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Meredith Haaf

Dejad de lloriquear
Sobre una generación
y sus problemas superfluos

Traducción de Patricio Pron

ALPHA DECA Y

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contenido

Sólo quiero no tener nada que ver con vosotros


la generación como concepto
y problema y por qué rechazamos
un «nosotros»   11

Parlotea hasta deshincharte


la tormenta twitter, la edad
del comentario y por qué, a fuerza
de información, ya no sabemos
qué es relevante   41

Dame un poco de seguridad


tiempos postoptimistas, abolición
de las utopías y la angustia de la
generación en prácticas   77

Inscene yourself
carrera, rendimiento, y por qué
no basta con el pragmatismo   111

«Por presumir, puedo decir /


que mis amigos son más de mil…»
nuestra incapacidad para resolver los
conflictos, los hijos de divorciados
y por qué casi nunca nos enfurecemos   149

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¿Cómo puede tener este pretzel
más fanáticos que Tokio Hotel?
la primacía de lo privado,
nuestro rechazo de lo público
y por qué no sabemos qué es
exactamente la política   183

No hay alternativa
responsabilidad, equidad entre
generaciones y por qué simplemente
tenemos que madurar   217

Epílogo
acerca de algunos problemas
superfluos y por qué nos hacen
lloriquear   251

Bibliografía  261
Gracias a…  265

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Los años de 1989 a 2009 fueron arrasados por
la langosta.
tony judt

No existe razón para el temor ni para la espe-


ranza, sólo para la búsqueda de nuevas armas.
gilles deleuze

En lugar de vivir un momento utópico vivimos


en un tiempo que es experimentado como el fi-
nal —más precisamente, como el momento in-
mediato al final— de todos los ideales.
susan sontag

Este persistente descontento que no contribuye


a que todo sea más guay.
dendemann

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Sólo quiero no tener nada que ver con vosotros*

L a g e n e r ac i ó n
c o m o c o nc e pt o y p ro b l e m a
y p o r q u é r e ch a z a m o s
u n « no s o t ro s »

* Tocotronic

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Me encuentro mal. Estoy echada en posición fetal en


el sofá floreado lleno de agujeros que mis compañe­
ros de piso encontraron frente a la puerta de nuestra
casa en un barrio residencial de Londres. Por la venta­
na entra corriente, estoy sola con una resaca que, si he
de hacer caso a lo que siento en este momento, va a ser
la última de mi vida. Me zumban los oídos, me arden
los ojos y de mi garganta sólo sale una tos ronca con
regusto a cenicero. Ayer noche celebré mi último día
como becaria en la redacción de una destacada publi­
cación especializada en economía. Lo hice con un en­
tusiasmo que guarda tanta relación con la importancia
de la beca como el hecho de otorgar una Orden al Mé­
rito por haber conseguido un tercer puesto en la Copa
del Mundo: aunque se puede conceder, es desmesura­
do. En estos días no sólo ha terminado mi período de
prácticas, sino también una cumbre de los principa­
les veinte países industrializados y en vías de desarro­
llo. En señal de protesta contra la política económi­
ca internacional, miles de manifestantes han sitiado
durante días la city londinense, el famoso distrito fi­
nanciero que se halla a sólo cinco minutos a pie de la
redacción, cuna de la crisis económica europea de fi­
nales de la década. Desde hace semanas, un cierto es­
tado de emergencia se ha adueñado de la policía, los
medios de comunicación e incluso del céntrico edifi­

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La generación como concepto y problema

cio de la redacción, donde, durante toda la semana de


la cumbre del G20, hemos tenido que llevar las identi­
ficaciones bien visibles constantemente.

¿ qu é h a s a l i d o m a l ?

Aunque en realidad el propósito era introducir los pri­


meros mecanismos de regulación del mercado finan­
ciero y avanzar en la aplicación del Protocolo de Kio­
to, la cumbre se saldó sin resultados concretos, como
al parecer viene sucediendo cada vez con mayor fre­
cuencia en las reuniones importantes. Los manifes­
tantes derribaron la férrea puerta de hierro del Bank
of Scotland, la policía mandó al hospital a varias per­
sonas con sus cañones de agua y sus porras y, al segun­
do día, el vendedor de periódicos Ian Tomlinson cayó
en un retén policial cuando regresaba a su casa: des­
pués de haber sido arrastrado por la policía y arrojado
a la multitud a golpes de porra, murió en la acera.
Nadie quiere asumir la responsabilidad que se de­
riva de ello, desde luego. Desde hace días, los periódi­
cos cargan las tintas con informes aterradores sobre
la violencia contra la población civil, con imágenes de
mujeres y hombres bañados en sangre. Una violencia,
desde luego, que no fue ejercida por ningún régimen
lejano, sino en la misma ciudad donde vivo.
Y yo no estaba. Durante mis pausas para el almuer­
zo había echado una mirada a través del cordón po­
licial frente al Bank of England, pero los policías que
montaban guardia allí no me permitieron acceder

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¿Qué ha salido mal?

a los manifestantes. Su argumentación fue la siguiente:


«Si quería participar en la manifestación, tendría que
haber llegado más temprano. Ahora está cerrado». El
resto de las horas de trabajo perdía el tiempo en una
oficina deprimente al lado de la impresora goo­glean­do
estadísticas para la revista, leyendo la prensa británi­
ca y escribiendo mensajes a mis amigos de Alemania.
Exactamente igual que durante las cuatro semanas an­
teriores.
Ahora estoy sentada en el sofá con un periódico re­
pleto de historias terroríficas y espero a que Stephen,
mi compañero de piso, se despierte y me prepare una
taza de té. Y mientras permanezco aquí, esperando lo
improbable, en lugar de hacerme yo misma el té, me
pregunto qué ha salido mal en mi vida para que una
persona como yo, políticamente concienciada y con
cierto sentido de la justicia, celebre una beca de dos
meses, en sí innecesaria, con un exceso pernicioso
para la salud durante el que tropieza con una protesta
internacional por una causa justa frente a la puerta de
su casa, sin participar en ella en absoluto. Todos mis
modelos, muertos y vivos, se habrían comportado de
manera muy diferente. Me avergüenza mucho, lo que
sin duda también tiene que ver con los remanentes de
alcohol que aún circulan por mi torrente sanguíneo.
Pero, como suele suceder cuando uno se siente pro­
fundamente avergonzado, me apresuro a pensar en los
que me rodean y se me plantea la pregunta de por qué
casi ninguno de mis conocidos se habría comportado
de forma muy diferente o me habría reprochado mi
pasividad política. Las personas más politizadas que

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La generación como concepto y problema

conozco son mis padres: se alegrarán de saber que no


he corrido peligro. Este fin de semana, mis conocidos
de Londres se dedican a seguir bebiendo o a disipar su
intoxicación alcohólica durmiendo. Para mis amigos
de Alemania, la cumbre y las protestas sólo son par-
te de lo que oyen en las noticias de la televisión, o ni
siquiera eso.

c ó m o n o s h e m o s c o n v e rt i d o
e n l o qu e s o m o s

A pesar de que el subtítulo de este libro contiene la pa­


labra «generación» y de que el texto comienza con la
descripción de una resaca dominical, éste no es un li­
bro sobre noches de fiesta y tardes de resaca en gran­
des capitales de moda, bufandas de American Appar­
el, el logotipo anaranjado de EasyJet o amaneceres en
Berghain, ni sobre estilos de vida y problemas de pare­
ja. Éste es un libro sobre la vida en tiempos de enorme
presión social por la obtención de logros profesiona­
les, sobre el distanciamiento de la política y las pers­
pectivas postoptimistas. Un libro sobre aquellos que vi­
nieron al mundo en algún momento de los años ochenta
y sólo conocen el socialismo real a través de los relatos
de sus padres o de unas chapuceras clases de historia,
y cuya juventud transcurrió entre la caída del Muro,
la burbuja de los New Media y el 11 de septiembre
de 2001. Sobre una generación que alcanzó la mayo­
ría de edad al filo del nuevo milenio y para la cual todo
comenzó en realidad hace diez años.

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Cómo nos hemos convertido en lo que somos

A mi generación, que lo ha tenido todo, le queda


muy poco que esperar. Ha crecido con más bienestar
y ofertas de información y de movilidad que todas las
generaciones que la precedieron. Ha gozado de una ju­
ventud dorada, pero sus perspectivas de futuro a cor­
to y largo plazo son cualquier cosa menos brillantes:

— porque el cambio climático, del que vienen informándo­


nos desde que somos niños, se manifiesta cada vez más
frecuentemente en forma de auténticas catástrofes me­
teorológicas.
— porque, con la fusión del núcleo del reactor de Fukushi­
ma, hemos vivido ya nuestra primera catástrofe nuclear,
que ha puesto de manifiesto las precarias condiciones
—desde el punto de vista existencial— en que se basa nues­
tra vida cotidiana.
— porque cada crisis económica nos prueba que hacemos
bien en no creer en la estabilidad.
— porque el abismo que separa a quienes disfrutan del bien­
estar económico de los más desfavorecidos se abre cada
día más y la participación en los acontecimientos políti­
cos no sólo parece poco atractiva, sino también carente
de sentido.
— porque, aunque según todas las encuestas la confianza en
la democracia disminuye de forma imparable, a nosotros
no se nos ocurre otra cosa que retirarnos aún más de la
vida pública.

En su actitud hacia los grandes temas de la vida, mi ge­


neración se muestra indefensa, abrumada y atrapada
por sus aspiraciones. Y resignada, en una medida que
no encuentra justificación en ninguna experiencia
que una persona común pueda haber tenido en Europa

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La generación como concepto y problema

en los últimos treinta años. No importa que la pregun­


ta sea «¿Qué pienso de la justicia social?» o «¿Cuándo
debo tener un hijo?». En términos políticos, mi gene­
ración no conoce ninguna utopía ni aspira realmente
a tener una.
No es de extrañar: éramos niños cuando fue postu­
lado el fin de la historia y, con él, en última instancia,
el final de las visiones de futuro. Éramos jóvenes cuan­
do inició su marcha en varios ámbitos de la sociedad la
filosofía del anything goes, y éramos el nuevo electora­
do cuando vimos cómo el moderno y reciente gobier­
no de Schröder y Fischer desmantelaba en muy poco
tiempo la estructura de sus propios partidos y todo lo
que nos había unido a ellos.1 Así que la política nos de­
cepcionó antes incluso de que nos acercáramos a ella
activamente. Estábamos convencidos de que quería­
mos hacer carrera antes incluso de saber en qué. Nos
sentíamos agotados aun antes de haber comenzado si­
quiera a trabajar en serio. Si nos hemos convertido en
lo que somos es por una serie de razones que no tie­
nen nada que ver con una debilidad de carácter colec­
tiva, como afirman algunas personas mayores. Este li­
bro trata de tales razones.
El año 2011 no ha permitido vislumbrar cambios
en la irritante mezcla de ambición exagerada, extraña­
miento respecto de sus contenidos y actitud emocional

1
 Gerhard Schröder fue canciller alemán entre el 27 de octu­
bre de 1998 y el 22 de noviembre de 2005; gobernó gracias a una
coalición de su fuerza política, el Partido Socialdemócrata de Ale­
mania (spd ), con los Verdes, cuyo líder, Joschka Fischer, fue su vi­
cecanciller. (N. del T.)

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Cómo nos hemos convertido en lo que somos

de que todo da lo mismo que adopta mi generación en


relación con la carrera profesional, la política y la so­
ciedad. Aunque la pobreza y el desempleo juveniles
aumentan de forma imparable, también en Alemania,
y la educación experimenta un proceso imparable de
privatización y transformación en un bien económico,
al tiempo que el Estado salva al sector bancario me­
diante un endeudamiento que sólo podrá amortizarse
con recortes en el ámbito social, la «revuelta de los jó­
venes» no se produce. En Stuttgart,2 los contribuyen­
tes enfadados entonaron durante meses: «Nosotros so­
mos el pueblo, nosotros somos el dinero». Es probable
que no muchos miembros de mi generación puedan
identificarse con la frase «nosotros somos el dinero».
Sin embargo, ni el sector académico más precario ni
los estudiantes se solidarizan con los más desfavoreci­
dos. Porque ninguno de nosotros quiere pasar a inte­
grar ese grupo.
A diferencia de lo que sucede en Francia, Ingla­
terra, España o Grecia, la protesta ha sido sobre todo
cosa de los mayores y se ha centrado especialmente en
problemas propios de la burguesía: el ruido que pro­

2
 La autora alude aquí a las manifestaciones masivas que tu­
vieron lugar en la ciudad de Stuttgart a finales de 2010 como pro­
testa contra «Stuttgart 21», el proyecto urbanístico que prevé con­
vertir la estación de tren de la ciudad en un nodo ferroviario de
importancia europea, para lo que es necesario derribar el actual
edificio y talar buena parte de los árboles centenarios del parque
que se encuentra en sus proximidades, con grandes gastos para el
erario público. A día de hoy, no se ha encontrado una solución al
conflicto. (N. del T.)

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La generación como concepto y problema

vocan los aeropuertos, los proyectos urbanísticos exa­


geradamente caros y el deseo de las familias acomoda­
das de que sus hijos no tengan que ir a la escuela con
niños menos privilegiados. La indignación de los ciu­
dadanos se debió a que un elevado número de personas
bien situadas de pronto descubrió que en el ámbito po­
lítico no estaba sucediendo lo que ellas deseaban.
Existen tres razones para que, excepto en algunos
casos aislados, la protesta en Alemania no sea un fenó­
meno juvenil: la mayor parte de los integrantes de mi
generación dedica una considerable cantidad de tiem­
po a formularse la pregunta de qué quiere realmen-
te, y con gran frecuencia llega a la conclusión de que
lo que quiere no tiene nada que ver con la política.
Y aunque así fuera, tampoco se indignaría.

e l p o d e r d e l m e rc a d o , l a c o m unicación
y l a o p t i m i z a c i ó n d e u n o m i s mo

La ira no es lo nuestro. Esto se debe en parte a que mu­


chos de nosotros creemos que todo el mundo recibe ya
lo que le corresponde. No en vano, a los nacidos des­
pués de 1980 se les considera —al menos desde el Estu­
dio Shell de la Juventud de 2006— «pragmáticos»: han
aprendido que el pensamiento que aspire a ser valioso
siempre debe ser constructivo, orientado a objetivos
y productivo; es decir, lo opuesto a la ira. Lo que para
los católicos es la Santísima Trinidad, para los miem­
bros de mi generación vendría a ser el poder del merca­
do, la comunicación y la optimización de uno mismo.

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El poder del mercado

La mayor parte de los integrantes de mi generación ha


interiorizado de tal forma el dogma según el cual no
hay alternativa —ni a la economía de libre mercado, ni
al sistema político, ni a un currículo socialmente reco­
nocido y asegurado económicamente— que no podría
rebatirlo, ni aunque quisiera.
Creemos que la competencia es buena y la comu­
nicación, sagrada, y que siempre hay que trabajar en
uno mismo. ¿«Destruid lo que os destruye»?3 Prefe­
rimos intentar mejorarnos a nosotros mismos. En mi
generación impera la creencia de que los privilegios
existen para ser utilizados, no para ser distribuidos
equitativamente. Sin duda, esta máxima puede expre­
sarse mediante actividades altruistas —un voluntaria­
do social de un año, la participación en las actividades
de una organización no gubernamental—, siempre que
uno pueda permitírselo y que contribuya también al
currículo y a la «acumulación de experiencia».
En una amplia encuesta política de la revista Neon
se planteaba, entre otras, la pregunta: «¿Qué harías
para propiciar una sociedad mejor?». La mayoría de
los encuestados respondió que boicotearía determina­
das marcas y productos. La segunda respuesta más co­
mún fue: «Aceptaría un cargo honorífico». Por el con­
trario, «involucrarme en un partido político» fue, de

3
  «Macht kaputt, was euch kaputt macht» en alemán [Des­
truid lo que os destruye] es el título de una canción de Rio Reiser y
Norbert Krause publicada en 1971 en el álbum Warum geht es mir
so dreckig [Por qué me va tan mal], de la banda de rock político Ton
Steine Scherben. (N. del T.)

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La generación como concepto y problema

las seis posibles opciones, la que obtuvo el menor nú­


mero de votos.
Si la participación en un partido político es lo últi­
mo que se les ocurriría hacer a los miembros de mi ge­
neración, y el consumo políticamente correcto lo pri­
mero, es posible sacar dos conclusiones. En primer
lugar, que una parte importante de mi generación no
se identifica muy férreamente con el sistema democrá­
tico. En segundo lugar, que sí se identifica en cambio,
y de una forma bastante estrecha, con el sistema capita­
lista. Mi generación no sólo consume con gusto, sino
que además considera que el consumo es lo más impor­
tante que puede hacer.
Y luego está la comunicación: para nosotros cons­
tituye un valor en sí misma, ya que, generalmente, todo
menor de treinta años parlotea con placer en cualquier
formato, dispositivo digital y móvil posible. Lo que sig­
nificó el Golf para los nacidos en la década de 1970 po­
dría representarlo el teléfono inteligente para los que
vinieron al mundo en la de 1980. Quien escuche aten­
tamente el murmullo de esta generación constata­
rá sin duda que se discute poco sobre la vida pública,
la sociedad o la política, y en cambio mucho sobre el
trabajo, los amigos y la familia. Para nosotros, la vida
privada es lo primero: según una encuesta realizada
entre la población estudiantil por la asociación de es­
tudiantes de la Escuela Superior de Investigación de
la Universidad de Constanza, en 1983 los ámbitos de la
política y de la familia se consideraban igualmente im­
portantes. En el año 2007, ni siquiera una tercera par­
te de los encuestados consideraba que fuera muy im­

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El poder del mercado

portante, y el 72 por ciento otorgaba el mayor valor a


su familia de origen. De acuerdo con el Estudio Shell
de 2006, la amistad es, junto con la familia, el valor
principal para mi generación, y la conservación del
nivel de vida uno de los objetivos vitales prioritarios.
A mi generación le gusta estar bien cómoda y prote­
gida, aunque siempre ha de quedarle algo de margen
para un poco de marcha.
Tal vez esto explicaría el extraño fenómeno de que
quienes rondan los treinta sean adictos a las noticias
en forma de estados de Facebook, mensajes de correo
electrónico e informaciones en Spiegel Online o Trans­
fermarkt.de, y, al mismo tiempo, estén totalmente ob­
sesionados con el pasado. El diseño vintage en moda e
interiorismo está en su apogeo. Nosotros no creamos in­
timidad y complicidad intelectual hablando primor­
dialmente de nuestras convicciones o realizando con­
fesiones personales sobre la fe, el amor o la esperanza.
La mayoría de esas conversaciones comienza con anéc­
dotas de la infancia: «Cuando yo era pequeño, siempre
me…». Mi generación no constituye el primer grupo
de jóvenes que echa la vista atrás, hacia los años de la
niñez, con menos ira que nostalgia. Aquello que Flo­
rian Illies describió ya en su libro de 1999 para los que
tienen actualmente alrededor de cuarenta años,4 esa
permanente autoafirmación en el recuerdo de los ri­

4
 La autora se refiere aquí a los libros del escritor y periodis­
ta alemán Florian Illies Generation Golf (2000) y Generation Golf
zwei (2003), en los que éste trazó un panorama crítico de los hábi­
tos y opiniones de su generación. (N. del T.)

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La generación como concepto y problema

tuales y los objetos del tiempo en que «me iba bien»,


ha alcanzado nuevas cotas entre los nacidos a princi­
pios de los ochenta. Algunos han comenzado ya con
veinte años de edad o poco más a glorificar la niñez y
juventud. Quien proviene del campo se muere por las
fiestas rurales, mis amigos de Baviera regresan en pri­
mavera para la fiesta de la Cruz de Mayo y en verano
para las hogueras de San Juan. Los católicos recuer­
dan con entusiasmo las celebraciones y los regalos de
su confirmación.
Apenas llegados al cuarto de siglo nos acordamos
de nuestro primer gran amor más bien como corres­
pondería a damas ancianas y medio seniles que hubie­
ran olvidado trágicamente el resto de sus vidas. Esta­
mos contentos de haber crecido sin Internet y nunca
nos burlamos lo suficiente de los enormes ladrillos
que se hacían pasar por teléfonos móviles en 1997. Pre­
suponiendo que haya sido razonablemente feliz, ha­
blamos con alegría sobre los hábitos y preferencias de
nuestra infancia, convertimos en fetiches las mochilas
Scout («Yo tenía la de las naves espaciales, ¿y tú?») y
los zapatos GoreTex, que finalmente nos permitieron
jugar en la nieve durante horas sin que se nos mojaran
los pies («Hace años los inviernos eran otra cosa»).
Desde un punto de vista psicológico, nos encontra­
mos en medio de una vorágine de aceleración tecnoló­
gica, comunicativa y social. Desde todas las institucio­
nes educativas y ámbitos profesionales se nos dice que
nuestra época no conoce ningún requisito más impor­
tante que la flexibilidad y la adaptabilidad a circunstan­
cias en constante transformación. Estas circunstancias

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El poder del mercado

escapan por completo tanto a nuestro control directo


como indirecto: ni nosotros ni nuestros padres, maes­
tros, jefes o representantes electos parecen ser capaces
de influir sobre aquello que «la economía internacio­
nal» exige de cada uno de nosotros. Queremos enterar­
nos de todo lo que pasa a nuestro alrededor de modo
que podamos volver a adaptarnos a ello, y no opone­
mos ninguna alternativa a esa vorágine, aparte de la
fuerza de la idealización nostálgica.
El sistema económico en el que vivimos —y al
que sólo una minúscula fracción de nosotros renun­
ciaría voluntariamente— funciona gracias a la innova­
ción permanente: nuevos dispositivos, nuevos lugares
comunes, música nueva, nueva ropa. No podemos ni
queremos imaginarnos el mundo de otra manera. Sin
embargo, lamentamos el fin de los puestos de trabajo
fijos con retribución a la Seguridad Social, al tiempo
que nos sentimos abrumados por la naturaleza efíme­
ra de las innovaciones técnicas que participan de nues­
tro modo de vida durante períodos cada vez más cortos.
Este último es simplemente, y por encima de todo, el
desagradable efecto secundario de una vida que no
queremos concebir de otra manera. En tanto sólo ten­
ga que apretar un botón o instalar una aplicación, mi
generación considera que lo nuevo es básicamente
bueno. Pero, por lo demás, se enfrenta a lo nuevo y al
cambio con la inseguridad pasivoagresiva con la que
reaccionan los niños de cuatro años cuando se les ofre­
ce un alimento que no conocen. De ahí el «agujero»
por el que se dejan caer teatralmente los que acaban de
graduarse en la facultad, de ahí el miedo a la responsa­

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La generación como concepto y problema

bilidad real, de ahí el interrogatorio permanente so­


bre uno mismo y sobre cuándo hemos llegado final­
mente a algo.

e l t é r m i n o « ge n e r a c i ó n »

Naturalmente, al hablar de «mi generación» estoy em­


pleando un término un tanto atrevido, ya que, en últi­
ma instancia, nadie querría formar parte de esa así lla­
mada generación. Yo tampoco. Sin embargo, se trata
de una palabra incombustible. En líneas generales, re­
cibe el apoyo de tres grupos: los periodistas, a quienes
permite poner en orden sus informes sobre la socie­
dad y escribir libros; los políticos, cuando hablan por
ejemplo del endeudamiento público o de política so­
cial, y en tercer lugar el de aquellos que obtienen sus
ingresos o deben su posición al hecho de abogar por la
así llamada equidad intergeneracional.
El concepto de generación entraña un riesgo lin­
güístico e intelectual, ya que induce a la arbitrariedad.
Su significado ha cambiado mucho a lo largo de los
siglos, y en la actualidad es un término particularmen­
te popular en los medios de comunicación: equidad
intergeneracional, brecha generacional, generación
«perdida», generación «loquesea». Quien desea escri­
bir sobre su propia generación retrata algo que todavía
está deviniendo y sucediendo, y debe tener la pruden­
cia de no obligar a confluir fenómenos que, de mo­
mento, sólo coinciden en el tiempo y el espacio por ca­
sualidad. El uso mismo de la palabra «nosotros», con

26

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El término «generación»

el que se condensan —o apelmazan— las experiencias


individuales en declaraciones de carácter general, en­
traña el peligro de irritar a las lectoras y los lectores
potenciales por el mero hecho de ser tan generaliza­
dora. A pesar de ello considero que es posible hablar
de generaciones, e incluso que es necesario hacerlo,
cuando se pretende determinar de qué modo y hacia
dónde avanza nuestra sociedad en este momento.
El ritmo en el que el mundo ha cambiado en las úl­
timas décadas habla a favor del uso del término «gene­
ración» como categoría de análisis. Cuanto más rápido
se transforma nuestro entorno, más apresuradamen­
te cambian los factores que dan forma a nuestra socia­
lización y a nuestro modo de ver el mundo. Los ejem­
plos más claros se dan en el ámbito de la tecnología: en
el año 2001 todavía era relativamente frecuente rea­
lizar llamadas telefónicas exclusivamente a través de
la red fija; hoy se publican libros de autoayuda de per­
sonas cuya valiente proeza ha consistido en no haber­
se conectado a Internet con el móvil durante todo un
mes. Cuando yo tenía veinte años, en 2003 —en reali­
dad no hace tanto—, sólo los más fanáticos se conecta­
ban a Internet con el móvil y pagaban por ello cinco
euros por minuto. Lo que cada uno entiende por nor­
malidad en la comunicación depende, pues, de si te­
nía catorce o treinta y cuatro años cuando el iPhone
llegó al mercado. El mero hecho de que uno se haya
creado una cuenta de correo electrónico con dieciséis
años, como lo hice yo en 1999, o que abriera su prime­
ra cuenta en MySpace, al igual que mi hermana menor
en 2005, ya constituye un salto cualitativo.

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La generación como concepto y problema

A raíz de ello, y también debido a la rápida trans­


formación social de las últimas décadas, tiene senti­
do concebir el mundo occidental en términos de ge­
neraciones: incluso la experiencia y la percepción de
la pobreza ha cambiado radicalmente entre las per­
sonas jóvenes. La pobreza como peligro ha estrecha­
do el cerco durante los últimos años en Europa Occi­
dental, y la precariedad ha adoptado un carácter más
obstinado. En España o Francia el paro juvenil se ha
convertido en un problema generalizado, en el Reino
Unido la mayoría de los jóvenes debe endeudarse para
poder estudiar. En la actualidad, las perspectivas de
una mejora en el panorama general son malas. En Ale­
mania, el cambio en la percepción de la pobreza guar­
da una estrecha relación con las leyes Hartz IV ,5 cuya
sanción se produjo al mismo tiempo que nosotros rea­
lizábamos nuestra formación profesional, aprobába­
mos la selectividad o conocíamos la vida después del
bachillerato.
«El drástico desarrollo social propiciado por el
Hartz IV reside en que hoy en día el Estado deja que

5
 El nombre «Hartz IV» alude a un conjunto de reformas del
mercado laboral propuestas por una comisión encabezada por el
economista Peter Hartz entre 2003 y 2004 a instancias del gobier­
no presidido por el canciller Gerhard Schröder. Estas propuestas
tenían como finalidad dinamizar el mercado laboral en Alemania
estableciendo drásticos recortes a las prestaciones por desempleo
y los derechos sociales para reducir a la mitad el número de para­
dos, cuya cifra alcanzaba los cuatro millones, en un plazo de cua­
tro años. Transcurrido ese tiempo desde su entrada en vigor, el 1 de
enero de 2005, este objetivo no se había alcanzado. (N. del T.)

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El término «generación»

una parte de sus ciudadanos se empobrezca mucho


más que en el pasado», afirma el sociólogo Michael
Hartmann. En las décadas de 1990 y 2000, inició su
recorrido la reformulación de las prestaciones socia­
les del Estado. Aquello que era un derecho fundamen­
tal para las ciudadanas y los ciudadanos, a saber, una
protección por parte de la comunidad, se convirtió en
una forma de apretarles las tuercas. Esta reorganiza­
ción política de la concepción de comunidad por par­
te del Estado se refleja claramente en la mentalidad
de los alemanes. El estudio a largo plazo Deutsche Zu-
stände [Problemáticas alemanas], documenta que en
2009 casi el 53 por ciento de los encuestados hacía
responsables de la crisis económica a aquellos que sa­
caban provecho del «Estado de bienestar».
Al tiempo que los pobres son cada vez más pobres
y más numerosos, los ricos son hoy en día mucho más
pudientes que hace diez años. Los ingresos y el origen
social de los padres tienen actualmente una influencia
mucho mayor sobre las posibilidades de una persona
que en los años setenta y ochenta, quizá debido a que
la sociedad no trata la riqueza excesiva como un pro­
blema, sino como un fetiche. Mi generación no puede
rechazar el materialismo porque nos definimos dema­
siado por nuestras decisiones a la hora de comprar, ya
sea en cuestión de marcas, diseño o productos. Vemos
con demasiado placer programas como MTV Cribs o la
teleserie sobre niños ricos Gossip Girl; nos gusta de­
masiado mirar en las revistas del corazón las imáge­
nes de personas ricas y bien vestidas, con gafas de sol
y grandes coches.

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La generación como concepto y problema

Básicamente, las oportunidades de ascenso social


son peores para todos hoy en día; el temor a la caída,
mayor que todo aquello que las generaciones del baby
boom o la generación Golf hayan podido siquiera ima­
ginar cuando eran jóvenes. El desmantelamiento so­
cial sigue su curso en nombre del bienestar, pero mis
coetáneos están, en su mayor parte, muy lejos de po­
ner en duda el sistema: su satisfacción con su primer
sueldo, las compras, el derroche, la despreocupación
al dejar al descubierto el crédito disponible de la cuen­
ta bancaria se lo impide: tienen demasiado miedo a
perder su lugar en el sistema, en caso de que lo hayan
conquistado.
En realidad, hoy en día más personas terminan los
estudios superiores que en el pasado, y las universida­
des de la Unión Europea han sido reestructuradas en
el marco del Plan Bolonia con el único propósito de
preparar mejor a los estudiantes para el mercado labo­
ral. Sin embargo, para la mayoría de los jóvenes uni­
versitarios sólo hay puestos temporales, y éstos están
peor pagados cuanto más vinculados con las humani­
dades. A pesar de ello, todos los grupos políticos afir­
man contundentemente que nada amenaza más la es­
tabilidad de Alemania como la futura e «inminente
falta de mano de obra especializada» debida al enveje­
cimiento de la población. No sólo ha cambiado, pues,
la posición del veinteañero en la sociedad, sino tam­
bién las perspectivas que éste tiene.
El último ámbito de importancia en el que se han
producido cambios drásticos es el de la política, cuyos
profesionales —en los gobiernos regionales, la cámara

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El término «generación»

baja del Parlamento, el consejo de ministros y los par­


tidos políticos— se hunden más y más en el descrédi­
to colectivo. La crisis política se manifiesta incluso en
los políticos mismos, con su falta de voluntad y su in­
capacidad para dar forma de manera activa a una po­
lítica económica. Si el mismo Peer Steinbrück, quien
se encuentra en una posición de poder determinante
como ministro de Economía de la Gran Coalición, des­
cribe la incapacidad para actuar de la política como un
hecho, no es de extrañar que cada vez más ciudadanos
se alejen de ella. Pero mientras que los mayores toda­
vía pueden recordar los tiempos en que el Estado era
una instancia de poder a la que se podía plantar cara y
los más jóvenes vuelven a encontrar en la política edu­
cativa y medioambiental razones para entrar en ac­
ción, mi generación no se ha distanciado de los parti­
dos porque en realidad nunca estuvo cerca de ellos: ha
crecido en el transcurso de dos décadas caracterizadas
por una progresiva despolitización de la vida pública,
una pérdida extrema de afiliados por parte de los par­
tidos mayoritarios y una creciente privatización de las
obligaciones sociales. 2010 fue elegido de forma uná­
nime por los medios de comunicación como el año de
la protesta, y es posible que dentro de dos decenios
tenga la misma importancia icónica que el año 1968
en la actualidad. Pero en honor a la verdad, la gran ma­
yoría de mis coetáneos deberá decir que no estuvo allí.
Estaba en Facebook. O de fiesta. O estudiando para un
examen. O trabajando como becario.
En tanto que concepto genérico, el de generación
está bajo la sospecha de llevar a la simplificación. La

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La generación como concepto y problema

suposición de que las personas que poseen ciertas si­


militudes sociales o demográficas podrían tener obje­
tivos comunes o intereses políticos compartidos nos
resulta extraña hoy en día. Esto es especialmente vá­
lido —aunque no exclusivamente— en el caso de los jó­
venes, sin importar si lo es en relación con el sexo,
determinados ambientes sociales o ciertos orígenes
étnicos, lo que tiene consecuencias positivas y negati­
vas. En cualquier caso, hay algo seguro: tenemos pro­
blemas con lo colectivo y rechazamos las etiquetas.
Las mujeres a favor de la igualdad de género no
quieren ser feministas, los partidarios de modos de vida
saludables y sostenibles no son ecologistas, los más
arraigados opositores a la energía nuclear desprecian
a los que piensan que contratando una conexión de gas
decididamente cara del proveedor de energía verde
LichtBlick ya han hecho su contribución a la conserva­
ción del medio ambiente. Los periodistas de la prensa
escrita miran por encima del hombro a los que publi­
can en la red, los arquitectos odian a los ingenieros,
los odontólogos no son considerados médicos, los so­
cialdemócratas no quieren tener nada que ver con la
izquierda. La exclusión mutua imprime su carácter es­
pecialmente en las humanidades: los estudiantes de fi­
losofía desprecian a los de literatura comparada y los
sociólogos se mofan de las tonterías carentes de cons­
tatación empírica de los filósofos.
Esta exclusión mutua no es el resultado —o lo es
sólo raramente— de años de malas relaciones, sino que
comienza pronto, con la socialización. Los entornos
sociales se vuelven más y más homogéneos con la cre­

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El término «generación»

ciente especialización, dice el sociólogo Michael Hart­


mann. Esto es especialmente cierto en el ámbito de las
profesiones para las que se requiere una cualificación
académica. «En la década de 1960 las universidades
eran mucho menos complejas porque el número de
alumnos era bastante menor —dice el profesor Hart­
mann—. Todos los que iban a la universidad eran con­
siderados académicos, con el consiguiente estatus. El
que estudiaba derecho estaba en contacto con los estu­
diantes de literatura. Hoy en día, los grupos se dividen
según sus intereses ya en el primer ciclo de los estu­
dios superiores, y la composición del ámbito social de
trabajo marca de forma consecuente la visión de la so­
ciedad.» Nosotros no queremos ser «nosotros», pero si
estamos obligados a ello, preferiremos serlo sólo con
aquellos que comparten todas y cada una de las caracte­
rísticas que nos definen. Esto se aplica tanto a las acti­
vidades cotidianas como a las convicciones políticas, y
tiene consecuencias en la capacidad de compromiso.
En mi caso, por ejemplo, puede ser que tenga ideas so­
bre la política de refugiados similares a las del ala iz­
quierdista del spd , pero preferiría no tener demasiado
que ver con su política interna y con las personas que
la llevan a cabo, y al final otorgo más valor a esta sen­
sación que a la pregunta acerca de si no sería más be­
neficioso para la política de asilo de refugiados que me
comprometiera con su ideario, prescindiendo de la po­
lítica interna del partido.

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