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Azabache Soy argentino. Me enganché en un barco. Consegui en Marsella que un médico firmara un documento certificando que yo estaba loco. No le costé nada porque él estaba tal vez loco. De ese modo pude abandonar el barco, pero me encerraron en un manicomio y no tengo esperanza de que ningtin ser humano pueda sacarme deaqui. Rsta fue mi historia: por huir de mi tierra me enganché en un barco, y por huir del barco me encerraron en un manicomio. Al huir de mi tierra y al huir del barco pensé que hufa de mis recuerdos, pero cada dia revivo la his- toria de mi amor, que es micrcel. Dicen que por odio alas mujeres elegan- tes, me enamoré de Aurelia, pero no es cierto. Laamé como no améainin- guna otra mujer en mi vida. Aurelia era una sirvienta; apenas sabia escribir, apenas sabia leer, Sus ojos eran negros, supelo negroy lacio como las crines delos caballos. En cuanto terminaba de limpiar las cacerolas o los pisos to- mabaun lapizy un papel y se iba aun rincén para dibujar caballos. Era lo Gni- co que sabia dibujar: caballos al galope, saltando, sentados, acostados; a ve- ces eran rosillos, otras veces zainos, colorados, bayos, negros, azulejos, blancos; a veces los pintaba con tiza (cuando encontraba tiza), otras veces con lapices de colores, cuando alguien le regalaba lapices; otras veces con tin- tay otras veces con tintura. Todos tenian un nombre: el preferido era Aza- bache, porque era negro y arisco. Cuando por las mafianas me trafa el desayuno, durante unos instantes ofa su risa, como un relincho, antes que entrara en mi dormitorio, dando una patada nerviosa contra la puerta, No pude educarla, no quise educarla. Me enamoré de ella. ‘Tuve que irme de la casa de mis padres y me fui a vivir con ella a Chasco- mis, en lasafueras del pueblo. Pensé que las paredes multiplicadas de una ciu- dad Jabran nuestra desdicha. Con alegria vendi todas mis cosas, mi automévil y mismuebles, paraarrendar aquel pequefiisimo campo donde vivi pobremen- te, ilusionado por aquel amor imposible. En un remate compré algunas vacas y una tropilla de caballos que me eran necesarios para trabajar el campo. 250 La furia Al principio fui feliz. ; Qué importaba no tener bano, ni luz eléctrica, nj heladera, ni ropa limpia de cama! El amor lo reemplaza todo. Aurelia me ha. bia hechizado. ;Qué importaba que las plantas de sus pies fuesen asperas, que sus manos estuvieran siempre rojas y que sus modales no fuesen finos: yo era su esclavo! Le gustaba comer azticar. En la palma de mi mano, yo colocaba terrones de azticar, que ella tomaba con su boca. Le gustaba que le acariciaran la cabe- za: durante horas yo se Ja acariciaba. A veces la buscaba todo el dia, sin encontrarla en ninguna parte. Como podia en aquel campo tan Ilano y sin Arboles encontrar un escondite? Volvia descalza y con el pelo tan enmaraniado, que ningin peine podia desenredar- lo. Le adverti que a lo Jargo de la costa, no muy lejos, se extendian los can- grejales. Algunas veces la hallaba conversando con los caballos. Ella, que era tan silenciosa, hablaba incesantemente con ellos. La rodeaban, la querian. Su pre- ferido se llamaba Azabache. Algunas personas hablaron de mi como de un degenerado: otros, me compadecian, pero fueron los menos. Me vendian carne mala, y en el alma- cén trataban de cobrarme dos veces las mismas cuentas, creyendo que yo era un distraido. Vivir on aquella soledad enemiga me hacia dafio. Me casé con Aurelia para que en a carniceria me dieran mejor carne; ast lo dijeron mis enemigos, pero yo podria asegurarles que lo hice para vivir respetablemente. Aurclia se divertia besando la nariz de los caballos; tren- zabasu pelo las crines de los caballos. Estos juegos denotaban su corta edad yla ternura de su corazén. Era mia, como no habia sido aquella horrible mu- jer elegante, con las ufias pintadas, de Ja cual me habia enamorado afios atras. Una tarde encontré a Aureliacon un vagabundo, hablando de caballos. No entendj nada de lo que hablaban. Tomé a Aurelia del brazo y Ia Nevéa casa, sin decirle una palabra. Aquel dia cociné de mala gana y rompié una puerta a pa- tadas. La encerré con Ilave y le dije que era la penitencia que le infligia por ha- blar con extrafios. Parecié no entenderme. Durmié hasta que la perdoné. Para queno volviera a aventurarse lejos de la casa le conté como morian. ka gente y los animales, que se hundian devorados por los cangrejos. Nome oyd.Latomé del brazo y le grité al oido. Se puso de piey salié de la casa con Ja cabeza erguida, encaminandose hacia la costa. —¢Adénde vas? —le pregunté. Siguié caminando sin mirarme. La retuve del vestido, forcejed hasta que se rompié. La voltié, la lastimé en mi desesperaci6n. Se puso de pie y siguid caminando. Yo la segui. Cuando Ilegamos a la proximidad del rio, le supli- qué que no siguiera adelante porque alli se extendian los cangrejales,con un sivina Ocampo 251 inmundo olor a barro. Siguié caminando. Tomé un camino angosto, entre Jos cangrejales. La segui. Nuestros pies se hundian en el barro y oiamos el grito innumerable de los pajaros. No se veianingiin Arbol y los juncos tapa- ban el horizonte. Llegamos a un lugar donde el camino se desviaba y vimos aAzabache, el caballo negro, hundido hasta la panzaen el cangrejal. Aurelia sedetuvo un instante sin asombro. RApida, de un salto, entré en el cangre- jaly comenzéa hundirse. Mientras ella trataba de acercarse al caballo, yo tra- taba de acercarme a ella para salvarla. Me acosté, me deslicé, como un reptil, enel cangrejal. La tomé del brazo y comencé a hundirme con ella. Durante algunos momentos crei que yo iba a morir. Le miré los ojos y vi esa luz ex- traha que tienen los ojos agonizantes: vi el caballo reflejado en cllos. Le sol- téel brazo. Esperé hasta el alba, deslizandome como un gusano sobre la su- perficie asquerosa del cangrejal, el final, sin fin para mi, de Aurelia y de ‘Azabache, que se hundieron.

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