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La oración de todos los sentidos

Jean-Yves Leloup

¿Es necesario, para meditar y orar, desprenderse de la influencia de


los sentidos?

¿Es la oración cristiana un proceso de desencarnación con el fin de ir


más rápido, "puro espíritu", hacia aquel que es Puro Espíritu?

¿No dice Jesús en el Evangelio: "Dios es Espíritu y aquellos que le


adoran, es en espíritu y en verdad que deben adorarlo"? (Jn 4,24).
Conviene, sin embargo, investigar el vocabulario griego. Lo que
nosotros traducimos por "espíritu" en el texto, ¿es el nous, el intelecto
o el pneuma, el aliento divino?

"...patri en pneumati kaî aletheia" (en el texto de la Vulgata: in spiritu


et veritate oportet adorare: spiritus, y no mens o intelectus).

Orar "en pneumati" no quiere decir "poner entre paréntesis el uso de


nuestros sentidos", cerrar las puertas de la percepción, sino al
contrario: abrirlas, introducir el pneuma, el aliento en cada una de
ellas para que devengan los órganos del conocimiento de Dios.

Es así además como lo han comprendido los Padres de la Iglesia


cuando elaboraron la doctrina de los "sentidos espirituales", es decir,
de los sentidos espiritualizados, habitados, animados por el espíritu
de Dios, no siendo el hombre en la antropología cristiana "la tumba
del alma" (cf. Platón), sino "el templo del Espíritu" (cf. San Pablo).

Orígenes, y siguiéndole Gregorio de Nisa, Macario, Diadoco de Fotice,


Máximo el Confesor y Simeón el Nuevo Teólogo, propondrán toda una
pedagogía de los sentidos espirituales en relación además con la vida
sacramental, ya que se trata siempre de elevarse del ámbito sensible
hacia el reino que está "más allá de los sentidos", "ir de estas
realidades que pasan hacia la realidad que no pasa". Los sentidos no
son destruidos, sino transfigurados: devienen sentidos divinos, que
vuelven al hombre cada vez más "capax dei".

Un examen de la cuestión hará decir, siguiendo la terminología de la


Escritura, que existe una especie de género, un sentido divino que el
bienaventurado encuentra en el presente; en palabras de Salomón:
"Tú encontrarás un sentido divino". Y este sentido comporta especies:
la vista que puede fijar las realidades superiores a los cuerpos, de las
que forman parte los querubines y los serafines; el oído, percibiendo
sonidos cuya realidad no está en el aíre; el gusto, para saborear el
pan descendido del cielo y dando la vida al mundo; lo mismo para el
olfato, que percibe esos perfumes de los que habla San Pablo, que se
dice ser "para Dios el buen olor de Cristo"; el tacto, gracias al cual

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Juan afirma haber tocado con sus manos "el Logos de Vida". Habiendo
encontrado el sentido divino, los bienaventurados profetas miraban
divinamente, escuchaban divinamente, gustaban y sentían de la
misma manera, por así decirlo, con un sentido que no es sensible; y
ellos tocaban el Logos por la fe, si bien una emanación les llegaba
desde más lejos para curarlos. Así ellos veían aquello que escribían
haber visto, escuchaban aquello que decían haber escuchado, tenían
sensaciones del mismo orden cuando comían, como ellos lo
describieron, el "rodillo" de un libro que se les habían dado (Orígenes
Contra Celso I, 48).

Para Orígenes una vez más, el Dios que habita una "luz inaccesible"
puede ser dicho captable de alguna manera por los sentidos y no
solamente por el corazón y el intelecto, porque él se ha realmente
encarnado en Jesucristo. Como lo dirá Ireneo:

Jesús es lo visible de lo invisible. A Dios, nadie le ha visto nunca ni lo


verá jamás. Dios no es aprehensible, comprensible, más que en su
creación o su humanidad.

Cristo deviene el objeto de cada sentido del alma. Se le llama la


verdadera luz para iluminar los ojos del alma; se le llama el verbo
para ser escuchado, el pan para ser degustado; de la misma manera
se le llama óleo de unción y nardo para que el alma se deleite en el
perfume del Logos; él ha devenido "el Verbo hecho carne", palpable y
asible, para que el hombre inferior pueda asir el Verbo de Vida. El
mismo Verbo de Dios es todo esto (Luz, Verbo, etc.). Él lo deviene en
una oración ferviente y Él no permite que ninguno de los sentidos
espirituales sea desprovisto de gracias. (Orígenes, Comentario al
Cantar de los Cantares II).

MEDITAR Y ORAR CON TODOS LOS SENTIDOS

En la oración, antes de iluminar, la obra del Espíritu es curar, enseñar


al hombre el buen uso de sus sentidos con el fin de que pueda –en
verdad– ver, escuchar, tocar, sentir, gustar "aquello que es" y entrar
en la Presencia de "Aquél que Es".

El ejercicio meditativo de todos los sentidos podría ser así la


introducción a una oración profunda.

Se trata de considerarlos como aliados en la oración y no como


enemigos u obstáculos a la Gracia.

Todo lo que se sabe de Dios, es siempre un hombre quien lo sabe.


Todo lo que el hombre sabe de Dios, lo sabe en su cuerpo. Paul
Evdokimov, siguiendo la tradición ortodoxa, hablará de una

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"sensación de Dios", indicando la participación de todo el ser en la
oración.

En el estudio contemporáneo de los procesos de la memoria se


conoce mejor la importancia del cuerpo. Uno no se acuerda más de
aquello que ha realmente vivenciado en su cuerpo. Acordarse de Dios
en la tradición antigua no es un simple acto de la inteligencia y del
corazón, es guardar en si la huella de una presencia. "Camina en mi
presencia y se perfecto" decía Dios a Abraham.

Orar no es pensar en Dios; es mantener la sensación de una


presencia que nos envuelve y nos guía.

Desde luego, no se trata de reducir esta presencia a la sensación que


podemos tener de ella (como a la comprensión o al amor que
podemos tener de ella).

La presencia desborda por todas partes nuestra aprehensión, pero sin


embargo, "según nuestra capacidad", que siempre es ampliable, ella
se comunica realmente a nosotros.

La esencia de Dios permanece inaccesible, es su energía la que se


comunica a nuestros sentidos, podríamos decir retomando las
distinciones de Gregorio Palamás. Nosotros no estamos en el corazón
del sol, y sin embargo cada rayo de su luz es completamente el sol...
Orar es permanecer desnudo y dejarse solear.

La ascesis comienza por una purificación de todos los sentidos. Se


trata de armonizarlos perfectamente a la presencia de lo increado, de
hacerlos silenciosos, sin las interpretaciones de la mente, es decir
desnudos en el abrazo con aquello que es.

ESCUCHAR

"Escucha Israel... amarás..."

El primer mandamiento es "Escucha". Orar, en efecto, no es antes


que nada hablar a Dios, es más bien callarse para escucharle. Y lo
que se escucha en primer lugar no es su infinito silencio sino el ruido
de nuestros pensamientos, de nuestras representaciones, de los
conceptos que nos hemos forjado a lo largo de siglos. Escuchar este
ruido, estos rumores, pueriles o grandiosos, estas palabras que nos
dicen cuando menos alguna cosa de Dios. "Alguna cosa", justamente;
ahora bien, Dios no es "una cosa que causa" sino "alguien" cuya
presencia resuena en nosotros y que hace nacer a veces el canto, a
veces la palabra profética. Ecos poderosos e inciertos de esta
Presencia.

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Escuchar... abrir el oído... Se dice a menudo que Israel es el pueblo de
la escucha más que el pueblo de la visión (los Griegos). Pero, ¿por qué
privilegiar un sentido más que otro, orar con un sentido más que con
otro? ¿No existe una escucha global que es atención global a aquello
que es...?

Es verdad que en el desierto no hay nada que ver. Los ojos se apoyan
mal sobre la luz... pero están los cantos de la arena, el rumor de los
animales, y hay voces en el viento, palabras en el interior... "Escucha
Israel".

El pueblo que lleva la palabra de Dios es el pueblo de la escucha.

Orar es escuchar.

Tender el oído, y a veces resistir al deseo de escuchar algo, hasta que


el silencio excave en nosotros un deseo más alto. Comprender
entonces que Aquél que nos habla nunca nos dirá una palabra...

Escuchar nos acalla por todos los lados, y en este silencio captamos
hasta qué punto el Otro es totalmente otro, y hasta qué punto
existe...

VER

El libro de Job finaliza con estas palabras que parecen indicar una
cierta superioridad de la visión sobre la escucha. La escucha
mantiene la distancia; en la mirada, la presencia aparece en su
proximidad:

"Yo no te conocía más que de oídas, pero ahora mis ojos te han visto.
Así, yo retiro mis palabras, y me inclino sobre el polvo y sobre la
ceniza" (Job 42,5)

Escuchar a alguien no es todavía verle; ahora bien, el deseo del


hombre es también el deseo de ver, y si se trata de Dios, verle "tal
como es", como dice San Juan, y no solamente como uno puede
imaginárselo, pensarlo, representarlo...

"Sabemos que más allá de esta manifestación nosotros seremos


semejantes a Él, porque lo veremos tal como Él es" (1Jn 3,2)

Para ver a Dios "tal como es", el ojo, lo mismo que la oreja, tiene
necesidad de ser purificado. De lo contrario, corre mucho el riesgo de
no ver más que un espejismo, una proyección.

Nuestra mirada está tan a menudo cargada de memoria, de juicios,


de comparaciones...

Quien haya visto tan sólo una vez una rosa, sabrá lo que es orar...
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La rosa es un rostro.

Ahí donde los hombres veían una adúltera o una pecadora, Jesús veía
una mujer; su mirada no se detenía en la máscara o en el gesto, él
contemplaba el rostro.

Orar es contemplar el rostro de todas las cosas, es decir, su


presencia, su tuteo fraternal que nos hace un gesto de la ternura de
Dios.

Uno es siempre bello ante la mirada de un hombre que ora; él no está


engañado por nuestros remilgos, sino que mira más lejos, hacia lo
que nosotros somos de mejor. Él mira a Dios.

Para orar mejor, si nuestros ojos comenzaran a ver lo que ven, si


nuestra mirada se tomara el tiempo de posarse y de reposarse en lo
que ve, descubriría que todas las cosas nos miran, que todas las
cosas oran.

Dejar de poner etiquetas.

Pasar de la observación a la contemplación, tal es el movimiento de la


oración de los ojos.

Captar todo lo que hay de invisible en lo que se ve.

Ir hasta ese punto inaccesible donde se encuentran las miradas.

Ver deviene visión.

Visión deviene unión.

"Nosotros nos volvemos semejantes a Él porque nosotros le vemos tal


cual es"

TOCAR

Escuchar, ver, nos mantiene en la proximidad. Pero la presencia sólo


se hace estrecha por el tacto. Es además la progresión indicada por
San Juan en su primera Epístola, como si el uso de cada sentido
manifestara un grado de intimidad particular con el Verbo de Vida:

"Lo que era en el comienzo. Lo que hemos escuchado. Lo que hemos


visto con nuestros ojos. Lo que hemos contemplado. Lo que nuestras
manos han tocado del Verbo de Vida. Porque la vida se ha
manifestado... Damos testimonio de ello" (1Jn 1,1)

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Aquello que escuchamos, vemos, tocamos, precisa San Juan, es
"aquello que es desde el comienzo". No tenemos nada más que
añadir, nada que inventar; se trata de aplicar nuestros sentidos a
aquello que es para que "eso" pueda manifestarse.

El tacto da a veces miedo, como si se refiriese a una sensorialidad


más burda que la de la escucha y la visión, más ligada a la
materialidad, a la pesadez de las cosas.

En la oración, el oído se vuelve capaz de escuchar lo inaudible, el ojo


de ver lo invisible. ¿No hace la oración que el tacto se vuelva capaz
de sentir lo impalpable, el espacio en la superficie? Nos acordamos de
esta experiencia de Teilhard de Chardin estrechando en su mano un
trozo de metal; esa fue su primera "sensación de Dios"; un infinito se
hizo presente en este ínfimo fragmento del universo...

"Si supierais lo profunda que es la piel…", decía también Paul Valery.


Sí, eso depende de cómo se la toque... Hay personas que os tocan
como una coraza, y otras que os remueven hasta la raíz. Hay manos
que os aplastan, os cosifican, os bestializan, y hay manos que os
apaciguan, os sanan y a veces incluso os divinizan (cf. la imposición
de manos, para la curación pero también para la comunicación de la
Gracia).

Los Ancianos hablan a menudo de la oración de las manos a propósito


del trabajo, pero las manos, ¿sólo oran cuando trabajan? ¿No pueden
orar cuando acarician, es decir, cuando el amor y el respeto que las
habitan las "espiritualizan"?

La oración del tacto es la oración de un cuerpo que no se agarra, que


no se encierra sobre el otro. Tocar a Dios o dejarse tocar por Él no es
sentirse aplastado, sino sentirse envuelto de espacio. Dios nunca nos
asfixia.

La oración es un abrazo que nos deja libres.

No se ora con los puños cerrados, no con garras, ni con pegamento en


los dedos...

Solo se puede orar con las manos abiertas, las palmas oferentes "ante
Ti, Señor".

DEGUSTAR

A fuerza de bien escuchar, de bien ver, y de bien tocar, la Presencia


se ha vuelto más familiar. El contacto está establecido. ¿Podemos
todavía dar un paso más en la intimidad? El salmo nos invita a ello:

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"Gustad cuan bueno es el Señor". Se trata de gustar y de saborear
esta Presencia.

La etimología de la palabra sabiduría (sapientia, sapere) nos recuerda


que el sabio es aquél que sabe degustar, aquél que "gusta" el sabor
del Ser en sus formas más variadas.

Orar es tener el gusto de Dios. "Que me bese con los besos de su


boca", dice el primer versículo del Cantar de los Cantares, y el
comentario del Zohar añade: "Cuando el Santo –bendito sea él– reveló
a Israel, en el monte Sinaí, el Decálogo, cada palabra se dividió en
setenta sonidos; y estos sonidos aparecieron a los ojos de Israel como
otras tantas luces resplandecientes".

Israel vio también –con sus propios ojos– la Gloria de Dios, como está
escrito: "Y todo el pueblo vio los ruidos" (Ex 20,18). La Escritura no
dice "escuchó", sino "vio" (rô'îm). Este ruido se dirigió a cada uno de
los israelitas y les pidió: "¿Queréis aceptar la ley que encierra tantos
preceptos negativos y mandamientos?"

El pueblo de Israel respondió: "¡Sí!" Entonces el ruido besó en la boca


a cada israelita, tal y como está escrito: "Que me bese con los besos
de su boca" (II, 146a).

No basta con "escuchar" el mandato de Dios. Es necesario además


"verlo" encarnado en la persona del justo, y después finalmente
"gustarlo", apreciarlo por sí mismo, manifestarlo por la vida propia.

Rabí Isaac dice además en el Zohar (II, 124b): "¿Por qué la Escritura
no dice: "que él me ame", en lugar de: "que él me dé un beso"? Por el
beso, los amigos intercambian sus espíritus (sus alientos), y es por
eso que el beso se aplica en la boca, fuente del espíritu (pneuma).
Cuando los espíritus de dos amigos se encuentran con un beso, boca
sobre boca, estos espíritus no se separan más el uno del otro. De ahí
viene que la muerte por un beso es tan deseable, el alma recibe un
beso del Señor, y ella se une así al Espíritu Santo para nunca más
separarse de él.

He aquí por qué la Asamblea de Israel dice: "Que él me dé un beso de


su boca para que nuestro espíritu se una al suyo y no se separe de él
nunca más".

Este lenguaje lleno de imágenes puede irritarnos, pero si Dios "habla


a los hombres" ¿por qué no diríamos que "Él los abraza"? La tradición
nos dice que Moisés habría muerto a causa de un beso de Dios,
indicando por eso, de manera simbólica, a qué estado de unión le
había conducido su plegaria.

Dios, en la experiencia de oración, no es algo sin sabor, a pesar de


que ningún sabor, ninguna comparación pueda acercar la realidad
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que Él es. Los Padres de la Iglesia –siguiendo a los Rabinos–
retomarán este tema del gusto en la oración y del beso místico a
propósito de la Eucaristía. El Sacramento es el signo sensible de una
realidad invisible, como el beso de la madre a su hijo es el signo
sensible del amor que ella le tiene. La Eucaristía es el signo sensible
del amor que Dios tiene por nosotros. Él se convierte en nuestro pan,
nuestro vino; Él quiere ser gustado, conocido desde el interior.

Se conocen las repercusiones en el cuerpo humano de un beso en los


labios y la ebullición íntima que puede despertar. La oración
saboreable es una entrada en la cámara nupcial, misterio de la unión
de lo creado y de lo increado. Dios es entonces experimentado, dirá
San Agustín, como "totalmente Otro que yo mismo y más yo que yo
mismo".

OLER

Tras el abrazo, el cuerpo del otro ha dejado sobre nuestro propio


cuerpo un poco de su perfume y uno puede permanecer todavía largo
tiempo como envuelto en su presencia... De nuevo, es la metáfora
amorosa la que parece más adecuada que la metáfora conceptual
para describir la vivencia de esta forma de oración: "Mi Bienamado es
para mí un saco de mirra que reposa entre mis senos" (Cant 1,13).

No hay más bella imagen, dirán los rudos ascetas del Desierto, para
describir los más altos grados de la oración del corazón. La presencia
de Dios nos impregna entonces por dentro y por fuera y todos
nuestros actos son como el aura perfumada de Cristo viviendo en
nosotros...

A propósito del versículo 1,12 del Cantar: "Mientras que el rey estaba
en su salón, mi nardo ha exhalado su perfume", el Zohar ya decía: "El
rey designa al Santo, bendito sea Él"; "en su salón" designa al hombre
unido a su Señor y marchando en la buena vía, hombre en el cual el
Señor fija su residencia; "mi nardo ha exhalado su perfume" designa
las buenas obras del hombre (I, 56b).

El olfato es quizás nuestro sentido más sutil, pero también aquel que
el mundo contemporáneo parece tener en más, si vemos el éxito de
los desodorantes... (¿O quizás es que la gente no tiene ya el buen olor
que tenía en otros tiempos?). El perfume de alguien es un poco su
secreto, su "esencia", y se dirá de una persona, de manera
significativa aunque irracional: "no puedo ni olerla".

En el ámbito de la oración, los fenómenos de perfumes llamados


"sobrenaturales" no son raros. Pensemos en la experiencia que
pueden tener algunos al orar en Notre-Dame-du-Laus; la Virgen
manifiesta allí su presencia por un perfume que no se asemeja a
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ninguno de aquellos que se encuentran en los costosos estantes de
nuestras tiendas.

San Serafín de Sarov inicia a su amigo Motovilov a la oración del


Espíritu, por la presencia no solamente de una gran cantidad de paz y
de suavidad, sino también por un perfume (cf. Conversación con
Motovilov).

Además, ninguna tradición ignora el poder del incienso. Su papel es


verdaderamente el de hacernos entrar en un nuevo estado de
consciencia, de despertarnos a la belleza de la Presencia. Entonces
uno puede que no quiera escuchar nada, cerrar los ojos, "solamente
respirar", y en cada inspiración, sentir expandirse en todos nuestros
miembros la Presencia misma del Viviente.

Expandir su perfume simboliza igualmente el acto por el cual uno se


orienta totalmente a Dios en la oración. Es el acto de amor por
excelencia; recordemos a María Magdalena a los pies de Jesús.

Cuando decimos con el salmista: "Que mi oración se eleve ante Ti


como el incienso", eso quiere decir que nosotros nos dirigimos a Dios
en "nuestra esencia, como en nuestra existencia". Todo le pertenece
de ahora en adelante, como el grano de incienso pertenece a la
brasa.

LA LITURGIA O LA UNIFICACIÓN DE TODOS LOS SENTIDOS

Hemos leído bastante a San Juan de la Cruz como para no desconfiar


de las sensaciones en la oración, sean estas auditivas, visuales,
gustativas u olfativas.

Orar, en efecto, no es buscar sensaciones. No es tampoco


complacerse en ellas, sino que es acogerlas, si llegan, como un don
de Dios.

Pero conviene usarlas con discernimiento: de los sentidos, como de la


razón, existe una utilización divina, natural o demoníaca.

La utilización divina o celeste es la utilización que podemos hacer de


ellos en la oración: orientarlos hacia Dios e ir así hacia Él con todo
nuestro ser.

La utilización natural o terrestre es la utilización que podemos hacer


de ellos en la meditación, para mejor escuchar, ver, gustar, tocar,
respirar "aquello que es".

La utilización infernal o demoníaca, es la utilización que podemos


hacer de ellos en un narcisismo estéril y esquizoide que nos separa
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de lo real. Uno se encierra entonces (estar en el infierno = estar
encerrado / être en enfer = être enfermé) en una serie deshilvanada
de sensaciones que son tomadas como toda la realidad,
absolutización de lo relativo, que es de nuevo una forma de idolatría.

La sensación puede de esa manera ser un icono, una imagen o un


ídolo:

– un icono, cuando nos pone en presencia de Dios; realidad visible


que nos conduce a la Realidad Invisible;

– una imagen, cuando nos revela la belleza de toda superficie pero sin
penetrar en su profundidad;

– un ídolo, cuando estamos "alienados" a su forma particular y


estamos tentados de tomarla por "la única realidad".

La Liturgia en la tradición antigua, que es el lugar de la oración


común, va a ser también el lugar de la purificación y de la unificación
de todos los sentidos. Esta Liturgia se dirige, en efecto, no solamente
al intelecto y al corazón, sino a todos los sentidos:

– al oído, a través de los cantos;

– a los ojos, a través de los iconos y las luces;

– al tacto, por la postura, las metanías (postraciones), el contacto con


los iconos;

– al gusto, por la Eucaristía;

– al olfato, por el incienso.

Ningún sentido debe ser excluido de la alabanza. El hombre todo


entero debe entrar en la Presencia; es el proceso mismo de la
Transfiguración. La Liturgia es la oración de todos los sentidos
reunidos, como "ovejas razonables", ante la llamada del verdadero
Pastor. El hombre puede entonces cantar con San Agustín:

¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!


El caso es que tú estabas dentro de mí, y yo fuera.
...
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
...
Me llamaste, me gritaste, y desfondaste mi sordera.
Relampagueaste, resplandeciste, y tu resplandor disipó mi ceguera.
Exhalaste tus perfumes, respiré hondo y suspiro por ti.
Te he paladeado, y me muero de hambre y de sed.
Me has tocado, y ardo en deseos de tu paz.

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