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El silencio de los corderos

The Silence of the Lambs

JERÓNIMO JOSÉ MARTÍN | 25 SEPTIEMBRE 1991

Director: JONATHAN DEMME

Intérpretes: Jodie Foster, Anthony Hopkins, Scott Glenn.

El director norteamericano Jonathan Demme ya apuntó maneras de gran cineasta en algunas de sus anteriores
películas, como El eslabón del Niágara o Casada con todos. Ahora, con El silencio de los corderos –Oso de Plata al
mejor director en el último Festival de Berlín–, ha conseguido uno de los films policiacos más duros, atractivos y
taquilleros de los últimos años.

El espléndido guión de Ted Tally se basa en la novela homónima de Thomas Harris. Clarice (Jodie Foster), una joven y
brillante alumna del FBI, licenciada en psicopatología criminal, es elegida por el agente Jack Crawford (Scott Glenn)
para dirigir la investigación del caso de un asesino sistemático apodado Buffalo Bill. Se trata de un homosexual
psicópata que se dedica a matar y despellejar mujeres obesas. Clarice tendrá que pedir ayuda a otro peligroso e
inteligentísimo criminal, también psicópata: el doctor Hannibal Lecter (Anthony Hopkins), un expsiquiatra acusado de
canibalismo e internado en una prisión de máxima seguridad. Clarice irá sacando información a Hannibal, pero éste le
exige a cambio que le cuente su vida. Así, Clarice tendrá que hacerle partícipe de sus traumas y obsesiones infantiles.

Demme pone en pie esta combinación de psycho-thriller y película de terror mediante una puesta en escena y un ritmo
narrativo que absorben al espectador y le transmiten todo el terror del relato. A esto se une la vigorosa fotografía del
japonés Tak Fujimoto, que resalta muy bien la ambientación, entre gótica y surrealista; y la banda sonora de Howard
Shore, que acompaña a la perfección cada uno de los inquietantes giros argumentales.

La película es muy dura, tanto de fondo como de forma, y es criticable la crudeza de algún diálogo y de una escena
erótica. Pero, en términos generales, Demme –siguiendo los pasos de Alfred Hitchcock– no crea la tensión por medio
de efectismos sanguinolentos, sino de un sutil equilibrio al borde mismo de la truculencia, a la que solo recurre en
contadas ocasiones. Son evidentes algunas licencias del guión –como la fuga de Hannibal Lecter–, pero es tal la
intensidad narrativa y visual de las imágenes que no se da importancia a la trampa hasta después de la película.

Esta calidad técnica va avalada por unas excelentes interpretaciones. Jodie Foster se muestra a sus anchas en el
complejo papel de Clarice. Y el actor inglés Anthony Hopkins hace una caracterización antológica del diabólico
Hannibal, en la que cada mirada, cada jadeo, cada tono de voz, cada movimiento, tiene pleno valor dramático.

En cuanto al fondo, al principio las fronteras entre el bien y el mal están muy claras, pero van perdiendo nitidez
progresivamente. Queda claro quién es la heroína y quién el malo. Pero entre ellos aparece Hannibal, que personifica
un punto intermedio, en el que los buenos modos, la inteligencia, un atisbo de cariño, una certera ironía, son
compatibles con la demencia y la perversidad más brutales.

El silencio de los corderos es en casi todos los sentidos una gran película, que mantiene la tensión y la intriga sin
caídas. Pero, precisamente por eso y por la dureza de su argumento, para llegar hasta el sarcástico happy end, se
exige al espectador una notable capacidad de aguante.

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