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Más tarde, Ponciano Arriaga cita a “un ilustre representante del pueblo
francés que pinta el espantoso desorden del feudalismo” y afirma que sus
conceptos son aplicables a México.7 Otro constituyente, Ignacio L. Vallarta,
se refiere a quienes se oponen a que los derechos de los peones sean regis-
trados en la Constitución en los términos siguientes: “yo, en fin, conozco
como la comisión, que entre nosotros no andan escasos estos improvisados
señores feudales, que nada les falta para poder vivir bajo un Felipe II o bajo
un Carlos IX”.8 Otros oradores llaman a los hacendados lords o barones.
Y Guillermo Prieto escribirá algunos años más tarde: “Veamos en la pro-
piedad territorial proyectándose la sombra del feudalismo”.9
6
Zavala, Lorenzo de, (1981), t. 1, pp. 8 y 9.
7
Arriaga, Ponciano, (1992), t. 4 p. 277.
8
Silva Herzog, Jesús, (1959), p. 75.
9
Prieto, Guillermo, (1989), p. 5.
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Véase Cardoso, Ciro, (1978).
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Históricamente hablando, entre los líderes del liberalismo puro y los em-
presarios emprendedores existía una profunda coincidencia: ambos traba-
jaban por el advenimiento de un México moderno, capitalista y, en última
instancia, liberal, pero por vías muy diferentes: los primeros estaban em-
peñados en crear las condiciones políticas y culturales, los segundos se esfor-
zaban en impulsar la expansión del capital adaptándose sin remordimiento
alguno a los constantes cambios políticos. La cultura de los empresarios era
una mezcla de modernismo económico y conservadurismo social y sus nexos
con la hacienda inclinaban siempre la balanza en esta última dirección. Y
aunque en el aspecto político algunos empresarios oscilaban apoyando su-
cesivamente a los conservadores, a los monarquistas o incluso al Imperio de
Maximiliano, a largo plazo, la política económica de los liberales coincidía
con la economía política de los empresarios pese a su pecado original seño-
rial, que era la hacienda.
En circunstancias diferentes a las que dominaron entre los años 1833 y
1876, podría haberse encarado la reforma de la hacienda, pero el dominio
de los liberales siempre fue precario y la situación económica, deprimida.
No había mucho que ofrecer a los empresarios a cambio del eventual sacrificio
de sus privilegios rurales. No se les podía entregar las tierras de las comunidades
porque los campesinos estaban en plena rebelión, ni se les podía asegurar
un auge en la industria, el comercio y el crédito porque las condiciones no
lo permitían.
Más importante aún fue una razón política que dominó todo el periodo
y que examinaremos en detalle más adelante: el conflicto principal de los
liberales era con la Iglesia, y para vencerla no podían permitirse abrir otros
frentes. Necesitaban, por el contrario, buscar desesperadamente aliados,
y estos no podían ser otros que los hacendados-empresarios dispuestos a
colaborar.
Si esto era cierto para los miembros de la oligarquía, era aún más válido
para la clase media alta que frecuentemente dominaba las economías lo-
cales. Los políticos liberales tenían con ellos encuentros y desencuentros, pero
nunca se atrevieron a adoptar medidas que los confrontaran de manera
definitiva con el movimiento.
Otra causa de las limitaciones de los liberales en asuntos agrarios es de
carácter político. Durante el primer medio siglo de nuestra historia inde-
pendiente, el reto principal que enfrentaba México no era el de la reforma
social, sino el de la constitución del Estado-nación. En circunstancias ex-
tremadamente difíciles, todos los demás problemas fueron subordinados a
esta tarea fundacional; lo primero era urgente de resolver. El Estado repu-
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pendiente era lamentable. El primero y más difícil de todos los retos era
construir una autoridad legítima, diferente a la del rey, para una población
que había vivido bajo una monarquía centralizadora durante siglos. ¿Qué
tanto debían diferir las nuevas formas de gobierno de las tradicionales? Esta
pregunta separaba agudamente a los integrantes de las élites, contribuía a divi-
dirlas en conservadores y liberales, y a estos últimos, en puros y moderados.
En tres décadas se probaron la monarquía, la república centralista, la repú-
blica federal y la dictadura bonapartista. En los estados, el poder descansaba
sobre todo en las manos de caudillos regionales y del ejército profesional,
que tendían a actuar por encima de las leyes y de las instituciones, las cuales
eran constantemente vulneradas. Las finanzas estaban en ruinas: la recau-
dación era baja e irregular, los gastos militares enormes, y la deuda interna
y externa, impagable. Las viejas instituciones se derrumbaban, las nuevas
no lograban consolidarse. Las fluctuaciones en las formas del Estado laico
contrastaban con la inamovilidad del poder de la Iglesia, basada en siglos de
tradición. A esto habría que agregar las constantes amenazas y agresiones
desde el exterior, que estuvieron a punto de impedir la consolidación de un
Estado mexicano independiente.
La situación no tenía más que dos salidas: una sería un arreglo nego-
ciado, en el cual la Iglesia cediera de manera paulatina sus prerrogativas y
privilegios temporales, y reconociera la soberanía del Estado laico, mientras
que este garantizaba el libre ejercicio de sus funciones religiosas y parte de
su riqueza e influencia; la otra sería un choque frontal, que llevaría inevita-
blemente a la guerra civil. Sabemos que sucedió lo segundo.
A diferencia de otros países, la Iglesia católica mexicana adoptó una po-
sición intransigente en extremo. En su actuar predominaron las voces fun-
damentalistas tanto de México como del Vaticano, que silenciaron a los que
abogaban por la transacción. En lugar de adaptarse al nuevo mundo, cuya
victoria era inevitable, defendió cada uno de sus espacios con una decisión
inquebrantable, convirtiéndose, de paso, en baluarte del viejo régimen en su
conjunto.21 Su resistencia empecinada a las reformas y la desamortización
o la abolición de los fueros, que pudieron haber sido absorbidos sin caer
en una catástrofe, se transformaron rápidamente en conflictos irreconcilia-
bles. El rechazo a la Constitución de 1857 no solo por la jerarquía nacional,
sino también directamente por el Papa, ayudó a encender la guerra civil y
la intervención extranjera. Estos conflictos dejaron secuelas duraderas que
marcaron la vida de México hasta nuestros días.
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Mecham, Lloyd J., (1934), p. 441.
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redimir capitales (artículos 11 y 12) y hacer los pagos en todos los casos (ar-
tículo 10).27 Pero una vez más la ley excluyó cualquier medida para dividir
las haciendas o limitar el número o el valor de las propiedades que pudieran
ser adquiridas por una sola persona o asociación.
Los objetivos políticos de la ley eran evidentes. Por un lado, buscaba
garantizar a quienes se beneficiaron con la desamortización y la nacionali-
zación, que el gobierno liberal tenía la firme decisión de defender sus dere-
chos de propiedad y expropiar lo que quedaba de los bienes eclesiásticos en
beneficio del erario público. Por otro, deseaba formar un frente que agru-
paba desde los empresarios acomodados hasta la pequeña burguesía, que
habían participado en la desamortización y la nacionalización pese a los
anatemas de la Iglesia y el desconocimiento de las operaciones realizadas por
parte de los gobiernos conservadores. Con este frente pretendía asegurar un
vínculo entre el gobierno y la pequeña burguesía, que legitimara sus nuevas
propiedades.
La desamortización y la nacionalización se llevaron a cabo durante la pri-
mera década en medio de la guerra civil y la intervención. Esto tomó la forma
de una transferencia caótica de riqueza, una especie de acumulación primi-
tiva, de transformación violenta de bienes corporativos en capitales privados
y en pequeña propiedad sobre todo urbana, cuyo ambiente y espíritu ha sido
magistralmente captado por Justo Sierra:
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Así se dejaba claro que lo importante era tener el apoyo político de las
clases medias para el triunfo de la Reforma.
En Cuernavaca y Cuautla, las haciendas eclesiásticas de caña con sus
fábricas fueron adjudicadas a hacendados privados de la misma rama.29
Algunos de los más prominentes capitalistas de la época porfirista aparecen
en forma destacada en las operaciones de desamortización o en la especula-
ción con bienes del clero, y varios de los científicos que rodeaban al dictador
hicieron sus fortunas iniciales con bienes de la Iglesia comprados a precios
ínfimos.30 Muchos políticos liberales aprovecharon la situación para hacerse
de una hacienda o propiedades urbanas o para beneficiar a parientes cer-
canos, utilizando sus posiciones públicas.31 Según el embajador francés Alexis
de Gabriac había gobernadores y jefes militares que se estaban aprove-
chando de la desamortización para acumular fortunas. Los comandantes
militares liberales disponían de grandes cantidades de la propiedad eclesiás-
tica a precios muy inferiores a su valor. En esas prácticas destacó el general
Pedro Orgazón en Jalisco; pero, cada uno a su manera, también los gene-
rales Jesús González Ortega, Ignacio Zaragoza y Pedro Ampudia actuaron
en forma similar. Un miembro del Congreso Constituyente le escribió al
gobernador de Guanajuato, Manuel Doblado, pidiéndole su apoyo para
conseguir en subasta una de las haciendas que pertenecían a los conventos
locales.32 Una parte de ese dinero se transformó en capital, otra acabó en-
grosando fortunas de rentistas privados y otra más fue a parar a los bolsillos
de aventureros para transformarse en demanda efectiva. La acumulación
primitiva de capitales privados no ha sido precisamente un proceso idílico
ni en México, ni en ningún otro lado. En otros países en donde se aplicó la
secularización, como Alemania, Inglaterra, España, Italia o Bohemia, se
presentaron los mismos fenómenos.
Si bien la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas, que
era la utopía agraria de los liberales, no se cumplió en escala masiva, ahora
sabemos que avanzó más de lo que antes se suponía… Además, en las ciu-
dades, miles de miembros de la clase media urbana se beneficiaron con
las nuevas leyes y se transformaron en propietarios de casas. En el campo, la
República era un mosaico cuya imagen deberá ser reconstruida pacien-
temente para acercarnos más a la verdad. Según Frank Tannenbaum, el
número de los ranchos aumentó entre 1854 y 1910, de 15 085 a 47 939, un
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Ibíd., pp. 109-117.
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Knowlton, Robert, (1976), p. 86.
31
Ibíd., p. 43.
32
Ibíd., p. 44.
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33
Knowlton, Robert, (1976), p. 34; Bazant, Jan, (1995), pp. 340-348.
34
Lloyd, Jean, (1988), t. 3, pp. 68-74.
35
Altamirano, Ignacio Manuel, (1986), vol. 2, p. 68.
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ley Lerdo un precedente legal que “retrajo a los indígenas propietarios del
movimiento de la reacción”.39 Probablemente, porque el factor nacionalista
y la falta de aplicación de las leyes del Imperio fue lo que impidió a los indí-
genas pasarse al bando conservador.
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