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Para nadie es un misterio que lo que más atraía a los españoles al llegar a América era
la presencia del abundante oro en el nuevo continente, el que recogieron en grandes
cantidades y enviaron a España en sus barcos enriqueciendo a los monarcas. El avance
de los adelantados, conquistadores empecinados en su búsqueda, se debió
indudablemente a la presencia y atracción de este.
Pero, para Pedro de Valdivia aquel no era su principal norte, aunque también lo
buscaba. Le interesaba más bien la fama, el honor, la permanencia de su nombre en el
tiempo en estas tierras para su gloria y reconocimiento de la Corona. Decidido a
permanecer en Chile y a hacer de esta tierra su nuevo hogar, se dedicó a recorrer el
país, a conocerle y evidentemente a buscar el esquivo oro, el que en alguna parte debía
estar.
El nuevo Cacique Teno era de determinación de quemar las rucas y huir al sur, de dar
todo por perdido. Pero, la mina de oro era algo que no se podía llevar consigo. Existía
igualmente la posibilidad de que los invasores se desanimaran y se fueran, como había
sucedido con Almagro.
Ante tal dilema, el viejo Cacique Teno, ya bastante envejecido y próximo a morir,
instruyó a su hijo a que era necesario huir más allá del río Maule, hacia Tracalmó
(Talca), y le instó a huir con toda la gente a través de los contrafuertes cordilleranos.
Sólo deberían de quedarse los más ancianos y quienes no supieran la ubicación de la
mina de oro.
Durante varias noches, mientras se aprestaban al éxodo, las mujeres y los hombres
lloraron junto al río Teno, por tener que irse y dejar las tierras amadas. Se dice que
tantas lágrimas de dolor hicieron que el río Teno tuviera otro brazo de aguas.
Finalmente, al amanecer tras la llegada de la luna creciente, los curis partieron tristes
camino al boquete del Planchón, para seguir orillando la precordillera hasta llegar más
allá de Talca y cruzar el Maule. Atrás quedaron padres envejecidos, familiares
queridos, posesiones y los recuerdos de innumerables generaciones, todas
descendientes de la Cultura del Hombre de las Piedras Horadadas, habitantes de más
de 3.000 años de antigüedad en los faldeos de La Aurora, Cuesta El Peral, San Isidro
y otros lugares.
Se dice que era tanta la furia e impotencia del nuevo Cacique Teno, que era mejor no
hablarle. El viejo cacique y sus mujeres, hicieron un juramento junto a las piedras
tacitas de los Cerrillos de Teno, en donde se obligaron a tener preparada cicuta líquida
en una vasija, lista para beberla si los españoles los torturaban para hacerles delatar la
mina.
Cuando los conquistadores llegaron e inquirieron sobre la mina de oro, nadie pudo
decirles nada. El joven cacique Teno marchaba con los suyos más allá de Radal.
Enfurecidos, torturaron inocentes indios que jamás supieron en qué lugar estaba.
Cuando finalmente discurrieron que el envejecido cacique Teno podría decirles, lo
encontraron muerto junto a todas sus mujeres en su ruca. La cicuta había cumplido su
papel.
Como si fuese aquella acción triste un pacto entre la tierra y los indígenas, las tierras
de los curis se llenaron de plantas de cicuta en todas partes. Era como si la naturaleza
aprobara aquel proceder y proporcionaba en abundancia el elemento silenciador.
Jamás encontraron los españoles la mina de oro con la que el cacique Teno pagaba el
tributo a los inkas, conquistadores por mucho, más benignos y considerados que los
españoles. Aunque los europeos buscaron la mina en los Cerrillos de Teno, en
Huemul, Comalle y hasta en el río Teno, nunca la hallaron.
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