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IGLESIA ANGLICANA DEL PERÚ

COMUNIÓN ANGLICANA

ESCUELA BÍBLICA
SETIEMBRE 2018

Todo lo que está escrito en la Biblia es el mensaje de Dios,


y es útil para enseñar a la gente, para ayudarla y corregirla, y
para mostrarle cómo debe vivir. (San Pablo A Timoteo 2 Tim
3:16)

ORACIÓN INICIAL:

Espíritu Santo, Abre nuestro corazón para darnos


cuenta del querer de Dios y la manera de hacerlo
realidad en nuestras acciones de cada día.
Instrúyenos en tus sendas para que, teniendo en
cuenta tu Palabra, seamos signos de tu presencia en
el mundo. Amén.

1
JESÚS A LA VERA DEL CAMINO, JUNTO
AL POZO Y EN LA ORILLA DEL MAR

Tres encuentros para un decisivo


y definitivo discipulado
1. El ciego de Jericó: Que pueda ver
(Mc 10, 46-52)
"Después llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí,
acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo
de Timeo –Bartimeo, un mendigo ciego– estaba sentado junto
al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se
puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!».
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más
fuerte: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!». Jesús se detuvo y
dijo: «Llamadlo». Entonces llamaron al ciego y le dijeron:
«¡Ánimo, levántate! Él te llama». Y el ciego, arrojando su
manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él. Jesús le
preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él le respondió:
«Maestro, que yo pueda ver». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha
salvado». En seguida comenzó a ver y lo siguió por el
camino".

Jesús va rodeado de una multitud de personas que lo


anuncian, pero también lo hacen más difícil de ver, de
acceder a Él. Son los mismos que intentarán acallar al
mendigo a la vera del camino para que no importune al
Maestro, para que no lo detenga en su marcha. Lo hacen con
buena intención, de hecho, somos nosotros mismos los que
estamos sentados junto a ese camino esperando que algo
suceda; pero somos también el grupo que se amontona en
torno a Jesús, con la ingenua intención de que no se
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entretenga, de que no se produzca el encuentro que detiene a
Jesús pero pone en marcha al que estaba sentado y ciego.

La razón de que unos y otros nos opongamos a ese encuentro


es ni más ni menos que la fuerza de la inercia, de la rutina.
Porque es más cómodo, o así nos lo parecía, dejarse llevar
por lo que siempre ha sido así, por la costumbre o la corriente
de nuestra misma historia, que sumando días y años nos ha
traído hasta aquí sin sobresaltos, sin cambios, sin pararnos o
virar el rumbo de forma decisiva. Ése es el ruido de lo que
nos rodea y de lo que dentro de nosotros hace el suficiente
alboroto, como para que no se oigan los gritos de la parte
ciega pero hambrienta, parada pero atenta, que es la que
llama y espera una respuesta, una palabra que nos permita
ver con claridad por qué y para qué estoy aquí, hacia donde
voy y si merece la pena seguir.
Hay que tocar fondo en muchos aspectos, estar lo
suficientemente hastiados o doloridos para que nuestros
gritos sean tan sinceros como audibles a la presencia cercana
pero inasible del que pasa a nuestro lado, envuelto entre esos
ruidos, pero atento a nuestra llamada: Jesús, Hijo de David,
el que late al ritmo del corazón de Dios y por eso esperamos
que se apiade de nosotros. Cada uno tendrá que valorar los
desperfectos que ya no merecen remiendos sino un cambio
radical. Si no hacemos ese balance del estado de nuestra
personal edificación, cuando nos pregunte: ¿Qué quieres que
haga por ti? No sabremos bien qué responder o haremos una
petición circunstancial. Pero no hemos superado los ruidos
propios y de la multitud para una faena de alivio.

Ver, nos hace falta ver con claridad de dónde venimos y a


dónde queremos ir, cuál es nuestra determinación para seguir
3
el camino y nuestras fuerzas para llegar a nuestra propia
meta. Eso es lo que tenemos que pedir. No podemos vivir por
más tiempo a golpe de presagios o de mero continuismo. Ver
para decidir. Conocer para comprender nuestra propia
trayectoria y emprender nuevos y definitivos pasos. Si hemos
conseguido percatarnos de que pasa cerca el Señor fuente de
la piedad que devuelve la vida; si hemos llegado a gritar con
fuerza y claridad el dolor que nos atenaza, los rotos que nos
paralizan; si al fin hemos podido formular lo que realmente
queremos porque es lo que más necesitamos... entonces y
sólo entonces escucharemos la promesa curativa: Vete, tu fe
te ha salvado. Y en ese momento nos convertiremos en sus
seguidores... si no, seguiremos sentados a la vera del camino,
y ése no es el “camino eterno”.

Señor, tú me sondeas y me conoces;


me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares. (Sal 138)

PARA MEDITAR
1. ¿Qué me impide ver cercano y seguir a Jesús? ¿En qué se lo
puedo impedir yo a otros?
2. ¿En qué debo «tocar fondo»?
3. De cara a mi compromiso cristiano ¿a qué debo animarme
para superar estancamientos o, incluso, retrocesos en mi
seguimiento de Jesús?

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Jesús le contestó: —La Biblia dice: “No sólo de pan


vive la gente; también necesita obedecer todo lo que
Dios manda.” (Del Evangelio de Mateo 4,4)
ORACIÓN INICIAL:

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JESÚS A LA VERA DEL CAMINO, JUNTO
AL POZO Y EN LA ORILLA DEL MAR

2. Encuentro de Jesús con la Samaritana:


Dame de beber (Jn 4, 5-14)
Llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las
tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra
el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado
junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de
Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber».
Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos.
La samaritana le respondió: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me
pides de beber a mí, que soy samaritana?». Los judíos, en
efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió:
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice:
“Dame de beber”, tú misma se lo hubieras pedido, y él te
habría dado agua viva». «Señor, le dijo ella, no tienes nada
para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa
agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob,
que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus
hijos y sus animales?». Jesús le respondió: «El que beba de
esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua
que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo
le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la
Vida eterna».

Al final de todos los cansancios hay un pozo. Tras todas las


jornadas de caminata y búsqueda hay un alto y una parada,
una sentada y un respiro para tomar fuerzas.
Entonces somos conscientes de nuestra limitación. De que
necesitamos fuerza y alimento, sombra y motivación. Jesús
viene también cansado, de hecho no continúa el camino,
esperará allí a que vuelvan los que le acompañan. Ahora no
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hay ruido ni multitud que nos oculten la presencia accesible
del que tiene agua de vida si nosotros sentimos sed de vida
nueva. Éste es el momento propicio para una importante
conversación con nosotros mismos y quien habita dentro de
nosotros. El silencio y la soledad interior propios de quien se
pone seriamente frente a frente del que es fuente del don de
Dios, son necesarios pero no suficientes para reconocerlo y
aprovechar ese don del que Él es portador y primicia. Si no
hacemos silencio y no visitamos esa soledad puede que no
coincidamos con el que también está fatigado de salirnos al
encuentro.
Pero además de la profundidad de nuestro interior será
necesario también un ejercicio igualmente profundo sobre lo
que somos y queremos en la vida. Jesús provoca dicha
evaluación con su petición: Dame de beber. Jesús plantea
exigencias de calidad de vida, amor, entrega y compromiso
que se convierten en la sonda que mide hasta dónde ha
llegado nuestra conversión y nuestra determinación de
seguirlo. Lo que Él nos pide mide lo que nos falta y al mismo
tiempo marca la dirección en la que seguir el camino, el
horizonte hacia el que dirigir nuestros pasos. La demanda
que nos hace Jesús iluminará nuestra propia petición,
suscitará con fuerza nuestra propia sed.
Si conocieras el don de Dios tú me pedirías a mí de beber. No
es un acertijo sino una tremenda y lógica relación entre lo que
somos y lo que nos falta, entre lo que necesitamos y lo que
sólo Dios puede darnos. Para comprender lo que Jesús nos
dice hemos de mirar de dónde viene, cuál es su propia
trayectoria, qué se trae entre manos: cumplir la voluntad de
Dios hecha misión de amor y curación a todos. Y el don que
Jesús nos trae de parte de Dios es la convicción de que es
haciendo más felices a los demás como se calma la sed más
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profunda. Esa apuesta por alimentar y levantar del suelo al
que sufre es el agua que no se agota. Además de
proporcionarnos una ruta de felicidad más completa, nos
libera de otras cargas que nos apesadumbraban y nos
frustraban.
Seguiremos teniendo agobios, cansancios y hasta
frustraciones, pero nada será igual porque sabremos por lo
que merece la pena reponernos y convencernos de que nada
de todo eso que nos agobia es real del todo.
Y en el fondo de nuestra alma nos sentiremos entretejidos
con Dios por encima de nuestra pequeñez y con el salmista
daremos gracias porque nos ha escogido portentosamente y
ésa es la más admirable obra, la que hemos de redescubrir
para sentir sed sólo de lo que realmente calma la ansiedad y
el pesimismo.
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido –en el seno materno.
Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente,
porque son admirables tus obras;
conocías hasta el fondo de mi alma. (Sal 138)
PARA MEDITAR
1. ¿Cuál es hoy mi sed o insatisfacción vital?
En positivo: ¿qué profundo deseo alberga mi
alma?
2. ¿Cómo hago más felices a los demás? ¿Y
ellos a mí?
3. ¿Qué momentos dedico a sentarme «junto
al pozo» en el que sed y don de Dios se
encuentran?
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"Si alguien habla, sean sus palabras como palabras de


Dios. Si alguien presta un servicio, préstelo con las
fuerzas que Dios le da. Todo lo que hagan, háganlo
para que Dios sea alabado por medio de Jesucristo, a
quien pertenecen la gloria y el poder por los siglos de
los siglos. Amén." (1 Pe 4:11)

ORACIÓN INICIAL:

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JESÚS A LA VERA DEL CAMINO, JUNTO
AL POZO Y EN LA ORILLA DEL MAR

3.- Diálogo de Jesús con Pedro:


Irás donde no quieras (Jn 22, 9-17)
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un
pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos
de los pescados que acabáis de sacar». Simón Pedro subió a la
barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento
cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió.
Jesús les dijo: «Venid a comer». Ninguno de los discípulos se
atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era
el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo
mismo con el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús
resucitado se apareció a sus discípulos.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de
Juan, ¿me amas más que estos?». Él le respondió: «Sí, Señor,
tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis
corderos». Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de
Juan, ¿me amas?». Él le respondió: «Sí, Señor, sabes que te
quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas». Le preguntó
por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se
entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y
le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero». Jesús le
dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras
joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero
cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te
llevará a donde no quieras».

No, el Señor no desconoce la fragilidad que somos, ni se


ausenta del largo y doloroso proceso de formación que
supone toda vida, incluyendo fracasos y sufrimientos,
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incluyendo también la impotencia y la muerte. Y no lo
desconoce porque Él pertenece a esa historia que nos
construye y se mantiene incluso cuando todo parece
destruirnos. Cuando ya no guiemos nosotros y necesitemos
que otros nos lleven, la fe seguirá escuchando, entre el rumor
de lo que se desmorona, la constante presencia que nos
conoce y nos recorre, ésa que está en lo oculto de nosotros y
que merece ser escuchada atentamente como palabra última y
definitiva: apacienta mis ovejas y déjate apacentar por el que
nunca ha dejado de estar en lo profundo de la tierra que
somos y que son nuestros huesos.
Pedro y sus compañeros soportan una profunda y pesada
frustración: su Señor ha muerto y su causa parece fracasada.
La amistad se duele de la ausencia, la fe del revés de todas sus
expectativas. El que está a la orilla con el almuerzo preparado
es el Señor, porque también sabe de esos fracasos, porque
también los ha enfrentado sin trampas ni último comodín. El
crucificado es también el que anda preocupado por el
cansancio y la amargura de los que bajan de la barca. Sí, éste
es el Señor, el que multiplicaba el alimento y se multiplicó a
sí mismo poniendo su fe por encima de la sombra alargada de
la cruz y su ristra de muerte, desprecio, anulación y negación.
Saben que es Él pero también son conscientes de que
reconocerlo vivo implica resucitar con Él y caminar tras Él
por los senderos escarpados de la entrega, la fe y el amor.
Aunque les tenga preparado el alimento, será necesario algo
más que sus fuerzas para compartir su vida resucitada.
Y entonces le formula a Pedro la pregunta que todos
tememos, la que nos compromete para siempre: Pedro, ¿me
amas? Si respondemos que sí será porque nos hemos sentido
amados por Él, elegidos y llamados por su palabra y su vida
sacrificada. Para responder como Pedro hay que ser bien
conscientes de las experiencias de fracaso, limitación y
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muerte inseparables de la vida. Las mismas que están
presentes en el pan y el pescado, las brasas y la presencia
misma de Jesús resucitado a la orilla del mar. Si estamos
dispuestos a que el Buen Pastor nos apaciente, a que nos vaya
formando en lo oculto, nuestros huesos, conocidos y amados
por Dios, no serán pasto del olvido porque se emplearán a
fondo con Jesús en su misión llena de la voluntad amable del
Padre. Podremos incluso apacentar a otros, porque Él nos
amó primero y sentimos una sincera y cálida fuerza dentro de
nosotros, y con lágrimas diremos:

Tú sabes que te amo.


No desconocías mis huesos,
cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra. (Sal 138)

PARA MEDITAR

1. ¿Qué fragilidades, miedos o incoherencias se interponen


hoy entre mí y la llamada, que es confianza en nosotros, de
Jesús?

2. ¿Cómo y con quiénes alimento la fe


que sostiene el seguimiento de Jesús?

3. ¿A quién y para qué me siento


enviado por la voz y la llamada de
Jesús?

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Jesús le contestó: —La Biblia dice: “No


sólo de pan vive la gente; también
necesita obedecer todo lo que Dios
manda.” (Del Evangelio de Mateo 4,4)
Después que Juan fue arrestado
Meditación sobre Galilea (Mc 1, 14-39)
Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea.
Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: «El
tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca.
Convertíos y creed en la Buena Noticia». Mientras iba por la
orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano
Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran
pescadores. Jesús les dijo: «Seguidme, y os haré pescadores
de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo
siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de
Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su
barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos,
dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo
siguieron. Entraron en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado,
Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban
asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como
quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la
sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que
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comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús
Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé
quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús lo increpó, diciendo:
«Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió
violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros:
«¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de
autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le
obedecen!». Y su fama se extendió rápidamente por todas
partes, en toda la región de Galilea.
Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa
de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con
fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de
la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y
se puso a servirlos. Al atardecer, después de ponerse el sol, le
llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad
entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos
enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos
demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían
quién era él. Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se
levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.
Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo
encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando». Él les
respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las
poblaciones vecinas, porque para eso he salido». Y fue
predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando
demonios.
1. Es tiempo de profetas
El kairós, la oportunidad o momento de gracia que empuja a Jesús a
predicar el Evangelio, es la detención del Bautista y su posterior
ejecución. La persecución de los profetas no era entonces, ni por
desgracia lo es ahora, una novedad. A Jesús no le podía sorprender
ni dejar perplejo. Antes que el Bautista ya persiguieron y mataron
14
otros profetas y Jesús es consciente de ello (Lc 11, 47-50). Bien sabe
el que ha meditado en el silencio del desierto la Palabra de Dios que
acogerla tiene consecuencias. No, esta noticia no es ninguna
excepción y la respuesta valiente de Jesús tampoco puede proceder
de la improvisación, menos aún de la casualidad. Tiene la salida de
Jesús por tierras de Galilea todo el aspecto de un paso adelante. El
vacío y el silencio de un profeta, impuestos por el poder y la
violencia (Herodes), son inmediatamente sustituidos por otra
presencia y otra palabra proféticas, y éstas con renovada autoridad.
Va a haber diferencias entre el ministerio profético de Jesús y el del
Bautista; diferencias no pequeñas entre sus palabras y orientación
principal, pero a pesar de ellas ambos comparten los rasgos comunes
al profetismo de Israel: escucha inaplazable de la llamada y voluntad
de Dios, asumir esa voluntad como el destino propio, anunciar y
denunciar para que el plan de Dios se haga realidad en el presente
como lo hará en el futuro. En el caso de Jesús, la novedad y
originalidad de su mensaje están implícitos en la expresión «Buena
Nueva», Evangelio.
2. Evangelizar, un trabajo en equipo
La llamada de los discípulos corre pareja con el inicio de la misión
del Nazareno. Como si, desde sus mismas raíces, la bondad del
Reino cuya cercanía promete Jesús necesitara de un trabajo
compartido. Como si la comunidad y los ministerios que la forman
no fueran meros instrumentos, simple organización, sino el campo
preparado para que la semilla pueda germinar. El discipulado de
Jesús rebasa la condición de ayudantes y portavoces para extender la
llamada a la conversión, se trata de una primicia de esa vida nueva
que supone el Reino de Dios, un anticipo de la relación con el Padre
como hijos y la relación con los otros como hermanos. En esto se
basa la Iglesia para que no haya espectadores ni meros oyentes en
ella. Hoy, por la gracia que supuso el concilio y a pesar de miedos y
reticencias, la Iglesia se reencuentra con esta experiencia de Jesús
que asocia a sus discípulos a su propia misión. Y desde entonces es
la misión de toda la Iglesia según la vocación de cada cristiano.
3. Creer en Dios es práctico y terapéutico

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Y curar, curar y curar... la actividad de Jesús tiene una frenética
continuidad, una ininterrumpida constancia que debiera hacernos
pensar. No es el activismo del que cuanto más hace más gana, más
produce. Más bien es la urgencia del que sabe cuánto bien puede
llevar a tantas y tan profundas necesidades. Son el dolor, el hambre,
la pregunta, la orfandad, la soledad... los que azuzan la tenacidad
con la que el Maestro se dedica a curar, saciar, responder, llamar,
acompañar...
Los malos espíritus, como los problemas y hasta los errores y
defectos de nuestra frágil condición, hacen de sombra cuyos
contornos delatan, por contraste, la calidad y la altura que ofrece
Jesús con su palabra y acción, con toda su misión que es, también, la
de sus discípulos. Toda una sugerencia para que sepamos leer como
signos o consignas las dificultades que en el tiempo presente tiene
seguir a Jesús y, con Él, anunciar el Evangelio que como discípulos
suyos vivimos en comunidad.
PARA MEDITAR
1. ¿Qué circunstancias del momento presente de la sociedad y
de la Iglesia son para mí llamada a ocupar mi lugar en la
tarea de vivir y anunciar el Evangelio?
2. ¿Y a qué me siento llamado? ¿Qué compromisos creo que
debo asumir? ¿Con quiénes, en qué equipos de acción
pastoral y con qué actitud?
3. ¿Cómo relaciono mi vida de oración con el compromiso
pastoral, eclesial, evangelizador... y viceversa?
ORACIÓN FINAL:

16
Para que tu fe se vuelva activa
Meditación de la carta de San Pablo
a Filemón
1Pablo, prisionero de Cristo Jesús, y el hermano Timoteo, te
saludamos a ti, Filemón,
nuestro querido amigo y colaborador, 2y a la Iglesia que se
reúne en tu casa, así como
también a la hermana Apia y a nuestro compañero de lucha
Arquipo. 3Llegue a
vosotros la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro
Padre, y del Señor
Jesucristo.
4No dejo de dar gracias a Dios siempre que me acuerdo de ti
en mis oraciones,
5porque he oído hablar del amor y de la fe que manifiestas
hacia el Señor Jesús y en
favor de todos los santos. 6Que tu participación en nuestra fe
común te lleve al perfecto
conocimiento de todo el bien que poseéis por la unión con
Cristo. 7Por mi parte, yo he
experimentado una gran alegría y me he sentido reconfortado
por tu amor, viendo
cómo tú, querido hermano, aliviabas las necesidades de los
santos. 8Por eso, aunque
tengo absoluta libertad en Cristo para ordenarte lo que debes
hacer, 9prefiero
suplicarte en nombre del amor. Yo, Pablo, ya anciano y
ahora prisionero a causa de Cristo Jesús, 10te suplico en
favor de mi hijo Onésimo, al que engendré en la prisión.
11Antes, él no te prestó ninguna utilidad, pero ahora te será
muy útil, como lo es para

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mí. 12Te lo envío como si fuera yo mismo. 13Con gusto lo
hubiera retenido a mi lado,
para que me sirviera en tu nombre mientras estoy prisionero a
causa del Evangelio.
14Pero no he querido realizar nada sin tu consentimiento,
para que el beneficio que me
haces no sea forzado, sino voluntario. 15Tal vez, él se apartó
de ti por un instante, a fin
de que lo recuperes para siempre, 16no ya como un esclavo,
sino como algo mucho
mejor, como un hermano querido. Si es tan querido para mí,
cuánto más lo será para
ti, que estás unido a él por lazos humanos y en el Señor.
17Por eso, si me consideras un
amigo, recíbelo como a mí mismo. 18Y si él te ha hecho
algún daño o te debe algo,
anótalo a mi cuenta. 19Lo pagaré yo, Pablo, que firmo esta
carta de mi puño y letra.
No quiero recordarte que tú también eres mi deudor, y la
deuda eres tú mismo. 20Sí,
hermano, préstame ese servicio por amor al Señor y
tranquiliza mi corazón en Cristo.
21Te escribo confiando plenamente en tu docilidad y
sabiendo que tú harás más todavía
de lo que yo te pido.
22Prepárame también un lugar donde alojarme, porque
espero que, por vuestras
oraciones, se os concederá la gracia de que yo vaya a veros.
23Te saluda Epafras, mi compañero de prisión en Cristo
Jesús, 24así como también
Marcos, Aristarco, Demas y Lucas, mis colaboradores.
25La gracia del Señor Jesucristo permanezca con tu espíritu.

18
La Iglesia que se reúne en tu casa
San Pablo inicia su carta saludando a Filemón «y a la Iglesia
que se reúne en tu casa»,
prueba de la hospitalidad del anfitrión, garantía de su
compromiso con la fe y muestra de
que aquella Iglesia era «doméstica». Hoy ya no es tan casera
la Iglesia pero, sin
embargo, esta consecuencia comunitaria de la fe, esta
implicación fraterna de la vida de
fe, sigue siendo tan intrínseca al hecho de ser cristiano que,
como seguidores de Jesús,
nos tendremos que plantear cómo y cuánto nuestra fe vive y
hace vivir la Iglesia. Tal vez
El modo más preciso de preguntárnoslo sería: ¿Es la Iglesia
mi casa?, o ¿cómo hago de la
Iglesia la casa de mi fe?
Esta reflexión sobre nuestra vida en la casa de la fe debiera
ayudarnos a reconocernos
partícipes de la misma fe con todos los que la comparten con
nosotros y, desde esa
mutualidad, podemos preguntarnos por las tareas pastorales,
los estilos, las actitudes...
pero tal vez la pregunta más importante, al menos como
cristianos que se sienten
corresponsables del estado y el destino de su Iglesia, sería por
nuestras opciones: ¿por
qué acciones, presencias, apoyos, compañías eclesiales...
apuesto? Si quiero que la
Iglesia sea más fiel a su propia razón de ser, que sea
verdadera casa de la fe, hogar de los
creyentes, iglesia doméstica, cada uno deberemos asumir una
forma de hacer Iglesia y

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