse que
existiera en Cuba prensa católica.
Hasta ese momento, además, había habido dos grandes lagunas en el trabajo pastoral:
los sectores pobres, negros y mulatos, y el campesinado. Algo meritorio y eficaz se
había hecho en cuanto a los primeros, aunque la presencia de la Iglesia en su espacio
vital era débil. (9). El campo, por el contrario, salvo por las misiones parroquiales de los
Paúles, había sido descuidado. Como consecuencia, uno de los datos más
perturbadores que la ACU dio a conocer cuando publicó en 1958 los resultados de su
investigación sobre los trabajadores agrícolas fue que la iglesia pasaba casi inadvertida
a los ojos de los guajiros. Solamente el 3.43 por ciento esperaba que ella hiciera algo
para mejorar su suerte. La Iglesia, por su parte, tenía una idea aproximada de la
situación, y había empezado a orientar sus esfuerzos hacia el campo. Los Caballeros
Católicos habían comenzado a arrimar el hombro en Pinar del Río y la Habana, y en
1951 los planes de evangelización rural cobraron impulso con la celebración en el
Colegio de Belén de la "Semana Social de estudios sobre los problemas campesinos
para el clero" y con la fundación de los Misioneros para el Campo por el presbítero
Valentín Fernández. Por supuesto, estos planes no habían fructificado todavía cuando
se realizó la encuesta de la ACU (1956-1957). (10)
No es difícil comprender en este contexto cómo se configuraron las dos actitudes que
caracterizaron la actuación de la Iglesia durante los seis años que siguieron. Una de
ellas fue la de los laicos, las organizaciones laicales (recuérdese, por ejemplo, el mitin
de las Juventudes de Acción Católica en Guanajay el 21 de mayo de 1953) y numerosos
miembros del clero, diocesano y regular. Por primera vez en la historia republicana los
católicos participaron en una lucha revolucionaria, contribuyendo a la caída del segundo
batistato con una cuota de sangre y sacrificio que no fue inferior a la de ningún otro
grupo. Un historiador nada favorable a la Iglesia ha escrito que los católicos que
pelearon contra Batista fueron muchos más que los comunistas.(13) Y hasta el mismo
Castro no tuvo más remedio que admitir que los católicos de Cuba habían prestado una
decidida colaboración a la causa de la libertad.(14)
La otra actitud, muy diferente, fue la de los obispos. Al producirse el golpe de estado,
expresa o tácitamente, aceptaron el hecho consumado. Hicieron lo que hizo la mayoría
del pueblo, que reaccionó serenamente ante el incruento derrumbamiento del gobierno
constitucional. Y, excepto por una pastoral de Pérez Serantes clamando por paz y
perdón publicada con motivo del asalto al Moncada, se mantuvieron en silencio.
Después de todo, el gobierno de facto había sido reconocido nacional e
internacionalmente. Se atuvieron, pues, a su política de siempre, y el 20 de junio de
1957 hicieron una declaración oficial insistiendo en el no partidismo de la Iglesia.
Cuando el documento de la jerarquía vio la luz el ambiente estaba preparado por otras
propuestas previas de mediación, y quizás por esta razón tuvo cierto impacto
publicitario. Fue respaldado por elementos y sectores importantes de la población, y se
llegó incluso a nombrar una Comisión de Concordia con la aprobación del Cardenal para
negociar con las partes contendientes. Pero Batista primero trató de capitalizar la
propuesta a su favor, y después se desinteresó de ella. Y Castro le dio el puntillazo
negándose a recibir la Comisión y rechazando de plano cualquier intento de entrar en
conversaciones con cualquiera de sus miembros. La Comisión se disolvió y nadie volvió
a hablar de la exhortación del episcopado. Las guerrillas siguieron en las lomas y la
lucha continuó en las ciudades.
A medida que han ido pasando los años, sin embargo, este juicio se ha ido relativizando
y perdiendo poder persuasivo. Pudo parecer definitivo mientras duró la farsa
revolucionaria, en tanto el castrismo no entró en su fase de tomadura de pelo. Pero una
vez que el máximo líder proclamó su marxismo-leninismo y las ilusiones rodaron hechas
trizas por el suelo, se ha ido viendo cada vez con mayor claridad que los que prestaron
el servicio de mayor momento a la República no fueron los católicos que contribuyeron a
la lucha revolucionaria, sino los obispos que se situaron a favor de la paz. El tiempo les
ha dado la razón. Hicieron bien en no tomar partido en la contienda que se estaba
librando. En aquella Cuba convulsa presa del pernicioso hábito de dar prioridad a la
violencia sobre los métodos pacíficos hacía falta alguien que hiciera un llamado a la
cordura y a la calma y que hiciera ver a los cubanos que había otras opciones para la
solución de sus problemas. El Cardenal y los demás obispos lo hicieron, anticipando tal
vez que su exhortación no sería bien recibida. Si en aquel momento los cubanos los
hubieran escuchado quizás la República no habría desaparecido.
NOTAS
4 Las citas pueden verse en Manuel Maza Miquel, S.J., “El clero cubano y la
independencia” (Santo Domingo, R.D.: Centro de Estudios Sociales P. Juan
Montalvo, 1993), 3644
12 Montenegro, 1070.13 John M. Kirk, “Between God and the Party: Religion and
Politics in Revolutionary Cuba” (Tampa, FL.: University of South Florida
Press,1989), 49.
14 Cit. por Leslie Dewart, “Christianity and Revolution: The Lesson of Cuba”
(New York: Herder and Herder, 1963), 115.
15 Montenegro, 1082