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LIDERAZGO Y TRABAJO EN EQUIPO

SEMANA 3

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| ESTE DOCUMENTO CONTIENE LA SEMANA 3
ÍNDICE

LIDERAZGO Y GÉNERO................................................................................................................... 3
MUJERES LÍDERES.......................................................................................................................... 4
DIFERENCIAS DE GÉNERO EN LOS ESTILOS DE LIDERAZGO........................................................... 6
LA PSICOLOGÍA EVOLUCIONISTA Y LAS DIFERENCIAS DE GÉNERO ............................................... 7
DISCRIMINACIÓN Y PREJUICIO ...................................................................................................... 9
REFERENCIAS ............................................................................................................................... 10

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LIDERAZGO Y GÉNERO
Desde el inicio del estudio de la temática de liderazgo se ha hecho mención a las
características de este en torno a lo masculino, sin embargo, en la actualidad y con la inclusión
de lo femenino al ámbito laboral estas concepciones iniciales sobre el tema requieren de
ciertas modificaciones, ya que a lo largo de la historia las mujeres también han demostrado
atributos asociados al liderazgo. Es por esto que, en esta sesión, se revisarán las implicancias
del género en el concepto de liderazgo. A modo de introducción se hará mención a lo que se
entiende por diferencias de género.

En primer lugar, es importante diferenciar entre los conceptos de sexo y género: el sexo hace
alusión a las diferencias biológicas que existen entre hombres y mujeres, e incluye la anatomía
y la fisiología del sistema hormonal. Por el contrario, el género apunta a los arreglos y a las
normativas culturales que tipifican las características de varones y mujeres tanto respecto de
su subjetividad como de los roles a desempeñar (Meler, 1994). En resumen, el género alude a
la representación social que permite a las demás personas comprender cuán masculino o
femenino es el actuar de una persona y que también da cuenta de cómo cada persona vive su
propia masculinidad o feminidad, según los preceptos sociales.

El género es una expresión social y, por ende, varía de una cultura a otra, de un agrupamiento
a otro y de una época a otra. Esto significa que es susceptible de modificaciones. Cada cultura
asigna a los términos de masculino o femenino diferentes connotaciones, en otras palabras,
masculinidad y feminidad llevan asociadas determinadas características dependiendo del
contexto cultural y del momento histórico de que se trate. El modo en que se espera que
hombres y mujeres se comporten, sean valorados o tratados, tienen poco que ver con el sexo
(en términos de biología) y mucho que ver con el género (en términos de creencias
aprendidas).

Este tipo de metáforas puede generar confusión en los casos en que se explica un fenómeno
solo a partir de 2 categorías (por ejemplo, hombre y mujer o masculino y femenino), ya que
pueden generarse distorsiones cognitivas (Gentile, 1996). Por un lado, la gente tiende a
suponer que toda la persona debe encajar en una categoría, lo que impide la comprensión de
la complejidad y los matices presentes en las múltiples identidades que las personas pueden
desarrollar. Además, reducir la cuestión a dos categorías hace suponer que cada persona que
se encuentra en ellas es igual a otra que comparte la misma categoría. Por último, la distorsión
más importante, se produce a partir de la facilidad con la que muchas personas erróneamente
tienden a valorar una categoría como superior a la otra. En el caso de los conceptos de sexo y
género, cientos de estudios documentan la variedad de maneras en las que masculino y
masculinidad han sido valoradas como superiores a femenino y feminidad. Estas actitudes
prejuiciosas y sus consecuentes conductas discriminatorias han perjudicado a individuos,
organizaciones y a la sociedad en general, limitando los modos en que las personas pueden
contribuir a partir de sus talentos y características personales.

La persistencia de determinadas actitudes asociadas con el sexo y el género ha ocasionado que


en algunos ámbitos organizacionales el acceso a los puestos de liderazgo se haya “generizado”.

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Esto significa, que aspectos relacionados con la distribución de responsabilidades en las
organizaciones y las decisiones relacionadas con los empleados, el progreso de carrera, los
recursos, los salarios, el poder, la autoridad y la conducta de trabajo apropiada están afectados
por la distinción entre masculino/femenino y hombre/mujer (Acker, 1992). Aunque muchos
ejecutivos y gerentes sugieren creer que las organizaciones son objetivas acerca del mérito y
neutras a propósito del género, los datos provenientes de muchas investigaciones indican que
muchos de los lugares de trabajo se valen del género como base para la toma de decisiones, lo
cual afecta a la forma de determinar quién se convierte en líder (Hale, 1996).

MUJERES LÍDERES
El mundo occidental posmoderno ha logrado una creciente inclusión de la mujer en el
mercado laboral, lo que significó que las mujeres abandonaran el espacio que les estaba
asignado: el trabajo doméstico. Más aún, en las últimas décadas (principalmente en la década
del 90) se produjo una gradual incorporación de las mujeres a puestos de liderazgo. Este
último dato ayuda a responder una las interrogantes planteadas al comenzar esta sesión ¿las
mujeres pueden ser líderes? Según esta información, la respuesta sería afirmativa. Sin
embargo, los puestos de liderazgo ocupados por las mujeres son considerablemente menores
en cantidad a los ocupados por los hombres. La lenta incorporación de las mujeres a estos
puestos no implica necesariamente el desplazamiento de los hombres. Por lo general, las
mujeres que logran acceder a puestos jerárquicos lo hacen en trabajos o profesiones que
comúnmente están asociadas a ellas, por ejemplo, en ámbitos relacionados a educación, en
empresas dedicadas a la moda o la belleza o vinculadas al cuidado y protección de los demás
(por ejemplo, enfermería).

A continuación, un poco de estadísticas para dar cuenta de esta situación. En Estados Unidos
las mujeres constituyen el 46% de las personas empleadas (U.S. Bureau of Labour Statistics,
2002). Sin embargo, los porcentajes cambian cuando se trata de los puestos de liderazgo. A
diferencia de 1999 en que las mujeres ocupaban solo el 10% de los puestos de dirección, hacia
el año 2001 estas pasaron a ocupar el 12,4% de los puestos disponibles. Estos datos son
bastante similares en países industrializados (Wirth, 2001).

Una de las razones que suelen difundirse para explicar las dificultades a las que se enfrentan
las mujeres, no solo al momento de acceder a puestos de liderazgo sino al ingresar y
mantenerse en el mundo laboral, es que se ven impedidas de lograr una conciliación entre las
obligaciones domésticas u hogareñas, que tradicionalmente le fueron asignadas, y las
exigencias del mercado del trabajo. Las investigaciones dan cuenta de resultados en los que se
alude a los inconvenientes que ellas presentan para equilibrar las demandas laborales con las
de su vida personal (Ensher, Murphy y Sullivan, 2002).

En relación con lo antedicho, Geldstein y Wainerman (1989) sostienen que entre las mujeres
económicamente activas es una experiencia usual las frecuentes entradas y salidas del
mercado laboral. Estas discontinuidades ocurren en coincidencia con puntos cruciales de su
ciclo vital (casamiento, nacimiento del primer hijo, ingreso del menor al sistema escolar, etc.).

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Los trabajos de tiempo parcial y ocasional son más frecuentes entre las mujeres. Por otro lado,
el mercado de trabajo suele reclutar a las mujeres de manera selectiva, especialmente
incorpora a las que tienen entre 20 y 25 años de edad, que carecen de un compañero (solteras,
separadas, divorciadas o viudas) y de hijos, y que tienen mayor nivel de educación formal. De
todas maneras, estas serían razones que se aplicarían fundamentalmente al acceso de las
mujeres en términos generales al mundo del trabajo. Se supone que quienes desean escalar en
la jerarquía y acceder a puestos directivos ya lograron atravesar estos inconvenientes
relacionados con el acceso y la permanencia en el sistema.

Resulta necesario entonces, analizar cuáles pueden ser las barreras invisibles, pero efectivas
que impiden a las mujeres atravesar el “techo de cristal”. Muchos autores han citado y
documentado estas barreras en detalle (Eyring y Stead, 1998; Morrison, 1992; Ragins,
Townsend y Mattis, 1998). Estas se representan en las siguientes tablas.

BARRERAS ORGANIZACIONALES
Consisten en prácticas que colocan a las mujeres en desventaja en comparación con sus
colegas hombres igualmente capacitados.
 Exigencia de altos estándares de rendimiento y esfuerzo hacia las mujeres, en
comparación con los hombres.
 Existencia de culturas corporativas hostiles, cuyos valores y normas desalientan el
equilibrio entre altas aspiraciones en desarrollo de carrera con obligaciones no
laborales. Requieren que las mujeres logren resultados más ambiciosos con menos
recursos (Morrison, 1992; Ohlott, Ruderman y McCauley, 1994).
 Existencia de prejuicios y discriminación reflejados en la tendencia a preferir trabajar e
interactuar con personas que son similares tanto actitudinal como demográficamente.
 Falta de apoyo y reconocimiento hacia las mujeres.
 Falta de oportunidades de desarrollo para las mujeres.

BARRERAS INTERPERSONALES
Consisten en obstáculos que se les presentan a las mujeres en el contexto laboral, más
específicamente en las relaciones de trabajo.
 Existencia de prejuicios masculinos basados en estereotipos y preconceptos.
 Falta de apoyo interpersonal y emocional.
 Exclusión de reuniones informales.

BARRERAS PERSONALES
Consisten en circunstancias de la vida personal de las mujeres y/o en la falta de determinados
conocimientos que les impiden progresar en sus carreras.
 Falta de habilidades sociales y políticas.
 Conflicto entre responsabilidades laborales y hogareñas.

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Eagly y Carli (2004) proponen 4 explicaciones hipotéticas que justificarían la escasa presencia
de mujeres en puestos de liderazgo, entre las cuales se hallan algunas de las barreras
presentadas previamente. Estas son:

 Las mujeres presentarían menores niveles de inversión en capital humano (educación y


experiencia laboral).
 Mujeres y hombres diferirían en sus estilos de liderazgo. Dichas diferencias pueden
beneficiar o perjudicar a las mujeres, dependiendo de los efectos de estas diferencias
sobre los niveles de efectividad.
 La psicología evolucionista afirma que los hombres (a diferencia de las mujeres) se
encontrarían naturalmente motivados para dominar y liderar a otros.
 La existencia de prejuicios y discriminación hacia la mujer impediría su acceso a
puestos directivos.

DIFERENCIAS DE GÉNERO EN LOS ESTILOS DE LIDERAZGO


Como ya se mencionó, los estilos de liderazgo son entendidos como patrones relativamente
estables de conductas desplegadas por quienes son considerados líderes. A pesar de que estos
varíen en sus conductas de acuerdo a las particularidades de la situación, suelen presentar
maneras típicas de interactuar con superiores y subordinados. Dado que son considerados
factores determinantes para el liderazgo efectivo, si estos estilos no coinciden con lo esperado
para cada género, en este caso el femenino, es probable que la gente no considere a las
mujeres aptas para ocupar dichos cargos (Eagly y Carli, 2004).

Los expertos que han escrito sobre este tema, difieren considerablemente en el tipo de
conclusiones a las que arriban. Por un lado, los “escritores de libros comerciales” o de
divulgación, de amplia difusión, que basan sus afirmaciones en experiencias personales o en
entrevistas informales a gerentes y otros directivos, suponen que las mujeres líderes son
menos autoritarias, más colaboradoras y más orientadas a elevar la autoestima de sus
subordinados respecto de sus colegas masculinos (Hegelsen, 1990; Rosener, 1995). Por el
contrario, algunos investigadores de las ciencias sociales sugieren que no existen tales
diferencias o que estas serían insignificantes (Powell, 1990). En términos generales, los
estudios revelan que no existe acuerdo respecto de la posición de las mujeres en puestos de
liderazgo.

Al revisar la trayectoria de los estudios abocados a la temática del liderazgo, se encuentran


como precursoras las investigaciones llevadas a cabo a finales de la década de 1930 por Lewin,
Lippit y White (1939) con grupos de niños y niñas de 10 y 11 años que frecuentaban clubes de
ocio. Bajo la idea de que una función importante del líder era crear un “clima o atmósfera
social” en el grupo, que además, influya en la satisfacción y rendimiento de sus miembros, los
autores crearon una situación experimental en la que manipulaban dicha situación a través de
3 estilos diferentes de liderazgo: autocrático (el líder organizaba todas las actividades,
prescribía y prohibía a los niños/as lo que debían hacer), democrático (fomentaba la
participación a la hora de tomar decisiones) y laissez faire (adoptaba un compromiso pasivo,

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no tomaba la iniciativa ni evaluaba). Los resultados demostraron que un mismo grupo podía
comportarse de manera diferente en función del tipo de liderazgo que se ejerciera sobre él. A
su vez, dichos resultados llevaron a los autores a apoyar el estilo democrático por razones de
autonomía, satisfacción y eficacia grupales.

Posteriormente, a partir de la década de 1950, comenzaron a desarrollarse líneas de


investigación cuyo objetivo principal era averiguar cuáles eran las conductas típicas de los
líderes y tratar de relacionarlas con el rendimiento del grupo y la satisfacción de sus
integrantes. Esta corriente se conoce como enfoque conductual.

En la actualidad uno de los enfoques más desarrollados e investigados es el propuesto por Bass
(1985): el enfoque transformacional. Basándose en la idea original de Burns (1978), Bass
desarrolló un modelo que propone 3 estilos de liderazgo diferentes: transformacional,
transaccional y laissez faire. Los estudios llevados a cabo teniendo en cuenta este enfoque
muestran que con el estilo transformacional se obtienen niveles más elevados de rendimiento
y satisfacción por parte de los seguidores que con el transaccional.

LA PSICOLOGÍA EVOLUCIONISTA Y LAS DIFERENCIAS DE GÉNERO


Otra de las explicaciones posibles para la temática que se está tratando es la sugerida por
Eagly y Carli (2004), la que se enmarca dentro de las argumentaciones que sostienen algunos
escritores influidos por la psicología evolucionista. Estos explican la desproporción de puestos
de liderazgo ocupados por hombres y mujeres en términos de diferencias biológicas
intrínsecas existentes entre ambos (Browne, 1999; Goldberg, 1993).

Esta línea de investigación ha sido desarrollada fundamentalmente por Buss y Kenrick (1998).
Ellos sugieren que las diferencias que presentan hombres y mujeres en cuanto a su
comportamiento social (incluida la conducta de liderazgo) serían producto de disposiciones
psicológicas específicas que habrían sido desarrolladas genéticamente como resultado de la
adaptación a condiciones primitivas.

Los psicólogos evolucionistas (al igual que los precursores de las teorías evolucionistas como
Darwin y Spencer) relacionan las actuales diferencias de género en el comportamiento con las
presiones reproductivas que nuestros antepasados hombres y mujeres mantuvieron en la
historia temprana de la especie humana. Dichas presiones probablemente hayan conformado
características psicológicas diferenciales entre los sexos (Buss y Kenrick, 1998).

Las mujeres siempre estuvieron, en general, involucradas en cuestiones atinentes a la


conservación de la descendencia y paulatinamente fueron haciéndose más selectivas en
cuanto a la elección de parejas masculinas. Como consecuencia, los hombres comenzaron a
competir entre ellos para obtener acceso sexual a las mujeres y de esta manera asegurar su
descendencia y la transmisión de sus características a las generaciones siguientes.

Los psicólogos de la corriente evolucionista sugieren que en virtud de dicha competencia entre
los pares masculinos, estos probablemente hayan desarrollado disposiciones a favor de la

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agresión, el desafío y la lucha de poder. En cambio, es factible que las mujeres hayan
desarrollado cierta inclinación a la selección de potenciales compañeros capaces de proveerles
los recursos necesarios para la crianza de la descendencia.

Además, la estrategia evolutiva de la mujer con vistas a asegurar la supervivencia de los hijos
portadores de sus genes explicaría su mayor sensibilidad emocional, su tendencia hacia el
cuidado de las personas y la crianza, así como su mayor capacidad para situarse efectivamente
en el lugar de otras personas, ayudar a aquellas que sufren de problemas, y su menor
disposición a comportarse agresivamente. Por su parte, los hombres habrían desarrollado
ciertas habilidades para dominar tanto a mujeres como a otros hombres. El dominio sobre las
mujeres habría surgido del intento de control sexual de las mismas, de modo de asegurar por
parte de los hombres su propia descendencia y, por ende, su supervivencia. Así, los hombres
estarían intrínsecamente orientados a buscar recursos suficientes para la conservación de su
progenie. Estos recursos serían obtenidos fuera del hogar a través de tareas no domésticas.
Los hombres se verían favorecidos a realizar este tipo de tareas ya que se ven libres de las
responsabilidades de gestación y crianza de los hijos, tareas exclusivas de la mujer.

Es importante tener presente que estos planteamientos no implican que el hombre y la mujer
sean considerados como superiores o inferiores, sino que solo establecen relaciones de
diferencia y complementariedad entre ambos (Buss, 1995).

Dicha asignación de tareas diferenciales para hombres y mujeres delimita espacios distintos,
quedando la mujer relegada al ámbito doméstico y el hombre al extra-doméstico (o público). A
su vez, en el ámbito público el hombre tendería a asumir una posición de liderazgo en los
grupos de trabajo, ya que dirigir implica poder, el que –siendo una característica atractiva para
una gran cantidad de mujeres– le facilitaría al hombre el acceso sexual a ellas.

De lo antes mencionado se desprende la idea de que los hombres estarían intrínsecamente


determinados para convertirse en líderes, ya que a lo largo de los diferentes momentos
históricos han ido desarrollando cualidades tales como la dominancia, el control y la
asertividad, que comúnmente han sido asociadas a liderazgo efectivo. Sin embargo, muchas
organizaciones actuales requieren habilidades para entablar buenas relaciones con otros y
poder trabajar y cooperar en equipo, cualidades asociadas a lo femenino. Todo parecería
indicar que para lograr ejercer un liderazgo efectivo en las organizaciones contemporáneas es
necesario desplegar tanto habilidades masculinas como femeninas.

En virtud de lo expuesto, se podría concluir que aun cuando se comprobara que los hombres
estarían naturalmente determinados para lograr dominio, esto no explicaría su actual ascenso
en cargos directivos, ya que sus supuestas cualidades, las de comando y control, no serían las
que fundamentalmente se buscan en las organizaciones de este momento. Por tal razón, Eagly
y Carli proponen una nueva explicación para estas diferencias en los puestos de liderazgo: la
discriminación y el prejuicio.

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DISCRIMINACIÓN Y PREJUICIO
Esta explicación se desarrolla y fundamenta en los inicios de la psicología social. Esta corriente
teórica ha realizado importantes aportes en torno a determinadas temáticas, por ejemplo, en
lo que atañe a discriminación en grupos sociales considerados generalmente como minorías.
En este caso, interesa desarrollar cómo se producen estos fenómenos en los contextos
laborales y más específicamente cómo se determinan a aquellas mujeres que aspiran a ocupar
cargos directivos.

El término prejuicio se relaciona con la elaboración de un juicio prematuro o previo, no


fundamentado en pruebas (Billig, 1986). Por lo general, se reserva dicho concepto para juicios
negativos referentes no tanto a una persona sino a grupos enteros.

Una persona con prejuicios es alguien que tiene una opinión dogmática y desfavorable hacia
un determinado conjunto y, por ende, cabe esperar que el sujeto con prejuicios se prevenga
de los miembros individuales de esos grupos simplemente por considerarlos parte de ellos.
Algunos de los grupos humanos que comúnmente han sido objeto de prejuicio han sido “los
negros”, “los judíos”, “los extranjeros”, “los homosexuales”, “las mujeres”, entre otros. Según
el contexto y el momento histórico se ha tendido a estigmatizar más a unos que a otros.

Se puede establecer una distinción entre los términos “prejuicio” y “discriminación”. El


primero se refiere a creencias o valoraciones negativas hacia determinadas personas. En
cambio, la discriminación hace referencia a comportamientos hostiles dirigidos hacia esos
individuos objetos de prejuicio, por ejemplo, la evitación o el agravio. Las creencias o
valoraciones que suponen el prejuicio son entendidas como procesos de construcción de
realidad que guían nuestras conductas. Las actitudes suelen entenderse como procesos de
construcción de la realidad que guían nuestras conductas e implicarían orientaciones tanto de
tipo cognitivas como valorativas.

Las mujeres líderes pueden llegar a ser evaluadas negativamente por 2 razones, ya sea porque
no despliegan las características que comúnmente las personas relacionan con el liderazgo
efectivo, o porque, en el caso de que las desplieguen, son consideradas como poco femeninas.
En ambos casos existe incongruencia entre el rol de liderazgo y el rol social. Esto genera como
consecuencia que las mujeres deban duplicar sus esfuerzos para poder acceder y mantenerse
en puestos jerárquicos, exigencia que favorece a sus colegas masculinos (Foschi, 2000).

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REFERENCIAS
Acker, J. (1992). Gendering organizational theory. Newburry Park, Sage.

Hale (1996). Gender equity in organizations: Public Personel Administration. p. 16.

Ensher, Murphy y Sullivan (2002). Real women. Academy of Management Executive. 16 pp.

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Eagly y Carli (2004). Women and men as leaders. Sage Publications.

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