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"Ponencia preparada para el XI Congreso Nacional de Ciencia Política, organizado por la


Sociedad Argentina de Análisis Político y la Universidad Nacional de Entre Ríos, Paraná, 17 al
20 de julio de 2013".

LOS CONCEPTOS POLÍTICOS: TEMPORALIDAD Y NARRACIÓN EN LOS


ORÍGENES DE LA NACIÓN ARGENTINA

Silvana Ablin

ablin@sociales.uba.ar

Instituciones a la que pertenece: Jefa de Trabajos Prácticos en “Historia Latinoamericana” (Prof.


Juan Carlos Korol), Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
Investigadora del Programa de Estudios de Historia Económica y Social Americana (PEHESA),
Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Facultad de Filosofía y
Letras, UBA.

Área temática: Historia y Política

Subárea temática: “Los usos de la historia en la ciencia política”


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Resumen:

El trabajo se centra en la manera en que los historiadores dan sentido a los conceptos
políticos del pasado, en particular, explora los sentidos otorgados por José Carlos Chiaramonte al
concepto de “nación”. El enfoque adoptado reelabora una hipótesis anterior que planteaba una
relación de mutua exclusión entre sentidos conceptuales de los actores y normativismos (Ablin,
2008), para decir, ahora, que la tensión entre ambos es irresoluble. Se trata de examinar los
recursos narrativos con que los historiadores hacen trabajar esa aporía en sus textos para
otorgarle una temporalidad a los conceptos políticos. Esta indagación puede enriquecer las
preguntas y preocupaciones de los politólogos que piensan los conceptos políticos del presente .

Abstract:

This work focuses on the way historians make sense of past political concepts.
Specifically it analyses José Carlos Chiaramonte’s concept of “nation”. This perspective
elaborates on a former one that stated an exclusive relationship between conceptual senses of the
actors and normativism (Ablin, 2008) to say, now, that the tension between the two senses is
unsolvable. The main aim here is to analyze the way that historian’s narrative resources put this
aporia to work in their texts to give temporality to political concepts. This exploration may be
useful for political scientists that are asking themselves about present political concepts.
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Una de las preocupaciones de la ciencia política es la posibilidad de definir conceptos


políticos capaces de dar cuenta de realidades muy distintas, evitando lecturas normativas de las
mismas. Guillermo O’Donnell (2000), en su crítica a Diamond por emplear el análisis histórico
comparado para establecer los “componentes” de una definición de las democracias
latinoamericanas desde los “componentes” de las democracias noratlánticas que aquellas no
contendrían, daba cuenta de este problema normativo. En su lugar proponía una definición
“realista y restringida” de democracia, como un régimen político con elecciones y libertades
políticas, donde el contenido de estas libertades, que garantizan el proceso electoral, sea
“indecidible”, no se lo pueda establecer por fuera de cada contexto y momento histórico
particular. (O’Donnell, 2000: 532-535) Su respuesta apelaba de alguna manera a la
contextualización, a la historia.

Por su parte, la historia política sobre América Latina y otras latitudes, desde hace más de
veinte años, y con variados enfoques, estudia la formación de los estados y las naciones en el
siglo XIX, la construcción del poder, e incluso, el análisis de las ideas y los conceptos políticos
modernos -nación, estado, ciudadanía, república, democracia-, con el objetivo de establecer sus
sentidos desde las prácticas y los lenguajes de los actores, en los contextos en que han tenido
origen, evitando normativismos.1

Aquí considero de utilidad explorar la manera en que la historia política trabaja con esos
conceptos, para pensar nuevos abordajes y nuevos problemas a la hora en que la ciencia política
se propone definir conceptos políticos no solo del pasado sino, sobre todo, del presente.

En un trabajo anterior, indagué hasta qué punto los historiadores lograban restablecer los
sentidos conceptuales para los actores o caían en lecturas normativas, pero lo planteaba en una
relación de mutua exclusión, donde uno de estos sentidos anulaba al otro. (Ablin, 2008) He
reelaborado esta hipótesis planteando que existe una tensión irresoluble entre los sentidos
normativos y los de los actores. El problema es ver con qué recursos narrativos el autor hace
trabajar esta aporía y otorga una temporalidad a los conceptos políticos. Se trata de identificar

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Una síntesis de las características de este campo ya consolidado en la Argentina se encuentra en Hilda Sabato
(2007), “La política argentina en el siglo XIX: notas sobre una historia renovada”, en Guillermo Palacios (coord.),
Ensayos sobre la Nueva Historia Política en América Latina, Siglo XIX, El Colegio de México y Centro de Estudios
Históricos, México; 83-94.
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cuándo emerge el normativismo en los textos de los historiadores, y qué rol juega como parte de
su “trama lógica” (Ricoeur, 2000) o narración con la que el historiador da sentido a los conceptos
políticos; si hace aflorar los lenguajes de los actores, con sus propios normativismos, o hace
emerger unos conceptos universales más distantes. Desde esta perspectiva desandaré el recorrido
argumentativo del libro de José Carlos Chiaramonte (2007), Ciudades, provincias, Estados:
orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), con el cual dota de sentido al concepto de nación
para la primera mitad del siglo XIX en nuestro país.

Aporías de los conceptos y aporías del tiempo. Desarmando el “tercer tiempo”


conceptual.

Los conceptos políticos normativos son definiciones abstractas y atemporales. Los “tipos
ideales” de democracia, por ejemplo, podrán establecer sus diferencias pero, sin embargo, no
pierden su carácter estipulativo y “cerrado”. Como dijimos con O’Donnell, cuando se intenta
explicar la democracia, en un momento y lugar particular, acudiendo a estas definiciones
normativas, se corre el riesgo de caracterizarlas desde los elementos de sus definiciones cerradas
desdibujando su realidad concreta. Los sentidos de esos conceptos políticos, su dimensión
pragmática, sus usos y valoraciones por parte de los actores no habitan en los normativismos sino
en sus discursos y enunciados como parte de sus prácticas. Sin embargo, tanto los actores como
los historiadores y cientistas sociales incorporan, también, en sus enunciados normativismos.

Como he señalado en otro trabajo (Ablin, 2013), la tensión entre normativismos y


sentidos conceptuales de los actores es irresoluble, al menos, por dos motivos. El primero
remarca los límites de los conceptos normativos: éstos pueden servir para pensar significados y
definiciones “neutras” de las doctrinas de una época, pero son atemporales y
descontextualizados; el contexto y sus sentidos sólo les será otorgado de algo externo, de los
usos que de ellos hagan los actores en sus enunciados. El segundo, muestra, sin embargo, su
necesidad para pensar contextos: toda contextualización realizada por el historiador o cientista
social requiere de algún componente normativo del presente (modelos teóricos, conceptos
normativos, aproximaciones hermenéuticas, filosóficas, semióticas) para precisarla. Llamo
5

“normativismos” a estas formalizaciones teóricas porque “encierran en los márgenes de sus


teorías los procesos del pasado que se quiere contextualizar. (…) [Aún] las aproximaciones
hermenéuticas (…) no dejan de ser racionalizaciones teóricas, que en palabras del antropólogo
Vincent Crapanzano: dicen cómo ha de ser leído el intercambio que ‘encierran’.” (Ablin, 2013:
7) Además, sostengo en ese trabajo que los normativismos “cobran vida” y pueden ser
contextualizados, ampliando nuestra capacidad de pensar los sentidos conceptuales de los
actores, desde: la “palabra ajena” en los enunciados de los actores (Bajtín, 1999), en el cruce con
otros discursos no normativos (Foucault, 2011) y en los “acontecimientos como advenimientos”
que rompen con el statu quo establecido (Jay, 2012).

No se trata de negar los conceptos normativos sino de pensarlos en los enunciados de los
actores, donde adquieren sentidos conceptuales más amplios, llenos de sus valoraciones,
opiniones y posiciones políticas diversas, que dan cuenta de sus acciones y de los problemas que
enfrentaron en un momento histórico determinado. Pero finalmente será en las narraciones de los
historiadores y cientistas sociales donde los conceptos políticos cobren sentido y temporalidad,
haciendo jugar en ellas las tensiones entre normativismos y sentidos conceptuales de los actores.
Así como Ricoeur señala que la historia dispone de recursos narrativos para “hacer trabajar” la
aporía entre el tiempo universal y el tiempo de la vida, construyendo un “tercer tiempo –el
tiempo histórico propiamente dicho-” (Ricoeur, 1999: 777), esos mismos recursos “hacen
trabajar” en los textos de los historiadores los sentidos conceptuales normativos (universales) y
los sentidos para los actores. Desde los “instrumentos de conexión” de la historia entre el tiempo
universal y el de los comportamientos humanos (calendarios, archivos, documentos, huellas), y
en el cruce con recursos de la ficción (tropos del lenguaje, metáfora, forma narrativa novela), el
historiador refigura el tiempo del pasado en la trama “lógica” (no cronológica) de su narración.
(Ricoeur, 1999, 2000) Así también podemos pensar que el historiador refigura la temporalidad
de los conceptos políticos del pasado: construyendo un “tercer tiempo” conceptual en las
“tramas” de sus textos.

¿Qué tipo de documentos, huellas utiliza el historiador en su texto? ¿De qué manera
instaura el tiempo presente en su enunciado, haciendo emerger un pasado y un futuro? ¿De qué
manera emplea normativismos en su texto, qué rol tienen como parte de su narración? Desde
estas preguntas se trata de abrir las “tramas lógicas” con que el historiador le otorga sentido y
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temporalidad a los conceptos políticos del pasado. Desde esta perspectiva desarmaré la trama
argumentativa con que Chiaramonte (2007) construye un “tercer tiempo” conceptual en su
narración, para dar sentido al concepto de nación en la primera mitad del siglo XIX rioplatense.
Antes de centrarme en responder estas preguntas, quisiera plantear la hipótesis del texto y su
contexto de enunciación que lo hace posible.

La historia política reciente y los trabajos sobre la nación

Publicado originariamente en 1997, el libro de Chiaramonte, Ciudades, provincias,


Estados: orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), se ha convertido en un clásico de la
historia política reciente sobre el siglo XIX latinoamericano. No sólo por ser una referencia
obligada para quienes investigan la formación del estado y la nación en la región, sino por la
recepción que la obra ha tenido entre los historiadores que estudian esos procesos.

Existe entre estos académicos un consenso generalizado sobre los aportes centrales del
libro de Chiaramonte hasta el punto de naturalizar, y adoptar para otros casos latinoamericanos,
su hipótesis sobre la inexistencia de la nación o de algún sentido identitario de la misma en el
Río de la Plata, al momento de la independencia y hasta la década de 1840, y la existencia, en
cambio, de un sentido contractual de nación, que emergería con las primeras soberanías surgidas
del proceso independentista, y perduraría a lo largo de esa época. Dotar de una identidad de
origen a la nacionalidad del estado argentino sería una construcción posterior, propia del
romanticismo de la generación de 1837, expandida en la segunda mitad del siglo XIX con el fin
de crear y legitimar a una nación inexistente. Y aunque, según el autor, para la primera mitad del
siglo XIX existían otras identidades, patria como ciudad de origen, americano como opuesto a lo
español, estas formas de diferenciación y autoidentificación de los pueblos expresarían
rivalidades políticas que no estarían asociadas a ningún sentido de nación. Éste sería sólo
contractual, y estaría desligado tanto del principio romántico, el de nacionalidades que se
corresponden con identidades étnicas definidas, como de cualquier supuesto identitario.
7

Si bien Chiaramonte retoma allí problemas abordados en trabajos anteriores, como su


compilación de la Biblioteca Ayacucho Pensamiento de la Ilustración… (1979) y, sobre todo, La
Ilustración en el Río de la Plata… (1989) y Mercaderes del Litoral… (1991); el texto se inscribe
en un nuevo contexto de enunciación que restablece los sentidos de esas obras en el campo de
una historia política renovada, que emerge alrededor de 1990.

Esta historia reconoce como antecedentes, en Argentina, a la obra de Tulio Halperin


(1972), Revolución y Guerra…, Ezequiel Gallo (1976), Colonos en armas…, y Natalio Botana
(1977), El orden conservador…; trabajos ya considerados “clásicos” del área que, a diferencia
de la “Nueva Escuela” (Ricardo Levene, Emilio Ravignani) cuya producción, muy erudita y
basada en documentos, no cuestionaba las “historias nacionales” (Bartolomé Mitre, Vicente
Fidel López), buscan dar sentido a los actores y sus prácticas. Sin embargo, estas valiosas
contribuciones individuales, no tenían por objeto la construcción de un campo en la disciplina
histórica. La nueva historia política sí constituye un campo, caracterizado por redes de
intercambio –entre autores, pero también, entre instituciones, universidades e institutos de
investigación- y por innovaciones sobre temas comunes de la historia política latinoamericana.
Prueba de ello es la publicación, entre 1993 y 1999, de tres obras de trabajos colectivos,
dedicados al tema de la construcción del estado y la nación; que fueron el resultado de
encuentros previos entre historiadores argentinos, latinoamericanos, pero también,
norteamericanos y europeos.2 Me refiero a los libros coordinados por: Marcello Carmagnani
(1993), Federalismos latinoamericanos: México, Brasil, Argentina …; Antonio Annino (1995),
Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX …; Hilda Sabato (1999), Ciudadanía
política y formación de las naciones…3 Se logró contar, así, con análisis por países sobre un

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Según se desprende de las introducciones y agradecimientos de los tres volúmenes, todos fueron consecuencia de
encuentros previos. El trabajo coordinado por Carmagnani fue resultado de un coloquio organizado en México en
1992, donde participaron todos los autores; el coordinado por Annino resultó de varias reuniones organizadas desde
1992, dos de ellas en la Universidad de Turín, otra organizada por Chiaramonte en el Instituto de Historia “Dr.
Emilio Ravignani” en Buenos Aires, y una cuarta, organizada por Richard Graham en el Departamento de Historia
de la Universidad de Texas en Austin, donde también Halperin participó comentando los trabajos. Aunque la
mayoría de los autores ya venían realizando producciones individuales, destaco por su impacto en esta nueva
historia política al trabajo de François – Xavier Guerra (1992), Modernidad e independencias…; es a este
intercambio y a estos resultados grupales a los que me refiero con la formación de un campo.
3
Si bien la primera edición del libro coordinado por Sabato, Ciudadanía política y formación de las naciones…,
corresponde a 1999, fue el resultado de trabajos discutidos en un seminario en Bogotá en 1995, y llama la atención
que los agradecimientos por los resultados y por la edición fueron escritos por la coordinadora en 1997. Con lo cual,
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mismo tema (federalismo, ciudadanía) que se enriquecían desde la diversidad de una mirada
latinoamericana. 4

Esta historia política sistematizó aportes teóricos de otros campos (de la filosofía tomó la
noción de “esfera pública” de Habermas; de los análisis del lenguaje, el concepto de “actos de
habla” de Austin; de la historia intelectual, los aportes de Skinner, Pocock y Koselleck). Dichos
aportes se incorporaron, también, “indirectamente” desde la propia historiografía de otras
latitudes a través de “tres núcleos temáticos principales”: las elecciones y la ciudadanía se nutrió
de los trabajos de Pierre Rosanvallon; la sociabilidad recibió la influencia de Maurice Agulhon; y
la nación y el nacionalismo recibieron el influjo de Eric Hobsbawm, Benedict Anderson, Ernest
Gellner, entre otros. (Sabato, 2007: 89-90)
Chiaramonte no sólo participa de esas tres obras colectivas mencionadas sino que,
además, dos de los textos allí publicados son retomados en su libro Ciudades, provincias,
estados…, para abonar temas centrales del mismo como el predominio, en las dos primeras
décadas posteriores a la independencia, de una organización del poder político centrado en las
ciudades y de una concepción de la representación por pueblos. 5 Este problema está,
particularmente, en diálogo con los trabajos de Annino sobre el poder local de las comunidades
en las leyes electorales adoptadas en México entre 1812 y 1855, y sobre el poder de los pueblos

podríamos pensar que estos tres volúmenes fueron realizados (aunque no todos publicados) casi al unísono, en un
período de tiempo aproximado de cinco años, si consideramos que el encuentro para discutir los trabajos
coordinados por Carmagnani fue organizado en 1992.
4
Una síntesis sobre los temas, antecedentes, miradas e inspiraciones teóricas de la historia política reciente en la
Argentina puede verse en: Hilda Sabato (2007), “La política argentina en el siglo XIX: notas sobre una historia
renovada”, en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, siglo XIX,
El Colegio de México, México; pp. 83-94.
5
Esos artículos son: “El federalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX”, en Carmagnani, Marcello
(coord.) (1996), Federalismos latinoamericanos: México, Brasil, Argentina, FCE, México. (1era edición 1993), y su
trabajo en colaboración con Marcela Ternavasio y Fabián Herrero “Vieja y nueva representación: los procesos
electorales en Buenos Aires, 1810-1820”, en Annino, Antonio (coord.) (1995), Historia de las elecciones en
Iberoamérica, siglo XIX, FCE, Buenos Aires. El primero discute el supuesto de la existencia, entre 1810 y 1820, de
una nación y un estado argentino, muestra la inexistencia de un organismo estatal y, en todo caso, la coexistencia
provisional de soberanías de las ciudades con gobiernos rioplatenses no siempre acatados. El segundo, analiza el
cambio y la continuidad entre un tipo de representación de la “antigua constitución” centrada en las ciudades, el
cabildo, y en la figura del vecino, hacia una representación “moderna”, que suprime el cabildo por un régimen de
elecciones indirectas, establecido primero en la provincia de Buenos Aires con la reforma electoral de 1821. Esta
ley, aunque dejaba atrás la representación por pueblo, definiendo los distritos electorales por la reunión de varios
pueblos, tampoco creaba una ciudadanía provincial con representantes elegidos por número de habitantes. Las
continuidades con la antigua constitución seguían, en parte, vigentes.
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en la organización política del estado mexicano. Aunque siguen la constitución liberal de Cádiz
(1812), esas leyes mantuvieron una idea de ciudadanía como “vecinos” de las localidades,
persistiendo a lo largo del siglo XIX una connotación corporativa de la representación política,
ligada al territorio, a los pueblos, coincidente con la noción de ciudadano como “vecino”.
(Annino, 1995; 1999) Estas nociones de soberanía en sentido corporativo, como pueblos o
ciudades, y esta idea de vecino, están de alguna manera presentes en la obra de Chiaramonte
cuando se refiere a las primeras soberanías rioplatenses que son ciudades, luego estados, pero no
“naciones”.
El diálogo con el núcleo de trabajos históricos sobre la nación y el nacionalismo antes
señalado, aunque no se explicita en el libro (los trabajos de Hobsbawm y Anderson son citados
en forma marginal al tema central de sus aportaciones), es evidente. Estos historiadores, de uno u
otro modo, comparten la idea que la nación no preexiste y es una construcción. Para Hobsbawm,
la “nación” y la “nacionalidad” como una “entidad social” que refiere a un tipo de “estado
territorial moderno”, el “estado-nación”, no existió siempre sino que es una construcción de los
nacionalismos del siglo XIX: “Las naciones no construyen estados y nacionalismos, sino que
ocurre al revés.” (Hobsbawm, 1998: 18) Esta idea sigue al análisis de Gellner (1983), para quién
la nación es una “invención”, “artefacto” o “fabricación” de los nacionalismos que, si bien
pueden tomar elementos de culturas que existen, las modifican, inventando naciones allí donde
no existen. Aunque coincide con la noción de construcción, Anderson sostiene que extremar el
argumento de “fabricación” puede dar la idea de “falsedad”, antes que de “imaginación” o
“creación”. Por eso prefiere pensar la nación como una “comunidad política imaginada como
inherentemente limitada y soberana.” (Anderson, 2005: 23) Es “imaginada” porque sus
integrantes no conocerán a todos sus compatriotas pero “vive(n) la imagen de su comunión”; se
imagina “limitada”, porque tiene “fronteras” que las separan de las otras naciones; “soberana”,
porque surge cuando la Ilustración y la Revolución reemplazan la legitimidad divina del reino
por la libertad, y su garantía es el “estado soberano”; se imagina como “comunidad” porque se
concibe “como un compañerismo profundo, horizontal (…) es esta fraternidad la que ha
permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de personas maten y, sobre todo,
estén dispuestas a morir por imaginaciones tan limitadas.” (Anderson, 2005: 23-25) Por lo tanto,
para Anderson, la nación es una creación, pero no es falsa en la medida en que es imaginada por
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quienes la componen y se sienten parte de ella, creen en ella y están dispuestos a matar o a morir
por ella. 6
En sintonía, entonces, con estos sentidos sobre la nación como una construcción de los
estados y los nacionalismos posteriores, Chiaramonte centra su preocupación en demostrar la
inexistencia de la nación en el Río de la Plata al momento de la independencia, y la existencia, en
cambio, de otro tipo de soberanías que emergen de este proceso: primero, ciudades, luego,
estados provinciales, junto con el proyecto fracasado de organizar un estado nacional rioplatense.
La caracterización de estas primeras soberanías, también, están en diálogo con la nueva historia
política mencionada. Sin embargo, considero aquí que los sentidos de “nación” que Chiaramonte
identifica para este período surgen de la “trama lógica” (no cronológica) que el historiador
construye en su narración. (Ricoeur, 1999)
Esta “trama” argumentativa está compuesta, al menos, por tres “personajes”, que actúan a
lo largo del texto otorgándole sentido a los “orígenes de la nación Argentina” que, como el título
del libro indica, esos orígenes no son “naciones” sino “ciudades, provincias, estados”. Dichos
personajes son: un protagonista normativo que surge de la articulación entre varios
normativismos: el de la nación identitaria de la generación del ’37 que hace emerger, por
oposición, al normativismo del “derecho de gentes”, del “jusnaturalismo” y del “pactismo”; un
protagonista temporal: el tiempo del siglo XVIII; que viene a sedimentar, a su vez, en un tercer
protagonista: un “vocabulario político”, que resalta los rasgos más significativos de los usos
conceptuales de aquel siglo, puestos en juego al momento de la independencia. Normativismos
del pasado, tiempos y vocabularios son el engranaje que pone en movimiento el argumento
textual para narrar los sentidos conceptuales de esas primeras soberanías rioplantenses.

6
En un texto posterior Chiarmonte critica a Anderson, no en relación a su concepto de comunidad “imaginada”
como creación, que aprueba como un “hallazgo”, sino al “esquematismo con que maneja luego los diversos aspectos
que confluyen en la génesis de las naciones [y] opaca, si no invalida, el valor de aquel hallazgo conceptual.”
(Chiaramonte, 2004: 162) Se refiere al declive de tres certezas -las grandes lenguas, la creencia en el fundamento
divino como organizador de la política y la sociedad, y una temporalidad indistinguible entre cosmología e historia-
frente al avance del capitalismo y las tecnologías. Pero el problema mayor de Anderson, para Chiaramonte, son sus
análisis “endebles” sobre las “comunidades imaginadas” en América Latina, como “expresión de nacionalidades ya
formadas en el período colonial. […] cuando toma nota que los criollos se autocalificaban americanos, y no
mexicanos, venezolanos [… resuelve el problema diciendo que es…] fruto de una ambivalencia [entre lo americano
y el localismo]. No advierte así que en esa conjunción de americanismo y localismo lo que falta es precisamente el
nacionalismo [abierto por el romanticismo posterior] correspondiente a las naciones que surgirían luego.”
(Chiaramonte, 2004: 164)
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Normativismos en movimiento

Para situar en contexto los sentidos de nación de la primera mitad del siglo XIX
rioplatense, Chiaramonte emplea en su narración el normativismo teleológico sobre la
preexistencia de la nación, construido por el liberalismo romántico de la generación del ’37 y por
las historias nacionales posteriores. No lo emplea en forma positiva sino para establecer, por
diferenciación u oposición a él, otros normativismos de la época, como el derecho de gentes, el
pactismo y el jusnaturalismo del siglo XVIII, que serían más adecuados para pensar los sentidos
de nación y de soberanía del período 1810-1846.
Estos normativismos ponen en movimiento la trama argumentativa del texto. Para
demostrar la inexistencia de la nación al momento de la independencia y caracterizar las
soberanías que sí existían, Chiaramonte discute permanentemente con las “historias nacionales”,
surgidas bajo la influencia del romanticismo, luego de 1830, y consolidadas en la segunda mitad
del siglo XIX (Mitre, Fidel López). Estas historias buscaban legitimar los nuevos estados,
haciendo de éstos la consecuencia “necesaria” de “grupos étnicamente diferenciados”, cuyo
germen se encontraría ya en las “naciones” que se habrían liberado al momento de la
independencia. (Chiaramonte, 2007: 62) La nación, para las historias nacionales, no sólo habría
preexistido a las independencias sino que vendría a coincidir con el estado argentino como un
“conglomerado político”. (Chiaramonte, 2007: 14) En consecuencia, Chiaramonte discute,
también, con la historiografía de principios del siglo XX influenciada por estas historias.
Chiaramonte se diferenciaría también, aunque no parece estar la discusión en el libro, del
revisionismo de fines del siglo XIX (Adolfo Saldías) y, sobre todo, del que se consolida en 1930,
ya que éste se oponía a la historia mitrista rescatando las figuras de los caudillos provinciales,
pero admitía, para las primeras décadas posteriores a la independencia, la existencia de un estado
y una nación argentina que los caudillos vendrían a federalizar. El autor sí establece diferencias
con la “Nueva Escuela Histórica” (Levene, Ravignani), que buscaba profesionalizar la historia
apoyándose en documentos (a la manera del positivismo francés y alemán), pero que no
cuestionaba los principios de la historia nacional mitrista.
Otra preocupación del autor, vinculada al problema anterior, es llamar la atención sobre
los “riesgos” de realizar lecturas “anacrónicas” del “vocabulario político de la época” (“pueblo”,
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“nación”, “estado”), desvirtuando sus “significados” desde las “acepciones” del presente sobre
esos términos, influenciadas, también, por las historias nacionales. (Chiaramonte, 2007: 15)
Evitar anacronismos es inherente al tema que analiza el autor y a su enfoque, y sobre todo se
vincula a la “intencionalidad” que estructura su obra y le otorga sentido.7 Como nos “advierte” al
inicio del trabajo: no se trata de la “historia de la formación de la nación argentina”, tema que
excede al período analizado, sino de una parte de esa historia: “la naturaleza de las primeras
entidades soberanas” surgidas con la independencia y las “concepciones políticas” marcadas por
este proceso. (Chiaramonte, 2007: 13) Entonces, la misma definición del tema implica ya una
distinción semántica entre estas primeras soberanías -“ciudades”, “provincias”- y el concepto de
“nación”, característico de las interpretaciones frecuentes sobre “los orígenes de la nación, de la
nacionalidad y del Estado argentinos.” El enfoque adoptado se basa justamente en “confrontar”
permanentemente estas interpretaciones con el tipo de soberanías que surjan de su indagación
sobre los documentos de la época. (Chiaramonte, 2007: 14)
Por lo tanto, considero que las aclaraciones semánticas van más allá de los significados, y
poseen además un efecto performativo: “confrontar” con las lecturas teleológicas de las historias
nacionales para desmitificarlas. Estas historias incurren “en el viejo sofisma post hoc-propter
hoc [… que deforma…] la comprensión de todo lo ocurrido antes de la emergencia de la
nación.” (Chiaramonte, 2007: 15) Su teleologismo consiste en explicar lo que está sucediendo en
un momento (1800-1846) por lo que va a pasar después (la organización del Estado nacional), o
en considerar a lo primero como un antecedente o causa de lo segundo, cuando en realidad son
procesos distintos que no necesariamente tienden hacia ese resultado.
Para desarmar estas visiones teleológicas de la nación entra en escena el tiempo del siglo
XVIII, que impregna de sentidos a los “vocabularios políticos” de la época, resaltando los rasgos
más significativos de los usos conceptuales de aquel siglo puestos en juego con la independencia.
El siglo XVIII trae, como parte de la narración del historiador, un parlamento lleno de ecos
normativos de ese tiempo: “jusnaturalismo”, “derecho de gentes”, “pactismo”. Del

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Seguimos la noción de “intención” de Skinner. No se trata de la intencionalidad mentada en la cabeza de un autor
sino aquella que surge de las marcas de su texto; “intenciones ilocucionarias” que estructuran la obra de un autor y
permiten comprender qué “estaba haciendo” al escribir lo que escribió. (Skinner, 1989: 77) Todo autor, aún cuando
simplemente describa algo en su texto, realiza acciones, expresa una intención; por ejemplo, “un ataque o una
defensa, una crítica o una contribución, a una línea argumentativa en particular”. (Skinner, 1989: 76) Las mismas se
evidencian en el uso de determinadas declaraciones “ilocucionarias”, esto es, verbos que implican la realización de
una acción (performativos): advertir, denunciar, exponer, prometer, adherir, entre otros. (Skinner, 1989: 72-75)
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“jusnaturalismo” español del Medioevo perdura, en pleno desarrollo del absolutismo, la noción
del gobierno (del monarca) originado en el “derecho natural de los pueblos”, ciudades,
ayuntamientos. (Chiaramonte, 2007: 88) La independencia reactiva este derecho de los pueblos
al autogobierno, haciendo aflorar nociones corporativas de representación, por pueblos o
ciudades, junto con la idea de ciudadano como “vecino”. Del “pactismo” del siglo XVIII subsiste
la noción de “pacto de sujeción” entre súbditos y monarca: su soberanía proviene tanto por un
origen divino como por el consentimiento del pueblo, si el monarca rompe el pacto la soberanía
“retrovierte” al pueblo, que ha de pactar su sujeción a otro rey. Este “pactismo”, no uno
moderno, un “contrato”, se pone en juego con las independencias, reafirmando también la noción
territorial y corporativa de la soberanía de los pueblos, ciudades. Por último, del “derecho de
gentes”, una doctrina del siglo XVIII, retoma a la par del jusnaturalismo español, la idea de
“nación” en sentido “contractual” como un territorio que depende de las mismas leyes. De ahí
que “nación” equivale a “estado”.
Es desde estos normativismos que Chiaramonte le da sentido a los conceptos políticos de
la época y a una definición aún más específica de la naturaleza del proceso político de la primera
mitad del siglo XIX que va analizar: se trata de “la historia de la emergencia de los Estados
rioplatenses […y no…] la de su tardía convergencia en el Estado nacional argentino”.
(Chiaramonte, 2007: 14) La distinción se basa en el hecho que los actores de esta etapa no
diferencian entre “estado” y “nación”, como lo harán después los contemporáneos del
romanticismo, sino que usan indistintamente esos términos para referirse a una misma cosa: la
“organización política” de la comunidad. De ahí que el autor use “Estados” en plural, para
referirse a “provincias” y no países, “soberanas e independientes”, que recién más tarde
confluirán en la organización del Estado nacional (países). (Chiaramonte, 2007: 14)
Apartar la concepción identitaria del Estado nacional argentino, por ser una construcción
posterior, propia del romanticismo de la generación del ‘37, le permite pensar en las posibles
concepciones de nación y soberanía existentes antes de la emergencia de esas historias
nacionales, en las primeras décadas posteriores a la independencia. Esa noción “contractual” de
la “nación”, que prevalece en este período, separada de toda connotación identitaria posterior, da
cuenta de un concepto de nación distinto al que surge con el romanticismo. Sin embargo, lo
mismo que le permite al autor arribar a este concepto, la separación entre una noción contractual
y otra identitaria, le impide pensar posibles dimensiones no contractuales de nación. Si nación
14

equivale a estado, esta no puede tener ninguna connotación identitaria. Si la única identidad
posible para la nación es la construida por los nacionalismos, aunque el autor sostenga la
existencia en esa época de múltiples identidades (patria, americano, español americano), ninguna
de ellas podría estar asociada a los sentidos que los actores le daban a la nación.
El problema, dice Chiaramonte, “está en buscar los elementos (…) de “diferencia”, de los
americanos con respecto a los europeos desde la perspectiva marcada por el problema de la
identidad nacional (…) Porque los fenómenos de diferenciación y relativa autoidentificación de
los pueblos hispanoamericanos son una cosa, y el fenómeno de la identidad nacional en el siglo
XIX, otra.” (Chiaramonte, 2007: 61) Es decir, elementos de “diferenciación” y
“autoidentificación” existieron desde antes de la independencia. Los americanos se sentían parte
de la “nación española”, en referencia al conjunto de la monarquía. La identidad
“español/americano” surge por su oposición al trato desigual dado por los españoles en época de
la colonia, se reafirma con las invasiones inglesas en 1806 y, aunque más tarde se desdobla y
pasa a ser “americano”, debido al enfrentamiento con los españoles, Chiaramonte sostiene que
esas expresiones hay que pensarlas “según la oposición que les corresponda en el momento”.
(Chiaramonte, 2007: 75, las cursivas son mías) El “momento”, creo, son los enunciados de los
actores, los acontecimientos, la política. De ahí que el autor sostenga que la confusión entre esas
identidades y la del estado nacional reside en que aquellas definen sus identidades relacionales
en “el plano político” y no en el plano “étnico”, que es el que distingue a las nacionalidades de
fines del siglo XIX. (Chiaramonte, 2007: 62) Creo, sin embargo, que también los nacionalismos
del siglo XIX se definen en el plano político, aún cuando se deriven de un conjunto étnico, éste
es una construcción política, que como sostiene Gellner, modifica y recrea a la composición
cultural supuestamente originaria, y se instituye claramente por oposición a las otras naciones.
Con lo cual, del mismo modo, las identidades políticas de la primera mitad del XIX podrían tener
componentes culturales.
Pero el punto al quiero llegar es otro, esos procesos de diferenciación y autoidentificación
políticos, también podían estar vinculados a una idea de nación. Ciertamente no la de los
nacionalismos posteriores, tampoco como parte del origen de éstos, sino como fenómenos de
diferenciación política, como dice Chiaramonte, pero que precisamente son necesarios como
fenómenos de reafirmación de organizaciones políticas inciertas. Pienso, por ejemplo, siguiendo
a François – Xavier Guerra, en la idea de “mutación de identidad” que la guerra de la
15

independencia provoca: los americanos dejan de sentirse “parte de una misma nación española”,
desdoblan la identidad españoles americanos, para sentirse “americanos” por oposición a los
“españoles”. (Guerra, 1999) Identidades y mutaciones que los actores de esa primera mitad del
siglo XIX experimentan y, en algunos casos, refieren al término “nación”. Pienso en los
discursos de Moreno que asocia “nación” a América o, más tarde, durante el debate de 1825 para
organizar un ejército nacional, en las intervenciones de los diputados Agüero y Castro que
referían a “nación” como algo más que el sentido contractual también aceptado. 8 Incluso Bolívar
(1813), con su declaración de “Guerra a muerte”, donde declara “enemigo” y “traidor a la patria”
a todo “español” y “canario” que no coopere “activamente” por la independencia, y perdona, en
cambio, a los americanos, por el “sólo título” de ser “americanos”, aunque hayan sido “traidores”
peleando en las filas realistas; no sólo está queriendo con ello ganar la guerra y sumar adeptos
“americanos” a su causa, sino que también está tratando de construir identidades, como la
“americana” o “republicana” que no estaban tan aseguradas, como parte de una “nación
americana” aún indefinida.
Por lo tanto, el problema no sería desligar completamente esas identidades de algún
sentido de nación, sino, como afirma Chiaramonte, hacer de esas identidades el origen de un
proyecto de la nación y nacionalidad Argentina que es posterior. Y esto está claramente en su
trabajo, cuando menciona que existía una identidad local, ligada a “patria” como lugar de
nacimiento u origen (ciudad o pueblo), que no sólo podía ser compatible con la pertenencia a la
“nación española” sino que de ninguna manera este “patriotismo criollo” podía ser concebido
como el antecedente de la nación posterior. 9 Entonces, de lo que se trata es de deconstruir la idea
de una nación argentina al momento inmediatamente posterior a las independencias.

8
Sobre los discursos de Moreno volveremos más adelante.
9
Esto es interesante, porque de alguna manera alude a la discusión de la existencia de un patriotismo criollo en
Nueva España que, según Brading (1991), estaría en el origen de la nacionalidad mexicana. Aunque Chiaramonte
refiere a una idea de “patria” ligada a las ciudades, más allá del caso mexicano, en el Río de la Plata, en Chile, etc;
también se refiere a ese caso, pero sin entrar en la discusión con Brading sino apoyándose en Octavio Paz, para
quien los criollos en el siglo XVII en Nueva España tienen un patriotismo criollo que no contradice su fidelidad al
rey y tampoco es un nacionalismo en sentido moderno. (Ver Chiaramonte, 2007: 80, cita nro 1) Quien sí discute
abiertamente con Brading es Annino en un artículo recientemente publicado en historiapolitica.com, “1808: El ocaso
del patriotismo criollo en México”.
16

Para eso, Chiaramonte introduce dos elementos interesantes: el primero, el territorio


como “hipotético antecedente de las futuras naciones”, el segundo, el uso del vocablo
“Argentina”. Es muy común, señala, identificar las divisiones administrativas territoriales de la
corona (virreinatos, capitanías) como los antecedentes de los nuevos estados nacionales. Si bien
es cierto que en algunos casos, los nuevos países se adaptan a esos territorios (México,
Colombia, Perú Argentina), con centro en sus antiguas capitales, también se desmembran en
unidades menores, con lo cual no son “plenamente coincidentes”. (Chiaramonte, 2007: 62) Pero,
lo más importante es que el tipo de “organismos políticos soberanos” que emergen desde la
independencia no son esas unidades administrativas mayores sino “las ciudades, expresadas
políticamente por sus Ayuntamientos.” (Chiaramonte, 2007: 63) En este sentido, lo que importa
es el tipo de soberanía que se activa en ese momento: además de la del rey preso, los
ayuntamientos, los organismos políticos soberanos de las ciudades. Es éste, y no los virreinatos,
“uno de los principales legados de la dominación hispana”; el otro, es “la función de liderazgo
que se atribuían los ayuntamientos de las ciudades principales.” (Chiaramonte, 2007: 63) Ambos
legados marcarían los conflictos predominantes del período: ¿qué ciudades reasumen la
soberanía, las ciudades principales, o las ciudades secundarias, según el supuesto de la igualdad
de los pueblos para asumir la soberanía del rey a partir de los sucesos de 1808? ¿Qué tipo de
representación se entrelaza con esas soberanías la de los diputados (moderna) o la de los
“apoderados” (referida a la antigua noción de los “procuradores” de las ciudades en las cortes)?
(Chiaramonte, 2007: 63) De ese modo se desmitifica la supuesta existencia de una soberanía de
la nación argentina, derivada de una soberanía virreinal, que se libera con la independencia. Lo
que existen son las soberanías de los pueblos o ciudades, y los conflictos entre ellas.
El hecho del uso del nombre “Argentina” (aludiendo a un territorio) o “argentino”
(gentilicio), entre 1810-1830, también conduce a asociaciones erróneas entre esas primeras
soberanías y la idea de una nacionalidad argentina. Indagando en los periódicos de la época, el
Telégrafo Mercantil… o el Correro de Comercio, Chiaramonte encuentra, que antes y después
de las independencias, hasta 1830, los usos del vocablo “argentino” podían remitir a “porteño”,
en un sentido de “patria” como ciudad natal (Buenos Aires) y, ocasionalmente, era usado en un
sentido ampliado, como “provincias argentinas”, refiriendo a las provincias del territorio del
virreinato del Río de la Plata, o como “Argentina” aludiendo al resto de los territorios
rioplatenses que dependen de la ciudad de Buenos Aires. Pero estos usos ampliados sólo
17

circulaban entre los porteños, reflejando sus proyectos centralistas sobre las demás ciudades, y
no era usado en otras ciudades, como Córdoba, donde sólo identificaban “argentino” con
“porteño”, mientras que si hacían referencia a una identidad mayor predominaba el uso de
“americano”. (Chiaramonte, 64-70)
De ahí la centralidad que tiene en la argumentación de Chiaramonte la construcción de un
“vocabulario político”: “Si, como veremos, aclaramos esos equívocos, y reexaminamos el uso de
otros vocablos significativos, observaremos cómo ese vocabulario no traduce la existencia de un
sentimiento de nacionalidad, ni argentina, ni de otra naturaleza, que estuviese por reemplazar a la
española. Y, por otra parte, podremos avanzar algunas inferencias sobre las identidades políticas
emergentes y sobre sus hipotéticos vínculos con el proceso de formación de un Estado
rioplatense.” (Chiaramonte, 20007: 64, las cursivas son mías) Por lo tanto, reconstruir un
vocabulario político, no sólo del término argentina sino también de otros “vocablos
significativos”, permitiría superar “equívocos” y constatar cómo “ese” vocabulario no indica la
existencia de un sentimiento de nacionalidad. “Ese” vocabulario aparece como el vocabulario de
la época, cuando, en realidad, es el que Chiaramonte reconstruye a partir de una “selección” de
términos que él considera como los “vocablos significativos” del período.
Pero, este vocabulario, como veremos está más construido desde los normativismos
mencionados, y desde el segundo protagonista narrativo, el siglo XVIII, que desde sentidos más
amplios que emergen de los enunciados de los actores.

El tiempo del siglo XVIII

Me refiero al tiempo del siglo XVIII como un “protagonista” narrativo en un sentido


“lógico”, no sólo cronológico. Un protagonista, porque tiene efectos de sentido en el total de la
“trama lógica” de la argumentación, en la medida en que constituye a esta trama. Pero también
porque el tiempo es construido por cada narración. Según Benveniste (2004), cada nueva
enunciación configura un “presente” diverso, que a su vez restablece una noción distinta del
pasado y del futuro. Si el tiempo es creado en cada nueva narración, porqué no pensarlo,
18

entonces, como un protagonista. Un protagonista narrativo que, en nuestro caso, “sigue


actuando” en los sentidos conceptuales de la primera mitad del siglo XIX, que Chiaramonte
recrea a través de su texto.
Siguiendo a Benveniste, el presente que organiza el tiempo de la obra de Chiaramonte es
el marcado por las primeras soberanías rioplatenses, que emergen con la independencia, y se van
transformando en las dos décadas posteriores (ciudades, primero, luego estados o provincias, a la
par del intento de organizar un estado rioplatense centrado en Buenos Aires). Este presente crea
un pasado y un futuro, no en el sentido teleológico sino en el de otorgar un mayor o menor plano
a esos tiempos, precisamente, para desarmar los teleologismos que el romanticismo creó acerca
de ese presente. De este modo, el primer plano no va a ser el siglo XIX sino el siglo XVIII que, a
la vez, otorga otros sentidos a esas primeras soberanías, remarcando sus conexiones y
continuidades con ese pasado, para despegarlas y oponerlas a un futuro, el de las historias
románticas sobre la nación, que, en esta trama, aparece aún más lejano.
Los elementos distintivos del siglo XVIII, como protagonista temporal de la trama, son
tres: la ilustración, el pactismo y el autonomismo. Sus características también surgen de
desarmar miradas teleológicas.
Para Chiaramonte, la ilustración, como parte de la renovación cultural producida en el
siglo XVIII español y americano, no puede reducirse al contractualismo y la “modernidad”. Esta
visión radical de la ilustración fue, en realidad, creada por las historias inspiradas en el
romanticismo (Sarmiento, por ejemplo), que remarcaban el “radicalismo” de esas ideas
(Rousseau), como causa de la independencia contra la dominación hispanocolonial y del
“preanuncio” de las nuevas naciones. (Chiaramonte, 2007: 22) Encerrarse en los dilemas sobre el
origen de estos cambios (si fueron más “modernos” o más “tradicionales”) impediría ver un
mundo cultural complejo, donde la ilustración se expande en los límites de la monarquía y de su
reformismo, para reforzar los fundamentos teóricos del absolutismo. De ahí que, en oposición a
las doctrinas que cuestionen el principio de autoridad (como el “probabilismo” discutido por los
jesuitas), la monarquía promueva reformas educativas difundiendo “autores regalistas,
jansenistas, galicanos e ilustrados […reuniendo…] sin demasiada coherencia la tendencia
reformista de la Escolástica y la influencia de corrientes de la Ilustración.” (Chiaramonte, 2007:
28-29) Esta supuesta “incoherencia” doctrinaria, responde en realidad al problema de fortalecer
el poder monárquico. Por ejemplo, para expandir los derechos de la corona, los borbones adoptan
19

el regalismo, pero, para limitar la oposición de la iglesia católica, amplían la tolerancia a otros
cultos. Por lo mismo, refuerzan la censura en las universidades, pero expanden doctrinas
ilustradas. (Chiaramonte, 2007: 47)
En la última década del virreinato del Río de la Plata, la ilustración se expande por el
impulso de la prensa y la creación de un “público lector”. Pero esto, dice Chiaramonte, “no
implica un cambio brusco”, esos escritos expresaban “algo que los súbditos rioplatenses estaban
conociendo desde hacía varias décadas a través de lo que la España borbónica ofrecía o
toleraba”. (Chiaramonte, 2007: 36) De ahí que el lenguaje “heterodoxo” o “ambiguo” de las
publicaciones en el Río de la Plata no era un problema de doctrinas contrapuestas, porque la
corona había “ofrecido” una diversidad de ellas. Lo que la censura no “toleraba” era el
radicalismo de los escritos más que la coherencia doctrinaria, las formas más que el contenido.
Esto explica la autocensura en las publicaciones posteriores a la independencia, por ejemplo,
Belgrano critica la enseñanza escolástica a favor de la lógica experimental en la física, pero no
en la metafísica, que debía ser religiosa; la Primera Junta edita el Contrato Social de Rousseau
pero Moreno, su traductor, suprime el capítulo sobre la religión. (Chiaramonte, 2007: 21-23, 48-
50)
Por lo tanto, ese mundo cultural diverso, que la monarquía, para fortalecerse, amplía y
limita, permite entender las características de la ilustración en el Río de la Plata en la época
independentista más allá de las lecturas sobre las “ambigüedades” en los discursos de los actores,
encasilladas en una mirada de la modernidad como algo radical. En este sentido, me parece que
Chiaramonte no sólo discute con las perspectivas inspiradas en el romanticismo (como
Sarmiento), sino también con la historia política reciente que remarca las rupturas más que las
continuidades. Guerra, en Modernidad e independencias…, también pone en primer plano al
siglo XVIII, pero para mostrar los cambios. El siglo XVIII se caracteriza por reformas en el seno
de la monarquía borbónica y por la censura, pero esto permite, en grupos reducidos de la
sociedad, la existencia de formas de “sociabilidad moderna”, clubes, prensa, opinión. De este
modo, con la caída, de hecho, de la censura en 1808, y la emergencia de la opinión desde las
nuevas instancias centrales de la monarquía (Junta Central de Sevilla, por ejemplo), se desata una
“modernidad de ruptura”, un cambio radical, tanto en la península como en América. La lógica
de los acontecimientos, los debates, la opinión, darán lugar a otras “mutaciones” que llevarán a la
20

independencia. Pero lo que prepara el terreno para estas transformaciones es esa modernidad
limitada del siglo XVIII, que se desata y expande con las independencias. (Guerra, 2001)
Frente a esa mirada que remarca la modernidad como cambios radicales (la opinión, la
representación, el liberalismo, el contractualismo); Chiaramonte muestra otro legado del siglo
XVIII, un contractualismo que no es “moderno”, es “pactista”. También aquí desarma el
“dilema” “Suárez” o “Rousseau” como supuestos “ideólogos de la independencia”.
(Chiaramonte, 30) Rousseau, sostiene, reafirma el “pacto de sociedad” y rechaza el “pacto de
sujeción”. Pero, el “pacto de sujeción” o “pactismo” no es sólo suareciano sino que es común a
distintas corrientes del pensamiento europeo, incluso ilustrado. Y para demostrarlo, cita un
artículo publicado en la Enciclopedia, probablemente escrito por Diderot, donde se retoma el
pacto de sujeción para fundamentar que el origen del gobierno se basa en el “consentimiento” de
los súbditos, en base al pacto, y que si el monarca rompe el pacto, su autoridad se anula y retorna
a la nación, que tiene derecho a “pactar un nuevo contrato con quien quiera y como le plazca”.
(Chiaramonte, 2007: 30-31) Y, trayendo una cita de un actor de la época de la revolución de
Mayo, Ignacio Núñez, sostiene que si bien en los discursos de los actores es invocado Rousseau,
el tipo de contrato puesto en juego durante la revolución sería el “pactismo”. Lo mismo dirá
Chiaramonte en relación a Moreno.
La cita de Núñez dice: “el pueblo había reasumido la soberanía desde que (…) había
cautivado la de los reyes: (…) el pueblo tenía derecho para darse la constitución que mejor
asegurase su existencia, (…) y [… la mejor era la…] que garantiza a todos los ciudadanos, sin
excepción, sus derechos de libertad, de igualdad y de propiedad, invocándose en apoyo el
Contrato Social del ginebrino Rousseau.” (Chiaramonte, 2007: 32) Según Chiaramonte, los
actores atribuyen a la influencia de Rousseau el pacto de sujeción (que Rousseau rechaza) “sin
advertir el equívoco”. (Chiaramonte, 2007: 32, las cursivas son mías)
Creo, sin embargo, que en ese discurso, como también veremos en el de Moreno, no hay
un “equívoco” de interpretación en la lectura de los actores de la época sobre Rousseau, sino que
lo que allí se anuncian son dos pactos, el de la “reasunción” o “retroversión” de la soberanía al
pueblo por la ausencia del rey (en base al pactismo), y el del derecho a crear una nueva
constitución liberal (en base al contrato moderno de Rousseau). Lo mismo, creo que
Chiaramonte parece no advertir de su propia cita de la Enciclopedia, si por un lado se toma la
noción pactista para reasumir la soberanía si el monarca rompe el pacto, en base al
21

consentimiento del pueblo; por otro, allí dice también que la “nación” (pueblo) tiene derecho a
“pactar un nuevo contrato”; y “pactar” alude a pacto de sujeción, pero el documento también
dice “un nuevo contrato” y de la manera que “le plazca”.
Si Chiaramonte sostiene que los actores “no advierten el equívoco” entre un sentido
pactista y otro moderno es porque el historiador les atribuye una racionalidad basada en el
“pactismo”. Nuevamente es el normativismo pactista de la trama narrativa establecida por el
historiador el que actúa otorgándoles a los actores una “racionalidad” y un sentido “pactista”,
que derrama estos significados hacia los sentidos conceptuales de los actores en sus enunciados.
Nuevamente, también, Chiaramonte remarca los rasgos de continuidad del siglo XVIII, presentes
en esos discursos, pero no los elementos de cambio.
Y cierra su argumento señalando que, durante las independencias, existe “un campo
común de criterios sociopolíticos”, caracterizado por el pacto de sujeción que deriva del
jusnaturalismo, de “raíz escolástica”, renovado por la “neo-escolástica” del siglo XVI (Suarez) y
por el jusnaturalismo del siglo XVII (Grocio), y que, “sólo muy tardíamente y no
mayoritariamente”, en ese campo común confluye “confusamente” el “jusnaturalismo moderno”
(Hobbes, Locke, Rousseau). (Chiaramonte, 2007: 32). Vemos como el argumento de
Chiaramonte acentúa no sólo las continuidades, sino también los “consensos” sobre las
concepciones políticas de la época. Había un consenso en relación a la retroversión de la
soberanía a los pueblos, y por eso señala al pacto de sujeción y al jusnaturalismo como un legado
importante del siglo XVIII. Pero también había quienes estaban pensando distinto, y aún siendo
una minoría y usando en forma “confusa” o “incorrecta” las nuevas doctrinas, nuevos sentidos
sobre el contrato político circulaban a la par de esos sentidos pactistas.
En relación a este jusnaturalismo, en España, que se había desarrollado desde mediados
del siglo XIII, va a perdurar una tradición política “autonomista”, basada en el “derecho de los
pueblos al autogobierno, en pleno desarrollo del absolutismo.” (Chiaramonte, 2007:88) Esto
significaba que el gobierno pertenecía a los pueblos “por derecho natural”, de ellos derivaban los
príncipes, “sin cuyo imperio”, no se sostenían los primeros. Los “pueblos” eran las ciudades, que
tenían “representación” en las cortes, a través de sus “procuradores” o “diputados”, con
“mandato imperativo”. De esta práctica medieval descansa, en el siglo XVI, el peso político de
las ciudades en las cortes castellanas; las ciudades tenían voto en cortes, y enviaban sus
“procuradores” (los estamentos también tenían representación pero, desde 1538, el rey se las
22

quita por negarse a pagar una sisa, y sólo queda la representación por ciudades). (Chiaramonte,
2007: 88) Cuando la corona organiza la administración de los territorios americanos, sigue las
tradiciones de autogobierno del municipio castellano, en el sentido de que las ciudades
mantienen una “independencia de gestión”, expresada en los cabildos. Con los Borbones,
Chiaramonte explica que, “paradójicamente”, las reformas centralistas, basadas en el “régimen
de intendencias” para quitarle el autogobierno a las ciudades, “se constituyó en un estímulo del
mismo”, porque reavivó la actividad de los cabildos, primero, colaborando con los intendentes,
luego, confrontando. (Chiaramonte, 2007: 94)
De este modo, los reclamos de iguales derechos de los pueblos a reasumir la soberanía,
como característico de las primeras soberanías que emergen con la independencia, se relaciona,
según el autor a esa “tradición autonomista” que los Borbones no pudieron romper.
(Chiaramonte, 2007: 87) La historiografía del siglo XIX y principios del XX, encasilló a los
fenómenos del autonomismo, de las primeras décadas pos-independentistas, bajo el velo de la
“anarquía” (Sarmiento, Mitre) o el “federalismo”. Para Chiaramonte esas lecturas impidieron
entender que “esas tendencias” resultaron de “la conjunción de la tradición de amplia
jurisdicción propia de las ciudades, y corporizadas en los cabildos, con el auge del juntismo
propagado desde la España en armas contra los franceses y justificado en la comentada doctrina
de reasunción de la soberanía por los “pueblos”.” (Chiaramonte, 2007: 96)
Si bien la lectura de Chiaramonte remarca las continuidades de este siglo XVIII con los
procesos abiertos por la independencia, sin enfatizar los cambios, tiene la ventaja de explicar una
realidad más compleja, que la perspectiva de los cambios o las mutaciones puede obturar,
recayendo, incluso en lecturas normativas “modernas”. Sin embargo, el tiempo del siglo XVIII
abre una complejidad de matices que los vocabularios, el tercer gran protagonista de la “trama
lógica” del libro de Chiaramonte, cierran. Si la complejidad del siglo XVIII permite superar
miradas autocontenidas sobre la ilustración, el contrato, el autonomismo, en las primeras décadas
del siglo XIX; el “vocabulario político” que surge de aquel tiempo, fija significados sobre los
conceptos políticos que pueden limitar las lecturas de los sentidos conceptuales que emerjan de
los enunciados de los actores.
23

Un vocabulario político para la primera mitad del siglo XIX

El libro de Chiaramonte, Ciudades, provincias, estados …, es una introducción a


documentos seleccionados. Ofrecido como una “guía en la lectura de este estudio y de los
documentos que le siguen”, el autor construye un “vocabulario político”, para evitar
interpretaciones “erróneas” o “anacrónicas” sobre las concepciones políticas puestas en juego
desde las independencias. (Chiaramonte, 2007: 114) Aquí considero que, una vez establecido,
ese vocabulario se convierte en las categorías de análisis que usa el autor en toda su obra, y que
condicionan los sentidos que puedan surgir de los enunciados de los actores sobre esas
concepciones.

Los vocablos más importantes que establece, debido a “la mayor confusión que
provocan”, son “pueblo”, “nación”, “estado” y “federalismo”. Otros términos como “ciudades”,
“vecino”, “soberanía”, “provincias”, “pueblos”, “patria”, se derivan de sus relaciones con los
anteriores. (Chiaramonte, 2007: 114-120) Si bien Chiaramonte sostiene que los enunciados de
los actores, sus escritos políticos en periódicos de la época, como los de Mariano Moreno,
Bernardo de Monteagudo y el deán Funes, “proporcionan testimonios [de] mayor validez que la
pintura deformada […] por las excluyentes dicotomías Suárez/Rousseau o
Escolástica/Enciclopedismo”, son otras las fuentes que toma para reconstruir el vocabulario
político que ofrece, precisamente, “para poder leer esos textos con mejor comprensión de los
mismos”. (Chiaramonte, 2007: 113) Las fuentes que utiliza son fundamentalmente dos: las
teorías de “la tradición jusnaturalista, a veces ilustrada y otras de mayor antigüedad” y los
“manuales de Derecho de Gentes” utilizados en las universidades.

El vocabulario establece la definición de tres grupos de palabras que, a su vez, están


interconectados entre sí. El primer grupo parte del término “pueblo”, al que se asocian “ciudad”,
“pueblos”, “vecinos”. El segundo se deriva del término “nación”. El tercero, se conecta a
“estado”, que se define por la “soberanía” e “independencia”.

Siguiendo esa tradición jusnaturalista y del Derecho de Gentes existente en América a


fines del período colonial, Chiaramonte define pueblo en sentido “organicista y corporativo”,
24

como un conjunto de “estamentos, corporaciones y territorios”, y no como un conjunto de


individuos en sentido moderno. De ahí que “pueblo” se asocie a “ciudad” en su sentido político,
porque los pueblos eran las “ciudades políticamente organizadas según las pautas hispanas”. El
uso de pueblos en plural, “los pueblos soberanos”, se vincula a las ciudades que reasumen la
soberanía con las abdicaciones reales y los acontecimientos peninsulares de 1808 en adelante.
Los individuos que participan de la política en las ciudades también poseen un atributo particular
y territorial: el de ser vecinos mayores de 25 años, casados, y con casa en la ciudad. Por lo tanto,
la palabra “pueblo” es sinónimo de “ciudad”, “ciudades”, “pueblos soberanos”, y a ella se asocia
quienes participan políticamente en ellos, los “vecinos”. (Chiaramonte, 2007: 114-115)

Otro conjunto de palabras se derivan del término nación. Apoyándose en la Gazeta de


Buenos – Ayres de 1815, donde se define “nación” como “la reunión de muchos Pueblos y
Provincias sujetas a un mismo gobierno central, y a unas mismas leyes”, Chiaramonte le otorga
un significado “contractual”, propio del jusnaturalismo español, que identifica nación con un
“gobierno”, con leyes comunes. De ahí que “nación” equivale a “estado”. (Chiaramonte, 2007:
116) No existe allí una noción identitaria de nación, propia del “principio de nacionalidad”, que
recién aparece en 1830 cuando los estados independientes buscan legitimarse concibiéndose a sí
mismos como la derivación de grupos étnicos diferenciados. (Chiaramonte, 2007: 62) Tampoco
tiene una acepción moderna, como un conjunto de individuos, sino que posee rasgos
tradicionales, es una reunión de “pueblos” y “provincias” que dependen de las mismas leyes.

Esta equivalencia entre nación y estado Chiaramonte la corrobora con los manuales de
“Derecho de Gentes”, donde ambos términos son usados como sinónimos. Aunque estado remite
a la “jurisdicción territorial” de los gobiernos, y en este sentido no hay una definición precisa, las
doctrinas del Derecho de Gentes definen las características de la “independencia” y “soberanía”
de un estado. Por eso “nación” y “estado” son equivalentes como “pueblos soberanos” e
“independientes”. Esta equivalencia entre “nación” y “estado” se extiende entonces de modos
variables a “pueblo”, “pueblos”, “provincias”, “soberanía”, “gobierno”. También el término
federalismo estaría asociado a estas concepciones del Derecho de Gentes. Aunque la constitución
de Filadelfia de 1778 lo define como una combinación de la soberanía de la nación y las
soberanías de los estados miembros, esta noción de “estado federal” era una novedad y lo que en
25

Hispanoamérica se entendía como “federalismo” era todavía una “confederación” de estados


soberanos (ciudades, pueblos, provincias) e independientes. (Chiaramonte, 2007: 116-120)

Por lo tanto, aunque en la construcción de este vocabulario Chiaramonte refiere a


documentos oficiales, constituciones y periódicos, lo que otorga unidad a sus significados y
permite interconectarlos son los “manuales de Derecho de Gentes” usados en las universidades. 10
Para Chiaramonte, esta fuente es de mayor importancia que los enunciados de los actores al
momento de establecer esos significados, porque posee las “doctrinas” que definen al estado,
problema central del período, y se enseñan en las universidades y los usan los letrados.
(Chiaramonte, 2007: 116-117)

Sin embargo, siguiendo a Bajtín, podemos pensar que, como doctrina, el derecho de
gentes es un “género discursivo”: un tipo relativamente estable de enunciados que permite la
intercomprensión de los hablantes, en esta esfera de la actividad humana que es el derecho, en las
universidades hispanoamericanas de principios del siglo XIX. Para Bajtín, los géneros
discursivos son importantes, no sólo porque permiten la intercomprensión de los hablantes, sino
porque los enunciados o discursos de los actores no son enteramente “libres”; más allá de todo su
carácter creativo, individual y único, dependen de la “normativa” dada por esos géneros
discursivos. (Bajtin, 1999: 270) Pero también sabemos con Bajtín que los enunciados genéricos
son “neutros”, carecen de la “expresividad” de los hablantes. Desde las valoraciones de los
hablantes, que surgen en sus discursos (disintiendo y oponiéndose a otros discursos, o bien,
asumiendo discursos ajenos), esos lenguajes doctrinarios pueden asumir sentidos nuevos. Los
discursos, más que las definiciones doctrinarias, dan sentido a los conceptos políticos; pero,
además, acarrean una dimensión pragmática del lenguaje que las doctrinas carecen. Éstas,
formulan concepciones políticas, pero abstractas y no en relación a los conflictos e identidades
de los actores, expresados a través de sus discursos opuestos. Por eso sostengo la necesidad de

10
Como explica Chiaramonte, el “Derecho de Gentes” es una rama del derecho de la época, que antecede al
Derecho Internacional. En la Universidad de Buenos Aires se utilizaron varios manuales de Derecho de Gentes. Los
documentos citados por Chiaramonte corresponden al curso de Antonio Sáenz sobre el Derecho Natural y de Gentes,
dictado allí entre 1822 y1823, y al texto del chileno Andrés Bello, publicado en 1832, y utilizado también en esa
universidad. Según Chiaramonte, ambos remiten al autor francés Emmer de Vattel, cuyo libro sobre el Derecho de
Gentes se vendía en Buenos Aires en la década de 1820. (Chiaramonte, 2007: 116-118) El documento del curso de
Derecho de Gentes de Antonio Sáenz está incluido en la serie documental introducida por Chiaramonte en su libro.
(Chiaramonte, 2007: Documento Nro. 55)
26

pensar esas tensiones, entre los significados y los sentidos, que conviven en los enunciados de
los actores.

Por ejemplo, luego de establecer ese vocabulario, Chiaramonte sostiene que, en los años
que siguen a la revolución independentista, hay una “inercia de la tradición hispana” marcada
por el iusnaturalismo, el pactismo y el Derecho de Gentes; y eso lo ve en los escritos de Moreno.
(Chiaramonte, 2007: 122)

Según Chiaramonte, allí prevalece una idea de “nación” como sinónimo de “estado”, lo
cual, hace evidente que en el discurso de Moreno la nación no preexiste. (Chiaramonte, 2007:
122-123) Si volvemos al documento mencionado, lo que Moreno dice es que la “prosperidad
nacional” depende de crear una “constitución”. (Chiaramonte, 2007: Documento Nro. 21) Es
posible que por eso Chiaramonte equipare nación a estado, porque una constitución alude a las
bases legales que establecen un sistema de gobierno sobre un territorio. Pero cuando Moreno se
pregunta allí si “¿La América podrá establecer una constitución firme, digna de ser reconocida
por las demás naciones?”, pareciera que equipara “América” con las “demás naciones”.
(Chiaramonte, 2007: Documento Nro. 21) Es decir, no hay una idea de la preexistencia de la
nación Argentina en los discursos de Moreno, pero sí una noción de un conjunto comunitario
más amplio, que podemos llamar “nación Americana” por oposición a la española, o “identidad
americana”. Aunque Chiaramonte no niega la existencia de una identidad americana, si nos
quedamos con esta “sinonimia” nación/estado, la noción de “nación” o “naciones americanas”
como una identidad de pertenencia mayor, opuesta al lazo colonial, se desvanece.

Incluso, Chiaramonte encuentra en esos documentos de Moreno “los cimientos de una


tradición política” para las décadas siguientes, basada en la soberanía de los pueblos, el pacto de
sujeción y los conflictos derivados del derecho igual de los pueblos a reasumir la soberanía
frente al hecho que la Primera Junta establece un gobierno con centro en Buenos Aires para todo
el Virreinato.

Efectivamente, el derecho de los pueblos a reasumir la soberanía, y en este sentido el


pactismo, está presente en los discursos que Moreno publica en la Gazeta de Buenos Aires, entre
noviembre y diciembre de 1810. Pero en esos discursos también se anuncia otra cosa: “la
27

autoridad de los pueblos en la presente causa se deriva de la reasunción del poder […por el
cautiverio del rey…] y el ejercicio de éste es susceptible de las nuevas formas, que libremente
quieran dársele.” (Chiaramonte, 2007: Documento Nro. 21) Por lo tanto, Moreno no niega la
retroversión de la soberanía que viene del pacto de sujeción pero, una vez reasumida por los
pueblos, esa soberanía se convierte en la fuente de un nuevo tipo de contrato. En esos mismos
documentos, Moreno expresa también que no hubo pacto con América sino imposición,
“conquista”, “fuerza” y no derecho; por lo cual ella tampoco estaría obligada a ningún pacto:

“La América en ningún caso puede considerarse sujeta aquella obligación: ella no ha
ocurrido a la celebración del pacto social, de que derivan los Monarcas españoles, los únicos
títulos de la legitimidad de su imperio: la fuerza y la violencia son la única base de la conquista,
que agregó estas regiones al trono español.” (Chiaramonte, 2007: Documento Nro. 21)

Este enunciado tiene un aspecto performativo: Moreno denuncia aquí que la celebración
del pacto con el rey “no ha ocurrido”. Con esa denuncia niega la existencia del pacto y, al
hacerlo, afirma lo que sí ocurrió: “la conquista”. De este modo instituye un nuevo enemigo: el
“monarca español”, que no celebró con América ningún pacto, sino que fue pura imposición,
conquista.

Según Goldman (1989), “revelar” la situación colonial y subordinada de América dentro


de la monarquía española es un elemento central, que estructura el pensamiento de Moreno. Si
para Chiaramonte, en los discursos de Moreno prevalece la noción de retroversión de la
soberanía a los pueblos, propia del pacto de sujeción; para Goldman, esto sería en parte así
porque esa noción le permite a Moreno proclamar los derechos de los pueblos. Pero, una vez
reasumidos estos derechos, Moreno revela la situación colonial, y al hacerlo considera la noción
de los “pueblos emancipados”. Lo original de su pensamiento es esta identificación de la
situación colonial de los pueblos americanos. De ahí considera a los pueblos americanos
emancipados por el acto revolucionario de la independencia, pero también, por el acto
contractual que los constituye: un nuevo pacto, una “nueva constitución” opuesta a la “antigua
constitución”, que negaba los “derechos de los pueblos”.
28

Conclusiones

Para darle sentido y temporalidad al concepto de nación y a las primeras soberanías que
emergen en el Río de la plata con la independencia, Chiaramonte construye una narración
conformada por tres protagonistas: uno normativo, conformado por el jusnaturalismo y el
Derecho de Gentes, otro temporal, el tiempo del siglo XVIII, que establece las características del
tercer protagonista, un “vocabulario político” de la época.
Los normativismos empleados para situar en contexto la idea de nación me generan una
serie de cuestionamientos. ¿El Derecho de Gentes y el jusnaturalismo constituían los únicos
normativismos de la época? Este normativismo limita el sentido de “nación” a contrato, sin
ninguna identidad que la componga. El problema está en analizar si este significado agota todos
los sentidos de nación de la época y todos los problemas que en relación a la nación enfrentaban
los actores. Se trata de analizar también si ese normativismo representa la “utopía” de la época,
los proyectos de “nación” aún cuando la nación no existiera, o si habían también otros proyectos
u utopías de nación no sólo contractuales. ¿Alcanzan el Derecho de Gentes y el jusnaturalismo
como horizontes normativos para poner en contexto todos los sentidos de nación de la primera
mitad del siglo XIX?

El tiempo del siglo XVIII, como segundo protagonista narrativo del texto, promueve
continuidades sobre las concepciones políticas de las décadas posteriores a la independencia.
Nociones como “pacto de sujeción” y “reasunción” de la soberanía de los pueblos provienen de
aquel tiempo y continúan en ese presente. Sin embargo, esto no alcanza para explicar los
cambios, ¿cuándo el pacto de sujeción deja de estar en esas concepciones políticas? ¿Por qué?
¿Contra quién? ¿Para afirmar qué?

Ese tiempo también sedimenta en un “vocabulario político” que, basado en el Derecho de


Gentes, limita aún más los posibles sentidos del término nación en los enunciados de los actores.
La sinonimia “nación-estado”, que subraya Chiaramonte en los discursos de Moreno, para hacer
evidente que la nación no existe, impide ver que “nación” puede referir también a alguna
dimensión identitaria, por ejemplo a América. No como el principio de la nacionalidad del estado
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argentino, que va a concebir el romanticismo, ni siquiera como un territorio preciso, sino como
una identidad común que lo distinga de otra (de España, por ejemplo). Chiaramonte reconoce la
existencia de una identidad americana, pero, al pensar la nación sólo en términos contractuales
cierra la posibilidad de pensarla, también, como alguna identidad compartida que los actores
pudieran estar imaginando.

Y esto me lleva a una última reflexión acerca de la “trama lógica” del texto del autor.
Para Chiaramonte, la nación no existe entre 1810-1830, porque esta nación identitaria será
creada después, a partir de la generación de 1837. A su vez, las lecturas que esta generación
producen sobre el estado nacional son fuente de confusión, porque hacen de las soberanías de
principios del siglo XIX la existencia de una nacionalidad inexistente. En cambio, las soberanías
que sí emergen en ese momento se concebían por el pactismo, como la reasunción de la
soberanía, o por el derecho de gentes, en términos contractualistas, identificando nación a estado,
pero no en términos identitarios.

Ahora bien, ¿desde cuándo las lecturas aludidas crean confusión? Desde el momento en
que circulan, o sea, a partir de 1837. Por lo tanto, antes de eso podrían existir sentidos
identitarios de nación que no pretendieran confluir en ningún estado moderno. Por ejemplo, los
actores hablan de “la nación española”, para referirse al conjunto de la monarquía, o bien,
durante la independencia, se referían a la “nación americana” para oponerse a la española. Por lo
tanto, la lectura de Chiaramonte, que limita nación a estado, no sólo surge del Derecho de
Gentes, sino, sobre todo, del discurso al que Chiaramonte se opone (el de la generación del ’37 y
el de las historias nacionales posteriores). Es frente a ese discurso que Chiaramonte separa la
nación de cualquier componente identitario.

Lo que estoy queriendo decir es que desarmar teleologismos tiene un límite que hay que
establecer, y ese límite es ¿cuándo ese discurso teleológico emerge y empieza el mito? Porque, a
lo mejor, al destruir estos mitos se corre el riesgo de deformar, por oposición al mito, aquello que
sucedió antes de que el mito exista. Al desarmar el punto de partida que el mito de las
nacionalidades construye (la preexistencia de la nación antes de la independencia), y separarlo,
es posible restablecer otros sentidos a las soberanías del período independentista y posterior. Sin
embargo, éstos, también pueden ser atribuidos desde aquello que el mito no es, o mejor dicho,
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desde la oposición al mito. Por lo tanto, el riesgo es restablecer sentidos más en forma relacional
al mito, por oposición a él, que en las múltiples formas de los discursos de los actores antes que
emergiera el mito.

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