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El eco es un golpe de martillo

En un trabajo ya clásico de principio de los años noventa sobre la crónica, Susana


Rotker concluía: “La crónica es un producto híbrido, un producto marginado y marginal, que no
suele ser tomado en serio ni por la institución literaria ni por la periodística, en ambos casos por
la misma razón: el hecho de no estar definitivamente dentro de ninguna de ellas” (La invención
de la crónica, 1992). Son interesantes las resonancias que esta cita incorpora en la actualidad,
puesto que la crónica atraviesa un momento de verdadero auge. Y si bien es cierto que como
género discursivo todavía es pasible de indagaciones e interrogantes, su vasta producción y
circulación le otorgan un espacio diferencial dentro del campo literario.

En febrero de este año, se publicó Sombras rusas, de la escritora Liliana Villanueva, que
sigue esta línea de escritura. En 2015, la autora había debutado con Las clases de Hebe Uhart,
un libro con el que rescató las notas (“la voz”, expresa en el prólogo) que a lo largo de diez años
fue registrando en las reuniones del taller de escritura que lleva adelante la reconocida Hebe
Uhart. Es difícil no pensar en la marca que esta ―que en sus últimos libros ha hecho un viraje
hacia la crónica de viajes― puede haber dejado en el modo de pararse frente a la realidad que
enseña Sombras rusas.

El último libro de Liliana Villanueva reúne una serie de textos que surgen de una estadía
de cuatro años en Rusia, a mediados de los años noventa. Ella y su pareja, a quien otorgaron un
puesto de corresponsal en una agencia periodística de Moscú, arriban a un país en transición y a
punto de sufrir una de las peores crisis económicas de su historia; como dice la contratapa:
“Sombras rusas no es solo un libro de crónicas sobre Rusia, también es un libro sobre la caída
del Muro y las ruinas del socialismo real, sobre el espectro gigantesco que en estos años iba
quedando de la Unión Soviética”. Y si bien el texto asume un trayecto histórico con
acontecimientos decisivos desde el punto de vista político, vale aclarar que la autora sortea bien
el territorio de los lugares comunes. Su escritura se mueve en los intersticios y en la
particularidad, siguiendo en este sentido la máxima de su maestra Uhart, para la que “los temas
de la crónica pueden ser detalles, menudencias, mundos parciales, sucesos de un día
cualquiera”.

A lo largo de los diversos apartados que componen el libro, y que constituyen una unidad
a partir de algunos ejes que lo atraviesan, se revela un estilo y, sobre todo, una perspectiva para
ver y representar la realidad. El interés es por la gente, por su forma de hablar y sus historias:
“Comprar un litro de leche en Rusia se convierte en un salto al vacío de la gramática”. No se
trata de una visita guiada por parques y museos, sino de abrir la percepción al mundo de lo
inmediato, “los símbolos más sutiles del sistema”, por ejemplo: las escaleras. En un episodio que
suena muy cortazariano, la autora lee esos niveles de la vida que, por su omnipresente
cotidianeidad, están vedados y aparentemente desligados de la ideología: “Una escalera en
Rusia es un llamado de atención, una imposición de humildad ante un orden superior, la lección
obligada que el ciudadano debe aprender, aprobar e incorporar frente al sistema impuesto”.
Detrás de lo que otro solo vería una sucesión de diseños utilitarios y rituales estereotipados, la
mirada de Villanueva acierta en advertir “un más allá” de la manera en que los sujetos se
relacionan con su entorno.

Sombras rusas tiene pasajes que quedan en la memoria. Uno de ellos es el que narra la
visita al mausoleo donde yace, embalsamado, el cadáver de Lenin, antes de que se lo lleven
como suele hacerse cada dos años, lo pongan en un baño químico y le cambien el traje. La voz
enunciativa es afilada sin caer en la pose de la irreverencia, es capaz de generar inflexiones
cómicas sin llegar a la risa. Es que, detrás de las estructuras rígidas y de aquello que sostienen
(o sostuvieron) los discursos oficiales, hay un efecto cómico siempre a punto de desatarse, y eso
es lo que lee, lo que designa de manera sutil la autora. Sombras rusas escenifica el desenlace
irónico de una historia hecha de grandes relatos y de símbolos, la persistencia de estos últimos
por seguir dirigiendo los destinos de una sociedad que, solo en la forma, conserva algo de la
utopía: “A toda costa quería evitar llamar la atención, que no me confundieran con la típica
extranjera del mundo rico y capitalista. Pero me equivoqué, el capitalismo parece haber llegado
mucho antes que yo a Rusia para instalarse de una manera despreocupada y salvaje”.

En un libro que abarca desde la visita a la casa del escritor Bulgákov (devenida territorio
de okupas), hasta una noche en un cabaret de moda de Moscú; desde la crónica sobre la
entrevista (y la propia entrevista) al traductor al ruso de Cortázar, hasta los inviernos helados de
Siberia, Liliana Villanueva demuestra una gran solvencia en el manejo de la crónica literaria, que
se presenta como el registro más adecuado para ponerle un lenguaje a su experiencia en Rusia.

Mathías Iguiniz

Sombras rusas, Liliana Villanueva, Blatt & Ríos, Buenos Aires, 2017, 274 págs.

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