You are on page 1of 3

La cultura del esfuerzo ( Perfil 20/9/2008 )

Tomás Abraham

Un grupo de estudiantes de los últimos años de la secundaria con


dos profesores de historia y filosofía vinieron a verme para hablar
sobre el tema de la violencia. En la misma semana he recorrido
varias comisiones de mi cátedra del Ciclo Básico Común, lo que me
ha permitido conversar con estudiantes de veinte años.
Los estudiantes secundarios provenían de varios colegios
públicos de la provincia de Buenos Aires. El problema de la
violencia no les preocupaba. En realidad, creo que la consigna de
sus profesores era que debían mostrarse preocupados. Hicieron lo
posible para demostrármelo y no les salió mal. Pero en lugar de
seguir con sus temas de preocupación que más parecían derivarse
de la agenda mediática instalada cada semana que de sus vivencias
personales, decidí replicarles con lo que me preocupaba a mí en
relación a ellos.
Esta inquietud la trasmití luego en mis charlas en la UBA. Con
respecto a la violencia les dije que nadie puede creer que hay un
genoma argentino que determine conductas violentas. La violencia
social deriva de la situación de exclusión social y marginación en la
que viven cientos de miles de jóvenes. La cifra se publica cada tanto
en la prensa argentina y da cuenta de la situación fuera del sistema
escolar y laboral en la que se encuentra una parte sustancial de
nuestra juventud.
Es posible que los juegos de video game y las imágenes bélicas
que les lleguen a los adolescentes y jóvenes también los alimente
con una cuota agresividad que pueda manifestarse en conductas de
violencia, sin embargo, la proyección de una serie de imágenes es
débil cuando hay otras estructuras de contención sólidas y activas.
Querían hablarme de las tribus urbanas y respondí que no me
interesaban. No me parecían ni mal ni bien, simplemente no
aportaban nada a la vida. Ropas, idolatría musical, estados de
ánimo prefabricados, no me parecían mejor indicador de
identidades que ser de Nueva Chicago o de San Lorenzo. De todos
modos, ellos no pertenecían a ninguna de estas tribus.
Les pregunté si recordaban alguna vez en sus más de diez años
de escolarización si habían llegado a la noche, antes de acostarse,
cansados de haber estudiado durante el día. Si tenían en mente
haber estado cinco horas en silencio delante de un libro de estudio.
No tenían esa experiencia.
Quisieron saber como los veía, a ellos, a los adolescentes, les dije
que a la intemperie. Los profesores me preguntaron si la escuela
era generadora de violencia. Les pedí que no me hicieran ese tipo
de preguntas. La escuela es generadora de conocimientos y una
usina de aprendizaje, en todo sentido, para saber escribir, leer, y un
lugar de encuentros y relaciones sociales.
1
Los profesores me preguntaron si existía una violencia legítima
como respuesta a otra violencia. Nuevamente les pedí que fueran
claros y se dejen de ambigüedades y excusas. Hay que condenar a
la violencia y no pensar con coartadas nacidas de un sentimiento de
culpa de clase tan extendido en nuestra burguesía
progresista. Nadie debe dejarse atacar físicamente y cualquiera
intentará defenderse, no se trataba de eso, sino de terminar con la
continua búsqueda de motivos que justifiquen actos de los que
después son los primeros en lamentarse.
Vivimos en una sociedad de engaño. Los adultos de mi
generación han diagramado una estafa educativa en nombre de la
solidaridad, de la justicia, y de otras banderas civilizatorias que han
convertido en trapos.
No se prepara a los jóvenes aún insertos en el dispositivo
educativo para el mundo en el que han de vivir. Los adolescentes no
tienen la menor idea de que en la escuela pública, en el colegio, y
en la facultad, trabajan. Es un lugar de trabajo. Y lo es a pesar de
que no pagan ni cobran dinero. Pero esa gratuidad no debe ser un
ocultamiento de que la función de la institución en la que están
tiene por objetivo principal, prepararlos para ofrecer un servicio a
la sociedad que a su vez les permitirá llevar adelante sus vidas y
realizar sus deseos. Nada les garantizará que lo logren, pero sin los
recursos del conocimiento, y la laboriosidad que exige obtenerlos,
de un día para otro estarán en la calle sin un techo asegurado y sin
ingresos que les permitan autonomía, y sin una cabeza que pueda
soportar disciplina y rutina. No todo es creatividad, y menos la
espontánea.
Hemos, los de mi generación, inculcado a los jóvenes que
estudiar no sirve porque los títulos ya no garantizan un buen nivel
de vida. Nos regocijamos en anunciar la muerte del sueño de la
antigua clase media. Y estos anuncios lo hacen y repiten
representantes ilustrados que tienen bien exhibidos sus diplomas.
Se han bajado los niveles de exigencia por razones de solidaridad
con los estudiantes de menos recursos, lo que en realidad es una
forma de humillarlos. Utopías de la mentira les ocultan que vivimos
en un mundo competitivo, muchas veces cruel, y que
probablemente para un lugar disponible se presenten diez
candidatos.
Los hemos debilitado para no incomodarnos y estamos siempre
dispuestos a declamar pseudo principios que al menos nos
reconfortan de nuestros fracasos. No tenemos otra política
educativa que la de la mezquindad.
Los pibes efectivamente están en la intemperie. Adultos
resentidos les adosan violencia, pacos, superficialidad, ignorancia,
vagancia, para así sentirse superiores y eternos. De los pibes hay
que ocuparse, lo deben hacer las madres, padres, maestros,
profesores. Ocuparse es darles nuestro tiempo y lo mejor de
nosotros mismos.
2
Padres demagogos creen que dedicarse a ellos es formar parte
del griterío por sus derechos y de lo que se les adeuda en lugar de
hablar con ellos sobre que deben dar y de la responsabilidad que
tienen por recibir educación gratuita.
Vivimos en una sociedad resignada. Todos parecemos estar de
acuerdo en que no hay solución para ninguno de nuestros
problemas. El ministro de transportes de la ciudad de Buenos Aires
dice que no hay solución para el caos vehicular. Se repite que no
hay solución para la deserción escolar y los niveles de enseñanza.
No hay solución para los millones de indigentes. Sí hay retórica,
proclamas, que los mismos que las anuncian lo hacen para defender
sus propios intereses, para figurar como bienpensantes y trepar un
peldaño más en la escalera del poder.
Nadie quiere ser tremendista. Mejor es mentir. O, lo que es lo
mismo, poner cara de periodista agrio e indignado y retar a Dios y
María Santísima.
A nadie le importa que los estudiantes ocupen facultades, pueden
hacerlo meses. Los docentes de la escuela pública pueden hacer
huelga tras huelga. Se ha diagramado un sistema educativo en el
que las instituciones privadas con el treinta por ciento del aparato
educativo general ofrecen lo suficiente para los requerimientos de
nuestro desarrollo económico. No es un plan explícito, sí es
implícito, basta dejar de hacer y permitir que todo siga como está.
Soluciones, claro, todo el mundo quiere soluciones. Lamento
decir que no creo en ese pedido, no se quieren soluciones. Los
cambios tienen un costo, no rinden beneficios por un tiempo,
siempre se pierde algo.
¿Si quien aquí escribe tiene soluciones? Tengo un mensaje, se los
digo hace veinticinco años de actividad docente a los jóvenes, y a
mis colegas: trabajemos, estudiemos, aprendamos, investiguemos,
hagamos nuestra tarea.

You might also like