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Filosofía Moderna

David Torres Bisetti

Estado, historia y libertad: del contractualismo a la filosofía política hegeliana

Entre los siglos XVI y XVIII, periodo que va mas o menos desde la Reforma protestante
hasta las revoluciones americana y francesa, se dio un proceso de tránsito del antiguo
orden feudal hacia una cada vez mayor presencia de la burguesía en el poder. El
andamiaje ideológico de la política medieval - uno de cuyos soportes era, precisamente, el
poder monolítico de la iglesia - se vería seriamente afectado por las repercusiones políticas
y sociales de las teologías emergentes. Asimismo, los esfuerzos de la Contrarreforma
estuvieron dirigidos, más que a recobrar la unidad perdida de la Iglesia, a afianzar la
soberanía divina de los monarcas. Sin embargo, este movimiento había sentado ya las
bases de un cambio radical en al concepción del orden político y moral de la sociedad.

El clima de oposiciones permanentes entre protestantes y católicos, entre una burguesía


emergente y una aristocracia cada vez más sitiada por el poder económico de esta, se
reproduce en la Inglaterra del S. XVII con la lucha entre los Whigs y los Tories, liberales y
absolutistas respectivamente, aunque ambos igualmente protestantes. Esta situación cobra
un significado mayor a partir de dos momentos especialmente críticos: la Guerra Civil de
1642 - 1651, por la cual el parlamento encabezado por Cronwell derroca a Carlos I y la
llamada Revolución Gloriosa de 1688, por la cual Guillermo de Orange derroca a Jacobo II.
El primer momento señalado, la Guerra Civil de 1642 - 1651, sirvió de contexto para que
los intelectuales suscribieran reflexiones cada vez más sistemáticas acerca de los orígenes
del poder político y de la administración de la justicia, presentes ya en el pensamiento de la
segunda Escolástica. En definitiva, este es el clima político, social y económico del que
procede la obra de J. Locke. Sin embargo, no se puede afirmar que haya existido alguna
teoría propiamente revolucionaria que la antecediera. Más que una maduración doctrinal,
como señala Trouchard (2006: 293), la primera revolución inglesa sería el fruto de
circunstancias económicas y sociales específicas.

Aunque se hallaba exiliado en Francia cuando estalla la revolución, no es posible


desvincular a Hobbes de este momento, así como tampoco a su teoría política. Publicado
el mismo año en que Carlos II era derrotado por el Parlamento (1651), el Leviathan es una
obra que, por su contenido mismo, fue interpretada como el trabajo de un oportunista que,
luego de haber sido firme partidario de los Estuardo, presentaba de esta manera sus
respetos -y aun legitimaba- al poder de Cromwell y el Parlamento de turno. Sin embargo,
como el propio Hobbes señala en la dedicatoria de su obra, “en un camino amenazado por
quienes de una parte luchan por un exceso de libertad y de otra por un exceso de
autoridad, resulta difícil pasar indemne entre los dos bandos.”

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En efecto, la idea de que las instituciones políticas y sociales solo se justifican en la medida
en que protegen los intereses y garantizan los derechos individuales -que, a pesar de la
crítica de Schmitt al “monstruo” hobbesiano, está implícita en el trabajo del filósofo inglés-,
constituye la tendencia dominante que conduciría tanto a la Restauración de 1660, como a
la llamada Revolución Gloriosa de 1688. Es precisamente este segundo momento, la
Revolución de 1688, el que tomaría un significado particular para la historia de las ideas
políticas cuando, a su conclusión el Parlamento inglés redacta el Bill of Rights (1689) en el
cual se sostenía que el poder del rey se detentaba en virtud de un contrato firmado con un
pueblo soberano. Esta declaración, asimismo, prohibía al rey toda decisión contraria a las
leyes existentes y aseguraba la libertad de las elecciones. Esta se completaría con la
Toleration Act, publicada también en 1689, que concede libertad religiosa a los no católicos
y protestantes, la libertad de culto, el derecho a instituir escuelas, así como el acceso a
cargos públicos.

La teoría política hobbesiana acerca de la constitución del Estado y de la administración de


la justicia continúa y reformula el iusnaturalismo de Grocio, como señala Bobbio,
particularmente “la noción de estado de naturaleza, los derechos individuales y el contrato
social, aunque los manipula ingeniosamente para construir un gigantesco mecanismo de la
obediencia” (Bobbio, 1995: 145) La tesis hobbesiana fue, en efecto, más lejos, al despojar
al individuo de su capacidad de autolegislarse y creer en la efectividad de la coacción de
un soberano con la finalidad de evitar el bellum omnium contra omnes. Es en este sentido
que se pueden entender las repercusiones del Leviathan al momento de ser publicado. Por
un lado, legitimaba el poder del Parlamento y su autoridad sobre la coacción impuesta a la
rebelión de Carlos I y, por otro, sentaba las bases para una visión de las instituciones
públicas como independientes del poder de la Iglesia y, sobre todo, al servicio de los
derechos individuales, especialmente, la protección de la propiedad.

Por ello, y precisamente a partir de esta manera de entender la relación entre el Estado y
los individuos, es desde luego discutible la posibilidad de considerar a Hobbes como un
liberal, en la medida en que fundamenta la existencia de este sobre la base de la restricción
de las libertades individuales en función de la protección de la vida y la propiedad. Este es
el eje de la crítica de Schmitt, quien la reduce a la fórmula “protección a cambio de
obediencia”, empleada por el propio Hobbes en el Leviathan.1 A partir de la metáfora de la
gran machina machinarum, el Estado se vuelve un instrumento del gobierno, una especie
de autómata inánime, técnicamente neutral, independiente de cualquier función normativa
más allá de las que le han sido conferidas. “The leviathan thus becomes none other than a

1 Cf. Leviathan, XVIII, 147; XXI, 177, 179; L, 297 y s.


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huge machine, a gigantic mechanism in the service of ensuring the physical protection of
those governed.” (Schmitt, 1996: 35)

No obstante esta lectura, que nos servirá en seguida para discutir la génesis política de la
razón instrumental, la “innovación hobbesiana” respecto del iusnaturalismo se dará en
términos de la subordinación del ordenamiento jurídico positivo al derecho natural. En
términos de Leo Strauss, “De acuerdo con Hobbes, el fundamento de la moral y la política
no es la ‘ley de naturaleza’, i.e., la obligación natural, sino el ‘derecho natural’. La ley de
naturaleza debe toda su dignidad a la sencilla circunstancia de ser la consecuencia
necesaria del ‘derecho natural’”.2 Efectivamente, no se podrá afirmar de Hobbes que sea
un preclaro defensor de las libertades individuales frente al poder político, pero tampoco se
puede negar que este apela a una jerarquía de validez donde el Derecho natural es el
fundamento de las reglas de juego impuestas por el Estado.

En el Segundo tratado sobre el gobierno civil, Locke vuelve sobre la premisa del Estado
natural anterior a la sociedad, en el cual los individuos tienen ya una noción de la
propiedad, determinada por el trabajo individual que, sin embargo, necesita ser
administrada y legislada por un cuerpo de leyes comúnmente establecido. De esta manera,
nos dice, el gobierno no tendría más fin que la conservación y protección de la propiedad
privada, en cuanto que, ya en el Estado natural, la igualdad de los individuos ya está
fundada en el hecho de que todos están dotados de razón y, por ello, poseen los mismos
derechos. Un rasgo particular de la igualdad política defendida por Locke es, en este
sentido, su relación intrínseca con la propiedad. Sin duda, en el carácter burgués de esta
teoría política se encuentran los elementos clave de su vertiente económica.

Para Rousseau, en cambio, el Estado es la condición de posibilidad de las libertades. El


individuo solo es libre en y por el Estado y la libertad se entiende, pues, como la obediencia
a sus leyes. En este sentido, dirá el filósofo en sus Cartas escritas desde la montaña, “Un
pueblo libre obedece, pero no sirve; tiene jefes, pero no amos; obedece a las leyes, pero no
obedece más que a las leyes; y es por la fuerza de las leyes por lo que no obedece a los
hombres.” (Rousseau, 2001: 261) Así, la libertad se encuentra más bien relacionada con la
igualdad política, en la medida en que aquella está garantizada por la sola pertenencia a la
sociedad. Este elemento diferencial en el filósofo ginebrino, a saber una especie de
definición negativa de la libertad, constituye un segundo elemento fundamental en la
formulación moderna del liberalismo político. No obstante, esta se encuentra subsumida a
la noción de voluntad general, por cuanto esta aparece como su condición de posibilidad.
Si bien esta consideración nos podría remitir al pensamiento hobbesiano, en la medida en

2 Citado por Estrada (2003: 370)


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que el Estado se erige como un poder que somete las libertades individuales, veremos más
adelante cómo es posible articular este enfoque con una nueva formulación de la libertad
política en el pensamiento de Hegel.

Ahora bien, el presupuesto metodológico característico de las tesis contractualistas, a


saber, el “estado de naturaleza”, es entendido en términos de la ausencia hipotética de
cualquier tipo de organización social que anteceda a la sociedad civil. Este presupuesto se
va a repetir, con diferentes lecturas en cuanto a las características de la naturaleza humana,
tanto en Locke como en Rousseau. En la filosofía política contemporánea, encontramos
este mismo principio en el trabajo de J. Rawls, especialmente en su afirmación de la
necesidad de partir de un “velo de la ignorancia” para garantizar el principio de
imparcialidad en la administración de la justicia (Rawls, 2006: 135). Ahora bien, en Rawls
dicha constatación tiene menos que ver con las ideas en torno al origen del Estado como
con el esfuerzo por encontrar una teoría de la justicia efectiva en una sociedad donde las
fronteras culturales ceden a una globalización económica y tecnológica y donde los
principios de igualdad y respeto se reclaman como universales. Es por esta razón que el
contractualismo cobrará vigencia en el debate ético y político contemporáneo, asumido
como un “principio de inteligibilidad que permite entender la posibilidad de un nuevo orden
social sin el recurso a Dios para fundarlo o garantizarlo” (Santuc, 2005: 196)

Efectivamente, y en tanto búsqueda de una “aceptación basada en la convergencia


afortunada de razones no-públicas”, el liberalismo político de Rawls va a exigir las mismas
condiciones de posibilidad para establecer un punto de partida racional y común a todos
los seres humanos, más allá de sus determinaciones contextuales. Este elemento de claro
sello moderno se encuentra también en la figura del contrato propuesta por Hobbes y va a
constituir una suerte de giro copernicano en la teoría política, como señala Habermas, “al
intentar construir el apoyo de la obligación política sobre un criterio de utilidad que por su
fuerza de convicción racional pudiera ser interiorizado por cada persona y permitiera así
alcanzar una mayor estabilidad social.” (Habermas, 1998: 11)

No obstante, esta impronta moderna en la hipótesis del contrato nos va a remitir también a
otra consecuencia, igualmente moderna, de la génesis del pensamiento liberal, a saber, la
separación entre moral y política. Esta separación, cuyos rastros se pueden identificar ya
desde Maquiavelo, será la pieza clave para la articulación del principio de inteligibilidad en
el debate contemporáneo sobre la justicia. Efectivamente, desprovista de cualquier
concepción sustantiva del “bien”, la instrumentalización del Estado en Hobbes va a ser
actualizada bajo la figura del liberalismo de la neutralidad que, desde las tradiciones
particularistas o comunitarias, se presenta como un artificio que anula la posibilidad de un
reconocimiento verdadero entre tradiciones diferentes. La validez del principio contractual,
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sin embargo, reside precisamente en esta “petición de principio” político, por la cual los
individuos deciden establecer un sistema de reglas basado en un “pacto de no agresión”
entre sus, naturalmente legítimas e inconmensurables, distintas concepciones del bien.
Esta sello moderno en la hipótesis contractualista inaugurada por Hobbes es así
reconocida por la crítica actual:

“En la tradición hobbesiana del contrato social hallamos hasta hoy


planteamientos inteligentes que coinciden en entender las razones morales en
el sentido de motivos racionales y reducir los juicios morales a elecciones
racionales. El contrato social se propone como un procedimiento para el que
basta el autointerés ilustrado de los participantes. Los contratantes sólo
precisan reflexionar sobre si, a la luz de sus deseos y preferencias, es idóneo o
racional para ellos adoptar una regla de comportamiento o un sistema de
dichas reglas.” (Habermas, 1998: 153)

A diferencia de Hobbes, Hegel va a sostener que el Estado es expresión de la voluntad del


pueblo en su realización concreta, no un constructo que anula las libertades individuales y
las constriñe a su imperio. Vista como la esfera de conciliación de la idea moral a la que
aspiran los individuos (Sittlichkeit) y de la realidad viviente de las costumbres e instituciones
de un pueblo en un momento específico (Moralität), así como la realidad de la libertad
concreta (wirklichkeit), en la visión del Estado es posible constatar una posición diferente
de la asumida por el contractualismo moderno. A este respecto, en el parágrafo 258 de la
Filosofía del Derecho el filósofo alemán señala:

El Estado, como la realidad de la voluntad sustancial, a la cual posee en la


autoconciencia particular elevada a su universalidad, es lo racional en sí (an
sich) y para sí. Esta unidad sustancial es autofinalidad absoluta e inmóvil, en
la que la libertad llega a su derecho supremo, así como ese fin último tiene el
derecho supremo frente a los individuos cuyo supremo deber es el de ser
miembros del Estado. (Hegel, 2000: 302)

Ya en sus escritos del periodo de Jena, el filósofo alemán desarrolla el concepto de


Eticidad (Sittlichkeit), entendida como “identidad absoluta de la inteligencia, con
aniquilamiento completo de la particularidad y de la identidad relativa de la que únicamente
es capaz la relación fundamental de la naturaleza”. Dicha unidad representa la supresión de
las determinaciones y configuraciones naturales y representa una esencia infinita, cuya
objetividad no es para “una conciencia individual”, sino que constituye, como forma
fundamental del reconocimiento, una intuición real que coincide completamente con “los
ojos del espíritu y los ojos de la carne.” Representa, dirá más adelante, al individuo de un
modo eterno - no trascendental - en tanto que su ser y su hacer son absolutamente
generales, “ello es así porque lo que actúa no es lo individual, sino que es el espíritu
general y absoluto lo que actúa en lo individual.” La intuición de esta idea, la forma en la
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que se manifiesta en su particularidad, será el pueblo, entendido no como mera mayoría o


pluralidad (Mehrheit), sino como “la manifestación empírica de la idea de la eticidad
absoluta.” En tanto indiferencia viva, en el pueblo nos dirá Hegel, “el individuo se
contempla en cada uno como sí mismo” y, en ese sentido, la identidad configurada será no
abstracta, no nos está hablando aquí de la categoría “ciudadano” establecida por la
burguesía moderna, sino de una “igualdad absoluta (…) que se presenta en la conciencia
empírica, en la conciencia de la particularidad; lo universal, el espíritu, está en cada uno y
para uno, incluso en tanto que se trata de algo singular o individual (Einzelnes).” En esta
nueva dimensión del Espíritu, el filósofo de Jena sienta las bases para la reflexión sobre el
reconocimiento que será desarrollada en sus escritos siguientes.

Efectivamente, el error de los pensadores liberales, incluido Kant, es haber considerado la


libertar subjetiva solo como una abstracción. Para Hegel, esa libertad solo puede
satisfacerse comprendiendo que no es pura negatividad, sino que busca y ha buscado
siempre la libertad en una organización racional y universal de la misma. Por tanto, la
política viene a ser la ciencia de la realización histórica de la libertad en sus encarnaciones
sucesivas y progresivas, por medio de sus mediaciones concretas (familia, corporaciones,
Estado). Del mismo modo, la libertad concreta e individual solo puede desarrollarse en la
medida en que exprese, al mismo tiempo, el interés universal. No obstante, esa
conciliación no parece consistir en una especie de principio de universalidades
superpuestas (o “traslapadas” como señala Rawls), sino más bien, en una mediación del
propio Estado para hacer efectiva la aceptación y el reconocimiento de que tanto las leyes
como las instituciones son expresiones de la libertad alcanzada por los propios individuos
en su interior. El Estado es, pues, tanto la expresión de la libertad concreta como su única
posibilidad. De esta manera, como señala Habermas, el mérito del System der Sittlichkeit
va a consistir en la afirmación de que la autoconciencia no es una unidad reflexiva pura,
(Kant) ni tampoco la relación con el otro “dentro del mismo yo”, (Fichte), sino la relación a
otro yo como condición de posibilidad del reconocimiento recíproco, i.e., intersubjetivo:

La idea original de Hegel consiste en que al yo solo se lo puede concebir


como autoconciencia si es espíritu, si pasa de la subjetividad a la objetividad
de un universal, en el que sobre la base de la reciprocidad, los sujetos que
se saben a sí mismos quedan asociados como no idénticos.”(De la Maza,
2010: 59)

Si se ha aludido aquí a los movimientos políticos y las circunstancias concretas que


sirvieron de contexto tanto para el Leviatán como el Segundo Ensayo…, no estaría demás
referir la institución que normalmente ha sido asociada con los escritos políticos
hegelianos, i.e., el Estado de Prusia. Sin embargo, la referencia inmediata a esta
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circunstancia llevó a entender a Hegel como un justificador de los derechos absolutos del
estado frente a los derechos individuales. Esta referencia, criticada desde Marx hasta Weil
por simplificadora, supone no obstante más que una inconsistencia en su pensamiento, la
prueba de que la teoría política hegeliana no pretendió sustraerse a las creaciones
históricas del Espíritu, aunque perfectibles, verdaderas. Como él mismo anotó en el
prefacio de la Filosofía del derecho, la filosofía llega siempre demasiado tarde para entregar
recetas sobre cómo debe ser el mundo. Más bien, se trata de conocerlo y de pensar, sobre
la base de su realidad, en cómo podría ser diferente. “Cuando la filosofía pinta gris sobre
gris una forma de vida ha envejecido y no se deja rejuvenecer con ello; se deja solo
conocer. La lechuza de Minerva solo emprende su vuelo al anochecer” (Hegel, 2000: 77)
Desde esta manera de asumir el mundo, la Philosophie des Rechts viene a ser, pues, tanto
una invitación a reconocer nuestra propia razonabilidad realizada hic et nunc en nuestras
instituciones, como la posibilidad de que esas mismas realidades sean, y de modo cada
vez mejor, expresión de la propia libertad subjetiva.

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Bibliografía

Estrada, M (2003) ¿Protección a cambio de obediencia? El Leviatán en la lectura de Carl


Schmitt. En: Estudios Sociológicos, vol. XXI, núm. 2, mayo - agosto,
2003, pp. 363-398. Disponible en: http://www.redalyc.org/pdf/
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Habermas, J., Rawls J. (1998) Debate sobre el liberalismo político. Barcelona: Paidós.

Hegel, G. W. F. (2000) La filosofía del derecho. Madrid: Biblioteca nueva.

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Rawls, J. (2006) Teoría de la Justicia. México: Fondo de Cultura Económica.

Rousseau, J.J. (2001) Letter To Beaumont, Letters Written From The Mountain, And Related
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Theunissen, M. : “Die verdrängte Intersubjektivität in Hegels Philosophie des Rechts”, en D.


Henrich/R.-P. Horstmann (eds.): Hegels Philosophie des Rechts. Die
Theorie der Rechtsformen und ihre Logik. Klett-Cotta, Stuttgart 1982,
317-381. Citado por: De la Maza, Luis. Actualizaciones del concepto
hegeliano de reconocimiento, en: VERITAS, Nº 23 (2010) 67-94

Trouchard, J. (2005) Historia de las ideas políticas. Madrid: Tecnos

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