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CONEY

ISLAND
José Martí (1881)


En los fastos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados
Unidos del Norte. Si hay o no en ellos falta de raíces profundas; si son más duraderos
en los pueblos los lazos que ata el sacrificio y el dolor común que los que ata el
común interés; si esa nación colosal, lleva o no en sus entrañas elementos feroces y
tremendos; si la ausencia del espíritu femenil, origen del sentido artístico y
complemento del ser nacional, endurece y corrompe el corazón de ese pueblo
pasmoso, eso lo dirán los tiempos.

Hoy por hoy, es lo cierto que nunca muchedumbre más feliz, más jocunda, más
bien equipada, más compacta, más jovial y frenética ha vivido en tan útil labor en
pueblo alguno de la tierra, ni ha originado y gozado más fortuna, ni ha cubierto los
ríos y los mares de mayor número de empavesados y alegres vapores, ni se ha
extendido con más bullicioso orden e ingenua alegría por blandas costas,
gigantescos muelles y paseos brillantes y fantásticos.

Los periódicos norteamericanos vienen llenos de descripciones hiperbólicas de
las bellezas originales y singulares atractivos de uno de esos lugares de verano,
rebosante de gente, sembrado de suntuosos hoteles, cruzado de un ferrocarril aéreo,
matizado de jardines, de kioscos, de pequeños teatros, de cervecerías, de circos, de
tiendas de campaña, de masas de carruajes, de asambleas pintorescas, de casillas
ambulantes, de vendutas, de fuentes.

Los periódicos franceses se hacen eco de esta fama.

De los lugares más lejanos de la Unión Americana van legiones de intrépidas
damas y de galantes campesinos a admirar los paisajes espléndidos, la impar
riqueza, la variedad cegadora, el empuje hercúleo, el aspecto sorprendente de Coney
Island, esa isla ya famosa, montón de tierra abandonado hace cuatro años, y hoy
lugar amplio de reposo, de amparo y de recreo para un centenar de miles de
neoyorquinos que acuden a las dichosas playas diariamente.

Son cuatro pueblecitos unidos por vías de carruajes, tranvías y ferro carriles de
vapor. El uno, en el comedor de uno de cuyos hoteles caben holgadamente a un
mismo tiempo 4,000 personas, se llama Manhattan Beach (Playa de Manhattan);
otro, que ha surgido, como Minerva, de casco y lanza, armado de vapores, plazas,
muelles y orquestas murmurantes, y hoteles que ya no pueblos parecen, sino
naciones, se llama Rockaway; otro, el menos importante, que toma su nombre de un
hotel de capacidad extraordinaria y construcción pesada, se llama Brighton; pero el
atractivo de la isla no es Rockaway lejano, ni Brighton monótono, ni Manhattan
Beach aristocrático y grave: es Gable, el riente Gable, con su elevador más alto que la
torre de la Trinidad de Nueva York-dos veces más alto que la torre de nuestra
Catedral-a cuya cima suben los viajeros suspendidos en una diminuta y frágil jaula a
una altura que da vértigos; es Gable, con sus dos muelles de hierro, que avanzan
sobre pilares elegantes un espacio de tres cuadras sobre el mar, con su palacio de
Sea Beach, que no es más que un hotel ahora, y que fue en la Exposición de Filadelfia
el afamado edificio de Agricultura, «Agricultural Building», transportado a Nueva
York y reelevado en su primera forma, sin que le falte una tablilla, en la costa de
Coney Island, como por arte de encantamiento; es Gable, con sus museos de a 50
céntimos, en que se exhiben monstruos humanos, peces extravagantes, mujeres
barbudas, enanos melancólicos, y elefantes raquíticos, de los que dice
pomposamente el anuncio que son los elefantes más grandes de la tierra; es Gable,
con sus cien orquestas, con sus risueños bailes, con sus batallones de carruajes de
niños, su vaca gigantesca que ordeñada perpetuamente produce siempre leche, su
sidra fresca a 25 céntimos el vaso, sus incontables parejas de peregrinos amadores
que hacen brotar a los labios aquellos tiernos versos de García Gutiérrez:

Aparejadas
Van por las lomas
Las cogujadas
Y las palomas;

es Gable, donde las familias acuden a buscar, en vez del aire mefítico y nauseabundo
de Nueva York, el aire sano y vigorizador de la orilla del mar, dónde las madres
pobres,-a la par que abren, sobre una de las mesas que en salones espaciosísimos
hallan gratis, la caja descomunal en que vienen las provisiones familiares para el
lunch-aprietan contra su seno a sus desventurados pequeñuelos, que parecen como
devorados, como chupados, como roídos, por esa terrible enfermedad de verano que
siega niños como la hoz siega la mies,-el cholera infantum..-Van y vienen vapores,
pitan, humean, salen y entran trenes; vacían sobre la playa su seno de serpiente,
henchido de familias; alquilan las mujeres sus trajes de franela azul, y sus sombreros
de paja burda que se atan bajo la barba; los hombres, en traje mucho más sencillo,
llevándolas de la mano, entran al mar; los niños, en tanto con los pies descalzos,
esperan en la margen a que la ola mugiente se los moje, y escapan cuando llega,
disimulando con carcajadas su terror, y vuelven en bandadas, como para desafiar
mejor al enemigo, a un juego de que los inocentes, postrados una hora antes por el
recio calor, no se fatigan jamás; o salen y entran, como mariposas marinas, en la
fresca rompiente, y como cada uno va provisto de un cubito y una pala, se
entretienen en llenarse mutuamente sus cubitos con la arena quemante de la playa;
o luego que se han bañado,-imitando en esto la conducta de mas graves personas de
ambos sexos, que se cuidan poco, de las censuras y los asombros de los que piensan
como por estas tierras pensamos,-se echan en la arena, y se dejan cubrir, y golpear, y
amasar, y envolver con la arena encendida, porque esto es tenido por ejercicio
saludable y porque ofrece singulares facilidades para esa intimidad superficial,
vulgar y vocinglera a que parecen aquellas prósperas gentes tan aficionadas.

Pero lo que asombra allí no es este modo de bañarse, ni los rostros cadavéricos de
las criaturitas, ni los tocados caprichosos y vestidos incomprensibles de aquellas
damiselas, notadas por su prodigalidad, su extravagancia, y su exagerada
disposición a la alegría; ni los coloquios de enamorados, ni las casillas de baños, ni
las óperas cantadas sobre mesas de café, vestidos de Edgardo y de Romeo, y de
Lucía y de Julieta; ni las muecas y gritos de los negros minstrels, que no deben ser
¡ay! como los minstrels, de Escocia; ni la playa majestuosa, ni el sol blando y sereno;
lo que asombra allí es, el tamaño, la cantidad, el resultado súbito de la actividad
humana, esa inmensa válvula de placer abierta a un pueblo inmenso, esos
comedores que, vistos de lejos, parecen ejércitos en alto, esos caminos que a dos
millas de distancia no son caminos, sino largas alfombras de cabezas; ese
vertimiento diario de un pueblo portentoso en una playa portentosa; esa movilidad,
ese don de avance, ese acometimiento, ese cambio de forma, esa febril rivalidad de
la riqueza, ese monumental aspecto del conjunto que hacen digno de competir aquel
pueblo de baños con la majestad de la tierra que lo soporta, del mar que lo acaricia y
del cielo que lo corona, esa marea creciente, esa expansividad anonadora e
incontrastable, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que
asombra allí.

Otros pueblos-y nosotros entre ellos-vivimos devorados por un sublime demonio
interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria; y
cuando asimos, con el placer con que se ase un águila, el grado del ideal que
perseguíamos, nuevo afán nos inquieta, nueva ambición nos espolea, nueva
aspiración nos lanza a nuevo vehemente anhelo, y sale del águila presa una rebelde
mariposa libre, como desafiándonos a seguirla y encadenándonos a su revuelto
vuelo.

No así aquellos espíritus tranquilos, turbados sólo por el ansia de la posesión de
una fortuna. Se tienden los ojos por aquellas playas reverberantes; se entra y sale
por aquellos corredores, vastos como pampas; se asciende a los picos de aquellas
colosales casas, altas como montes; sentados en silla cómoda, al borde de la mar,
llenan los paseantes sus pulmones de aquel aire potente y benigno; mas es fama que
una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos
hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y no se hallan; que por
mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus
ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la
nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como
corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos,
rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella
gran tierra está vacía de espíritu.

Pero ¡qué ir y venir! ¡qué correr del dinero! ¡qué facilidades para todo goce! ¡qué
absoluta ausencia de toda tristeza o pobreza visibles! Todo está al aire libre: los
grupos bulliciosos; los vastos comedores; ese original amor de los norteamericanos,
en que no entra casi ninguno de los elementos que constituyen el pudoroso, tierno y
elevado amor de nuestras tierras; el teatro, la fotografía, la casilla de baños; todo
está al aire libre. Unos se pesan, porque para los norteamericanos es materia de
gozo positivo, o de dolor real; pesar libra más o libra menos; otros, a cambio de 50
céntimos, reciben de manos de una alemana fornida un sobre en que está escrita su
buena fortuna; otros, con incomprensible deleite, beben sendos vasos largos y
estrechos como obuses, de desagradables aguas minerales.

Montan éstos en amplios carruajes que los llevan a la suave hora del crepúsculo,
de Manhattan a Brighton; atraca aquél su bote, donde anduvo remando en compañía
de la risueña amiga que, apoyándose con ademán resuelto sobre su hombro, salta,
feliz como una niña, a la animada playa; un grupo admira absorto a un artista que
recorta en papel negro que estampa luego en cartulina blanca, la silueta del que
quiere retratarse de esta manera singular; otro grupo celebra la habilidad de una
dama que en un tenduchín que no medirá más de tres cuartos de vara, elabora
curiosas flores con pieles de pescado; con grandes risas aplauden otros la habilidad
del que ha conseguido dar un pelotazo en la nariz a un desventurado hombre de
color que, a cambio de un jornal miserable, se está día y noche con la cabeza
asomada por un agujero hecho en un lienzo esquivando con movimientos ridículos y
extravagantes muecas los golpes de los tiradores; otros barbudos y venerandos, se
sientan gravemente en un tigre de madera, en un hipogrifo, en una esfinge, en el
lomo de un constrictor, colocados en círculos, a guisa de caballos, que giran unos
cuantos minutos alrededor de un mástil central, en cuyo tomo tocan descompuestas
sonatas unos cuantos sedicientes músicos. Los menos ricos, comen cangrejos y
ostras sobre la playa, o pasteles y carnes en aquellas mesas gratis que ofrecen
ciertos grandes hoteles para estas comidas; los adinerados dilapidan sumas
cuantiosas en infusiones de fucsina, que les dan por vino; y en macizos y extraños
manjares que rechazaría sin duda nuestro paladar pagado de lo artístico y ligero.

Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase.

Y este dispendio, este bullicio, esta muchedumbre, este hormiguero asombroso,
duran desde Junio a Octubre, desde la mañana hasta la alta noche, sin intervalo, sin
interrupción, sin cambio alguno.

De noche, ¡cuánta hermosura! Es verdad que a un pensador asombra tanta mujer
casada sin marido; tanta madre que con el pequeñuelo el hombro pasea a la margen
húmeda del mar, cuidadosa de su placer, y no de que aquel aire demasiado penetra
nte ha de herir la flaca naturaleza de la criatura; tanta dama que deja abandonado en
los hoteles a su chicuelo, en brazos de una áspera irlandesa, y al volver de su largo
paseo, ni coge en brazos, ni besa en los labios, ni satisface el hambre a su lloroso
niño.

Mas no hay en ciudad alguna panorama más espléndido que el de aquella playa de
Gable, en las horas de noche. ¿Veíanse cabezas de día? Pues más luces se ven en la
noche. Vistas a alguna distancia desde el mar, las cuatro poblaciones, destacándose
radiosas en la sombra, semejan como si en cuatro colosales grupos se hubieran
reunido las estrellas que pueblan el cielo y caído de súbito en los mares.

Las luces eléctricas que inundan de una claridad acariciadora y mágica las
plazuelas de los hoteles, los jardines ingleses, los lugares de conciertos, la playa
misma en que pudieran contarse a aquella luz vivísima los granos de arena parecen
desde lejos como espíritus superiores inquietos, como espíritus risueños y
diabólicos que traveseasen por entre las enfermizas luces de gas, los hilos de faroles
rojos, el globo chino, la lámpara veneciana. Como en día pleno, se leen por todas
partes periódicos, programas, anuncios, cartas. Es un pueblo de astros; y así las
orquestas, los bailes, el vocerío, el ruido de olas, el ruido, de hombres, el coro de
risas, los halagos del aire, los altos pregones, los trenes veloces, los carruajes ligeros,
hasta que llegadas ya las horas de la vuelta, como monstruo que vaciase toda su
entraña en las fauces hambrientas de otro monstruo, aquella muchedumbre colosal,
estrujada y compacta se agolpa a las entradas de los trenes que repletos de ella,
gimen, como cansados de su peso, en su carrera por la soledad que van salvando, y
ceden luego su revuelta carga a los vapores gigantescos, animados por arpas y
violines que llevan a los muelles y riegan a los cansados paseantes, en aquellos mil
carros y mil vías que atraviesan, como venas de hierro, la dormida Nueva York.

JOSÉ MARTÍ

La Pluma. Bogotá, Colombia, 3 de diciembre de 1881

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