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Félix Duque. La deducción trascendental y el «Yo pienso».

El propio Kant pensaba que su deducción trascendental era «lo más difícil que jamás pueda haber
sido emprendido en favor de la metafísica.» (Prol. IV, 260). Y en efecto, no sólo hay dos redacciones
sustancialmente distintas de esta parte en las dos ediciones de la Crítica, sino que puede decirse que
toda la evolución de su pensamiento, hasta el Opus postumum, está presidida por la dramática dificultad
de llevar a cabo convincentemente esa empresa.
En el fondo, el problema de la deducción trascendental coincide exactamente con el problema de
la verdad y, por ende, con el tema más grave de la entera filosofía: ¿cómo es que nuestros pensamientos
se adecúan a las cosas? ¿Cómo es que lo «lógico» es «natural»? Que de hecho lo es algo que viene
palpablemente mostrado por la eficacia, exactitud y éxitos de la ciencia físico—matemática. Pero,
¿con qué derecho se procede así? Quid iuris? Obviamente, no puede tratarse de una deducción
empírica, como pensaba Hume: de ella no podría salir ninguna necesidad, universalidad ni validez
objetiva. Tampoco es válido presuponer una suerte de «armonía preestablecida» o de «ajuste
voluntario» entre las formas subjetivas de nuestro entendimiento y la carga de realidad de las cosas
(soluciones, respectivamente, de Leibniz y de Newton-Clarke; ambas, poco convincentes, por remitir
la concordancia a un tertium quid, «resolviendo» así obscurum per obscurius), Menos aún podemos
pensar, con el realismo, que las «cosas» se «expresan» (lanzando efluvios, o lo que sea), y que nosotros
recibimos esas «imágenes» como «impresiones» (pues para que lo así impreso corresponda de verdad
a lo expreso hace falta presuponer de nuevo un Dios «ajustador»).
La solución kantiana es en cambio más prometedora, a pesar de enredarse ella misma en
dificultades inextricables: si eliminamos el carácter clauso y autónomo de dos «mundos» separados e
independientes (el «mental» interior y el «físico» exterior: el Yo y la Cosa, el pensar y el ser) y vemos
al conocimiento y su «objeto» como una única estructura: la experiencia (cf. KrV A 110), entonces el
extremo «cósico» habrá de ser considerado como respecto vacío de un concepto-límite (la “cosa en sí”
), como el borde o periferia del horizonte cognoscitivo, mientras que el extremo «mental» se entenderá
a sí mismo como centro, foco unitario y último «sujeto» puntual (ya, de suyo, incognoscible) de la
esfera del conocimiento. La primacía del sujeto sobre el objeto -en ella consiste el “giro copernicano”
(cf. KrV B XV Is)- es debida a la capacidad reflexiva y unificadora del Yo (vimos ya que incluso en
cuanto receptor éste se afecta a sí mismo de antemano, en orden a la captación de percepciones),
mientras que la materia de las sensaciones parece «desfondarse» en una multiplicidad sin cuento.
Y bien, ¿cómo garantizar la validez objetiva de nuestras representaciones y, en definitiva, de las
categorías que están a la base de todo juzgar? La respuesta de la primera edición de la Crítica es
conocida como “deducción subjetiva". Recordemos al efecto que el tiempo era la forma única de todo
fenómeno: el lugar de “reflexión” de aquél era el sentido interno. Es en él donde «sentimos» la unidad
de nuestra conciencia. ¿Cómo pensar, empero, ese sentimiento? En cuanto forma, el tiempo es la
multiplicidad pura: coextensiva, pues, con la multiplicidad empírica: con la materia de las
sensaciones; pero, al contrario que ésta, presenta ya una estructura unitaria (sucesión irreversible,
unidimensional): una “visión de conjunto” o sinopsis de lo múltiple. Sin ser él mismo aprehendido,
el tiempo es sin embargo la base firme de toda aprehensión en la intuición. Y no sólo esto: la retención
y protención temporal de las representaciones (por decirlo con términos husserlianos) permite
reproducir fenómenos ya no (o todavía no) presentes, en cuanto imágenes. Esta capacidad de
sintetizar reproducciones es asignada por Kant a la facultad de imaginación. Ahora bien, la síntesis
no espera a la donación empírica, sino que se anticipa formalmente a ella. La imaginación no es pues
meramente reproductiva, sino también productiva o trascendental: tal el lazo de unión entre lo
temporal y lo conceptual, a cuyo través entrevé Kant una «función ciega, aunque imprescindible del
alma, sin la cual no tendríamos en general conocimiento alguno» (KrV A 78/B 103); la imaginación
es así la base de «toda posibilidad de la experiencia» (KrV A 101); más aún: ella remite a una
desconocida raíz común, de la que surgirían sensibilidad y entendimiento (KrV A 15/B 29; cf. A 124).
Idealistas y románticos partirían a la búsqueda de esta raíz abisal, de la que surgiría la «flor azul» del
conocimiento. Por último, la síntesis de la imaginación re-flexiona sobre sí, de modo que el sujeto
cognoscente se reconoce a sí mismo en la unidad del objeto. Es la última y más alta síntesis: la del
reconocimiento, debida al entendimiento. Por lo demás, adviértase que tal «objeto» es en el fondo
único e idéntico para cada representación. Kant lo llama “objeto trascendental". Este Objeto o "cosa
en general” (¡no cosa en sí!) , en cuanto lo «puesto», remite por último al acto de posición (Kant no
admite la autoposición, como hará en cambio Fichte), a saber: remite a la última unidad del sujeto: la
unidad sintética de la apercepción, la fuente o foco de donde emana el orden categorial.
La modificación fundamental en los textos añadidos en 1787 no es baladí (y para muchos
consumados intérpretes, como Schopenhauer y Heidegger, constituye un retroceso). En ellos pierden
sensibilidad e imaginación su función de sinopsis y síntesis, respectivamente: ningún enlace puede
llegar a nosotros a través de los sentidos ni estar contenido en la forma pura de la intuición, dice ahora
Kant (KrV B 130). La imaginación, por su parte, deja de ser una “facultad” separada, y menos la raíz
común de multiplicidad y de unidad, o sea de sensibilidad y de entendimiento, para convertirse en
mero efecto de éste sobre aquélla, como si Kant quisiera establecer su deducción estrictamente «de
arriba» (la unidad, producto de la espontaneidad del entendimiento) «abajo» (la multiplicidad, ofrecida
por la intuición). Por otra parte, la famosa y enigmática “unidad sintética de la apercepción” (el
hondón del «yo» de cada uno de nosotros) es vista como una mera cláusula lógica, vehículo de toda
proposición con sentido, y que «tiene que poder acompañar a todas mis representaciones.» (KrV B
132). Así, el Principio de la apercepción (foco del entendimiento) es elevado a principio supremo "de
todo el conocimiento humano” (B 135), sometiendo a imaginación y a sensibilidad trascendental. La
paradoja es clara: por una parte, Kant escapa a todo intento «idealista» de reificación de esa suprema
unidad de síntesis (algo así como si creyéramos en la existencia de un Yo absoluto y donador de
sentido, que se reconoce a sí mismo en la intuición, enlazando así -y hasta identificando- posición de
sí y autoafección); pero, por otra, ha de reconocer que esa unidad de toda síntesis, o sea: el Yo pienso,
es a su vez... analítica: puro resultado del regressus; algo que da qué pensar y qué conocer, pero que en
sí y de por sí es, no sólo incognoscible, sino absolutamente impensable. Como si dijéramos: el foco
último de la lógica (trascendental, y también formal) no es lógico. Esta sería la última -y bien extraña-
palabra de la deducción trascendental en 1787- Y, con ella, de la entera Analítica de los conceptos: un
«Yo pienso» que no es ni concepto, ni intuición, ni juicio (sino, a lo sumo, la cláusula -casi como un
muñón- que otorga validez a todo juicio).

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