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Nempo Gardinelli: El señor Serrano

Datos biográficos

Un instante después, Mike sintió la mirada, clavada


en su propia nuca. Giró súbitamente y, al encontrar
los ojos de ella, más azules que nunca, encendidos
como los potentes reflectores de un Lincoln ocho
cilindros en medio de una tormenta, esbozó su más
irresistible sonrisa. Sheilah se puso de pie, sin dejar
de mirarlo, y con ambas manos se alisó el vestido,
que crujió como una papa frita en el momento de ser
masticadas lo que hizo resaltar sus perfectos senos
túrgidos y las líneas que delimitaban su excelente
figura, de caderas poderosas y unas esbeltas piernas
que terminaban en un par de sandalias doradas, si se
podía llamar sandalias a esas tiritas de cuero que de
alguna manera se las ingeniaban para dejar a la vista
sus uñas carmesí. Caminó hacia él con la
contundencia de un destróyer en una bahía del
Caribe colmada de colegiales. 'Es una lástima, nena',
musitó él mientras extraía su 45 de la sobaquera
ante la mirada incrédula de ella. Un segundo
después, Sheilah parecía un lujoso maniquí
maltratado al que le habían pintado un grotesco
punto rojo en el medio de la frente".
–'Tá madre –dijo el señor Serrano, abandonando el
libro a un costado de la cama y poniéndose de pie
para apagar el calentador que estaba sobre la
mesita, junto al ropero. Dio unos golpecitos al mate,
para asentar la yerba, y luego empezó a cebar
mientras observaba la pieza de paredes
descascaradas, con ese almanaque del año pasado
que no se había molestado en cambiar, como único
adorno, y volvió a sentarse, en el borde de la cama,
dejando la pava junto a sus pies y considerando que
el frío no era lo más terrible para un viejo; él tenía
sesenta y cuatro años y podía soportarlo
perfectamente, mucho mejor que a esa pertinaz,
intolerable soledad que parecía envolverlo como una
telaraña.
Vivía en esa pieza desde hacía veinte años. Cada
mes le costaba más pagar el alquiler, no porque le
aumentaron la cuota, sino porque su jubilación se
tornaba ostensiblemente impotente en su cotidiana
lucha contra la carestía. Tenía un gato al que sólo
veía cuando dejaba comida en el balcón, dos
malvones, un helecho y un gomero nuevo que le
habían traído de Misiones el verano pasado y que,
seguramente, no sobreviviría al invierno. Tomaba dos
pavas de mate por día, como mínimo, leía el Clarín
todas las mañanas, dormía poco, se aburría mucho y
odiaba a todos sus vecinos del edificio porque todos
lo odiaban a él, quizá porque silbaba
permanentemente, quizá porque la gente desprecia o
teme a los solitarios.
–Basta de leer, me voy a volver loco –se dijo, y se
quedó pensando en su vida, que no le parecía otra
cosa que una constante pérdida de tiempo. Todo lo
que había hecho era igual a cero. Nada de nada. Y ya
no podía echarle la culpa a la dichosa retroactividad
que no le pagaban desde hacía por lo menos diez
años; no era tonto, sabía que sólo a él le
correspondían las culpas, quizá por no haber
estudiado ni tenido ambiciones. Pero ni siquiera
estaba seguro de eso; a veces recapitulaba su vida,
como si hubiera sido una película que se pudiera
rebobinar, y, ciertamente, se perdía en
elucubraciones, detalles intrascendentes, lagunas de
su memoria, rostros difusos, momentos de tristeza y
siempre se topaba con una sensación de agobiante
soledad.
Quizá por todo eso, desde hacía varios meses
(desde una tarde en la que se había despertado
luego de una breve siesta, lloroso y aterrado porque
en su sueño un agresivamente más joven señor
Serrano le había gritado que era un pobre tipo), sólo
pensaba en hacer algo grande algún día. Soñaba con
cambiar su destino, si lo tenía, si acaso el destino se
había ocupado de él. Y lentamente fue decidiendo
que llegaría el momento de probarse que no era un
pusilánime, que su vida sólo había sido un reiterado
desencuentro con las oportunidades de hacer algo
grande. Entonces dejaría boquiabierto a más de uno,
saldría en los diarios, sería famoso y discutido.
Se puso de pie, sacó del ropero la bufanda y los
guantes de lana, se los calzó, salió al balcón y se
recostó en la baranda, mirando la calle adoquinada,
siete pisos más abajo, mientras consideraba la idea
que acababa de concebir. Si bajo por la escalera
evito un ascensor delator. Espero que la chica abra
la puerta, tranquilamente sentado y sin silbar, y así
eludo tocar el timbre. Cuando aparezca me asomo y
le digo cualquier cosa; ella no va a sospechar de un
viejo manso, de modo que podré acercarme y
meterme de prepo en su departamento. Adentro la
acorralo y antes que grite le tapo la boca y la
estrangulo. Todavía tengo fuerzas. Será sencillo,
fácil y nadie sospechará de mi. Y yo estaré orgulloso
de mi obra. Los voy a sobrar a todos, ya van a ver.
Terminó de sorber el mate, entró a la pieza, se
cebó otro y salió nuevamente, imperturbable, sin
importarle la baja temperatura de la mañana ni el
viento gélido que le cortaba la cara. Tenía la piel
curtida, dura, de hombre que ha pasado toda su vida
a la intemperie, castigado por soles y fríos.

nbsp; Desde que se iniciara, a los quince años, como


aprendiz en una carpintería de la calle Victoria,
había trabajado sin cesar hasta que se jubiló como
oficial de la casa Maple, justo cuando lo
consideraban un artista de la garlopa y del escoplo
pero se interpuso en su camino aquella sierra que le
cortó un par de tendones en el muslo derecho y le
produjo esa odiosa renguera que le dolía tanto los
días de lluvia y a la que jamás se resignó. Entonces, a
los cincuenta y dos años, todavía no conocía la
dimensión de su propia soledad; todavía se reunía,
por las noches, en el almacén de Gurruchaga y
Güemes para jugar al dominó, haciendo pareja con el
finado Ortiz, aquel viejito que tenía tantos nietos
como pelos en la cabeza, una impecable sonrisa
permanente y la sólida convicción de que moriría de
un síncope mientras estuviera dormido; todavía
pasaba los domingos por el Jardín Botánico, se
sentaba en un banco a leer el diario, espiaba a los
chicos y a los ancianos que confraternizaban jugando
al ajedrez bajo los árboles, y después, al mediodía,
comía un sánguiche en alguna pizzería frente a Plaza
Italia, caviloso, antes de ir a la cancha para ver a
Atlanta y comprobar su incapacidad de emocionarse,
de festejar un gol, de lamentar las tan reiteradas
derrotas.
"Qué tiempos", solía repetirse, como si el pasado
tuviera elementos envidiables , materiales para la
nostalgia, alguna mujer –por lo menos– cuyo rostro
recordar. Porque en su vida las mujeres no habían
ocupado un lugar destacado. Acaso una, Angelita
Scorza, la hija del enfermero que vivía en
Republiquetas y Superí, lo había embriagado alguna
vez hasta tal punto que le juró amor eterno y eterna
fidelidad; pero la pasión que en ella despertó un
estudiante de medicina de quien ya no se acordaba el
nombre denigró sus sentimientos. Angelita se casó,
finalmente, con el muchacho, una vez que éste
terminó sus estudios, y él se aplicó a las faenas del
olvido sin que le costara demasiado, envuelto en sus
meditaciones de carpintero hasta que, luego de unos
años, el rostro de Angelita se fue convirtiendo en
una referencia vaga del viejo barrio, en un simple
matiz de su adolescencia. Y ya no hubo mujeres en
su vida, salvo alguna que otra prostituta sin cara, de
esas que frecuentaban las cercanías de Puente
Pacífico y con quienes protagonizaba simulacros de
pasión que, después, no hacían otra cosa que
ratificar su desamparo, su desarraigo, el inmenso
abismo que lo iba separando del mundo.
Al acabarse el agua de la pava, Serrano sintió
como una vaharada de calor, una extraña sensación
de urgencia que no supo controlar. Nervioso, se alejó
de la baranda y penetró en la pieza apenas iluminada
por el resplandor de la mañana plomiza, tan típica de
julio en Buenos Aires, y contempló, sin
conmiseración, esas cuatro paredes sórdidas y
húmedas por las que los días pasaban, aterradores,
llevándose lo que le quedaba de vida sin que él
pudiera resistirse, sin que siquiera lo intentara.
Entonces pensó que, quizá, había llegado el
momento. No tenía sentido seguir esperando, y
leyendo novelitas policiales de segunda categoría,
mientras el tiempo se esfumaba; no podía permitir
que sus fuerzas se agotaran ni que se le terminaran
de ablandar los músculos que habían desarrollado sus
brazos y sus manos después de tantos años de
manipular maderas.
Se dirigió al lavatorio y se miró en el espejo, sólo
por un segundo, como evitando detenerse en los
profundos surcos de la frente, en la palidez de su
piel, en la casi tangible vacuidad de su mirada, o
acaso simplemente tratando de huir de sus propios
ojos, que lo hubieran observado acusadoramente,
quizá con sorna también, para indicarle que estaba
perdido, que jamás haría algo grande porque sus
proyectos, siempre, habían habitado más el campo
de los sueños imposibles que los terrenos de la
realidad. Se alejó del espejo, disgustado, se
encasquetó el viejo y manchado sombrero de fieltro
y salió al pasillo, conmovido y asombrado por el odio
que sentía.
Luego de comprobar que todas las puertas estaban
cerradas, bajó por la escalera sin apuro, luchando
por serenarse. En el piso inferior se detuvo,
vigilante, pegado a la pared, mirando la puerta de un
departamento, dispuesto a esperar. Así estuvo no
supo cuánto tiempo, con la mente despejada, tan en
blanco como una cucaracha de panadería, hasta que
se abrió la puerta y una joven de enormes ojos
negros, menuda y perfumada, se asomó al pasillo.
Ella lo miró, extrañada. "Hola, señor Serrano", le
dijo, con una breve sonrisa. "Buen día, señorita
Aída", contestó él, acercándose un paso, alzando una
mano enguantada y sin dejar de mirarla a los ojos. La
muchacha cerró la puerta y pasó a su lado,
deteniéndose junto a las rejas del ascensor. Apretó
el botón y una pequeña luz roja se encendió sobre su
dedo. Serrano, súbitamente tembloroso, la observó
con los ojos fijos en la mano que ahora tomaba la
manija de la puerta acordeonada y empezó a silbar
un tenue, atónico soplido entrecortado.
"¿Le pasa algo, señor Serrano?".
"No..., no, m'hija, nada. No pasa nada", dijo él. Se
dio vuelta y subió hasta su piso, por la escalera.
Antes de abrir la puerta de su departamento supo
que era, definitivamente, un pobre tipo. Su sueño de
hacer algo grande, algún día, le parecía lejano,
inimaginable como la cara de Dios.

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