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Sus carras, PADRE, melegaban un pat de veces cada afio. Yo estaba lejos en la uni- versidad, pero usted estaba aiin mas lejos de mi. Al inicio, ingenuo, yo abria el sobre con una emocién contenida. Y siempre, sin falta, hallaba un papel doblado en tres. Un solo pa- pel con el membrete de su empresa. Mal do- blado, por prisa, supongo. Buscando sus pa- labras; padre, necesitandolas, lo desdoblaba con ansia. Y como una hoja seca hamaquedn- dose en Ia brisa, lento, el cheque cafa hacia el suelo. Yo lo dejaba alli, casi olvidado a la par de mis pies, pues lo que realmente me interesaba no era su dinero, padre, sino sus EDUARDO HALFON palabras, Ingenuo, buscaba sus palabras. Y en medio del papel, escrito en tinta negra, encontraba yo siempre lo mismo: su nom- bre. Nada mds. Sélo su nombre, firmado con prisa. Una palabra. Sélo una palabra. El pa- dre es un nombre. 4s por eso esctibo, o mejor dicho, €so necesito escribir. sepelio de Klaus Mann sélo llegé Mi- chael, su hermano menor, cargando en la mano derecha un misterioso estuche. Era el verano de1949. Su padre habia recibido el Pre- mio Nobel de Literatura veinte afios atris. Como habia escrito en su ensayo Selbst- mérder, en donde narraba con «envidia tan amarga» los suicidios de varias personas que él habia conocido, Klaus mismo decidié, por segunda yez, terminar stt vida, Su primer in- tento habia ocurrido diez meses antes, en California, cortandose las venas de ambas mufecas, tomando pastillas y respirando ga- ses téxicos, Pero fracasé. Supuesta causa: las infidelidades de su amante, un joven mati- nero. En su segundo intento, mientras pasa- ba las vacaciones en Cannes, ingirié exitosa- mente una dosis letal de somniferos. (Bellos durmientes: Jack London en su ‘granja ain famosa en California; Malcolm Lowry con barbitiricos y alcohol; R.H. Bar- low también con barbitiiricos, en México, trasdejar esctito en la puerta, en pictografias, ‘mayas, «No me molesten, quiero dormir lar- go rato»; Ryfinosuke Akutagawa, el padre del cuento japonés, también con barbitici- cos, a los treinta y cinco aitos, porque sen- tia que estaba viviendo, dejé escrito, «en un mundo de nervios mérbidos, didfanos y frlos como el hielo»; Alejandra Pizarnik, antes de su perpetuo suefio, escribié con yeso

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