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JORGE GRAM

(CANGO. DR. DAVID G. RAMÍREZ)

ECTO
N O V E L A HISTÓRICA CRISTERA
•• •

EDITORIAL JUS
MÉXICO
LECTOR:

Cuando hayas sentido y amado lo que


este libro pretende hacerte amar y sentir,
levanta tus ojos y mira a tu alrededor...
Examina el Oriente y el Ocaso; escudriña
el Mediodía y el Septentrión...
Y doquiera descubras que un pueblo o
una raza, o una casta o una tribu, agoniza
HÉCTOR en el tormento, vuela hacia allí y revela a
las víctimas el dogma sagrado de las resis-
tencias heroicas.

Jorge G R A M .

Amsterdam, junio de 1928.


1930. Herederos del Autor.
1953. Editorial Jus, S. A. de C. V.
Plaza de Abasólo No. 14.
Col. Guerrero.
06300 México, D. F.
»

ISBN 968-423-052-4

DECIMA EDICIÓN.

Reservados todos los Derechos.


IMPRESO EN MÉXICO.
N O T A DE LA PRIMERA EDICIÓN

Mediante el concurso de un grupo de expatriados, se puede dar a


la publicidad esta bellísima producción literaria
Su autor, que ha vivido durante muchos años en Méjico y que
se encontraba en uno de los países europeos en el tiempo en que la
terrible tragedia mejicana se desarrollaba en forma tal que recor-
dó las luchas de la Vendée, supo, en verdad producir una obra
genuinamente nacional en que se retrata magistralmente el ver-
dadero pueblo mejicano, no el estrafalario y repugnante que la
literatura revolucionaria y ciertos escritores de este país ofrecen
al público en obras convencionales.
No necesitamos ponderar el interés de esta novela: sólo nos li- /
mitamos a invitar a quien la tenga en sus manos, que pase la vista
por algunas de sus primeras páginas, y si tiene sangre latina, vea
si puede libertarse del anhelo justificadísimo que habrá de desper-
tarle el aspirar por irnos instantes el ambiente bendito en que se
vivió en Méjico durante la gloriosa y epopéyica lucha.
Plegué al Cielo que la lectura de esta obra y su divulgación
cooperen, aunque sea en mínima parte, a disipar la atmósfera de
calumnia que ha cubierto a Méjico durante muchos años, y que
se llegue al fin a saber que Méjico no es el país criminal de los
Carranzas, Villas y demás, sino que el verdadero es otro muy di-
verso, rico en nobles acciones, animado por clevadísimos ideales,
y llamado a ser, mediante una gestación muy dolorosa, pero muy
fecunda, el baluarte en la América de la civilización cristiana.

Marpha, Tex., noviembre de 1930.


DEL PROLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA*

Y según la ley casi todas las cosas


se purifican con sangre: y sin de-
rramamiento de sangre no ac hace la
remisión.
(Epístola de San Pablo a los He-
breos, IX-12.)

S O N LOS CATÓLICOS MEXICANOS los que, dando un ejemplo admi-


rable al mundo entero, han puesto por fin en práctica las palabras
del Apóstol y han hecho oferta generosa de su sangre y de su vida
en aras de la Religión y de la Patria. En pleno reinado del mate-
rialismo, cuando la conservación de la vida y de la hacienda se
han elevado a la categoría de supremos ideales, los católicos mexi-
canos, en un heroico y prolongado alarde de valor físico y de en-
cendida caridad, solamente censurado por los prudentes, los tem-
plados y los acomodaticios, ¿aerificando conscientemente todas las
delicias de la cómoda existencia actual, han empuñado las arma*
en defensa de la fe y de la moralidad de nuestra generación y de
las futuras. Sólo hay dos actitudes dignas para afrontar las horas
gravísimas porque atraviesa el mundo: una es la que nos enseñar
los católicos del siglo XVI, que en una mano llevaban la cruz y
en la otra la espada; la otra es la de dejarse matar en voluntario
martirio, sacrificar los provechos del gobierno antes que rendir
pleitesía al error o ser su cómplice. Estas dos únicas actitudes
que hoy pueden adoptar los auténticos católicos se practicaron
también en el siglo XVI. Los soldados de Felipe II que luchaban
en Flandes y en Le panto fueron el instrumento de que la Provi-
dencia se sirvió para que no quedara la religión católica barrida

• Quisiéramos poder reproducir íntegro este prólogo, por su importan-


cia histórica respecto al movimiento nacionalista español; pero juzgamos
necesario suprimir los párrafos inspirados por una información incompleta
lobre los "arreglos" de 1920. (Nota de la Editorial JUS.)

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i
de todos los Estados ante las acometidas Jel protestantismo y del trabajar y de sacrificarse por la libertad de México en todos los
Islam, en tanto que los frailes españoles, amparados por la espada órdenes y valiéndose de todos los medios, con tal de que se guar-
de los conquistadora, daban a Roma veinte pueblos por cada uno de den siempre las normas inmutables de la moral y de la justicia. El
los que fe arrebataba la herejía. La otra actitud, igualmente lí- peligro del comunismo es inminente, y sólo la acción decidida,
cita r individualmente más admirable, fue la observada por los unánime y constante de todos los buenos mexicanos podrá salvar
católicos ingleses frente a los impíos designios de Enrique VIII y a nuestra desventurada Patria.
de su hija adulterina Isabel. Cinco cartujos inician la santa teoría "Las normas de Su Santidad, si se cumplen debidamente, pro-
que había ríe contar seiscientos mártires que prefieren perder la ducirán,, sin duda, excelentes resultados. P O R LC QUE SE REFIERE
vida a obedecer los deseos ilícitos de los reyes herejes; pero estos AL USO DE MEDIOS VIOLENTOS, COMO SERTA EL RECURSO A LAS AR-
sacrificios no pudieron impedir que la herejía se impusiera en to- M A S , NI F.L EPISCOPADO NI EL C L E R O DEBEMOS ENTROMETERNOS,
da Inglaterra y que tardara más de dos siglos en volver al catoli- PROMOVIÉNDOLO O PROHIBIÉNDOLO."
cismo a dar públicas señales de vida en el país.
¿Quiénes son los insensatos que sostienen que la Iglesia prohibe
Los católicos mexicanos han vuelto a empuñar la espada que defender la Religión y la fe de de los niños y de las generaciones*
en 1929, por obediencia a la autoridad eclesiástica, se vieron obli- futurat con las armas en la mano? Si nos es licito e incluso, legal,
gados a enfundar a conciencia de que por esta causa muchos de luchar por defender nuestros bienes y derechos materiales, ¿cómo
ellos habían de perder su vida. Y esta vez, aleccionados por el no iba a ser lícito luchar y morir en defensa de los valores espiri-
cruelísimo tropiezo pasado... saben a dónde van y hasta dónde tuales y eternos?
alcanzan íMí derechos de ciudadanos y de católico*. Fechado el 12
de diciembre de. 1934 en San Antonio de Texas, el Delegado Apos- Tías des siglos de ideología enciclopedista y liberal que termina-
tólico en México, monseñor Leopoldo Ruiz, Arzobispo de Morelia, ren por materiarlizarlo todo, incluso los ideales de los que nos
dirigió tma instrucción al Episcopado, clero y católicos de Méxkv, decimos católicos, vuelsé la luz de la verdad a dejarse ver y a
que remitió igualmente a todos los obispos esparcidos por todo el pregonar por todas partes que sólo a fuerza de sacrificios y de
mundo "a fin de que todos los católicos de la tierra —son pala- sangre se hacen las cesas grandes. El nicaragüense Pablo Antonio
bras del Delegado Apostólico— conozcan nuestra situación y pidan Cuadra, en Hacia la Cruz del Sur, lanza desde su Patria una
a Dios el remedio de nuestros males", en cuya Instrucción, en su ardiente plegaria que va encontrando eco en iodos los pechos jó-
apartedo II leemos: "Por esto, en nombre de Dios y de nuestro venes y generosos^ Dice asi el heredado grito conquistador:
santísimo Padre el Papa Pío XI, y de acuerdo plenamente cor, el
venerable Episcopado Mexicano, damos las siguientes normas de ¡Ay Virgencita! que luces
conducta, según las cuales obraremos los Prelados y deberán tam- ojos de dulces miradas:
bién obrar el Clero Secular y Regular y todos los fieles: pues viste venir espadas
que dieron paso a las cruces,
" l o . La Iglesia Católica no reconoce ningún poder humano que ¡mira tus tierras amadas'
le pueda impedir nada de lo que. Ella misma juzgue necesario para V si hoy arrancan las cruces,
la salvación de las almas; por lo mismo, en las cosas espirituales, ¡biillen de nuevo las luces
a nadie está subordinada... del filo de las espadas!
"Por lo mismo no debe de extrañarle al Gobierno que siempre,
que dé una orden atentatoria contra los derechos que la Iglesia "Todo hombre que está decidido a morir escribía Edouard
tiene, como Sociedad perfecta que es, se hagan las debidas protes- DiUfíiont - puede influir en los aconte'cimientos. Detrás de todos
tas; pues no porque la fuerza y la violencia nos impidan el libre los acontecimientos hay un hombre que está decidido a morir. . ."
uso cíe nuestros derechos dejan éstos de existir, y por lo mismo de
clamar justicia. Deberá, pues, protestarse siempre contra todo acto Nadie sabe nada de lo que pasa en México. Parece que no sólo
atentatorio de las libertades inalienables de la Iglesia, haciendo no lo sabemos, sino que tampoco queremos saberlo. Y, sin embar-
esto con toda prudencia y con todo valor cristiano. go, vo sólo tenernos obligación de enterarnos, sino que, además,
deberíamos de haber acudido en ayuda de nuestros hermanos los
"2o. Teniendo como tiene la Iglesia la misión de civilizar, sien- católicos mexicanos, víctimas desde hace varios lustros de las más
do como es Madre de los pueblos libres, necesariamente debe ha- cruelrs y refinadas persecuciones. Pero los católicos en general, y
cer saber y recordar a sus hijos que tiene greve obligación de' más especialmente tos católicos españoles, vivimos totalmente aje-

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siempre con la Religión de nuestros padres: después de haber pro-
nos a la constante vigencia del divino precepto del amor al próji- bado, en pleno siglo XX, aue la Religión Católica, Apostólica Ro-
mo. Si permanecemos totalmente indiferentes a que en nuestra mana es la única resurrección para el mundo en medio del naufragio
misma casa, calle o ciudad, sea mayor cada día el número de las universal, éste no ha sabido tener ni siquiera una palabra de aliento
personas que desconocen el nombre de Dios y sus enseñanzas sa- piara los heroicos católicos de 'México, ni un gesto de indignación pa-
pientísimas y a que sea enormemente superior el número de quie- ra la casta de asesinos y bandidos de todo progreso y de toda civi-
nes desean instruirse en las verdades de la fe que el de maestros- lización que nos esclavizan".
dispuestos, a enseñarla, ¿cómo nos vamos a interesar por la suerte
de los católicos mexicanos? ¡Amaos los unos a los otros! ¿Ama al Y continúa, enardecido, el ejemplar Prelado: "Sería un crimen
prójimo como a ti mismo! Son preceptos fundamentales que Nues- en los Estados Unidos, por ejemplo, enviar armas y parque a los
tro Señor promulgó durante su vida mortal, y, sin embargo, en la libertadores, aunque no lo sea el apoyar con todas las fuerzas a
práctica, no hay preceptos que con más constancia y universalidad los facinerosos que desgarran las entrañas del pueblo mexicano.
se conculquen que éstos. £s inútil que nada ni nadie intente rom- "No sabemos qué pánico se apodera en estos momentos de toda
per la rutina materialista de las sociedades contemporáneas. ¡Qué la familia humana que impide tender una mano generosa a un
nos importa que un poder tiránico sojuzgue a un pueblo, persiga y pueblo civilizado que sucumba en las garras de la tiranía y del
asesine a los sacerdotes, destruya los templos, deshaga hogares despotismo. Nosotros creemos que es vano temor a los grandes de
y prepare conscientemente la sistemática corrupción de ¡a infan- la tierra; pero-esto mismo causa en nuestro ánimo la más profunda
cia y de la juventud! ¡ Qué nos importa que, cuando nuestros her- tristeza, porque vemos que el mundo actual retrograda violenta-
manos los católicos mexicanos, en cumplimiento de sagradas obli- mente al paganismo arrastrado por la corriente impetuosa de la
gaciones se vieron forzados a lanzarse al campo para defender fuerza bruta.
virilmente la fe de sus hijos y los derechos imprescriptibles de la "El mundo civilizado ha sido muy cruel para con el pueblo
Religión y de la Patria, carecieran de armas, de dinero e inclufü mexicano. Viéndole aherrojado, azotado y herido de muerte por
de apoyo moral! El mundo católico contempla insensible el mar- sus poderosos enemigos, lo ha abandonado y despreciado; viéndole
tirio de un pueblo creyente, y desde las columnas de sus rotativos, caído en tierra, ha seguido de fiesta con sus verdugos, celebrando
servidos por el sectarismo de las agencias yanquis, califica de "ban- y aplaudiendo los actos de barbarie y salvajismo que ignoraron los
didos" y "criminales" a lo\ héroes de la epopeya que con su san- siglos pasados".
gre generosa están escribiendo en estos momentos los católicos
Pero ¿qué sucede en México? La historia de la República me-
mexicanos.
xicana sería, aproximadamente, la misma relación de revoluciones,
El 12 de febrero de 1929, el Obispo de Huejutla lanzó desde el motines y tiranías que la que constituye la de las demás repúblicas
destierro un conmovedor documento, que titulaba Mensaje al mun- hispanoamericanas, de no tener la vecindad espantosa del monstruj
do civilizado, en el que, para nuestra vergüenza, podemos leer lo yanqui, dedicado, desde la independencia de México, a descristia-
siguiente: nizar este país y a asegurar por todos los medios la estabilidad de
los demagogos en el poder. El territorio mexicano ha sido, desde
"¿Será posible que el mundo civilizado nos siga mirando aún siempre, presa codiciada de todos los políticos norteamericanos,
con el más irritante desprecio? que en el desorden interior y la total descatolización del país ven
"Ya en nuestro anterior Mensaje declamos que, fuera del Au- los medios indispensables de adueñarse de él por completo. La
gusto Pontífice de la Cristiandad, que rt se ha preocupado verda- enemiga a la Religión católica por parte de los políticos yanquis
deramente por México y hecho todo lo humanamente posible por ha sido constante desde la independencia de México, por estimar
aliviar nuestra inmensa miseria, todos los pueblos que integran la indispensable la muerte del catolicismo para acabar con el espíritu
gran familia cristiana nos han mirado con la más completa in- nacional y hacer posible que todo México siga la suerte de Califor-
diferencia. nia y Texas.
"Al presente, después de más de dos años de prolongada agonía,
La persecución religiosa se inicia poco después de la indepen-
en que hemos perdido lo más granado de nuestra juventud y con-
dencia, como consecuencia de la instauración de las instituciones
sumido en la lucha gran parte de nuestra energía; después de
liberales y democráticas, que, como en todos los demás países, ha
haber demostrado con la elocuencia de los hechos que los mexica-
llevado aparejada la guerra a la Iglesia. La persecución religiosa
nos sabemos morir por la fe y por la libertad, y de haber desmen-
se presentaba, al correr de los años, unas veces con formas crueles
tido solemnemente los embustes del tirano que soñaba acabar para
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y otras persiguiendo solapadamente sus designios; pero al subir a
la presidencia Plutarco Elias Calles se decidió la destrucción radi- "Si el Ejército Libertador hubiera sido apoyado por el elemento
cal y completa de la Religión católica en México. Pacientes y acaudalado del país, si los ricos hubieran cumplido, siquiera en
sumisos hasta entonces, los católicos tratan de impedir que se les parte, con su deber, dando a los libertadores unas cuantas mone-
prive de sus últimas libertades, y, al efecto, dentro de la legalidad das, en muy poco tiempo Itabrían derribado éstos a la infame
y fieles a la más pura doctrina democrática, elevan innumerables tiranía que nos oprime; pero no, no son los ricos a quienes el
solicitudes, peticiones y protestas a los podeies públicos, algunas pueblo deberá su futura liberación, ni son ellos los que se han sa-
de las cuales iban autorizadas por millones de firmas. Pero todo crificado por la Patria: es la clase media, es el pueblo humilde de
fue inútil. Al fin, cuando se creyeron cargados de una razón aue donde han surgido los mártires de la fe. Muchos jóvenes, princi-
desde un principio les había asistido, tras no poco tiempo perdido palmente de la benemérita A.C.JM., han cortado su carrera, o
en esas ingenuas reclamaciones, decidieron acudir a las vías de bien renunciado a un brillante porvenir, por irse a engrosar las
hecho, a esas peligrosas vías de hecho tan censuradas por los co- filas de la libertad; otros se hallan en el destierro, y muchos han
bardes y prudentes egoístas, pero sin las cuales nada grande se. sido descuartizados por el enemigo de nuestra fe".
hubiera hecho en el mundo. Pero esta guerra religiosa, que pudo ser para México tan fausta
y saludable como, según la Biblia, fue la revuelta de los Macábeos
Primero fue el "boycot" pacifico a la vida económica del país,
restringiendo hasta lo absurdo todos los gastos superfluos e incluso para Israel, no tuvo los resultados que eran de esperar por ¡a inter-
los necesarios, constituyendo una imponente manifestación de pro- vención en la lucha, de la política, las negociaciones y las torpes
testa de la inmensa mayoría del país, más tarde, ante el desprecio componendas. . . La escuela seguiría ignorando a Dios, la infancia
del gobierno tiránico decidieron apelar, por fin, a las armas. seguiría siendo iniciada con miras corruptoras en todos los misterios
dé la vida sexual; el divorcio continuaría deshaciendo hogares; en
Lo que fue aquella guerra esperamos que se escribirá algún día, vna palabra seguiría vigente, toda la legislación antirreligiosa, reco-
para asombro y ejemplo de las generaciones venideras. De 1926.a nociéndose de hecho unas leyes que para los católicos no tienen de
1929, a despecho de los contratiempos y de la carencia de armas-y ley más que el nombre, a cambio de que algunos templos continua-
dinero, a precio de sangre y de heroísmo se va organizando ún ran abiertos, no se persiguiera a los sacerdotes y otras ínfimas
aguerrido ejército, que recibe el tíulo de "Libertador", que llegó conquistas. . .
a contar con treinta mil valerosos cruzados, y en nada estuvo que
Durante dos años, el modesto ítatu quo no se vio grandemente
no lograse derrocar la tiranía imperante. De este ejército dice el
viciado. Alguna vez' lograban filtrarse en las columnas de la prensa
Obispo de Huejutla: "Por entre los escombros de nuestras humean-
telegramas perdidos, dando la noticia de haber aparecido asesinado
tes ruinas, a lo largo de los inmensos valles sembrados de cadáveres,
un jefe "cristero" a poco de haber regresado a su aldea. Así fueron
por entre les escarpados montes de la sierra de Anáhuac, en aque-
cayendo varios centenares de jefes del ejército libertador, estando
llas cavernas donde ha ido siempre a refugiarse la justicia cuando
indefensos por haber depuesto las armas obedeciendo...; de tal
se ha visto perseguida en las grandes ciudades, se ve por doquier
modo, que el número de muertos habidos en tiempo de paz excedió
a los soldados de ta libertad. Estos no roban, ni asesinan, ni
al de los que cayeron en el campo de batalla.
ultrajan mujeres, ni son carga pesada para el Estado, ni se com
pran con dinero, ni se rinden al cansancio, ni se abaten por la ad Deshecha la resistencia católica, desalentados los cruzados y sin
versidad. , medios humanos para poder de nuevo levantar cabeza tras el rudo
golpe que les infligió el "pacto" de 1929, el Gobierno mexicano ha
"Estos no son soldados asalariados que combaten por el pan, sino
vuelto a imprimir ritmo acelerado a la política antirreligiosa y
nobles ciudadanos que luchan por la conquista de un ideal. Estos
comunista. Pero lo que a juicio de las gentes frivolas era imposible,
hombres pálidos y demacrados, hambrientos y cubiertos de andrajos
no lo es para los hombres de fe. La fe mueve las montañas, y sólo
que montan endebles caballos y devoran inmensas distancias, que
pensando en esta fuente inagotable de energías espirituales podemos
velan durante la noche, y al amanecer se ven cubiertos por el
concebir que los católicos mexicanos hayan logrado sacar de la
humo del combate, que gimen, que lloran, que saben sentir las
nnda otro Ejército libertador que, cuando se escriben estas páginas,
desdichas de la Patria, son los honrados y cultos mexicanos que han
está riñendo combates en más de nueve Estados.
trocado las delicias del hogar por los azares de la guerra; que
han abandonado mujer, hijos e intereses por servir a la Patria, i El libro, al que las precedentes consideraciones sirven de prólogo,
que saben morir valientemente para servir a Dios. no es, como a primera vista parece, una ingenua novela mejor o
peor escrita y más o menos inspirada. Son una serie de estampas
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rigurosamente históricas tomadas de la situación por que atravesó
México de 1926 a 1929, y que hoy se están repitiendo. Hechos his-
tóricos, argumentos y conversaciones que nos dan una impresión
exacta de la situación de México en aquellos días, de la mentalidad
de los recios varones y las esforzadas mujeres mexicanas. La doctri-
na defendida a lo largo de sus páginas es la misma que sostiene en
El Derecho a la Rebeldía el Magistral de la Catedral de Salamanca,
Sr. Castro Albarrán. Puede decirse de Héctor que es la forma nove-
lada de El Derecho a la Rebeldía. El autor, cuya sólida cultura
queda bien patente con la lectura de este libro, se ha visto obligado, I.TRRO P R I M E R O
por residir en México, a ocultar su nombre bajo el seudónimo dt
Jorge Gram.
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EUGENIO V E G A S L A T A P I E
PALOMAS Y MILANOS

M U Y TEMPRANO SE HABÍA LEVANTADO aquella mañana doña Sole-


dad Martínez de los Ríos. Las siete eran apenas, cuando ya su
mano hacendosa había removido con solicitud los tiestos y macetas
que adornaban el corredor de la casa —linda y graciosa casita
mexicana, con perfumes de flores, trinos de aves y alegrías de gra-
cia de Dios—. Lavadas estaban ya con agua fresca las grandes ho-
j.is de las plantas favoritas de sombra. Surtidas estaban ya con
dorados granos de alpiste las cazuelitas rojas en las jaulas de los
canarios y zezontles que, a la verdad, cantaban y gorjeaban como
locos de atar. > •
Satisfecha y feliz, en la medida que sus cuarenta años lo permi-
tían, terminada la faena primera del día, entró la señora en su
alcoba. Después de enjuagarse ligeramente las manos en una ban-
deja de porcelana, dtsciñósc el clásico delantal de tela Vichy, de-
jándolo doblado con esmero sobre el respaldo de una silla de bejuco.
Plantóse entonces una amplia mantilla de largos flecos de seda,
co^ió su bolsoncillo de mano en que sonaban algunas monedas, puso
en el un pañuelo limpio, unos anteojos, un grueso libro de oraciones
un rosario de cuentas blancas con cruz y cadena de plata oxidada,
: tilió de nuevo de la alcoba y, caminando de puntillas, cruzó el
corredor con dirección a la puerta de la calle. Pasando por frente
a otra alcoba cuyas maderas estaban aún cerradas, detúvose con
cierto gesto de religiosa solemnidad, y mirando con ternura, como
si a través de la puerta adivinara la figura de un ser querido, hizo
hacia ella la señal de la cruz, murmurando devotamente:

"En el nombre del Padre, del Hijo


y del Espíritu Santo;
la Santísima Virgen te cubra
con su santísimo manto...'*

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Híctor-2
Siguió caminando de puntillas. Y abierta y traspuesta la puerta
—Ándale pues, hijita... ¿No gusta, don Pascual?
del zaguán, echó a andar, calle arriba, por la acera del Instituto
Científico, antiguo Convento de Agustinos, que se levanta en el — A y , niña —respondió el portero—, lindo que está el día para
extremo de la celebre calle de los Gallos. ir a ver a mi hija, pero ya ve usté, señora: los pobres siempre
jalando el c a r r o . . .
Era el día 11 de febrero del año de gracia de 1926. Una mañana
espléndida se tendía sobre aquella ciudad de Zacatecas, que tantos —Hasta luego, pues —repuso la señora.
días lluviosos y nublados había sentido sobre sí. Era una mañana Y empujando suavemente a la chica, siguió con ella calle ade-
luminosa y perfumada, en que el sol y las brisas retozaban como lante. Atravesaron niña y señora el Jardín Morelos y entraron en la
niños malcriados, levantando las cortinas y colándose por las puer- calle del Gorrero, en el centro de la cual se levanta majestuosa-
tas entornadas. El crudo invierno de aquellas regiones elevadísimas mente la nueva fábrica del templo del Sagrado Corazón.
comenzaba a batirse en retirada, y las avanzadas de la primavera Bien frecuentada por cierto se veía aquella calle. Era la gente
hacían deliciosas incursiones en la histórica ciudad, antiguo tipo piadosa; apresuraba el paso al compás de las campanas que repi-
de la vitalidad colonial mexicana, infundiendo antojos de nobles caban alegres, y arrollaba a los grupos de niños y niñas que, como
procreaciones en las entrañas de las avecillas de los jardines y en Juanita animaban con la nieve de sus vestidos el gris monótono de
;

los botones cerrados de las flores. aquella decoración provinciana.


La calle estaba aún desierta. Allá, de trecho en trecho, una criada Niña y señora descubrieron al punto que allá, a la puerta de la
o un portero levantaban nubes de polvo con la escoba de popotes iglesia, a unos cuantos pasos del vestíbulo, se había formado un
largos y gruesos. Acá, a unos cuantos pasos, el viejo portero del Ins- corrillo de mujeres, en el centro del cual se destacaba la flacucha
tituto Científico barría, a su vez, el enlosado de la banqueta del figura de Jacinta Arguelles, beata popular y gacetilla de la parro-
plantel. Trabajaba este pobre hombre encorvado pacientemente quia. Acercándose un poco más, pudieron oír, que entre irritada
como un galeoto resignado, más apenas vio a la señora, dejó en. el y miedosa, la Arguelles decía:
suelo la regadera que a la sazón llevaba, y entrando unos dos pasos
—¡ Sí! ¡ Ahorita mismo ahí están...! Los muy majaderos llega-
en el zaguán del Instituto:
ron con tamaños gritos. La pobre madre por poco se desmaya...
—¡Juanita! ¡ Y a están aquí por ti! —gritó, y volvió presuroso, ¡ Infames! Si traigo un coraje... ¿Qué les hacen las madres tere-
enjugándose las manos, a saludar a la dama que se acercaba. Salió sianas?
enseguida, al llamado del viejo, una chiquilla morena. Venía toda
vestida de blanco, y con un velo de punto prendido en el peinado, — ¿ Y qué cosa quieren? —preguntaba otra devota que se había
una vela de cera en una mano y un librito de misa envuelto en un puesto pálida.
pañuelo limpio en la otra. —¿Qué quieren. ..? Pues, ¡friolera! —replicaba la Arguelles—,
—Buenos días, don Pascual —dijo amablemente la señora. que desocupen el colegio en seis horas... ¡ Imagínense! Y ahí están.
Son como treinta soldados, con un automóvil inmenso de la Jefa-
—Buenos se los dé Dios, doña Cholita —contestó el portero—. tura de la Guarnición. Otros se quedaron en las bocacalles que dan
Aquí tiene usted a mi hijita, que parece una mosquita en leche.. a la plaza de la Independencia. ¡ Como si las madres fueran a ha-
Dios le dé a usted el cielo por la caridad que nos hace. cer resistencia !
— N o es ninguna, don Pascual; alguna tenía que ser la madrina
Comenzó el corrillo a crecer. Hombres, mujeres y niños escucha-
de Juanita... ¡Vamos, hijita! ¡ Qué dichosa! ¡Quién pudiera, como
ban medrosos la historia que la Arguelles traía. Quedaban ya in-
tú, volver a hacer la Primera Comunión...! Pero déjame arreglar- corporadas al grupo doña Soledad y Juanita, cuando a la puerta
te estos bucles. .. Que te veas guapa... ¡ A s í . . . así! Ahora dim:?: del Sagrado Corazón apareció la figura de un sacerdote corpulento
¿Dónde dejaste a tu mamá? revestido de amplia sotana, con roquete de finísima labor, en la
Tal preguntaba, sin esperar respuesta, la amable dama, mientras cabeza un bonete con vivos rojos, quien parándose en seco y levan-
con suavidad de madre y distinción de gran señora, le sacaba a tando los brazos, como quien tiene autoridad, aplacó las tipliso-
Juanita los chorritos de pelo que habían quedado aprisionados nancias de Jacinta con un grito en tono mayor:
entre la coronilla de azahares. — ¡ A v e r . . . ! ¡ N o me gustan ahí esas alharacas! Metan a esos
—Pues mi mamá —dijo la chica— nomás me vistió y se fue niños y quítense de imprudencias.
corriendo al mercado; dijo que después se daría una juyidita pa la
Este cañonazo bastó para que el grupo se disolviera, escurrién-
iglesia. dose la mayor parte para dentro de la iglesia. Todavía Jacinta

18 19
Daba la Madre Francisca los últimos toques a la bien aderezada
Arguelles repitió algunos pormenores a sotto voce, hasta llegar a mesa, y retirándose a unos cuantos pasos echaba una mirada al
la pila del agua bendita. Las demás devotas, entre ellas doña So- conjunto, obteniendo la aprobación de las dos hermanas, cuando
ledad, entraban suspirando; algunas pobres niñas, entre ellas Jua- en la puerta del zaguán sonaron dos formidables aldabonazos que
les hicieron a todas estremecer.
nita, se conformaban con abrir los ojos desmesuradamente.. .
Era que la tragedia comenzaba de nuevo en aquella ciudad. —¡ Caramba! —dijo la monja dominando la sorpresa—. ¡ Qué
furia trae el lechero!
Después de la aprenhensión y deportación del Presidente de la
Juventud Católica, Licenciado López de Lara, y de la del anciano Corría ya una de las hermanas a abrir, cuando nuevos aldabo-
abogado Llamas Noriega, la calma de algunas semanas era cierto nazos, más fuertes aún que los primeros, repercutieron en todo el
que había sido interrumnida por la encarcelación del Cura de Sain edificio, dejando a las tres monjas espantadas. La Madre Francisca
Alto, que fue traído a la ciudad, y por la del Cura del Mezquital, se apresuró entonces a llegar al zaguán para no dejar sola a la
que fue conducido en vagón blindado hasta la capital de la Repú- hermana que había llegado la primera. La otra hermana se acercó
blica; pero la ofensiva contra el elemento femenino hacía mucho también a la puerta. Corriéronse los cerrojos, soltáronse las cadenas
que estaba en suspenso. Las monjas del Colegio Teresiano se creían, y al entreabrir las tres monjas la pesada puerta, se encontraron de
por tanto, con suficientes garantías en el nuevo edificio que ocupa- manos a boca con un piquete de soldados federales, armados hasta
ban hacía cinco años, después de haber sido desposeídas por Ca- los dientes, que acabaron de abrir la puerta empujándola furiosa-
rranza, en 1914, del edificio tradicional de la calle de Dos Cruces. mente con las culatas de los fusiles.
Las tres monjas palidecieron.
Aquella mañana que venimos relatando, la Madre Francisca,
Procuradora del dicho Colegio Teresiano, acompañada de dos her- Ahí, a cuatro pasos de distancia, bufaba un monstruoso camión
manas religiosas, disponía, en el ancho corredor frontero a la puer- automóvil, todo cubierto de cortinas negras, en las que con grandes
ta, una larga mesa cubierta con manteles blanquísimos. Ramito» de letras se leía: "Jefatura de la Guarnición." Por la parte descubierta
siempreverde y claveles rojos de larguísimos tallos, se distribuían del vehículo asomaban otros cuantos soldados, vestidos de caqui y
simétricamente entre el campo que dejaban libre platillos chinescos, forrados de cartucheras.
tazas, vasos, cucharillas, fuentes y jarrones, todo colocado con gra- Un capitán, de rostro oscuro y vulgar, pero bien uniformado y
cia y monería verdaderamente teresianas. Ahí el poco avisado estaba mejor armado, preguntó sin melindres:
expuesto a tropezar con las macizas columnas coronadas con robus-
tos macetones de palmas perennes, que se erguían a los flancos de —¿Quién es la Jefa de este establecimiento?
la mesa. Así se iban los ojos tras las anchas cintas de seda blanca y La Madre Francisca era valiente y lista. Comprendió al punto
azul, que partían de las columnas para unirse en el centro del cielo lo que la escena significaba, y antes que apenar a la Superiora,
raso y caer de ahí en chubasco, revueltas con flores de mano y prefirió medir sus fuerzas con la escolta.
lindas hojitas de percalina encarrujada. ¿Y qué decir de aquel bos- —¡Aquí estoy yo! — dijo—. ¿Qué se ofrece?
caje artificial en cuyo centro, cortejadas por una profusión de
flores y guirnaldas, se destacaban dos estatuas bellísimas: la imagen —Por orden superior —repuso el capitán—, tienen ustedes que
devota de la Virgen francesa Nuestra Señora de Lourdes, y la desocupar esta casa en seis horas. . .
figura arrobadoramente sencilla de Bernardita, la humilde hija del La Madre Francisca habíase interiormente serenado, pasada la
pueblo, en cuyas manos las ocurrentes religiosas habían puesto las primera impresión, y se resolvió a plantarse de firme frente a aque-
insignias de la Primera Comunión? llos atentadores.
— M e supongo, señor capitán —le dijo—, que usted trae la orden
Como el lector comprenderá, estos preparativos se relacionaban por escrito. .. ¡Enséñemela!
con la fiesta que se celebraba en ese mismo día en la iglesia del El oficial no se esperaba tal sangre fría, y se sintió un tanto
Sagrado Corazón, La Unión Católica de Sindicatos Obreros había desconcertado:
organizado la famosa fiesta del espíritu para los niños de las fami-
lias obreras. Se habían escogido madrinas entre las distinguidas —¡Orden escrita... orden escrita., no! —respondió titubean-
damas de la población. Y las ex alumnas del Colegio Teresiano do—; pero traigo orden verbal del General Ortuzar.
habían obtenido de la Superiora del mismo colegio el permiso y — ¡ A h ! Conque orden verbal del General Ortuzar —atrevióse a
la cooperación generosa para servir ahí el desayuno de los cincuenta replicar la monja, cada vez más animada—; pues le dice usted al
y tantos chiquillos.
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General Ortuzar que lo sentimos mucho, pero que. . . ¡vamos!, que La Madre Francisca, por su parte, no se daba a las congojas.
no podemos salir de esta casa así como quiera En aquellos momentos aciagos en que una partícula de presencia
—¿Que q u é . . . —preguntó el militar, arrastrando amenazante de ánimo puede salvar una situación, ella se sentía ya una Jua-
la «voz. na de Arco, y no creía faltar a su espíritu religioso al mirar corj el
—Espéreme: todavía no acabo —prosiguió la monja con una rabillo del ojo que debajo de los vuelos de su toca, el Ángel de la
calma asombrosa—. Le dice usted a su General que las monjas Guarda le estaba prendiendo violentamente los galones de unas
teresianas conocemos la Constitución de la República, y que nos charreteras, bien merecidas por cierto, después de la acción de
sabemos de memoria, de cuerito a cuerito, el artículo diez y seis. .. guerra en que había rechazado el asalto de un enemigo superior en
fuerza y en número, con sólo un disparo del artículo diez y seis.
—I Bueno! —concluyó, nervioso, el soldadón—, pues yo no res-
pondo. Yo le aviso al General a ver qué ordena... Por ahora aquí — ¡ N o , Reverenda Madre! —decía en tono persuasivo a la. Su-
les' dejo una escolta para que las v i g i l e . . . periora—. No hay que tener m i e d o . . . Por lo pronto el desayuno
se hace... ¡ N o faltaba más! Ya verá Vuestra Reverencia cómo
Ocho soldados mal encarados quedaron a la puerta. Los restantes estos pedazos de prójimos nos perdonan la broma. ..
volvieron a subir al camión. El Capitán, algo preocupado, ocupó
Y al ver que con aquel ligero aliento la Madre Superiora respi-
su lugar al lado del chauffeur, y ya cuando la máquina se ponía
raba, dio la Madre Francisca un brochazo de buen humor a sus
en movimiento, volviéndose a las monjas les dice:
resoluciones, y prosiguió:
—¿El artículo cuántos dijeron?
—Por ahora, yo soy la Ministra de la Guerra. Déjeme Vuestra
—| El artículo diez y seis. . . ! —gritó, sonriendo, la Madre Fran- Reverencia obrar con energía: declaro al colegio en estado de sitio,
cisca. suprimo los Poderes civiles, esto es (y aquí hizo una inclinación),
Y una de las hermanitas, curada ya completamente del espanto, suprimo a la Reverenda Madre Superiora... Y si la Reverenda
tuvo humor para decirle todavía: »-. Madre Superiora se resiste, entonces, ¡vamos!, la hago arrestar,
—¡ Nomás acuérdese de ocho y ocho, mi Capitán...! p.unque sea en la capilla, y le pongo como guardia de vista al mis-
mo Sagrado Corazón para que me la tenga bien sujeta mientras
Este, por su parte, no pudiendo contener sus complejas impre- se le pasa el miedo. .. Porque una Superiora con m i e d o . . . ¡ va-
siones, se desahoga con el chauffeur, diciendo: mos! ¡ Dios nos asista...!
— ¡ Q u é monjitas tan valientes.. .! ¡ D e buena gana me casaba Tonificóse verdaderamente la Superiora al oír las ocurrencias de
con una de ellas y me quitaba de bandido. . . ! Sor Francisca. Tales ocurrencias, sin embargo, no lograban destruir
Palabras que nadie escuchó, porque el carro salió disparado, ar- la realidad viva de aquellos ocho hombres apostados en el vestíbulo
mando un escándalo de todos los demonios. mismo del colegio.
— ¡ N o tenga miedo, Reverenda Madre, no tenga miedo! —con-
tinuaba Sor Francisca—. ¿Es por los soldados. . . ? ¡Ahora se abu-
rren y se marchan a su cuartel...! Lo que importa es sacar del
Quedáronse las tres monjas frente a la triste realidad de ocho aprieto al Padre Martín; ése sí ha de estar más muerto que vivo,
soldados a cual más de mal encarados, apostados a la puerta del y creerá que ya se le echó a perder el desayuno... Pero a él
colegio. Veíase a las ciaras que aquellos pobrecillos no se sentían también le voy a dar su zarandeada... Déjeme Vuestra Reverencia
muy a sus anchas. La Madre Francisca les invitó cariñosamente a enviarle un recadito.
pasar al vestíbulo y les señaló unos largos bancos para que se Corrió Sor Francisca a un salón de clases, y salió triunfante
sentaran... En seguida, con un paso menudito, se fue a la capilla, con un papel escrito. Sonrió la Superiora después de leerlo y, sa-
hízole desde la puerta una señal a la Superiora, y, salida ésta al cando un lápiz del bolsillo, añadió unas palabras al calce.
corredor, la Madre Francisca le informó de todo.
Turbada quedó la Superiora al darse cuenta de los hechos, y
temerosa en sumo grado de la segunda parte de la jornada que se
esperaba. Entre la serie de trastornos que en su fina previsión ya Mientras esto sucedía por acá, allá, en la iglesia del Sagrado
contemplaba, ocupó el primer lugar, por lo menos cronológico, el Corazón, el Padre Martín, a quien vimos en el pórtico sosegando
negocio del desayuno de los niños de Primera Comunión. las alharacas de Jacinta Arguelles, había dicho la misa más de

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carrera que acostumbraba. Suprimió el scrmoncito de fervorín que
tenía preparado, pues informado de lo que sucedía en la plaza de
la Independencia, temió decir alguna frase que comprometiera su
carácter de hombre humilde y manso de corazón hasta la pared
de enfrente... Tal mansedumbre, por cierto, se vio algo alterada
durante la comunión de los niños, en la que el cura nervioso y
espantadizo como se sentía, no escatimaba los gritos de "¡levanta
la cabeza muchacho...!" "¡saca bien la lengua...!" "cuidado
con esas velas", a los pobres chicos, chicas y beatas, que no las
tenían todas consigo.
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Acababa la misa a todo vapor, y cuando enfadado y sudoroso,
llegaba hasta la enorme mesa de la sacristía, un Sacristán le entregó
el billete de Sor Francisca, que decía: CONSUEL1TO MADRIGAL
"Padre Martín: Honróme en comunicar a usted, por orden de
la Reverenda Madre Superiora, que el asalto fue rechazado, que
hicimos ocho prisioneros, y que el desayuno se celebrará, tope en C U A N O O F.L PAPRE M A R T I N levantó los ojos del papel, ya a la puer-
lo que topare, con toda la solemnidad y pompa que se había pen- ta de la sacristía le esperaba un grupo de muchachas y de devotas,
sado. entre las cuales, naturalmente, cuchicheaba, frenética, la Arguelles.
Besa a usted la mano, Formando contraste con esta beata vulgar, se destacaba entre el
grupo una joven de aspecto tan lindo y distinguido, que cualquier
SOR FRANCISCA *•
trovador medieval hubiérala confundido con la "noble princesa de
Jefa de la Guarnición del Colegio Teresiano". una isla lejana..."
¡Aquella era la famosa Consuelito Madrigal!
El Padre Martín sintió que una ola de rubor lo bañaba de pies Porque supo el mexicano solar producir para gala de sus hijos,
a cabeza, y contrajo sus labios en una especie de sonrisa forzada no raros ejemplares de mujeres bellísimas, criadas con todo el es-
al leer la firma de la monja. Reparó entonces en la posdata, que mero y recato de los proceres coloniales, y con toda la viveza de
decía así: la gente práctica de hoy. Mujeres que llevan esculpida en el alma,
"Y pida usted a Dios que nos dé fuerzas para soportar todo como en un camafeo, la inconfundible fisonomía de un cristianis-
lo que nos espera. mo limpio e ilustrado, que las impulsa a ver el mundo cara a cara,
sin repulgos ni melindres, sin escándalos parvulescos; antes con el
L A SUPERIORA." sereno desplante de quien cree, ama y sabe muy por encima de
lo que sabe, ama y cree la turbamulta de los mediocres. Una de
Esta posdata sí le mereció un movimiento aprobatorio de cabeza esas mujeres era Consuelito Madrigal. Sobre el aire de distinción
y un profundo suspiro, en que iban envueltas estas palabras: y sobre el perfume de virtud en que su cuerpo y su alma plácida-
—Esta sí que se da cuenta de las cosas, no como esa ¡nocente Ma- mente se mecían, campeaban, como céfiro, su jovialidad gallarda y
dre Francisca... radiante y su ilustración brillante y seriamente esmerada. Esto bas-
taba para reconocer su primera magnitud intelectual y moral en
la constelación de la gente aristócrata, su superioridad de criterio
y de acción entre el grupo escogido por la cultura, su influjo infali-
ble sobre la totalidad de la gente buena y sencilla, y hasta su
imperio tiránico sobre la enteca palomilla de ricos calaveras que
solían arrastrarse, tímidos, a sus plantas.
Consuelo Madrigal, como las perlas, había nacido y crecido en
un lecho de lágrimas. Huérfana de madre, fue el llanto del padre
la canción de Cuna que la arrulló de niña. Fruto del dolor y

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heredera del amor inmenso que su madre mereciera, puso en Con-
hacia las almas que sufrían y simpatizar siempre con la causa de
suelo su padre todo el cariño, todos los mimos y toda la fortuna
los débiles. Y no era esta una de esas simpatías fáciles y baratas
que su mano y su cerebro de gran médico le produjeron. El Pen- que apenas llegan a la benef¡ciencia; era una dedicación seria, in-
sionado de Maryland, en Nueva York, la abrigó algunos años. teligente y cultivada, que hacía observar las causas mismas de cada
Chicago le brindó hermosas temporadas de vacaciones. Y cuando aflicción, y decidirse a combatirlas con un ardor de verdadera santa.
los doce años de edad hacían de ella la graciosa muñcquita que su
padre lucía en los chalets de México y de Guadalajara, un nuevo Su amplia cultura la ponía al abrigo del ridículo. Habituada
golpe, el más horrendo, clavaba el postrer dardo en aquel suave desde su infancia a la vida de las grandes ciudades de Norte Amé-
corazón infantil. rica, sabía portar con garbo su piedad y su virtud; e instruida y
práctica, con perfecto dominio del inglés y del francés, a la fecha
Y fue el haberle tocado en suerte asistir a aquella catástrofe sin
en que la conocemos, ya era para agigantarse ante el vulgo todo,
segundo que se llamó el hundimiento del Titaníc... ¡Noche de
horror! ¡ Horas de muerte que cambiaron para ella el escenario y para ser en vano codiciada por un ejército de pretendientes.
de la vida. . . ! Todavía lo recordaba todo con lágrimas inenarra- ¿Amores? Claro que los tenía. Pero eran con el guanajo de
bles . . . ! Su padre, la figura de su padre hermoso y bueno, la Pepe Soberón, hijo incoloro, inodoro e insípido de don Enrique
sonrisa de su padre imperturbable y sereno, la caricia de su padre, Soberón, rico comerciante de ultramarinos y grande aficionado a
dulce y suave, el abrazo de su padre, heroicamente firme y sereno, operaciones bancarias. No era Pepe Soberón un santo, por más
y después, una fuerza tosca, rápida, despiadada que la arrancaba que los calaveras superlativos lo beatificaran. Pero el amor de
de aquellos brazos dulcísimos, porque ella, Consuelo, debía salvarse Consuelo lo tenía domado. Ella sabía atarle corto, al grado que
y él, su padre, debía hundirse y m o r i r . . . Todo lo recordaba Con- por aquellos días, según decían malas lenguas, lo había hecho ir
suelo con rara precisión: los alaridos de terror, los siniestros acor- hasta México a consultar un caso de conciencia con el famoso
des de una orquesta inverosímil, el chapoteo imperturbable de un Padre Rougier.
mar que debía devorar de un bocado el barco más grande del El amor entre Consuelo y Pepe tenía mucho de curioso: Era
mundo. Pero todos esos detalles espeluznantes perdían para Con- un amor cojo. Ella movía la batuta, y él encaramelado y mediocre,
suelo su importancia frente al insistente recuerdo de la figura de tascaba con fruición el dulcísimo freno que le ponía la blanca y
su padre condenado a morir con el numeroso grupo de varones suave mano de Consuelo. Y no quiere esto decir que Consuelo
desdichados, dejando la salvación para las mujeres y dejándola a fuera una altanera, no. Ella simplemente tenía conciencia de su
ella sola, huérfana, desnuda, desamparada en una insignificante propio valer, no soñaba sino con un futuro marido cortado a su me-
barquilla de salvamento, apretujada entre otras muchas mujeres dida y gusto, y como había descubierto que entre los de su ran-
horrorizadas en medio de una noche fría y tenebrosa, en medio de KO aristocrático no los había de esa talla, había resuelto hacér-
un mar cruel y despiadado.. . Después, aquella llegada a Nueva selo ella misma. Por eso había tenido misericordia del borrego
York, de donde había salido tres días antes bella, rica y llena de muerto de Pepe, a quien encontró tamquam tabula rasa, para bos-
ilusiones, las ilusiones de un viaje de recreo por Europa. Aquellos quejar en él su marido ideal, y a golpes de hacha y a caricias de
días desoladores en que ella, la mimada Consuelo Madrigal, había cincel sacar un buen esposo de aquel pedazo de alcornoque. Pocas
quedado al cuidado de las Sociedades de Beneficencia, mientras eran las cualidades positivas de Soberón. Las negativas, había que
llegaba su abnegada tía, nobilísima dama que se arrancó de su confesarlo, eran muchas. Entre las positivas se contaba, sobre todo,
un amor al trabajo, a lo muía, y un espíritu financiero admirable,
tranquila vida de provincia para ir a* Nueva York y resucitar ante
que le daba pie para no echarse mucho a los vicios por simples
Consuelo la figura y el corazón de la madre desconocida... ¡ Qué razones económicas. El papá estaba encantado con el hijo y con
largos y qué insípidos pareciéronle a Consuelo aquellos meses pa- la novia. La razón social de "Soberón e Hijo, Ultramarinos y Ope-
sados en Nueva York en compañía de su tía, frente al más grande raciones Bancarias" halagaba dulcísimamente su corazón de padre
de los dolores! Después la dama volvió a México, en donde la niña y sus cajas de financiero.
fue internada en el Colegio Teresiano de Mixcoac ya de entonces
reputado como uno de los mejores de la República. Un tipo como Pepe, con su base de amor a la casa, su rendida
sumisión a la discreta y perspicaz Consuelo, ya podía con ligero
La conciencia de su orfandad maduró el juicio y la discreción retoque y unos cuantos espolazos, transformarse en un marido
de Consuelo sin privarla de su innata vivacidad y animación. For- juicioso, amigo de su hogar, idolatrador de su santa mujer, acre-
jado su corazón de oro en aquel supremo pesar, hízola inclinarse centador de su fortuna y hasta cristiano educador de sus hijos.

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Pero todo ese trabajo de hacer un monigote, era lento y dilatado. metal, qae reposaba dulcemente sobre el pecho desnudo. Y del
Entre tanto, Consuelo sabía ocuparse de muchas otras cosas de butvo henchido abajo, los sencillos pliegues de un vestido escocés,
disimulados por el abrigo oscuro con cuello y puños de astracán.
provecho y de aplicación inmediata. Inclinada, como hemos dicho,
Guapa era la chica. Ya lo habían dicho y repetido griegos y troya-
a hacer causa común con los débiles y habituada a leer obras de ac-
nos, cada una de las miles de veces en que se ponían cono lelos
ción femenina, que no faltaban ni en su biblioteca, ni en la de
a contemplarla de pies a cabeza.
sus profesoras y amigas, llegó a formar en primera fila entre esc es-
cuadrón de mujeres mexicanas que acaudilladas por damas tan de No bien hubo el Padre Martín apercibídese de la audiencia que
abolengo como la señora Lascuráin o la señora Tamariz, se han en- SC le pedía, tembló como un azogado; pero haciendo de tripas
tregarlo denodadamente a la acción social. Puesta Consuelo en con- corazón y para desembarazarse de una vez por todas de aquel com-
tacto con sus antiguas compañeras de Mixcoac o de Maryland, promiso, salió al encuentro de Consuelo que se acercaba, y antes
frecuentaba con ellas en México los estudios de alta cultura en e! de que eila moviera sus labios, entrególe el recado de la Madre
Secretariado Social de la calle de Motolinía, y habíase chiflado a Francisca, añadiendo ex abrupto:
tal grado con las prédicas del jesuíta Méndez Medina, que acababa —Y le dice usted a la Madre Superiora que me dispense mucho,
de llegar de Bélgica, que había puesto todo su orgullo y tesón en pero que no puedo acompañarlas al desayuno...
dedicarse a la organización femerim en el campo social con toda
D i j e y no habló más ni permitió que le hablaran. Corriendo se
la seriedad y entusiasmo de una María de Echarri en España, de
retiró de Consuelo y corriendo se acercó a un clavijero. Púsose un
una Vizcondesa de Velard en Francia, de una Condesa Patrizzi en
abrigo corto, levantóse bajo él la sotana, cogió su sombrero de
Italia. burgués y, sin volver siquiera la cabeza, se escabulló de la sacristía
Así es corno llegó a encontrarse el mejor día como simple y hu- por la puerta más cercana, dejando a Consuelo y a sus asistentes
milde Secretaria General de una Unión Profesional de Empleadas con un palmo de narices...
Católicas en la dudad de Zacatecas, ella gran señora, rica y dis-
Consuelito sonrió, y se puso a leer el recado.
tinguida. Aquel nombramiento la constituía en vida y nervio de' la
floreciente organización. Esta organización, ramificada en toda —Bien por la Madre Francisca —exclamó; y dirigiéndose a las
la ciudad formaba una verdadera fuerza, con todos los peligros y devotas añadió—: Vamos a ordenar a los niños para ir al Colegio
amenazas que nsra los gobiernistas de México encerraba la deci- Teresiano...
sión y destreza femeninas. Aquello era de verse: desde las meca- —Pero ahí. .. —"nlerrumpió meticulosamente la Arguelles.
nógrafas del mismo Palacio de Gobierno, hasta las últimas sirvientas — Y a lo sé que ahí... —contestó Consuelo—. Y precisamente
de las familias más modestas, todas ostentaban con orgullo el por eso, ahí también estaremos nosotras. ¡ Adelante!
distintivo de la Unión Profesional, y se contoneaban satisfechas en
las barbas mismas de los munícipes radicales, pues se sentían vivi- Dos golpecitos de castañuela sonaron en la iglesia. Con movi-
ficadas y íespaldadas por seis mil y tantas mujeres, todas identifi- miento uniforme, casi milita-, los chiquillos se pusieron de pie, se
cadas con la Unión, y sumisas a Consuelo —la "muchacha a quien arrodillaron, se signaron, dieron inedia vuelta y en correcta forma-
nadie se la pegaba"— hasta el fanatismo. ción salieron del templo, tomando el rumbo de la calle de Inde-
pendencia.
Esto basta para que el lector sepa quién era la joven que entre Consuelo Madrigal se les adelantó y llegó antes que ellos al
un puñado de devotas esperaba aquclta mañana al Padre Martín. Colegio, seguida muy de cerca por dos o tres de sus mejores par-
Llena de gentileza y donaire se veía al punto la figura de la tidarias.
famosa muchacha. IAX rayos oblicuos de una luz clara que se Consuelo sintió un interior sentimiento de indignación al mirar
colaba por las vitrinas de la sacristía, acariciaban el óvalo de su a los soldados en el vestíbulo. Pero logró mostrar la mayor indife-
linda faz; matándose deleitosos entre las sombras seductoras de sus rencia. Apenas había traspuesto los canceles interiores, ya le salía
ojazos negros, en los que se acurrucaba una brillante y traviesa pu- al encuentro, volando, la Madre Francisca.
pila penetrante como estoque finísimo, protegida por el manojillo
— Y a contaba con que usted había de venir —dijo, abriendo a
de flechas de sus pestañas. Un chai de seda como un manto griego Consuelo los brazos.
caía sobre el alabastro de su frente, dejando asomar el encanto
escondido de unos ricillos indiscretos. Breve y sencillo el escote, — ¡Viva la Madre Francisca! —contestó Consuelito abrazándola
dejaba lucir una medalla de oro pendiente de cadena del mismo con todas sus fuerzas.

28 29
No había tiempo que perder. Aquel abrazo no era otra cosa que
el público compromiso de solidaridad ante un porvenir desconocido
pero cargado de temores. Consuelo volvió en seguida a la puer-
ta para hacer entrar a los niños, que instintivamente se habían dete-
nido al mirar un raro aparato de fuerza en tan pacífico lugar. Una
vez colocados los niños y encomendado el servicio de las mesas a
algunas ex alumnas, Consuelo, Sor Francisca y la Madre Superiora
se retiraron a un aposento a ponerse de acuerdo sobre el medio
práctico de demostrar una vez más al mundo entero, pues en mu-
chos casos las mujeres tienen más asaduras que los hombres.. .
III

LOS V Á N D A L O S

E N LA ANTIGUA CASA SEÑORIAL de los señores de X . . . , ya no se ven


las altas puertas claveteadas con bronce, ni el patio anchuroso de
baldosas blancas, ni los amplios ventanales con pesadas cortinas,
ni las salas espaciosas con alfombras de Oriente, ni cuadros al óleo,
ni espejos murales, ni arañas doradas con candelabros de plata y
cristal. ..
Por la puerta de servicio, ancha y alta, ya no pasa el majestuoso
lando con el monograma de oro en las portezuelas, tirado por mag-
níficos corceles temblorosos y potentes, enjaezados a todo lujo, tas-
cando el freno entre blanquísima espuma, alta y empenachada la
frente, trémula el anca, apenas acariciada por el fuete del cochero.
Tampoco salen ya por aquella puerta los grandes carros recogedo-
res de metal, tirados por ocho o doce muías, aturdiendo con su
ruido de chirrido de palancas sobre la férrea llanta, con restallidos
de látigos sobre las orejas de las bestias, y con gritos e interjeccio-
nes de ios carros de ancho sombrero y angosto calzón.
En los despachos y oficinas ya no se ve la clásica rejilla dorada
para el servicio de los cajeros, ni los enormes libros rayados en
rojo y azul, con modelos de caligrafía en los encabezados y bata-
llones de guarismos en las columnas. No está ya en su rincón la
monumental caja Mosler con sus letras doradas, su paisajillo ilumi-
nado, sus clavijones de acero relumbroso, sus talegas de plata, sus
cartuchos de oro y sus fajos de billetes y papeles de crédito. Ya no
está el gran calendario exfoliador que señalaba los días de venci-
mientos, ni el reloj de viejo nogal que marcaba las horas- de los
pagos.
Han desaparecido los altos estantes con cajoncillos paralelos, to-
dos señalados con letras del alfabeto. No están ya aquellos ancianos
respetables clavados de codos sobre el pupitre lleno de cartas y
facturas, ni aquellos muchachos atildados, en mangas de camisa,

30 31
con corbata de seda, bien limpios, bien pulcros, abriendo y ce-
rrando libros, contando y recontando dinero, pagando cuentas,
rayas y salarios a los jefes de departamento ele los poderosos esta-
blecimientos mineros de Le Jeune y Compañía, que se tendían a
los flancos del Cerro de la Bufa.
En las cámaras del interior ya no se encuentran las monas estan-
cias de las niñas y de la señora, ni los cristaleros del comedor, ni
los ajuares en raso, ni el Steinway de la sala de honor, ni en las
alcobas los lechos con cubiertas tejidas por mano de princesa, ni
el gracioso oratorio con su altarcito de cedro y su tabernáculo de
bronce -eluciente.
¿Y dónde están los ricos macetones y tibores que adornaban
vestíbulos y corredores, sobre banquillos japoneses, con lienzos cua-
drados de filigrana bordada en las bases? Ni cantan ya canarios y
zerrzontles, gorriones y chirinos en sus jaulas doradas, en donde
relucía el rojo del alpiste molido con chile y el verde de las pe-
queñas hojas de lechuga clavadas entre las verjas.
Ya ni palmas en los patios, ni dulzura en las estancias, ni riqueza
en las oficinas, ni reservas en los graneros, ni palomas, ni aves finas,
ni caballos en 'os corrales. .. ¡Nada! ¡Nada!
Los miserables potentados sintieron el zaqsazo de la revolútión.
Barrido el cientificismo del tiempo de don Porfirio Díaz, habían
ellos cedido en su egoísmo y amoldádose a regañadientes al nuevo
estado de cosas surgido con don Francisco I. Madero. Los negocios
habían logrado perdurar en su antigua bonanza, el pueblo que
trabajaba en las minas ganaba más, el aire se respiraba con delicia,
pues crecían las finanzas y hasta la libertad cívica hizo algunas
evoluciones sobre el cielo político, al grado que el voto popular
había hecho subir al poder en el Estado de Zacatecas, al señor don
Rafael Ceniceros y Villarreal, el bravo polemista, el atildado es-
critor, el poeta de inspiración genuinamente cristiana, el luchador
incansable, el católico íntegro, de una sola pieza, que supo ser
gobernante ejemplar, confirmándose, una vez más, aquella palabra
divina: "la piedad es útil para todo".

Pero asesinado Madero y renovada la revolución por Carranza Criste.ro de Los Altos, Jalisco.
en 1918, y desconocido este por el famoso Pancho Villa, fue puesto
¿•que] terruño a merced de las ambiciones de ambos contendientes.
Koy entraba Villa a la ciudad exprimiendo hasta el último centavo
a sus habitantes. Al día siguiente llegaban las hordas de Obregón,
a nombre de Carranza, con la orden de ahorcar a cuantos habían
sido robados por Villa. Y los pobres ciudadanos estaban condena-
dos a las maltratadas de unos y a los coscorrones de otros. De esta
manera, confianza, finanzas, tranquilidad, libertad, ganas de traba-
jar, espíritu de progreso, volaron para siempre. El día menos nebu-
loso el potentado malbarató su rico mobiliario inglés, empacó a su I

32
mujer y a sus hijos, sacudió el polvo de su calzado, y salió dispara-
do como bala hasta París a comerse despacio su fortuna en el pri-
mer departamento que encontró libre en Avenue Marceau, mientras
i|iic en México seguían los hombres haciéndose pedazos.. .La gran
i asa quedó sola, al cuidado de unos porteros. Pasaron éstos ahí
algunos meses, hasta que un día las tropas de Obregón llegaban
triunfantes a Zacatecas. A un soldado se le ocurrió entrar a caballo
hasta el patio, a otro se le ocurrió seguir a su compañero, tras
éstos se metieron otros, luego un capitán. Este, viendo la amplitud
<le la casa, ordenó echar pie a tierra, y así fue cómo el palacio
amaneció convertido en cuartel por obra y gracia del que se llamó
Kjército Constitucionalista.
Rajo las grandes arcadas se aposentaron los soldados de la revo-
lución que pasaban el día sentados o tirados en el suelo, acariciados
por sus mujeres, con las carabinas y las cartucheras al alcance de
la mano. Las salas interiores de los altos, las de la planta baja,
todas quedaron convertidas en viles cuadras, cubiertas de estiércol
nauseabundo y de montones de paja. Puertas, ventanas, marcos y
cristales desaparecieron, y por las rejas de hierro de los balcones
las bestias asomaban los hocicos y se rascaban las abiertas narices
frotándolas contra las varillas emplomadas y plateadas.
En los patios, arrancadas las baldosas, las mujeres del ejército de
miserables inconscientes ponían rústicos bracerillos con el comal
de barro para las tortillas de maiz amasado. La madera de puertas
y ventanas, de arbolillos y de pabellones fue cayendo poco a poco
en las hogueras, convirtiéndose así en lóbrego y tiznado caserón
lo que había sido palacio suntuoso y bien timbrado. Y no era cosa
di- extrañarse, que igual suerte habían corrido otras mansiones de
la misma ciudad, y el mismo caso se repetía en todas las ciuda-
des de la república.
Tal aspecto y fisonomía conservó sustancialmente el antiguo
palacio a pesar de que la revolución carrancista había sentado sus
renles en el Gobierno y perduraba en él por medio de Obregón y
de Calles. La única reforma progresista de notarse era la instala-
ción de dos o tres cuartos de oficinas, pues aquellos revolucionarios
bolcheviques habían pasado a ser nada menos que el Ejército de
la Federación. Es evidente que con el continuo zarandeo en las di-
versas fases de la revolución, habían quedado eliminados por com-
pleto de tal nuevo ejército todos los elementos dignos del clásico
antiguo Ejército Nacional, cuyos oficiales y generales, bravos y
uundorosos, se consumían en el ostracismo en Yanquilandia o se
batían como leones en las trincheras francesas durante la Gran
Guerra. No era, pues, ya el ejército en México, la digna organiza-
ción militar formada en el pundonor y en el valor, y dedicada a la
custodia de las instituciones vitales del país, y en ellas, del alma

33
Héctoi-I
mujer y a sus hijos, sacudió el polvo de su calzado, y salió dispara-
do como bala hasta París a comerse despacio su fortuna en el pri»
mer departamento que encontró libre en Avenue Marceau, mientras
que en México seguían los hombres haciéndose pedazos.. . L a gran
casa quedó sola, al cuidado de unos porteros. Pasaron éstos ahí
algunos meses, hasta que un día las tropas de Obregón llegaban
triunfantes a Zacatecas. A un soldado se le ocurrió entrar a caballo
hasta el patio, a otro se le ocurrió seguir a su compañero, tras
éstos se metieron otros, luego un capitán. Este, viendo la amplitud
<le la casa, ordenó echar pie a tierra, y así fue cómo el palacio
amaneció convertido en cuartel por obra y gracia del que se llamó
Ejército Constitucionalista.
Bajo las grandes arcadas se aposentaron los soldados de la revo-
lución que pasaban el día sentados o tirados en el suelo, acariciados
por sus mujeres, con las carabinas y las cartucheras al alcance de
la mano. Las salas interiores de los altos, las de la planta baja,
todas quedaron convertidas en viles cuadras, cubiertas de estiércol
nauseabundo y de montones de paja. Puertas, ventanas, marcos y
cristales desaparecieron, y por las rejas de hierro de los balcones
las bestias asomaban los hocicos y se rascaban las abiertas narices
frotándolas contra las varillas emplomadas y plateadas.
En los patios, arrancadas las baldosas, las mujeres del ejército de
miserables inconscientes ponían rústicos bracerillos con el comal
de barro para las tortillas de maiz amasado. La madera de puertas
y ventanas, de arbolillos y de pabellones fue cayendo poco a poco
en las hogueras, convirtiéndose así en lóbrego y tiznado caserón
lo que había sido palacio suntuoso y bien timbrado. Y no era cosa
de extrañarse, que igual suerte habían corrido otras mansiones de
la misma ciudad, y el mismo caso se repetía en todas las ciuda-
des de la república.
Tal aspecto y fisonomía conservó sustancialmente el antiguo
palacio a pesar de que la revolución carrancista había sentado sus
reales en el Gobierno y perduraba en él por medio de Obregón y
de Calles. La única reforma progresista de notarse era la instala-
ción de dos o tres cuartos de oficinas, pues aquellos revolucionarios
bolcheviques habían pasado a ser nada menos que el Ejército de
la Federación. Es evidente que con el continuo zarandeo en las di-
vertías fases de la revolución, habían quedado eliminados por com-
pleto de tal nuevo ejército todos los elementos dignos del clásico
antiguo Ejercito Nacional, cuyos oficiales y generales, bravos y

E undorosos, se consumían en el ostracismo en Yanquilandia o se


Mían como leones en las trincheras francesas durante la Gran
Guerra. No era, pues, ya el ejército en México, la digna organiza-
ción militar formada en el pundonor y en el valor, y dedicada a la
custodia de las instituciones vitales del país, y en ellas, del alma

33
Hécwr-i
misma de la patria. Sino que era un conglomerado de gente humil- ancho cinto repleto de cartuchos de pistola, con la cabeza de cabe-
de, famélica, inconsciente, reclutada por Carranza con la promesa de llos alborotados, los ojos inyectados por las frecuentes correrías
reparto de tierras de sembradura y amarrada después al interés nocturnas, paseaba lentamente, con las manos en los bolsillos del
de dos pesos diarios de haberes, sin otro quehacer que emborrachar- jjantalón, tiritando, y dando grandes bostezos. Seis sillas, una mesa
se en tiempo de paz y hacerse matar en tiempo de guerra, gente la con un tintero, una capilla larga con pluma y lápices, otra me-
más digna de compasión, sujeta en arbitraria disciplina a un grupo na con una máquina de escribir Olivcr, un aparato telefónico de
de oficiales, hombres incorporados a la caterva revolucionaria ya pared, un perchero con un sombrero texano y una cartuchera col-
por convicciones socialistas, ya por conservar su impunidad en gada, eran todo el mobiliario de la oficina de aquella Jefatura de
graves delitos, ya las más veces por intereses materiales que queda- Operaciones Militares.
ban garantizados con los galones y entorchados, títulos óptimos para
Las nueve de la mañana serían, cuando a la puerta de la Jefa-
abrir gruesos chorros en las fuentes del Erario Nacional.
tura llegaron dos individuos. Entraba uno de ellos sacudiendo a
Entre el manipuleo de caudillejos sobresalían los famosos gene- golpes en el suelo el lodo que se había adherido a la suela de sus
rales, naturalmente generales de la revolución, perfectamente iden- botas fuertes. Vestía uniforme de caqui fino y bien cortado, cruzado
tificados y comprometidos con ella, quienes, si no eran todos famo- llevaba el pecho por fino cintillo de cuero, del que pendía rica
sos por su analfabetismo, sí lo eran, casi en su totalidad, por la pistola pavonada; de sus hombros caía gruesa pelerina verde oscuro
bajeza de su vida pública y privada. que le cubría el cuerpo todo hasta las rodillas. Su rostro, no muy
Esta horrible máquina humana, llamada Ejercito, cuya periferia moreno, era ensombrecido por unos ojos torvos, como de hombre
de bayonetas señalaba el contacto con el genuino apacible pueblo desconfiado, un ceño arrugado y el ancha ala de un sombrero te-
mexicano, íbase concentrando en forma piramidal, al través de sus xano con toquilla de cerdas trenzadas.
soldados brutales, de sus oficiales léperos e insolentes, de sus gene- Era el famoso general Ortuzar, cuyo solo nombre causaba pavor
rales técnicos en el peculado y en la carnalidad, y pasando o6f las a toda la gente honrada. Delgado, firme de carnes, frisaba por los
barbas mismas del Ministro de la Guerra, venían a juntarse, .como treinta años, aunque los trazos de su rostro lo abonaban como viejo
en un vórtice, en las manos de carne y hueso de un hombre conocedor de las infinitas peripecias íntimas de la vida. ..
único: el Presidente Revolucionario de la Repúbüca Mexicana:
Un extraño personaje le acompañaba. Casi un caballero, al pa-
¡Calles!
recer, bien trajeado, pues bajo el grueso y amplio abrigo mostraba
En contrapeso de esta fuer/a física omnímoda no se encontraba buen pantalón y mejor calzado. Un diente de oro le relumbraba
ninguna otra en todo lo ancho y en todo lo largo de la república. entre los enormes y chuecos que natura le diera. El rostro cuadra-
Ni los municipios, ni las provincias, ni los particulares contaban do por fuerza de mandíbulas muy pronunciadas, perfectamente bien
con fuerza alguna. Y si anuladas estaban todas las fuerzas físicas, rasurado, verdeaba entre las volutas de humo que lanzaba su grueso
¿qué podían valer las restantes fuerzas políticas? El Poder Judicial, cigarro de El Buen Tono. Nadie lo conocía por aquellos barrios.
el Poder Legislativo, no eran sino fantoches, que fabricados por e! Había llegado desconocido caballero la noche anterior por el tren
mismo Presidente, con evidentes atropellos al sufragio popular, ha- del Sur, había dejado su maleta en el viejo Hotel de la Plaza,
blaban o callaban, juzgaban y sentenciaban o absolvían conforme saliendo en seguida, había buscado y encontrado al General Ortu-
a la más ligera señal de aquel hombre que tenía el gesto amenaza- sar en una casa de cuyo nombre no quiero acordarme; cenaron
dor y la mano apoyada en la palanea que movía a todas las fieras después junios ambos personajes en el Hotel Francia, dieron una
armadas de la república. vuelta por la Jefatura de Operaciones y se separaron muy avanzada
Aquel día, 11 de febrero de 1926, el caserón convertido en cuar- ya la noche, quedando citados para el día siguiente en que les he-
tel de la Jefatura de Operaciones, no presentaba nada anormal. A mos encontrado nosotros.
la puerta, el centinela, con las polainas desabrochadas y la camisa Entrado que hubieron al cuartel los dos individuos, al parecer
asomándole bajo el chaquetín, se entretenía en espantar con la lin que les importara un bledo ni al centinela ni al oficial despei-
culata del rifle un perrillo hambriento que hurgaba en un cajón nado y soñoliento, el personaje misterioso, con la mayor naturalidad
de basura. Adentro, algunos soldados barrían y regaban, otros, del mundo arrastró una silla, púsola al lado de la mesa, sentóse
envueltos en recios sarapes fumaban cigarrillos de hoja de maíz, Con desenfado, cruzó la flaca y larga pierna y se puso a hojear
sentados en cuclillas por los rincones. En la oficina, un oficial ves- una de las revistas ilustradas con retratos de coristas, echando
tido de civil, con el chaleco desabotonado bajo el cual asomaba el mientras tanto por la boca, horribles bocanadas de humo.

34 35
Mientras así mataba el tiempo este tipo, el general Ortuzar se de la República. El General se sintió bondadoso en aquellos mo-
apersonó con el oficial de las mechas en desorden y del chaleco mentos.
abierto como hembra fecunda, y le preguntó en seco: — ¿ Y cuánto piden de plazo? —preguntó a Caravantes.
— ¿ N o ha venido Caravantes? —¡Veinticuatro horas! —contestó éste, ya echado de cabeza
Levantó el interpelado los hombros, carraspeó, escupió disparan- sobre su sarta de mentiras.
do el salivazo hasta medio zaguán, y respondió con voz ronca y El General se creyó magnánimo, cogió la bocina telefónica, y
aguardentosa: comunicado con el Colegio Teresiano, habló lo siguiente:
—Pos quién sabe.. . —De la Jefatura de Operaciones, con el General Ortuzar.. .
Y pasando la pregunta al centinela, le grita: Diga a la Directora que está bien: que se le conceden las veinti-
cuatro horas que piden, en vista de su respeto a la Constitución
—¡Epa, centinela! ¿Que si no ha venido Caravantes? de la República.
El Centinela cogió el rifle por las correas, y entrando unos pasos Colgó el audífono el General y encendía tranquilamente su ciga-
al zaguán, contestó a su vez: rro, cuando el aparato telefónico lanzó un nuevo timbrazo vigoro-
-—Sí: vino con la escolta; pero volvió a salir. Dijo que iba a so. Echó carrera el General, cogió de nuevo la bocina y se puso
almorzar menudo con la Chata. al habla:
—Pues daca l'arma y vele a hablar. Dile que lo llama el Jefe. — ¡ Listo!
Cercana estaba sin duda la fonda de la famosa Chata, pues cinco
minutos después ya estaba de vuelta el soldado y recogía el fusil —¡ Sí! El General Ortuzar en persona.
para continuar su graciosa guardia. Y algunos minutos después
llegaba el Capitán Caravantes limpiándose todavía el chile colorado Mantúvose un buen rato el General con el audífono en el oído,
de los labios con un enorme pañuelo de seda azul. El lector 'reco- escuchando atentamente una voz de mujer enérgica y bien timbra-
nocerá en este militar al que espantó a las monjas teresianas en da. De pronto, amarillo de cólera, gritó sobre el aparato estas
la mañana de aquel mismo día. palabras:
—¡Bueno; pues.se atendrán a todas las consecuencias!
No bien se hubo presentado en la oficina, haciendo con garbo el
saludo militar, cuando el General Ortuzar le espetó el más amable Colgó con rabia el audífono, y volviéndose rápidamente pegó un
de sus saludos: grito que hizo estremecer al petimetre desconocido:
—¿En dónde diablos te has metido? ¿Qué cuentas rindes de tu —¡Caravantes! ¿Qué fue lo que te dijeron esas monjas tiznadas,
comisión? y qué me vienes a mí con tus pellejadas?
Refirió aquí el Capitán, bien deformada por cierto, la escena Palideció el oficialillo al verse descubierto, y a fin de no dar la
con la Madre Francisca, tratando de atenuar los puntos para él más ligera sospecha de clericalismo, optó por acabar de embravecer
penosos, y acentuando los que significaban alarde de fuerza. al General, confirmando" y ponderando las bravatas de la Madre
Francisca.
— M e presenté —dijo pedantemente— al frente de una escolta
de treinta hombres del Dieciocho Batallón e mtimé la orden verbal —Pues sí —gruñó Caravantes—. Me dijeron que las fuera usted
a las monjas jefes del establecimientoí a sacar, si era tan hombre; que ellas estaban respaldadas por el
artículo ochenta y ocho de ía Constitución.
El de las mandíbulas cuadradas dejó la revista y prestó atención
al parte del Capitán. Este prosiguió: —I Mentiras! —interrumpió el General—. ¡ T e dijeron que el
articulo diez y seis!
—Dijeron que iban a dar órdenes a sus subalternos para desocu-
—¡ Sí! También el diez y seis, pues me refirieron muchos ar-
par inmediatamente el edificio; pero que le rogaban a usted, mi
General, que les alargara el plazo, en premio de que reconocen y tlculps.
acatan la Constitución de la República. Por mientras dejé apos- Lanzó el General una carcajada maligna, como el visaje de la
tado un piquete de ocho soldados con la consigna de vigilarlas que pregusta una víctima. En seguida, mordiéndose los labios de
estrechamente. rabia. Dijo a Caravantes:
Lisonjeó al General y al otro lo de la sumisión y el amor, que, —Agarra inmediatamente un piquete de cincuenta hombres y
al decir de Caravantes, profesaban las monjas a la Constitución que ocupen inmediatamente ese convento. Si las monjas no quieren

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salir, tanto mejor para ustedes.. . Allá voy yo después a ver si —A ver el artículo diez y seis.
vale la pena acompañarlos. .. Y con cierto aplomo de jurisconsulto se atrevió a añadir. ..
Despegó entonces por vez primera los labios el civil del diente —Debe ser el artículo que habla de la propiedad...
de oro — ¡ A q u í está! —dijeron a un tiempo Ortuzar y Caravantes.—
—General —dijo reposadamente—: yo creo que no será por Y clavando los ojos en el texto, sobre el cual también se había
demás esperar unas horas y ver ese artículo de la Constitución de precipitado el fuereño, mientras el mechudo se contentaba con cla-
la República. Esas monjas son muy leídas y escribidas y son muy var los suyos torvos en los tres lectores, leyó cada quien para sí
capaces de meternos en un enredo a usted con el Presidente Calles
lo siguiente;
y a mí con el Ministro de la Gobernación.
"Artículo 16. Nadie puede ser molestado en su persona, familia,
Comprendió el Jefe de las Armas el razonamiento del advenedizo domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento
y, asomándose al patio, gritó de nuevo: escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa
—¡ Caravantes! Espérate tantíto, Ve primero a la oficina del legal del procedimiento. No podrá librarse ninguna orden de
Pagador y tráete la Constitución. aprehensión o detención. . . "
Volvió en seguida el Capitán con un libro encarnado. —Pero mire nomás —exclamó el General Ortuzar, cerrando de
—¡ A ver! -—dijo el del diente de oro. golpe el libro—. ¡Qué monjas tan leguleyas! ¿Y qué le parece
Mas apenas vio la cubierta, !o dejó sobre la mesa, diciendo con —prosiguió, dirigiéndose al del diente de oro— si les echamos el
asomo de disgusto: caballo encima?
•—Pero si esto no rs la Constitución de la República; es el Ma- —Pues por mí —respondió éste frunciendo la boca y levantando
nual del Oficial Reservista, del tiempo de don Porfirio: los hombros—; por mí no hay cuidado, y por Gobernación tampo-
—Pues no hay ahí otro libro —dijo disculpándose el Capitán. co. E! Ministro fue bastante explícito con nosotros: "Ustedes tienen
a su disposición la fuerza armada; al cabo, el Presidente Calles no
—Telefonea, pues, a la Biblioteca, a una librería a donde ie te
ocurra y consigúete esa Constitución. se para en pintas". Esas fueron sus palabras. Lo de menos sería
sacarle una boleta firmada al Juez de Distrito; pero, ¿para qué
Púsose al teléfono el Capitán. Habló a la casa del General.
¡Qué Constitución ni qué cohetes había de encontrar ahí! Habló vamos a andarnos por las ramas, cuando usted, General, puede
a la del Pagador, y nada. A un maestro de escuela, y tampoco. firmar una orden, .aunque no sea Juez?
Habló, por fin, con el Director del Instituto Científico, quien le —¡Pues de veras, hombre! —respondió Ortuzar—. Así nadie
dijo que el único que la podía tener era el Padre Márquez, porque hará aspavientos con lo de la ¡legalidad del procedimiento... ¡A
era muy estudioso, y hasta la había citado en una conferencia ver, Caravantes! Escríbete ahí una orden que te llene el ojo.
que había dado en el Colegio Margil. El Director fue más allá de Sentóse Caravantes a la máquina Oliver, y con rapidez, aunque
los simples informes: se comprometió a conseguirla él misino y A no con ortografía, comenzó a escribir:
mandársela luego al General. Y así fue, pues antes de un cuarto "A la ciudadana Jefe del convento clerical llamado Colegio
de hora llegaba al cuartel un jovencito con una tarjeta del Director
Teresiano.—Presente.- -Por orden del Gobierno del Centro, se da
del Instituto y un pequeño libro encuadernado en percalina roja,
en cuya portada, adornada con el águila mexicana y el gorro frigio a usted orden para que sin excusa ni pretexto desocupen inmedia-
de )a libertad, se leía: "Constitución Política de los Estados Unidos tamente el edificio q u e . . . "
Mexicanos.—Querétaro.—5 de febrero de ¡917". En la primera —¡General! —gritó.Caravantes sin despegar los ojos del tecla-
página, en blanco, llevaba un sello que decía: "Biblioteca particu- do—. ¿Qué motivos les alegamos?
lar del Presbítero Daniel Márquez". —Pues ponlcs que están violando las leyes —respondió éste.
—Y que están corrompiendo a la niñez —añadió el petimetre.
Como por un resorte movidos, los cuatro personajes, a saber: el
General, el del diente de oro, el Capitán Caravantes y el oficial —Y que se deben quitar de monjas y darse de alta en el Estado
desgreñado, se aprestaron en grupo para mirar aquel animal raro Mayor —añadió maliciosamente Caravantes mientras escribía
del librito. Lanzó una carcajada de lépero el General, coronando con éstas
Teníalo en sus manos el General, volteábale las hojas el adve- las palabras del mecanógrafo.
nedizo, murmurando: —Pues ándale: te firmaré otra ordencita. . .

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Terminó el Capitán la infame escritura, púsole a ella y al du-
plicado el vistoso sello de la Jefatura de Operaciones Militares,
leyóla y aprobóla el desgraciado pisaverde, firmóla el General Or-
tuzar, cogióla de nuevo Caravantes, la dobló y la guardó en una
libreta que llevaba en el bolsillo del pecho, y ya salía dando zan-
cadas a reunir la escolta, cuando el General lo detuvo.
—Pero tú eres muy enamorado —le dijo—. A ti te enternecen
las monjas. Voy a mandar mejor a Téllez, que es muy bruto. Ese
sí me limpia el convento en cinco minutos.
— ¿ N o es verdad, Coronel? rv
Sonrió a estas palabras, como un idiota, el oficial de la cabeza
mechuda. El era el Coronel Pedro Téllez, por mal nombre Pelotes, EN LA TORMENTA
quien enorgullecido hasta el entrecejo por el elogio que merecía
del General, dijo en su tono gangoso y arrastrando estas únicas
palabras que lo retrataron de cuerpo entero:
AQUELLA CONFERENCIA RÁPIDA y concreta fue una verdadera junta
—Pos ¡zaz!, pues.
de campaña frente al enemigo. Consuelito y Sor Francisca estaban
Unos cuantos minutos después, una columna de cincuenta hom-
Infectamente de acuerdo: el Colegio estaba enteramente a merced
bres medianamente disciplinados, pero, eso sí, bien armados, se ali-
neaban en uno de los patios de la Jefatura. de la fuerza armada. Aunque podían moverse algunos resortes di-
plomáticos al menos para retardar el atropello, no debía, sin em-
—[Marchen! —ordenó un sargento. r.
bargo, confiarse mucho en ellos. Era preciso tomar inmediatas
El Coronel Téllez los esperaba a la puerta. Salieron los soldados, providencias para disminuir los daños y perjuicios de un lanza-
Téllez carraspeó, escupió a distancia, y echando pesadamente un
miento despiadado y perentorio que se venía encima irremisible-
salto de la banqueta abajo, troteó un poco hasta emparejarse con
la columna. mente. Ante todo urgía obtener dos cosas: evitar aspavientos
prematuros que malograran los trabajos de salvamento y mostrarse
Una ancianita que a la puerta de una casa esperaba una limosna,
al ver la amenazadora fuerza armada, se santiguó diciendo: serenas y valientes desde el primer momento hasta el último.
—¡Válgame el Santo Niño de Plateros! ¿Qué irán a hacer Con este fin, la Madre Superiora llamó a la Profesora de párvu-
esos indinos? Dios nos tenga de su mano; porque lo que es ese los, monjita joven y vivaracha como unas castañuelas, y después
cascorvo malfajado no me da buena espina... de exponerle en tres palabras toda la sustancia de la situación, le
Los soldados se alejaron y la calle volvió a quedar desierta. dio sus órdenes en la siguiente forma:
—Usted, hermana, se encarga de animar la fiesta como si nada
pasara. Distraiga lo mejor que pueda a todos los invitados. Noso-
tras nos entenderemos con lo demás. Vaya con Dios.
Tras la madrecita salieron las conferenciantes. Seria y pálida la
Superiora, discretamente sonriente aunque evidentemente preocu-
pada Consuelito. Sólo la Madre Francisca sonreía tan campante
como si estuviera en un lecho de rosas.
La Superiora fue a mezclarse con los de la fiesta, sonriendo de
dientes afuera y mirando de soslayo ya a los genízaros de la puerta,
ya a Consuelito y Sor Francisca, que hacían por los salones un
sospechoso recorrido.
Estas, en efecto, estaban en plena actividad.

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— N o hay tiempo que perder —dijo Consuelito a su compañera—. Mientras esperaba, impaciente, golpeaba el suelo con el tacón.
Urge aquí en el despacho una hermana que no se despegue del El aparato sonó de nuevo y-Guillermo, puesto en posición de firme,
telefono. Déjeme combinar mi plan. Espere. habló así:
Consuelito se sentó y llamó suavemente al teléfono. —¿Leonardo? Oye: coge tu bicicleta y ve a llamar inmediata-
—¿Angelíta? ¿Eres t ú . . . ? ¡ A h ! ¿Ya me conociste? mente a cinco buenos de tu escuadrilla. Fíjate bien: se van los seis
La voz de Consuelo temblaba ligeramente. Su acento revelaba al Colegio Teresiano. Se meten por el callejón por la casa de las
la interna lucha de sus temores femeninos y la discreta firmeza y Araiza y se ponen a las órdenes de Consuelito Madrigal. ¿Oíste?.
serenidad que había escogido como norma. Sor Francisca entornaba Muy listos, ¿oh? Es algo serio. Vete pronto y que se alisten en
la puerta para aislarse del bullicio exterior. Consuelo continuó un segundo. Lo que se ofrezca "nomás" avisen. ¡Como los hombres!
con acento de congoja reprimida: ¡Ahora nos toca dar pruebas!
•—Angelita, estamos en un apuro grandecito, ¿me vas entendien- Mientras tanto, Consuelito Madrigal, desde el Colegio Teresiano
do? ¿Están ahí puras de confianza. . . ? Bueno. Ya lo sabes todo, se comunicó por teléfono con la Presidenta del Centro de las Da-
¿verdad? Lo que te ruego es que nos tengas al tanto de todo lo mas Católicas.
que se hable. Aquí dejo a una hermanita con el audífono en el —Conchita —dijo una vez obtenida la respuesta—, perdone a
oído, para que ya no tengas ni que llamar... Ahora dame, por la importuna. Ya se imaginará lo que nos pasa, ¿verdad? Ahora
favor, el teléfono de la A.C.J.M. necesitamos tener casas listas para diez y seis religiosas que tengan
Consuelito esperó un poco. El teléfono pedido respondió: que dejar el Colegio de un momento a otro.
La bocina reprodujo un especie de estertor, y luego Consuelito
—Guillermo López, ¿con quién?
añadió:
—Consuelo Madrigal, del Colegio Teresiano.
— ¡ S í ! Pero no nos queda tiempo de lamentarnos, sino de tra-
— ¡ A h , Consuelito! ¡A las órdenes! ¡ Y a voy para allá!,'
bajar.
—Mire, Guillermo; necesito que mande seis muchachos, pero
Dejó Consuelo el aparato encomendado a una hermana y salió
buenos y resueltos a todo. de la snla accmpañDda por la Madre Francisca.
—Voy yo mismo con ellos. —Ahora —le dijo— hay que buscar la manera de cortar por lo
— N o , usted no venga. Usted debe quedarse ahí. sano para localizar'el fuego.
—¿Pero cómo me he de quedar aquí? Tenía el Colegio un amplio patio a la vista de la calle, en
—Se queda y muy se cjueda —respondió Consuelo con autori- torno del cual se encontraban algunas salas de clases, los recibido-
dad—. Así entra en nuestros planes. res y oigunas oficinas. En la esquina de aquel patio, de la parte
—Muy bien, Consuelo. Me quedo. Y los muchachos "ahorita" diagonalmentc opuesta al vestíbulo, un pasillo conducía a un se-
van. gundo patio, y jardín, sobre el cual convergían las principales de-
pendencias del colegio: el rico oratorio, el teatro, salas de música
—Mire —interrumpió Consuelito antes de que se quitara la
y otras clases. Este segundo patio, en el cual estaban acumulados
conexión—: les dice cjue no vengan por el zaguán, que se metan
algunos materiales de construcción para algunas reformas que se
por casa de las Araiza. Y que los necesito para comisiones urgentes. proyectaban, colindaba por un extremo con la casa de algunas
Terminado el diálogo telefónico, comunicóse el Presidente con buenas amigas de Consuelo.
otro número de la misma Juventud Católica. El distinguido joven,
Al llegar al pasillo que ambos palios separaba, Consuelo midió
cuyo rostro presentaba el detalle chic de una barbilla a la francesa,
con la vista el ancho y la altura.
tenía en su mano un cuaderno directorio de los muchachos de
—Aquí cortamos, Madre -—dijo a Sor Francisca--. Que se en-
aquel Centro Local. Mientras el teléfono pedido respondía, el
carnicen con este pedazo mientras escapamos lo demás.
Presidente recoma las listas, de acuerdo con los siguientes encabe-
zados: Oradores, Escritores, Cómicos, Ciclistas, Choferes, Detecti- Siguieron Consuelo y Sor Francisca su exploración. Llegadas al
segundo patio, notaban que la mejor parte del colegio podía que-
ves, Reporteros, Propaganda, De Rompe y Rasga, A cualquiera
dar, por lo pronto, libre del atropello, cuando en lo alto de la
Hora, Comisiones Urgentes, Mecanógrafos, Viajeros, etc.
pared que daba a la casa vecina apareció, haciendo visajes como
—¿Está alií Leonardo.. .? Que tome la bocina, por favor. un diablillo, un muchacho de la A.C.J.M., que pujando y jadeando,

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echó arriba un brazo, se apoyó en un codo, luego atoró un pie y, que empezaban a sentirse impacientes de aquella prolongada co-
por último, exhibió toda su sección vertical montada a horcajadas media en que a ellos les tocaba hacer el papel más desairado.
en lo alto de la tapia, con una cachuca en la cabeza, una corbata No se les escapaba esto último a Consuelito y a la Madre Fran-
flotante al cuello, unas ligas de ciclista en los tobillos y una rotura cisca Llevadas de su amabilísimo corazón ya hasta se habían hecho
en la rodilla del pantalón. sus amigas, les habían llevado desayuno y estampitas de recuerdo,
— ¡ A q u í está la A.C.J.M.! —dijo con aire de triunfo, mientras que los soldados habían cogido con cuidado, besado y guardado en
uno tras otro iban apareciendo sobre la misma tapia sus cinco el fondo del kepí.
compañeros. Ya hecha de confianza Consuelito y protegida por la simpatía
Ninguno acabó de saltar al colegio, porque Consuelo, con un que comprendía inspirar, no perdió- la oportunidad de desahogarse
gesto los atajó. un poco con ellos, diciéndoles, ex abrupto, unas cuantas claridades
—¡Cállense, muchachos! —les dijo—, y óiganme: vaya uno a como éstas:
ver al Presidente del Sindicato de Albañiles, que se venga luego, —Pero qué, ¿no les da vergüenza venir a echarnos de nuestra
volando, que se traiga tres peones, con todo y sus herramientas. casa? ¿Por qué no se van a su cuartel y le dicen a su General
que no sea majadero?
—Ándale, Del Campo, vete tú —añadió el que hacía cabeza.
— ¡ A y , niña! —respondióle un soldado ya entrado en años—,
— ¿ Y dónde estará? —preguntó el aludido rascándose la nuca
bien lo sabe mí Padre Dios que nosotros no somos protestantes. . .
con más ganas de quedarse ahí montado que de obedecer.
Pero, ya lo ve, niña: lo mandan a u n o . . .
—Pues velo a buscar, tarugo —repuso, fastidiado, el primero—
—¿Pero ustedes son católicos... qué no tienen temor de Dios?
Ha de estar en las obras de El Almacén.
Ustedes que debían defendernos...
—Sí, hombre; ahí donde está trabajando tu novia —añadió,
—Pues sí, niña. Tiene osté muchísima razón; pero, ya lo ve, no
metiendo su cuchara otro mozalbete. *'
podemos voltearnos porque traimos el uniforme... y apenas se
— ¡ Y a basta de explicaciones! —di jóle Consuelo, mientras Del pone uno rejiego, lo afusilan... Si lo malo es que ahora ya esta-
Campo se descolgaba. —Bájense y comiencen a abrir aquí un aguje- mos ensartados, y al que recula lo atraviesan...
ro para esa casa mientras vienen los albañiles. . . Usted, Leonardo,
En estos candorosos diálogos estaban, con la tácita aprobación
vaya a decir a su Presidente que se encargue de arreglarnos el am-
de los otros siete soldados taciturnos que no despegaban los labios,
paro con el Juez de Distrito. Que se fije que es cuestión de minu-
cuando la hermana encargada del teléfono viene corriendo a ha-
tos, ¿eh?
blarle a Consuelito, y trayendo una dizque consoladora noticia:
Como era de desearse en tan atribulados instantes, todos los que el General Ortuzar hablaba y concedía las veinticuatro ho-
elementos aprovechados por Consuelito desempeñaron sus funciones ras que se le pedían, en premio a que se habían mostrado sumisas a
con una precisión matemática. Media hora después, más de la mi- la l e y . . .
tad del mobiliario de las salas del primer patio estaba fuera de
Consuelo, dejando al punto a los soldados y volviendo con la
peligro. Una nueva pared se levantaba en el Asilo, cubierta con
hermana, extrañada y disgustada preguntó:
una decoración de teatro y acabada de disimular con un piano
viejo que junto a ella se colocó. Al mismo tiempo, las cosas más •—¿Cómo? ¿Que le hemos pedido la limosna de veinticuatro ho-
delicadas salían ya por el boquete dé la casa contigua y de ahí ras de agonía?
a la calle, ya en las cestas de algunas sirvientas fieles, ya en las Y diciendo esto, se acercaba a la cámara del teléfono, a la vez
bicicletas de los muchachos, quedando, desde luego, toda la tripu- que proseguía, irritada, sus reflexiones:
lación expedita para concentrar sus fuerzas sobre los restos del — ¿ Y por qué somos sumisas a la ley. . .? ¿Sumisas? ¿A esas
primer patio. Las Damas Católicas, por su parte, avisaban que ya sentencias de exterminio que ellos han dictado contra la gente
estaban listas treinta casas para hospedaje, y todos sus miembros buena...? ¿Sumisas? ¡Sí, por desgracia, lo hemos sido! Pero ya
dispuestos a sufrir con las monjas el atropello. Y como esto era no queremos más siunisión.. . ¡Ahora queremos que nos acaben!
verdad y no mero jarabe de pico, poco a poco comenzaron a llegar ¡Y cuanto antes! ¡ N o pedimos ya misericordia!
damas y señoritas, apresuradas, decididas. Parecían ser llamadas Llegó tarde al teléfono. La Madre Francisca se le había adelan-
a una gran fiesta. De ahí fue que el bullicio llegó a ser atronador tado y se abría ya de capa, personalmente, con el General Ortuzar.
en el mutilado colegio, a ciencia y paciencia de los ocho centinelas Pálida, con los labios ligeramente trémulos, pero con su rica voz de

44 45
mezzosoprano, la valiente monja cantóle a la bocina toda una es- echó a correr hacia la Jefatura de Operaciones. Entró, preguntan-
trofa heroica de entereza femenina. do por el General Ortuzar, y en sus manos puso garbosamente el
—General —le dijo— le han informado a usted muy mal. No envío de Consuelito, y giró sobre los talones para salir. Pero el
hemos pedido nada, absolutamente nada. Lo que hemos dicho es General le detuvo, diciéndole;
que no saldremos sino por la fuerza, pues que el artículo 16 de la — ¡ Espérate!
Constitución está de nuestra parte.. .
Luisillo esperó. Era un flaquito muchacho, hijo único de una
La bocina reprodujo en una rápida sucesión de chasquidos el costurera viuda. Vestía humilde, casi pobremente; un saco de dril
fiero rugido del General que les profetizaba una catástrofe. claro sobre la sola camisa bien planchada.
— ¡ M u y bien! —terminó la Madre Francisca, aceptando de an- El general rompió el sobre, y al encontrarse con la Constitución
temano el pavoroso desarrollo de aquellas amargas horas. y, hojeándola, con el artículo 16 burlescamente señalado con rojo,
Unos cuantos minutos después la telefonista en jefe les comuni- se puso rojo, se puso color de ceniza.
caba que los del cuartel andaban como locos buscando una Cons- — ¡ M i r e nomás! —dijo al del diente de oro, que no acababa de
titución. Consuelito se echó a reir con ese buen humor que acom- desamparar el punto— ¡Ráscate!, si aquí viene una cartita. . .
paña a los mexicanos aun en medio de sus trances más penosos. Y leyó:
—¿Vamos dándole un piconcito, Madre Francisca? —dijo la "Señor General:
pícamela—. ¿Tienen ustedes la Constitución? Sé que quiere usted conocer la Constitución de la República;
—Sí —dice la monja—. El Padre Capellán nos compró una a por eso me permito enviarle ese ejemplar. Si necesita usted otros,
cada una. puede usted pedirlos a su servidora.
—Tráigame pronto la suya.
Y la monja llevó un ejemplar corriente de la Constitución!-En CONSUELO MADRIGAL".
un santiamén, Consuelo encerró en un cuadro pintado en lápiz rojo
el artículo 16; la metió en una cubierta grande. Tomó luego un Se mordió de rabia los labios el sanguinario militar. Y clavando
plieguecillo fino de papel azul y escribió con suave y ágil mano los ojos de basilisco en el pobre muchacho, le dijo:
de mujer un minúsculo recado. Pasó la punta finísima de su in- — ¿ Y tú quién eres?
quieta lengüilla, arqueando sus hermosas cejas, como indicando a —Luis Sánchez, de la A.C.J.M. —respondió el jovenzuelo con
la madre Francisca lo sabroso de aquella broma aventurada. Metió
decisión intrépida.
el pequeño sobre en el grande que encerraba la Constitución, y
entonces, como encarnizada, haciendo un puchero de deliciosa Sonrió el General. Fue una risa de felón.
crueldad, rayó, que no escribió, en aquel sobre el nombre del feroz —Ven entonces acá, para darte el acuse de recibo.
General Ortuzar. Asomóse luego a una ventana que daba a la El muchacho palideció, pero siguió los pasos del General. ..
calle e hizo una seña a un joven que en la acera de enfrente Un buen rato después apareció el muchacho a la puerta. Por
aparecía como un lelo. Este se acercó inmediatamente. Era un los ojillos apretados se le escapaban lágrimas rebeldes. ..
acejotaemero, cuya misión era hacer guardia por aquel lado.
¡ L e acababan de moler la espalda a machetazos!
—Luisillo —le dijo Consuelito—, ¿eres capaz de irle a poner Tragóse, sin embargo, su rabia y su dolor. Corrió a su casa.
una banderilla de fuego al General Ortuzar? Sin decir una palabra a su madre, entró en la alcoba y sacó de
—Sí, ¡cómo no! —contestó animoso el muchacho. su armario una pistola escuadra. Y volvió desalado a la ventana,
—Entonces llévale esto a la Jefatura. dispuesto a avisar estoicamente a Consuelito que su misión había
sido cumplida sin novedad.
— ¿ Y espero respuesta?
Ya no pudo acercarse al Colegio. Una multitud abigarrada y
— ¡ N o ! Mejor es que no esperes nada; porque si esperas te
heterogénea le interceptaba el paso, rebulléndose furiosa y amena-
copinan.
zante, aunque a la vez temerosa e indecisa, lo mismo exactamente
—¡All right! —terminó el vivo muchacho. que el rencor que se le revolvía a él en las entrañas. Era el pueblo
Echó luego un silbido especial dilacerante. De la esquina de la humilde que se sentía llamado a la protesta heroica ante la villana
calle le contestó otro silbo semejante. Entonces dejó su puesto y felonía cotidiana. Luisillo trepó sobre una piedra para apreciar la

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situación. Por encima de aquel tendido de cabezas humanas, cada
una de las cuales encerraba una tormenta, vio que un fuerte pi-
quete de soldados llenaba la banqueta y el vestíbulo. Allá, entre
los reflejos de las viseras militares, se levantaba la figura odiosa de
Pelotes, el Coronel, que vociferaba y gesticulaba frente a las damas
y las monjas.
Desde su pedestal, Luisillo, jadeante y nervioso, echó un silbido,
y cuatro jóvenes católicos al punto se le unieron.
Pelotes apareció allá en la puerta, desgarbado, siniestro, y dio
algunas órdenes a los soldados. Estos comenzaron a rechazar al
pueblo que pugnaba por acercarse hasta las murallas del edificio.
La ola humana se meció unos instantes, levantando nubes de polvo
entre un murmullo sordo de mar de fondo. Luisillo brincó de la
piedra, y a codazos y empellones logró sobreponerse a la corriente
de retroceso y avanzar hasta dar con las narices en las espaldas
enjaezadas de un soldado sudoroso. Ahí, a su lado, en primera fila,
encontró a don Pascual, el viejo portero del Instituto Científico.
Los ojos del pobre viejo, fulgurantes, candentes, se clavaban sobre
el vestíbulo del Colegio; sus labios, trémulos, musitaban voces de
ansiedad y de odio. Sus dedos, largos y flacos, crispaban hasta hacer
reventar las robustas venas, se enredaban como sarmientos al grueso
garrote, largo como un cayado que le servía para acarrear el agua
en sus faenas tempraneras. ¡ Qué grandioso pareció a Luisillo aquel
tipo senil en cuyo pecho velludo se adivinaba a punto de estallar
toda la ira comprimida durante sesenta años! ¡Qué digna figura
en aquella brava escena conjunta en la que todo era tensión y
encendimiento, como de un volcán que espera un soplo para rom-
per el fuego devastador...!
Pelotes, a fuer de buen bruto, no tenía por qué preocuparse.
Estaba acostumbrado a ver reprimidos a balazos muchos desborda-
mientos populares. Llególe la hora de la suprema valentía, y sin
decir "¡Agua va!", ordenó a la escolta meterse toda al colegio y
echar fuera a empellones y culatazos a monjas, damas y niñas que
hasta entonces se habían negado a salir. A la invasión de los bár-
baros se desbordó en el interior del colegio una horrible gritería de
terror y confusión. Las damas se arrinconaban, pálidas y desenca-
jadas. Las niñas lloraban cogidas de los hábitos de las monjas.
Sillas, macetones, columnas y guirnaldas rodaban por el suelo. En
medio de horroroso tumulto, una voz se escuchó clara y distinta.
Era la Madre Francisca que gritaba con toda su alma:
— -¡Nos matan; pero no salimos!
Pelotes se acercó a ella y le dio el primer empellón. La lucha
era desigual. La debilidad sucumbía. La masa femenina era arras-
trada. Consuelito gritó:
— ¡ N o nos dejes, Virgencita!

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5o. Regimiento del Sur de Jalisca al mando'del General cristero V I C E N T E C U E V A (marcado con una cruz).
Frente a éste se halla el Gral. ENRIQUE GOROSTIETA.
En combate, en Los Altos, Jal.

El General cristero JESÚS DEGOLLADO GUÍZAR,


en el campamento La Mora, Cocula, Jal.
Y rompiendo por sobre los soldados, seguida de otras damas y
niñas, volvió basta el boscajo risueño, cogió en sus brazos la linda
estatua de la Virgen de Lourdes y la puso sobre un racimo de
manos que se tendieron a ayudarle. Ahí estaba la mano de Juanita,
!a m-'.rcna hija del portero; ahí estaba la mano de doña Sole-
dad, !a noble madrina de la hija de un pobre.
La multitud rugiente en las afueras, midió instintivamente toda
la cobardía de la trágica escena, y explotó, explotó con toda la in-
dignación de un pueblo honrado al mirar aparecer en la puerta
del colegio, como un puñado de espuma arrojado por un mar
embravecido, un grupo de niñas de Primera Comunión con los
blnncos cendales desgarrados llorando y cargando a duras penas
la dulce estatua de la Virgen. Vibró el pueblo en un rugido de
furor, y automáticamente se estrechó en un círculo candente sobre
los soldados para hacerlos trizas. Los soldados, a empujones, a bo-
fetadas, a culatazos, sostuvieron todavía por un momento sus po-
siciones. Uno de ellos, maldito, entróse al espacio libre en que
las niñas jadeaban por transportar la imagen de la Virgen, y
hundió su garra en el brazo tierno de una de ellas, pretendiendo
arrancarla de allí. Aquella niña era Juanita. Juanita resistió y el
soldado, haciendo un mohín, la cogió brutalmente y la sacudió un
momento por el aire.
El viejo don Pascual no esperó más. Se echó de bruces, rompió
el cerco y apareció en medio del círculo, noble y esteta como un
gladiador, levantando en alto su garrote justiciero... La aparición
de aquel gigante cortó el resuello a la multitud, que enmudeció
como por encanto. Y en medio de un silencio sagrado que la
gran hazaña imponía, el viejo se afirmó en los pies, apretó los
dientes y haciendo girar con ambas manos el garrote, lo descargó
cuan rrueso era en la cuadrada cabezota del soldado, que estrujaba
a su hija. Sonó un golpe seco, asqueroso. El soldado cayó, Y el viejo
temblando de pies a cabeza, pero triunfante y macizo, con voz
ronca, sollozante, rubricó su gesta con estas palabras que merecen
un libro y que el pueblo escuchó todavía absorto, como el verbo
de un profeta:
—¡Es mi hija! ¡Dios me la ha dado...! ¡De su alma y su
cuerpo a mí me toca responder! ¡Por eso te mato!
El grito de guerra había resonado. Luisillo, que llevaba el pecho
encendido tiempo hacía, volvió el rostro a sus amigos y con un
grito que se quebró como un gemido, clamó:
—¡ Muchachos, adelante...! ¡ Por Dios y por la Patria!
Cruzó como un rayo el cerco de los soldados, seguido por sus
amigos. Atravesó el pequeño trecho saltando sobre el soldado eje-
cutado, rompió la segunda cadena de soldados y, al frente de sus
valientes, con la pistola amartillada en la mano hizo su entrada

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Híctor-4
hasta el mismo patio, saludando a las atribuladas damas, runas y
uno de ellos, desde el cuarto escalón, pegó de nuevo un salto hasta
monjas con este grito heroico:
abajo:
—¡ Sí hay hombres...! ¡ Aquí está la A . C . J . M . . . . !
—¡ Pero nosotros no debemos correr! —exclamó como avergon-
A este grito contestaron los soldados con una formidable detona- zado de su intentona.
ción que hizo crujir los cimientos del colegio. Un tumulto de sol-
I Era Luisillo! AI mismo instante los obreros echaron desde arriba
dados y de pueblo oscureció la entrada. Gritos, lamentos, aves
una cuerda, y en un abrir y cerrar de ojos, Consuelo y Sor Fran-
insultos, golpes: todo en horrible confusión llegó a los oídos de
cisca ataron a Luisillo el irreductible, que fue levantado como una
las monjas, damas, niñas, muchachos y obreros que estaban en el pluma y no apareció más.
plantel. Los soldados de la entrada eran arrollados. Los que dentro
estaban salieron precipitadamente a resistir a la multitud. Una Quedaban las mujeres solas. El tumulto de las afueras cesaba.
nueva descarga resonó. La Madre Francisca se destacó de pronto, La Madre Francisca volvió al zaguán y por el ventanillo secreto
rodeada de chiquillos que lloraban, pálida y demudada, pero va- se asomó tímidamente. Pero no bien hubo asomado, gritó crispan-
lerosa y enérgica en medio de la catástrofe. El lépero Pelotes, que do los puños de congoja:
olvidó sus bravuqueos, salió corriendo a confundirse con la tropa —¡María Santísima!
que se replegaba. Pero el grupo de muchachos y de obreros le Quitó las cadenas, abrió la puerta y se echó a la calle. Consuelo
siguió. Tras ellos iba Consuelito. En aquellos momentos de confu- la siguió.
sión demoníaca, la angélica mujer resultó envuelta en la siniestra El saldo horrible de la brega estaba ahí, a dos pasos. Chorrean-
contienda. A dos centímetros de ella Luisillo había vaciado su do sangre por la base del cráneo, con el cuello horriblemente torcido
pistola sobre Pelotes y sobre los soldados. A medio centímetro de un anciano yacía sin vida. A su lado, una dama, en actitud des-
su rostro, los obreros habían arrebatado a Pelotes la pistola ame- compuesta, con el rostro bañado en sangre, perdido el sentido,
nazante. Un esplandor escalofriante hirió la retina de Consuelito, estaba tendida sobre el suelo. Y en medio de aquellas dos víctimas
cuando junto a ella levantó Pelotes el brazo. En su mano resplan- escogidas entre el proletariado sencillo y la aristocracia virtuosa,
decía un puñal. El golpe certero, infalible, iba contra Luisillo. Con- una niña morena, ataviada con el ropaje blanquísimo de Primera
suelo midió todo el alcance de la escena y colocada detrás del Comunión, apretando los puniros y mirando aquellos cuerpos, pa-
Coronel, gracias a una rápida contorsión de éste, en un gesto de teaba desesperada'el pavimento, gritando con un indescriptible so-
hembra atrevida, sacando fuerzas de su misma debilidad, cogió por llozo de angustia: >
detrás con las dos suyas la mano horrible de Pelotes, le tiró con
—¡ Papacito...! ¡ Mamacita... 1
toda la violencia hacia sí, descoyuntándole el brazo, y con agilidad
de leona clavó con todas sus fuerzas sus finos dientecillos en la Junto al anciano se arrodilló Sor Francisca, y junto a la dama,
muñeca del bandido. Este soltó el puñal y corrió con los soldados Consuelo, auscultándola con ansiedad. Y la invicta joven escuchó
que la dama, en tono apenas perceptible, pronunció estas pala-
hasta la calle, en donde el pueblo estaba siendo dispersado a me-
bras, que Consuelo misma, sin comprenderlas aún, repitió a Sor
trallazos...
Francisca:
—¡Cierren ahora! —gritó una voz.
— ¡ H é c t o r . . . ! | H é c t o r . . . ! ¿Dónde está H é c t o r . . . ?
Y las puertas del colegio fueron cerradas. Obreros y muchachos
resollaban con fuerza, con la nariz enormemente dilatada. Consue-
lito escupió con asco y con violencia el pedacito de carne que
había arrancado de la mano del lépero Coronel Téllez, y atragan-
tándose aún por la emoción, levantó el brazo en cuyo extremo
resonaban finas pulseras:
—¡Ustedes escápense, muchachos! ¡Pero pronto! —dijo empu-
jando ansiosa al grupo de hombres grandes y chicos que había
tomado parte en la refriega.
Una escalera de mano apareció por la azotea. Hacia ella fue
empujado el grupo de varones por un montón de brazos femeninos.
Subieron los obreros, comenzaban a subir los muchachos, cuando

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51
V

DEL F O N D O DE LA EPOPEYA

H A Y EN LA LEYENDA GÍUEGA una figura heroica de relieves magní-


ficos ! Héctor.
Arrancólo Homero, el inmortal, del fondo de la tradición y su-
perstición populares, para hacerlo vivir y palpitar con ímpetu de
gigante en las regias estrofas de la Ilíada.
Y Héctor entró a la posteridad llevando en triunfo como en sede
imperial por la sublime epopeya, vitalizando con el soplo de su
voz los corazones rectos, resquebrajando con las ruedas de su carro
los cráneos huecos de los cobardes y regando sobre el páramo frío las
brasas encendidas de su pebetero inconsumible para incendiar con
ellas las entrañas benditas de esa maga de la vida que se llama.
Juventud.. .
¡ Levanta, oh hijo de Príamo, el mármol granítico de tu brazo
desnudo, y electriza con tu gesto a Troya la invicta, que en ti
tiene puesta la causa de su libertad y de su independencia! ¿Qué
importa que los ejércitos griegos, reunidos por mil príncipes, asedien
tu ciudad, si tú, oh Héctor, vives y defiendes, combates y vences,
arrastrando a tu pueblo a la victoria con la fuerza volcánica de tu
fé inquebrantable y el empuje insuperable de tu optimismo indes-
tructible? ¿Quién, oh Héctor, quién puede contra ti, si los dioses
mismos te encomian y los troyános todos por ti se hacen añicos?
"Mientras Héctor viva, Troya será invencible; mientras Héctor
viva, la planta griega no profanará templo troyano!" Tal dijo el
Oráculo. ¡Y así fue! Y ante tí, oh Héctor, cayeron los enemigos. .„
Protéxilas cayó, y cayó Ayax y cayó Diomedes, y Patroció mismo,
el infame Patroclo, hubo al fin de caer al golpe de tu espada. . . !
Más tarde, ¡ay!, tu patria sucumbió...¿Cuándo? Cuando la
langre se hubo helado ya en tus venas, cuando la hoguera de tus
ojos consumióse y el corazón se te rompió dentro del p e c h o . . . ¡Y
Troya fue arrasada!, mas tal fue, cuando tu cuerpo heroico, inerme

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insensible, ¡muerto!, atado al carro de Aquiles, fue arrastrado, de los griegos, sus enemigos eternos que eran muchos "como las
rodeando tres veces la ciudad que en vida hiciste invencible; cuando hojas de los árboles, como las arenas del mar..
tu cerebro, ayer incandescente, golpeó contra peñascos y pilastras, El anciano con la nobleza de un profeta, hundía su mirada en
puertas y baldosas, rompiéndose en fragmentos —santas reliquias— la figura palpitante. .. Mas al ver que a la joven dama, interesada
que Troya recogió llorando de dolor y temblando de rabia impo- en su estambre, no le importaban un comino todas aquellas zaran-
tente. . . ! dajas épicas:
T o d o este fuego, todo este entusiasmo, todo este perfume gue- —Pero, ¡por Dios hija! —proseguía indignado—; si tú no sien-
rrero de oriflamas y pendones, de naves empavesadas y de mares tes, si tú no tienes vida. . . Yo hubiera querido que tú fueras
bullentes, estaba concentrado y apretado en aquel libróte de lámi- una Madamc Dacicr, que tradujo a Homero allá en tiempo de
nas en madera y pastas de cuero raído. Luis X I V ; pero ¡nada!, tú no saliste más que una Soledad, Sole-
El viejo, tembloroso, apoyado en su bastoncito, a la hora en que dad a secas...
el sol tibio sonreía entre las enredaderas, cogía de su estante el —Soledad Martínez de los Ríos —respondió la joven señora,
viejo y grueso libro, salía paso a paso, tendía el infolio sobre la recalcando, graciosamente las palabras.
mesilla del corredor, arrastraba su butaca y pesadamente se sen- —Gomo quien dice, Soledad Pañales y Pañales.. . ¡ A ver! ¿Qué
taba a mirar y remirar por milésima vez aquellas páginas recias otras cosas sabes hacer... ? En fin, eres mujer de tu marido que
y amarillas de la edición de Homero que le donaron sus mayores. tampoco sabe hacer más que chorizos y chorizos, para llenar de tla-
—Mira, hija, acércate —decía el anciano—. Ustedes las mujeres coa este costalito del hogar doméstico, al que todos le abrimos un
no conocen estas cosas y es preciso que las conozcan. agujero... A mí me mata esa prosa, por eso busco el i d e a l . . .
¡ H é c t o r . . . ! ¡ A h ! ¡Este Héctor me encanta! De que yo era chi-
Sonreía compasivamente a estas palabras una joven señora, ves-
quillo, por él me volvía l o c o . . . No se te olvide, ¿en?, hija, lo que
tida con un amplio matine de seda malva, anchas mangas y escote
te he dicho: si ese niño, ¡ése!, resulta varoncito, no se le pone otro
bajo, que con estambre tejía unos diminutos zapatos de nene.
nombre que el de Héctor, ¡ que es el nombre que le escogió su
—Ustedes las mujeres no saben nada de estas cosas —proseguía abuelo con medio siglo de anticipación...!
el anciano—. ¡Qué van a saber ustedes ni de griego ni de latín,
si ni en castellano conocen ustedes estos libros! Mira, hija, mira si-
quiera los moni tos, como los muchachos. . .
—¡Eso! ¡Aquí está Héctor! ¡Míralo. . .! ¡Qué grandioso! ¡Qué Un día el canastillo de la criatura esperada estuvo colmado y
silueta de héroe, caramba-.. . . 1 ¿Sabes qué representa esta lámina? repleto de pañales, fajeros, gorritas, pañuelitos y de todos esos de-
¡ Es Héctor abriendo las puertas de Troya y saliendo a la guerra al licados y perfumados atavíos en que suelen nuestras madres envol-
frente de sus jóvenes soldados...! ¡Este Homero es un bárbaro: ver nuestra incipiente humanidad. Por la tarde llegó el de los
si parece que nos mete a Héctor dentro del a l m a . . . ! chorizos en un coche, con una señora peinada de copete con peine-
Y el anciano se restregaba los ojos humedecidos, con los dedos tas de carey. Esta señora se plantó como de casa, con un delantal
temblorosos. blanco, y comenzó a trafagar confianzudamente por cocina y por
alcoba.
— , Y sabes por qué Héctor se lanza,al combate? Porque su padre
no ha querido lanzarse, a pesar del mensaje de Júpiter traído por El abuelo esa noche no durmió. Pasó las horas tumbado en la
I r i s . . . Espera: déjame encontrar ese pasaje... Aquí está: Iris, cama, pero con los ojos abiertos, como liebre... Hasta que percibió
en nombre de Júpiter, reprende a Príamo, y le dice: "¡ Oh, Príamo!, algo inusitado: carreras, ayes, aspavientos.. . Entonces se incorporó,
luego sentóse al borde de la cama anhelante, tembloroso, y ahí que-
¿cómo es que encuentras delicioso perder el tiempo en discursos
dó una buena pieza de tiempo, aprestando el oído y escuchando,
inútiles, como si estuvieras en plena paz, mientras allá afuera se
escuchando. Y su oído de micrófono sorprendió el aleteo de un
prepara un combate contra ti?" Pero Príamo no oye, a él le sienta
ángel que descendía del ciclo, agitando suavemente las madreselvas
bien su p a z . . . Iris se indigna, le abandona y acude al hijo, dicién- del corredor y colándose por las rendijas de la puerta de la alcoba,
dole: "¡Héctor! ¡Es ahora contigo con quien debo hablar!" Y aquí para depositar en los brazos de su hija un nuevo ser humano, fino
está Héctor, resuelto, magnífico, ansioso de cumplir la misión que como la seda, suave como la pluma, rico y hermoso como un don
olvidó sus padre, la misión de luchar, de vencer para librar a Troya de D i o s . . . ¡ Sí! ¡ Y a estaba ahí.. .! Y el abuelo sintió un dulcísimo

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calosfrío al oír, primero muy suave, luego clara y abierta, pero metro de mí. Yo también disparé. Quedamos envueltos en una
siempre dulce y amorosa la primera canción de todo ser humano nube de humo. En aquel momento un clarín sonó por la esquina
que viene a este mundo: el llanto. Toda la nueva vida que en donde ahora está el teatro " ¡ E l enemigo!" —gritaron aquellos
aquel cuerpecito bullía, la sintió el abuelo dentro de- sí mismo. Y hombres—, y huyeron despavoridos. . . A uno de ellos se le reventó
se alzó, como movido por un resorte..-. la cadenilla del cinto, y dejó tirada su espada. Yo la recogí. Esa
espada es mi trofeo y es mi reliquia; por eso la conservo ahí en
—¡Es hombre! —gritóle el yerno abriendo de golpe la puerta. mi cabecera, junto al Santo Cristo...
—¡Héctor! —clamó el abuelo, rompiendo a llorar de alegría, y Y al contar, sin que nadie se la preguntara, esa historia tan
entró a la alcoba de su hija con los brazos en alto, aclamando a su sencilla y tan heroica, en que en unas cuantas frases se recopilaba
héroe. la historia de la Guerra de Reforma, el anciano se enjugaba silen-
Pasaron los días. El niño fue bautizado, "y se llamó Héctor". ciosamente unas gruesas lágrimas, mientras Soledad, atenta y'con-
El abuelo no consintió en quedarse en casa Se hizo llevar al bau- movida, acariciaba dulcemente a su hijo que bebía con fruición
tizo. Ahí estuvo junto a la pila, codeado y estrujado por los chiqui- aquella rica leche del cuerpo y del espíritu.
llos que pedían el "bolo", pero observando sin pestañear al cura Más años pasaron. El nieto daba los primeros pasos del regazo
que debía cristianizar el nombre del héroe pagano. de Soledad a las rodillas del abuelo. Ya el sol de invierno, refle-
Y pasaron muchos soles, y el de primavera encontró de nuevo al jándose oblicuo sobre las láminas de Homero, acariciaba los dos
abuelo hojeando el libro de las láminas en madera y las pastas de rostros de aquellos seres que marcaban los dos extremos de una
cuero raído. A su lado Soledad, fresca y lozana, nutriendo con la vida henchida, sana y generosa.
leche de sus pechos la vida de aquel primer hijo. Héctor conocía ya muy bien al héroe favorito de su abuelo. Lla-
—Óyeme, hija —decía el anciano con acento de noble ambi- mábale su tocayo. Aquellas láminas estaban ya esculpidas en su
ción—. Yo quiero que Héctor vaya mamando con tu leche''la alma virgen de rapaz.
sangre de su abuelo que está saturada del espíritu del Héctor," de Por los barrotes de la butaca trepábase el chiquillo hasta sentar-
Homero. No creas: yo también fui valiente... ¡ A h ! que lo digan los se en las rodillas del anciano, y con el dedito sonrosado le señalaba
soldados de ese bribón de González Ortega. . . Sí, me acuerdo muy los diversos actores que en la majestuosa epopeya aparecían. A
bien: fue en la pelea pasada, allá cuando Juárez, apoyado por los veces el chiquillo, en un arranque de temprano heroísmo, bajaba
Estados Unidos, dio las famosas Leyes de Reforma, Sí, por allá de las piernas del abuelo, cogía un palillo de silla vieja, y encen-
por el sesenta y siete.. . Entraban aquí los liberales de González dido y jadeante, golpeaba pilares y macetones, gritando en su in-
Ortega, de éste, del de la estatua ecuestre en el Paseo Morelos. . .
fantil media lengua:
Yo venía con mi padre. Nos habíamos ido a confesar al Convento
de Agustinos. De ahí salimos. Mi padre no era conservador, aunque —¡ Yo soy Hétol.. . ! ¡ Viva T l o y a . . . !
todos sos amigos lo eran, y no lo era, sólo porque no le gustaban El anciano sonreía. El alma del héroe troyano se iba plasmando,
los franceses. Menos era liberal, porque los liberales venían hacien- a su vez en aquella alma viviente, que volvía victoriosa al trono de
do atrocidades, y eran todos enemigos de la Iglesia. . . Pero, eso sí, la ternura senil a seguir escuchando la explicación de las láminas.
mi padre era católico hasta los tuétanos. Todas las noches rezába- Un día en que, como de costumbre, contemplaban nieto y abuelo
mos el rosario, y leíamos el A fio Cristiano y La Cruz... Aquella las viejas ilustraciones, apareció ante los ojos de ambos la de aque-
vez te digo oímos un tropel en el convento. Eran los liberales que
lla escena que narra Homero en el Canto X I I de la Ilíada. Héctor
entraban a buscar los vasos sagrados... ¡Pshe! González Ortega
v Polydamas, al frente de brava y escogida juventud troyana,
había hecho lo mismo ya en Durango. El Padre Prior estaba en
contemplaban en el ciclo un símbolo terriblemente grandioso: un
su celda cogió la llave del depósito y les dijo: "Esta es la llave;
pero primero me matan a mí". Ellos se enfurecieron, lo cogieron á águila, el ave de Júpiter, que vuela por los aires llevando entre sus
empellones y lo sacaron arrastrando hasta la calle. .. Mi padre y garras una serpiente.. . Apenas alisada por la mano del abuelo la
yo estábamos ahí. El, sin vacilar, corrió hacia el grupo, y con su rugosa página, el niño dio sobre el libro una palmada de triunfo y
garrote, un grueso garrote de roble, dio un golpe con toda su alma gritó:
en la cabeza de uno de aquellos infames. Ese soltó al Padre Prior, — ¡ E l águila mexicana!
y cayó desmayado. Al ver esto los demás, soltaron al Prior y se En seguida, con acento de seria investigación, pregunta:
enfrentaron con mi padre. Unos cuantos disparos tronaron a medio
—Abuelito, ¿pues qué Hétol mi tocayo ela mexicano?

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56
Estas palabras fueron contestadas con un beso y un suspiro.
—El águila mexicana es como esa águila... pero los mexicanos
no somos como Héctor —respondió el abuelo.
Y luego, filosofando, fuera ya de la comprensión del niño, con-
tinuó con un acento de extraño dolor:
—Estamos en paz, sí, estamos en paz; los buenos, los honrados,
estamos en paz, como siempre, pero ellos nos preparan la guerra,
y nosotros nos hemos puesto en sus manos. ..
Sacudió en seguida la cabeza, como quien corrige una palabra
importuna, y estrechando al niño, le dice: VI
—Héctor, ¿qué quieres ser cuando seas grande?
Sorprendido el niño, miró un momento a su abuelo; después, PROSA V I L
como dando forma a un pensamiento difícil, respondió:
— ¿ Y o ? . . . ¡que me pinten en este libro!
—¡Bravo! —concluyó el abuelo. PERO A L CORRER DE LOS AÑOS, todos aquellos sueños de epopeya
Y abrazó de nuevo al pequeñín con todas sus fuerzas. se los llevó el diablo.
A los pocos meses de los narrados besuqueos, murió el abuelo.
Años más tarde, allá por las fiestas del Centenario de la Indepen-
«• -
dencia, en 1910, murió el esposo de Soledad. Y ni ella, viuda, ni
Héctor, huérfano, volvieron a pensar en Homero.
Héctor fue zambutido por un su tío en una escuela laica, que no
era tan de lo peor, pues tenía el atenuante de que la mujer del
Director iba a misa. . . Soledad repartió su tiempo entre los pleitos
inútiles con el rico Soberón, que le robó la mitad de la herencia
de su marido, y los pleitos con Héctor, que inquieto y travieso, no
podía soportar en paz y juicio ni la hora del Catecismo los domin-
gos, ni la hora del rosario todas las noches.
Poco a poco, la tumultuosa infancia de Héctor, fue afortunada-
mente entrando en sosiego. Aquellos perdularios que trataba en la
escuela, sobre todo aquel Pedro Téllez, que llegó después a Coronel
"Pelotes", bien conocido ya del lector, le comenzaron a repugnar.
Un innato buen sentido le hacía sentir que su inocencia de niño
iba siendo fatalmente disipada por las crudas revelaciones de aque-
llos perversos, en medio de un ambiente sin defensa. Porque en
aquella escuela no había, no podía haber contravenenos: si hasta
el mismo maestro, al decir de los muchachos, era también muy
jugao.
Entre las nieblas de su corta edad, Héctor intuyó distintamente
dos caminos que se abrían ante él: uno era el que seguían aquellos
callejeros. Pelotes y compañía; otro era el que le insinuaba el
corazón de su madre cristianísima. Y comprendió que su delicadeza
le imponía este segundo. Por eso un día en que el maestro no había
asistido a la escuela y en que los muchachos habían pasado la
tarde de su cuenta y riesgo, Héctor, al volver a casa, apenas cerró

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cidieron a entregarse por completo a la fría observación y atento
la puerta, sintió un nudo en la garganta, y al mirar a su madre estudio de la historia de México, cuyos últimos años de villisino y
dulce, bella y serena como nunca- la había visto, rompió en llanto carrancismo le infundían verdadero asco.
y se arrojó en sus brazos, y con la voz entrecortada, como miedoso, Dejó a un lado las matemáticas, que eran su diversión favorita,
como indignado: y con el macizo criterio que se había formado con la lectura del
—¡Mamacita del alma! —exclamó—; Pedro Téllez me ha en- inmortal Balmes y del famoso Augusto Nicolás, se entró de lleno
señado una cosa que yo no sabía... por la oscura maleza del México de los tiempos idos. . .El estudio
La madre lo comprendió todo. Y lloró con él unas lágrimas mil le apasionó. Lo primero que descubrió fue que la historia de M é -
veces más ardientes. xico estaba aún por escribirse. Noches enteras, sin embargo, se
Al día siguiente madre e hijo comulgaron juntos. pasó leyendo y releyendo historias' oficiales, en las que la juventud
liberal comulga con tantas ruedas de molino, que a Héctor no
Y Héctor no volvió a poner el pú: en aquella escuela maldita.
tardaron en chocarle. Pero sobre esas mismas mentiras como mon-
Desde ese momento, Soledad se propuso hacer de su hijo, enton- tañas, algo observó de más interés en dichas publicaciones. En
ces de once años, un hombre completo y digno ante Dios y ante todas ellas encontraba un vaho de anticatolicismo, que tomaba
los hombres. Un prodigioso esfuerzo personal, bebido en los ejem- cuerpo, transformándose en nubes de incienso que convergían para
plos de aquella misma santa mujer, normalizó en Héctor al niño formar un sahumerio único, constante, ante la figura de un héroe
e instruyó en Héctor al joven, sosteniéndolo diestramente en esta tipo, de un símbolo: Juárez. ¿Y cómo iba a negársele el humazo,
rara constancia, la rienda de ün austero y sabio director de con- si su obra inconmensurable, que había cimentado, al decir de aque-
ciencia que su madre le escogió entre los profesores del Seminario. llos escritores, el progreso de México, estaba sintetizada en las glo-
Tuvo Héctor repugnancia por los hombres mediocres. Alentado riosas Leves de Reforma, incorporadas a la Constitución el año de
en BU espíritu por aquel bendito confesor, sintió en el fondo de^su 1873?
alma un gtneroso y sincero anhelo de ser algo grande, inmensamen- ¿Y qué eran aquellas famosas Leyes de Reforma que formaban
te grande, ante su madre, ante su director, ante el mundo, aiitc el sumo timbre de gloria de aquel hombre? Héctor investigó.
Dios. ¡ No era soberbia! Era la santa ambición que no conocieron Aquellas leyes eran sencillamente la ruptura oficial definitiva con
nunca las almas pigmeas. Desgraciadamente, la escasa hacienda de la Iglesia Católica que había civilizado a México, la supresión de
Soledad apresuró para Héctor la hora de la brega. Soberón, el rico las órdenes religiosas que habían redimido al indio, la laicización
que le había robado la mitad de su herencia, le tiró un mendrugo completa de la vida nacional, desde la cuna hasta el sepulcro de
de caridad ocupando a Héctor en sus oficinas. cada uno de los ciudadanos, y la ocupación rapaz de todos los bie-
Ahí tuvo Héctor ocasión de pasar revista a los valores intelec- nes que de la gratitud popular había recibido la Iglesia durante
tuales y morales de los hombres. Don Enrique Soberón, el jefe, un siglos de infatigable labor.
déspota; Pepe, su hijo, un huevo tibio. Ricos, muy ricos; pero sin En cuanto al período posterior, un día lo oyó exponer con ma-
alma, sin ideales.. . Aquel diputadillo chachalaca que iba a plati- ravillosa exactitud a un muchacho de la Juventud Católica.
car todas las tardes y a jugar ajedrez todas las noches, y que en Mitigado el paroxismo clerófobo, la Iglesia de México humilde-
la Cámara dejaba a todos con tamaña boca abierta, no era sino mente había recogido en el orden económico, el hueso roído que
un pobre diablo, sin más instrucción que las historietas oficiales de le tirara el héroe del Partido Liberal. Más tarde don Porfirio Díaz
Torres Quintero, y los descomunales discursos que había oído en guardaba en la vaina las famosas leyes que él mismo reconoció
Qucrétaro, amenizados con balazos, cuando el famoso Congreso opuestas al interés del pueblo mexicano, y logró ilusionar a los
Constituyente en 1917. Sólo dos hombres le satisfacían en aquel católicos con una menguada tolerancia y disimulo de aquella ley
despacho: don Luis, el maduro y honradote tenedor de libros, y inicua, en lo que tenía de menos importante: el hábito eclesiástico
Juanillo, el humilde mozo de las bodegas, ambos católicos tan en las montañas, los repiques de campanas en las ciudades.
cumplidos como él. ¿La historia contemporánea? Esa no se estudiaba: se veía.
La observación de estos diversos tipos, el mismo ideal que de su Don Francisco I. Madero derrumbaba en 1911 al coloso y de-
propia elevación llevaba en el alma, hicieron a Héctor, en vez de mocratizaba la administración. Concedida la libertad cívica, los
descansar de sus diarias faenas, dedicarse tenazmente a una formal católicos formaban parte del Gobierno y entraban a las Cámaras,
obra de cultura de su inteligencia y de su espíritu. Y tanto las ton- con gran escándalo del elemento fósil. Después, el diluvio: el ase-
terías del diputadillo, como las orientaciones de su director, le de-
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sinato de Madero, y el levantamiento de Carranza, en 1913, dizque Bien amaestrada,.por cierto, estaba la tal fierecílla, que solía ha-
para vengar la muerte de aquél. Fue este el momento en que la cer por los diversos Estados de la república sus sangrientas correrías
revolución, ya abiertamente socialista, renovó las violencias anti- con regular método y frecuencia, llegando a bien sacar la tripa
rreligiosas del tiempo de Juárez. del mal año, bajo la dirección de un Garrido en Tabasco, de un
Los recuerdos de Héctor iban siendo más recientes. Fresca estaba Diéguez en Jalisco, de un Múgica en Michoacán, de un Castro
en su memoria aquella mañana en que las iglesias de Zacate- en Durango y de un Calles (apenas gobernador) en Sonora, sin
cas fueron cerradas., aquella tarde en que los Hermanos de las Es- contar "las mujeres y los niños", los peccata minuta de cada cacique
cuelas Cristianas fueron asesinados. ¡Sí! le parecía verlo todavía. Ahí de ranchería.
en la Plaza de la Independencia, a dos pasos de su casa, fueron que- ¡ Qué dulces hubieran sido para Héctor las horas del hogar pa-
mados públicamente los confesionarios, y saqueados los colegios ca- sadas al lado de su madre, si este espectáculo de bajezas, renovado
tólicos, y desterrado el Obispo, y el Seminario ocupado como continuamente, no hiriera a diario su retina! ¡Cuántos proyectos
cuartel, tal como estaba sucediendo en toda la república, sin que de mejoramiento económico hubiera realizado, si no viniera cada
el mundo se diera cuenta, entretenido ya como estaba con la guerra día a estropearle la vida un nuevo episodio tiránico, que hacía sus-
europea. Aquella era la palpitante verdad. Catorce millones de pirar a su madre, y a él crispar los puños en un gesto de indigna-
mexicanos pacíficos, cristianísimos, laboriosos temblaban de pavor
ción impotente...!
frente a treinta o cuarenta mil forajidos, dirigidos por líderes ra-
Así pasaban, monótonos y penosos, sus días, sus semanas y sus
dicales y azuzados por los Estados U n i d o s . . .
meses, entre el cansancio del trabajo y los horribles descubrimientos
Mas no fue lo más grave el paso de aquella ola de sangre y de su estudiosa investigación, en tanto que la hoguera revolucionaria
fuego. Lo gravísimo fue que en medio del desolado Hacéldama, los seguía calcinando, dueña y señora, las reliquias de la osamenta de
más exaltados revolucionarios se reunían, convocados por el Primer la patria...
Jefe de la Revolución, y el 5 de febrero de 1917 firmaban en r

Querétaro una nueva desapoderada Constitución Política, en <jue


elevaban a la categoría de Ley todas las violencias y todos los des-
pojos que se habían cometido en aquellos tres años aciagos.
Héctor creía oír todavía los furiosos repiques y salvas de cañón
con que el Gobierno Revolucionario celebraba la promulgación de
aquella sentencia de muerte. Recordaba perfectamente cómo la
gente honrada, esto era, los campesinos, los empleados, su madre,
habían temblado al oír en la esquina de la Catedral la lectura de
aquellos artículos que renovaban e intensificaban en grado inhu-
mano todo el anticatolicismo de las Leyes de Reforma. Las Leyes de
Reforma, en efecto, habían despojado a la Iglesia de todos sus
bienes; pero le habían dejado un metro cúbico de aire para
respirar. Esta nueva ley, en cambio, cogía a la Iglesia por el cuello
y le clavaba en el rostro una mascarilla de gases asfixiantes.
¡Y qué menguado el consuelo que quedaba a algunas pobres
gentes! En México, decían, las leyes nunca se exigen y nunca se
cumplen...
Y en verdad, que casi iba siendo así. Carranza subió al poder
y, desde esa altura, hasta llegó a iniciar la reforma de sus propias
leyes. Pero asesinado a tiempo por Obregón, uno de sus ministros,
este Obregón, elegido por las pistolas de sus generales, subió a la
presidencia, y quizá por faltarle la energía de su brazo derecho
(que su ex íntimo Pancho Villa se lo había tumbado con una bala
de cañón), prefirió dejar las leyes como una fiera agazapada.

62 63
VII

EL FUEGO SAGRADO

E N RESULTADO DE SU ESTUDIO y observación, Héctor había preci-


sado perfectamente sus ideas. En México se distinguían claramente
dos elementos: un pueblo entero, laborioso, abnegado, pacífico,
bueno, que representaba la fuerza viva y productora en todo lo
largo y todo lo ancho del país, y que sentía su mayor orgullo en
declararse sincera y profundamente católico; su anhelo único:
cantar a su Dios y a su Virgen de Guadalupe, y trabajar en paz
para sus hijos. El otro elemento, una vil minoría ambiciosa y audaz
cruel y asesina, que apoyada en las bayonetas, ocupaba el poder,
fustigaba a la mayoría pacífica, le exprimía con tributos y exac-
ciones y le vilipendiaba por su catolicismo. El pobre pueblo, desde
el labriego oscuro hasta el distinguido abogado, tenía la conciencia
de su supremacía moral e intelectual; pero se sentía físicamente
débil: una pluma frente a una espada, un huarache bajo una bota
militar. Para aquella minoría bastarda, el sacerdote era el monstruo
horrendo. Para el pueblo todo, era el personaje más amado. El
joven profesionista culto de las ciudades, le besaba la mano; el
anciano campesino le besaba cariñosamente los pies... | Y nunca
pueblo ninguno amó hasta el sacrificio a sus expoliadores! ¡ Por eso,
a jjesar del fango que le arrojaba el criterio oficial, el sacerdote
mexicano, confiado en el espontáneo sentimiento de su pueblo, le-
vantaba la frente con la majestad del Cáucaso. . . !

Tal era el ambiente psicológico en que bogaba habitualmente


el espíritu de Héctor, cuando una noche entró en casa y sentóse
a la mesa con marcadas muestras de alborozo.
—Mamacita —dijo a Soledad, que se acercaba con las sabrosas
viandas de la cocina mexicana—, te voy a leer una noticia que te
va a gustar mucho. Quiera Dios que estos hombres estén de veras
dispuestos a entrar ya en razón.

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Htoor-5
Y desplegando uno de los grandes diarios PUP distinguen a sólo se detiene para pensar y que una vez que ha pensado no conoce
México, leyó los reportazgos de ¡a bellísima jorcada de la Montaña sino esta palabra: ¡adelante! En unos cuantos segundos, Héctor,
de Cristo Rey. Era el 11 de enero de 1923. En el (entro geográfi- petrificado como una cariátide sublime, vio como en una pantalla
co de la República mexicana se había de levantar un monumentos, el que aquel acto famoso penado por la ley había sido el acto del
más grande del mundo, en honor de Cristo. Aquel día el Delegado ingenuo regocijo, el más gozozo y aplaudido por ochenta mil me-
Apostólico de Su Santidad Pío XI bendecía la nrimera piedra. xicanos hambrientos de paz y de consuelo; vio que aquellos hom-
Más de ochenta mil mexicanos, ricos y pobres, habían pasado la bres, cuyo gozo era ahogado por el sátrapa, representaban la vida
noche sobre la roca dura de la montaña, base gibante He monu- sana y robusta de México y consideró que aquella gente de bronce,
mento soberbio. Al filo del alba, ?1 primer rayo dei sol, el anciano forjada en el trabajo duro y en las penas hondas, había dejado el
Obispo de León, gran filósofo y literato y mejor padre y pastor, lecho del caliente hogar por pernoctar bajo el relente de la noche
alzaba sus brazos en la cumbre y prorrumpía en un grito que por montañesa, en un agasajo al Cristo. Y Héctor vio algo más; en su
vez primera resonaba en la historia de la Iglesia: rápida contemplación Héctor intuyó una preciosa fuerza oculta
— ¡ V i v a Cristo Rey! latente en el recio temperamento de aquel pueblo tan bueno y
Ochenta mil mexicanos cayeron de rodillas entre las malezas y tan cristianóte, que merecía mejor ser tratado cemo linaje real
las peñas de la montaña. Aquel grito sagrado fue resonando y re- v no como cadpna infinita de raleotes. Héctor quedó suspenso un
percutiendo, acompañado de sollozos, y reproduciéndose de monta- buen rato, sacudido internamente por aquel tropel de ideas y de
ña en montaña... Era el grito del México Católico. visiones que hervían en su cerebro. De pronto, bajó el puño con
energía y levantó la cabeza con altivez magnifica. Sus vivos ojos
Héctor leía conmovido. Soledad le escuchaba con los ojos llenos castaños brillaron como relámpagos... Soledad lo contempló y se
de lágrimas. Ambos soñaron un monumento con una redención sintió orgullosa de él. En aquel Héctor erguido, arrogantemente
inesperada. bello, como una estatua griega, se encendía el primer chispazo de
Habíanse levantado de la mesa. En el risueño corredor comen- una idea inefable: la idea de una reconquista sublime, en nombre
taban entusiasmados la grandiosa escena que, celebrada a ciencia de la gente honrada. . . ¿ Era aquélla una idea santa? ¿ Era aquélla
y paciencia del Gobierno perseguidor, daba la iiusión de una espe- una idea sacrilega?... Héctor no se respondió a sí mismo.
cie de conversión constantina, cuando de pronto la voz atiplada y Pero Soledad, al mirarlo en tan gallarda apostura, evocó otra
penetrante de un papelero que voceaba una hoja provinciana, hizo escena grandilocuente en que se delineaba la figura de un anciano
llegar a sus oídos estas palabras inesperadas: que en la misma mesilla del corredor abría un viejo libro de epope-
— ¡ ¡ L a expulsión del Delegado Apostólico!! ¡ ¡ L a aprehensión yas. .. ¡Héctor, el defensor de Troya, estaba ahí! ¡Ella misma lo
de los Obispos mexicanos!! ¡Cinco centavos! ¡ La expulsión d e l . . .! había nutrido con la leche cristiana de sus pechos!...
Salió corriendo Héctor y volvió con la hoja. Y ambos la devo-
raron.
¡Estaba claro! ¡ L a fiera había dado un zarpazo clásico!
"El Presidente de la República, General Alvaro Obregón, ha
ordenado la expulsión inmediata del Delegado Apostólico Mons.
Filippi y el enjuiciamiento de los obispos mexicanos, por haber
tomado parte en una ceremonia de culto externo prohibido por la
Ley».
Héctor y su madre guardaron profundísimo silencio, cual si
sintieran en sus propíos pechos la mancha de una suprema ver-
güenza. Botó Héctor el periódico y permaneció de pie, inmóvil,
rígido. La vivísima luz del globo eléctrico iluminaba su juvenil
frente, delicadamente morena, y se hundía deliciosamente en sus
recios cabellos negros. Apoyada la mano derecha en el costado,
oprimiendo con el puño izquierdo crispado sus labios contraídos,
presentaba Héctor la imagen bravia del hombre de carácter que

66
VIII

LOS IRREDENTOS

Los NEGOCIOS DE SOBERÓN marchan viento en popa. Las continuas


crisis de la República no afectan en nada el trajín de sus bodegas,
que se llenan y vacían, y vuelven a llenarse y a vaciarse sin cesar
de sacos de cereales, de cajas de jabón y de petróleo, de tercios de
azúcar, de bultos de café. Los negocios van de lo mejor: todo el
producto y el consumo de la región pasa necesariamente por aque-
llos antros en donde Soberón es rey, dejando su reguero de pingües
ganancias en las cajas del patrón y sus huellas de sudor en las
fuentes de empleados y sirvientes. La maravillosa adaptabilidad de
este coloso del comercio le ha permitido sacar el cuerpo a los dis-
paros que de todas partes matan el comercio y la industria. Y ha
sido tan astuto y sagaz, que ni el Recaudador de contribuciones lo
exprime, ni los exorbitantes fletes ferrocarrileros lo desmejoran,
antes lleva estrechas y ruidosas relaciones con diputados, generales
y empinados empleados del Gobierno federal. Es el único comer-
ciante que en la ciudad de Zacatecas se ríe de la miseria y ruina
económica de la República. En medio del círculo de sus amigos
revolucionarios, todos picados de la araña de una redención prole-
taria, Soberón gordo y mofletudo, representa el prototipo del capi-
talista ultraindividualista, que ha sobrevivido en todo México, a
pesar de los pesares de una revolución turbulentamente socialista.
Mas no todo es satisfacción en aquel establecimiento boyante.
Una cajerita seria, delgada, paliducha, Carmelita, la hija de don
Luis el contador, se ha acercado a la oficina y desde la puerta ha
hecho una señal a Héctor, el más guapo y más popular de los em-
picados de Soberón. Héctor dejó la pluma y acercóse a su vez a
Carmelita.
Díjole ésta algunas palabras en voz baja y ambos salieron del
despacho. Cruzaron el departamento de servicio al menudeo, pasa-
ron una trastienda, luego un patio, y entraron, por fin, en una

69
oscura y larga bodega, en que las trincheras de bultos apenas con frecuencia cajas y bultos de merr-incíns que, superando eviden-
dejaban un angosto pasillo para caminar. Allá en el fondo, tras temente a sus fuerzas, estropeaban su salud. Terminaba todos los
una horrible mampara de manta y madera tirada en el suelo sobre días su faena aquella víctima, haciendo la guardia en el zaguán,
unos sacos vacíos y envuelta en un sarape, se adivinaba mejor que esperando a las niñas que vinieran del cine, o al niño Pepe, que
se veía, una figura humana. Arrodillóse la muchacha, Héctor en- solía venir de más lejos. . . La última noche, como todas, Juanillo
cendió una linterna eléctrica de bolsillo y la muchacha descubrió se había dormido en su jonuco. A media noche una criada lo des-
una frente encendida y sudorosa. Tocóla con su mano y dijo: pertó. El niño Pepe estaba llamando a la puerta. Juanillo se sentía
—¡Está ardiendo! medio destemplado. Salió a abrir. Llovía. Hacía mucho viento, El
A estas palabras contestó la voz de un niño de trece años: niño Pepe venía algo de malas. Juanillo volvió a acostarse. Sintió
mucho írío. Le castañeteaban los dientes. Ya no pudo dormir. Tem-
—Ahorita me voy a levantar. Si nomás que ya no aguantaba y prano se levantó y barrió la calle como de costumbre. No tuvo
por eso me acosté.
ganas de desayunarse. La señora no supo nada. El se fue a la
— N o , Juanillo —respondió dulcemente la cajera—. No te levan- bodega. La cabeza comenzó a dolerle. Luego más y más. Se sintió
tes. Te vamos a mandar a la casa, porque estás malo. Tienes calen- muy atontado. Y buscó tras las trincheras de sacos un rinconcito.
tura.
Ahí lo habían encontrado sus amigos Carmelita y don Héctor, ¡el
—Pero yo no quiero ir a casa del patrón. Mejor aquí me quedo. bueno de don Héctor!
—Entonces te vas a mi casa —respondieron exactamente a la vez Esta historia escuchó Soledad, la madre de Héctor, junto a la
la cajera y Héctor. camita que dispuso para Juanillo.
— M e voy con don Héctor —dijo el chiquillo lánguidamente. La terrible gripe se declaró en aquel pobre cuerpecillo. Héctor
—Déjelo que se vaya a mi casa, Carmelita —dijo Héctor a la avisó al patrón y el patrón convino en que se llamara al médico.
caritativa muchacha. *. La señora de Soberón se quitó un gran peso de encima, según dijo,
Acto continuo, entre Carmelita y Héctor levantaron al chico, pues no sabía qué había pasado con Juanillo. Descansó cuando
lo enrrollaron perfectamente con el sarape, cubriéndole hasta la supo que Héctor lo había llevado a su casa. Después, llena de mi-
cabeza, y Héctor, con un vigoroso esfuerzo, se lo echó al hombro, sericordia, mandó a una criada que fuera a visitar a Juanillo, le
salió al patiecillo y al primer cargador que a mano encontró le llevara su sarapito y un peso para sus medicinas. Y nomás. Soberón
entregó el bulto diciéndole: mandó que un dependiente sustituyera a Juanillo en las bodegas.
Y fue todo.
—Llévate a este pobre muchacho a mi casa. Dile a mi mamá
que lo mando yo. Claro está que ni el médico publicó boletín, ni las notas de
sociedad dijeron una palabra sobre la enfermedad de Juanillo.
Volvieron Héctor y la cajera a sus puestos, y siguieron tranquilos
sus tareas. Esta, sin embargo, no quedó del todo encerrada en el estuche de
sus cuatro paredes. La criada del sarapito contó a una su comadre
Era aquel niño el gracioso mocito de las bodegas. Hijo de un que "Juanillo estaba con los ojos como tomates y los pelos de punta,
honrado campesino del pueblo de Paracho, del Estado de Michoa- suda y suda." Y cuando la compasión entraba entre la gente del
cán; su padre lo había puesto al servicio de la señora Soberón, bajo pueblo, súpose de pronto en público que el médico y el boticario
la promesa de que ésta "se lo echaría <a la escuela y se arriendaría habían mandado la cuenta de los gastos a Soberón y que éste, des-
mientras estuviera cachorrito". caradamente, se había negado a pagar, diciendo que él no había
Como el chico resultó labioroso como una hormiga y fiel como llamado a ningún médico; que Héctor estaba dispuesto a pagar,
un perro, gustó más la señora de ocuparlo en faenas domésticas de pero que entre todos los empleados se repartieron la deuda y la
casa grande, y el viejo Soberón no tardó en llevarlo a contar salidas pagaron.
y entradas de bultos en las bodegas. La propia laboriosidad del Coincidiendo con estos acontecimientos, merodeaba a la sazón
niño y el comodismo de los patrones fueron haciendo de él un es- por aquellos rumbos un agente y propagandista de los Sindicatos
clavo, pegado al servicio de día y de noche, durmiendo en mal Socialistas del Ministro Morones. Este agente, al conocer el episodio
jergón en casa de sus jefes, barriendo muy temprano la calle, co- de Juanillo e investigar, para mayor éxito, que el chiquillo estaba
miendo como perro en un rincón de la cocina, y luego, para sindicalizado y que su padre también lo estaba allá, en su pueblo,
variar, trafagueando en las bodegas, haciendo mandados y cargando se frotó las manos de gusto, augurándose un ruidoso pleito contra

70 71
Soberón, que le valdría gran popularidad entre los proletarios y —Algunas veces sí, cuando no queda otro remedio.
gran estima ante Morones. — ¡ A h , qué don Luis! ¿Y quiénes me hacen esa huelga?
Así se explica que un día de aquellos recibiera Soberón en sus —¡ Todos! —respondió don Luis—. Todos estamos sindicalizados.
propias manos un tremendo oficio del Jefe local de Industria y Hasta su cocinera...
Trabajo, en el que se le hacían muchos cargos, y, en resumidas Echólo todo a broma don Carlos y dejó al contador en paz.
cuentas, se le exigía pagar al menor de.edad Juan Anzures cincuen- Y no tuvo remedio. Aquella misma noche fue el patrón en per-
ta pesos por médico y medicinas gastados durante su "enfermedad sona a pelearse con los de la Junta de Conciliación y Arbitraje.
profesional", más trescientos pesos por salarios no cubiertos, a razón Pero dio coces contra el aguijón: el agente de Morones sostuvo su
de un peso diario; ¡más quinientos pesos de multa por emplear en punto de vista con la Constitución y la ley del Trabajo. Por fin,
trabajos duros a un menor de edad! Y para cualquier réplica se le después de muchos alegatos, se convino en anular la multa y hacer
citaba ante la Junta de Conciliación y Arbitaje. alguna reducción a la suma del salario de Juanillo. Y don Carlos
— ¡ N o faltaba más! —rugió Soberón enfurecido—. ¡Ochocientos aceptó como transacción la obligación de cien pesos que debían
cincuenta pesos por un mocoso...! ¡ N o faltaba más! ¡ Y o no pago llegar a las manos del chiquillo, y que él entregó ahí mismo a los
e s o . . . ! ¡ No p a g o . . . 1 ¡ ¡ N o pago!! amigos de la Junta.
Y comenzó a pasearse a zancazos por el pasillo del despacho. Al día siguiente se presentó el agente de Industria y Trabajo,
Un poco más amansado, se acercó a su ecuánime contador, al acompañado de un munícipe, a la casa de Héctor, en donde estaba
buenísimo y honradísimo contador. Juanillo. Iban a enderezar el entuerto, llevando los cien pesos en-
—Imagínese, don L u i s . . . —le dice—. ¡Ochocientos cincuenta vueltos todavía en una cuarta de pellejo de Soberón. Héctor y don
pesos...! Luis asistieron como testigos. Se preparó un acto. Cualquiera diría
Tomó don Luis en sus manos el oficio, lo leyó, y cuando hubo que aquéllos eran un modelo de redentores del proletariado.
terminado, le pregunta Soberón: Para hacer constar que Juanillo estaba sindicalizado, pidieron
—¿Qué le parece? su tarjeta de adhesión. Juanillo dijo que estaba en una cajita
junto con sus boletos del Catecismo. El agente frunció la boca. Don
Y con grande asombro oye que el piadoso de don Luis le res-
ponde : Luis sacó la tarjeta y la entregó al agente, y esto fue acabarse el
1
mundo:
—En lo de la multa, no me meto; pero que Juanillo tiene dere-
cho a su salario y a sus medicinas, de eso no me cabe duda. —Pero, ¿qué es esta porquería? —dijo el agente con estallido de
energúmeno, mirando de hito en hito a Juanillo y a don Luis.
— ¡ C ó m o ! —exclamó el patrón más encendido que un cohete- .
¿Con esas me sale usted? ¿Y usted se confiesa? —Es la tarjeta de adhesión al Sindicato.
—Sí señor —respondió pacíficamente don Luis—. Yo me confie-, —Pero, ¿qué Sindicato es éste? —preguntó hecho ascuas.
so. Pero no sólo me confieso; también asisto al Círculo de Estudios —Es el Sindicato de Empleados de Comercio —contestó don
Sociales León X I I I y soy de la Junta de Acción Social. Por eso Luis—, que foma parte de la Confederación Nacional Católica del
salgo con esas. . . Trabajo. Yo soy el Presidente.
— ¡ A h ! ¿De modo que ustedes soh tan revolucionarios como —Pues ese Sindicato "no vale".
estos? —Está conforme en todo a la ley del Trabajo, y tiene su apoyo
- N o , señor; pero sí defendemos la justicia para los pobres. en la Constitución de la República.
—Pues ahora sí —dijo burlescamente Soberón—; ustedes resultar» —Pero nosotros no lo reconocemos.
peores que Morones. ¡ Dios nos libre de salir de Guatemala, porque —Está reconocido por el Municipio.
entramos en Guatepeor.. .! Pues no pago. Primero les unto la mano —Pues lo borramos inmediatamente. ¡Y vamonos! Ya no hay
a todos los de Industria y Trabajo antes que sentar ese precedente. nada que hacer aquí.
Sonrió don Luis y le dijo: —Pero antes nos pagan el dinero de esa criatura.
—Pues le hacemos huelga don Carlos. — ¡ N o pagamos nada! Nosotros creíamos que se trataba de un
— ¡ C ó m o ! ¿También las huelgas aprueban ustedes? Sindicato formal, y nos van saliendo con esta babosada...

72 73
Don Luis se enderezó, y, rebosante de energía, dijo, por último, "Por orden superior, comunico a usted que ese Sindicato queda
al agente: borrado de los registros municipales, por no reconocérsele ninguna
-—¡ Ah! ¿Conque porque el chiquillo es católico y no es bolche- personalidad. Pues se ha sabido que en él está inmiscuido el clero,
vique, para él no hay justicia? ¿Y la Constitución y la ley del que ha sido siempre el enemigo de las instituciones y de la reden-
Trabajo se hizo para ustedes? Pues entonces díganos claro que no ción del proletariado".
tendremos más justicia que la que nos hagamos por nosotros mis- "Zacatecas. . . de 1924".
mos. Y sepa usted, señor agente, que cuando podamos nos la ha-
Cuando don Luis mostró a Héctor el resultado final de aquella
remos, y haremos la justicia completa, entera, inexorable, contra
usted, contra Morones y contra toda la canalla que se ha burlado famosa jornada reivindicadora, Héctor sonrió con un hondo dejo
de nosotros... de amargura y con acento de profunda convicción:
— L o que usted dijo, don Luis —exclamó—: no puede haber
Aquellas palabras sonaron como el chisporroteo de un cirio sa-
más justicia que la que nos hagamos nosotros mismos.
grado e intangible. Héctor, al oír la protesta de don Luis, dio un
paso al frente colocándose hombro a hombro con él, las narices — L o que dijo Juanillo, don Héctor —respondió maliciosamente
dilatadas, el pecho saliente, las manos nerviosamente cogidas por don Luis—: estos lo que necesitan es que los tope un c h i v o . . .
detrás. Juanillo quedaba tras ellos recostado en su cama. Con esa Y acercándose al oído de Héctor, añadió casi en secreto:
rapidez y habilidad notable en los mexicanos, aun rudos, Juanillo —¡ Pero hasta ahora no han topado más que con gallinas...!
midió el alcance de aquella situación, y pronta y silenciosamente,
sin que nadie lo observara, cogió de la mesilla de noche un alto
candelera de metal, y alargándose, cogió los dedos de Héctor y
metió entre ellos el candelera, que aquellos dedos agarraron con
fuerza; en seguida, con la misma rapidez, cogió la botella de,las
friegas y, envuelto en su manta, se plantó al lado de Héctor. Sole-
dad, qué un poco distante presenciaba la escena, palideció, levantó
una mirada de congoja a una imagen del Salvador encima de la
cual se leía esta inscripción: "El Corazón de Jesús reina en esta
casa", y comenzó a murmurar ese trozo evangélico que las mujeres
mexicanas llaman la Magnífica.
La escena de aquella estancia expresaba en síntesis toda la situa-
ción de la República.
La majestad de don Luis, en cuyos grandes ojos chispeantes se
veía la llama de una honradez sin mancha que se rebela contra una
villanía sin nombre, infunthó temor en el mequetrefe moronista,
quien optó por tragarse su rabia, jalar del brazo al munícipe, ca-
larse el sombrero y salir del aposento v de la casa.
Héctor, dejando el candelera, tendió los brazos diciendo:
— ¡ U n abrazo, don Luis! Así debemos ser los católicos.
Mientras, Juanillo, mirando de reojo al zaguán, exclamaba, entre
rencoroso y triunfal:
—¡ Diasco de condenados...! ¡ Lo que necesitan es que los tope
un c h i v o . . . !
Los cien pesos se esfumaron.. . Pero al siguiente día los presiden-
tes de los diversos sindicatos adheridos a la C.N.C.T., como en
México llaman a la Confederación Nacional Católica del Trabajo,
recibieron del Gobierno una circular que decía:

74 75
IX

CIELO Y M O N T A Ñ A

JUANILLO NO VOLVIÓ a la casa de Soberón, para ahorrarle al mismo


los gastos de una pateadura. Quedó lisa y llanamente al servicio
de Héctor y de su madre, cosa que le resultó a las mil maravillas,
pues doña Soledad supo en seis meses hacer más por aquel niño,
que lo que hubieran hecho en cinco años los potentados Soberón.
No tardó en saber el padre de Juanillo, don Tomás Anzures, en
su pueblo mismo de Paracho, las novedades que en torno del niño
había. Y fue inmediatamente a comunicarlas a su compadre, el
señor cura don Andrés Posada, amigo suyo de mucho tiempo atrás,
bueno como el pan, y paño de lágrimas de todas las gentes de la
parroquia.
Era don Andrés Posada un hombre de más de cincuenta años,
flaco de carnes, alto de estatura. Su cutis, blanco y fino, se adivi-
naba alrededor de sus pómulos retostados por.el sol espléndido del
Bajío. Su frente ya entrada en arrugas, aparecía aureolada por
unas cuantas mechillas blancas y sucias como lana de borrego. Fácil
para reír como para regañar, conservaba en todas sus lunas un
fulgente corazón de oro, única riqueza de que no se despojaba, a
pesar de su inaudito desprendimiento. Era el tipo de esa caridad y
abnegación que, a decir de un protestante inglés, caracteriza a los
curas mexicanos.
Encontró don Tomás Anzures al Cura en el corral, calado un
sombrerito de paja y echando maíz a un montón de gallinas.
—Vamos allá dentro, compadre —dijo el Cura apenas vio al
campesino.
Sacudió éste a la puerta de la sala sus sandalias de cuero llama-
das huaraches, y entró a la salita y despacho del Cura. Dejó a un
lado de la silla el enorme sombrero de campo, ancho como una

77
plaza y alto como una torre, y en las mejores palabras y en las Y le señaló las ruinas de una iglesia, en que aparecía un murallón
más cortas, contó al Cura la cuestión de Juanillo. ennegrecido por el incendio. Héctor se acercó más todavía a su
—Pues... compadre —dijo el Cura cuando se hubo informado amigo.
de todo—, afortunadamente la cosa está ya resuelta. Sólo falta que — ¿ Y nunca se les ha ocurrido a ustedes levantarse en armas?
usté y mi compadre perdonen a esas pobres gentes que hacen tanto —se atrevió a preguntarle.
mal sin darse cuenta. Lo que es más importante es que muestren Levantó a esta pregunta la cabeza don Tomás y miró fijamente
ustedes su agradecimiento a ese señor don Héctor y a su señora a Héctor:
madre.
—Mire, don Héctor: si usted fuera otro, yo no le respondía;
Y desde algunos días después de aquella visita, cada quince o pero a usted ya lo tengo bien calado. Que si no se nos ha ocurri-
veinte días, Héctor mandaba recoger a la Estación de Zacatecas, d o . . . ¡ Cómo no! Pero. . . el señor C u r a . . .
ya un paquete de quesos, ya una canastita de huevos; otros días,
—¿Es miedoso el señor Cura?
una caja de fruta o una jaulita con canarios; en fin, que se esta-
bleció una corriente de rica estimación y gratitud, semejante en Rebullóse el campesino a esta pregunta, y replicó extrañado:
todo a la que de aquellos pechos campesinos brota continuamente —¿Miedoso? ¡Qué esperanzas! Se lo echo de gallo a cualquier
en aquel extenso país, cuando han conocido a un bienhechor sincero. generalito de estos; pero es un santo, y nomás nos dice que hay
Robustecióse de esta manera una estrecha y firme amistad entre que perdonar, y perdonar siempre.. . Ah, me acuerdo cuando que-
la familia de Juanillo y la de Héctor..Don Tomás y doña Adela, maron la capilla del Señor, ahora cuando Villa se le volteó a Ca-
su mujer, hicieron viaje a Zacatecas para ver a su hijo. Pasaron rranza en 1914. ¡Qué noche aquella, don Héctor! Mi compadre
en casa de Héctor y le llevaron un borrego cuatezón y dos marra- el señor Cura estaba en la parroquia. Eran ya como las once. Lle-
nitos cuinos. garon los carrancistas, subieron al curato y entraron a la pieza del
ir •
padrecito. .. Mi compadre oyó pasos: "¿Quién es?" —preguntó—.
Algunos meses después Héctor, de vacaciones, fue con su madre " ¡ V i v a Carranza!" —respondió el cabecilla—. Mi compadre se
a palpar de cerca la vida robusta, prolífica y santa de la gente' de levantó, encendió luz y se encontró frente a un grupo de revolucio-
campo. Aprovechó Héctor el tiempo adiestrándose en el empleo narios... " N o se asuste, señor Cura —le dijo el jefe—; no le
del caballo, corriendo y saltando por montes y quebradas, haciendo vamos a hacer nada. Nomás venimos a aforünarnos porque ahí
fuertes caminatas y largas cacerías. ¡ L a caza, sobre t o d o . . . ! En- vienen los villistas".'. . Subieron unos a la torre y otros quedaron en
contró en las buenas gentes de Paracho una rara afición y gran los balcones del curato. A poco rato, unos disparos. Ahí están los
destreza en el manejo de las armas, y quedó convencido de que en otros. "Por Dios —les dijo mi compadre a los del balcón—, no
aquel pueblo todos, hasta las mujeres, a tiro de pistola, partían un vayan a disparar de aquí, porque me queman el curato". En aquel
centavo en el viento. momento, un grupo de villistas desprevenidos, entraba al patio del
—Y ¿cómo es que ustedes tienen armas, cuando los refolufios se curato. Uno de ellos preguntó hacia el balcón: "¿Es usted, señor
las han llevado todas? —preguntó un día Héctor a don Tomás, Cura?" " ¡ S í carbones!" —contestaron los del balcón—, y a boca
al volver de una cabalgata. de jarro les descerrajaron una descarga que mató al jefe y a
—Pues ni tantas; tenemos una que otra por ahí, don Héctor. Si otros. " ¡ Y a el tiznado cura nos mató al jefe!" —gritaron—. Y
comenzó el tiroteo espantoso. Los villistas pegaron fuego a la casa,
lo malo es que se nos escasea el parque.
y se fueron al pie de la escalera a esperar a mi compadre, con las
—Y ahorita, ¿cuántas carabinas podrían juntarse? —preguntó carabinas preparadas. Mi compadre, al asomarse a la escalera, les
Héctor. pegó un grito: "¡Soy el señor Cura! ¡Cuidado quién tira!..."
—Pues-se me hace que se juntaban unas dos m i l . . . Ellos se asustaron y no dispararon. El padrecito bajó, y les dijo:
—¡ Dos mil! —exclamó entusiasmado Héctor. "¿Qué me quieren? Aquí estoy.. ." Uno le dijo: "Usté les prestó
Y volviendo el rostro alrededor, persuadido de que la soledad les el curato a los carrancistas para que nos dispararan". Entonces mi
rodeaba, añadió en voz suave: compadre cogió por un brazo al oficial, se lo sacó tantito, y con
la enerpn'a de un rreneral, le dijo: "¡Óigame, capitán: ¿a ustedes
— ¿ Y los amigos estos, no los han fastidiado a ustedes? quién les dio permiso de entrar al curato?" "Nosotros no necesita-
•—¡ Ah. don Héctor! Mire nomás. mos pedirle permiso a nadie". "¡Pues con ese mismo permiso han

79
entrado primero los carrancistas!. nomás que ellos llegaron antes,
por eso están arriba. Si ustedes hubieran venido más temprano, us-
tedes serían los de arriba y ellos los de abajo. Y de todas maneras,
el amolado soy yo. Mire, capitán, usted va a creer que los sacer-
dotes somos carrancistas, cuando sabe todo lo que nos están ha-
ciendo. Y cuando creemos que ustedes no son tan malos como
ellos, nos vienen ustedes a quemar nuestras iglesias. N o , capitán. Y
ahora mismo me manda usté apagar el curato y la capilla que
están ardiendo..." "Sí, padrecito" —respondió el capitán—. Y
apagaron al menos el curato, que comenzaba a quemarse, porque X
la capilla ya no tenía remedio; era una pura llama. Si el señor
Cura no se le para tan gallito, hasta la parroquia nos queman.
Hizo don Tomás Anzurcs una pausa, como quien piensa dar o ORO VIEJO
no dar un paso más. Sacó luego un cigarro de hoja, lo lió, lo pren-
dió. Héctor guardaba silencio, esperando que don Tomás lo rom-
piera. I'OR EL AÑO DE 1 9 1 6 llegó a Paracho de Michoacán un matrimonio
— ¿ Y luego? —dijo al fin Héctor, provocando la confidencia. que recorría los pueblos dando funciones de prestidigitación. Acom-
Don Tomás echó unas bocanadas de humo y prosiguió: pañábale un hermoso muchacho de quince años, hijo único, llamado
Gabriel. Apenas instalados los esposos Arce (tal era el nombre con
—Pues, como le iba diciendo, don Héctor —y aquí observó de que aparecían), el jovencito dejó la fonda y fue al curato a ponerse
nuevo los alrededores—, esto venía a propósito de levantarse uno £*. las órdenes del señor Cura, por todo el tiempo que sus padres
en armas. ¿ No es verdad ?. «. estuvieran en el pueblo.. .
—Sí —dijo Héctor, con el ansia del que busca un tesoro.
Grata impresión causó en el señor Cura la presencia de aquel
—Nosotros echamos en esa ocasión nuestras cuentas. Entre mi
muchacho, en cuya amplia frente y azules ojos leyó el testimonio
hijo Indalecio, mi cuñado Santiago y yo, podíamos levantar todita
de un buen talento y un alma inocente. Poco después supo el Cura
la gente de la Cañada, y yo le aseguro, mi señor don Héctor, que
que este niño llevaba en su equipaje unos libros extraños para una
no había vuelto a asomar las narices por todos estos montes, ni
compañía de cómicos de la lengua, a saber: un Arte de Nebrija, unos
un carrancista ni un villista... Pero lo supo el señor Cura, ¡ vál-
Clásicos, de Raimundo de Miguel, y un Compendio, de Gaume.
game Dios!, y llamó a mi cuñado y le ha metido una regañada...
El muchacho había pasado su infancia en los Estados Unidos,
pero de esas fain. " L o que han de hacer —le dijo para acabar—, es
hablaba el inglés mejor que su padre mismo, y era su oficio acom-
ir a traer madera para levantar la otra capilla, porque si nos vienen
pañar al piano o armonio los dúos que en las tablas cantaban sus
a quemar la parroquia, nos quedamos sin nada"... Y ya ve, don
padres. Lo raro y admirable de este chico era que, sin saberse por
Héctor, ¿cómo íbamos a hacer una cosa contra la voluntad del
qué, se le había antojado ser sacerdote y estaba encaprichado en
señor Cura? Lo que hicimos fue traer la madera, y aquí estamos,
serlo. Su padre, hombre pobre y bueno, en sus continuas correrías
con los brazos cruzados, mientras los carranclanes siguen haciendo
por la República, cada vez que llegaba a una capital obtenía del
de las suyas. . .
Obispo el permiso de dejar a su niño en el Seminario, mientras él
Estas y otras conversaciones acabaron de robar el corazón de recorría con su esposa la región y Gabriel, habituado ya a un estu-
Héctor y su admiración por esas gentes campesinas. Más aún, cuan- diantado nómada, se amoldaba maravillosamente a las distintas
do tuvo noticias de algunas acciones, de las cuales debo escoger circunstancias por que iba atravesando, e iba al mismo tiempo de-
una, que tiene estrecha relación con nuestra historia. jando por todas partes cariños, recuerdos, popularidad y buenas im-
Y es la siguiente: presiones. Mas tocóle a Gabriel el tiempo aciago de la revolución
'..arrancista, y fue tal su suerte, que en cada lugar en que vivió hubo
de sentir el latigazo de la infame avalancha. Tocáronle las violentas
emulsiones en diversos Seminarios. En Durango, en Zacatecas, en
Guadalajara supo lo que era un internado sin casa, un colegio sin

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Héctor-6
muebles o un seminarista corriendo por las calles con un pupitre puesto, se rió de aquel candor del Cura; añadía la señora que lo
en la cabeza... Pero llegó Gabriel a amar estas aventuras, que, a
sentía en el alma, pero que los negocios y las circunstancias... En
lo más, llegaban a hacerlo dormir en el suelo algunas veces, a no
suma, ¡que no!
estudiar ni un rato en el día, otras, a no desayunarse algunos días,
para desayunarse dos veces otros, y a vivir siempre en guardia, Aunque el sacerdote no se había hecho nunca ilusiones, no dejó
siempre fustigado y, por tanto, siempre despierto, siempre bravo y de apenarle aquella evidencia, y, no pudo menos, soltó la rienda a
perfectamente impregnado de la situación reinante. sus tristezas y se lo contó todo a don Tomás, su compadre. Oyólo
atento el incomparable labriego, y se fue a su casa muy pensativo.
Edificó al Cura de Paracho la constancia del chico y, sobre todo, Aquella misma noche habló con su mujer:
el entusiasmo y buen humor con que narraba las más horribles
tragedias, riéndose con plena satisfacción de su propia miseria. —Hija —le dijo—, yo creo que está en nuestros posibles hacer
Pronto, por supuesto, se hizo Gabriel de simpatías con los amigos este deber. La casita con la huerta de arriba bien nos da los cinco
del Cura, especialmente con su compadre don Tomás Anzures, mil pesos. ¿Qué te parece si la vendemos?
cuya mujer, después de haberlo calificado de un "angelito de Dios", —La verdad —respondió doña Adela—, yo creo que es hasta
lo invitaba frecuentemente a comer tamales y enchiladas, para lo pecado quitar a nuestra madre la Iglesia ese sacerdotito. Sólo un
cual el jovenzuelo tenia buen diente. reparo tengo que hacerte, y es que esa es la herencia que quisimos
dejar a nuestros hijos. Está bueno tantearlos a ver á están de
Una temporada de seis semanas bastó para que el señor Cura
conformidad.
concibiera un proyecto trascendental: el echarse a cuestas el sacer-
docio de ese muchacho. Pero en México. . . era imposible. ¿Y qué Llamaron a Indalecio, el hijo mayor, casado y con cría. Era un
tal si pudiera mandarlo hasta Roma, al Colegio Pío Latino? No alto y macizo mozallón, con pantalones de cuero y zapatos amari-
cabía duda que era mucho desear... ¡ U h ! ¡Cuánto d i n e r o . . . ! llos de gran rechinido.
¿Y de dónde? Unos seis o siete mil pesos para asegurarle algunos Hablóle muy en serio su padre. Indalecio oyó sin pestañear:
años más... El Cura caviló por unos días y durante algunas no- -—Pos, señor padre —respondió—, déjeme pensarlo un poco.
ches. Y creyó irle encontrando ya el hilo al ovillo.. .
Y pensado bien que lo hubo, vino a ver de nuevo a su padre, y
— Y o tengo un ahorrito de cuatrocientos pesos. Ya con eso Ga- después de besarle la mano, le dijo:
briel llegó a R o m a . . . ¡Entra al colegio! ¿Y luego?.. . Pero, en —Pos croque está güeno, vendes, pues, la casa y la huerta. Si al
fin, es pleito por menos.. . Tengo también un cáliz y dos vacas
cabo más nos ha dao Dios y su Madre Santísima de Guadalupe.
finas: ¡otros quinientos pesos!... Y faltan ¡cinco mil! ¡Qué bar-
Aquella tarde, en la penumbra de la sacristía, se le salieron las
baridad!. .. Habrá, pues, que apelar a otros. ¡Quién podría meter
lágrimas al señor Cura, cuando don Tomás Anzures, con mucha
canilla!
vergüenza y rodeos, le rogó que le permitiera la gracia de hacer
Y comenzó a citar mentalmente nombres de parroquianos; pero los gastos del niño Gabrielito para que se hiciera sacerdote en Roma
ninguno daba la medida para un sablazo de tal jaez. Sin duda y rogara por ellos a los pies del Santo P a d r e . . .
que eran generosos, eso sí; pero él no quería dejarles en la calle.
Y en tales providencias fue a dar el bravo muchacho hasta el
—¿Amigos ricos? —se siguió preguntando el buen Cura—. ¿En Colegio Pío Latino Americano, sin deberla ni temerla, allá por el año
dónde, carambas, tendré yo algún amigo rico?. .. ¿En México?.. . 1916, a pesar del bloqueo submarino, cayendo con tal fortuna que
¿En San Luis? ¿En Zacatecas?.. . ¡Soberón! ¡ L a señora de So- ni se vendió la casita ni nada, pues comunicaron los jesuitas des-
berón, hombre!... ¡Quien quita!... Nomás q u e . . . ¡ U h , ojalá! de Roma cpie a Gabriel Arce le tocaba una beca que estaba libre, ¡ y
Y como quien tira a ver si pega de casualidad, escribió una que la estaba pagando el mismo P a p a . . . !
carta a la señora de Soberón, vieja rica y, podía decirse, cristiana,
al menos. En ella, a quemarropa, le pedía cinco mil pesos para
aquella grande obra que le traía desvelado. Puntualito. Ocho días
después llegaba la respuesta esperada. La señora de Soberón debía, —¡Carta de Gabrielito!
de antaño, bastantes servicios al señor Cura; por eso no se había Este grito resonó en la puerta de la salita de campo de la casa
tragado la carta, como es costumbre en estos casos. Contestóle, pues, de don Tomás, en que aún estaban hospedados Héctor y su madre
diciendo que había conferenciado con don Carlos, quien, por su- Soledad.

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Yo acabalé la respuesta con lo del apoyo de los Estados Unidos;
Un palmoteo fue la respuesta, y en medio de él hizo su aparición pero tengo para mí que también nosotros tenemos la culpa, por
el señor Cura, sacudiendo en los ojos de todos el paseado papel. ser demasiado pacientes.
—Ándele, señor Cura, léalo pronto para que don Héctor vaya "Hasta otra, señor Cura. Saludos a todos, especialmente a don
conociendo a Gabrielito. Tomás y a doña Adela.
—Que lo lea, pues, don Héctor. "Y usted bendígame, porque se vienen encima los exámenes y
Sentáronse todos a la mesa que estaba preparada para la cena. me faltan todavía muchas tesis.
Desdobló Héctor la carta, todos se acomodaron bien, para no in- Gabriel Arce".
terrumpir la lectura, doña Adela levantó la luz del quinqué, y
Héctor, con pausada y buena voz, comenzó a leer: —¡ Bravo! —dijo el sacerdote recogiendo la carta.
"Pontificio Collegio. —Déjenosla de recuerdo, señor Cura dijo don Tomás.
Pío Latino Americano. — N o , Tomás —añadió doña Adela—. Deja que el señor Cura
la guarde en lugar sagrado, ¿no ves que viene de Roma? Yo creo
Via Gioacchino Bclli 3 que Gabrielito hasta se la enseñó primero al Santo P a d r e . . .
Roma, Cameratta dei
Teologgi Secondi..."

—¿Está en latín? —interrumpió don Tomás. Héctor estaba en la verdad. Aquella familia Anzures era una
—Cállate, Tomás, no interrumpas —respondió doña Adela—. noble familia patriarcal, sencilla e ingenua, santa y laboriosa, inca-
paz de la menor injusticia, siempre abierta al cariño, a la bondad
Sígale, don Héctor, que al cabo ahorita le ha de salir el castellaríp... y a la generosidad sin límites, digna muestra de la región entera.
Héctor prosiguió: Héctor y su madre estaban encantados: aquella gente era buena,
buena.
"Enero de 1920.—Señor Cura don Andrés Posada.
"Paracho, Michoacán.
"Querídisimo señor Cura:

"Aquí va otro capítulo de mis impresiones. Tengo ya muchos


amigos extranjeros en la Universidad Gregoriana. No saben nada
de México. Me preguntan que si conozco a Pancho Villa, y que
si todavía hacemos revoluciones. Esta es la única fama que corre
acerca de nosotros, y no se explican cómo yo, siendo mexicano, ando
vestido como toda la gente decente.
"El otro día me preguntó un inglés que si en México había
obispo. Yo le respondí: ' N o sino que hay siete Arzobispos y más
de veinticinco Obispos'. El se quedó admirado
"Cuando llegan noticias de atentados contra las iglesias, me pre-
guntan que si son muchos los católicos. Yo les respondo que somos
la totalidad del país. Y entonces, me preguntan: '¿Cómo es que
el Gobierno es enemigo de los católicos? Qué, ¿no hay elecciones?.
" Y o me río de su candor y les digo que el Gobierno se ha im-
puesto por la fuerza. Pero aquí fue donde un irlandés me dejó
callado, diciéndome: 'Pero si los católicos son la totalidad, ¿cómo
se explica que tengan ellos la fuerza, cuando son pocos?'
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84
XI

UN LEÓN QUE DESPIERTA

AQUELLO FUE U N DELIRIO en toda la República.


Los estudiosos de la filosofía de la historia se devanaron los sesos
por explicar el hecho. A la altura del año 1924 todavía el pueblo
mexicano vibraba en todo su ser, sacudiendo de júbilo hasta sus
visceras al solo anuncio y convocación del Primer Congreso Euca-
ristico Nacional.
Evidentemente causa extrañeza el encontrar en todo lo largo y
lo ancho de aquel país, en todas las capas de su estructura social
y en todas las diversas y opuestas modalidades de vida, ilustra-
ción y condiciones económicas de la gran familia mexicana, una
tal uniformidad y disciplina de conocimiento, amor, sentimiento y
entusiasmo religioso, que haya bastado a demostrar su profundo
catolicismo, con más espontaneidad y elocuencia que lo habían de-
mostrado ya año por año las mismas estadísticas oficiales.
La extrañeza sube de punto si se observa que no existe en la
historia el hecho de un pueblo que haya conservado su fe católica
con tal florecimiento y vigor, sujeto a las condiciones internas y
externas en que ha vivido el pueblo de México por más de cincuenta
años: el laicismo integral artero, anestesiante, de un Gobierno
dictatorial, y el protestantismo millonario, invasor, absorbente, de
un vecino país imperialista.
Pero contra todas las leyes históricas, tal fue el hecho. Aquella
ola de religiosidad presentó la nota de la espontaneidad y sinceridad
popular en todos los órdenes, al grado que, ante ella, hubo de re-
catarse discretamente la misma clerofobia oficial, que quedó redu-
cida a una inofensiva displicencia. Y el día del apogeo del Congreso
que en un momento dado llenó de bote en bote todas las iglesias
de todas las ciudades y pueblos y villas de la República, el más

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obtuso observador pudo mirar ornamentadas todas las mansiones otra manera de malearse la voluntad, que jamás han logrado ni
señoriales de las veintiocho capitales, las casas todas de la incontable la paz, ni la prosperidad, ni el crédito que de ella naturalmente se
burguesía, y el infinito colmenar de las habitaciones de los proleta- deriva..."
rios que llevaron las insignias de sus festejos hasta la última cabana Destacóse en la tribuna el pujante Obispo de Huejutla, presagian-
oculta en el último recoveco de la más lejana, abrupta, remota e do al gran Prelado, fuerte, inquebrantable, gloria de la patria, para
ignorada serranía. proclamar que no obstante los espantosos crímenes cometidos por
México, tenía fe en los destinos de la nación: "Creo en la vitalidad
La creciente acometividad del Gobierno revolucionario contra la
de la Iglesia Mexicana, en su espíritu fuerte y eeneroso y abrigo
cultura católica de México iba estrechando cada vez más visible-
esperanzas de mejores días para la Causa de la Religión". El Pá-
mente, como entre las placas de una prensa hidráulica, a la nación
rroco de San Miguel en Guadalajara, don Vicente Camacho, volcó
entera. Por eso esta inefable explosión de fidelidad católica, además
el ánfora de su elocuencia, tan propia de su carácter; con "frase
de su carácter heroico ante un adversario declarado poderoso,
subyugadora se apoderó en el acto del alma del inmenso auditorio,
presentaba ya el aspecto de una gran parada militar frente a un
declarando que "sólo porque en esta bendita tierra mexicana hasta
enemigo atrincherado.
los peñascos dan rosas. . . sólo por eso vengo vo aquí, a cantar las
Las letras sagradas y las profanas, las artes todas, las ciencias, glorias de la Eucaristía', y al recordar la palabra divina: "Dad al
la infancia, la juventud, la edad madura, la vejez; la familia, el César lo que es'del César y a Dios lo que es de Dios", sacó la viril
trabajo, la propiedad, el comercio, la industria, todo lo que repre- consecuencia: "Entonces, cuando el tirano te pida lo que no es de
senta una fuerza grande o pequeña en el país, todo protestó entre el, lo que es derecho de Dios o de su Iglesia o de tu familia, o de
batir de palmas y lumbres de cielo, su catolicismo profundo. México ti mismo, entonces.. . ¡ dile que no!. .. baja a las catacumbas o
entero abría los ojos; vio con grande estupor que se encontraba desciende al circo, pero no caigas de rodillas, porque los ídolos
aún vivo y palpitante, y en su clarividencia, volviendo por su propio están en el Capitolio".
bien y seguridad, se daba cuenta de que Catilina estaba a las pújbr-
tas, que era ya tiempo de ir vendiendo las túnicas y que los puños Todo aquel público oue hahrípsf. sentido como en su casa en el
crispados deben servir en buen cristianismo, para algo más que más linajudo palacio de París o de Londres, clavaba los ojos aten-
para golpear los pechos.. . tos en los oradores,- y estremecíase, saturado de e.ntusiamo y de fe,
el recibir el choque, formidable de las frases lapidarias.
También tocó su turno a los seglares. Un abogado del glorioso
Estado de Jalisco, el señor don Miguel Palomar y Vizcárra, Caba-
En el teatro Narcissus, con la forzosa estrechez que el Gobierno llero de la Orden Pontificia de San Gregorio Mugno, bordó sobre
ha impuesto a la vitalidad nacional, pero frente a millares y un tema extraño: " L a Sagrada Eucaristía y los hombres". El orador
impuso silencio con el fuego de sus ojos, y sobre la ilustre asamblea
millares de ciudadanos católicos, ante una treintena de Arzobispos,
cayeron gota a gota, tranquilas cuanto conscientes, candentes
y Obispos, todos vestidos de rojo y oro, suben a la tribuna, durante
cuanto sentidas, estas palabras que se antojaban lamento de una
tres noches memorables, oradores de palabra incisiva y ardiente,
paz vergonzosa:
para ponderar las glorias de la Eucaristía Santa y para proclamar
los sagrados derechos de la libertad, de «la Iglesia y de Cristo. ¡ Qué "Señor —dijo—, no vengo a decir que los hombres deben co-
magnífico y seductor desfilar! Se escuchó allí la palabra persuasiva mulgar porque son hombres (el público todo contuvo la respira-
del Obispo de San Luis Potosí, doctor don Miguel M. de la Mora, ción), sino que deben ser hombres porque comulgan..." Y habló
que habló del "pueblo creyente, sí, pero que se asfixia, porque no del deber cívico: enumerando de modo magnífico todas nuestras
esclavitudes, concluyó aquel período ¡gnicente, con estas palabras:
respira las auras de la libertad; de un pueblo que para adorar a
"si todo eso nos aplasta y nos aniquila, es porque los hombres que
su Dios tiene que encerrarse en el oscuro recinto de los templos,
comulgan no han sabido tener noción de lo que es el deber cívico
sin poder cantar los himnos de su culto por las calles, donde hasta
y no lo han cumplido virilmente, como los hombres".
el crimen tiene derecho a exhibirse, menos Jesucristo..." El brioso
historiógrafo jesuíta Mariano Cuevas, al pintar de mano maestra Un joven, casi un niño, Luis Mier y Terán, arrebató a la mul-
la primera misa en la nación mexicana, señaló con frase candente titud, que allí no tenía más que un solo corazón y una sola alma,
"a los hombres de mala voluntad, o de voluntad cobarde, que es al fijar los destinos de la juventud católica mexicana. "El joven

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católico de nuestros días —exclamó—, es un verdadero cruzado, del pueblo católico mexicano. Muchos de aquellos jóvenes habrían
que encontraréis en nuestras ciudades y en nuestros campos, sin de morir a los pocos años en aras de la libertad.
escudo, sin coraza, bajo el traje de un estudiante universitario o De pronto, uno de ellos gritó:
de un obrero de nuestras fábricas o de un gañán de nuestras ha-
ciendas. ¿Queréis reconocerlo? Habladle de los derechos que han —Nos hace falta Rene.
sido conculcados a Cristo, y veréis cómo sus ojos lanzan relámpagos •—Sigue enfermo —declaró otro.
de indignación; habladle de defender a Cristo, de luchar por su —Vamos a visitarle —exclamaron varios, y en el acto, todos
Iglesia, de salvar a su patria, y veréis cómo su semblante se ilumina emprendieron la marcha. Héctor quiso detenerse, pero Joaquín
y notaréis como hierve en sus venas la sangre del cruzado". lo tomó del brazo, y con toda confianza, le dijo:
Para el sectarismo imperante aquello era ya excesivo. El general —Véngase usted con nosotros, Héctor.
Obregón, Presidente de la República, que desde su Palacio escu- Y Héctor obedeció.
chaba los discursos, al oír uno de ellos echó un temo de los más
crudos de su vocabulario soez, y furioso arrancó el audífono. En
seguida, mandó cortar a rajatabla los festejos, y ordenó que se
abriera un proceso contra todo el Congreso Eucarístico. Allá en un humilde departamento de la antigua calle de Chi-
¡Héctor estaba allí! Confundido con un grupo de jóvenes de conautla, tendido a su pesar en una cama, estaba un robusto joven.
distintas partes del país, sentíasele ensanchar el corazón y abrírsele Rubio, ojos azules, hermoso, bueno. Era don Rene Capistrán Gar-
a una nunca soñada esperanza. Aquel ambiente era el suyo, aque- za, uno de los fundadores de la A.C.J.M., el del verbo candente,
llos aplausos los sentía el para sí. Aquel ideal era el que él iba del puño de hierro y corazón de oro. Creyente, ilustrado, líder,
rumiando a todas horas sin atreverse aún a darle un nombre victimado, caudillo, había sintetizado en sus luminosos veintiséis
propio, y temiéndose a sí mismo por un iluso. El también comulgaba, años todas las glorias de un católico invicto, todas las esperanzas
y las palabras que había oído llevábalas hacía mucho tiempo incrus- de un conquistador joven. . . Ahí lo saludó Héctor aquella misma
tadas en el alma, creyendo profanar su propio ideal si llegaba a noche, a hora muy avanzada. Aquellas dos manos jóvenes, la de
externarlas. un capitalino y la jde un provinciano, se estrecharon en un gesto
Al salir del teatro, entre el aluvión de automóviles que ensorde- de perfecta comunión de ideales. La entrevista fue substanciosa. El
cían y deslumhraban con sus cornetas y sus faros, Héctor se reunió alma de Pelayo estaba encerrado en el pecho de aquel león enfermo
con otros jóvenes de quienes se había sentido hermano, al aplau- a quien una hábil maniobra diplomática había hecho enmudecer
dir con frenesí los períodos más salientes de aquellas arengas, y si- durante el magno Congreso.. . Héctor tenía frente a sí al orador
guiólos, comunicándose con ellos, como si fueran conocidos desde aprisionado y desterrado, al periodista suspendido, al caballero que
hacía muchos años. Llegaron a una casa vieja y destartalada de las había recorrido la república entera "de valle en valle y de monte
calles del Correo M a \ o r ; estaba allí el Centro de Estudiantes Cató- en monte", promulgando, como un profeta israelítico, la sublime
licos. Allí conoció a Joaquín de Silva., de mirada franca, palabra lan- consigna de morir o romper cadenas; a quien el gobierno revolu-
zada con desparpajo, ademanes amplios y resueltos; a su lado, cionario mismo había ofrecido cladestinamente altos puestos con
Manuel Melgarejo, adicto a Joaquín, circunspecto, siguiéndole como pingües ganancias, y al que él, Rene Capistrán Garza, había
se sigue a un jefe reconocido e indiscutible; allí estaba Luis Segura, contestado con el digno vade retro de los hombres de conciencia
guapo, risueño, revelando en todo su porte al joven de inteligencia
profunda y voluntad firme; Humberto Pro, afectuoso, delicado
de trato, activo; Armando Téllez, de aspecto un tanto retraído,
pero haciendo sentir que aquel joven, según la expresión vulgar, Cuando Héctor, instalado en un coche de primera del Ferroca-
"traía la música por dentro". Y otros muchos: todos enamorados rril Central, recordaba una por una todas las impresiones que del
de la libertad, todos bien penetrados de tres o cuatro ideas funda- elemento vital de México había recibido, medía y sumaba las
mentales, sin dejarse distraer por "teologías" y distingos enredosos; fuerzas que había descubierto, acumulando todas aquellas energías
todos dotados de ese singular instinto del sentido católico, que ha en su corazón recio y templado, ambicioso y soñador, un profundo
sido objeto de admiración por parte de los extranjeros cultos que suspiro de esperanza dejó escapar del pecho, y exclamó con una
han sabido estudiar y comprender la psicología de la juventud y convicción que remedaba un pronóstico:

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—¡ Todavía hay patria...!
Después... abrió la ventanilla y contempló aquellos campos
inmensos, colgados por la mano de Dios a dos mil metros sobre el
nivel del mar, y aspiró a pulmón lleno aquel aire repleto de vida,
henchido de sol, como el sol y la vida que él sentía nacer y rebu-
llirse en sus entrañas. . .

XII

FRENTE A LA H O G U E R A

PERO EL FAMOSO Patriarca Pérez estuvo a punto de dar al traste


con toda la catolicidad mexicana.
Era éste un viejecillo verde y zorro que en su larga y estropeada
vida había llegado a ser Cura, pasando inmediatamente por todos
los grados de la tibieza sacerdotal hasta llegar al frío de la secu-
larización, hacerse soldarlo, luego convertirse, luego reincidir, y por
* último, aprovechando el "setenta veces siete" del Evangelio, recon-
ciliarse de nuevo con la Iglesia para prepararse a una buena muerte,
entregado, mientras se le acababan de secar los huesos, al apos-
tolado de una misa a, las once todos los días en el Altar del Perdón,
de la Catedral de México.
De pronto, cuando nadie se lo esperaba, el vicjito Pérez, azuzado
por unos diputados callistas y escoltado por un pelotón de socialis-
tas rojos, entró, armando escándalo de palos, pedradas y balazos,
al presbiterio de la Parroquia de la Soledad, sacó arrastrando, con
muchos dréneos, por supuesto, al infeliz del señor Cura, y tina
vez dueño y señor de las oficinas, rodeado de su guardia de corps,
enderezó una devota y fervorosa comunicación al entonces ya
Presidente de la República don Plutarco Elias Calles, de feliz me-
moria, ofreciéndose a sus clcvadísimas órdenes como Patriarca de
la nueva Iglesia Apostólica Mexicana.
Calles, que solía sentir torzones cada vez que pensaba en un
Cura, sintió esta vez un sabroso dulzor, y contestó de enterado y
de agradecido, comunicando además al gracioso patriarca que ya
daba orden para que se le impartieran toda clase de garantías...
¡ Aquel fue el toque de marcha de una nueva campaña abomi-
nable! Agentes cismáticos, pagados por el Gobierno, comenzaron a
recorrer el país. Los sacerdotes recibían invitaciones y promesas
que chorreaban oro. Afortunadamente, gloria es del sacerdocio, el

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92
clero mexicano se mantuvo en su puesto, y el pueblo, en muchos mano de todos los medios que vayan aconsejando las circunstan-
lugares, hubo de amotinarse para defender sus iglesias. cias. Es preciso que seamos hombres.
Esta nueva ofensiva colmaba la medida de la paciencia de los — ¡ M u y bien! —respondió Héctor—. Ya era tarde. Hasta hoy
buenos. Héctor siguió de hito en hito todas las peripecias de la no hemos sabido más que replegarnos. Los pasos a retaguardia
tragedia saínete. Y cuando por la prensa se enteró del desenlace, han sido nuestra especialidad, y lo más triste es que ni siquiera
a saber, que el Presidente Calle secularizaba la Parroquia de la nos vamos batiendo en retirada... ¿A ver?
Soledad, que la venerada imagen de la Virgen era enviada a un
montepío, y que al fantoche Pérez se le daba una nueva iglesia Y Héctor desplegó una grande hoja' impresa.
y se le protestaban las simpatías de las organizaciones gobiernistas, —¡Vaya! —exclamó con aire de.satisfacción—. ¡Ojalá hoy sea
Héctor sintió una vez reagitarse en sus redaños el hirsuto cachorro de veras!
de todas sus impaciencias benditas. En el recinto de su aposento, Y leyó. Leyó con avidez, frunciendo el ceño y entreabriendo los
Héctor dio algunas vueltas como fiera enjaulada. Luego tomó su labios, mientras el abogado lo contemplaba seria y atentamente.
sombrero y se echó a la calle. Aquella hoja era la famosa proclama que lanzaba el Comité Fun-
¡Qué noche más hermosa! ¡ Q u é noche más tranquila!: vivo dador de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Era el grito
de la gente honrada, que por primera vez llamaba a todos los
contraste de la Naturaleza con la tormenta que se desencadenaba
buenos a formar un apretado haz para rechazar tanta insolencia
en el cerebro de aquel hombre. Una luna espléndida sonreía en el
y reconquistar la libertad de los hijos de Dios en la patria mexica-
firmamento. Un silencio sepulcral, de esos en que se oye el hálito na. Aquellas frases eran cortantes, candentes, como la viviente
del alma del mundo, reinaba en la ciudad. De algunas ventanas realidad social y política que quemaba de rabia las entrañas y
cerradas salían murmullos de oraciones. Eran las familias que de vergüenza las mejillas. Y los firmantes de aquel heroico llama-
rezaban el rosario. Héctor siguió su camino, abstraído, transportado. miento a la organización, en el punto de tiempo en que no quedaba
Al volver una esquina, un borracho estuvo a punto de atropejjar- otro recurso que la desbandada bajo el fuego enemigo, eran loj
lo. Era "Pelotes", el Coronel. Héctor de un codazo, se lo quito .'de simpáticos ilusos que Héctor había conocido en México, ilusos
encima. Pasó junto a la puerta de la Catedral. Estaba cerrada. callados en la misma cantera de aquella raza de genios que descu-
Ante ella, con la frente pegada a la dura madera, unos campesinos brieron mundos y' redimieron pueblos...
oraban. Héctor no se detuvo. Más allá una sombra se embarraba
en las paredes del teatro Calderón, entonces cerrado. Era Pepe —¡Magnífico! —exclamó Héctor cuando hubo terminado su
Soberón, que en sus noches juiciosas rondaba la casa de Consuelito lectura—. Ahora, cuenten ustedes conmigo.
Madrigal. Héctor pasó junto de él, sin consagrarle siquiera la mitad El abogado sacó una tarjeta de adhesión a la Liga. Héctor la
de un pensamiento, y prosiguió, como un sonámbulo que respira llevó a su mesa, y con mano firme y tranquila puso en ella su
el ambiente de un mundo superior. Así llegó al Telégrafo, y entró. firma.
Cogió una forma, y después de poner la dirección, con letra ner-
—Ahora, señor López —añadió Héctor—, démonos un abrazo.
viosa, casi rasgando el papel, escribió estas tres palabras:
Esta Liga de fuerzas civiles nos abre el camino. Yo presiento, mi
"Espero órdenes.— Héctor". buen amigo, que esta empresa de reconquista nos va a exigir mu-
Unas horas más tarde llegaba la respuesta telegráfica: chos más grandes sacrificios. Se acerca una hecatombe, amigo mío.
"Van en camino.— Rene Capistrán Garza". ¡ Un pecado de medio siglo no se perdona con una ligera peniten-
cia. . . ! Nos vamos a hundir en un caos horrible. ¿Habrá sangre?
No hablan pasado, en efecto, veinticuatro horas, cuando el joven
¿ Habrá muerte ? ¡ Quizás...! Pero, a pesar de todo y por encima
licenciado don Guillermo López, Presidente del Centro Regional de todo, es nuestro deber no retroceder un palmo más y no sólo
de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, se presentaba
marcar un "alto", sino tronar un "¡adelante!"... Don Guillermo,
en la casa de Héctor. Conocida era para éste la distinguida per-
entramos en un camino que han esquivado mucho los católicos;
sonalidad del joven abogado. Pasado que ambos jóvenes subieron pero entramos con plena satisfacción: es el único camino por el
a la sala y tomado asiento en un sofacillo de bejuco, el abogado
que el hombre de conciencia puede pasar e ir con la cabeza levan-
rompió el silencio: tada. . . Conque, don Guillermo, para ese momento futuro que
—Recibo orden de México de presentar a usted esto. Nos hemos desconocemos, para ese momento terrible en que algunos se asusten
resuelto a trabajar, y a trabajar fuerte y macizó, dispuestos a echar de nuestra obra, para ese momento, cuente usted conmigo y con

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iodo lo que soy y tengo. Y o no he estado con ustedes en la A . C . J . M . ,
paro siempre los he admirado, y creo llevar muy maduro el espíritu
de ustedes. .. Sí, por ahora agruparnos y prepararnos... Y diga
usted a los señores de México, a nuestros jefes, que nosotros, que
somos el pueblo, estamos en la brecha y contamos con ellos.. .
que si ellos faltan, tengan por seguro que nosotros no faltaremos,
y que si ellos, por desgracia, retroceden, ¡ entonces nosotros pasare-
mos sobre ellos!
El joven abogado abrazó con todas sus fuerzas a Héctor.
—Perfectamente, don Héctor. Esperamos marchar hacia adelan- XIII
te y con la visera levantada: ¡ Por Dios y por la Patria!
Era apenas el mes de marzo del año de 1925.
H É C T O R

C A S I U N AÑO MÁS TARDE, sorprendemos a nuestro Héctor en uno


de esos dulcísimos coloquios domésticos que frecuentemente tenía
con su amorosa madre en la rica intimidad de la cena, la noche
del 10 de febrero de 1926.
—Conque no se te olvide, hijo —dijo Soledad—. Mañana ni me
busques. Me voy de parranda muy temprano. Es la fiesta de Nues-
tra Señora de Lourdes y la Primera Comunión de los niños. A mí
me tocó ser madrina de Juanita, la del portero del Instituto Cien-
tífico. No te vayas'a ir sin almorzar. Esperas a Juliana que te
prepare unos huevitos con chumóle, tu cafecito y tu buen vaso de
leche ordeñada. ¿Estás, hijito?
—Bueno, bueno, y usted, ¿hasta qué horas, carambas, se va a
venir de ese jolgorio?
Se rio doña Soledad de la aparente irritación de Héctor por su
ausencia y respondió:
Pues no sé: .. .conque si el sermón del Padre Martin es muy
l a r g o . . . De todos modos, para el medio día ya está aquí tu mamá.
—¿Sabe usted lo que estoy pensando?
-¿Qué?
—Que se traiga usted a comer con nosotros a la ahijadita, y a
don Pascual el portero, y a su esposa. Pobrecitos, siquiera que sa-
boreen la fiesta de Juanita.
—Muy bien pensado. Entonces mañana echamos la casa por la
ventana y ellos estarán felices... Yo creo que los pobres nunca
han comido cabalmente.
— Y o me traigo al medio día algún antojito de la pastelería; ya
verá usted cómo eso sí es ser madrina.

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Héetoi-7
Terminado el caritativo complot, besó Héctor la frente de su "En el nombre del Padre, del Hijo
madre, y se retiró a su aposento a leer y estudiar, según su costum- y del Espíritu Santo,
bre. Leía algo de la Historia de los Moriscos de Granada, repitiendo la Santísima Virgen te cubra
trozos y subrayando frases que le impresionaban. Tocóle precisa-
con su santísimo manto",
mente esa noche el conocido paisaje en que el Rey Boabdil. huyen-
do de Granada, vuelve sus ojos desde una prominencia de la y se santiguó devotamente en su misma cama. Sintió después que
Alpujarra hacia la maravillosa ciudad, y al rumiar la irreparable Soledad seguía su camino, que abría la puerta del zaguán, que la
pérdida, se deshace en llanto. Y su madre, una soberbia mora, linda cerraba. .. Todo en silencio.
y valiente, le dice: "Hijo, bien lo haces, que no te queda otro
recurso. Llora, llora como mujer el reino que no has sabido defender —¡Arriba, juventud! —exclamó Héctor arrojando de un bote
como hombre.. . ! " las mantas—. Vamos a empujar esta vida mediocre mientras se nos
abren las puertas del heroísmo.
Copió Héctor cuidadosamente aquellas palabras de la rica-
hembra. Y las leyó repetidas veces antes de guardarlo. Luego se Ya medio vestido, púsose de rodillas frente a una imagen de la
acostó, y soñó... Soñó que lloraba, que lloraba amargamente, Virgen de Guadalupe que a su cabecera estaba, hízose lentamente
la señal de la cruz, rezó luego una avemaria, y terminó con la
como nunca había llorado, y que su cristiana madre,, transformada
popular invocación mexicana: ¡Santa María de Guadalupe, espe-
en un ser misterioso, le repetía las enérgicas palabras de la madre
ranza nuestra, salva a nuestra Patria!
de Boabdil: ¡ L l o r a . . . llora como mujer,, lo que no has sabido
defender como hombre...! Después, la figura de su madre se esfu- En seguida, uniendo este sagrado pensamiento con las sugestiones
maba, y, como en los cuadros disolventes, las sombras y la luz iban de su sueño, añadió amargamente:
formando un nuevo cuerpo: la imagen venerada de su abuelo se —"Salva a nuestra Patria..." ¡ Cómo la ha de salvar, si somos
enderezaba frente a él, le tomaba por la mano y le subía a lo Alto todos Boabdiles, si sólo sabemos llorar como mujeres, y no sabemos
de unas murallas ciclópeas, desde donde le hacía mirar un ejército defendernos como hombres...!
inmenso que descansaba en vísperas de un asalto... Y el abuelo,
Y con gracia filial, añadió, dirigiéndose a la imagen:
tomando el acento de un semidiós: —Héctor, mi héroe favorito
—¡Santa María de Guadalupe, haz de mí tu Héctor!
—decía—, rompe las puertas de tu ciudad y sal al frente de los
jóvenes troyanos para salvar y defender a tu patria que sucumbe... Aquella mañana trabajó Héctor con especial alegría. El viaje
Aquellas palabras se dirigían a él. ¡Héctor estaba en Héctor! de Pepe Soberón a México había duplicado los quehaceres de la
oficina, pero en aquella espléndida mañana todo invitaba a la ac-
¡Noche fue aquélla de grandes ideas! Por ello, cuando Héctor ción: el ambiente fresco y puro, el cielo abierto y azul. Héctor
despertó, sintió un gran desaliento. Aquello era una alcoba y él estuvo de buen humor, como nunca.
descansaba en un lecho. El era nada: un pobre empleado de un
miserable rico. Sus ideas eran elevadas, sus anhelos grandes; pero —Pero hombre —le dijo el bueno de don Luis—; si usted viene
quedaba atado a aquella vida mediocre y encerrada, viviendo para hoy como si le hubieran dado la novia.
sí y para su casa, cuando podía vivir para su patria y para el —Y de veras —respondió Héctor—. Me acabo de enamorar, y
mundo entero... La luz del día, indiscreta y juguetona, entraba lo que es yo no me detengo, y usted será el padrino.
por las ventanillas entreabiertas. Erí el corredor se oía el suave —¿Pero de quién? ¿Cómo se llama? Expliqúese, expliqúese.
trajín de las faenas matinales de Soledad, el rebullir de los tiestos,
—A ver si la conoce. Mire: es blanca como la nieve, labios rojos
el cerrarse de las puertecilllas de las jaulas de los pájaros: gracia
sangre, ojos azules de cielo, cabellera oro. formándole aureola
y alegría de aquella risueña casita mexicana con perfumes de como a una santa...
flores, trinos de aves y alegrías de gracia de Dios, escenas con
que abrimos ante el lector el primer capítulo de esta historia —¡Vaya!, ahora poeta, don Héctor.
Héctor sintió cuando su madre entraba de nuevo a la alcoba —Hasta poeta... hasta caudillo, hasta cruzado, hasta conquis-
contigua, cuando se lavaba las manos, cuando salía caminando de tador, hasta héroe
puntillas quizá por no despertarle. Sintió cuando Soledad se dete- —Usted está loco, loco de remate.
nía, precisamente frente a su puerta. Héctor adivinó, casi sintió —¡ Pues si viera que de veras me siento l o c o . . . ! Porque decidi-
sensiblemente, la bendición de su madre: damente, estoy enamorado, perdidamente enamorado.

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en torno de Soledad, y precisamente después de haberse escuchado
—Pero no me acaba nunca de decir de quién se trata, cómo se
llama. el rápido y nutrido tiroteo?
En efecto, encerrado Héctor en su oficina, ignoraba el enojoso
—Nomás a usted se lo digo: se llama Gloria.
encuentro que las monjas teresianas habían tenido a la puerta
—¿ Gloria... ? No la conozco.
misma de su colegio, y más ajeno aún estaba de todos los aconte-
— ¡ L a conocerá! cimientos que se habían desarrollado en el interior y en las afueras
Pero la sonrisa que acompañó estas últimas palabras quedó he- del establecimiento.
lada en los labios de entrambos. Volvieron el rostro hacia el depar- Llegó por fin a su casa. Apenas traspuso el zaguán, un olor
tamento al menudeo y vieron que todos los empleados habían penetrante de ácido fénico lo envolvió en la realidad de los hechos.
quedado inmóviles. Las empleadas se miraban unas a otras con la ¿Su madre estaba herida? ¿Y no estaría quizá muerta? Ante esta
extrema lividez en los rostros...
duda, las piernas le flaquearon, pero un vigoroso impulso de su
—¡Nadie se asuste! —gritó Héctor con voz rotunda—. ¡ N o es ánimo levantó en vilo a su naturaleza sorprendida. Y entró en la
nada! ¡Unos cuantos balazos! ¡ U n pleito cualquiera! recámara amargamente resuelto a beber de un sorbo el cáliz de
Y para animar a todos con el ejemplo, tomó la pluma y comen- la desgracia inesperada.
zó a sumar tranquilamente unas cantidades del Libro Mayor. En- Entró. La oscuridad lo cegó por un instante. Dilatadas ya sus
golfado seguía en su estudiado trabajo, cuando la inocente beata pupilas, miró como en un sueño la blanca silueta de una mujer
Arguelles, de quien quizá el lector ya no guarda memoria, entró joven, sintió en su mano la caricia de unos dedos de seda y en su
a la tienda, muy llena de misterio, y llamó a la cajera Carmelita. oído el arrullo desconocido» pero dulce, de una voz que le animaba
Hablaron un poco, y luego la buena cajerita se acercó al despacho y a acercarse. Era Consuelito, una imagen real que hizo evocar a
llamó a su papá don Luis. Hablaron otro rato en voz muy baja Héctor la imagen soñada poco antes.
y con señales de mucha reserva. Por último, don Luis volvió a
Animado por aquella voz, dio el último paso hacia su dolor.
entrar en el despacho, y dando una cariñosa palmada a su amigo
Penumbra tibia, silencio religioso lo envolvía todo. Adivinó triste-
en el hombro:
mente bajo las mantas la figura de su madre. La cabeza perfec-
—Don Héctor —le dijo—, ¿no quiere que vayamos a ver qué tamente vendada. Héctor no se atrevió a preguntar si estaba viva.
sucedió? Su rostro aparecía blanco como la cera. Héctor se inclinó hacia
Héctor echó de ver inmediatamente que don Luis le preparaba ella. Notó que respiraba. ¡Vivía! Soledad levantó entonces peno-
para una mala noticia. samente los párpados entre los estorbos del vendaje, puso dulce-
mente sus miradas en las pupilas de Héctor, y pronunció esta
— Y a me lo imagino, don Luis. Algo que me toca a mí, ¿verdad? única palabra, con una ternura, con una compasión sin límites:
—Sí —añadió don Luis, encontrando expedito el avance—, pa-
—¿Hijito?
rece que le tocó a su mamá el susto... ¿No quiere que vayamos?
Héctor no respondió una sola palabra. Se inclinó más aún y
—¡Vamos! —dijo Héctor sacudiendo la cabeza con resolución
estampó quieto beso sobre la frente entrapajada. Al besarla se le
y alzándose de su asiento.
arrancó del párpado una lágrima ardiente, que cayó sobre la venda,
Tomó su saco y su sombrero, bajo las miradas compasivas de las confundiéndose con la sangre de su m a d r e . . . Luego cayó de rodi-
empleadas. Al salir, dijo a don Luis que lo acompañaba: llas, y escondiendo su rostro entre las ropas de su madre, le dijo
—Qué, ¿será ya la hora de hacer justicia contra estos malditos? convulso:
Caminaba Héctor de prisa, al lado de don Luis; iba tejiendo —¡Madre! ¡Siento vergüenza de mí mismo! ¡Siento Vergüenza
las más horribles hipótesis, consolándose a sí mismo, al negárselas, de ser hombre!
apenas fingidas. Recordaba que su madre había ido aquella ma-
Don Luis y Consuelito contemplaban la escena con religiosa
ñana a la Primera Comunión de los niños, acompañando a Juanita,
reverencia. El llanto era sagrado. Héctor sollozaba... De pronto,
la del portero del Instituto Científico. Después al desayuno en el
entre la linfa de sus lágrimas, el férreo espíritu se alzó altivo, re-
Colegio Teresiano, y al medio día llevaría a comer a casa a la
confortante, le sacudió las sienes, le enderezó la frente, y puso en
ahijada y a sus humildes padres. ¿Qué relación podían tener estos
antecedentes con las medias palabras que le había dicho don Luis luí labios la ronca vibración de estas palabras de fuego:

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— ¡ O h , Cristo! ¡Por T i , por mi madre! Te juro que estas serán
mis últimas lágrimas de mujer. Desde hoy en adelante, sólo pensaré
en defenderte a Ti y a e l l a . . . ¡como hombre!
Ante el fuego sagrado de aquel solemne juramento, Consuelo
inclinó la cabeza como un ángel que comulga, y añadió profética-
mente.
—¡Así sea!
Y a la luz vacilante y mortecina que iluminaba medrosamente
la estancia, envolvió en una mirada de desconocida simpatía la
gallarda figura del mancebo, evocando al mismo tiempo, como XIV
por contraste, la figura pálida y trivial de Pepe Soberón, su n o v i o . . .
Y aunque no quiso confesárselo a sí misma, sintió perfectamente M E R E N G U E S
que de aquellos ojos grandes y negros, de aquel ceño arrogante-
mente oscurecido, de aquel cuerpo todo alto y esbelto, en suma, de
aquel Héctor que se erguía fuerte y macizo, a medio metro de ella,
irradiaba algo extraño, como una centella, como un relámpago, U N A SALA RECOQUKTA.
como una saeta luminosa que no sólo vibraba como estocada de
caballero cristiano medieval, sino que le penetraba a ella misma Sobre el ébano y el marfil del flamante piano de cola, ríela
por las pupilas, iluminando profundamente toda su morada inte- dulcísima luz velada por pantalla de seda rosa con motivos japo-
rior, y haciendo estremecer en un modo sabroso sus entrañas, en- neses.
volvía en una sensación inconfundible su dulcísimo corazón, de Y unas manos más coquetas que la sala,, acarician el teclado
mujer...
ciraneando las últimas notas de la canción mexicana Flor de T é :

Flor de 7Y es una ¡inda zagala


que q estos montes ha poco llegó;
nadie sabe de dónde ha venido
ni cuál es su notnbti ni dónde nació.

Du£ suaves acordes secos y precisos cierran el poema, y una


te Iva de aplausos íntimos !u comenta en seguida.
— ¡ O h , qué bien, qué bien, I.uccsitaS... ¡Y por qué, doña
Leonor, por qué no me presta usted a Luicsila para que desempeñe
UU número en la velada de San Vicente de Paúl?
Quien así habla es el ya citado Padre Martín, hombre de amplia
vitla social, canónigo desde sur mocedades, visitador nacional de
las Conferencias de San Vicente de Paúl y Camarero Secreto del
tiempo de León X I I I . Hombre, pues respetado por medio mundo,
estimado por las gentes devotas y adorado por las familias ricas
que nadan entre dos aguas en los graves momentos históricos.
Sentóse Luz a la vera de su madre, doña I«enor. Cruzó con
frescura la pierna, tirando luego con los dedillos la orilla de la
falda, para medio cubrir la rodilla, y sonrió monísimainentc ante
el delicado piropo que le lanzaba el bueno y distinguido del Padre
Martín.

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La robusta y bigotuda doña Leonor, no sintióse menos halagada
con las palabras del sacerdote.
— ¡ A y , Padre Martín! ¡Si no se imagina usted lo chocante que
es esta criatura! Nunca quiere cantar ni tocar en público... La
mandaron invitar de México, para las fiestas de Covadonga, y por
más que Carlos le hizo la lucha, pues imposible de hacerla aceptar.
—¡Pero, imagínese nomás, Padre! —repuso riendo la famosa
criatura—; se les ocurre a esos viejos horrorosos hacer su concierto
el mismo día del baile del Casino Español, y de loca iba yo a faltar,
¡qué va!
—Y la otra vez, cuando te invitaron aquí estos jóvenes católicos
que tienen una asociación —agregó doña Leonor, no acertando
a precisar el nombre de la A.C.J.M.
— ¡ U h ! ¡Menos! Ese día estrenaban una película de Gloria
Swanson.
— ¡ A h , qué muchachas! —observó complacientemente el Padre
Martín—. ¡ Siempre bullangueras, siempre alegres... 1
—¿Por qué no invita usted a Consuelito Madrigal? —añadió
Luz con malicioso retintín...
— ¡ A h ! —dice doña Leonor, tomando un aire misterioso—^ A
proposito de Consuelo, no sé que le ha pasado a esta muchacha.
Desde que vinimos de México, en febrero, la encontramos toda
cambiada toda misteriosa... Ya se ve: le ha de haber hecho mu-
cha impresión lo del Colegio Teresiano...
—¡ Pobre Consuelito! —repuso con un profundo suspiro el Padre
Martín—. Pero ella y la Madre Francisca tuvieron la culpa... Se
metieron a valientes... Se pusieron a mandarle al General Ortu-
zar un recadito que... ¡válgame Dios!
—Pero si eso no es nada —agregó doña Leonor—. ¿Y qué dice
usted de los muchachos, esos imprudentes?... Llevar pistola, y
disparar... ¿Quién les enseñará la religión a esos jóvenes? ¡Qué
bonitos jóvenes católicos, haciendo motines!... Ahí están los re-
sultados: un muerto, muchos heridos, las madres encarceladas, el
colegio ocupado, y una, pues con el alma en un hilo y enfermán-
dose de bilis con tantos sustos...
—Y yo no sé cómo Consuelito se escapó —observó el Padre
Martin.
— Y o sí sé —interrumpió con sonrisa maliciosa Luz, que se
había entretenido en acariciar un perrillo chato que se le había
trepado a las faldas.
—¡Cállate, quitacréditos! —le dijo su madre aparentando una
suave reprensión.
—A ver, a ver, ¿qué hay por ahí? —preguntó el Padre Martín
halando la lengua a madre y a hija.

104
El día de Cristo Rey el año de 1926, cuando el Soberano Pontífice Pío XI proclamó esa Divina Realeta y
cuando se desencadenaba en México satánica la embestida, y era pujante la resistencia, las peregrinaciones a la
Basílica de Guadalupe iueron particularmente fervorosas.
En el Capítulo XVIII, intitulado Acción y Sonrisas, de esta obra, se habla de los globos lanzados en la
capital de la República, como uno de los actos audaces de propaganda contra la tiranía callista. En estas
dos ¡otos aparecen los "ligueros" y las "ligueras" consagrados al trabajo desarrollado con la mayor cir-
cunspección preparando aquel acto de resistencia y ataque.
Crol. D, ENRIQUE GOKOSTIETA Y VEI.AKDE, Je/c de la
''Guardia Nacional". Murió gloriosamente en la Hacienda
de Valle (Los Altos, Jal.) el 2 de junio de 1929.
Iba a desembuchar la chica, cuando doña Leonor, más discreta
al parecer, optó por descubrir personalmente el pastel.
—Usted sabrá, Padre, que mi hijo Pepe tenía relaciones con
Consuelo.
—"Tenía", ¿eh? —observó Luz.
—¡Cállate, no metas tu cuchara! —replicó doña Leonor.
•—¡De modo que ahora ya n o . . . !
—Allá voy —prosiguió doña Leonor, cortando la palabra al
Padre Martín—. La cosa fue a raíz de lo del Colegio Teresiano.
Fuimos nosotros a México, al Carnaval, ¡ y naturalmente que asisti-
mos al baile del Casino Español!... ¡ Qué cuenta nos íbamos a
dar de que en ese día andaban echando a las pobres monjas a la
calle y aprisionando a los sacerdotes extranjeros! Mucho menos
íbamos a saber que aquí, en Zacatecas, sucedía lo que sucedió. El
inocente de Pepe le escribía a Consuelo una carta contándole lo
lindo que había estado el baile del Casino, y Consuelo le va
contestando poco menos que con un sermón de Cuaresma.... Hu-
biera usted visto qué carta! No sé de dónde se le subió a esta
muchacha su catolicismo para culpar a mi hijo hasta de enemigo
de Cristo...
—Lo comparaba con Nerón cantando frente a Roma incendiada
—añadió Luz en tono burlesco.
—¡Vaya vaya! ¿y luego?
—Que Pepe se rio de la devota novia, y fue a repetir el baile al
T í v o l i . . . Y Consuelo, furiosa, le mandó tamañas calabazas...
—Y por telégrafo —añadió Luz con una comprobante inclina-
ción de cabeza.
— ¿ Y luego? —insistió el Padre Martin, encantado del chisme.
—Dígale todo de una vez, mamá —sugirió la chispeante Lu-
cecita.
—Pues ha resultado —prosiguió doña Leonor bajando la voz—;
.pero esto, por supuesto, que lo he sabido muy de reserva... Ha
resultado que Consuelo se anda ahora volando...
—Con el General Ortuzar, ¡ a poco! —adelantó el Padre Martín.
—Ya quisiera que fuera el General Ortuzar. Valdría más la
pena; se anda volando con el hijo de Soledad Martínez de los
Ríos...
—Sí, con el ayudante del contador de papá —añadió Luz.
—¿Con Héctor? —preguntó extrañado el sacerdote.
—¡ Precisamente: Héctor! Un muchacho... pues nada más que
un muchacho. Yo no sé todo lo que hay de cierto; pero Consuelo
no sale de la casa de Soledad; la cosa comenzó con una herida en
la cabeza y acabó con otra herida en el corazón.

10.1
—Pero la disimulan muy bien con los cuentos de la Liga de
Defensa Religiosa... —observó Luz. tuvo una graciosa ocurrencia en la junta de Hijas de María. T e -
nemos en caja un depósito de cinco mil pesos para el nuevo estan-
—Dios nos saque con bien —repuso el Padre Martín suspirando darte que vamos a encargar a las Benedictinas de París, y Consue-
de nuevo—. A esa Liga no le veo yo ni buen principio ni buen lito, con un desplante increíble, se levantó y dijo que en vez de
fin; menos mal fuera un noviazgo disfrazado de esos muchachos. pensar en estandarte debíamos dar esos cinco mil pesos para la
— Y , a propósito de Liga —añadió virando doña Leonor—, ¿ qué Liga de Defensa. .. ¡Se armó un alboroto!. .. Y lo peor, que ya
le parece, a usted de esa Liga, Padre? se había ganado a toda la Mesa Directiva y más de media Con-
—Pues, hombre... —contestó vacilante el interpelado—; le diré gregación . . . Y si no me impongo yo, y hago valer toda mi auto-
a usted, esos señores son muy buenos, yo los quiero mucho; pero ridad, me tiran entre tóelas al arroyo los cinco mil pesos...
no me parece el sistema. Todas esas cosas no hacen sino exasperar — ¡ O h ! ¡ M i queridísimo Padre Martín! ¡Qué honor! ¡Qué
más al Gobierno y dificultar más la situación. Cayendo y levantan- honor!
do, así la vamos pasando; esa es nuestra condición, no hay que •—¡Don Carlos, mí buen amigo don Carlos! '
soñar con otro género de vida, somos mexicanos, no tenemos
Y el aludido entró vendiendo salud y alegría que le asomaban
compostura. A mí me han pedido mi apoyo e influencia estos se-
por los carrillos mofletudos. Llegaron los otras chicas. Saludos,
ñores de la Liga. Yo naturalmente que les digo que estoy con ellos,
gritos, agasajos. Y siguió la escena del té: rato delicioso de charla
enteramente a sus órdenes. Cómo los iba a desconsolar, pobrecillos, y risa en aquel saloncito del rico Soberón...
y más cuando los quiero tanto; pero, ¡qué voy a meterme en esos
enredos!. . . Eso sería comprometer nuestras asociaciones, que son
lo poco que nos ha quedado.
—¿Pero es cierto que los señores Obispos la apoyan?
—Los "Obispos •—contestó el Padre Martín dando otro suspiro
más profundo todavía—, naturalmente que no la pueden condena:"
y unos más, otros menos, pero todos comprenden que esos señores
son personas muy abnegadas y cristianas. En esto yo no me meto.
Lo que si sé « que yo procuré cuidarme las espaldas, y no meterme
en l í o s . . . Kasta ahora hemos escapado los bienes, por lo menos
una parle, de la Conferencia de San Vicente. ¿A dónde ¡ría yo a
dar con todo si me metiera con esa famosa Liga?
—Por eso mi esposo contestó bien a C3tns señores —repuso doña
Leonor—. Estuvo a verlo este joven de M é x i c o . . . ¿cómo se
'.¡ama, Luz?
—R.mé Capistrán Garza, y vaya que es guapo —intervino la
muchacha.
—Si, Capistrán Garza: pues vino.a ver a Carlos. Andaba este
joven juntando dinero para ¡a Liga, " ¡ Q u é he de dar yo.dinero
para esas cosas!" —le respondió Carlos—. Y nc les dio ni un cen-
tavo. Y tiene razón, el pobrcc.ito de mi maride lia logrado salvar
sur. negocios y no quiere echar a pique su fortuna.
—Pero la tía de Consuelo... —insistió Luz.
—La tía de Consuelo sí dio, y bastantillo, de ella y de la sobrina.
—Pues a mí también me sacaron cien ]>esos —dijo el Padre
Martín dando otro buen suspiro—. Ni modo de negarme. Pero
les dije que era la primera y la última vez que les daba... Y otra
cosa curiosa que sucedió a propósito de la visita de Rene. Consuelo

106
107
XV

NOCHE FECUNDA

H A B Í A N SONADO LAS ONCE Y MEDIA de la noche, cuando doña


Tomasa, la pobre vieja de Pioquinto el gendarme, agitada y ansio-
sa, llamó a la puerta de la casa de Consuelito Madrigal, deseando
hablar inmediatamente con ella.
Consuelito estaba ya acostada. Ante la instancia de Tomasa se
levantó, metió los piecesillos en suaves sleepers, vistióse un quimono
e hizo entrar a la importuna. Esta, apenas se vio sola con Con-
suelito en el risueño saloncito de costura, rompió a llorar a lágrima
viva:
—¡Niña, niña de.mi alma! ¡ Y o no quiero que caiga esta maldi-
ción sobre mí y sobre mis hijos!...
Dijo, sacando de debajo del viejo y raído rebozo, el grueso rollo
de unos grandes papeles impresos. Púsolo todo en manos de Con-
suelito, con prisa, como si se estuviera quemando con ellos las
manos. Suspendió luego su llanto, cubrióse la boca con el rebozo,
y al través de sus ojos llorosos, quedóse contemplando el semblante
de Consuelo.
Esta, con calma, cogió el rollo y desplegó el primer papelote,
exclamando como quien ya sabe de qué se trata:
—¡Ah...!
Y leyó tranquilamente el título que encabezaba el largo y nutri-
do texto de letra chica.
— ¿ Y cómo vino a dar a usted esto? —preguntó Consuelito.
—¡Pioquinto, niña, Pioquinto! —respondió Tomasa—. Ya sabe
usted que es gendarme. Y ahora, después del toque de silencio, e!
Jefe le dijo: "Mañana muy temprano pegas eso en las puertas de
las iglesias. El probé dice que no sabe qué cosa es, pero que debe
ser algo muy malo contra los padrecitos y contra todos los buenos
cristianos, pues dice que los de! Gobierno estaban chacoteando, y

109
que decían: "Ahora sí se los llevó la. .. (pues ya ve usté qué — N o , usted ya puede irse a su casa —respondió Consuelito,
palabrotas traen siempre en la lengua esos indinos) a los Curas y riéndose para sus adentros—. Nomás nos encomienda a Dios. Has-
a las beatas. . ." ¡ Ay, niña! ¡Si esto ya es el infierno...! ta luego.
Y Tomasa reanudó el llanto. Luego prosiguió: —-Bpenas noches les dé Dios, niña Consuelito.
—Y el probé de Pioquinto... Ya lo conoce usted, niña; pues él, Habiendo salido Tomasa consolada y satisfecha, volvió Consuelo
su casa y su trabajo, su trabajo y su casa, ¡ dónde le van a gustar a su aposento. Cubrió su gentil cuerpo con vestidos más formales,
a él esas pendencias!, y ahí está en la casa, hecho un huérfano de echóse sobre los hombros un abrigo de estambre, y como quien
triste; porque dijo que él no quiere meterles canilla a esos malva- mata el tiempo púsose a leer aquel papel infame que Tomasa le
dos y felones. El estaba risuelto a juyirse mejor y a desertar de la llevara.
polecía; pero yo le dije que luego si lo agarraban lo afusilaban. Consuelo movía continuamente la linda cabecita en gesto de
Mejor les digo que estás enfermo, ¿ten? Y entonces él me dijo: indignación, conforme iba pasando sus ojos por aquellos párrafos.
"Mira, Tomasa, dame pues un poco de mezcal y tráeme un agua- Aquel papel era la edición oficial de la famosa Ley Penal con-
cate para que me pegue un dolor, y les vas a decir a los jefes que tra los delitos de Culto Religioso y Disciplina Eterna, promulga-
estoy en un grito". Y yo le di el mezcal con aguacate, y él decía: da por Calles el 14 de junio de 1926, documento que mostraba la
"¡Santo niño de Plateros! ¡Que me pegue pronto este dolor!" Y resolución inexorable del torpe estadista, de aplicar de un golpe
luego me dijo: "¡Bendito sea Dios, que ya me comienza!" Y aho- con todo rigor, bajo severas penas, los artículos persecutorios que
rita que lo dejé, niña, ahorita sí que lo tiene pero retejuerte: está los revolucionarios carrancistas habían consignado bolchevique-
dando unos bramidos... y yo ya les voy a avisar a los de la finca; mente en la Constitución de 1917.
pero yo pensé: "Primero le llevo los papeles a la niña Consuelito. Aquello era un monumento de infamia Consuelo no acertaba a
Ella sabe leer y escrebir y le gusta la alción social". Por eso vmp.a creer lo que sus ojos veían en la letra de la Ley, a pesar de estar
estas horas; usté me ha de perdonar, runa Consuelito, por Dios y habituada a sentir la violencia de los hechos cotidianos. Y Consue-
su Madre Santísima. lo leía y volvía a leer, comprendiendo que ella, que sus amigas,
—Bueno —respondió Consuelito, a quien no entrañaban aquellas que sus maestras, serían puestas por aquellos mandatos oficiales
heroicas ingenuidades—; lo primero es que cure a Pioquinto. Vaya en una situación de desesperación inefable:
a la Botica del Sagrado Corazón, y les pide un remedio para el —"La enseñanza-será laica..., los infractores de esta disposición
cólico; les dice que me lo apunten a mí. Estos papeles los lleva a serán castigados con multa hasta de quinientos pesos. En caso de
la Policía, y que hagan lo que quieran con ellos. Nomás déme reincidencia la multa será mayor... Corporaciones Religiosas,
tantitos... Con éstos tengo. Y usted ahora si, vaya con Dios. quinientos pesos de multa. .. Las monjas, de uno a dos años de
prisión. La Superiora, seis años de prisión... Las personas que
Salía ya Tomasa, cuando Consuelito la detuvo: induzcan a un menor de edad a hacer votos religiosos, arresto
—¡Espéreme tantito! —le dijo. mayor, aunque existan vínculo de parentesco. Ministros de cultos,
Tomasa volvió el rostro y vio a Consuelo inmóvil, pensativa. trajes especiales, multa de quinientos pesos. Ocultar bienes de la
Viola después sacudir la cabeza con resolución, y oyó que le dijo: Iglesia, dos años de cárcel. Las autoridades municipales que toleren
estos delitos, castigadas con multas de cien pesos, de mil pesos,
— L o que necesito es que haga usted una cosa.
de destitución... Esta ley será fijada en las puertas de los tem-
—A ver —respondió Tomasa plos..."
—¿Sabe dónde vive Héctor Martínez de los Ríos? El ruido de unos pasos sobre las baldosas de la calle, cambió de
—Sí, niña; p'acá, p'al lao del Estituto. pronto el rumbo de los negros pensamientos de Consuelo. Los pa-
—Bueno, pues va ahora mismo, y le dice a Héctor que yó, sos se perdieron, pero el nuevo pensamiento la avasalló. Retiró su
Consuelo Madrigal, lo necesito, que venga inmediatamente y me mirada de aquellas letras rojas y negras, colores de la bandera
toque la última ventana. bolchevique, para ponerlas en una faz de aquella escena que ella
—¡Válgame Dios, niña! ¡Qué irá a pasar! no había examinado y que era necesario considerar y meditar muy
bien. El hecho desnudo era éste: que ella, Consuelo Madrigal,
— L o que Dios quiera, pero usted vayase luego. mandaba llamar a su ventana, casi al filo de la media noche, a
—Y ¿vengo yo también con don Héctor? Héctor Martínez de los Ríos. Aquella cita, sin duda, estaba per-

110 111
Eran precisamente todos estos precedentes psicológicos los que la
rectamente justificada por un fin nobilísimo; pero ella era una
inquietaban en aquellos largos momentos de espera: ¿Qué idea
mujer, rica y hermosa, y a una tal mujer no sentaba bien el llamar
iría a formarse de ella el mismo Héctor? Pero antes que esto, cabía
a la ventana a un joven que, en verdad, comenzaba a trastornarle
preguntarse: ¿Habrías* ya dado cuenta cierta Héctor de lo que
tiernamente la cabeza.
ella sentía y pensaba?
Consuelo midió de un vuelo, que si aquella entrevista podía ser
Es evidente que siendo Héctor quien era, no escapaban del
de graves consecuencias en el orden social y político de aquellos
ámbito de sus observaciones las cosas que miraran a su propia
aciagos tiempos, podía también ser de graves resultados para su
persona y corazón. Hombre de granito, al parecer, cerrado para el
corazón de mujer y para su nítida fama de ricahembra. Pues ahí,
amor, no dejaba de entrever, sin embargo, que Consuelo, la mu-
en la soledad de la estancia, iluminada por un dulcísimo velador
chacha de actualidad, tenía siempre para él especiales distinciones,
azul pálido, su propio corazón le revelaba a gritos una luminosa
elogias en ausencia y rabillos de ojos en presencia. Habían también
verdad que ella sentía de tiempo atrás esculpida en sus entrañas.
llegado a sus oídos hablillas suavísimas contra Soberón, y cuentos
No había que dudarlo. La figura de Héctor había tomado para de calle, que en resumen decían:
ella un carácter especial. Aquel hombre joven, férreo, que ella vio —Pero, tonto, ¿no te das cuenta de que Consuelo te quiere?
erguirse frente al lecho de Soledad cuando el atentado del Colegio
Mas, a pesar del ambiente, Héctor permanecía impertérrito, frío,
Teresiano, había dejado en ella una impresión profundísima. Ha-
indiferente, incrédulo.
bía ella querido al principio hundir en la inconsciencia la admira-
ción que aquel muchacho le inspiraba. Quiso después explicarse el Aquella noche, no obstante, sintió una hoja de acero en las
fenómeno, mirando en él tan sólo al hijo amoroso, cuando más al entrañas cuando la mujer de Pioquinto le llevó de golpe y porrazo
aquel maravilloso recado. Y obedeció al llamado, ¡cómo no iba a
joven de empuje y de ideal, si acaso, al héroe de posibles epopeyas
obedecer!, echando de ver, durante el precipitado trayecto, que
futuras que ella misma no acertaba ni le importaba precisar. J?ero
el granito de su corazón no era ya tan refractario a un sincero y
la verdad era que por sobre aquellos grados escrupulosamente
suave cariño de amigo, nada más, de una linda joven. Llegó a la
marcados, aquella figura de adolescente alto y macizo, de cabellos casa, y se asustó sin saber por qué. Al fin, casi temblando, dio
recios, de ojos enérgicos, de ceño fruncido y de músculos formida- tres suaves golpes en la ventana designada, golpes imperceptibles,
bles que se adivinaban en la crispatura de sus puños herméticos, sí, pero que retumbaron como mazos de batán sobre el sensible y
el corazón de Consuelo había encontrado cierta delectación no agitado corazoncito que se escalofriaba allá dentro... ¡Noche de-
aprendida, cierto gustillo y sabor no conocidos. Y decididamente, sierta y rica! ¡Luna espléndida! Todo lo que rodeaba a Héctor
pensó en él, mucho, muchísimo, y lo recordó y lo tuvo presente en estaba sumergido en una atmósfera deliciosa de poética ventura.
la pantalla de sus pensamientos a todas horas, en todas partes, En medio del silencio majestuoso de la noche memorable, sólo tur-
despierta, dormida. .. Los primeros días, como quien repite dis- bado por los aspavientos de su propio corazón, Héctor escuchó
traídamente una canción monótona; a la semana siguiente, como dentro de la ventana el ruido augural de una mesilla removida,
quien acaricia a una linda criatura ajena; después, como quien tras él un delicado chasquido de cerrojo pequeño que se corre y el
suspira por una cosa aún prohibida, y por último, durante meses lamento suavísimo de un postigo que se abre. Héctor abrió tamaños
enteros, como quien entroniza a un ángel luminoso y potente, con ojotes de liebre, para absorber de un golpe la imagen esperada.
la cruel fruición, dura y vengativa, de derribar y hacer añicos a un Tinieblas en el interior. De pronto, entre la espuma de la blanca
anterior ídolo incoloro: ¡ Pepe Soberón! chalina de estambres sedosos, el rostro suavísimo de Consuelo,
aquella Consuelo de los ojazos negros que mataban con el manojillo
Aquella noche de las urgentes revisiones, Consuelo repitió su de flechas de sus pestañas. ..
paralelo favorito. Pepe, riquillo majadero; Héctor, modesto, pero
distinguido y laborioso. Pepe era un perdido mediocre; Héctor era Héctor, por lo pronto, perdió el control de sí mismo, y se agarró
un joven honrado y digno. Pepe, un merengue, un bobo; Héc- a los hierros como un atarantado.
tor, un atleta, un hombre. En suma, Pepe era el ídolo incoloro, y Pero un hábil golpe de remo de Consuelo le hizo volver en sí,
Héctor era el ángel luminoso y potente. Consuelo ratificaba las ricas volviéndola también a ella.
calabazas que había aderezado a Pepe, y se gozaba en sentirse — ¡ P o r Dios, Héctor! Usted juzgúeme como quiera; pero per-
esbelta y libre como alondra, bogando con delicia por el cielo de
dóneme y óigame.
ese período de postulantado que precede a un noviazgo nuevo,
—A las órdenes, Consuelito.
seguro ya, fatal, inevitable.
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Héctor 8
— A l grano, pues.
Y volcando en el vacío el cuerno abundante de sus posibles ¿Fue por obra de encantamiento? ¿Fue por arte de brujería?
felicidades, chasqueando de paso a las estrellitas del cielo que la Ello es que a la una y media de la mañana de aquel día 20 de
atisban. entróse en la escueta y fastidiosa materia, y refirió a Héc- julio de 1926 estaban en sesión plena los jóvenes de la A.C.J.M.
tor lo de la comisión que Pioquinto el gendarme había recibido. en su cuchitril de la calle del Gorrero, las Directivas de los diversos
Sindicatos en una casa de los arrabales, las dirigentes de la Unión
— L o que urge —prosiguió Consuelo— es que esto no nos coja
de Damas Católicas en la casa misma de Consuelito, presididas por
desprevenidos. Cuando aparezca la Ley fijada en las esquinas,
su tía, y en el despacho de Guillermo López se instalaban Héctor
nosotros debemos estar organizados. Hace tres meses tenemos el
y don Luis, abriendo paquetes, desarrollando proclamas y revol-
material de propaganda de la Liga Defensora de la Libertad
viendo listas. A las tres de la mañana, comisiones de jóvenes vaga-
Religiosa, y esa Liga no aparece más que en el escritorio de usted
ban por todos los barrios de la ciudad, solicitando las adhesiones
y de dos o tres amigos de porra. No sé qué les pasa a ustedes
de los católicos ciudadanos a la Liga Defensora de la Libertad
ío» hombres. .. ¿ N o le parece, Héctor, que se ha perdido tiempo?
Religiosa. A las cuatro de la mañana, la Chata de la fonda estaba
—Muy cierto, Consuelito; pero no se perderá más.
llenando de atole de pegamento veinte grandes botes, que otros
—Eso quiero precisamente. Y por eso llamé a usted, y no a
tantos obreros sacaban a la calle. A las cinco en todas las esquinas
otro, y por eso lo llamé esta misma noche y no me esperé hasta
aparecía la proclama gigantesca de la Liga Defensora, que por
mañana. ( H a y que lanzarnos! Y si ustedes tienen miedo, nomás
primera vez en" el siglo, empujaba a los católicos a organizarse y
dígannos a las mujeres y nosotras trabajaremos.
a trabajar en pro de su libertad, quince mil ciudadanos quedaban
Sonrió Héctor ante la diatriba. Sacó luego el reloj, y buscando organizados de acuerdo con el plan de la Liga que ya abrazaba a
el mejor reflejo de las diversas luces nocturnas: todos los de las otras provincias, y a la misma hora, por todas las
—Faltan —dijo— cinco minutos para las doce de la noche. La garitas de la ciudad, ya en automóvil, ya en bicicleta, ya a caballo,
una, las dos, las tres... ¡ para las cinco de la mañana verá .usted, salían jóvenes de la A.C.J.M. cargados de proclamas y de fichas
Consuelito, cómo trabajamos los hombres mientras duermen las de adhesión, para ir a hacer vibrar los pechos de todos los católicos
mujeres! del campo y de los pueblos chicos al unísono de ese puñado de
—¡Chóquela! —respondió Consuelito, tendiendo su mano blan- católicos viriles que en la antigua ciudad de los aztecas, osaba er-
quísima y estrechando la férrea de Héctor—. Y para que vea si guirse ante los eternos tiranos del México honrado.
las mujeres dormimos, mientras los hombres velan por estas cosas,
espéreme un poco en el zaguán y le probaré lo que es la mujer Y a las seis de la mañana, cuando el relente de la madrugada
mexicana. hace a los rufianes sacudir la modorra de la crápula y de la orgía,
Dos minutos después Consuelo estaba a la puerta de la calle. Un a esa hora, los oficiales de la Inspección se encontraron con que
abrigo oscuro envolvía su cuerpo, y una bufanda de seda se enros- en vez de la ley Calles que ellos esperaban frotándose las manos,
caba a su cuello. Cogió a Héctor confiadamente por el brazo, y le retemblaba en las esquinas el verbo de la Liga Defensora que lla-
dijo: maba a la acción a dieciséis millones de católicos mexicanos...
—¡Vamos!
Una onda de entusiasmo envolvió a todos los habitantes de la
— ¿ A dónde? —preguntó Héctor.
ciudad, y un pánico indescriptible se sintió en cuarteles, comisarías
—A llevarle gallo a ese dormilón de Guillermo López. y dependencias oficiales. El Jefe militar de la Plaza hizo montar
Y por eso Guillermo López, el distinguido joven abogado y Pre- guardia doble. Cruzáronse nerviosos telefonemas del Palacio de
sidente de la Juventud Católica, al asomarse al balcón para ver Gobierno al cuartel y del cuartel a la Inspección de Policía, mien-
quién daba aquellos tremendos aldabonazos a media noche, distin- tras la gente del pueblo comentaba misteriosamente tantas idas y
guió entre las penumbras dos simpáticos pichones, y oyó la bien venidas, y las mujeres del mercado, lavando los trastos del "menu-
timbrada voz de Consuelo que le saludó en perfecto inglés corí las do", se animaban las unas a las otras con palabras más o menos
palabras del general Pittman, que el mismo López había incrustado comedidas, a trabajar como buenas en la nueva organización que
en un discurso memorable: aparecía pujante y arrolladóra.
—Up! Up¡... Pusch onward!
—¡Arriba! ¡Arriba! ¡Es la hora de ordenar el avance! Pero aquel alboroto de los buenos presentó un matiz trágico,
cuando cerca de las diez de la mañana corrió por la ciudad la
noticia desconcertante. Consuelito Madrigal y su tía habían sido
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Y volviéndose a la multitud, añade:
sacadas de su casa con grande aparato de fuerza y estaban dete- —¿Verdad, mujeres?
nidas en el cuartel de la Jefatura de Operaciones. — ¡ S í ! —contestaron frenéticas las trescientas voces dilacerantes.
Nunca se hubiera sabido... Porque poca sustancia llevaba ape- Y entre los aplausos de aquella multitud enajenada, que se re-
nas el diálogo del General Ortuzar con Consuelito; no acertaba producía de calle en calle y de esquina en esquina, llegó Consuelo
éste a redondear el párrafo en que cortésmente, en verdad, pedía nasta su casa en donde la esperaban con los brazos abiertos un
a Consuelito no patrocinara más la propaganda de la Liga, cuan- sinnúmero de buenas amigas, todas guapas, elegantes, festivas y
do sin decir agua va, un pelotón hirviente de más de trescientas bullangueras:
mujeres, pobres en su mayor parte, llegó de sopetón al cuartel y
por puertas y ventanas pidió a gritos la libertad de Consuelito. — ¡ V i v a Consuelito Madrigal!
El General no se la esperaba tan gorda y tan de improviso. — ¡ Viva!
Sorprendido por una irrupción sui generis, no encontró otro re- —¡Arriba, muchachas!
curso que rogar a Consuelito calmara aquellos pechos acalorados. —¡ Arribaaa!
Y Consuelito, tranquila y sonriente, saüó al zaguán y desde el alto
umbral, hecha una Reina de Saba, tendió su brazo, y sonriendo
con malicia, dijo:
— N o tengan cuidado. Ya sabe el General que por ahora no
hay peligro. A mí no me pasará nada tampoco.
—¡Que salga el General y que la dé libre. . . ! —tronó un grito
estentóreo de una vendedora de camote...
—¡Que salga.. .! —corearon todas las simpáticas hembra*.con
voz dilacerante.
Y Ortuzar salió y, tartamudeando, dijo a la multitud estas sen-
cillas palabras:
—¡ Sí señoras! La señorita Madrigal y la señora, su tía, están
enteramente Ubres.
Y haciendo una inclinación a Consuelito se metió a su cuartel
más corrido que una liebre. La tempestad de aplausos y de acla-
maciones se desencadenó en la calle.
— ¡ V i v a Consuelito! —volvió a gritar la camotera.
—¡Vivaaa!
De pronto, a codazos y empujones se abrió paso entre la apreta-
da y bullente muchedumbre, una tosca y vulgar mujer: era la
Chata de la fonda que logró llegar hasta Consuelito, y presentán-
dole algo que llevaba cubierto en el «delantal, le dice, con el acento
más suplicante del mundo:
—Niña, tómese estas enchiladitas que le llevaba yo a la prisión.
Y en un gesto de demócrata finísima con dos deditos apenas,
tomó Consuelo una enchilada roja y caliente como la sangre de
aquella turba y comenzó a engullirla sabrosamente en medio de la
más entusiasta algazara de sus ingenuas admiradoras.
Una viejecita temblorosa se acercó entonces también a Con-
suelo.
—Niña —le dijo—, déjeme besarle la mano. Y cuando guste,
nomás háblenos.
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116
XVI

EN LA ARENA

N o CABÍA DUDA. El entusiasmo de la gente católica cundía y se


acrecentaba que era una maravilla. Todas las alegrías, todos los
optimismos anidaban en aquella gente buena sin distinción de
clases, al ir teniendo más clara idea de lo que vale la organización,
y al ir meditando en la seriedad y madurez, la legitimidad, la
necesidad y la fuerza de esa nueva entidad que se llamaba la Liga
Defensora de la Libertad Religiosa de México.
Era ésta una vasta organización cívica nacida al fuego de la
persecución religiosa, en el seno de los hombres más ilustres y
activos del campo de la acción social católica. Su fin era unir a
los católicos de México; instruirlos y dirigirlos para hacerlos opo-
ner a los eternos perseguidores un frente único y solidísimo. Eran
sus postulados ios de sana libertad para la gente honrada. Sus
medios serían todos los que cupieran en las leyes civiles, y para ser
sinceros, cuando éstos no bastaran, todos los que las circunstancias
fueran señalando.
Un fin ansiado por todos y unos medios que denunciaban ente-
reza y decisión no podían menos de traer en apoyo o al lado de
semejante organización todas las fuerzas vivas católicas. La Jerar-
quía eclesiástica no hallaba nada que pudiera reprobarse en su
programa. Las instituciones sociales, como los Caballeros de Colón,
la Juventud Católica, las Damas Católicas, los Sindicatos Católicos,
desempeñaban gustosas la parte del programa de la Liga que cu-
piera en sus propios estatutos, y las Congregaciones piadosas y hasta
las tímidas monjitas rezaban a todas horas "por los miembros y
por el éxito de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa", que
todos miraban como un producto providencial en el momento de
los desalientos supremos.
Podía, pues, el Comité Directivo de la Capital de la República
enorgullecerse de tener a todo un pueblo pendiente de sus labios

119
y dispuesto a obrar disciplinadamente en la forma que se le orde- mité directivo, confiando en la base católica de todos sus afiliados,
nara. que lo era todo México, tomó su resolución suprema, y decretó el
boycot económico social en toda la extensión de la República, para
Corría, a la sazón, la segunda quincena del mes de julio de!
hacer sentir al Gobierno de una manera efectiva la fuerza y el
año 1926. La famosa ley Calles estaba ya dada, y desde el primero ,
de agosto quedaría suprimido en todo México cualquier disimulo disgusto de la totalidad católica.
o tolerancia de los artículos persecutorios de la Constitución de Por diversos conductos llegó a Zacatecas la tremenda resolución
1917. de la Liga. Hcctor. Consuelo y otros católicos notables recibieron
copias de las circulares y órdenes enviadas por Ja Liga a todos
Los treinta y ocho Obispos de la República se reunían en la
sus subditos. La orden del día era propagar la idea del boycot
capital de la misma a estudiar y resolver la actitud que debía asu-
gereral y hacerla cumplir con energía por todos los católicos.
mirse en estas circunstancias únicas. La nueva ley, en efecto, pre-
sentaba para ellos una nota especialísima. La Constitución piotestaba El boycot, fundado precisamente en el hecho de que la vida
desconocer toda personalidad a la Iglesia y entenderse directamente del país depende de les honrados y laboriosos católicos que forman
con los sacerdotes que debían quedar, según la misma ley, entera- el 95 por 100 de la ixiblación total, tendía a provocar una crisis
mente sujetos a todo lo que el Gobierno dictaminara en cuestión económico y social que hiciera sentir al Gobierno la vehemente
de cultos. Una vez entrometido el Gobierno civil, exigía que cada aspiración del pueblo mexicano, de amar y servir libremente a su
sacerdote encargado de un templo se registrara ante el Municipio. Dios, y de educar cristianamente a sus hijos. Según el decreto de
El aceptar tal inscripción significaba en la conciencia del Episco- la Liga, desde el día 31 de julio de 1926, en que la ley Calles
pado el reconocer que el poder civil podía dictar a los sacerdotes comenzaba a regir y en que el culto público automáticamente iba
leyes sobre materia religiosa. Y esto no podía tolerar todo un '< a cesar, todos los católicos de. México deberían abstenerse de tea-
Episcopado digno e intachable, como lo es el mexicano. Con un tros, de paseos, de fiestas. Ningún católico debía comprar más de lo
tino, pues, admirable, encontró el Episcopado la solución/ más estrictamente necesario. Vestidos, adornos, golosinas, viandas de
suave del horrible conflicto que en su conciencia provocaba aquel lujo: todo sería suprimido en los presupuestos domésticos. Ferro-
sencillo renglón del artículo 130. ¿Se exigía el registro para los carriles automóviles, tranvías todos los medios de comunicación
sacerdotes que ejercieran en los templos públicos? ¿Ese registro no debían quedar desairados. En suma, todo había de irse a pique,
podía aceptarse? Pues entonces el Episcopado ordenaba a los sacer- hiriendo de retache al Gobierno hasta hacerlo pedir misericordia
dotes se abstuvieran de ejercer en los templos públicos en los cuales y obligarlo a reformar las leyes dictadas contra la vida económica,
había metido la zarpa el poder civil. Los sacerdotes seguirían ejer- política, social y doméstica de los católicos.
ciendo en privado su ministerio sin contravenir ya ninguna ley y Aquellos días fueron memorables. La noticia de la próxima
evitando así el quedar atrapados por el Estado. suspensión del culto convirtió más almas que la más fervorosa
misión de Padres Franciscanos. Hombres maduros y viejos achaco-
Pero esta solución tan sin estridencia, tan equitativa, tan sencilla
sos buscaban sacerdotes para hacer la primera confesión de su vida.
y, por otra parte, tan obligatoria, significaba en la práctica un-
Las iglesias reventaban de gente. Todos pedían los Sacramentos.
hecho de trascendental importancia. Por primera vez en la historia
de la Iglesia se suspendería el culto sacerdotal en todas las igle- Aquí, los novios, el matrimonio; ahí, los niños, el bautismo. T o -
sias de toda una nación, y esto no podía menos de conmover profun- dos, la Comunión. En la Catedral, el Obispado no cesaba durante
damente la opinión pública y llamar infaliblemente la atención 'tres días de dar el crisma a millares y millares de niños.
del mundo entero, sobre la horrible situación que de años atrás Al mismo tiempo que aquel mar de fieles entraba en ebullición,
afligía al Episcopado, al clero y a los católicos de México bajo la las hojas de propaganda del boycot llovían continuamente sobre
férula de los socialistas radicales. casas e iglesias, sobre calles y plazas. Todos el mundo se mostraba,
al leerlas, fervoroso, resuelto, valiente. ¡El boycot! ¡Era poco!
En tal estado de cosas, la Liga Defensora de la Libertad Reli-
Más que fuera; todos estaban dispuestos a cumplir.
giosa comprendió que aquella actitud del Episcopado meramente
negativa, no la disculpaba a ella de entrar ya en acción firme y Amaneció, por fin, el día 31 de julio. Nunca iluminó el sol
decidida. Toda la fuerza de dicha Liga estribaba en la discipli- una nación más desolada. Semejaba que sobre aquel país se tendía
na de sus miembros. Era cierto que no se habían hecho aún ensayos el hielo de una maldición pavorosa. .. La ciudad, teatro de nues-
de acción conjunta; pero también lo era que no se podía ya perder tros acontecimientos, no podía menos de participar de la lúgubre
un solo momento en entrenamientos y evoluciones. Por eso el Co- impresión de toda la República.

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Aquella mañana ninguna puerta se abrió. Nadie salió a regar —Pues qué —preguntó Héctor—, ¿de veras se está sintiendo el
ni a barrer la acera de la calle. Sobre las enhiestas torres de las boycot?
iglesias, las campanas se encerraban en un mutismo desolador. Eran — N o sé si se siente o no. Lo cierto es que ningún banco quiere
lenguas mudas y secas en esqueletos gigantes. Sólo las escoltas prestar y aquí no nos ha caído nada. Viene ya la fecha de las
de soldados rondaban las calles, con el fusil preparado sobre el contribuciones y no vamos a tener con qué pagar.
muslo, dispuestos a reprimir cualquier testimonio de la justa indig-
Al oír estas lamentaciones sonrieron entre sí Héctor y don Luis.
nación popular, en tanto que en las esquinas aparecían estampados,
Aquella cruel sonrisa de triunfo incipiente se traducía en estas pa-
en letras negras y rojas, como una sarta de blasfemias, los treinta
labras:
y tres artículos de la ley sacrilega que "reglamentaba el culto y la
disciplina religiosa". —¡ Friégate tú junto con el Gobierno!
Hasta muy entrado el día comenzaron a transitar por las calles Naturalmente que ni al Presidente Calles ni a ninguno de sus
empleados y empleadas. En todas las solapas de las levitas se dis- autómatas subalternos les olió a ámbar la primera polvareda del
tinguía algún distintivo de organización católica. Las mujeres ves- boycot de los católicos. El mundo oficial recibió la consigna de
tían de luto, ostentando en sus henchidos pechos medallas o cruces mantenerse tieso, de sonreír despreciativamente ante el famoso
vistosas. Todo el mundo hacía gala de su catolicismo. boycot, pero de temerlo seriamente, de deshacerlo y combatirlo
como se pudiera y, sobre todo, de reprimir sin miramientos ningu-
La tía de Consuelo, y como ella casi todas las familias ricas de nos, manu militan, toda propaganda y hasta conato de propaganda
la ciudad, mandó aquel mismo día cortar la instalación de luz del dicho boycot
eléctrica, quitar el teléfono, entregar las placas de los automóviles
y cancelar el pedido de vinos españoles y de cereales americanos ¿Y cómo no temerlo, si la resultante del boycot general, medida
que había tratado con Soberón. Soledad, la madre de Héctor, y pesada por el Gobierno mismo, era de caracteres pavorosos? Las
redujo él presupuesto hasta lo increíble. Quesos, dulces, frutas grandes casas de comercio amenazaban cerrarse, los teatros se de-
mantequillas desaparecieron de la mesa. Y, como ella, la gente rrumbaban, las sociedades de espectáculos se declaraban en quie-
toda de la clase media se dio a la nueva vida de economía. De la bra, los bancos comenzaban a suspender sus operaciones, el capital
gente pobre es poco lo que se diga: su fidelidad y exactitud en el se escondía como por encanto, y la empresa extranjera se replegaba
boycot fue sencillamente heroica. llena de zozobra. Para socialistas de hueso colorado imbuidos en
el materialismo histórico de Marx, no era muy difícil predecir y
No hubo mucho que esperar. Aquella misma noche todos los prever los estragos de aquella máquina de guerra sin ruido, em-
salones de cine quedaron desiertos. La serenata pública, desairada. plazada en el terreno económico.
Los tranvías corrieron inútilmente. Los coches y automóviles se
Un recado del Jefe Local de la Liga de Defensa advirtió a
aburrían en sus sitios, y los empleados de comercio se pasaron el
Consuelito del creciente peligro que la propaganda entrañaba. Las
día espantándose las moscas, que los creían muertos. bodegas de la casa de Consuelo eran un verdadero arsenal. Como
Cinco días bastaron para hacer comprender a los ciegos lo que era seguro que las imprentas serían incautadas después de algunos
el boycot significaba. Y fue el primer sujeto de clarividencia don días, se había hecho el aprovechamiento para sostener la propa-
Carlos Soberón, el capitalista que comenzó por sentir frío el estó- ganda intensa siquiera los primeros tres meses.
mago, al ver que su ruidoso almacén se convertía en la soledad de Uno de esos días de general excitación se presentó Héctor a
la Tebaida; perdió a los tres días el apetito al confirmar que no inspeccionar la propaganda que Consuelo había reunido. Sacos
aparecía en su tienda un marchante ni para remedio; comenzó a enteros y más sacos, y barriles y toneles estaban llenos con hojitas
halarse los pelos al recibir cartas de todos los pueblos en que sus de todos tamaños: "Católicos! ¡ E l boycot nos dará la victoria!"
clientes le rogaban la cancelación de los pedidos, pues el boycot "¡Católicos, no compren nada!" "¡Adelante con el boycot!" Estas
asolaba todos los rincones, y acabó por desesperarse al ver llegar y otras frases lapidarias aparecían en los millares y millares de
la fecha de vencimiento de una letra de cuatro mil pesos, en los papeles encerrados en paquetes, destinados a mantener firme y
precisos momentos en que el numerario brillaba por su ausencia constante la resistencia católica.
en la caja fuerte.
Y sucedió lo que era de esperarse. El rico Soberón, atorzonado
—¡Esta sí es buena! —dijo encarándose con Héctor—. Ustedes por el boycot, se puso a chillar ante su robusta mujer, sus hijas
van a arruinar a la República. enclenques y su hijo Pepe, incoloro, inodoro, insípido. Este, herido

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en el corazón por la ardiente amistad y comunión de miras entre ley. En esa atmósfera de compasión impotente se envolvieron aque-
lla mañana y aquel mediodía y aquella tarde. De pronto, la tristeza
Héctor y Consuelo, hizo notar al rico que era precisamente Héctor
compasiva de todos los buenos se convirtió en horrible zozobra y
el jefe de toda aquella desgraciada conspiración. En fin, entre
temor. El periódico de la ciudad comunicaba que esc mismo día
lamentos inoportunos e indiscreciones culpables hicieron llegar el
14 de agosto de 1926 habían sido fusilados en Chalchihuites, a
cuento hasta la Jefatura de Operaciones, denunciando a Héctor unos cuantos kilómetros de Zacatecas, los jóvenes Manuel Morales,
como cabeza que en aquella región dirigía la resistencia católica. David Roldan y Salvador Lara, juntamente con el Cura don Luis
El Jefe de las Operaciones no perdió tiempo. Sus trabajos ante- Batis, que pretendió defenderlos. El periódico añadía que el Go-
riores, como la detención del Deán de la Catedral, el cateo de las bierno se mostraría implacable en toda la República.
oficinas eclesiásticas y domicilios sacerdotales habían sido infruc-
tuosos, pues no había sido descubierto el arsenal de aquella pólvora Al leer Consuelo la noticia, sintió en el alma el hielo de un
inofensiva que socavaba los pies de barro del coloso bolchevique. supremo terror. Aquellos jóvenes eran los comisionados de la Liga
La denuncia valía, pues, más de lo que pesaba. Y no fue poco el a quienes tres días antes el mismo Héctor escribía saludándolos
susto que se llevó Soledad Martínez de los Ríos al ver llegar a y animándolos. .. Esa misma noche, Consuelo y Soledad, madre y
su casa un piquete de soldados que, sin pedir permiso a nadie, amiga, pálidas como mármoles de Paros, llegaron medrosamente
revisó pieza por pieza todos los armarios, roperos, cajas y baúles al cuartel. Preguntaron. Nadie les contestó nada. Muy noche, ya
hasta las bodegas, hasta el gallinero, buscando instrumentos de muy noche, se les avisó que Héctor ya no estaba allí.
delito. Un chiquillo de las Vanguardias de la A.C.J.M., que pasaba Y aquella noticia, que nadie quiso comentar, quedó clavada en
por la casa de Héctor, lo comprendió todo, y a carrera abierta llegó el corazón de entrambas, como una estocada que hiere y no mata,
al almacén de Soberón preguntando por Héctor. No estaba ahí. por hundir al espíritu en un infierno de incertidumbre horrenda...
El chiquillo voló a la casa de Guillermo López y lo informó de !o
que había visto. e
~ Volvió Consuelo a su casa, triste y desolada. H é c t o r . . . tan no-
ble tan valiente.. . tan bello. . . ¿ dónde estaba? Un fantasma de
Bien adiestrados estaban ya para esas emergencias los diversos luto, un fantasma de sangre, duro y porfiado, se aferraba a su
organismos católicos, porque unos minutos más tarde un grupo de mente como una obsesión...
muchachos rompía de un puñetazo un vidrio del tragaluz que caía Consuelo sacudía su linda cabecita para ahuyentar aquel trasgo
sobre las bodegas en que Héctor y Consuelo revisaban los sacos de siniestro, en cuyo derredor danzaban las sombras ensangrentadas
paquetes. Unas cuerdas caían del tragaluz y volvían a subir, tirantes de las victimas de Chalchihuites, primicias inocentes de la heca-
y temblorosas, con los pesados sacos colgando de los extremos. En tombe. La frente ardiente, las sienes palpitantes, las rodillas tem-
la misma azotea aquella propaganda se distribuía, y media hora blorosas, arrancada del ambiente de la alcoba que le rodeaba,
después el arsenal católico estaba distribuido en más de trescientos Consuelo se acercó a la cama. ¿Dormir? ¡Quién piensa en dormir!
o cuatrocientos rincones distintos, los más ignorados y enredados en Maquinalmente, sin embargo, levantó los esponjados almohadones
la ciudad. Y cuando los soldados llegaron a la casa de Consuelo, y corrió las niveas sábanas ornamentadas de ricos bordados. Al
creyendo encontrar a ella y a Héctor con las marros en la masa, correrlas, su mano pálida tropezó con un objeto extraño. Lo miró.
los hallaron conversando tranquilamente frente a su tía, en el sa-
Lo cogió. ¡Vaya! Una caja de fósforos. ¿Quién la habría puesto
loncito de recibo. El cateo fue inútil: estaba a salvo el material
ahí? Instintivamente Consuelo miró hacia la ventana que había
de propaganda intensa para algunos «íeses.
estado abierta y como impulsada por un pensamiento nuevo, abrió
¡Pero Héctor estaba perdido! la cajilla de fósforos con ansia febril... ¡Sí! ¡ U n papel!... ¡ Un
papel de cajetilla de cigarros! ¡Estaba escrito! Consuelo lo desdo-
De la casa misma de Consuelo fue sacado el intachable joven.
bló temblando... ¡¡Héctor!! Consuelo leyó el papel con ansia,
Por medio de la calle, rodeado de soldados, como un criminal fue
con voracidad, y lo volvió a leer con mayor voracidad y con mayor
conducido. Y fue internado en una accesoria de la Jefatura de
ansia, y lo leyó por tercera vez con los ojos bien abiertos, y
Operaciones, con guardias de vista y rigurosamente incomunicado.
entonces crispó los dedos estrujando entre ellos el recado miste-
Un gran número de personas pidieron permiso para visitar al rioso; se cogió del bronce de la cama, porque sintió que el pavi-
prisionero; pero fueron todas rechazadas. Una comisión de señori- mento se movía, que el techo, de un golpe, se venía abajo; sintió,
tas quiso interceder por él, pero fueron todas detenidas a la puerta. por último, como un golpe de metralla que estallaba en su cerebro
Algunos abogados solicitaron permiso de hacer la defensa, pero haciéndole añicos la nuca delicada, y cayó sin fuerzas y sin aliento
los militares no estaban dispuestos a entrar en melindres con la

124 125
sobre el blanco lecho, que la recibió con la misericordia de un nido
de plumas... Todavía la linda mujer se incorporó de nuevo y ten-
diendo su mano hacia el vacío, con los labios trémulos y quebrada
la mirada bajo el bosque de sus pestañas largas y sedosas, como
una alucinada, como una enajenada, exclamó:
—¡Héctor! ¡Héctor, amor mío! ¡Déjame recoger tu sangre ben-
dita! ¡Déjame abrazar tu cuerpo ensangrentado para resucitarte a
besos...!
Dijo, y rompió a llorar como un ángel del dolor en medio de
una noche de tristezas profundas...

r-

126
L I B R O S E G U N D O

XVII

SANGRE QUE C L A M A

L A MANO DE Dios cortó la cumbre de la montaña, y sobre la alta


planicie tendió las inocencias 6*6 un pueblo...
Por el callejón fresco y sombrío, hundido entre la masa fiera de
las rocas, custodiado de trecho en trecho por grupos de gigantescos
pinos y ornamentado por cortinajes de madreselvas y de hiedras
perennes, caminan dos jinetes en sendos caballos.
Pobres y flacas parecen las cabalgaduras, flacos y pobres el
cuerpo y el espíritu de ambos caminantes, que divisan ya las pri-
meras casas de madera que llenan la meseta formando el pueblo
de Paracho. En vano el rico ambiente saturado de vida y esplen-
dor, fresco y henchido como pecho de madre, les consuela con su
caricia reconfortante. En vano cantan las aves ricas tonadillas
picarescas. Los dos hombres parecen arrancados de cuajo de aquel
seno ardiente y trasladados a la atmósfera triste y desconsoladora
del camino de Emaús.
En aquel cuerpo seco y largo, vestido de amplio saco de dril y
de ajustado pantalón de "panilla"; en aquella cabecilla de blanco
sucio y en los ricillos canosos que escapan por debajo del enorme
sombrero ancho, pueden los viajeros de Uruapan y Zamora reco-
nocer al santo Cura de Paracho. En las calzoneras de cuero y en
la pechera de lo mismo, en la hirsuta barba negra y enmarañada,
a don Tomás Anzures, el compadre del Cura.
Un suave cuartazo de don Tomás sobre el caballo da nueva in-
troducción a un diálogo quizá interrumpido.
Es la tarde del 10 de septiembre de 1926. La horrible pesadilla
mexicana comienza a tomar proporciones de horror indecible. El

127
aquí en Zamora, a dos jóvenes: Manuel Melgarejo y Joaquín Silva.
pacífico boycot de los católicos y la suspensión del culto público
ordenada por los Obispos, hacen al Gobierno sentirse burlado y Si ahora me descubren, nos matan, nos matan, don Tomás.
desafiado por sus mismas víctimas inermes. La hora suprema ha —Pues casualmente eso es lo que me hace hablar, señor Cura.
llegado. Si la ley persecutoria no basta a domeñar la vitalidad ca- Esto es ya insoportable, esto no es vida esto no es patria. .. ¿Quién
tólica, y si los sacerdotes practicando sus ministerios privadamente, ha puesto en las manos de éstos todas nuestras cosas? ¿Quién les
aunque no violen las leyes, prometen prolongar indefinidamente su ha abierto la puerta de nuestros hogares? ¿Quién les ha dado la
vida y sus labores, es preciso para el Gobierno romper con los es- llave de nuestras vidas? ¡Nadie! ¡Nadie! Lo han cogido todo,
crúpulos de la ley, y hacer pasar el carro triturador sobre los medro- porque son audaces, porque son atrevidos. Porque nos miran azo-
sos desobedientes. El famoso mensaje de "fusílelos" ha comenzado rrillados, porque nos' semblantean temblorosos... Y no se sacian,
a repetirse horriblemente. no se llenan. Ya no les basta el dinero que nos arrancan por
Después de la muerte del señor Farfán, en Puebla; de Melgarejo contribuciones y por multas, desde que amanece hasta que ano-
y Silva, en Zamora; de los jóvenes de Chalchihuites, de las seño- chece. Ya no les saben los negocios que hacen con sus enjuagues de
ritas de Colima, todo el mundo ha comprendido que en el alcázar política. No, ahora se vuelven el mismo demonio, y quieren barrer
de ChapuUepec ha resonado la escalofriante orden del día: " ¡ L o s con la Santa Iglesia y con Nuestro Señor, y ya cogieron el freno,
cristianos a las fieras!" ya no se arriendan, señor Cura; quieren acabarnos y están decididos
a hacerlo, están -resueltos a hacernos polvo, a hacemos cisco, sólo
En toda la extensión de la República son buscados y encarce-
porque sernos honrados, sólo porque sernos cristianos de nacencia. ..
lados los sacerdotes que celebran misa privadamente, y la propa-
ganda del boycot es castigada ya con la muerte, sin formación —¡Cállese, por Dios, compadrito; cállese! —repetía con angus-
de causa. tia el sacerdote, mirando hacia todos los lados por temor a algún
Es la implantación del terror. Y esa horrible zozobra, esa cons- testigo.
ternación que se aferra tenaz en todos los espíritus, es la que, ape- — Y o creo, mi señor Curaj que ése es, quizásmente, nuestro
sadumbra a aquel gaucho y a aquel cura disfrazado, que salé de pecado: callarnos. Quizásmente esa es nuestra culpa: dejarnos. . .
su escondite para ir a confesar a un su feligrés en la capital de. la Porque nos hemos dejado muncho, señor Cura; ¡nos hemos dejado
parroquia, sobre la montaña cortada por ia mano de Dios. muncho, muncho! Y cabalmente, por eso nos montan: porque nos
—Pues de veras, señor Cura —dijo el ranchero—. Yo creo que dejamos. Comienzan por quitarnos nuestro maicito, y nos dejamos;
ya hasta hacemos pecado consintiendo en estas cosas. ¿Por qué nos quitan nuestras tierras, y nos dejamos; nos quitan las escuelas
ustedes los sacerdotes, que son nuestros padres, deben andarse es- de nuestros hijos, y nos dejamos; ahora nos quitan nuestras iglesias,
condiendo como si fueran malhechores? ¿Por qué tenemos que nuestros sacerdotes, nuestros Sacramentos, y ¡nos estamos dejando,
escondernos nosotros para recibir los Santos Sacramentos?... No señor Cura, nos estamos dejando!
se han conformado con echarnos abajo nuestras escuelas, con Y un sollozo rompió el hilo de aquel discurso. El ranchero volvió
quemarnos nuestras iglesias, sino que ahora hasta el alabar a Dios a pasar el pañuelo por los ojos y prosiguió:
nos recriminan. . . ¡ Ah, mi señor Cura! Yo creo que esto no deBe —Señor Cura, nosotros también sernos hombres. Nosotros tam-
ser así. Yo creo que nosotros debíamos decir: ¡ N o y no! Y debía- bién tenemos asaduras y canillas. ¿Por qué nos friegan? ¿Porque
mos pararnos derechos y plantarnos, si queríamos, en medio de la tienen sus carabinas? Pues también nosotros tenemos las nuestras. ..
plaza, y ahí llevar al padrecito a decir Misa y a que nos predicara ¡ A h , señor Cura, a mí se me hace que ustedes han sido tímidos
la palabra de Dios. Debíamos decir a estos señores que ya nos para predicamos la doctrina, sin agraviarlo a usted, señor compa-
hemos verdaderamente cansado de tener tanta paciencia... dre. . . . Si vienen los bandidos a quitarme mis muías, yo cojo mi
Respiraba con fuerza el ranchero al hablar de tal guisa. Se enju- rifle y a balazos se las quito. Si vienen los ladrones a asaltar mi ca-
gaba el sudor y pasaba ligeramente el pañuelo por los ojos, cual sa, yo cojo mi máuser y defiendo a la familia a balazos. Y ni
si los hubiera mojado la intención con que hablaba. usted en el tribunal de la penitencia, ni nadie me dice nada Y
El Cura, mientras forjaba una respuesta, dio un fustazo en las si me estoy de bonito, viendo que me roben, yo tengo la culpa
ancas del caballo, que comenzó a trotar. de que me roben. Y estos felones me vienen a robar todo, todo,
más que mis muías, más que mi casa, más que mi vida, más que la
—¡Cállese, por Dios, don Tomás! Si nos oyen no salimos del
vida de todos: nos vienen a quitar nuestro cristianismo, nos vienen
callejón. Nos matan. Nos matan sin remedio. Ya estos hombres
a arrastrar en nuestras barbas a nuestros sacerdotes: nos vienen a
están enfurecidos y no entienden de razones. Acaban de fusilar.

129
128
Héctor-9
burlar nuestros santos Sacramentos, nos vienen a arrebatar lo que Una corriente de terror indecible cruzó por todo el pueblo de
yo, lo que todos, sobre todo los probes, querernos y adoramos, y Paracho aquella misma noche. Un piquete de veinte soldados, al
necesitamos para salvarnos, y eso, mi señor Cura, todo eso que mando de un capitán que echa blasfemias a diestro y siniestro,
vale más que todo el mundo y que todas las vidas ¿eso no lo acababa de llegar al lugar, buscando al Cura y a sus fanáticos
he de defender con más ganas y con más hambre que si fuera mi partidarios, acusados todos de violar la ley.
vida o mi casa o mis muías?... Yo -no lo creo así, señor Cura
El pobre Cura, creyéndose al abrigo de toda pesquisa, habíase
A mí, la verdad, se me atora el que la ley de Dios permita ser
atrevido a ir a su propia casa, después de haber confesado secreta-
más porfiado por una yunta de bueyes que por su Santa Iglesia...
mente a! moribundo. Una noche pasada ahí, después de largos
Nomás diga, señor Cura, si los tres mil y tantos hombres que dra-
dias de ausencia, sería, sin duda, gran consuelo para las dos hu-
goneamos por Paracho nos fajamos nuestras cartucheras y nuestros
mildes viejas hermanas, que estaban inconsolables. Sigilosamente
cuchillos, y si al primer bandido de estos que andan en el ejército,
había, pues, entrado en su propia casa el sacerdote, y después de
en vez de rendirles el sombrero, les damos un encontrón a balazos,
largos abrazos, lágrimas, confidencias y palabras de aliento, habíase
y si eso mismo hacen todos los endeviduos de la República, que
retirado a descansar en un cuarto del interior, todo Heno de fardos
están nomás sospirando porque llueva fuego del cielo, y si donde
de velas, reliquias y libros viejos. Una pobre candela de cera,
no hay rifles se agarran piedras y se cogen palos, y se da con
clavada en la boca de una botella vacía, iluminaba la miserable
ellos duro y macizo, ya estos malashoras se tocarían más el corazón
estancia
para burlarse de nosotros y de nuestras cosas santas...
Arrodillóse el Cura al borde del humilde lecho y oró una buena
—{Cállese, por Dios! |Nos matan!
pieza de tiempo. Dirigió sus ojos a un cuadrito de la Virgen de
—Está bien, señor Cura; cósome la boca; pero la verdad, yO Guadalupe y pronunció estas palabras:
creo que los cristianos no debemos ser tan dejados... —¡ Santa María de Guadalupe, esperanza nuestra, salva a nues-
—La Iglesia predica paz —se atrevió a razonar el sacerdote. tra Patria).
Aquello fue una puya en el alma del ranchero, quien dibujó en Desnudóse luego y se tiró en la cama, que rechinó al peso de
su rostro un duro esguince, y replicó: su cuerpo. Rehuyóse buscando acomodo y trató de conciliar el
—Pues sí, eso es ultímadamente, lo que todos queremos: la paz. sueño.
¡Y qué paz podemos tener con estos bandidos! Imposible dormir.' Una bandada de terrores revoloteaba en su
—Hay que tener paciencia en el sufrimiento —añadió el señor cerebro. Ya eran muchos los curas prisioneros, y no pocos los ase-
Cura. sinados por los oficiales de las tropas callistas. La presión de la
tiranía era de tal fuerza, que por todas partes se esperaba la ex-
—Pues si precisamente por no sufrir, por eso, sernos dejados;
plosión de la ira popular, y esto hacía a los crueles militares hus-
por no sufrir nos vamos acomodando... Yo no necesito pacencia
mear como lobos los rastros de cuanto Cura descubrieran, fiscalizar
para irme a esconder calientato debajo de la cama; pero sí la ne-
sus menores actos y analizarlos a la luz repugnante de criminales
cesito, y harta, para sufrir echándome al monte con mi rifle y
hipótesis.
corretear por él, hambreado y desvelado, metiendo por delante el
pecho para que me lo abran a balazos... El Cura se levantó de la cama en paños menores, y alargándose
cuanto pude para no multiplicar los pasos sobre el frío suelo, cogió
—¡ Pero don Tomás, por Dios! ¿No ha escogido usted otro lugar
del viejo estante un libro, volvió a acostarse, lo abrió y comenzó
para hablar de estas cosas? ¡Cállese, se lo ruego! Y, por último,
a leer para provocar el sueño.
yo que soy, aunque indigno, su Cura y su compadre, sépase que
le prohibo que ande con esas barbaridades en la cabeza... Mien- Aquel libro cogido al azar era un volumen de la Biblia traducida
tras yo viva, se me quedan quietos todos. Ahí tienen su boycot. por Amat. Causóle, en verdad, grande y profundo interés el título
Eso basta. Y mucha oración, eso sí, mucha oración... del capítulo que encabezaba la primera página abierta. Lo leyó,
leyó con avidez, sintiendo al mismo tiempo una impresión de rubor,
—Sí, a Dios rogando y con el máuser dando... Pura oración y
como quien descubre en un autor famoso un error propio defendi-
flojera, hasta le repugna a mi Padre Dios.
do con orgullo. Leídas algunas páginas, suspendió un momento su
—Silencio, viene gente! Vamos a meternos por esta vereda para lectura para volver sobre sí mismo y estudiar un inesperado con-
no hacemos muy encontradizos. flicto de ideas que surgía en su propio interior. Y como resolución

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práctica provisional, aceptó la de esconder aquel libro para evitar —Usted anda confesando y diciendo misa clandestinamente.
que llegara a manos profanas y convenciera a sus fieles de que el —La ley del señor Calles no me prohibe confesar ni decir misa
santo Cura ignoraba algunas cosas. . .Para lo cual bastaba colocar en mi casa.
aquel libro de nuevo en su lugar y no volver a pensar en él. —¿ Por qué no dice usted la misa en la parroquia?
Levantóse de nuevo el Cura, descalzo; a un paso de la cama —Porque mis Superiores eclesiásticos me han mandado no volver
quiso anotar, por lo que suceder pudiera, qué libro y qué capítulo a ejercer ahí.
de la Biblia decía aquello. Cogió un cartoncülo que por ahí encon-
—Ahí está la rebeldía Ustedes se niegan a registrarse y por eso
tró, cartoncillo ilustrado, y lo puso como señal. Levantaba ya la
abandonan el culto. Pero ahora usted se registra. Y yo le daré
mano para colgarlo en el estante cuando un grito de mujer aterra-
da llegó a sus oídos. El Cura reconoció la voz de su hermana. todas las garantías. ¿Qué dice usted?
Quedó mudo un momento el Cura. Los militares se vieron unos
—¡Son ellos! —dijo para sí.
a otros. Y creyendo que el momento de vacilación había llegado
Y sin soltar ya el libro, se abalanzó sobre la vela y la mató de para el sacerdote, continuó el Capitán:
un soplo. Era tarde. En aquel mismo instante las puertas de la
estancia se abrían de un empujón fuerte y brutal, y entre un ruido — ¡ Q u é fácilmente puede usted salir de esta situación peligrosa 1
de sables y de arneses de soldado, resonó un grito bronco y feroz Una firma, y basta. Y después, hasta nosotros, hasta el Gobierno
que decía: podía ayudarlo.. ¿Qué dice usted?
—Digo sencillamente que no —respondió con un aplomo abru-
—¡Cura, jijo de un tal; a ti te buscamos!
mador el noble Cura—. Eso sería ser rebelde, y yo no quiero serlo.
Sería rebelde contra mi Obispo, contra el Papa, contra Dios.
—Pero entonces es usted rebelde contra el Presidente Calles.
La casa parroquial quedó aquella noche convertida en un Cuar- —Si el señor Calles impone a sus subditos la.rebelión contra Dios,
tel. El Capitán estableció su improvisado tribunal en la misma yo no le obedezco ni le obedeceré nunca.
sala de recibo. Un triste quinqué de petróleo iluminaba los horri- —¡Basta! ¡Llévenlo al cuarto otra vez!
bles mostachos de aquel broncíneo y las guedejas lánguidas del Cura
que estaba ahí, todavía descalzo, en calzoncillos y en camisa. Cuatro soldados acompañaron al Cura. No fue ya a su alcoba,
Alrededor de la mesa, cual monstruos amenazadores, paseaban otros sino a una bodega sembrada de "olotes" y de restos de maíz.
militares fumando y sacudiendo las botas con las toallas del lavabo. Allá, en el salón, los militares, a la luz del quinqué, conversaban
entre si. Uno de ellos, por curiosidad, abrió el libro que el Cura
En la puerta de la calle y frente a la ventana, los soldados reti-
raban a culatazos a los humildes curiosos que se acercaban a ver sacara de la biblioteca. Lanzó una irónica risotada y enseñando
"qué le querían hacer al padrecito". Allá en el interior de una al Capitán el libro abierto, le dijo:
cámara, las dos hermanas del Cura, sentadas en una cama, sollo- —Mire nomás,, Capitán, la muía que encontramos.
zaban, custodiadas por un centinela de vista. Leyeron un buen trozo. El Capitán sacó un grueso lápiz rojo y
—Conque ustedes siguen en su actitud rebelde, ¿verdad? —dijo encerró en un llamativo cuadro cada uno de aquellos párrafos.
el militar al cura tembloroso. En seguida, por indicación de otro oficial, observó detenidamente
el cartoncillo, torciéndose, mientras tanto, el bigote.
A estas palabras el Cura pareció transfigurarse. Toda la majes-
tad sacerdotal se sentó en su pecho y en su rostro. Levantó muy —Curas desgraciados —dijo—; quién los ve tan mansitos...
despacio y noblemente la cabeza y contestó: Y asomándose al patio:
— ¡ N o , señor! Ni yo ni ningún Cura, que yo sepa, hemos sido —¡Tráiganlo! —gritó.
rebeldes. Y el cura apareció de nuevo, tiritando por el frío de la noche,
—Entonces, ¿por qué no se someten a la ley? mal cubierto por aquella ropa interior.
—¿De qué ley habla usted? —preguntó el Cura. —¡Ustedes, como siempre! —rompió el Capitán-—. ¡Moscas
—-Pues de la ley dada por el General Calles. muertas! Siquiera tuvieran agallas para agarrar un rifle y abrirse
— Y o no he desobedecido esa ley. a los balazos... Pero son los eternos cobardes. Y al pobre pueblo
El militar quedó desconcertado. así lo engaratusan y lo echan al despeñadero.

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—Pero, ¿qué me quiere uted decir con eso? —preguntó azorado Sentóse el Cura sobre una caja vieja de madera, puso ambos
el Gura... codos sobre las rodillas, hundió su cabeza entre las largas manos
— N o entiende, ¿verdad? Conque usted decía que no era rebelde. y se arrancó del momento presente para recordar, en un raudo
1
vuelo mental, como un lenitivo, la historia dulce y tranquila de su
—Sí señor: lo digo y lo sostengo. vida impecable. . Aquella vida de seminario, aquel ideal sacerdotal,
—A ver, ¿a qué ha venido usted a este pueblo? forjado en su mente juvenil y pura; aquella primera misa con
—Señor, vine a auxiliar a un moribundo. lágrimas y alegría, eon recuerdos y proyectos y después, aquella
—[Cállese, hipócrita, hijo de tal! Usted anda sublevando al su bendita parroquia, aquella su gente, todo tan buena y tan santa;
pueblo. Usted venía con Anzures a levantar a esta pobre gente sus niños de Primera Comunión, aquel Gabrielito que él había
contra el Gobierno. Más hombres debían ser, y menos tarugos. hecho sacerdote, aquel Héctor, que él había amado tanto... ¡Vida
Cuando uno se levanta en armas no se viene a dormir a una tla- dulce y fecunda! ¡Vida de madre que arrulla y de padre que
zolera... sustenta! Vida de satisfacciones purísimas, tronchada en un mo-
mento por la hoja fría del odio sacrilego. El Cura sintió un nudo
—Pero, señor Capitán, usted se engaña. Nadie puede acusarme
de eso. ¡Nadie! en la garganta. Sus recuerdos más vivos eran de aquella tarde,
cuando su compadre don Tomás Anzures, también llorando, le
—¿Nadie? ¡Bueno! ¿Qué significa'esto? exponía la vergonzante pasividad de los buenos ante la ignominia
Y le tendió el cartoncillo dibujado que, como señal, había puesto presente. Las palabras del ranchero resonaron todas, una a una,
el mismo cura en el libro. El párroco fijó en él sus ojos y palideció con sus diversos matices, con su creciente intensidad. Y el Cura
al ver una serie de fatales coincidencias. Aquel cartoncillo, recuerdo recordó también con humildad su propia respuesta... Y después...
del Centenario de Constantino, representaba las fuerzas armadas del ¡aquel libro!, la Biblia, ¡la Sagrada Escritura!, que repetía casi
convertido Emperador levantando las espadas frente a una cruz textualmente las palabras generosas y valientes del humilde ran-
luminosa, en cuyo rededor se leía: "Con este signo vencerás''. chero a las cuales él, el párroco, se había obstinado en contradecir.
—¡ No es ésta su propaganda? —preguntó el militar. El Cura sintió miedo y sintió vergüenza, no ante los hombres,
sino ante Dios, que era el único que lo miraba sin ira en aquel
—Señor, se trata de una mera casualidad. Yo le aseguro a
usted... cuchitril iluminado por la luna. Aquella alma de sacerdote sin
insignias, sin vestidos, se sintió más desnuda aún que el desnudo
—¡Otra casualidad! —dijo, cortándole la palabra el Capitán—. cuerpo que animaba. Como cera ai fuego, aquel cuerpo pareció
¿Conoce usted esto? derretirse. Fue una mano blanca que se escurrió, unas rodillas que
Y le presentó el libro abierto. El Cura extrañó al punto aquellas contra el suelo chocaron, un sollozo que se escuchó, unos brazos
gruesas líneas rojas, y fijando bien sus ojos, reconoció entre ellas que se cruzaron y un rostro que se inclinó con unos ojos cerrados,
aquellos mismos párrafos que hacía unas cuantas horas había leído empapados de lágrimas...
con sorpresa en su lecho. Se llevó las manos a la cabeza y exclamó: —¡Dios mío! —gimió aquella figurilla ruin—, si habré hecho
—¡Dios mío! ¡ M e han perdido! m a l . . . Si habré buscado mi tranquilidad en vez de tu gloria y de
tus triunfos... | Si habré buscado mi sosiego en vez de la libertad
—¡ Basta! —dijo el Capitán—. Zambútanlo otra vez en el cuarto.
de tus hijos...!
Un profundo decaimiento invadió el cuerpo del pobre Cura.
Aquella página de la Biblia que a él le había reprochado su inocen- Un momento permaneció el sacerdote como inconsciente. Un frío
te pacifismo sería ahora prueba de delito en manos de los perse- desconocido invadió de pronto todo su ser. Su conciencia le repe-
guidores. Llegó el Cura a la triste bodega. A la puerta, abierta de tía sus propias palabras, y tras ellas su memoria le gritaba las pala-
par en par, quedaban apostados cuatro soldados. La luz de una bras de la Biblia, y su imaginación le simulaba el choque horrendo
luna espléndida dibujaba un rectángulo luminoso cerca de la en- entre sus palabras propias de hombre y la inmutable palabra de
trada, y reflejaba suavísimamente sobre las sucias paredes que Dios.. ., entre lo que él había pensado o creído siempre en cuanto
aprisionaban al sacerdote. El Cura se sintió triste y se sintió solo. a la actitud de la gente honrada, y lo que la Biblia decía y alababa...
En el extremo del inmenso patio resonaban las voces de los milita- Un asomo de desesperación le vino al punto. Una extraña clari-
res que discutían. En la cámara de las hermanas, los guardianes videncia le hizo juzgarse manchado con un pecado que él no
fumaban en cuclillas en el umbral. conocía. Con sus dedos flacos cogió entonces las guedejas de su

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cabeza, las sacudió nervioso, casi hasta arrancarlas, y como quien —Vuélvanse, hijitos. Ya el señor capitán dijo que no nos pasará
sospecha dar en la clave de todo un enigma, lanzó esta queja dc- nada.
lorosa: —Dénos su bendición, señor cura —dijo una voz.
—¡Dios mío! ¡Dios m i ó ! . . . ¡Sí habré predicadq el Evangelio Y el cura dio la más fervorosa bendición de su vida, entre los
de la paz, cuando Tú me mandabas predicar el Evangelio de la
primeros pinos gigantescos del camino. El pueblo cayó de rodillas,
guerra...!
y no avanzó más. Sólo unas cuantas sombras se desprendieron del
Y un llanto dulce, resignado y tranquilo, siguió a aquella con- núcleo, y agazapándose tras los árboles y. tras las rocas, siguieron
fesión tardía. la pista de los penados.
Mientras tanto, en el saloncillo del curato redactaban el mensa- Habían caminado una media hora; cruzaban a la sazón el bos-
je que debían enviar a la Jefatura de Operaciones: que, cuando el capitán dijo:
"Honróme comunicar aprehensión cura Andrés Posada, convicto —Por aquí está bueno.
confeso propaganda rebelión armada".
Al darse cuenta entonces de que algunos lugareños se obstinaban
en seguirlos a prudente distancia:
—¡Espanten esas moscas! —dijo a los soldados de la retaguardia.
Eran las dos de la madrugada. A la puerta del curato, un apre- Estos prepararon sus fusiles, volvieron el rostro y dispararon a
tado grupo de gente, sobre todo de mujeres, esperaba- la salida del ciegas.
cura. La tropa estaba formada y preparada para custodiar al distin- Estremecióse el cura a la detonación, y al cerciorarse de que de-
guido prisionero. Cuando a la puerta, como una aparición, se pre- jaban el camino para internarse en la selva, comprendió que su
sentó el cura descalzo y semidesnudo, una mujer lanzó un grito de
suerte estaba perdida.
dolor, que fue seguido por un coro de gemidos y de llantos.,^"
— ¿ A dónde nos llevan? —preguntó al capitán—. Díganme si me
—¡ No nos deje, señor cura! —se oyó entre el vocerío de dolor.
van a matar para disponerme a la muerte.
Un hombre se adelantó, y arrojando su abrigo al sacerdote, le
—Pues dispóngase por sí o por no —respondió el capitán.
dijo:
—Llévese mi frazada, señor cura- El sacerdote guardó silencio profundo durante un largo rato de
marcha. Volvió a recordar sus palabras de pacifismo, opuestas a
Aquel hombre era Santiago, el cuñado de don Tomás. la entereza bíblica, y exclamó fervorosamente:
—{Cojan a ese! —gritó el capitán.
—¡Dios mío! Por aquella omisión, te ofrendo mi vida. Recíbela
Y el mancebo fue internado en las filas. y perdóname.
Acto continuo, otro campesino, mirando que el cura iba descalzo, Luego, dirigiéndose a sus amigos:
se quitó las sandalias y alargósclas, diciendo:
—Muchachos —les dice—, es bueno que se confiesen. Vamos a
—¡ Póngase mis huaraches, padrecito!
morir.
Y también lo cogieron.
—Sí, padredto. Confiésenos, y venga lo que Dios, que es nues-
Por las callecillas de Paracho desfiló la triste comitiva. Tres tro Padre, quiera.
inocentes, custodiados por crueles genízaros, marchaban sin saber
a dónde. Los soldados montaron en sus caballos; a pie, en el centro, — ¡ A l t o ! —gritó de pronto el capitán—. Aquí está bueno ¡Pri-
iban los prisioneros. mero al cura!
La muchedumbre del pueblo los seguía. Aquellas palabras bastaron para transfigurar al sacerdote. Su
rostro parecía reverberar una luz viva, que centelleaba frente a la
El capitán detuvo su caballo. Volviéndose a la multitud, gritó:
de la luna, fiel testigo de la triste escena. Marchó con decisión,
—¿Qué vienen a buscar ustedes? como cuando en la iglesia celebrara misa solemne, y se paró frente
—Queremos ver a dónde los llevan —respondió una mujer. a un alto peñasco.
—Vuélvanse todos. No le va a pasar nada al cura ni a los otros. Ya ahí se arrodilló y oró por breves instantes. En seguida dijo al
El cura volvió entonces el rostro hacia la multitud, y habló así: capitán:

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—Capitán, yo muero con gusto; pero esos pobres no deben Y el primer rayo del sol, como un saetazo, al herir el peñón,
morir. Uno es huérfano que sostiene a su madre. Otro es padre de testigo mudo del criminal obrar, Uurninó una muchedumbre que se
familia de cinco niños. ¡ Máteme a mí, pero no los mate a ellos! rebullía indignada e inconsolable y enloquecida, clamando, lloran-
Aquellas palabras suscitaron la más tierna lid entre aquellas do, rugiendo, invocando e increpando, bendiciendo y maldiciendo,
almas generosas. orando e insultando, levantando una mano suplicante y alzando un
—Señor cura, queremos morir —dijeron en conjunto—. ¡ Quere- puño crispado de amenaza, y mostrando, en suma, en confuso tu-
multo, todas las varias impresiones que sugiriera la presencia de las
mos morir con usted! ¡Dios Nuestro Señor velará por nuestras fa-
víctimas sangrientas y el recuerdo de los verdugos cobardes.
milias!
Y cayendo de rodillas, se inclinaron a besar los pies desnudos del Angarillas de pino soportaron los cuerpos muertos, que parecían
sacerdote, diciendo entre lágrimas: sonreír. Mojaban las gentes en su sangre los pañuelos y arrojaban
las mil flores del bosque sobre los despojos cubiertos de heridas.
—¡ Por última vez, padrecito!
Al lamento del pueblo se unía la canción matutina de los pájaros
Ordenósle separarse el capitán. Ellos se levantaron y volvieron a silvestres, y el viento suave de la mañana hacía inclinar la cabeza
arrodillarse a distancia, como quien ora ante un santo. empenachada de los pinos gigantescos, en un gesto de religiosa re-
El gatillo de los fusiles crujió en medio del silencio de la noche. verencia. .. Llegó la procesión al camino real. Y a poco andar por
El cura se irguió, gallardo y bello como un arcángel... ¿1 una nueva sorpresa reagitó el dolor y la indignación de aquel
El miserable oficial, gritó entonces: pueblo herido. Entre las malezas se descubrían dos cadáveres más:
eran las viejas hermanas del cura, que habían osado seguirle en
— ¡ V i v a Calles!. .. ¡Fuego!
aquella noche fatal. La multitud y el lamento engrosaban conforme
— ¡ V i v a Cristo Rey! —contestó con voz entera el sacerdote. se acercaban al caserío, y al entrar en él, fue un bramido el que
Y cayó desplomado. resonó con todas las amarguras del lamento biblico de R a q u e l . . .
Los dos campesinos se inclinaron y besaron aquel suelo ya bendito. ¡ No había ya templo: había sido incendiado por los soldados de
En seguida cayeron ellos junto al cura, repitiendo a pulmón lleno Carranza! Junto a los paredones ahumados fueron colocados los
él mismo grito sagrado... cinco cadáveres. Dos mujeres: la inocencia y la debilidad; dos cam-
El capitán, indiferente y calmoso, dijo secamente: pesinos: la pobreza y el trabajo; un sacerdote: el amor.
— ¡ V a m o n o s ! . . . Pasado mañana volvemos por Anzures. A los pies del sacerdote, un ranchero recio y nervudo se revolcaba
como gusanillo:
—¡Padre! —le decía—, ¡déjame!, ¡déjame ya cumplir con mi
deber! ¡Déjame defender a tus ovejas huérfanas, ya que no me
Pero hubo un testigo que hizo fracasar todos sus planes. Juanillo, dejaste defenderte a t i ! . . . ¡Habla, padre mío, habla!
el hijo menor de Anzures, se había escondido hasta el lugar de la Y el cadáver habló.
tragedia. Oculto tras el mismo peñasco frente al cual murió el Una doncella se acercó al recinto, ansiosa y apresurada Llevaba
cura, escuchó y guardó en su memoria todas las palabras pronun- en alto un libro: el libro mismo que los militares habían arrancado
ciadas durante aquella escena inolvidable, dando también todo su al cura.
valor a la amenaza del militar contra su padre.
—El sermón, el sermón del señor cura —fue el rumor que se
Pálido de espanto y de furor, tras carrera desenfrenada, llegó al extendió alrededor de los cadáveres.
pueblo, contando a todo el mundo el crimen de aquellos bandidos —Sí, lo dejó el señor cura señalado en la Santa Escritura... En
con uniforme. el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo...
La mañana estaba aún oscura, cuando una triste caravana de Y el pueblo se arrodilló y guardó silencio, esperando que la mu-
gente del pueblo tomó el camino que habían seguido las víctimas. chacha leyera. Con la voz trémula, a la vez que enérgica, la donce-
Brincando peñas y malezas, cortando por atajos y por veredas, lla leyó uno de los párrafos marcados con el grueso lápiz rojo:
apresurados, jadeantes, iban niños y mujeres con los ojos desme- —"¡Señor! ¡ T u santuario está hollado y profanado y cubiertos
suradamente abiertos, mudos y doloridos, caminando por aquel via- de lágrimas y de abatimiento tus sacerdotes . . . 1 ¿ Cómo, pues, po-
emeis en busca de los despojos ensangrentados. demos sostenernos delante de ellos, si Tú, oh Dios, no nos ayudas?"

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El llanto cerró la garganta y nubló los ojos de la joven al leer tnidable detonación lo hizo estremecerse y una lluvia de balas lo
aquella lamentación del capítulo I I I del Primer Libro de los Ma- derribó del caballo a él y a otros siete soldados. Una nueva descarga
cabeos. Don Tomás se había enderezado junto al cadáver, y escu- resonó desde lo alto de los peñascos fronteros y otros cuantos solda-
chaba atentamente, como quien oye a un ángel del cielo. De cuando dos vinieron por tierra. Y cuando los restantes, desconcertados,
en cuando, suavísimamente murmuraba su conmovedora plegaria pretenden reorganizarse, nueva lluvia de. balas los inunda de las
de aquel día: alturas, en tanto que a la puerta opuesta del desfiladero aparece
—¡Habla, padre mío, habla! un nuevo grupo armado, que descarga de frente sus armas sobre
La joven continuó. Con voz alta, serena, casi varonil, leyó enton- aquel pelotón en ebullición. Los caballos se retorcían encabritados,
ces las palabras candentes de Judas Macabeo a los judíos persegui- los soldados derribados volteaban sus armas en demanda de piedad,
dos, palabras que estaban marcadas con triple raya roja. El pueblo y los más afortunados de entre ellos picaron espuelas y tendidos
entero escuchaba sin respirar, como una revelación que se despren- sobre los cuellos de los corceles, emprendieron la más desesperada
día de aquel libro sagrado palpitante: de las fugas... En tanto que en la boca del desfiladero, sobre el
—"Tomad las armas y tened buen ánimo" —leyó solemnemente claro horizonte, se dibujó la silueta épica del hombre honrado que
la joven. se había transformado en león. Era don Tomás Anzures, que con
Don Tomás, como un extático, clavó sus ojos en el vacío, y la barba hirsuta, desflecada, y con los ojos relampagueantes, mon-
cogió nervioso la mano misma del sacerdote muerto. Y escuchó la tado en tembloroso alazán, empuñaba reluciente fusil, gritando con
continuación del texto. voz estentórea:
— ¡ V i v a Cristo Rey! ¡ E l primer triunfo, muchachos!
— " Y estad prevenidos para la mañana, a fin de pelear contra
estas gentes, que se han puesto de acuerdo contra nosotros para '
aniquilarnos y echar por tierra nuestra santa religión. (Don Tomás
se puso de pie como un sonámbulo). Porque más nos vale morir En el cuartel general de Uruapan, la noticia cayó como bomba.
en el combate, que presenciar el exterminio de nuestra nación y del Cuchicheos de oficiales, entrada y salida de mensajeros, mucho
santuario. ¡ Y venga lo que el cielo quiera!" telégrafo, mucha corneta; todo indicaba que el caso era grave. El
El heroico viejo no quiso saber más, no quiso escuchar más. grito de Anzures había repercutido por toda la sierra, y aquellos
venaderos no erraban el tiro que disparaban.
Levantóse y besó la mano del cadáver, tirando las flores que le
rodeaban, y exclamó: El jefe de Uruapan telegrafió a Calles. El ministro de la Guerra
—¡Mártir de Cristo! ¡ T ú me has respondido! ordenó la salida de tropas de Morelia. Se pidieron refuerzos a Gua-
najuato, pero Guanajuato se encontraba en las mismas. Otro héroe,
En seguida, con la majestad de un caudillo, gritó sobre la mu-
Luis Navarro Origel, como Bayardo, caballero sin tacha y sin mie-
chedumbre llorosa:
do, hombre de oración, pero también de acción, había perdido la
— ¡ L o s que sean hombres, que me sigan! paciencia y se batía con los infames en las goteras de Pénjamo.
Cerca de cincuenta hombres maduros y otros garrudos mancebos Tomás Anzures volvió victorioso a Paracho. El pueblo salió a
salieron con él. recibirlo con palmas y con flores. Pero no había tiempo que perder.
—¡Padre, bendícenos! —dijo Anzures al salir, volviendo el ros- El Gobierno podía mandar miles de soldados, con cañones y aero-
tro y el brazo hacia el cadáver. planos, para aniquilar a aquellos centenares de valientes.
Y dice el vulgo que los labios del cura martirizado se contraje- Don Tomás revisó a sus compañeros. Eran ya seiscientos. Bien
ron para pronunciar solemnemente el nuevo rito de aquella bendi- armados y municionados. No hubo más armas; por eso no hubo
ción postuma. más libertadores. Anzures llamó entonces a su hijo Juanillo, y le
dijo:
—Coge tu caballo, atraviesa la sierra, toma el tren de Irapuato
y te vas a Zacatecas a buscar a don Héctor. Dile que llegó el mo-
Así fue que al tercer día, cuando el empacatado capitán callista mento; que nosotros ya nos lanzamos; que le avise a toda la Re-
volvía al pueblo de Paracho a proseguir sus pesquisas, cuando, muy pública
quitado de la pena, al buen trote de su caballo, encendía un ciga- El muchacho echó unas gordas en su morral, besó la mano de su
rrillo, a la altura del desfiladero más próximo a Paracho, una for- padre y partió.

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XVIII

A C C I Ó N Y SONRISAS

¿ P E R O DÓNDE ESTABA HÉCTOR?


Lo sabía ya de seguro Consuelito Madrigal, pues hablaba de él
con gran entusiasmo y alboroto a las siete u ocho muchachas
que con ella estaban en el saloncito de costura.
—¡Qué tal boycot muchachas! —decía, acomodando unos rollos
de papel de china—. ¡Ganamos, porque ganamos! Con que nos
mantengamos firmes y enérgicas, los partimos por hambre. Lo que
interesa es no aflojar en la propaganda. Al cabo, nosotras no nos
asustamos....
— ¡ Y , palabra, que no nos asustamos! —respondió una regordeta
que había estado ya cinco días en la cárcel.
— ¿ Y ya supieron de los últimos fusilados? —replicó la beatita
Arguelles, que miraba siempre las cosas por el lado más triste.
—Sí —contestó otra chamaquilla, que cantaba en todos los con-
ciertos de la ciudad—. Pero ya estamos resueltas: no les tenemos
ya miedo ni a las bombas ni a las balas.
—¡Miren! ¡Aquí tengo mi provisión de Sótanos*. —dijo otra,
enseñando un fajo del periódico clandestino llamado Desde mi
Sótano.
— ¡ A h , Chihuahua! —dijo Angela Araiza—; pero estos endian-
trados se han puesto muy listos, y la esculcan a una en la calle;
por eso le di su cachetada al gendarme de ayer.
—Pero no les vale —observó Consuelito Madrigal—; tienen
miedo, un miedo horrible. Dice Calles que es el ridiculo boycot;
pero con todo y ridículo, lo va a hacer tambalearse... Entré tanto,
la fiesta es linda. ¿Supieron ustedes cómo acabó lo de Héctor?
Tras esta palabra se oyeron tres o cuatro tosecillas, con segunda
intención. Consuelo las comprendió, y se vengó de la significativa
burla dando un suave manazo a la que encontró más vecina.

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—Nada, que nos los barremos!
—A ver, ¿qué sucedió con Héctor? —O reforman las leyes o se los lleva la trampa.
—Con nuestro Héctor —explicó la rcgordeta. —Pues ya dijeron que no reformaba nada —observó la Ar-
—¿Nuestro? —preguntó Consuelo, aparentando extrañeza. guelles.
—¡Con tu Héctor! —corrigió finamente Angela—. ¡Adelante! —Pues.entonces ¡adelante con el boycot! ¡Caiga quien caye-
— ¡ P o r Dios, cállense, muchachas! —dijo Consuelo—. Si lo su- re! —dijo Consuelito—. Y ya saben, muchachas, aquí hay carreta-
piera Héctor, diría que soy una loca. das de papel delgadito para surtir a todas nuestras mecanógrafas
— ¿ Y tú crees que no lo sabe? clandestinas. ..
—Por lo menos, lo sospecha —dijo una tercera. En esto entró a la pequeña estancia, como si fuera un vendaval,
El que sí lo sabe es s, o, so; b, e, be. .. S o b e . . . una encantadora joven gallarda, esbelta, andar de Diana Cazadora,
— . . . ¡ r o n ! —terminaron a coro todas. tez apiñonada, pelinegra, ojos de noche, de mirar penetrante, y
besando estrepitosamente a una, dando un efusivo abrazo a otra,
— ¡ P o r Dios, muchachas! —dijo de nuevo Consuelo - quien nos diciendo expresivos piropos a la de más allá, de "¡linda!, ¡encan-
oiga dirá que no nos hace mella la persecución...
tadora!, ¡chula!", tomó asiento entre ellas, y díjoles sacando de su
—¡Como que tenemos un corazoncito. . . ! —dijo otra loquilla, bolsa de mano una carta:
abrazando y besando a la compañera que a su lado estaba. —Muchachas,- una noticia de México, muy graciosa.
. — Y de veras, aunque nos vean de luto y sin ir a fiestas ni a — ¡ V i v a la tapatía ardiente que llega con todo el fuego de la
cines, yo no cambio mi estado de ánimo por el de los del Gobierno. tierra en donde nunca se pierde, y si se pierde, se arrebata! —ex-
—¡ Estarán trinando! clamó Consuelo—. Vamos, María, cuéntanos y lee.
—Pues si no es para menos. A pesar de las noticias que han dado —Miren ustedes —dijo la recién llegada—. Ahora que estuve en
de todos los fusilados y encarcelados, los de la A.C.J.M. trabajan México, huyendo de la quema de la persecución en Guadalajara,
todas las noches, y cada día amanecen nuevos letreros: "CatóÚcos, visité muchas veces a Lola Noriega, mi compañera en el Colegio
adelante con el boycot". de las Damas del Sagrado Corazón. Lola es y ha sido toda su vida
— ¿ Y los engomados? una joven recatadísima, entregada a la devoción y a las obras del
catecismo. Pero sonó la hora terrible, y la palomita se ha convertido
—¡Ujule! Sólo en mi barrio cada noche pegamos más de qui-
en águila, pero sin dejar sus plumas de paloma. Ella y su buena
nientos engomados... Y se ven lindos: "El boycot, católicos". " N o
madre tienen agitadas y organizadas varias de las colonias de más
le tengan miedo a Calles"... Y nadie los puede arrancar.
importancia de la ciudad, y hay que ver a las dos trabajar con tal
— ¡ Y qué bárbaras las empleadas! ¿Creen que les pegaron engo- circunspección, que cualquiera diría que no son capaces de quebrar
mados a todos los automóviles de los generales? un plato, siendo que todos los tienen rotos. Cuando me vine para
—¡Anda, ni sabes! Si el soldado de guardia en la Jefatura esta- Zacatecas me prometió Lola escribirme si había algo de interés, y
ba muy fachoso con un engomado en la culata del rifle y otro en acabo de recibir carta suya. Es ésta:
el cinturón, por detrás. " M i muy querida Mary: Cumplo lo prometido, y aunque estoy
# —Y qué bonito: desde que nos quitaron las imprentas, se mul- de pendientes hasta el cuello, no puedo renunciar al gusto de darte
tiplicó más la propaganda. noticia de la última broma que la Liga ha pegado a estos santos
—En mi casa, todos nos vivimos reproduciendo letreritos en pa- varones. Verás. Con el sigilo y la cautela que imponen las circuns-
pel de china. Luis, mi hermano, saca doscientas copias por minuto, tancias, que cada día se hacen más terribles, se prepararon cer-
nomás rodando una botella entintada. ca de mil globos de papel, bastante grandes, con el ya famoso escudo
de la Liga dibujado en los costados. Distribuyéronlos por toda la
—Nosotras tenemos unos sellos que dicen: "Boycot", y los pe-
gamos por todas partes. ciudad, y hasta en algunas poblaciones cercanas. Todos llevaban
su abundante cantidad de impresos, en papel delgado, con los co-
—Y a mí me llega por correo la misma propaganda que yo hago lores de la bandera. Se decían lindezas de los repetidos santos varo-
el día anterior.
nes. Se dio la orden de que los globos fueran lanzados exactamente
—¡ Ah! Los comerciantes ya no aguantan. Los de "Las Fábricas", a la una de la tarde de ayer. A esa hora precisa, cuando varios
el miércoles no vendieron absolutamente nada, y el jueves no ven- aeroplanos de los mencionados varones andaban revoloteando por
dieron más que un carrete de hilo.
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HÉetor-IO
les aires, porque tuvieron noticia vaga de lo que se proyectaba,
había permanecido casi sin decir palabra. Era una señorita alta,
eleváronse los globos, y como llevaba cada uno una yesca encendida
de ojos negros que miraban con intensidad, aspecto muy modesto
en el hilo de que pendía la propaganda, al llegar a cierta altura
cayeron los volantes como lluvia sobre la ciudad. Fue aquello y presentación recatada.
encantador, Mary. Brillaban los globos y las hojas, heridos por la — N o hablo, porque no necesitas, Mary, que te ayuden. Pero
luz de un sol refulgente, destacándose en un cielo de un azul purí- digo que tienes razón, mucha razón, y que yo estoy dispuesta a
simo. Los perseguidores, furiosos, no han podido alcanzar el punto echarme de cabeza en esos trabajos —dijo, con el color del rostro
o los puntos en que se fabricaron los globos, ni menos los lugares encendido.
de donde fueron lanzados. ¡Necesitarían dar con más de ochocien- —¡Bien, muy bien! —comentó María, cada vez con más vehe-
tas casas, y si se tratara de castigar a las personas por el espantoso mencia—. Jacinta, tenga usté, por Dios se lo pido, una idea más
delito, tendrían que meter a la cárcel cuando menos, a medio M é - digna de lo que es nuestra religión...
xico, porque todos los católicos estamos estrechamente unidos y —Es que el padre Martín d i c e . . .
todos, directa o indirectamente, tomamos parte en estos trabajos. —Nada de padre Martín, sino la historia y lo que puede y de-
Es cosa de alabar a Dios por esa unión y debemos levantar un be ser.
monumento al señor don Plutarco, por el gran bien que con esto —Calma, calma —intervino Consuelo, al ver que la taparía se
nos ha proporcionado. exaltaba y la Arguelles no se daba por vencida.
" M i mamá te manda muchos recuerdos, muy cariñosos, lo mismo —Pero, oye, .Consuelo —intervino otra para acabar con la con-
que a tu excelente mamá. Salúdala de mi parte con todo cariño, troversia—, ¿qué no nos das té? ¿Pues, qué piensas?
y tú recibe muchos besos y abrazos de tu amiga y condiscípula, que —Eso sí que no —respondió Consuelito—. Ni té, ni bizcochos, ni
mucho te quiere y desea que no aflojes, ni por un momento, en el , nada. ¡Estamos en boycot! Aquí se observa riguroso.
trabajo. —En mi casa también. Hasta en la ropa Hemos remendado
Lola», cuanto vejestorio tenemos, y no compraremos nada en ocho meses.
—En la comida de mi casa, hasta la carne quitó mi mamá. No
—¿Quién había de pensar que esos famosos capitalinos —notó se gasta nada.
una de las jóvenes—, que pasan por ser gentes tan tibias, habrían — ¿ Y a vieron que el cine bajó los precios a la mitad?
de llegar a esas actividades? —Sí, pero no sabes que a los empleados del Gobierno les acabalan
—Es que asistimos al despertar de un México nuevo —dijo con el sueldo con boletos de teatro para que vayan a la fuerza.
su fuego habitual y con profunda convicción la recién llegada—; —¡ A h ! Si en toda la república fueran tan cumplidos como somos
y es que se prepara, Dios lo quiera, el momento de vencer, por la en Zacatecas, en tres días los tumbábamos a puro boycot...
buena o por la mala, a fuerza de golpe y de sangre. —Pues gracias a Dios que sí lo son. Dice Guillermo López que
—¡Jesús nos ampare! —exclamó la Arguelles—. Pero eso no es las noticias de toda la república son excelentes... El Gobierno sien-
cristiano: eso es horrible. te ya el vacío, se asfixia, se ahoga,
—Horrible y todo, Jacintita —replicó María en el acto—; pero —Por eso comienza a matar gente —dijo la Arguelles.
más feo y más espantoso es que nos arrebaten la fe. — ¡ S í , ya lo sabemos! Pero si no entiende con el boycot,, ya bus-
—Con la oración —replicó la beatita. caremos "el otro" sistema que le arda m á s . . .
—A Dios rogando y con el máuser dando... —Somos mujeres, tú
—Pero... —Pero también hay hombres —dijo Consuelito—. Yo conozco
— N o hay "pero" que valga. Mire, señorita —añadió María con uno que lo es de verdad.
ímpetu—, si Francia se ha conservado nación católica, es porque —¿Pepe Soberón?
los católicos se armaron contra los protestantes y no se dejaron. —No me hablen de ese pazguato.
Precisamente en la "Santa Liga Católica"... Aquí ya ha corrido — ¡ A h ! Ya sabemos.
la sangre y va a seguir corriendo. —¿Digo?
— L a nuestra y la que no es nuestra, Jacinta. Y tú, Josefina, ¿ por — ¡ ¡Héctor!!
qué tan callada? —añadió María, dirigiéndose a una joven que
— ¿ Y dónde está, oye, Consuelito, dónde está?

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Esta pregunta quedó sin respuesta. En aquel preciso momento,
alguien llamó a la puerta urgentemente. Salió Consuelo, y volviendo
luego al salón de costura, dijo a sus amigas:
—Muchachas, las dejo en su casa. Voy a un negocio delicado.
Encomiéndenme a Dios y prepárense, por si las necesito.
Vistióse Consuelo toda de negro, color adoptado por las católi-
cas como protesta continua por la persecución; se colgó al cuello
la medalla religiosa más grande que tenía, y después de besar a sus
amigas, salió a la calle.
¿A dónde iba? XIX

EL HOMBRE ENTERO

E L PENSAMIENTO DE HÉCTOR estaba definitivamente incrustado en


el corazón de Consuelo. Los destinos de ambos marchaban ya por
lendas paralelas, y a cada peligro o pena del recio joven, Consuelo
pedía una brizna siquiera de participación.
Por tal impulso movida, Consuelo llegó a constituirse en la virgen
r- protectora, en la guardiana constante de los destinos de Héctor,
ofrecidos en aras de una causa a la que ella estaba también en-
tregada toda cuanta era.
Vaya que el muchacho merecía eso y más. No olvidaba Consuelo
esto, desde que no olvidaba tampoco la impresión horrible que
lindera la noche aquella en que Héctor fue deportado en medio
del misterio más cruel y amenazador. Y el alivio y esperanza en
que envolvió su corazón la noticia de que Héctor vivía aún, aunque
consignado a los jueces en la prisión militar de Tlaltelolco, en la
ciudad de México, reafirmó en ella la admiración y maduró el
germen del amor hacia el guapo mancebo.
Aquel mérito y apreciación de Héctor frente a Consuelo, creció
y se robusteció al conocer ésta las muestras de carácter granítico

3 ue Héctor diera durante aquellas tres semanas de calabozo. El


elito de Héctor era para Consuelo un timbre de gloria. La ver-
güenza de la cárcel, una prenda de orgullo. Su delito era, según
decían, conspirar contra -las instituciones, cuando eran precisamente
las instituciones básicas del orden social, a saber, la familia, la
escuela, la Iglesia, la propiedad, la patria, las que él defendía, y
ella con él, frente a un Gobierno de intrusos, ante una ley de ener-
gúmenos . . .
Héctor se había agigantado. Aquellas semanas de prueba habían
fortalecido todos sus propósitos de sagrada vindicta, y habían acen-
tuado el asco que ie inspiraban los hombres que clavaban sus
espuelas sobre el cuerpo de la patria.

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Consuelo estaba informada de todo. Ahí, en la lóbrega prisión, Mientras Héctor en su lóbrego aposento vestía la clámide del
en el momento de supremo cansancio, después de dos días y dos vidente y la coraza del luchador futuro, acá, en Zacatecas, bien lo
noches de completo olvido y abandono, un rico católico de la fa- sabía también él, Consuelo, la princesita de marfil y de oro, lucha-
milia de los nuevos tibios, había obtenido permiso de visitarlo y ba por salvarlo.
ofrecer lo suficiente para obtener la libertad caucional. Y Héctor
se había rehusado a aceptar. ¡ L a fianza! Tal fue su primer objetivo. Cinco mil pesos y Héc-
tor estaría casi libre. ¿De dónde sacarlos? ¡El Padre Martín! ¡ L o
¿Por qué? Porque aquel miserable le proponía como condición del estandarte! Ella y su tía pagarían después. Pero el padrecito
"que se quitara de la cabeza la idea de agravar la situación, tra- nc puso pálido cuando Consuelo lo fue a ver. Y la lengua se le
bajando por una Liga de ilusos y de candidos". Héctor prefería su trabó ligeramente al decir a Consuelo la verdad, una verdad que
calabozo. Consuelo también prefería a Héctor en él. Porque el alma indignó profundamente a la joven.
de Héctor, reverberante ahí, lo transformaba todo. Aquellos ladri- El rico Soberón, papá del pazguato de Pepe, había ido a llorarle
llos húmedos, aquellos rincones apestosos, aquellas claraboyas cu- al Padre Martín, y éste, por su buen corazón, por los lazos de
biertas de telarañas, eran la mejor lección objetiva de todo lo que amistad, por esto, por lo otro, no pudo negarse y ¡le había pres-
a las almas grandes podían dar los usurpadores pequeños. Poco tado los cinco mil pesos!" Como rayo fue Consuelo a ver a Soberón.
después, aquel calabozo era un templo, cuando de diversas partes de Era tarde: los pesos habían volado ya. Y, lo peor: no había espe-
la república acudían muchachos y jóvenes a recibir el bautismo ranza de volverlos a v e r . . .
del sufrimiento, presididos y alentados por varios sacerdotes que con
ellos cantaban con plena convicción: Consuelo rabió. No se acordaba de haber sentido un disgusto
semejante en toda su vida. Pero a fuer de mujer nunca rendida,
"/ Corazón Santo, abrió otra brecha. Habló con su tía, reunió a sus amigas, movió a
tú reinarás...! los de la A.C.J.M.,. y entre todos hicieron llegar a Héctor el precio
Jamás perjuros del rescate.
de aquestos muros Héctor, libertado por Consuelo, salió del calabozo y sus primeros
nos verás ir; pasos fueron para ir a entrevistarse con Rene Capistrán Garza, que
¡seremos tuyos acababa de salir del suyo, para ponerse a sus órdenes en el mo-
Hasta morir.. .!" mento en que los hombres valientes, altaneros y gallardos, debieran
entrar en acción en la noble epopeya prolongada con mansedum-
Y perfectamente bien templado estaba ya el espíritu de Héctor bres y borreguismos.
para despachar con viento fresco a un antiguo amigo suyo que le
ofrecía un buen hueso en el Gobierno, con quince o veinte pesos Rene Capistrán Garza, el famoso leader de la Juventud Católica
diarios, y a un norteamericano que le abría las puertas de Jauja, de México, comprendió que era el hombre de la gran empresa
invitándolo a trabajar en una poderosa negociación de Chicago. que con él había intuido, tras largo estudio y observación, el estado
r!el país, que había reconocido el pecado de los católicos de la
En el capullo fecundante de la prisión, Héctor completó su evo- antigua hornada, y que había forjádosc ya un pecho y un brazo
lución espiritual, hasta acabar de convertirse en un caudillo. Ahí,
de acero para expiar esa culpa de paciencia ominosa, inyectar vida
en la misma prisión, observó y anotó las condiciones militares y
y alma en el pietismo general, ánimo y esperanza en el clero des-
financieras del Gobierno; la mínima fuerza moral y técnica de aque-
consolado, fuego y sangre en la juventud despejada y un poco
llos revolucionarios armados que forman el ejército, la profundidad
de sú corrupción y la imposibilidad de su saneamiento. Palpó una de conciencia del propio valer en todos los demás ciudadanos
vez más la evidente eficiencia del elemento católico en todos los mexicanos.
órdenes que no fueran la fuerza bruta, y ratificó definitivamente Rene Capistrán Garza había recibido ya multitud de cartas y
su conclusión de que el día que los elementos sanos se resuelvan a mensajes. Los más pacíficos de toda la república estaban avergon-
reprimir esa fuerza bruta que en manos de los demagogos pulveriza zados de su paz, y le aclamaban como caudillo de una nueva em-
los sillares de la patria, con otra fuerza también física, a fin de presa perfectamente enunciada en estos términos: la defensa de
quitar el único obstáculo que impide la acción fecunda de tanta la Iglesia y de la Patria contra el injusto agresor.
fuerza moral, intelectual, económica y social, entonces México
será salvo. Por eso, al presentarse Héctor ante Rene, éste saludó en aquél
al alma hermana.

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—Estoy tranquilo —díjole Rene—. Aunque yo fracase por la paraba Héctor con madurez su itinerario. Debía estudiar en cada
tacañería de los católicos ricos, confío en que usted levantará mi Estado con qué elementos se contaba y con qué dificultades espe-
bandera. Yo he aceptado la enorme responsabilidad de Jefe de un ciales se tropezaba.
nuevo género de defensa desconocido en nuestra patria, pero ne- No faltó a los intrépidos iniciadores de la gran defensa, la ma-
cesario. En esa gloriosa defensa, usted será el brazo derecho. Nadie nera de controlar las informaciones diversas que el Gobierno recibía
debe extrañarse de nuestra actitud. Hemos agotado todos los me- sobre la situación general del país. El boycot era eficiente. Si no
dios pacíficos. Nos hemos humillado hasta pedir a las Cámaras de había obtenido aún su fin, era porque no luchaba contra un Go-
esos hombres perdidos, la reforma de la ley perseguidora. Les he- bierno decente, sino contra una turba ciega que prefirió echar a
mos rogado con dos millones de firmas de ciudadanos, sabiendo rodar la república antes de conceder -la libertad. Así, el mismo
perfectamente que no podían tener otro éxito que el que tuvieron: bien de la república exigía la resolución del boycot en una protesta
ser arrojados al cesto de los desperdicios. Dos millones de ciudada- armada, único medio más enérgico, que tenía toda la eficiencia
nos hemos sido abofeteados por unos cuantos miserables, y usted del boycot más su efectividad característica. Y ningún instante
sabe que el consejo evangélico no llega a aconsejar el poner otros mejor que aquel en que el pueblo todo temblaba de vergüenza y
dos millones de mejillas. .. Ellos fundan su orgullo en los fusiles de asco ante la bajeza oficial, en que la Ley Calles había hecho
del ejército; no nos queda otro recurso que la fuerza para reprimir palpable la persecución antes solapada, en que el Gobierno se
a esa minoría envalentonada. El momento, sin embargo, no ha arruinaba financieramente y en que la iniciativa privada de los
llegado. Debemos prepararnos, y prepararnos bien. Debemos acu- jefes militares ponía a cada ciudadano y a cada pueblo en una
mular recursos, organizamos adecuadamente, para reducir al mí- situación desesperada.
nimum el tiempo del sacudimiento y restablecer cuanto antes la
salud de la patria. Yo me entregaré todo a la labor de allegar Y aquí volvía a entrar la fría reflexión. Ese movimiento de-
recursos financieros. No es mucho lo que necesitamos, pues «que bía planearse y financiarse, sobre todo. Más, además de esto, debía
contamos con el pueblo todo. A usted le corresponde el ponerse conjurarse otro peligro gravísimo, propio exclusivamente de este
en contacto con todos nuestros amigos de la república. ¡ La victoria género de proyectos. Debía evitarse que el clero de México, movido
será nuestra! Cuando un pueblo se resuelve a luchar por salvarse, de su característico espíritu de mansedumbre, de bondad, de piedad
se salva indefectiblemente. Hay un solo peligro: el egoísmo de los y de paz, no creyera necesario profundizar el estudio de aquella
grandes capitalistas católicos. Si con él no tropezamos, México será situación, y diera al punto la solución que a primera vista parece
salvo en unos cuantos meses. Pero si esos católicos ricos olvidan la obligada, a saber: recomendar la paciencia y la paz y reprobar
su deber... de un golpe la guerra.
Los seglares católicos comprendían que en este caso quedarían
—Entonces —agregó Héctor—, iremos a la lucha sin nada, pero ya atados de pies y manos frente al enemigo.
iremos. Así salvaremos desde luego nuestra propia honra. Si los
A pesar de que a! clero de México se le ha acusado de agitador,
católicos mexicanos nos olvidan, acudiremos a los católicos extran-,
bien sabían los ciudadanos católicos que era punto menos que
jerbs, y si todo capital huye de nosotros, entonces, a pesar de todo,
imposible obtener su cooperación. La preparación, pues, eficaz de
seguiremos luchando. Y la lucha, raquíticamente financiada con
un movimiento de tal naturaleza, exigía como necesario y tenía
la sangre delgada de nuestros soldados hambrientos y desnudos,
por suficiente que los piadosos sacerdotes no fueran a deshacer
durará, no un mes. como nosotros queremos, sino como los egoístas
de buena fe la obra que los católicos emprendían contra la mala
lo quieren, durará dos años, cinco años, veinte años, cincuenta
fe de los perseguidores.
años? que nuestros hijos y nuestros nietos nazcan, crezcan, vivan,
se desarrollen y mueran en ella, pero que ni nosotros ni ellos con- Esta medida exigía mucha previsión, mucha calma y mucho tino.
sintamos en abdicar nuestro derecho de cristianos ni de hombres, En estos tanteos y preparativos se vivía en el campo católico,
ante una turba de crueles y de ignaros...! ¡triunfaremos! Esté cuando corrió en México, como un relámpago, la noticia de algu-
usted seguro de que triunfaremos. ¡ Y, o derrotamos al Gobierno, nos espontáneos levantamientos de católicos ya desesperados, en
o lo hacemos ir a Canosa...! puntos de la República.
Héctor había recibido la comisión de entrevistar a los diversos Departían Héctor y Rene sobre estos tópicos, en uno de sus escon-
católicos que en cada, lugar de la república ansiaban sacudir de didos bufetes, ojo siempre avizor, sobre el proceso que tenían
una vez por todas el yugo que pesaba sobre la gente honrada. Pre- pendiente sobre ellos, cuando un rápido telefonema de una línea

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tendida de contrabando, hizo llegar estas sencillas palabras: "Raúl,
se te quema la casa".
Los profanos no acertarán nunca a descifrar exactamente todo
lo que estas pocas palabras significaban. Baste decir que en la
clave adoptada tenía especial significación, no sólo cada palabra,
sino cada sílaba. El hecho es que veinte minutos después del aviso,
Héctor, vestido de mecánico, salía por el camino de Toluca guian-
do un automóvil a sesenta millas por hora. Bajo la presión de las
circunstancias, no quedaba otro recurso que generalizar el fuego
cuanto antes. En Toluca comenzaría el reconocimiento; de ahí
XX
Héctor iría al Norte, visitaría Durango, luego Chihuahua, después
Tampico y, por último vendría a Zacatecas, en donde le tocaba
trabajar a él, CARNE Y A L M A
Así disfrazado, viajaba ya en el Ferrocarril Central, en un carro
de segunda, cuando en la estación de Irapuato vio subir a un mu-
chacho ranchero que él reconoció inmediatamente, peto por quien -
LLEGÓ HÉCTOR VESTIDO DE MECÁNICO a la ciudad de Zacatecas y
Héctor no fue luego reconocido. Notó, sí, que el muchacho le mi- en vez de ir a su casa, fuese a acoger a la de un muchacho de la
raba con atención, con curiosidad, y con cierta desconfianza. Tan A.C.J.M., humilde y generoso. Desde ahí mandó a Consuelo el
pronto como encontró Héctor oportunidad, se acercó al muchacho, recado que ésta recibió cuando departía bulliciosamente con sus
y le dijo: amigas.
—¿Eres Juanillo? f~. Había a la sazón una pobre mujer enferma a la que Consuelo
—Sí —contestó el otro sorprendido. solía visitar, y fue aquella casa la que escogió Consuelo para citar
— ¿ N o me conoces? en ella a aquel Héctor vestido de chamagoso.
—¡Don Héctor! —exclamó el muchacho, como quien resucita, Aunque Consuelo ignoraba los sangrientos sucesos de Paracho,
y le tendió los brazos. ya medía lo delicado e importante de la misión de Héctor, y el
Al punto aprovechó Juanillo la coyuntura para contar a Héctoi peligro que correría a la menor indiscreción. Por otra parte, asaz
de pe a pa los sucesos todos de Paracho, y la comisión peligrosísima delicada aparecía la cita desde el punto de vista psicológico; pues
que llevaba precisamente para Héctor. Héctor se dio por bien los padecimientos de Héctor, la estima que le mostraban los jefes
informado, y se sintió en ascuas, al saber con exactitud quiénes de la Liga en la ciudad de México, la misma participación que
eran los levantados en armas. Informó a Juanillo sobre lo que le Consuelo había tomado en su libertad, todo había avecinado más
podía comunicar, y le aseguró que don Tomás sería cuanto antes y más aquellas almas gemelas. ¡ N o cabía duda! Héctor contaba
auxiliado y reforzado. ya con que Consuelo lo amaba, y con que su propia indiferencia
a toda dulzura de mujer, se había ido a la porra desde el momento
—Bueno, don Héctor —dijo Juanillo sin esperar más—. Enton-
que lo avasallaba un profundo sentimiento de gratitud, de venera-
ces yo me apeo aquí en Aguascalientps, y me devuelvo luego. Ya
ción y de admiración para aquella muchacha que no era una
cumplí mi mandado.
mujer a secas, sino un verdadero ángel de dulce mirar, de firme
—Vamonos, y te quedas a descansar unos días en Zacatecas. obrar, con sus ternuras de paloma y sus gallardos vuelos de
—¡ Malajos pa mí, si voy a descansar, cuando mi padre trae al heroína. . .
retortero a los malditos!... Salúdeme a doña C h o l e . . . Ya le diré
a mi padre que le meta duro, que ustedes nos empujan. Llegó, pues, Consuelo a la humilde vivienda escogida. Iba sim-
pática y linda como nunca. Sobre el negro noche de su vestido,
—Sí, dile que yo me comunicaré con él. Y que si se rajan los resplandecía la plata de su insignia religiosa, y el óvalo niveo de
del Norte, me voy con él, aunque sea yo solo. .. su rostro siempre animado por aquellos ojazos de hebrea.
Héctor, nervudo y arrogante, se paseaba ansioso por el pequeño
mal empedrado patiecillo, orgulloso de su vulgar disfraz que ante
Consuelo, sin duda, lo enaltecía. Algo intranquila, algo inquieta

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echarse de bruces sobre aquel abismo de suavísima bondad y sim-
era a la verdad para Héctor, aquella espera de unos cuantos minu- patía, y decirle claramente ahí mismo, a pesar de todos los peligros
tos. No creía Héctor jugar ahí su vida de aventurero, pero sí temía y de todos los fracasos, que en la talega de su pecho de hombre
y deseaba iniciar su carrera de amante. Y algo grave era sin duda llevaba encerrado el gato rabioso de aquel amor que le partía el
el tirarse a fondo sobre un corazón de subidísimo precio, con casi alma... Levantó Héctor el rostro, y Consuelo lo miró. lx> miró
plena seguridad de ser recibido en triunfo, pero siempre con un duro y férreo, como un caudillo, esbelto y digno como una espada.
ligero temorciilo de equivocarse de parte a parte, en todas sus Pero al mirarlo lo hirió también con su mirada de reina y soberana,
amorosas- suposiciones. El momento era crítico. Corría ahí peligro mirada que se hundió en el espíritu de Héctor, haciéndole temer
de nuevo, matándole de un sopapo todas sus intrépidas resolucio-
de sufrir menoscabo su mismo espíritu de luchador social, pues quie-
nes y dejando a los inquietos amorcillos mudos y tiesos como esta-
bras del corazón suelen arruinar la entera energía del hombre.
femos. Héctor palideció. En aquella fracción de segundo habría
Temía, por otra parte, enfriar el entusiasmo de Consuelo, al apro-
preferido que se lo tragara la tierra, antes que pronunciar una
vechar aquel preciso momento para tenderle la gentil emboscada. sola palabra de amor. Pero la guapa chica no se dio por entendida
En estos y los mismos y repetidos vaivenes se mecía el espíritu de de los temblores y palideces con que Héctor cerraba aquel drama
Héctor, mientras la angelical Consuelo se acercaba más y más a interior de medio minuto. Se acercó radiante el gallardo mozo, y
la feliz casucha. Héctor, en la prisa del tiempo que corría fatal
para su corazón, vacilaba entre el reprimirse por entonces, o el —¡Héctor! —le dice, con un acento de admiración, de cariño,
aprovechar la ocasión, y hay que decir que gozaba a la vez en no de súplica, de generosidad, corriendo hacia él con los brazos deli-
determinarse por ninguno de los dos extremos y quedar saboreando ciosamente abiertos.
aquel dulcísimo dolorciílo, aquel delicioso tormento, hijo de la Entre los suyos la recibió el muchacho. Chocaron los dos pechos
misma indecisión engañosa y cruel, pero dulce y acariciadora. Se —roca de volcán y pluma de paloma—, y los brazos de entrambos
oían pasos. ¿Era ella? Un suavísimo frío comenzaba a invadir su se estrecharon con efusión viva y prolongada. Héctor se sintió
ser. No era por cierto el peligro de una aprehensión peligrosísiaía, arrebatado hasta el tercer cielo. Nada vio, nada sintió, nada oyó.
sino el natural miedo de todo hombre por valiente que sea, cuando Sólo recordó más tarde que el momento en que el perfume del
se acerca a las puertas del amor con temores de encontrarlas ce- rostro de Consuelo le acusaba su vecindad, cuando en su mejilla
rradas, de un humillante fracaso. ¿Y quién no participaría, como tostada sintió el desconocido cosquilleo de los amenos rizos de la
Héctor, de tal incertidumbre, al recordar que a pesar de la dichosa joven, él arrancó del fondo de su ser un sentimiento nuevo, una
comunión de ideales, él era el oscuro hijo de sü padre y ella era pasión flamante y rica, creada por Dios especialmente para aquel
la rica Consuelito Madrigal, niña mimada de la sociedad entera? instante y para aquel abrazo, y con aquel sentimiento y con aquella
Aquellas dudas llevaban trazas de matar con muerte repentina todo pasión vistió, fundió, impregnó estas palabras:
ánimo en Héctor, cuando sin preámbulos ningunos la gentil figura
—¡Consuelo de mi alma! —pronunciadas con una ternura de
de Consuelo se dibujó en la puerta de la calle. Héctor tembló. Y
que él mismo nunca se creyó capaz, y dejándolas con soltura ungir
ya que no cayó al suelo como partido por un rayo, si tomó rápi-
las sienes de Consuelo, endulzar sus oídos, destilar sobre su corazón,
damente la resolución de matar ahí mismo su amor contra su
entrar hasta sus huesos como un óleo suavísimo, perfumado, pene-
propia entraña, y quedarse chitón para todos los días de la vida.
trante, que debía producir infinitas resonancias al hablar muy
Y sufrir, definitivamente sufrir, pero sin pretender nunca hacer
suave dentro de aquel corazón de princesa hechizadora...
sombra a aquella elegantísima mujer. «
La presencia de algunas humildes mujeres y el peligro que en
Consuelo, la despiadada, cerró tranquilamente la enorme madera verdad Héctor corría, hicieron a entrambos pasar como gatos sobre
del zaguán, y, esbelta y cimbreadora, adelantó unos pasos, dibu- brasas, por los campos brevísimos de su idilio, y dando carpetazo al
jando en su rostro la sonrisa más dulce que ojo humano descubrió negocio de las ternuras, entrarse de lleno en la prosaica materia
en rostro femenino. de la entrevista.
Héctor bebió de un sorbo el néctar de aquella sonrisa. Y en Bajo un triste dosel de raquíticas parras, sentáronse Héctor y
aquella imagen instantánea descubrió tal dulzura y bondad, tan Consuelo. El joven, omitiendo los detalles de su prisión que poco
particular, tan única y tan marcada nota de misericordiosa simpa- interesaban por entonces, y agradeciendo someramente a su ángel
tía, que le hizo sacar los guiñapos de sus amores, desgarrados medio protector la fianza y por ende la libertad caucional tan fecunda
segundo antes, inflarlos de nuevo y colocarlos vivitos y coleando para él, expuso a Consuelo en los términos más breves y precisos
otra vez a la flor de su corazón, resuelto, ya definitivamente a
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la resolución tomada ya irrevocablemente de levantar por toda la — Y o me temo que el Padre Martín se asuste, nos asuste a
República el grito de defensa armada, y la misión que él recibiera nosotros y asuste a todo el mundo, dejándonos en la picota. Pero
de conferenciar con los correligionarios en diversos puntos de la no sería inútil tomarle el pulso. ¿Y luego...?
República, para venir después a encabezar él mismo el movimiento
—Nuestro plan, en concreto, será éste —prosiguió Héctor—:
de Zacatecas.
pedirle que nos ayude con su influencia, recomendándonos, ala-
Consuelo le escuchó sin pestañear. Y como respuesta al aventu- bándonos delante de los ricos que él frecuenta, o por lo menos
rado programa sólo tuvo palabras que revelaban en ella una natu- comprometiéndose a dar su opinión en nuestro favor en caso de
raleza superior: que le consulten. Con eso tenemos asegurada la participación de la
—¡ Muy bien! ¿Y qué debo hacer? sociedad rica católica.
—Tenemos hombres y tenemos armas, por lo menos para comen- —Bueno sería obtener de él siquiera que no nos descompusiera
zar —respondió Héctor—; pero las familias de esos hombres lo que nosotros mismos hiciéramos...
quedarán en la miseria mientras nosotros luchamos. También ne- —¡ Consuelito! —dijo Héctor en tono de suavísima reprensión—
cesitamos parque, mucho parque, y para todo esto necesitamos ¿comienzan ya los pesimismos?
sencillamente dinero. Esta obra de aprovisionamiento la han acep- — ¡ N o , qué esperanzas! —respondió Consuelo sacudiendo la
tado con entusiasmo las mujeres católicas. Esta es la misión que cabeza y sonriendo—. ¡ No hay que pensar! Yo me voy inmediata-
yo vengo a poner en las manos de usted, Consuelito. mente a la casa del Padre Martín, dejo entreabierta la puerta, us-
—Dinero, parque... —repitió reflexionando Consuelito. ted llega y se cuela de rondón. ¡ Y hablamos al Padre Martín con
toda claridad!
—Parque, siquiera parque, con lo cual nosotros conseguire-
mos todo. Y como lo dijeron luciéronlo.
Consuelo aquietó el vibrar de sus pestañas, inmovilizó sus labios,
pensó fuerte, sintió hondo, y por último, habló claro: «•
—[Perfectamente! ¡Trabajaremos, y de veras!...
—En estos momentos el asunto está delicado —prosiguió Héctor
ya perfectamente entrenado—. Algunos no han soportado más, y
se han lanzado ya a la lucha. Esto nos pone a nosotros en una
situación peligrosísima, y a la vez nos urge a organizamos, pues
de otra manera aquéllos quedarán solos en el campo y eso es
injusto. . .
—Pues a comenzar ahorita mismo —añadió Consuelo.
— Y o quiero salir esta misma noche para el Norte. Sólo me
reservo diez minutos para ver a mi madre, que me creyó muerto.
Consuelo miró su rico relojillo de pulsera, lucero microscópico
que se acurrucaba junto al hoyuelo da su muñeca, y respondió:
—Son las ocho de la noche. Tenemos dos horas. Comenzaremos
en seguida las entrevistas.
— Y o creo —dijo Héctor —que nos es necesaria la influencia
de algún sacerdote bien relacionado. El Padre Martín, por ejemplo,
tan bueno y tan estimado, nos puede ayudar mucho.
—¡ El Padre Martin! —murmuró Consuelo lanzando un suspiro
al recordar la ¡nocente jugada de los cinco mil pesos.
— ¿ N o cree usted eso? —preguntó Héctor al observar la impre-
sión de Consuelo.

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159
XXI

ESTOCADA DE H I E L O

E N UNA AMPLIA, SALA, despacho a la vez que recibidor, con gran-


des sillones forrados de seda raída, consolas extensas cubiertas de
baratijas y de santos con nichos de vidrio, Consuelo y Héctor espe-
ran que una criada anciana anuncie la visita al Padre Martín,
que en aquel momento cena.
Envuelto en un balandrán gris, cubierta la cabeza con una espe-
cie de gorro frigio y arrastrando unas babuchas rojas bordadas de
oro viejo, hace su aparición en la estancia el famoso Padre Martín.
Acércase antes que todo a levantar la mecha de un viejo, pero
elegante quinqué dé petróleo, pues la disciplina del boycot le ha
obligado a cortar la electricidad; después, también paso a paso, se
acerca a la mesilla de la radio y da una media vuelta al registro
de azabache para sofocar los gruñidos de una importuna estática, y
acabada la faena se acerca por fin al estrado en donde ambos jó-
venes le esperan de pie.
—¡ Vamos a ver! ¿Qué hay de nuevo? —dijo tendiendo la mano
a Consuelito, mano que ella besó.
Al tender la mano a Héctor, se le queda mirando con fijeza,
como para identificarlo.
— ¿ N o me reconoce usted, Padre? —preguntó Héctor sonriendo.
El sacerdote lo miró con mayor atención todavía, mostrando no
reconocerlo.
—Soy Héctor Martínez de los Ríos —dijo el muchacho, creyen-
do entusiasmar con su nombre al eclesiástico.
— ¡ A h ! —exclamó el Padre Martín, con un tono que estaba
a mil leguas del entusiasmo.
Consuelo dirigió a Héctor una rápida mirada, para animarlo
en aquella atmósfera de indiferencia. En seguida, con tono de gra-
cia, añadió:

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Hlclitll
— ¿ Y a mí no me reconoce usted, Padre? ¡ Soy Consuelo Ma- ta. Volvió luego a su sitial, y?, más entonado, y sonriendo de nuevo,
drigal! preguntó:
Mordióse los labios y sonrió el canónigo. — ¿ A cuál de los dos se le ocurrió eso primero?
—¡ A h . . . Conque Héctor Martínez de los Ríos y Consuelo —Padre —dijo Héctor zafando al Padre del camino de broma
Madrigal, ¿no es cierto? que pretendía tomar—, la cosa es más seria de lo que usted piensa.
—¡ Sí, Padre! —contestaron ambos creyendo que el ambiente se El movimiento armado es a estas horas ya un hecho. En la Sierra
de Michoacan se ha levantado ya don Tomás Anzures, en Gua-
animaba.
najuato está ya Navarro Origel, en el Norte están otros. Esos po-
— M e habían dicho —prosiguió muy tranquilo el Padre Mar- bres no han podido soportar más. Yo mismo he huido de México,
tín— que esos nombres sonaban por ahí juntos, y ahora veo que porque con ese motivo ordenó Calles mi reaprehensión. Ahora te-
es verdad. nemos ya el compromiso de secundar el movimiento en toda la
Consuelo y Héctor dieron buena acogida a la broma. República. A mí me toca secundarlo aquí.
—Y sonarán más dentro de poco —añadió Consuelo cogiendo El Padre Martín sintió frío. Se levantó de nuevo y cerró las
al vuelo la mosca—, pero para ello necesitamos de nuestro buen maderas de las ventanas. Volvió a su sitio. Antes de sentarse fue
Padre M a r t í n . . . a cerrar la puerta de su alcoba que había quedado abierta.
El Padre Martín sintió un baño de rosas con las zalameras pa- — ¿ Y cómo se le ha ocurrido venir aquí? ¿Y a ti, Consuelo,
labras de la diestra muchacha, y sonrió plácidamente... andar con este joven?
— ¡ A h ! . . . Se trata de boda elegante; pero hijo, en esas fa- —Padre, por la sencilla razón de que yo soy también católica.
chas. .. —concluyó el Padre dirigiéndose a Héctor. — ¿ Y nadie sabe que usted está aquí? —preguntó inquieto el
Consuelo comprendió al punto que el Padre desviaba el timón, Padre.
y le interrumpió diciendo: *' — Nadie más que usted y Consuelito.
—Padre, usted piensa en bodas, cuando nosotros en lo que pen- —¿Ni su mamá?
samos es en salvarnos. — N i mi madre.
Abrió tamaños ojos el Padre Martín. Se puso serio: — ¿ Y a mí para qué me quieren? —dijo con titubeos el sacerdote.
—¿Pues qué pasa? -—preguntó—. ¿Se fugó usted, Héctor? ¿O —Para esto: necesitamos dinero. Consuelito será la agente
que es lo que les sucede? financiera, y usted debe ser quien nos recomiende y nos apoye con
—Sí, Padre; él se fugó y nos pasa algo, nos pasa mucho. Nos los católicos ricos. Eso es lo que pedimos de usted.
sucede a él y a mí, a usted y a todos, lo que usted ya sabe —dijo Un intervalo de profundo silencio siguió a las palabras de Héc-
con vehemencia Consuelo—. Y ya estamos cansados de estar con tor. El Padre Martín quedó pensativo. Frunció un poco el ceño,
los brazos cruzados, estamos resueltos a buscar la manera de acabar y bajó la cabeza clavando la mirada en el pavimento. Héctor y
con esta horrible situación de México, estamos decididos a poner Consuelo lo devoraban con los ojos. Para Héctor el instante era
en ejecución lo que pensamos.. . crítico. Era el primer paso que daba hacia el ideal, sin conocer
—¡Vaya, v a y a ! . . . ¡ M u y bien! —respondió el Padre Martín todavía la amargura de los grandes hombres.
acomodándose en el sillón, eme protestó rechinando. Levantó por fin la cabeza el Padre Martín, y dirigiéndose a
•—¿Y usted también está tan valiente como Consuelito? Consuelo, preguntó con suavidad:
—Sí, Padre —respondió con seriedad el joven—. Y venimos a — ¿ Y tu tía ya sabe esto?
hablar a usted con franqueza, a pedir su consejo y a rogarle su — L o sabrá a su tiempo —respondió Consuelo—. Nos pareció
influencia. En pocas palabras, Padre: el plan es éste: ¡levantarnos más urgente hablar primero con usted.
en armas! El Padre Martín sacudió ligeramente la cabeza.
— ¡ N o sean bárbaros! —dijo el Padre entre burlesco y asustado. —Pues... el asunto —dijo— es bastante delicado. Necesito
Héctor y Consuelo clavaron en él los ojos. El Padre no pudo pensar mucho lo que he de responder a ustedes. Yo necesito hablar
resistir aquellas miradas que lo asediaban, y se levantó, y fue a otro poco con usted solo —dijo a Héctor—. Por lo pronto les
cerrar por sí o por no la puerta del salón que había quedado abier- digo que esto me parece una locura...

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—Padre —dijo Consuelo—. Héctor no tiene tiempo que perder, razón. Los demás debían escarmentar... pero no, y va saliendo el
y ya que está aquí, yo quiero que hablen de una vez todo lo que 1
Arzobispo de Durango con su grito de " ¡ V i v a el de Huejutla ", y
quieran. Me voy al momento y los dejo solos. tras él el Obispo de Tacámbaro, con su trozo de ópera: "Si retro-
— N o , Consuelito —dijo el Padre—. No se vaya usted. Al fin cedo, matadme", y hasta el viejito Arzobispo de México, se entu-
y al cabo Héctor puede volver después, dentro de una semana, de siasma y declara la perogrullada de que "las leyes del 17 son contra
un m e s . . . la libertad"! ¡Es evidente! Calles no está en el tercer grado de
humildad de que habla San Ignacio. ¡ L e pican, le pican y le
— N o , Padre: ¡qué semana ni qué mes! ¡ N o queremos perder vuelven a picar, y *él dispara, y nos lanza el decreto de 14 de
un minuto! Los dejo solos para que hablen... ¡Héctor, le quedan junio para meternos en cintura y acabar con nosotros!...
dos horas escasas! ¡Nos veremos luego!
Héctor estaba desconcertado. Todos los argumentos que llevaba
Y sin esperar más cumplidos, besó Consuelo la mano del Padre
preparados no le servían para nada en aquel imprevisto y rudo
Martín, y salió.
ataque contra el Episcopado mismo de México.
Héctor sintió que con ella se iba el cincuenta por ciento de su
—Padre, yo no sé cómo responder a usted. Es la primera vez que
fuerza y de su ánimo. No creyó, sin embargo, llevar al fracaso la
empresa discutiendo él solo filialmente con el Padre Martín. oigo hablar en esa forma contra los señores Obispos. Mi corazón
de católico me dice que cuando un enemigo me está hiriendo es
Este apenas se vio solo con Héctor, tomó un nuevo aire de som- mi padre quien clama en mi favor, y es mi padrastro quien se
brío desenfado, y le dijo: cruza de brazos y calla. Por eso todos nosotros, al mirar que esos
—Conque, joven, hablemos ahora con más libertad y con más señores Obispos se enderezaban y hablaban así, comprendimos que
franqueza... Yo creo muy posible lo que usted me cuenta. No no estábamos solos, que éramos hijos que teníamos padre, que era*-
me extraña que algunos pobres tontos hayan tenido esa descabella- mos ovejas que teníamos pastor. .. Usted habla de.la amenaza dé
da idea en sus montañas, cuando en nuestras ciudades, entre "los las leyes. Pero ya no era una simple amenaza cuando el Obispo
que se las dan de intelectuales, hemos encontrado también muchos de Huejuda hablaba. Cuando él levantaba su voz, que nos recordó
chiflados... Yo le diré a usted con llaneza: ¡ ustedes lo que están la de los antiguos Padres de la Iglesia, ya nosotros habíamos vis-
haciendo es que nos están acabando de zambutir en la camisa de to el saqueo del Colegio Teresiano, la expulsión de las monjas y de
once varas en que nos han metido los obispos...! los sacerdotes extranjeros, la clausura de nuestras escenas, la ocu-
Héctor sintió un golpe de hielo en la mitad del alma. Clavó sus pación de los Seminarios. Y antes de esto, hace diez años que
ojos escrutadores sobre el rostro del sacerdote, le miró los párpados estamos viendo y lamentando las mismas cosas, sintiendo el doble
abultados, las mejillas carnosas, los labios gruesos, todos los detalles tormento de la pérdida de nuestra libertad y el silencio desconsola-
de su rostro hasta identificarlo perfectamente, pues creyó estar ha- dor de nuestros dirigentes. Todos ansiábamos un grito de aliento,
blando no ya con el Padre Martín, sino cuando menos con el todos aguardábamos un toque de reunión de los buenos para orga-
patriarca de los comediantes del cisma. nizar la defensa del b i e n . . . Por eso nos sentimos bendecidos por
—¿Se refiere usted, Padre, a la suspensión de los cultos? —pre- Dios, cuando Calles nos impuso la lucha por la Iglesia, cuando los
guntó tímidamente Héctor. señores Obispos se reunieron en México, y se irguieron en defensa
de la Iglesia que a ellos estaba encomendada. Ellos suspendieron
— M e refiero no sólo a la suspensión de los cultos; sino a eso y
el culto público; nosotros nos lanzamos al boycot...
a todo. ¡ Se ha escogido un camino dé bravatas y de alborotos que
nos va a perder, que no ha hecho más que agriar los ánimos, y —Mire usted, joven: es inútil que discutamos. Disentimos desde
despertar a estas fieras y hacer a los revolucionarios echarnos el los mismos principios. Yo siempre he sido amigo de la paz. Yo
caballo encuna...! Cuando las cosas están más delicadas, cuando creo que no tenemos remedio. Somos unos pacientes desahuciados.
las leyes nos están amenazando, era lo debido, señor mío, era lo Hemos llegado a un punto en que los revolucionarios tienen ya
debido estarnos callados, casi nulificados, no llamarles la atención. toda su fuerza, y que a nosotros no nos toca sino estar bien, lo
Eso pide la prudencia, la previsión, la diplomacia. No se necesitan mejor posible con ellos. Existen las leyes, son leyes persecutorias,
muchos dedos de frente para descubrir esto: ¡hasta'las gallinas se está bien; pero ya sabemos que no las aplican; bueno, las aplican
acurrucan y se dejan dar palos cuando no tienen otra salida!... aquí o ahí, pero de vez en cuando; más, después, se moderan un
Pero no, señor... Y ahí va saliendo el Obispo de Huejutla con poco, aflojan, se les olvida, y así la vamos pasando... Nuestra ac-
sus pastorales de perdonavidas. Lo meten a la cárcel con plena titud, a mi entender, debe ser disimular, disimular lo más posible...

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Que no quieren colegios católicos; pues quitarlos. Que no quieren la bilis concentrada que en su hondo y oscuro pecho le amarga-
que salgamos de sotana; pues salir de chaqueta. Que nomás cinco ba la vida. Y seguía desahogándose:
sacerdotes; pues nomás cinco sacerdotes. Que no hablemos de po- —i Esto no tiene remedio! Y ustedes nos van a llevar a la
lítica en la prensa; pues hablar de otras cosas. Que para ejercer el ruina. . . Yo no pude acabar con esas novedades que ustedes lla-
culto público nos registremos; pues. ..
man pomposamente acción social. ¡Si hubiera p o d i d o . . . ! Lo que
—Padre, por Dios —interrumpió Héctor—. Si yo no creo que hice fue lavarme las manos y encerrarme en mi sacristía, y seguí
usted sea el Padre Martín, si me parece que usted se ha rebelado con mis Primeras comuniones, y con mis Hijas de M a r í a . . . Si asi
contra la Iglesia... ¡ Y a no discuto, Padre! ¡ Y a no replico! ¡ N o lo hubieran hecho todos no estaríamos como estamos, con la soga
pronuncie usted esa palabra que iba a pronunciar: registrarse! en el pescuezo. . . A ver: ¿a mi quién me dice nada? Los mismos
— ¡ N o ! N o digo que nos registremos así nomás.. . pero buscar revolucionarios, ¿qué me han hecho? Todos saben que yo digo misa
algún modo de registrarnos para evitar precisamente estos sacudi- aquí en mi casa, y ¿quién me ha venido a molestar? La misma mu-
mientos. jer del Jefe de las Armas me manda decir misa por su marido...
— ¡ Y a , Padre! ¡ L o comprendo todo! Héctor frunció el ceño de indignación al escuchar tales jac-
Y al decir estas palabras, Héctor temblaba de pies a cabeza de- tancias.
lante de aquel sacerdote que le parecía sencillamente monstruoso. ..
— ¿ Y quieren .usted y los suyos que yo les ayude a hacer una
—Pues me alegro que lo comprenda usted. Y yo, consecuente revolución?
con mi principio de que debemos conformarnos con lo que nos — N o queremos hacer una revolución, Padre. La revolución la
vayan dejando, he sido enemigo de toda idea que tienda a irritar
está haciendo Calles y los suyos. Nosotros queremos una defensa
los ánimos; por eso soy y fui enemigo de la Liga de Defensa
efectiva y eficaz contra esa revolución...
Religiosa, como antes lo fui de la A.C.J.M que con esas rancias
sociologías hace a los muchachos imprudentes y presumidos * -fui —Llámela usted defensa, llámela usted cruzada, sea lo que sea,
enemigo también de las famosas Damas Católicas, otras que mejor esta es mi respuesta: ¡ N o , no y no! ¿Entiende usted el castellano?
cantan, y también me cayeron como patada en el estómago esos —Muy bien, Padre; eso me basta.
dichosos Sindicatos católicos en que se ha querido volar a los Y Héctor, mordiéndose de rabia los labios, hizo el impulso
obreros y darles alas para que se envalentonaran ante sus amos... de ponerse en pie para despedirse. Los ojos le brillaban como los de
Héctor echó de ver que el buen Padre Martín estaba perfecta- un cachorro herido, el corazón le latía desesperado como una
mente perdido y sintióse animado al mirar que embestía de un fiera asaeteada. .. Porque se encontraba ante un enemigo con
golpe contra todo lo que significaba un verdadero resurgir católico. quien no podía combatir. Porque contra el Padre Martín, perse-
El Padre Martín prosiguió: guidor invulnerable de los santos ideales, no podía mejor que Calles
y mejor que el Jefe de las Armas, desbaratar de un soplo toda la
—¿Cómo cree usted que me iba a caer ese famoso boycot? No
era y no es más que otra gran tontería... ¡Si usted oyera las obra paciente y constante de los católicos decididos...
lamentaciones que yo oigo. . .! ¡Si usted viera los apuros y las mi- El Padre Martín, ya encarnizado, impidió que Héctor se levan
serias que ha ocasionado a los mejores comerciantes....! tara de su asiento.
Héctor sonrió un poco. Aquel Padre Martín comenzaba a caerle —Espere usted —le dice—. No he terminado. ¿Sabe usted lo
en gracia. No era un elemento bueno que se perdía; era una que debería yo hacer? ¿Sabe usted lo que sería más caritativo y
remora peligrosa que se revelaba. Aquellas lamentaciones las co- más cristiano? Coger 'el teléfono ahora mismo y avisar a la
nocía Héctor de antemano: eran las lágrimas de cocodrilo de Jefatura de Operaciones que usted está aquí con estas pampalinas.
Soberón, que veía desinflarse sus talegas. .. Así se evitaría que más tarde otros locos hicieran lo mismo.. .Pero
El Padre Martín estaba excitado. El ambiente general, el mismo no tenga usted cuidado. No lo haré. Es mejor que sin que lo
respeto social lo había tenido atenazado reprimiendo su singular cintareen a usted en el cuartel, fracase su intentona por sí misma.
descontento, hijo de un trato frecuente con dos o tres capitalistas Así lo creo, así lo espero, así lo quiero. De todas maneras conmigo
egoístas y liberaluchos. El encuentro con Héctor le daba ocasión no vuelva usted a querer contar, ni siquiera para encomendarlo a
para explotar como una bomba de dinamita, para envolver a Dios. Y o , al contrario, le haré a usted la guerra siempre que pue-
todos los buenos en la lava de su pesada iracundia, para desahogar da. Y esto, por su b i e n . . . Yo no seré nunca revolucionario. Calles,

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sea como sea, es el Presidente, es el Gobierno. El cristiano debe Héctor oyó dentro de sí estas palabras distintamente. Cogió su
dar ejemplo de obediencia y no de rebeldía. Esas son mis ideas sombrero clavándole las uñas y haciéndole guiñapo, con la fiera
precisas, claras. Por eso estoy peleando con todos los obispos; majestad de un l e ó n . . . El Padre Martin, ciego a los fuegos inte-
por eso estoy arrimado aquí en esta ciudad. .. pero soy noble y riores del espíritu, le contemplaba sonriendo, esperando que el
sincero, por eso le hablo a usted con claridad... De modo, hijo joven se diera a si mismo por fracasado.
mío (prosiguió cambiando en dulce su ruidoso tono), que si usted —¿Qué dice usted, pues? —le preguntó, queriendo facilitar
se deja de esas cosas y vuelve a su trabajo, yo mismo le arreglo aquella rendición prematura
su libertad; pero si usted se obstina en seguir, entonces tendrá que Héctor clavó sus ojos nobles y serenos en las dormilonas pupi-
estrellarse conmigo.. . Y, sépalo, tendrá usted dos grandes enemi- las del sacerdote. Le tendió la mano, y teniendo entre las suyas las
gos a quienes combatir. Esos dos enemigos serán... ¡ Calles y el del sacerdote respondió:
Padre Martín! ¿Qué dice? —Padre, puede usted avisar por teléfono que yo estoy aquí, y
Héctor estaba ya de pie. El horrible chubasco había dejado su lo que digo y lo que pienso.
corazón como una sopa. Aquel desastre inicial le predecía todo —Entonces, ¿persiste usted, no es cierto? —preguntó el Padre
uri camino obscuro y siniestro. Aquel primer desengaño formidable sonriendo compasivamente.
era preanuncio de un sinnúmero de nuevos desengaños... Y enton- Héctor intensificó la lumbre de sus ojos y respondió:
c e s . . . ¿ sería un iluso? ¿ Con quién iba, pues, a contar para reali-
—Sí, Padre. Persisto. Y lucharé con toda la fuerza que Dios
zar su epopeya, si los cedros del Líbano caían frente a él con tal
me dé; lucharé como usted dice, contra Calles... ¡y contra el
estrépito?
Padre Martín!
Muy despacio se acercó Héctor a la mesa de mármol en que Besó aquella mano consagrada y salió.
había dejado su sombrero. En el centro de aquella mesa se le-
vantaba un hermoso grupo escultórico... Cristo moribundo ep[ la
cruz. En su rostro divino se dibujaba un dolor supremo; en -sus
labios se helaba una queja amarga... Al lado de la cruz, una
mujer, María, y un joven, Juan, estaban de pie, únicos supervivien-
tes en la desolación general de los discípulos... Héctor evocó a
Pedro negando al Maestro, a Judas vendiéndole, a los demás dis-
cípulos escondiéndose. .. Sólo María y Juan permanecían en guar-
dia al lado de Cristo, en aquel momento de terror en que el, mismo
sol se oscurecía y las rocas del monte chocaban unas con otras...
Aquella escultura habló al espíritu de Héctor: El era un joven,
Consuelo era una mujer... quizá quedarían solos en la lucha-
frente a los fariseos y los soldados del César; pero era el Cristo su
ideal y su bandera, y por eso ellos no podían sucumbir, pues,
triunfo o inmolación, toda la gloria sería para ellos. . . ¡Calles y
el Padre M a r t í n . . . qué pequeños! ¡ Qué pequeños ante un ideal
tan grande! ¡ Levanta, alma mía, tu ánimo y tu valor! ¡ Tú eres más
grande, tú eres más fuerte! Si los hombres te abandonan, harás
nuevos hermanos de las rocas del monte y de las arenas del m a r . . .
¡ Y triunfarás con todas las hominosidades de un héroe de epopeya,
con todas las aureolas de un santo del c i e l o . . . ! ¡Adelante! ¡Deci-
diste luchar, y no pedir caricias y lisonjas! ¡Decidiste sufrir y no
buscar deleites y regalos! ¡Adelante! ¡Mata, rompe, devora! Y si
tu padre, el mismo que te. dio el ser, se tiende sobre el umbral
de la puerta... ¡ pasa sobre tu padre y vuela hacia dónde te llama
tu deber!

168 169
XXII

AMA Y VIVE

N U N C A LE HABÍA parecido a Héctor más triste y solitaria aquella


calle, mientras en su pecho se atrepellaban los más encontrados
sentimientos: descubrir ante los buenos al desconocido adversario,
perdonar generosamente a quien se proponía hacer tanto mal.. .
Oculto perfectamente el Héctor verdadero bajo aquel disfraz
humilde, pensó en ir a despedirse de su madre. Perdióse entre las
sombras de las callejas abandonadas hasta entrar a la calle de Dos
Cruces. ¡ L a puerta del dulce hogar estaba entreabierta!... ¡ U n
ángel había entrado, sin duda, por ella! Héctor entró y cerró la
puerta tras si. Al explorar con ojos escrutadores el vestíbulo ilumi-
nado tenuemente, distinguió que en rústico sofá ornamentado por
las enredaderas y por las flores, le esperaban dos mujeres amadas:
su madre con las lágrimas de ternura en los ojos; Consuelo con la
sonrisa de amor en los labios. ..
— ¡ H i j o del corazón! ¡Vives todavía!
Tal fue el saludo de Soledad al bañar a Héctor con sus lágrimas.
Héctor no respondió: era más suave recibir en silencio la unción
sagrada de las lágrimas maternales.
Consuelo, vivaracha y avisada, comprendió que no era aquella
su hora.
—¡Bueno, los dejo! —fue su despedida.
Dulce y confortante fue el coloquio de Héctor con su madre.
Orgullosa de sufrir y padecer por la causa de Cristo, sentía de
cerca la aureola que brillaba en la frente de Héctor. Cuando
éste le comunicó sus últimos proyectos. Soledad sintió en sus entra-
ñas un estremecimiento de júbilo. Era la madre de los Macabeos,
era la hembra espartana, era la mujer mexicana que no cree cum-
plir su vocación sino cuando engendra un héroe o un santo.. .
— ¡ H i j o mío —le dice—, eres mi único tesoro! Eres tú lo que
yo más quiero sobre la tierra Y precisamente por eso, porque eres

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mi prenda mejor, porque eres mi talismán magnifico, por eso nacía! ¡ Qué radiante felicidad se acurrucaba, traviesa y juguetona,
en el alma de Héctor! ¡Cuánto bien le había hecho el calor de
gustosa, te ofrendo a Nuestro Señor Jesucristo: ¡yo no quiero ser
los besos de su madre.
tacaña con El, cuando El ha sido tan generoso conmigo!... " ¡ V e ,
hijo mío, ve adonde te llama tu deber! Yo quisiera poder hacerlo —¡Soy dichoso, soy grande! ¡Seré invencible, seré triunfante!
como tú. En esta empresa los ricos deben dar su dinero, los hom- Todos los enemigos son pequeños y deleznables... Mi fe, mi ardor,
bres como tú, darán su brazo; las madres como, yo daremos a nues- mi resolución, mi juventud, todo vale más que ellos... ¡Calles,
tros hijos-.... V e , que las bendiciones de tu madre te acompañan Calles. . .! ¡ Pigmeo cruel y ensoberbecido, porque te soportamos con
y te siguen. Hoy no eres nadie: mañana serás el soldado de Cristo y miedo y timidez! ¡ Ya verás cuando nosotros, bien organizados
el libertador de tus hermanos. Si mueres, serás mártir; si vives, y bien pertrechados, te hagamos rendir a nuestros p i e s . . . ! ¡ Y a
serás héroe, y cruzarás nuestras plazas en medio de aclamaciones verás! Ya verás cuando, en vez de inclinarnos ante tus caprichos
de los buenos, ciñendo los laureles en tu frente sin mancha y tu y en vez de encogernos como pollos al grito de tus oficiales, nos
ardor en tu pecho sin o d i o . . . ¿ Recuerdas, hijo mío? Yo pedí plantemos frente a ellos y respondamos a sus demandas homicidas
siempre a Dios te hiciera un santo, por eso hoy le doy gracias de con la descarga de nuestros rifles heroicos... Ya verás cuando a
que te haga un caudillo. Hoy la santidad consiste en luchar por los rayos del sol naciente crucemos las montañas acariciados por
Cristo; ¡lucha, pues, por El y cumplirás el ideal de tu madre.. .! el hálito de los bosques, aclamados por los gorjeos de los pájaros,
templando nuestro espíritu al contacto de la naturaleza virgen,
Aquellas palabras sagradas brotaban como llama de turíbulo de jocunda y robusta, para bajar después como avalancha incontenible
los labios de aquella mujer. .. Héctor comprendió que Dios le le- a arrancarte de las garras la víctima indefensa que devoras en las
vantaba en vilo de la postración en que el Padre Martín le dejara. ciudades.. . Y a verás a tus generales temblando ante nosotros, y a
—¡Madre! ¡Madre! —respondió—, fueron tu dolor y tu sangre tus soldados víctimas huyendq mtimidados ante nuestra fuerza.
los que me hicieron incubar esta idea; son ahora ,tu amor y pi Entonces llegaremos brindando sosiego y libertad a los buenos, y
espíritu los que me animan a realizarla.. . Tú me diste el serf .y metiendo temor y haciendo justicia en los malos. . . Mientras las
hoy me lo acrecientas. Al abrir las puertas de mi hogar una intensa campanas infantiles, naciendo a la libertad, acarician nuestros oídos
pesadumbre oprimía mi ser. . . Traía yo un puñal de hielo clavado . y el dulce golpe de rosas encarnadas, arrojadas a nuestro paso por
en las entrañas. .. mis santas ilusiones se sacudían como guiñapos manos femeninas, acaricia nuestros rostros... Y creceremos en
desgarrados por mano cruel... mas antes de que mi alma sorpren- fuerza y en vigor, y en entusiasmo y en número, hasta hacer un
dida rumiara su desgracia prematura, ya estás tú a mi lado, madre soldado invencible de cada hijo de la patria, hasta afianzar el
bendita, enviada por el mismo Dios, para rehacer las fibras de reinado del bien, después de haberte hecho arrancar de las leyes
mi ser, para restaurar mis fuerzas malogradas! ¡Si esa es la madre la sentencia de muerte que está dada contra el alma de la patria
mexicana, no faltarán caudillos a los hijos de D i o s . . . 1 . . . ¡ Y a verás!
Vehementes, cálidas, entrecortadas, como gotas de fuego, eran Así habló consigo mismo el recién armado caballero. Así marcó
las palabras de Héctor pronunciadas entre estrujones apasionados sus pasos altaneros y resueltos aquel joven ante las lumbres de un
al corazón de la madre que lo vivificaba saturándolo de heroísmo; ideal justo, sagrado y bendito. Quien en aquel momento le hubiera
mientras Soledad inclinaba su cabeza sobre el alzado pecho de su hablado de fracasos, habría quedado estrellado ahí mismo. Así
hijo, desfallecida, desjarretada, tras aquel nuevo parto en que se quedó entonado su espíritu conquistador, para venir a contemplar,
arrancaba un pedazo del espíritu para incrustarlo a golpes de en aquella hora única que le quedaba, otra faz, muy importan-
corazón sobre el bronce de aquel pecho anhelante... te, de la lucha, de la que no pudo prescindir ya, cuando todos los
optimismos anidaban en su corazón: ¡Consuelo!
— ¡ M a d r e ! . . . ¡ M e voy! —dijo Héctor sacudiendo con resolu-
ción la soberbia cabeza, Resoluciones supremas, plétora de espíritu, volcán incontenible,
—De rodillas, hijito —contestó Soledad. corazón repleto de vigor y de fuerza, todas las empresas, todas las
Lo bendijo. ¡ Fue un asperges de lágrimas... Y Héctor partió. audacias; eso rezaba la consigna de aquella hora escasa que Héctor
vivía...
¡Qué hermosa noche! ¡Qué linda oscuridad! ¡Qué suavidad
acariciadora la de los antes tristes farolitos! ¡Qué perfumada Como flecha, volvió Héctor la esquina y entró en la calle
brisa! ¡Qué augusto silencio en medio del' cual se adivinaba el resuelto, ahora sí, a robar el corazón de Consuelo. Enfocó sus
batir de alas de espíritus invisibles que aplaudían al gigante que miradas hacia el alto portón macizo de la entrada principal: ¡ ce-

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rrado! Luego, las ventanas; coquetas, misteriosas, también cerra- le sacudía, como quien reprende y alienta a la vez. Aunque real-
das. .. Por último, allá al extremo de la fachada, en la puerta de mente sorprendida, no era incomodada por aquella estocada de
servicio, ¿de veras?, una silueta de mujer dibujada entre las can- mete y saca, y una vez encerrada en las estrecheces encendidas
teras . . . ¡ Consuelo! de aquella última pregunta, se salió por la tangente diciendo:
Era ella. Depuesta la indumentaria aristocrática, había tomado —Pero, ¡qué loco se me ha vuelto usted, qué ocurrencia de
la perspicaz mujer el vestido de las muchachas de pueblo: un hacer esas preguntas!. ..
vestido de percal "lavado y planchado" y un rebozo de bolita
prendido de los hombros y ondulado sobre los brazos lo mismo Y tomando un delicioso tono de broma que señalaba la victoria
que un manto g r i e g o . . . Consuelo notó luego que Héctor reventa- de Héctor, añadió:
ba de felicidad. —¿Qué no ve usted que soy una pobrecita de rebozo?
— Y a estamos en las mismas fachas —díjole Gonsuelo—. Vamos La suavidad y cariño con que tal reflexión hizo Consuelo, en la
caminando... cual subrayaba toda la simpatía que había mostrado hacia Héctor,
—Nunca viví una noche más rica —respondió Héctor empare- hasta el último rasgo de acompañarle a aquellas horas, como una
jándose con Consuelo. mujer pobre y sencilla que se olvidó de su alcurnia por beber al
—¿Rica? ¿Pues cómo le fue? lado de Héctor los primeros sorbos de un cáliz de penas y sufri-
—Mal y bien —respondió Héctor con aplomo—. El Padre Mar- mientos, todo reveló a Héctor que Consuelo estaba rendida a su
tín me partió, pero mi madre me volvió doble vida. Ahora no le amor desde mucho tiempo antes, y que aquella declaración no era
tengo miedo a nada ni a nadie. Me siento con fuerzas para ninguna novedad para una muchacha que adivinaba el amor de
arrostrarlo todo, y para arrollar todo lo que a mi paso se oponga. Héctor, ni era necesaria la respuesta de la misma para un Héctor
— ¡ A s í me gustan los hombres! —dijo Consuelo tocando ligera- que sentía sobre su brazo férreo, y duro la presión nerviosa, violenta
mente el brazo de Héctor. *~ y nutrida de aquellos dedos femeninos.
Héctor se sintió un rey al lado de aquella mujer dulce y amable —¡Bueno, basta, mujercita de rebozo!... ¿Verdad que no te
como una esclava. Con tono firme, casi rudo, prosiguió: enojas conmigo porque te quiero? —preguntó Héctor entrando
— Y a no le tengo miedo a nadie.. . con audacia al tuteo dulcísimo...
Y acentuando la palabra, aunque bajando la voz y acercando —¡Cállate, tonto!,—respondió Consuelo torciéndole un pellizco
el rostro a Consuelo, añadió: elocuente—; eso no se pregunta a estas horas.. . ¡ N i una palabra
— . . . ni a la famosa Consuelito M a d r i g a l . . . más!. .. ¿eh?
—A mí, ¿por qué? —respondió Consuelo con sorpresa maliciosa. —¡Triunfé! ¡Gracias, Consuelo! —dijo Héctor celebrando todo
—Porque sentí ese miedo hoy ai esperar a usted en la casita... c! sentido de aquella reciprocidad de confianza—. Te decía que
pero ahora ya no cabe en un hombre de aventuras, ni en un loco no le tenía ya miedo a nada ni a nadie —añadió, dando esbelto
caudillo abrigar más tal temor. Ni quiero dejar cuentas pendientes, camino a la conversación—. ¿Cómo le había de tener si tú estás
conmigo con toda tu vida y con todo tu espíritu? ¿Verdad?
ahora que me echo de bruces sobre el torbellino de una vida nueva,
— ¡ V a y a ! ¿Qué cuentas pendientes son ésas? ¿Con quién? ¿Con —¡ Chist!... ¡ Silencio!
quién? «. Y así pleiteando sabrosamente caminaron por las torcidas y lar-
Tal decía Consuelo mirando perfectamente venir la tempestad gas callejuelas empedradas, dándose mutuo apoyo a cada paso
entre aquellos relámpagos de entusiasmo valeroso. vacilante, hasta llegar, muy pronto por cierto, a pesar de la lentitud
—Cuentas pendientes con usted, Consuelito, con usted —añadió del andar, a la explanada en cuyo frente se alzaba la caseta de la
Héctor con resolución, y sin dar lugar a respuesta, continuó: —Por- Estación.
que usted sabe que yo no he amado a ninguna mujer; porque yo —¡Hasta aquí nomás! —dijo Consuelo parándose en. seco—.
amo a la mejor del mundo, o me estrello. Y no hay en el mundo Allí hay mucha gente. Pero no te me vas sin la bendición.
una mujer que valga cuanto vale Consuelo Madrigal. He hablado Arrodillóse Héctor, complaciente y agradecido, sobre las piedras
claro. Ahora pregunto: ¿ M e amará usted también? mismas de la acera. La "pobrecita de rebozo" levantó su mano
Consuelo, sin darse cuenta, durante aquel chubasco de barbari- finísima que brillaba como mármol pulido en medio de la semios-
dades, llevaba bien cogido ya el brazo de Héctor, y le estrujaba y curidad, y murmuró la clásica bendición que Héctor había escu-

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chado de su madre: "La Santísima Virgen te cubra con su
santísimo manto".
Cogió Héctor la mano suave y bienhechora y, de rodillas aún,
la besó con efusión, teniéndola entre ambas suyas... Luego, de pie,
tendió sus brazos y estrechó en ellos a Consuelo con delirio.
—Siento que la victoria es mía desde esta noche... ¡ Adiós...!
Notó entonces que Consuelo quedaba sola.
—Espera —díjole—. Que alguien te lleve a casa.
Lanzó Héctor un silbido que se sobrepuso al ruido de los .coches
que pasaban. Otro silbido le respondió, y a poco, llegaron has-
ta ellos dos muchachos de la A.C.J.M., que merodeaban por la
Estación.
—¿Conocen? —preguntó Héctor, indicándoles a Consuelo.
Acercáronse más los muchachos, y al identificar a Consuelo di-
jeron:
—¿Cómo no la hemos de conocer?... |Si es nuestra capitana!
-—¡Bueno! Se las encargo. La llevari a su casa y . . . ¡chitón!
Unos minutos después Héctor se apretujaba confundido con el
pueblo en los vagones del tren del Norte.

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Corl. A N C H I . C A S T I L L O , Jefe de la 2a. Zona, Mich., y la Viuda e
hijas del Corl. I G N A C I O N A V A R R O ORIGIÍL, muerto en campaña.
XXIII

EL PROFETA DE FUEGO

EL DÍA 18 DE SEPTIEMBRE DE 1926, un poco antes de la llegada del


tren de Río, paseaba tranquilamente por los andenes de la Esta-
ción del Internacional en la ciudad de X un individuo casi vulgar.
Inobservado por la multitud, confundido entre los ocupados u
ociosos que gustan asistir a la llegada de los trenes, aquel individuo
sacó del bolsillo una especie de hilacha blanca, al parecer desga-
rrada del pañuelo. Cosa de notar fue que en vez de tirar aquella
hilacha en el primer depósito de basura, se le ocurrió atarla a la
punta del paraguas. A la llegada del tren, mientras cargadores y
chiquillos, hoteleros ,y amigos de los viajeros, se agolpaban sobre la
puerta de los vagones, nuestro individuo, retirado de la multitud,
se acercó a la gran tabla de horarios, y comenzó a leer, señalando
las líneas con la punta del paraguas. No pasaron dos minutos, cuan-
do uno de los pasajeros acercóse por detrás al individuo, y con la
confianza de un antiguo amigo que sorprende, le tapó los ojos,
diciendo:
—¿Quién soy?

—Es fulano de tal —respondió el otro bajando el paraguas y


volviendo el rostro, a la vez que quitaba la hilacha del extremo.
El pasajero saludó al del paraguas, a la vez que se desataba
un pañuelo que llevaba al cuello.
El del paraguas se echó al bolsillo la hilacha. Ambos dijeron:
—Ahora sí. Vamonos.
Y echaron a andar cogidos ya por el brazo. Aquellos dos perso-
najes no se habían visto nunca. Se acababan de identificar por
medio de una serie de señales. El del paraguas era un comisionado
secreto de la Liga Defensora Religiosa en aquella ciudad; el pasa-
jero era Héctor Martínez de los Ríos, que entraba ya en acción.

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Héctor-12
— Y o sé que aquí están muy bien organizados —dijo Héctor a
Victoria, frente al cual se levanta, grave y sereno, el Palacio de
López iniciando la conversación. Gobierno.
—Se hace lo que se puede —contestó éste—. Lo cierto es que •—Mire usted —dijo López—; aquí fue la famosa hecatombe de
aquí se encuentran bien sentadas las ideas. Hace tiempo que se 31 de mayo. Detrás de este pilar pasé yo el susto. Desde aquellas
estudian nuestros problemas y nuestra-historia. Nos sentimos orgu- vantanas el Gobernador y los diputados disparaban sobre nosotros,
llosos de nuestros sacerdotes, que son ilustrados; con nuestra pren- que nos amontonábamos y escondíamos como borregos. Aquí cayó
sa, que es avanzada y de nuestros directores, que son activos. No una mujer. Al caer herida, como una protesta, comenzó a cantar
estamos tan adelantados como Jalisco, que nunca pierde, ni somos el Himno Eucarístico...
tar fervorosos como ustedes los zacatecanos; pero sí podemos decir —¿Cuándo el decreto? —preguntó Héctor.
que después de quince años de golpes ya comenzamos a admirar
—Exactamente la cuestión de hoy. Entonces se redujo todo
a Ketteler y a entender el porqué de los programas sociales de
nada más al Estado. Apoyados en la Constitución, los diputados
León X I I I . Por eso los Sindicatos nacieron aquí con esplendor, las
locales (¡uh, los conozco!) decretaron el registro de los sacerdotes,
Damas Católicas están en todo su apogeo, los Caballeros de Colón pues, según ellos, sólo veinticinco debían ejercer el ministerio. El
no han merecido el dictado de inactivos y los chicos de la A.C.J.M. Prelado, viejito, pero santo y valiente, de un golpe prohibió a los
ansian seriamente trabajar. sacerdotes someterse al registro, bajo pena de excomunión. Algu-
—La Liga va muy bien, ¿verdad? —preguntó Héctor nas damas vinieron al Gobierno a solicitar la revocación del decreto.
— M e parece que sí —respondió López—. Nos tardamos un poco El pueblo comenzó a acercarse, ansioso de noticias. Empezaron acá
en comenzar; pero apenas prendió Calles la mecha, la organización las apreturas de la impaciencia, siguieron los empellones de la
brotó automáticamente. La Jefatura Local de la Liga es desconocida. policía, creció aquí abajo el alboroto, cundió la alarma allá arriba,
y cuando menos lo esperábamos ¡zas!, las descargas de los soldados
Todos obedecen sin saber a quién. Cuando nos aprehenden, deci-
desde el zaguán y de los diputados desde los balcones... ¡ A h ! ,
mos que todas las actividades son dirigidas desde México, y^que ¡ desgraciados!, y nosotros, que ni piedras encontrábamos para rom-
nosotros no sabemos de residencias de nadie. Las organizaciones perles siquiera la cabeza. ..
católicas todas ya sociales, ya piadosas, están cumpliendo a las
mil maravillas la parte que les toca en el plan general de defensa. —¡Bárbaros, bárbaros! —observó Héctor, recordando los detalles
Las organizaciones sociales dejan para sí la mayor parte del trabajo que entonces había leído en la prensa. — ¿ Y aquí estaba la Zárraga,
que podría distraer la atención de la Liga; la Vela Perpetua añade verdad?
a sus devociones un rosario por la Liga; las almas muy piadosas so —Sí. Para preparar el ambiente, mandaron los masones traer
disciplinan por la Liga, y hasta a San Antonio ya no se le prenden a la desdichada conferencista... Hubiera usted oído qué sapos y
tantas velas por el novio o por la novia, sino por la Liga y poi culebras echaba por aquella boca.. . Eso sí, no podía ir a ningún
lado sin que la rodeara una fuerte guardia
los intereses de la L i g a . . . Nuestra propaganda está sistematizada:
se decretan hasta "consignas de conversación" en nuestras organi- — ¿ Y qué pasó, por fin?
zaciones todas, y así vamos reforzando el ambiente en determinado —Que el Gobierno se asustó de su obra, temiendo que nos
sentido. Las Damas Católicas tienen a su cargo el Comité de cárcel. subleváramos, pues el pueblo estaba resuelto, y no volvió a pensar
Cuando caen algunos a la cárcel por razones de propaganda, no- en decretos.
más telefoneamos al número tantos más cuantos y decimos: "Ca- — ¿ Y esta iglesia derrumbada? —preguntó Héctor señalando el
yeron siete". Y ahí tiene usted ya siete almuerzos y siete colchones altivo pedazo de un elegante templo que se levantaba sobre el nido
en la Penitenciaría, y siete comisiones de visitas, siete libros para de sus propios escombros.
que se entretengan, siete tinterillos para enredar a estos y poner a — ¡ A h ! Pues el Sagrario Metropolitano. Mire usted: era una
aquellos en libertad. Las Empleadas Unidas tienen a su cargo a los riquísima joya de arquitectura. Al Gobernador militar se le ocurrió
huéspedes ilustres y secretos, como usté. De ellas recibí yo la abrir aquí una calle. .. y mandó derrumbar, entre otras, la mejor
de nuestras iglesias.
orden de venirlo a encontrar, y no le trajimos a usted automóvil
sencillamente porque el boycot lo prohibe. — ¿ Y entonces no hubo balazos?
•—No. Nomás hubo machetazos contra las señoras.. . Los hom-
En estas y otras semejantes conversaciones se distraía la atención
bres no nos metimos, pues creímos que aquello acabaría pronto,
de los pascantes, cuando acertaron a cruzar por el Jardín de la
que pronto nos pondríamos en paz. Y ya ve usted...

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de ser católica cuando él decía lo que eran los católicos, según
—Pues a ver si ahora sí termina esta pesadilla —añadió Héctor Dios nos quería!.. .
sonriendo y apretando significativamente el brazo de López.
— ¿ Y cómo se llama ese padre? —dijo Héctor, entusiasmado
—¡Dios nos lo conceda! Porque, la verdad, esto es ya inso- más por la fogosa descripción de Josefita que por lo que en reali-
portable . . . dad fuera.
Un cuarto de hora más tarde, ambos peatones entraban, como en Iba Josefita a contestar, cuando sonaron a la puerta unos rápi-
su casa, en una linda residencia, modestamente acurrucada, hom- dos aldabonazos y, en seguida, al compás de un paso vivo y taco-
bro con hombro, entre las humildes viviendas de la calle de V o - neado, resonó en el corredor mismo una soberbia voz masculina
lantines. que entonaba con desparpajo garboso:
—¡Doña Josefita! —pegó un gritazo López adelantándose por
el corredor, todo lleno de tiestos con flores y de jaulas con pájaros. "Viva il vino spumeggianle
¡Aquí le traigo a un buen amigo! Es de lo mero bueno. Nos lo nel vichiere scintillante..."
cuida usted muy bien, pero muy bien; porque vale media Repú-
blica. Y apareció a la puerta del comedor la figura distinguida de un
—A su casa de usted llega, señor. Pásele. Con toda confianza. joven simpatiquísimo de pies a cabeza. Vestía un traje de Palm
Beach, un abrigo llevaba terciado al brazo, en la diestra portaba
Bienvenido. Tome usted posesión de lo que es suyo. Aquí su recá-
un rico bastón de bambú, un fieltro a la negligée cubría parte de
mara, aquí su baño, aquí su escritorio, aquí tranquilidad, seguridad
su frente, que se adivinaba total, amplia y despejada; el rosa
y buena voluntad. Todo lo que usted quiera, todo lo que se le
de sus mejillas henchidas se eclipsaba por las lunetas semioscu-
ofrezca. Esta es su casa. ras de unos finos espejuelos; lo restante del rostro y de la indumen-
Era doña Josefita la que hablaba, dama distinguida, modesta- taria era suficiente para acreditarlo de persona fina, expedita,
mente ataviada, recatadamente vestida, respirando sinceridad,£br elegante, aristócrata.
cada una de sus palabras y cada uno de sus movimientos.
Una onda de alegría llenó con él aquella estancia. El recién
Óptima impresión produjo en Héctor la llegada y la instalación
venido, amigo del gracejo y de la broma, llegóse hasta la mesa,
en aquella casa, en que no echaba de menos ni la más pequeña
comodidad, ni el ambiente de confianza y de fraternidad que en y cambiando la sonrisa que en sus labios, como en propia casa,
su ciudad dejara. Aseóse y aderezóse Héctor, dejando el sucio traje moraba por una aparente seriedad fachendosa, golpeó con el bas-
que le disfrazaba, y pasó al comedor, en donde buena cena le tón la mesa, haciendo estremecer a Josefita y gritó:
esperaba. — ¡ A ver! ¿Quiénes están aquí conspirando contra las institu-
ciones . . . ?
Aquel comedor era un nido ya de santa confianza, en que
Josefita esperaba a Héctor con la sonrisa en los labios, las viandas Con una mirada de alegre y hondo cariño y con otra de buen
en los platos, la admiración en los ojos, en la lengua toda una acogimiento correspondieron, respectivamente, josefita y Héctor.
ferviente apología de la Liga, de sus prohombres y de todo lo qué El joven, en seguida, dirigiéndose a Héctor a quemarropa, le
oliera a católico ferviente y sincero por todos aquellos contornos. dice:
Con los primeros platillos comenzó la andanada de elogios para —Usted no sabe quién soy yo, y yo sí sé quién es usted.
todos los sacerdotes sus conocidos. Ert todos encontraba un rasgr Y sin dar tiempo a Héctor para orientarse, le endilgó esta sarta
notable que contar, una hazaña insigne que conmemorar. Pero de preguntas inesperadas:
entre aquellos elogios le brotaban unos especiales a borbotones en
—¿Cómo está su mamá? ¿Qué dejó haciendo a Consuelito
honor de un famoso padrecito de Monterrey, que merodeaba algu-
Madrigal ?¿Cómo les ha ido con el Padre Martín? ¿Qué noticias
nos meses hacia por aquellos rumbos. ¡ Qué chispa de muchacho,
tiene de don Tomás Anzures?
qué brazo de mar, qué consejos los que daba en el confesiona-
rio, qué sermones los que echaba en las iglesias, y qué valiente, qué Quedóse Héctor patitieso ante la clarividencia del luminoso.
listo, y cómo lo seguían las gentes y cómo traía al jaleo a las Apostaría a que era una especie de Lohengrin, que le estaba le-
muchachas y a las viejas, y cómo entusiasmaba a todos los demás yendo el pensamiento, pues esas eran casualmente las preguntas
sacerdotes, y cómo dejaba bizcos a los licenciados y a los intelec- que Héctor revolvía en su magín. Y envuelto en la simpatía que
tuales todos, y cómo traía biliosos a los del Gobierno, que no le el desconocido le inspiraba, no tuvo otra respuesta que alzarse de
podían echar el guante todavía! ¡Y cómo se sentía una orgullosa su silla y darle, a ciegas, un abrazo bien apretado.

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—Pero, ¿por qué rae abraza usted? —preguntó, sonriendo, el — M i r e : esta es mi casa —y le señaló una casita de risueña
guapo joven—. Si no sabe usted quién soy. fachada que ostentaba en lo alto de la puerta un gran letrero: "Se
— M e lo imagino —respondió Héctor—. Usted debe ser una renta".
persona muy buena y muy nuestra. La cerrada puerta, las mustias ventanas acusaban la soledad
—Y muy sabia y muy santa —añadió de su cosecha doña Jo- interior.
sefita. —Cuando me buscan estos amigos —continuó el Padre Arce—,
Entraba en eso una humilde sirvienta, llevando unas "tortillas se encuentran con que la casa se renta, pero no saben dónde
calientes", cuando al ver al joven risueño dejó presto el plato darán razón. Sin embargo, sospechan que yo no me he ido —añadió
sobre la mesa, limpióse la mano con el delantal y adelantándose sonriendo.
tomóle la suya al joven, didéndole conmovida: — ¿ Y dónde vive usted ahora?
—¡Padre Gabrielito...! ¡Mire nomás...! Nos habían dicho —Pues aquí misino. Espéreme.
que lo tenían en la Penitenciaría. Torciendo la esquina, entraron en la calle del Águila, y de
Una carcajada general saludó aquélla revelación. Aquel joven pronto se metieron a un tendejoncillo, en el que el Padre, con
era en persona el Padre Gabriel Arce, de quien doña Josefita se mucho desplante, pidió unos cerillos a una pobre vieja que despa-
hacía lenguas, y a quien el lector conoció luchando por seguir su chaba.
vocación, en medio del fragor de la tormenta revolucionaria. —Ahorita voy —contestó la vieja.
—¡ Otro abrazo, Padre Gabrielito! —exdamó Héctor estrechan- La tiendedta estaba sola. El Padre Arce, con gran destreza,
do con mayor efusión al bien disfrazado sacerdote. ¡Tanto que levantó la puerta del mostrador y dijo a Héctor:
he oído hablar de usted a aquellas buenas gentes de Paracho...! >—¡ Adentro! ¡ Pronto!
—Y a las de aquí también —acabó doña Josefita. t"~ Ambos se escurrieron por la abertura. Pasaron a la trastienda.
—Pues aquí me tiene usted medio prestado. Me están llamando Llegaron después a un patiecillo, atravesaron luego un corral,
ya de Monterrey, pero estas gentes son tan buenas.. . después otro huertecillo y, por último, se encontraron frente a una
Corrió un poco la charla El Padre Arce tomó el café con brecha abierta en. pleno muro.
Héctor. Y apenas hubo apurado el último sorbo, limpiándose —Esta es mi casa —dijo el Padre, Calle del Huerto Cerrado,
aún los labios con la servilleta, le dijo: número Agujero, muy a las órdenes.
—Bueno; me supongo que no tenemos tiempo que perder. Va- Sonrió Héctor, y siguiendo el ejemplo del sacerdote sagaz, se.
monos luego, pues quiero que platiquemos un buen rato. inclinó cuanto pudo y entró.
Levantóse inmediatamente Héctor, contestó a una breve oración Estaba ya en la casa misma que por la calle de Reyes ostentaba
que dijo el sacerdote, y ambos se echaron a la calle. el letrero: "Se renta".
. —Dios me los bendiga —dijo doña Josefita, hadendo sobre El joven sacerdote había hecho desocupar todas las salas delan-
ellos la señal de la cruz. teras y había reducido su cámara y su estudio a dos habitaciones
escondidas.
Y los dos jóvenes enérgicos se perdieron en la oscuridad de la so-
litaria calleja. Cruzaron plazas y jardines, hasta llegar cerca de unos Encendió el Padre Arce un mecherito de gas, pues la electricidad
estaba boycoteada. A los ojos de Héctor apareció un humilde,
horribles montones de escombros que se elevaban a los pies de ga-
pero decente y simpático cuarto de estudio. Una gran mesa, llena
llardos paredones mutilados.
de libros y papeles, parecía presidir el mobiliario todo. En la pared
—Qué, ¿ya estamos de nuevo en el Sagrario? —preguntó se empotraba un macizo estante rebosante de libros de todo jaez
Héctor. y tamaño. Una pulimentada máquina de escribir, con una hoja
— N o —respondió el Padre Arce—. Este es otro templo derrum- de papel a medio escribir, parecía gritar: "¡Sigan conmigo!" Junto
bado también por el Gobernador. Es San Francisco, y aquel otro, a La máquina, un cuaderno de apuntes, vuelto hacia abajo, que
derrumbado también es la Tercera Orden. Es la picota revolucio- gritaba también: "¡Levántame!" Sobre una silla, un paquete de
naria rindiendo culto a nuestros primeros misioneros. libros, llenos de sellos de lacres, que acababan de liegar del extran-
Siguieron caminando. Al pasar por la calle de Reyes, el Padre jero. En d ángulo, un archivero, con muchas casillas, todas clasifi-
cadas. Luego, otra mesilla, agobiada por el peso de un montón de
Gabriel dijo a Héctor:

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revistas de distintos países, y una carga de periódicos metropolita-
nos y provincianos. Un sofá, dos o tres sillas. . . Todo esto miraba
y respiraba Héctor con complacencia, recordando, sin quererlo
por contraste, el bastóte e insubstancial aposento del Padre Martín.
El Padre Arce entróse un momento a la cámara contigua. Héctor
seguía inspeccionando aquel cenáculo de las grandes ideas y fervo-
res. Comenzó a ver los cuadros que adornaban las paredes. En
primer lugar, en el centro honorífico, un riquísimo óleo moderno
representando a Cristo Rey. ¡ Qué dulcedumbre la del Rey Inmor-
tal, asentado en su trono inefable; a sus pies, el mundo; en sus XXIV
manos, el cetro; en sus ojos, el amor! A un lado una pequeña
tricromía de detalles primorosos. Representaba al David bíblico
enfrentándose con Goliat. ¡Cómo se incendiaban los ojos del EN PLENO SINAI
bíblico mancebo, al buscar la frente del monstruoso adversario para
herirla con la guija del arroyo disparada por su mano juvenil! ¿Y
aquel grabado en acero que reverberaba ante la caricia de la luz APARECIÓ POR FIN, de nuevo, el Padre Arce.
lechosa del mechero? Representaba una figura hierática, severa,
macilenta, pálida, que asaeteaba con el fulgor de sus miradas el Venía, en efecto, transformado ya de pies a cabeza. Vestía cor.
rostro crapuloso de un inflado personaje. Era Juan el Bautista majestad la clásica sotana sacerdotal, con botonadura irreprochable,
que lanzaba sobre Heredes el heroico y valeroso: "Non licet t i b i . . . " cuello romano y faja de cinta reps. A Héctor le pareció más atrac-
" ¡ N o te es lícito!. . . " ¿Y aquella otra tricromía que, alejada de tiva aún aquella nueva figura. En la sonrisa de aquellos labios
la luz, insinuaba tan sólo la impresionante silueta de un hombre descubría ahora una bondad suma, en la ancha y despejada frente,
tendido en el suelo de una mazmorra encadenado de pies y mano?, ya liberada de los postizos espejuelos, lumbres de un ingenio supe-
incorporado penosamente frente a un quírite acobardado? Era rior reforzadas por fulgores divinos, y en la calma venerada de
Pablo, el Apóstol de las divinas rebeldías y de las santas intransi-
sus ojos, que antes le parecían vivarachos, descubría, como en el
gencias, en cuyos labios parecía vibrar la candente frase: "Verbum
fondo de un lago cristalino, toda la candidez de un alma limpia
Dei non est alligatum!" " ¡ L a palabra de Dios no está encadenada!"
Saboreaba con fruición Héctor todas aquellas ideas e impresiones y santa habituada a vivir robusta vida interior, fuente inagotable
que cada figura y cada cosa le inspiraban. Aquello era un verda- de todos los apostolados heroicos.
dero gabinete de elaboración intelectual, un aposento de alquimia —Padre —le dice Héctor—, no se imagina usted la confianza
transformadora de corazones. El Padre Arce era un sabio, era un que me inspira en estos momentos. No tuve nunca oportunidad
santo. Era un profeta, el profeta del fuego, que Héctor buscaba* de tratarlo, pero todos mis amigos me hablaban de usted tanto,
por las mustias soledades de los eriales que le rodeaban. que hoy, que por vez primera lo saludo, me parece reconocer a
un antiguo maestro y a m i g o . . .
— M e gusta —contestó el Padre Arce— que descubra usted de
un golpe su buen corazón...
—Tenía verdadera necesidad de hablar con usted —prosiguió
Héctor—, porque, Padre, traigo en mi corazón muchas penas
represadas y el alma me pide un desahogo.. .
•—¡ Pobrecito! —interrumpió el Padre, dando un suspiro—. Ya
me imagino por las que usted habrá pasado; pero cuénteme,
cuénteme con toda confianza.
Y diciendo esto, acercó un poco su silla. Héctor creía estar en
presencia de un ángel del cielo; tal era el candor y la virtud que
descubría en las palabras del joven sacerdote.

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— N o sé por dónde empezar —continuó Héctor—. Quisiera casilleros con estadísticas... No cabía duda: era un sabio. Y allá, al
aprovechar esta ocasión para exponer a usted toda mi vida, mis final de la cuchilla de luz que el cortinaje de la alcoba dibujaba
ideales, mis proyectos; pero sería largo, y por darme ese placer sobre el suelo, Héctor distinguía un sencillo reclinatorio y un
perdería el tiempo que debo consagrar a cosas más urgentes.. . Cristo de madera, y un libro abierto: aquel joven, no cabía duda,
— L o comprendo —contestó el Padre Gabriel—. Por ahora es era un santo.
mejor entrar al grano. Sus ideales, sus proyectos: todo lo sé. Son —¡ Padre! —continuó Héctor—. Yo veo en usted a un sacerdote
los mismos de todos los hombres de fe que aman a Cristo sin co- que ilustra, que consuela, que ama; pero, ¡ah!, ¡Padre!, yo traigo
bardías.
en el alma una doble pena. Yo he ido hace algunos días en busca
—¿Pero usted me conocía antes? de ese consuelo y de ese ánimo, y me he encontrado con la figura
—Sí; le he seguido a usted los pasos hace algunos años. Y sabía paradójica del sacerdote que descorazona, que amenaza, que
yo que usted iba a venir. hiere...
—¿Sabía usted a qué venía yo? —preguntó de nuevo Héctor. Y aquí Héctor, abriendo su corazón sangrante, expuso la tor-
—Sí, lo sabía. mentosa entrevista con el Padre Martín famoso, cuidando de callar
—¿Usted sabe que me quiero levantar en armas? delicadamente el nombre del desdichado personaje.
—Sí, lo sé —respondió serenísimamente el Padre Arce. — M i conciencia elemental de cristiano me imponía este deber
— ¿ Y qué dice usted de eso? —continuó—; pero aquel sacerdote me había condenado. Yo no
— Y o digo que el hombre de carácter sólo se detiene para pensar; he sabido discutir, yo no he podido responder, y he callado como
pero una vez que ha pensado, no conoce sino esta palabra: "¡ Ade- un tonto, sintiendo en mí la terrible aridez del alma derrotada
lante!" antes de combatir. .. A nadie he descubierto mi pena. Mi madre
— ¡ Padre! —exclamó Héctor con ecuánime júbilo—, es lasti- la alivió sin conocerla; pero yo, en verdad, Padre, creí que Dios
mera vez que oigo esa palabra de ánimo de labios de un sacerdote. preparaba a México otra prueba más: la cobardía total del sacer-
—Es la centésima vez que yo oigo esas palabras de extrañeza de docio. Temí que Dios, en sus designios, nos impusiera a nosotros
labios de un joven. los fieles el deber de luchar olvidados o abandonados por nues-
tros pastores, y hasta me atdeví a pensar, para consuelo, que no
—De modo, Padre, ¿que usted no me tendrá por un loco?
estaba fuera de la mano de Dios la realización de este nuevo mi-
— ¡ N p ! —contestó con decisión el sacerdote. lagro moral...
— ¿ N i me tendrá usted por un crirriinal?
Héctor tenía encendido el color, en sus ojos brillaba una lágrima
— ¡ No!
pudibunda, al través de la cual su mirada de rayo se clavaba so-
Héctor entró definitivamente en materia, diciendo: bre el rostro del Padre Arce, que había puesto sus ojos modesta-
—'¿Usted no le llama a esto rebeldía? mente en el suelo.
—¡No! Movió el Padre la cabeza, como asintiendo a un pensamiento
—¿Qué nombre le dará usted, Padre, a lo que yo pienso? —pre- interior. Sonrió dulcemente, para conjurar la pesadumbre que el
guntó Héctor cada vez más animado.^ lamento de Héctor le causaba, y levantando sus grandes ojos tran-
—He pensado mucho—respondió pausadamente el Padre Arce—; quilos, respondió:
he estudiado mucho, he observado mucho, he orado mucho, y —Consolémonos, amigo mío, consolémonos; Dios no ha querido
puedo decir a usted que a eso que usted piensa yo le doy ev,e que el baldón de la cobardía cubra por completo el sacerdocio
nombre: ¡ Cristianismo! mexicano. Usted me acaba de hablar del Padre Martín, ¿no es
La dulce figura del joven sacerdote tomaba proporciones colo- cierto?
sales frente a Héctor. La plenitud de aquella palabra: cristianismo, —Sí, Padre, del mismo —respondió Héctor sorprendido de la
le hizo girar la cabeza y pasear por el aposento una mirada refle- adivinación.
xiva .. . Ahí estaban aquellos gruesos y variados libros que, sin —¡Pobrecito Padre Martín! ¡Hay que disculparlo; hay que
duda, el sacerdote acostumbraba leer y releer; ahí estaban aquellos perdonarlo! El asunto de nuestra actual situación es un asunto
montones de periódicos que le llevaban a diario el pulso, la tensión difícil, complejo, delicado. Para dar un juicio acerca de él, se
y las respiraciones de la patria enferma. Aquellas revistas, aquellos requiere un estudio concienzudo de muchos hechos, de muchos

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¿Es su tiranía reducida a corto tiempo? Cabe esperarlo. Pero cuan-
razonamientos, y esto, naturalmente, no lo pueden hacer todo-,. do esa tiranía abarca todos los planos y todos los campos del
ya porque están dedicados a otras actividades, ya porque este es- país entero; cuando de la exacción económica salta como felino al
tudio concreto exige una seria preparación intelectual... El Padre atropello personal; cuando ese atropello no se circunscribe a un
Martin, persona buena y devota, no ha tenido tiempo de pensar corto número de ciudadanos, sino que corre como una fiera ham-
y de estudiar tantas cosas, y animado de su carácter algo impe- brienta de un extremo a otro de la República, y busca y husmea,
tuoso, dio la solución que parece menos comprometida a primera pueblo por pueblo, tienda por tienda, casa por casa, cámara por
vista, pero eso no debe entristecer a usted... En la Iglesia de cámara, lecho por lecho, para sacudir, para estrujar, para ahogar
Dios, corrió en todo, el Espíritu Santo ha distribuido sus dones. ancianos venerables, jóvenes intachables, mujeres virtuosas, niños
Hay especialistas también para cada rama del cristiano saber. Esto inocentes; cuando esa tiranía ramificada, sutilizada, se desdeña de
es elemental. Y por eso cualquier sacerdote no tiene empacho en las prisiones y de los calabozos, y siente el hambre leonina de la
decir: "Voy a consultar este asunto con Fulano". Esto fue lo que sangre y de la carne humana; cuando esa tiranía, haciendo resonar
olvidó el Padre Martín: ya ve usted que su falta está reducida sacrilegamente la campana de Dolores, derriba el altar y erige la
al mínimum. única joya arqueológica que estima,, la Piedra de los Sacrificios,
—Y espero en Dios que también quede reducido al mínimum el y toca a degüello en toda la República; cuando los cuerpos hu-
daño que me hizo; pues me creo tan resuelto como el primer día. . . manos comienzan a caer chorreando sangre, como cayó Farfán en
— ¡ A s i debe ser! —agregó el Padre Arce—. Usted no debe dudar Puebla y el Padre Batis en Chalchihuites, y Silva y Melgarejo y
ni un momento que en circunstancias como las presentes, los cató- Lara y Roldan, y los de Colima, y los de Michoacán.. . ¿ quién se
licos pueden, con pleno derecho, levantarse en armas para conquis- atreve a decir que esa tiranía no ha traspasado ostentosamente
tar su libertad. los límites de lo tolerable?
Héctor abrió tamaños ojos ante la nítida franqueza y claridad Los labios del sacerdote temblaban de horror: sus mejillas, en-
del Padre en cuestiones tan peliagudas. cendidas, reverberaban por el fuego mismo que de su alma brotaba.
—Muchos aconsejan la prudencia —continuó el Padre—; esa Héctor, enérgicamente impresionado, recogía en un esguince toda
palabra es equívoca. Yo lo que aconsejo es estrategia. la impresión de su ánimo, como si ahí, a medio metro de distancia,
—¡ Vaya! —exclamó Héctor—. Que usted no tiene temor de que el sacerdote le descubriera de un golpe las cabezas sangrantes de
sus palabras estén fuera de ámbito de su carácter sacerdotal. los Siete Infantes de Lara. . .
— M i carácter sacerdotal —prosiguió el Padre Arce— no reco- ¡Y aquello era verdad! Verdad palpable que se respiraba con el
noce otros límites que los impuestos por Dios o por la Iglesia. No aire, que se bebía con el agua, que traía suspensas a las almas
puede haber otros. Por eso me muevo a mi labor en estos asuntos en vigilia» que hacía estremecer los cuerpos de los que dormían. . .
y en estas respuestas; porque no hay ninguna ley divina ni eclesiás- ¡Aquello era verdad! Por eso en las ciudades, y en los pueblos, y
en las montañas, y en los campos, ya no eran ciudadanos los que
tica que me prohiba combinar los conocimientos del moralista con.
transitaban: eran espectros silenciosos y medrosos, que vagaban,
los del sociólogo a la simple luz de la razón natural y del momento
los ojos fuera de las órbitas, en una perenne impresión de temores
que vivimos para concluir lo que acabo de decir a usted, y de lo
horribles...
cual no sobra ni una letra: Que en circunstancias como las presen-
tes, los católicos tienen pleno derecho de levantarse en armas para —¡ Y si eso fuera todo. . .! Si nomás nos quitaran la vida del
conquistar su libertad. El simple derecho de defensa contra el in- cuerpo. Pero no: eso no ¡es basta. Un diabolismo clásico ha inspi-
justo agresor nos ampara en estos momentos. La explicación es muy rado estas violencias: se trata de raer de nuestro suelo el nombre
fácil. ¿Quiere usted atenderme? de Cristo. . . ¡ Esa es la consigna de la ley! Y los que somos católi-
cos, los que hemos templado nuestras almas en esta fe sacrosanta,
Héctor, sin pronunciar una palabra, con los ojos, con la frente, que civilizó y cristianizó a nuestros padres, que creó nuestra nacio-
con el cuerpo todo dijo que sí. Y el Padre entró de lleno en el nalidad, cifradora de nuestros legítimos orgullos, propulsora de
ponderado razonamiento: nuestras epopeyas, nervio vital de nuestra historia, fuego de victoria
—El gobernante ha sido constituido para realizar el bien común. arrolladura en nuestras lides soberbias, freno en las exacciones,
Cuando el gobernante se olvida de su misión divina y antepone alientos en las generaciones, lumbre del sabio en nuestras viejas
sus caprichos, y desgarra a los hijos de la patria que le fueron Universidades, pan suavísimo en los labios de nuestros miserables,
encomendados, el gobernante no es ya la autoridad: es el tirano.
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llamamiento de amor y de encumbramiento en el oído de nuestro
a los flancos de la urna electoral, en el recinto de los grandes
indio; los que hemos seguido paso a paso la jornada del Cristo
parlamentos. .. Ahí van los hombres de fe y de honor, como fue
por en medio de nuestro país, rico y fecundo, no podemos menos de
Windthorst al Reichstag, como fue Malinckrodt, como fue O'Con-
decir que es de más precio el tesoro espiritual de nuestra raza que
nell en Inglaterra, el Conde de Mun en Francia. Es la lucha del
la misma vida que palpita en nuestras carnes... El agresor injusto
cerebro y del cerebro. Es la discusión que ilumina a la vera del
está ahí; y no es únicamente el agresor injusto contra la vida
sano amor al bien común, que alienta. Y así la lucha —lucha sin
del cuerpo: es el agresor ultrainjusto, que realiza el degüello del
sangre—, culmina en las victorias parlamentarias, florescencia
espíritu. .. Estamos bajo el martillo de una tiranía que lo machaca
robustas, de que nos habla Max Turmann. .. Tal acontece en los
todo: familia y sociedad, escuela y hogar, cuerpo y alma, vida tem-
países con Gobiernos cultos... Pero entre nosotros. .. —continuó el
poral y vida eterna. . .
Padre con tono de profunda lamentación—, cuando el sueño bea-
El sacerdote hizo una breve pausa. Héctor reflexionaba sobre tífico de nuestros abuelos ciudadanos y la infame, la criminal com-
todas y cada una de aquellas palabras, fundadas una por una, plicidad del Gobierno americano (nuestra sonora habla no tiene
sílaba por sílaba, en la realidad de los hechos, y rumiaba con
vocablos suficientemente enérgicos para calificar esa injusticia), han
tesón la fluida consecuencia: una tiranía que ha traspasado osten-
permitido que estos hombres malos e impreparados se encaramen
tosamente los límite de lo tolerable. . .
en el poder, ha quedado herméticamente cerrada la puerta para
—Podríamos soportarlo todavía —continuó el Padre Arce—, si todo caballero de la pluma y de la idea, y el dictamen tremendo
prometiera pasar en corto tiempo. Así soportamos el paso de aquel flota visiblemente por nuestro ambiente: todos los recursos pacíficos
ángel exterrninador que se llamó la -revolución de Carranza... están agotados. ¿Qué son nuestros comicios? Una comedia. ¿Qué
Pero hoy no es un huracán de tres horas, ni siquiera un diluvio son nuestros representantes? Unos vividores. ¿Nuestras Cámaras?
de cuarenta días. .. Esto es una cárcel perpetua, esto es un horno La perpetua inversión de la representación nacional... Se nos hiere,
crematorio perenne... Cada latigazo de esbirro, cada cuchiljüzo ellos sonríen; nos lamentamos, ellos ríen; protestamos, se burlan
de verdugo está consignado en un articulo constitucional, inmuta-
de nosotros. Hablamos en la prensa, se incautan de nuestros perió-
ble, inexorable, perpetuo, como la Esfinge airada... Calles y el
dicos. Acudimos a la acción electoral: se burla a los ciudadanos
Congreso han acabado con nuestras candideces al declarse pú-
católicos, se excluye a los sacerdotes. Todavía en septiembre de
blica y solemnemente irreductibles. En todos los tonos, para que
alcance a todos los oídos, han clamado que no cejarán, que no 1926 hemos acudido humildemente, con la cabeza baja y el som-
cederán, que no mitigarán, que la sentencia será aplicada, indefec- brero en la mano, a las Cámaras, en último recurso; hemos testifi-
tiblemente, en todos sus puntos, con todo su rigor, sin dejar escu- cado ahí el plebiscito católico con millones de firmas; y esa petición,
rrirse ningún pedazo de la víctima ni a la derecha ni a la izquierda; correcta, dignísima, constitucional, símbolo palpitante de la recta
que la consigna será realizada en todas sus partes hasta arrancar voluntad nacional, ha sido botada al cesto, y pisoteada, entre silbos
perfectamente hasta en sus últimos y finísimos filamentos el espíri- de jayán, entre blasfemias de infierno. .. Y el pueblo abofeteado,
tu que vivifica a nuestra patria para hacer de ella el cementerio con la cabeza inclinada y el sombrero en la mano, tiene aún que
de los huesos calcinados bajo un estéril sol de odios.. . No queda responder: gracias... Diga usted, digan los extraños, digan los
ninguna razón ya para esperar que esta tiranía sea transitoria, y mismos amigos de la prudencia y de la tolerancia, de la paciencia
por tanto, no queda razón ninguna para declararla aún soportable. y de la dejadez, ¿qué recurso pacífico nos queda?, ¿dónde está?,
El soportarla, el tolerarla, es el hacerse solidario con ella en la ¿cómo se llama? No hay que cegarnos, no hay que encogernos.
obra nefanda. Ellos son asesinos, nosotros, sus cómplices, seremos Recurso pacífico no queda ninguno, absolutamente ninguno. Y co-
suicidas. Por eso yo oigo a todas horas, en el maremágnum de las mo los ciudadanos católicos no están obligados a tender sus cuellos
plazas, en el sollozar de los templos, en el silencio de mi alcoba, bajo la cuchilla, y el cuello de sus esposas y de sus hijos, y el de la
cuando estudio, cuando oro, a todas horas, en todas partes, la voz sociedad, y el de la Iglesia, y el de la patria, por eso, yo, como
del derecho eterno que se levanta en medio de nuestro pánico, para sacerdote, como moralista y como sociólogo, afirmo y sostengo, sin
decirnos: ¡Hombre de fe, hombre de honor, levanta el brazo y dubitación ninguna, frente a todos los sacerdotes y moralistas y so-
combate!... ¡Dios mío! ¡Y qué combate!... En otros pueblos, ciólogos del mundo entero, que en las presentes circunstancias los ca-
en la Europa culta o salvaje, esta palabra "¡Combate!" pone en tólicos mexicanos tienen el derecho plenísimo de recurrir a las
los dedos la pluma y en los labios el apostrofe parlamentario. El
armas. Si esta no es una guerra justa, nunca ha existido ni existirá
combate se realiza en una justa brüllante de valores intelectuales,
jamás una sola guerra justa en toda la historia del mundo. ..

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El fuego del corazón, la lumbre del genio, encendía la frente del
sacerdote reflejándose en los ojos ávidos de Héctor. El Padre Arce
pasó por la ancha frente el pañuelo blanquísimo para enjugar el
sudor que la tensión de su cerebro en aquel exacto y férreo razona-
miento, le había producido. Pero el torrente de su verbo y de su
idea no estaba agotado. Y prosiguió:
—¡Sí! ¡Es un derecho...! Pero yo no me detengo ahí. Esa no
es aún la verdad toda. Yo no digo tan sólo que es un derecho, yo
afirmo enfáticamente que es un deber. .. El concluir que es un
derecho, es ya muy fácil. Las razones son evidentes, y el compromi-
so personal es casi nulo. Pero el afirmar y defender que es un deber
es lo mismo que la aceptación de todos los sacrificios, y nuestro
espíritu enclenque y comodino nos hace volver de ellos el rostro
con horror... Mas a pesar de esa natural repugnancia a envolver-
nos en el torbellino de los que marchan al holocausto, a pesar de
esa innata timidez en la cual "vivimos, nos movemos y somos", a
pesar de todo eso, non possumus non toqui, "no podemos dejar de
hablar", como dijo San Pedro ya levantado del fracaso de sus tres
negaciones. Es preciso, pues hablar. Esa es nuestra misión sacerdo-
tal, ¡dura!, ¡inflexible!: ¡predicar el deber!, aun a riesgo de
que nos corten la cabeza. . . Yo digo, pues, que el cristiano tiene
el deber sagrado de defender el tesoro recibido de su fe, obligación
más imperiosa cuanto más alto grado ocupamos en la escala del
Cristianismo. Es mayor en mí que soy sacerdote, que en usted que
es seglar. Este deber es urgente e ineludible precisamente cuando
nuestro tesoro de fe es atacado. Si hay muchos medios de defensa
escogemos uno de todos. No se nos impone tal o cual solo medio:
lo que se nos impone es defender. Pero cuando todos los medios se
acaban y no queda más que uno, un medio único, ya que el deber
de defender nuestra fe no cesa nunca, estamos en la estricta obli-
gación de echar mano de ese único medio que nos resta. E! deber
se presenta ante nosotros adusto, implacable. En México, en las
presentes circunstancias, está demostrado, no queda sino un recur-
so: las armas. Por eso yo sostengo que en la hora presente, no sólo
es un derecho, sino que es un deber. Y un deber impuesto a todos
absolutamente a todos... ¡hasta a los sacerdotes!
Héctor se estremeció ante este golpe de maza atrevidísimo. El
sacerdote recogió al vuelo la impresión de Héctor, y con aplomo
continuó:
—¡ Sí, hasta a los sacerdotes. . . ! Usted mismo, usted, Héctor
Martínez de los Ríos, se sorprende de mis palabras. Pero entendá-
monos. Yo no digo que el sacerdote, ni siquiera que todos y cada
uno de los fieles cristianos, deban precisamente coger el fusil y lan-
.-íarsc a la guerra. Pero sí digo que todos, absolutamente todos,
hasta los sacerdotes, debemos solidarizamos con el movimiento ar-
mado, y cooperar con él generosamente, intensamente, cada quien

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en su puesto. Combate tanto el que lleva la espada como el que
cuida los bagajes, dice la Escritura. En nuestra lucha, la acción
armada exige la cooperación de todos, y quienes no puedan tomar
el fusil, ya por su carácter sacerdotal, como nosotros, ya por su
ancianidad, ya por su edad, o ya por su debilidad física, sí pueden
y deben cooperar a él, y precisamente a él, con sus consejos, con
su ciencia, con sus recursos financieros, con sus influencias econó-
micas. Que los ancianos cuiden del hogar mientras los hombres
parten a la guerra; que los niños preparen los lienzos y las vendas
para los heridos; que el sacerdote bendiga y unja al hombre que
cae, y consuele y socorra al huérfano que queda; que el diplomático
negocie ante las potencias extranjeras; que el periodista escriba y
propague las razones de nuestra actitud y los heroísmos de la lucha;
que la mujer lo invada todo y llegando a las fuentes productoras
del país, arranque cuanto pueda: fuerza, valor, ánimo, alimentos,
dinero, armas, parque, municiones., para reforzar e intensificar la
fuerza y la resistencia de los que serán los primeros entre todos los
buenos, de los que serán católicos de primera fila, ¿quiénes?, los se-
res broncíneos que lucharán como leones con el pecho velludo cosido
a las piedras de la trinchera... ¡Eso se llama levantarse en armas
todo un pueblo como un solo hombre!
Héctor no habló una sola palabra. Atónito, como extático, con
cierta fruición inexplicable, dejaba entrar por sus oídos, y por sus
ojos, y por los poros todos de su cuerpo, la lava hirviente de aquel
volcan sagrado que- iba acariciando y mordiendo deliciosamente
sus entrañas, estrujando dulcemente su corazón y penetrando como
un aceite, hasta sus mismos huesos...
Aquellas palabras eran precisas, eran contundentes. Si ese deber
fuera serenamente expuesto con la santa resolución de un Nathán
que triunfa o de un Bautista que fracasa, el potente y sano elemen-
to católico se estremecería a un solo grito, vibraría bajo un solo
sentimiento, y se concentraría en una sola fuerza incontenible...
Entonces, la pequenez opresora sería instantáneamente pulverizada,
como un torreón deleznable en el puño de hierro de un gigante...
Tal pensaba Héctor en aquella pausa de silencio profundo. Sa-
cudió al fin la cabeza, como quien enarbola el estandarte de todos
los ideales frente a un nuevo horizonte inundado de luz y de
optimismos; mas recordando a la vez que ese horizonte se abre
ante muy pocos, exclamó:
—¡ Padre, qué lástima que haya en México tan pocos sociólogos
y juristas, tan claros y exactos y explícitos como usted! ¡ Cada sacer-
dote sería un faro; cada oveja sería un león!
—No se necesita, mi buen amigo, ser sociólogo ni jurista para
ver estas cosas. Basta la fe sencilla del cristiano para intuir esta
doctrina sin necesidad de exquisitas inducciones... Es el estrépito

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Héctor-13
del mundo y de sus vanidades lo que ofusca esa doctrina que se cendente de las necesidades posibles. Nuestra cuestión en México
posa, nítida y flamante, sobre los espíritus humildes e incontamina- hará consignar en las próximas ediciones un nombre nuevo: el de
dos . . . Por eso va usted a ver que en México, y lo mismo sucedería la necesidad espiritual extrema de todo un pueblo presente y de to-
en cualquier otro país, van a ser los pobres, los sencillos, los limpios da una generación futura. .. Y ante esta necesidad que sobrepa-
de corazón y de bienes, los que no sólo comprendan, sino descu- sa inconmensurablemente a todas las demás, frente a las cuales la
bran por sí mismos esta dura doctrina del deber heroico... Y moral católica impone el sacrificio hasta de la misma vida, ¿podrá
van a ser los poderosos, los opulentos y los mundanos los que ante el sacerdote impedir a los intrépidos el ofrecimiento de su brazo y
ella se escandalicen y la condenen, ¡miserables!, hasta de anticris- la inmolación de su sangre? ¿Podrá llevar a mal la generosidad
tiana. . . del pobre que ofrece cuanto tiene? ¿Podrá, ¡gran Dios!, lisonjear
—Padre, ¿y no teme usted que a esos hombres buenos y sencillos al rico negando la obligación que tiene de sacrificar siquiera lo
los disuadan los sacerdotes que no estén bien empapados en estas superfluo? ¡ N o ! ¡Nunca! Esta seria la negación, el derrumbe sa-
cuestiones? —observó reverentemente Héctor. crilego del orden impuesto por Dios en el precepto de la caridad...
—Creo —añadió el Padre Arce— que ningún sacerdote encon- —Padre •—respondió Héctor desahogándose—, ¿entonces cómo
trará en todas sus ciencias eclesiásticas ningunas razones para di- explica usted tantas dubitaciones y tantas reticencias de parte de
suadir. Creo también que a ningún sacerdote de México le faltarán quienes debían ilustrarnos?
ni ciencia y talento para reflexionar, ni valor y virtud para hablar —¡ Yo no me las he explicado nunca...! ¡ Quizá sea la pruden-
c l a r o . . . Tengo un elevado concepto de mis hermanos en el sacer- cia de la came disculpable por el miedo del espíritu!
docio. Todos conocen su Teología Mora!. Y no necesitan ni siquie-
—Es, sin duda, que se requiere mucho estudio y talento para
ra hojearla mucho en busca de la exacta explicación del Quinto sacar esas conclusiones tan avanzadas.
Mandamiento; les basta mirar en el frontispicio de la Moral Cris-
—Si no son conclusiones nuevas ni avanzadas —repuso el Padre
tiana, en el Tratado de las Virtudes, el precepto divino de- la
Arce—, si es doctrina clara y explícita que se ha enseñado siempre
caridad...
en todas las cátedras católicas. .. Cualquier obra seria de jurista
Héctor concentró de nuevo todas sus potencias y sentidos en las católico le dice a usted lo que yo le acabo de decir... Sí podemos
palabras del sacerdote. Un nuevo género de argumento iba a brotar decir que el miedo, a Calles nos ha hecho a los sacerdotes esconder
en el nombre mismo del A m o r . . . los libros de nuestra biblioteca y arrancarles las páginas más sabias,
—Existe en el Cristianismo el precepto bendito de la caridad. .. mutilar la doctrina para no comprometernos...
para con el prójimo —continuó con solemne gravedad el Padre —¿Usted tiene esos libros? —preguntó Héctor con interés.
Arce—. Este precepto es tanto más urgente y riguroso, tanto mayo- —¡Claro que los tengo, como todos los sacerdotes! —contestó el
res sacrificios impone, cuanto es más grande la necesidad en que Padre Arce levantándose animoso de su asiento.
el prójimo se encuentra. Basta una necesidad grave corporal del
Héctor se levantó tras el Padre Arce. El sacerdote abrió un ca-
prójimo para que tengamos obligación de sacrificar por ella nues-
jón de su archivero. Héctor vio en él columnas de tarjetas colocadas
tros bienes o riquezas superfluas; y si esa necesidad llegara a ser
de canto, separadas en montoncitos por cartones coronados de bone-
extrema, nos obliga, según nos lo recuerda la Teología, nos obliga
tillos de mica de diversos colores. El Padre Arce, con la punta de
a sacrificar los mismos bienes necesarios a nuestra condición; y
los dedos ágiles, llamó hacia sí tarjetas y cartoncillos, que se
cuando esta necesidad extrema no c& una necesidad corporal, sino
echaban de bruces los unos tras los otros, para dejar el paso a unas
una necesidad extrema espiritual, estamos obligados a acudir al
cuantas tarjetas, llenas de nombres y de números, que el Padre
socorro del prójimo, aun con peligro cierto de nuestra vida. La
sacó con presteza y comenzó a repasar... Mientras tal hacía el
Teología misma nos enseña que esas necesidades crecen en grave-
Padre, Héctor posaba sus ojos curiosos en los letreritos de colores,
dad y en importancia cuando se trata de la comunidad, cuando
que asomaban entre las tarjetas, como si algunas de éstas se aupa-
quien sufre es la patria. La más grave necesidad que anotan los
ran en las puntos de les pies: ECONOMISTAS ALEMANES, ORGANIZA-
teólogos es la extrema necesidad corporal, o material de todo un
CIÓN RUSA, CUESTIÓN AGRARIA, CONTEMPORÁNEAS, LEGISLACIÓN
pueblo. En este caso, se predica al cristiano el heroísmo militar
OBRERA. Los letreritos policromos se escondían unos tras otros, y se
de la guerra. Los que mueren en defensa de la patria merecen bien
agazapaban en lo más profundo de los prolongados cajones. Héctor,
del Cristianismo.. . Reconozco que aquí se han detenido los teólo-
en vano, pretendía descubrir de una rápida mirada su contenido.
gos. Creyeron que tocaban con la mano el límite de la escala as-
Aquellos ficheros eran signo de una mente laboriosa y constante.

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¿Y cuántas otras cosas se encerrarían en todos los demás casilleros, todo individuo tiene derecho innato de proveer a su conservación,
en los cuales habia dos o tres cajas, repletas también de tarjetas y y por tanto, de defenderse a mano armada contra un injusto agre-
cartones cuyo título general era: "MÉXICO-SOCIALISMO". . . " M É - sor, así también un pueblo está dotado del mismo derecho esen-
XICO-ACCIÓN C A T Ó L I C A " . . . " M É X I C O - I N F L U E N C I A EXTRANJERA". cial. . . El derecho de defensa se extiende a toda criatura racional,
y por tanto, a priori o a fortiori, a una personalidad humana colec-
—Mire usted —dijo de pronto el Padre Arce, dejando sobre la
tiva. Por tanto (aquí el Padre fue recalcando las palabras), siempre
mesa las tarjetas índice que en la mano tenía y sacando un grueso
libro del estante—: éste es Genicot, texto en muchos Seminarios. que un abuso tiránico del poder, no transitorio, sino continuado,
Es un teólogo belga de gran renombre. vaya reduciendo constante y sistemáticamente a un pueblo a un
extremo tal que manifiestamente le conduzca a la ruina, por ejem-
Tomó el padre de nuevo la tarjeta, leyó entre dientes la cita, y plo, cuando se trata de conjurar un peligro que amenaza a la patria
enseguida abrió el libro: o cuando urge salvar de una ruina cierta los bienes supremos y
—Oiga usted lo que dice: voy a leer en castellano: "La violencia esenciales de la nación, en primer lugar, si se trata de salvar el
evidentemente injusta ejercida por los que tienen en sus manos el tesoro de la verdadera fe, entonces, de acuerdo con el Derecho Na-
poder, es lo mismo que la violencia ejercida por unos brigantes o tural, a una tal agresión se puede oponer una resistencia activa,
bandidos; y así como se puede resistir a los brigantes, asi se puede elevada al grado que lo exijan la causa y las circunstancias..."
resistir a los gobernantes malos". ¿Qué tal? ¿Qué tal?
Héctor no respondió. Se conformó con mover la cabeza ma- —¡Caramba! ¡Así se habla!
ravillado. —Espere, no he terminado la cita. Oiga lo que sigue: "La
—Ahora este otro —prosiguió el Padre, cogiendo otro libro—. Sagrada Escritura nos da un ilustre ejemplo de este linaje de de-
Es el famoso Lehmkuhl, alemán. Mire usted lo que dice: "Una fensa en la historia de los Macábeos. .. Cual grupo de ciudada-
cosa es la rebelión y otra cosa es la resistencia violenta a las leyes nos, aunque no constituya una persona moral completa ni un
injustas y a su aplicación: que si se os hace una violencia evidente- ente social orgánico, en virtud del derecho natural inherente a
mente injusta, no es a la autoridad, sino a la violencia a la que cada individuo, puede, en caso de extrema necesidad, hacer el lla-
se resiste..." mamiento a las fuerzas de todos, para oponer a la opresión el frente
— ¡ Q u é barbaridad! ¿Y qué más queremos? —comentó Héctor. sólido de una resistencia colectiva". Institutiones Jvris Naturalis,
—Noldin. Este es un gran moralista de Austria. Bueno. Dice más edición de 1900, números 531 y 532, para quien guste precisar
o menos lo mismo... ¡Gersón! ¡Aquí está el piadoso Gersón a la cita. ¿Qué le parece, amigo? ¿Y diremos que mis doctrinas son
quien algunos atribuyen el libro de la Imitación de Cristo. Oiga nuevas y avanzadas?
usted lo que dice en sus Diez consideraciones útilísimas a los Prín- Y el Padre cerró con garbo el libro, levantando satisfecho la
cipes: "Si el soberano hace sufrir a sus subditos una persecución cabeza.
manifiesta, obstinada, efectiva, entonces se aplica esta regla de —¿Pero esos libros tienen la censura eclesiástica? —preguntó
Derecho Natural: es lícito rechazar la fuerza con la fuerza.. Héctor asombrado de la claridad.
¡ Y a lo ve! Es evidente, pues, si las Decretales de Juan XXII a cada —La tienen y muy que la tienen —contestó el Padre Arce—.
paso lo repiten:"/Vim vi repeliere omnes leges omniaque jura per- Estos libros se estudian en los Seminarios de todas las naciones,
mittunt!". y no hoy tan sólo, se estudiaron siempre. Y si usted, en los exáme-
El Padre volvió a leer en la tarjeta el nombre y las citas de nes de las Universidades, en Roma, en París, en Friburgo, en
otros libros. Insbruck, en Comillas, en Lovaina, no sabe esta doctrina, lo re-
—Pero, ¿para qué lo canso? —dijo, por fin, cerrando el libro prueban porque lo reprueban...
que en la mano ya tenía. —Son escritores jesuítas, ¿verdad?
— ¡ N o , Padre! ¡ A l contrario! —le interrumpió Héctor—. Esas —¡Jesuítas y no jesuítas! ¡Asómbrese usted! Le voy a presentar
citas me levantan sobre todos los prejuicios y sobre todas las pusi- uno que no lo es y que, a pesar de no serlo, es figura de primeri-
lánimes aberraciones que encuentre en lo futuro. Siga usted, Padre; lima magnitud: ¡ Santo Tomás! ¿Usted sabe quién es Santo Tomás?
siga usted. Lea todo lo que quiera. ¿Santo Tomás de Aquino? Pues si les explicáramos a los meticu-
—¡Bueno! Aquí tengo muchos anotados. , . ¡Este! ¡Meyer! Ins- losos todo lo que dice en el segundo Libro de las Sentencias, dis-
tituciones de Derecho Natural -.. ¡es canela! Oiga nomás: "Como tinción 44, y lo que dice en la Suma Teológica, por ejemplo, en

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la Secunda Sccundae, cuestión 40 y siguientes; y lo que dice en el
famoso opúsculo De Regimins Principara, se desmayaban, amigo
se molían de miedo ante su claridad.. . Porque Santo Tomás no se
anda con remilgos. El sencillamente declara al tirano despojado
de todos sus títulos, y dice explícitamente que la guerra contra él
no es sedición. "El sedicioso es el tirano", dice con su acostumbrada
brevedad y precisión. Y todos esos aspavientos que usted oye de que
hay que conservar la paz y de que hay que poner la otra mejilla,
todos los encuentra usted ahí rotos, machacados, pulverizados en
el mortero de la lógica: todos, absolutamente todos. Cita, si mal
no recuerdo, las palabras de San Agustín, otro que me faltó: XXV
"Hacemos la guerra precisamente por obtener la paz. Demuestra
que eres pacifico entrando a la guerra, para que venzas al enemigo
y lo hagas entrar por el camino de la paz". ¡Ahí tiene usted! A S I PAGA EL D I A B L O
¡Santo Tomás, en plena Edad Media, poniendo sobre el candelabro
ias palabras del gran santo padre de los primeros siglos.. ., los
grandes sabios eclesiásticos recogiendo ese torrente doctrinal de la ENCANTADA DE LA VIDA se había quedado Consuelo la noche que
tradición entera y brindándolo a la Iglesia entera en las fuentes de acompañó a Héctor a la estación de Zacatecas, en la penumbra de
todas las Universidades, y nosotros, en México, asustándonos toda- ias callejas desmanteladas, con la guardia de corps de dos mucha-
vía de la palabra y hasta de la idea de una defensa armada. . . ¡ N o , chos de poco juicio y de muchos bríos, y el recuerdo retozón de la
esto no es posible! Esto nos colocaría en el ínfimo nivel intele/tual. amarrada solemne que acababa de darse con quien menos hubiera
imaginado en tiempos de paz.
Y el Padre Gabriel, agitado, sudoroso, rendido, emocionado, co-
menzó a recoger tarjetas y libros para colocarlos en sus puestos. Los dos payasos mozalbetes, felices de cumplir cometido tan suave
Héctor sentía sobre su cerebro toda la plenitud de aquella doctri- como el de llevar a Consuelo a su casa, "y ¡chitón!", como les
na tan digna y tan humana. Todos los rayos y los fuegos del Sinaí había ordenado Héctor, se sentían unos Quijotes de a pie, con una
misión brava y caballeresca a la vez que cumplir: la de conducir
atronaban su mente, modelando en ella el grito de los aventureros
sana y salva a la noble dama hasta su grave señorial castillo, dispues-
de Clcrmont: "Dieu le veut" "¡Dios ¡o quiere!"
tos a rechazar con esforzado brazo al endriago cobarde que hubiera
—¡ Perdóneme, mi buen amigo! —dijo al fin el Padre Arce—. osado .''tropelíaría...
Le he calentado mucho la cabeza con esta soberana lata.
—Más me ha calentado usted el corazón —respondió Héctor. Luisillo fue el primero en aprovecharse, lisa y llanamente, de la
ocasión.
—Pero todos esos largos discursos y todos esos gruesos libros es-
—Consuelito —le dice—: lo que es ahora no la dejamos sin imos
tán encerrados en estas sencillas palabras, que bastan para iluminar
antes a tomar juntos una copa de nieve. ..
a medio mundo: ¡Dios no nos quiere borregos, sino Icones! No
somos los secuaces vergonzantes de ,un Cristo mendigo: somos los —¡ Bonito impertinente de muchacho! —respondió riendo Con-
vasallos inmortales de un Cristo Rey. . .! suelito—. ¿Y dónde dejas el boycot?
—¡ Bravo, Padre Arce! ¡Eso se llama financiar moralmentc el — ¡ A y , Consuelito!... Si ya no aguanto, si ya tengo ganas de
movimiento! cualquier cosa. Yo creo que unas vacaciones de boycot no nos hacen
mal, y mañana le seguimos duro...
—¡ Qué barbaridad! Son las doce y tres cuartos de la noche. ..
Ahora que me acuerdo, tenga esos veinte pesos, que a usted le — ¿ Y a cenaron? —preguntó Consuelo.
pueden servir más que a mí, y ahora, a casa, a dormir y a soñar — ¡ N o ! —respondieron al unísono los dos muchachos.
con los angelitos... —Entonces vamos a tomar enchiladas en el puesto de Juana
Gallo.
Era Juana Gallo una mujer hombruna y valentona. Casada de
joven con un perdulario, le había ella metido una paliza a él a la
primera borrachera y lo había corrido de su casa, se había luego

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plantado su delantal, arremangándose las mangas y dedicándose a —¡ Seguro que pagamos! —contestó Luisillo agarrando la mos-
ganar la vida para si y para el desperdicio de muchacho que le ca—. ¡Y esta noche misma!
quedó, trabajando día y noche entre humaredas de ocote y chi- — N o estoy muy urgida, puedo esperar lo que ustedes gusten.
rridos de fritanga... ¿Cuánto quieren?
Su fonda consistía en una mesa sin pulir, afianzada con cuñas Viendo ya el cielo abierto por aquel agujero, Luisillo levantó
en las patas a la orilla de la banqueta en plena calle, con unos ban- muy garboso la voz y preguntó:
cos largos de tabla sin respaldos, un mantel garigoleado, unes —¿Cuánto le debemos, doña Juana?
platos de filete azul, dos aparatos de carburo y un braserillo de —¡ Doce reales, niño! —respondió la buena mujer.
carbón: todo a la intemperie, expuesto a lloviznas y ventarrones; Consuelo abrió su bolsico, de él sacó un fino portamonedas de
condenado al fisgoneo y la charla eterna del gendarme de la esqui-
cuero marroquí y de éste, tomando dos pesos, le dice a Luisillo:
na, en tiempos de paz, y a los agazapamientos y correteadas a ba-
—¡Toma! ¡Y que lo coja todo!
lazos, en tiempos de guerra. Católica como la que más, era Juana
Gallo la más salidora y respondona en cuestión de Iglesia. Solían —Dios le dé el cielo, niña —fue la respuesta de Juana Gallo,
los soldados de los cuarteles vecinos frecuentar su misero restauran- que se miró bien retribuida.
te. Unas veces la robaban, otras veces ella los robaba a ellos. Y Y los dos brujas siguieron toda la calle, haciendo los honores a
siempre les regañaba y maltrataba, ya en sus espaldas, ya en sus su espléndida capitana.
narices, sobre todo desde que la cuestión religiosa la tenía puesta
en ascuas.
Ahí estaba aquella noche, con su peinado tirante, como jicara Llegaban a la calle del Correo, cuando lo primero que descubren
de azabache, y sus dos trenzas escurriéndole largas por la espalda, en la puerta principal de la casa de Consuelo es un grupo de
a la moda china *' soldados tranquilamente ahí apostados.
Llegó Consuelo y sentóse muy campante con los dos afortunados —¡Están en mi casa! —dijo suavisimamente Consuelo, agitando
pajes. Llamó cerca a Juana Gallo; en dos palabras la meüó en el nerviosamente el brazo de Luisillo.
secreto del incógnito y, por último, le pidió las enchiladas. —¡Sangre fría,-y nos pasamos de largo! —respondió éste.
Consuelo picó finamente su plato, casi sin tomar nada Los dos Y se pasaron de. largo, casi codeándose con los soldados, que
muchachos se despacharon con generosidad. parecían no tener otra consigna que estorbar la puerta.
Era de notarse que entre bocado y bocado, y aparentando lim- —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Consuelito, ya lejos de la
piarse los labios con la servilleta, Luisillo, con los ojos, con la frente, escolta.
con la boca y hasta con las manos, hacía frecuente y repetidamente — ¡ A casa de doña Soledad! —y se encaminaron a la casa de la
unas señales angustiosas al compañero que había quedado enfren- madre de Héctor.
t e . . . Este, por su parte, hacía todo lo posible por no darse por — ¡ A h í están también! —dijo el compañero de Luisillo, al mirar
entendido. Acercábase ya el fin de la rústica cena, y crecía tanto en la calle de Gorrero otro grupo de soldados.
el afán de Luisillo de transmitir señales al frontero, que la conver- —¿Qué pasará, Dios mío? —se preguntó Consuelo angustiada.
sación se resentía y comenzaba a ser .desmayada y f l o j a . . . Hasta No cabía duda. El paso de Héctor por la ciudad había sido
que el muchacho de enfrente, menos pundonoroso que Luisillo, optó olfateado por buen sabueso...
por cortar por lo sano y definir de una vez una situación oculta
Los tres viandantes siguieron calle arriba. De la calle de Gorrero
que se hacía insostenible; y al siguiente aspaviento mudo que Lui-
llegó entonces hasta ellos un confuso griterío salpicado de estallidos
sillo le hizo, contestó con toda la boca.
de látigos y de chiflidos.
—¡ No traigo! —¡Muchachos...! ¡Tengo miedo! —dijo Consuelo con inge-
Luisillo se quedó helado, y maltrató a aquel bruto con los ojos: nuidad.
el pastel estaba descubierto. —¡Vamos a mi casa! —resolvió Luisillo, y apretaron los tres
Consuelo la pescó al vuelo y sonrió: el paso.
— N o se apuren, muchachos —les dice—. Yo les presto. . . Pero Por una de las calles del tránsito que a Consuelo parecían de
me pagan. a legua tropezaron de nuevo con Juana Gallo, que, ya de vuelta

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de su trabajo, a la puerta de su vivienda, investigaba qué vientos piruetas y contorsiones fue lo que vieron de cerca Luisillo y el
corrían en aquella noche de improvisadas zozobras... otro en su viaje de exploración.
—¡Niña Consuelito! ¡Por D i o s ! . . . Ya no ande por la calle. El decurso. No podía faltar. En la esquina de la calle de More-
—Pues si están los soldados en mi casa. .. los subió el orador. Era el Capitán Caravantes, el intelectual de la
—¡Pues métase aquí no faltaba m á s . . . ! ¡Adentro, que aquí comparsa. No vale la pena historiarle. . . La marcha se reanudó.
primero me arrastran que tocarle a usted la ropa.. .1 Al pasar frente a la casa del Padre Martín, el borracho "Fanfa-
Y Consuelo, empujada por los muchachos, se metió con ellos rrias" pegó un grito:
en la humilde vivienda de la fondera. Y se sentó en un banquillo — ¡ Q u e vuelva a hablar Caravantes!
de tres petas, más intranquila y nerviosa que si supiera de cierto —¡Zas, pues! contestaron otras voces carraspientas.
!o que estaba sucediendo. Caravantes se trepó de nuevo sobre el camión de la Jefatura y
Luisillo, una vez acomodada Consuelo, exclamó: preguntó:
— ; N o , amigo! Estos encerramientos no se hicieron para noso- —¿Pues qué quieren que diga?
tros. . . ¡Qué Chihuahua! ¡Vamos a explorar. . .! —Pues ahí un discurso al Padre Martín, que aquí vive —con-
Y los dos se quitaron las chaquetas, y en mangas de camisa se testó "Fanfarrias".
echaron a la calle, mientras Consuelo, sumida en horribles temores, ¡Caravantes comenzó enseguida, como si le hubieran dado cuerda!
quedaba encerrada a piedra y lodo en aquel cuarto redondo sin —¡ Cura t a l . . . ! ¡ Hijo de la trompada! ¡ Ya se te acabó el ma-
pasillo y Sin vestíbulo. .. chete, retiznado! ¡Ahora con Calles se vinieron las de boca aba-
¿Qué era le que sucedía? j o . . . I ¡ Asoma los cuernos, si eres tan hombre, para que veas lo
que es el pueblo desfanatizado... ¿Verdad, muchachos?
• — ¡ S í ! —contestaron Pelotes y "Fanfarrias", haciendo punta.
— ¡ S í ! —corearon algunos borrachos y soldados disfrazados.
Aquella precisa noche el descamisado Pelotes había recibido la Los chicos se conformaban con silbar sin saber a quien.
orden de organizar una manifestación "en pro de la viril actitud —¡Compañeros! —continuó Caravantes—. ¡Qué viva la Revo-
osurmda por el general Plutarco Elias Calles" contra los frailes lución!
encogidos y las rionjas espantadizas. Como los campesinos de la —¡Que vivaaaa!
región se habían mostrado esquivos al llamamiento y urgía que se —¡Mueran los obstructores!
llevara a cabo la manifestación, fuera como fuera, Pelotes se lanzó
—¡ Muerannnn!
a la pantomima, pue« los jefes y oficiales de la guarnición le trona-
— ¡ V i v a el Presidente de la República general Plutarco Elias
ban impacientes los dedr.s.
Calles!
Pelotes, pues, que también gozaba de facultades extraordinarias
— ¡ V i v a . . . ! ¡ V i v a . . . ! ¡Ahúúúú...!
para el caso, lo arregló todo en un dos por tres. Mandó traer de
h c.írccl a los diez y seis borrachos del domingo anterior, se trajo Mareado ya por el entusiasmo, Caravantes no tuvo palabras
del cuartel veinte soldados envueltos en sarapes para darles apa- de mayor relieve, sacó la pistola y disparó al viento unos balazos.
riencia de "ceviles", se consiguió cincuenta antorchas de mecate 'El alboroto llegó al colmo. "Fanfarrias", hecho un loco, levantó
retorcido impregnadas de aguarrás, se invitó a todos los chiquillos, un grito arrollador:
limpiabotas, papeleros y vagos, cada uno con su ocote; a toda esa —¡Muchachos, atasqúense ahora que hay l o d o . . . ! ¡Síganme!
longaniza se le puso delante una descubierta de gendarmes con ¡Adentro, pollos pelones, que les van a echar su máiz!
tambora y platillos, de tris la música del regimiento, y ahí tienen Y sin más ni más, a lo ciego, a lo bruto, como un río que sale
ustedes el núcleo de la manifestación que, cuando los vecinos me-
de madre, se echaron sobre la puerta de la casa del Padre Martin,
nos se lo esperaban, salió por calles arriba y calles abajo, con gran
alboroto y tropel, llevando tras de sí a cuanto curioso encontraba subiendo la escalera en medio del más horrendo estrépito...
por plazas y esquinas. El Padre Martín paseaba sus babuchas bordadas de oro viejo
por todo lo largo de la sala, reconstruyendo, sonriente, el espantoso
La rechifla y les grites, en alto diapasón, de estes manifestantes aplasten que había dado a Héctor. Entrábase ya en la alcoba,
fue lo que oyó Consuelo en su camino. Las teas y los sarapes, las quitábase la bata, y comenzaba a desnudarse para acostarse, cuan-

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trepidaban puerta y tabique con los empujones de la horda, el
do la gritería de la calle le hizo entreabrir el postigo y darse inme- Padre Martín brincó por la ventana interior, rodó por el tejado,
diata, perfecta cuenta de lo que pasaba. cayó de bruces en otra azotea, saltó a una azotehuela, y, dando
zancazos por una escalera de casa de vecindad, cayó al patio de
Temeroso de mayores daños, sin atreverse a bajar hasta la calle,
la misma y fue a dar, por fin, a la calle de la parte opuesta, todo
se había conformado con cerrar, con cuanta tranca y cadena en-
magullado, ensangrentadas las manos, castañeteándole los dientes,
contró, la puerta de su departamento. Y, cogido del teléfono, había
amarga la boca, rasposa la lengua, desjarretado el cuerpo, rasgados
rogado a la telefonista que le localizara al general Sánchez por lo
los pantalones, y golpeándole el corazón como una maza, que le
que pudiera suceder. En esto tronaron en la calle los vivas y los
producía retumbos en las sienes y vahídos en la cabeza. ..
balazos, que pusieron los pelos de punta en la cabeza de chorlito
del Padre Martín. Oyó luego el tamborazo de la canalla sobre la En medio de la oscura calleja, el desgraciado victimado se caló
puerta de la calle y el tropel consiguiente en la escalera Entonces la gorra y se enfundó en el saco gris. Tentaleando, bamboleándose
se abalanzó al teléfono, comunicándose con el Club de la Bufanda, como un borracho, llegó al final de la calle y fue derecho a buscar
en donde sabía que el general, en aquellos momentos, tiraba sus refugio, ¿a dónde?, a la casa de su amiguísimo Soberón.
albures prohibidos. La casa estaba cerrada de alto a bajo. Ni un postigo, ni una
rendija, ni una lucecilla. El Padre Martín llamó y esperó, anhelan-
—¡Necesito con urgencia hablar con el general.. ., pero pronto!
te, jadeante, sudoroso.
—dijo al conserje.
Nada. Volvió a llamar.
En la puerta de la primera sala resonaron en aquel momento
los golpes más desaforados y las voces más destempladas. El Padre —¿Quién es? —preguntó, al fin, una sirvienta desde el interior.
Martín retorcía con furia la manilla del teléfono, y auscultando el — ¡ E l Padre Martín! ¡Por favor, que me andan persiguiendo!
audífono con ansiedad, pescó la voz del conserje, que dijo: _ c
—contestó, dándose ya por liberado.
—¿Que quién es y qué quiere? La puerta quedó cerrada todavía. El Padre Martín volvió a
—¡Dígale que soy su amigo el Padre Martín, que pido auxilio, esperar, ya más resignado, limpiándose el sudor frío que bañaba
porque me están asaltando. . . ! —tal sollozó, que no dijo. aún su frente, y pasando revista a los raspones y magullones del
robusto cuerpo. . . ' ¡Por fin, ya vienen a abrir! ¡Gracias a Dios!
El traquidazo de unas tablas rajadas lo hizo entonces estreme-
cerse, luego dos o tres golpes secos, después confuso vocerío, chifli- La criada, en efecto, volvió. Pero no abrió. Se conformó con
dos, tintineos de cristalerías volcadas y hechas -añicos, todo a dos darle, por el ojo de la llave, este recado sencillo:
metros de distancia, ahí, en la misma sala, separada de él por una — ¡ Q u e dice la señora que no le puede abrir, porque se com-
sencilla hoja de madera. promete! . ..
— ¡ Y a están aquí —clamó el Padre Martin pateando el suelo y Ante aquel supremo desengaño, el Padre Martín sintió que le
sacudiéndose de pies a cabeza, a la vez que se sangraba casi la faltaba la vida. Se cogió de la pared. La tierra temblaba bajo sus
oreja con los bordes del audífono. pies. Una oscuridad completa le envolvió, como si le vendaran los
La ansiada respuesta del Jefe de las Armas llegó también en ojos. Maltratado, humillado, avergonzado, debilitado, abandonado
aquel momento desesperante, y fue transmitida fielmente por el en medio de aquel desierto de ciudad, el Padre Martín no pudo
conserje o por algún otro aprontado: * más, no pudo ya sostenerse en pie, se inclinó poco a poco hasta
—Dice el general que vaya el Padre Martín a tiznar a su madre, tocar el suelo con las puntas temblorosas de sus dedos; al fin, se
que él no tiene ningún amigo cura... sentó sobre la orilla vil de la banqueta, sacó un pañuelo y rompió
a llorar... La imagen de Héctor, noble, gallardo y valiente, se
El Padre Martín palideció de rabia, de vergüenza, de miedo,
posó en aquel momento frente a su espíritu, como un genio ame-
de todo, y arrojó el audífono al diablo, como quien se sacude al-
nazador que le echaba en cara la crueldad de sus recientes aberra-
guna sierpe venenosa. La irrupción de los forajidos era ya un he-
ciones. . .
cho. Todo estaba perdido. Unos segundos más, y él mismo sería
arrollado. .. Temblando todo cuanto era, fulgurantes los ojos de Dos jóvenes pasaban por la calleja. Se acercaron, lo reconocieron.
ansiedad, trémulo el labio de congoja y agarrotados los miembros, Eran Luisillo y su compañero. Ya lo sabían todo. Lo habían visto
arrebató del perchero una cachucha y un saco gris, agarró del todo. Levantaron al sacerdote. Lo animaron, lo consolaron y le
fondo de la cómoda una gruesa cartera con valores, y sin encomen- invitaron a guarecerse en la casa de ellos. El Padre Martín no
darse ni a Dios ni al diablo, en el momento mismo en que ya
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aceptó. Sólo permitió que lo acompañaran al Hotel Francia, en
donde se instaló aquella noche, en la cual tomó la resolución de
"abandonar la infeliz tierra y botarse para los Estados Unidos". Y
al siguiente día, en la hora cruda de la madrugada, sin volver los
ojos a su barrio, como los fugitivos de Pentápolis, con todo y sus
babuchas de oro viejo, tomó el camino de la estación, sin más
equipaje que su fajo de billetes y valores.
Todavía estaba muy oscura la mañana. Hacía frío. El Padre
Martín tiritaba dentro de su chaqueta gris y sus amplios pantalo-
nes desplanchados.
XXVI
Cerca de la estación encontró una mesa de fondera, iluminada
tristemente con carburo. El Padre Martín, dando al traste con
todo puntillo de pundonor eclesiástico, se sentó a ella y pidió un ¡ F I A T !
café.
La muchacha que le sirvió tenía todo el aire de gran señora
Fina, bella, distinguida. El quiso reconocerla. Ella le reconoció
LA MISIÓN DE H É C T O R HABÍA SIDO FECUNDÍSIMA.
primero. Se le acercó, y casi en el oído, le dijo:
Desde los puntos más remotos de la sierra de Oriente habían
—¿Qué le pasa, Padre Martín?
venido hasta él caudillos ignorados, rancheros de pelo en pecho,
¡Era Consuelo la que hablaba! Tras una noche de zozobras y todos gigantescos, férreos, calludos; ansiosos todos de obrar, de
desvelos, refugiada en el cuarto de Juana Gallo, salía con ella a luchar, de sacudir la modorra ignominiosa.
ayudarle en la ruda faena matutina... «•
El Padre Martín le contó todo. Consuelo ya lo sabia también. Según el propio decir de ellos, eran todos hombres de mucho
Después el Padre Martín, como quien rompe el dique a un secreto partido, cristianotes, honrados y prestigiados a carta cabal; valien-
que atormenta el espíritu, le preguntó, meticuloso: tes como leones, mañosos como coyotes, aguantadores como
— ¿ Y Héctor? muías, fieles como'pcrros, vivos como ardillas: todas las cualidades
de la fauna con que convivían, cualidades elevadas por una razón
—Se fue anoche mismo —respondió Consuelo:
naturalmente despejada, y centuplicadas por una fe religiosa raiga-
— ¿ N o te contó nada de mí? da como las raíces del roble.
—¡Nada!
Muchos tenían armas y parque; todos, caballo; muchos, gente;
—¡Pobrecito! ¡Qué mal lo traté!
todos, ganas. Las manos les hormigueaban desde que los "hermanos
Y limpiándose las lágrimas de sus ojos, contó a Consuelo los estos" les habían quitado a éste su vaquilla, a aquél su mujer, a
pormenores de la entrevista. quién su maioito y a quién su tierra de sembradura... Y aquel
Así terminó su desayuno. El tren para El Paso estaba por llegar. hormigueo se había convertido en sacudimiento general desde que
El Padre Martín se levantó pesada, tristemente... Ya un poco se encontraron con que no había Misa y con que el Cura tenía
separado de la luz, llamó discretamente a Consuelito. Ella se acercó.
que andarse escondiendo.
El le pregunta:
—¿Tú le escribes a Héctor? Héctor había palpado este entusiasmo popular, maduro y enrai-
zado, en todos los lugares recorridos en su gira. Así en las serranías
—Sí —contestó Consuelo—; le escribiré.
de Bayacora y Mezquital, como en los polvosas llanuras de Mapimí,
Sonó el silbato del tren que cruzaba ya por la falda de la Bufa. en las grises lontananzas de Chihuahua, como en los abrasados ba-
Había que apresurarse. jíos de Coahuila y Nuevo León.
—Entonces, cuando escribas...
— ¡ A h ! —pensaba Héctor—. ¡Si tuviéramos dinero! Si no nos
Consuelito aprestó el oído con toda atención.
viéramos obligados a entrar en la lucha sin más fuerza que la de
El Padre Martín, ahogando un sollozo, terminó la frase:
nuestra fe, sin más arma que la de nuestro brazo, sin más vida que
— ¡ . . . dile a Héctor que m e perdone...! la de nuestro p e c h o . . . entonces la mutación sería rápida.

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Héctor no se hacía ilusiones. Sabia con lo que contaba: con pu- campo que parte en dos el luto católico, tan rigurosamente hasta
ñados de hombres resueltos, eso sí, en toda la República. ¡Y no- ahí observado.
más! Pero así debía comenzarse, porque era preciso comenzar, y ¡Consuelo está ahí! ¡Qué escándalo! Con un sombrerito de
pronto; porque ya estaban algunos infelices ensartados en las mon- paja en la cabeza y una mandolina en las manos, esperando, ¡ ini-
tañas de Michoacán y Guanajuato, resistiendo solos, absolutamente cua!, que un muchacho monte en el burro que espera, somno-
solos, el empuje formidable de todo el fuego ardiente de los caño- licnto, tan preciosa carga...
nes de Calles, y el quietismo helado de los católicos indecisos. Así
¡Gente versátil e inconstante! ¿Quién había de decir que aque-
debía comenzarse: con esos puñados de hombres casi desnudos,
llas mismas jóvenes que habían resistido hasta los navajazos del
casi desarmados. Esos grupos se agitarían simultáneamente, divi-
diendo en partes infinitesimales al ejército de Calles; esos grupos general Ortuzar en los vestidos negros iban ahora a sacudir el
irían después consolidándose, condensándose, robusteciéndose, or- luto y a escandalizar a la luctuosa ciudad con semejante algaraza?
ganizándose en corporaciones formales, hasta formar el nuevo ¡ Ligerezas de juventud que entristecían a los buenos y hacían frotar-
ejército de línea, el ejército del pueblo católico, que reprimiera la se de júbilo las manos a los perseguidores!
osadía brutal de los tiranos, para plantar sobre el pedestal vacío a Pero aquello no tuvo remedio. La vistosa caravana de treinta o
la ciudadanía honrada e inteligente. El éxito era indefectible. El cuarenta borricos, adornados con flores y guirnaldas, con otras
espíritu entero que Héctor había visto y tocado en el Norte de la tantas muchachas a horcajadas en ellos, se puso en marcha solemne.
República vibraba con mayores bríos aún en los Estados de Zaca- ¡Qué enfiestada se iban a dar! Y luego con tanta impedimenta,
tecas, Michoacán, Aguascalientes y Jalisco... cómo llevaban canastas y más canastas y costales, con quién sabe
cuántos ricos comestibles y guitarras, y mandolinas, y, para que no
¡Jalisco! ¡Bien sabía Héctor cómo trabajaba Jalisco! Con Jalisco hubiera duda que se bailaría de lo lindo, un montoncillo de peti-
en acción, bien podía ya confiarse en la rápida victoria. metres, todos muy restirados, lavados y planchados... ¡ Y el boycot
— ¿ Y si los otros no "jalan"? al cuerno!
Este era el temor que sobrevenía de cuando en cuando a Héctor. Y pasaron frente a la Jefatura de Operaciones misma, para dar-
Pero no fue nunca de cristianos suponer el mal sin pruebas. Todos les en las narices a los oficialillos, que por boca de Caravantes y de
prometían; no podían ser tachados de miedosos. Mucho menos de Pelotes correspondieron con tres o cuatro flores, a grito pelado,
perjuros. desde los balcones de.la oficialía.
Las noticias de Paracho, en medio de su sensacionalismo, eran — ¿ N o nos invitan, lindas?
cada vez más angustiosas. Los valientes de don Tomás Anzures no — ¡ N o ! —contestó coqueteando una gordita—, Aquí no rifan
se habían dejado tocar un pelo de la ropa; pero enviaban recados los meHtares. ¡Aquí las purititas cevües.. .! ¡Arre, burro!
desesperados urgiendo a los demás a secundarlos, pues Calles orde-
naba ya contra ellos la marcha de fuertes columnas traídas de todas
las regiones no alteradas. ..
Con todas estas impresiones y excitaciones encontramos a Héc- Y bajaron, por fin. la horrible pendiente que conduce a la aldea
tor ya de retorno. Jugándose la vida minuto tras minuto, se ha de Guadalupe, en donde se erguía el viejo convento franciscano,
instalado en el pueblo de Guadalupe,, cercano "a Zacatecas, perdido grave y macizo, testigo mudo de la ruda labor de los antiguos
y olvidado bajo un rasposo uniforme* de vaquero, tirando con toda misioneros.
presteza y discreción sus últimos planes, pues el compromiso está
La caravana hizo alto. Algunos rancheritos, inmóviles, miraban
tomado; a él le toca "brincar" ahí.
desde lejos a las catrinas aquellas que se iban a divertir tan en
En la ciudad de Zacatecas, mientras tanto, parece haber pasado paz...
la racha del pavor de aquella noche memorable. Los soldados han
Consuelo les gritó:
vuelto a sus cuarteles. Consuelo ha vuelto a su casa. Sólo la del
Padre Martín queda aún abierta y tirada, ad perpetuam rei me- —¡Ándenle! ¡Vengan a bajarnos!
moriam. Los rancheros, caminando despacio, con el ancho sombrero
En este estado de cosas, parece de pronto que las mismas chicas caído sobre la frente, se acercaron, y abrazando muchacha por
piadosas se han olvidado del boycot, de la persecución y de todas muchacha, las pusieron en el suelo, quedando cada una con las
las tristezas; así salen de enfiestadas y alegres a un famoso día de riendas de su burro en las manos.

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Héctor-14
Héctor estaba ahí. La talluda indumentaria de vaquero le impo- vamente tranquila y cómoda... ¿Gloria humana? ¿Qué gloria
nía toda la silueta de un gaucho soberbio de las Pampas. El se nos puede venir si no llevamos ni la espalda bruñida ni brillantes
encargó personalmente de bajar a Consuelo, con todo el amor entorchados, si nadie se preocupará por nosotros; si los más nos
que esa mujer le merecía y con toda la discreción que razones' tildarán de atrabancados y de imprudentes, y muchos nos llamarán
escondidas pedían. vulgares bandidos? ¿Placeres? ¿Cuáles? ¿Si somos apenas los que
Ella, al deslizarse entre sus brazos, le dijo al oído: vamos a romper el fuego, a pasar días enteros sin comer y noches
—¡Juana Gallo trabajó muy bien! completas sin dormir? ¿Si somos los destinados a vagar, como
Metieron los muchachos mismos los borricos en una casa de bestias, por las montañas, hambrientos y desgarrados, mientras
labriegos. Consuelo y otras dos se encargaron de meter cestas y nuestra fe inquebrantable y persistente rompe el tímpano de
saquilíos y acomodarlos arrinconados en una sala apartada. Héctor nuestros hermanos que no quieren oír. . . ? Pero esta aventura ya
mataba el tiempo en los corrales quitando las albardas de los no se discute: es un deber; todas las grandes luchas han comenzado
jumentos. En el portal se escuchaba ya la algaraza de las muchachas así. Los arcos de triunfo se amasan con sangre de atrevidos. La
que reían y de las mandolinas que rasgueaban. Consuelo y sus ami- torre de la victoria se levanta sobre las cenizas de los fracasados...
gas, terminada la faena, se incorporaron a la comparsa y redobla- Yo puedo morir, y yo puedo fracasar; pero mi fracaso será lec-
ron el entusiasmo del jolgorio. ción que perfeccione la táctica y no golpe que mate la idea. La causa
que defiendo, ésa no puede fracasar... Yo puedo caer, lo sé; pero
Pasada la comida de campo, a la hora pesada de la siesta,
de mi propia carne desgarrada brotarán nuevos espíritus y nueva
mientras las muchachas, cansadas o rendidas, descansaban junto a
carne, y mi cuerpo muerto se transformará en cien cuerpos vivos
las trincheras de cestas vacías, Consuelito dijo a una de sus íntimas:
mil veces más firmes, más convencidos y más valientes que yo. ..
—Lolita, ¿vamos a ver la huerta? Por eso quiero perpetuarme identificado, Consuelo, contigo, que
Lolita, sacudiéndose la falda, de un brinco se puso al lado de eres el alma y la fuerza de mis entrañas... Por eso, por mi Cristo,
Consuelo. '• por mi patria, por mi causa, te amo a ti, mí dulce amiga, sostén
Nuestro épico vaquero trabajaba en la noria/ Risueño y'fresco de mis flaquezas, lumbre de mis carnes y de mi espíritu. .. Por
era el hogar. Un toldo de emparrados y de higueras envolvía la eso te amo hoy más que ayer y mañana te amaré más que h o y . . .
plazoleta que rodeaba el pozo. Por eso, Consuelo, 'siento temor de lo presente y tengo hambre de
Levantando con una mano la cortina del follaje, hizo Consuelo lo porvenir. . . Por eso te juro veheer o morir esta misma noche,
su aparición frente a Héctor. El rayo del sol que iluminó de pron- y después, desafiando todos los peligros, llegar hasta tu hogar y
to el rostro de Consuelo hirió de rechazo, reflejado por sus ojos tomarte de él en nombre de Cristo y traerte a luchar conmigo
de azabache, el alma y el cuerpo de Héctor, envuelto en la pelam- para^que enjuagues mi sudor en las victorias y en mis derrotas
bre de su disfraz. Lolita entró tras ellas, y los tres se sentaron a la restañes mis heridas. .. ¿ T e entristezco, vidita, te entristezco? ¡ N o !
vera del pozo, en una dulcísima evocación bíblica. ¡ N o llores, Consuelo! ¡ Ñ o llores! Déjame romper en tu presencia
la chapa de mi alma. Tú estarás a mi lado siempre, siempre, como
—Consuelo —le dice Héctor—. ¿Conque no te olvidarás de mí?
el ángel precursor de la gran victoria, y de nuestra arcilla sacare-
¿Verdad? ¿Ni un día, ni un momento?... Yo no sé si es ésta la
mos, bajo la mirada de Dios, el Héctor de mañana que levante
vez última que te mire y que te hable. Si lo es, estoy satisfecho.
mi bandera, si perece el Héctor de h o y . . . ¿No me respondes,
Si no lo es, nuestra próxima entrevista será en los altares. Porque
Consuelo mía? ¡Vamos, ánimo. ¡ H e hecho mal entristeciéndote.
yo no me siento completo ni entero si no cuento contigo como
No, ya no te entristeceré más: mírame. Mírame reír, mírame en-
came de mi carne y hueso de mis huesos. ..
tusiasta ante la brecha abierta por tus virtudes y por mis locuras...
Consuelo no sonrió, no respondió. Inclinaba la cabeza pensativa. Te hablé de muerte y de sangre. ¡ N o ! ¡ T o d o es vida, todo es
Lolita se hacía la disimulada, deshojando muy despacio las flores gloria! Gloria inmortal de cruzados, vida inefable de mártires.
de su sombrero. Marcharemos todos felices, radiantes de júbilo, bendecidos por
—¿Estás triste, Consuelo? —prosiguió Héctor—. Yo también lo nuestras madres, animados por nuestras novias, envidiados por nues-
estoy. Ahora comprendo perfectamente que esto es un sacrificio, tros ancianos, ungidos por nuestros sacerdotes, protegidos por
un sacrificio duro, prosaico, como el más vulgar y miserable de nuestro Cristo... Somos muchos y somos fuertes. Somos invulne-
todos los sacrificios.. . Ahora comprendo que son el deber y la fe rables. Somos invencibles. .. Consuelo, ¡ámame!, ¡que en mí ama-
los únicos que nos impelen a dejar nuestra vida pobre, pero relati- rás al soldado de Cristo y al héroe de la patria. . . !

210 211
desnudo frente al deber heroico. .. Después a la vera de la alta
Y aquella ninfa nítida de los cabellos negros ensortijados, de roca que quiebra el camino, muchas manos que se agitaban; entre
las manos suaves y largas como lirios que se marchitan, la de los ellas una, la más nerviosa, la más fina, agitaba un pañuelo con
ojos negros como la noche, ensombrecidos por pestañas como mano- encajes. .. Héctor contestó desde el picacho aquella despedida, y
jillos de flechas, reclinó su rostro bañado en lágrimas sobre el' bajó al instante de aquel pedestal, para comenzar a subir desde
pecho ardiente de Héctor. .. Aquellas lágrimas, como perlas des- aquel momento por la escala de su gloria heroica...
atadas, rodaban por la áspera chamarra del noble vaquero, ador-
A las diez de la noche de aquel mismo día, Héctor estaba
nándola como gotas de aljófar de reflejos irisados. . . Después se
transformado. Vestía el guapo traje que Consuelo le había traído.
enderezó con brusquedad y sonrió, sonrió al través del velo de sus
Gruesa camisa de lana café oscuro, pantalón de recio caqui, cinto
lágrimas: sonrisa de iris en tarde lluviosa... Cogió entre las suyas
finísimo cerrado por hebilla de plata marcada con sus iniciales,
la mano de Héctor y exclamó:
severas botas de montar, una pistola escuadra pendiente del cinto,
—¡ Eres bueno, eres muy bueno, Héctor mío! Fuerte, valeroso, dos cartucheras repletas de cartuchos, gracias a los ardides y esca-
enérgico, duro, firme, inteligente, resuelto: ¡por eso te amo! Tú moteos de Juana Gallo; un sombrero de fieltro a la cabeza, un
partirás a la montaña, yo quedaré en la soledad; tú sufriendo, yo pañuelo atado al cuello .y una cruz colgada sobre el pecho, en la
llorando. Maltratado tú, despreciada yo; pero ambos firmes y te- que Consuelo había hecho grabar estas palabras: "Viva Cristo
naces, invulnerables e invencibles, como tú lo has dicho. . . Tras Rey".
tus primeras victorias... ¡tú triunfarás!, yo me pondré mis galas Salió Héctor silenciosamente de la casa y se encaminó a la
de nieve y mi corona de azahares, tomaré en mi mano el cirio en- puerta del Convento de Guadalupe. Ahí le esperaba un fraile
cendido y te esperaré con fe, pues estoy segura de que vendrás franciscano, antiguo guardián, que había logrado hasta entonces
por mi. . . Y la lucha seguirá con sus toques de victoria y sus burlar la vigilancia de las tropas callistas. El viejo fraile esperaba
nimbos gloriosos; pero en ella no estarás ya tú solo: ¡yo «staré a Héctor corno "a un perseguido que quería confesarse". Tan
contigo. . . ! Y nuestra arcilla ofrendará a Dios un nuevo Héctor, pronto como Héctor entró, el fraile cerró la puerta e hizo a Héc-
el Héctor de mañana, por si sucumbe el Héctor de hoy. . . Y si tor una profunda reverencia:
sucumbes, >o recogeré tu espada y tu herencia de gloria, y volaré —Pase su mercé —dijole con grande cariño.
como heroína por los campos de la fe, luchando por la patria al Cruzaron en silencio el amplio claustro, negro y sombrío. Un
mismo tiempo que amamanto al hijo que resucite tus proezas. .. ligero viento agitaba' las hojas medio secas de los plátanos del
Y mañana, el día de la patria, cuando el pueblo entero aclame feliz jardín. El franciscano caminaba delante, la capucha calada, los
a su Rey Inmortal, entonces tú y yo, Héctor y Consuelo, corno pies descalzos.
ángeles tutelares, asistiremos a los flancos del futuro arco de — ¿ N o hay nadie en casa, Padre? —preguntó Héctor.
triunfo; Héctor, el hombre, el héroe; Consuelo, la mujer, la heroína,
•—¡ N a d i e . . . ! ¡ Sólo yo he venido esta noche, porque me dijeron
y entrambos los creadores de la raza futura. . .
que algunos hombres vendrían a confesarse.
Enmudecieron aquellos labios de ángel... Después Héctor y —Y ¿han venido ya algunos?
Consuelo se confundieron en una amplia caricia... Lolita, testigo — ¡ S í , ya han venido! ¡Qué almas tan grandes!
impasible de aquel coloquio de querubines, sólo escuchó un suaví- —Pues entonces, Padre, no vayamos tan lejos: confiéseme usted
simo "batir de alas", un dulcísimo «"rumor de besos. . . " . aquí...
El fraile se sentó en un poyo de piedra. Héctor se arrodilló a
su lado. La luz de un farolillo temblaba de emoción al iluminar
aquellas dos siluetas de fantasmas...
Y al desangrarse el sol aquella tarde, también se desangraban Héctor se reclinó sobre la flaca rodilla del fraile e hizo confesión
una vez más los dos corazones amantes que se separaban quizá general de teda su vida.
para siempre. Consuelo, jineta en su pollino, rodeada de muchachas —Padre —le dijo antes de levantarse del suelo—, ruegue usted
vocingleras, pero aislada de aquel ruido en el fondo solitario de por mí. Esta noche entro a la guerra.
su corazón; Héctor de pie sobre un picacho, figura híspida de —¿La guerra en defensa de Nuestro Señor Jesucristo? —pre-
caudillo bárbaro, proyectando su sombra agigantada sobre el polvo guntó con plena tranquilidad el anciano.
del camino, solo, pero firme, contemplando la marcha de la cara-
—Sí, Padre.
vana risueña que le llevaba el corazón y le dejaba a él con el pecho
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—Benedictus Dominus Deus meus qui docet manus meas ad —Ecce Agnus Dei. ..
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praelium •. .! —exclamó el anciano sin inmutarse. —¡ Padre! —le interrumpió Héctor con la voz entrecortada por
—¡ Padre, siento temor! un sollozo—. Quiero hacer mi juramento.
1
—lili in curribus et in equis, nos autem m nomine Domini! El franciscano se detuvo reverente. Entonces, el gallardo joven,
—¡Somos pocos! de rodillas, clavando sus ojos en la pequeña Hostia inmaculada,
—Oratio autem fiebat sine intermissione ab Ecclesia Dei pro poniendo su mano izquierda sobre el pecho, cogió con la derecha
eo... 3
la mano misma con que el franciscano, temblando, sustentaba el
—¡ Caminamos a la muerte! Sacramento, y a la luz de las estrellas, a la brisa suave de la noche,
pronunció este juramento solemne:
—Qui perdiderit animam suam propter me, inveniel eam.../ *
Mira hijo mío, mira quién pronunció estas palabras... — Y o , Héctor Martínez de los Ríos, en presencia de Jesucristo
Y le señaló la gigantesca figura de Cristo Crucificado, que se mi Rey y Señor, por amor a la Virgen Santísima de Guadalupe y
destacaba ya entre la obscuridad, en el centro del huerto, en medio por amor a mi patria, juro solemnemente defender por medio de
de los árboles tranquilos. las armas la perfecta libertad religiosa de México.
—¡ Gracias, Padre, gracias! A El le pido la fuerza. Aquel juramento fue sellado por el mismo Cuerpo de Cristo,
—Omnia possum in eo qui me confortat.. .* Cristo también que el franciscano colocó en los labios de Héctor, diciendo:
tembló, hijo mío, porque le amenazaban los traidores, porque le —Corpus Domini Nostri Jesu Christi custodiat animan tuam in
abandonaban los miedosos... Cristo también caminó-a la muerte. vitam aeternam. Amen.
Cristo también fue al fracaso, al fracaso del Gólgota, cuando todos ; Levantóse Héctor de ahí, respirando fuego, como un león. Volvió
se mofaban de El, porque no podía bajarse de la cruz... Pero tras a la casa que lo albergaba. Algunos labriegos le esperaban. Todos
ese divino fracaso, al tercer día resucitó. . ., et regni ejus non- erit callados, silenciosos.
finis...* —¿Estamos listos? —preguntó Héctor.
La oscuridad se disipaba. Parecía que aquellas palabras la pe-
— ¡ S í , mi jefe! —contestó uno.
netraban con su luminosidad. Las estrellas tachonaban, cintilantes,
el cielo límpido, y su débil fulgor envolvía en tenuísima luz fantásti- —¡Bueno! ¡Aquí está el parque!
ca la oculta escena de dos almas. Y de entre el montón de bultos y cestas que las muchachas
—¿Usted quiere comulgar, verdad? —preguntó, al fin, el fran- habían traído en su paseo, sacó Héctor algunas bolsas llenas de
ciscano. cartuchos, y las distribuyó entre aquellos hombres.
—Sí, Padre —respondió Héctor. —¡En nombre sea de Dios! —dijo uno por uno al terciarse los
—Pues ahora mismo. cordeles del saquillo, dejando ya asomar entre los pliegues del sa-
rape cada uno su carabina.
Y el franciscano sacó del pecho un grueso breviario, y duplicando
su devoto continente, se acercó a la columna que en mitad del —Ahora, compañeros, a luchar como fieras, que Dios está con
jardín sustentaba la cruz de piedra con la estatua de Cristo. Abrió nosotros— dijo Héctor, y se echó a la calle con sus hombres: ¡ eran
ahí el libro, y de él sacó un pequeño lienzo» que brilló como ocho!
nieve en la sombra de la noche. . .* De en medio de aquel lienzo En Guadaluppc no había ni un soldado callista para remedio.
tomó una forma consagrada. . .Y murmurando una oración la Héctor llegó a las afueras del pueblo, y lanzó un silbido. Otro
presentó ante Héctor, que esperaba de rodillas: silbido, de lejos, se escuchó.
— ¡ A h í están!
1
Bendito el Señor D i o s m í o , que adiestra mis manos para la lucha.
En efecto, entre las bardas medio derrruidas de los últimos co-
* Ellos, en los carros y en los corceles; nosotros en el nombre del Señor.
rrales del pueblo se movían algunos bultos: eran los demás hom-
" Se hacía continua oración en la Iglesia de Dios por 61.
bres que habían prometido seguir a Héctor.
* El que perdiere su vida por M í , la encontrará. —¡Son ellos! —dijo éste.
* T o d o lo puedo en A q u é l que me conforta. Y el grupo aumentó. Eran ya treinta hombres.
* Y su reino no tendrá fin. —¡Ahora sí! ¡A los caballos!

214 215
De aquel mismo corral sacaron treinta vivarachos caballos ensi-
llados, e inmediatamente, a buen trote, tomaron el camino de Co-
lorada.
Era la noche del 29 de septiembre de 1926, fiesta de San Miguel
Arcángel.

XXVII

MELENA HIRSUTA

DF. AQUEL GRUPO de jinetes, veinte estaban desarmados. La primera


obligación de Héctor era dotarlos de armas, y no había otras armas
que las del enemigo. Orden del día: ¡arrebatarlas!
A las dos de la mañana ya estaban nuestros hombres en el pueblo
de Colorada, en donde debían realizar la más audaz hazaña, si no
querían ser triturados en tres días. Héctor la había meditado bien
y planeado mejor. Una guarnición callista de cincuenta hombres
custodiaba aquella plaza, por entonces muy ajena de creerse ame-
nazada. Posaban los soldados de Calles en una antigua casa seño-
rial, que habían arrebatado a sus dueños. Frente a la grave y larga
fachada de esta mansión se levantaban a trechos algunos arbolillos,
cada uno metido en alta pileta de ladrillo. Una plazoleta se tendía
al frente, terminando en una calle estrecha que se perdía en direc-
ción perpendicular a la fachada.
Ancho y alto era el zaguán de la casa cuartel. A la derecha,
entrando, una puerta pequeña daba acceso a una sala, entonces
ocupada por el cuerpo de guardia, y en seguida, a uno y otro lado,
se enderezaban tiesos, esqueléticos, los bancos de armas, todos llenos
'de carabinas pavonadas, nuevecitas...
El zaguán terminaba sobre un patio, en torno del cual se exten-
dían las demás dependencias de la casa: habitaciones, pasadizos,
corrales.
En el momento en que Héctor y sus amigos llegaban a las gote-
ras de Colorado, la guarnición callista, cansada de jaranear en honor
de un capitán llamado Miguel, duerme profundamente en las
habitaciones interiores. En el cuerpo de guardia roncan cinco sol-
dados y un oficial. Sólo a la puerta de la calle, iluminado por el
farolito del zaguán, el centinela se da la suprema aburrida cui-
dando el sueño no bendito de aquellos malhechores inconscientes.

216 217
Héctor había ordenado dejar los caballos en las afueras, y sigilosa- Cada uno de aquellos hombres tiene señalado con toda precisión
mente, con sus hombres, distribuidos por diversas calles, se habían su papel.
escurrido hasta las más próximas inmediaciones del cuartel. Prote- La rapidez y la serenidad serán el éxito. La menor confusión será
gido por la sombra de una de las piletas, uno de los de Héctor funesta. El momento es crítico, es terrible. El canto de un gallo, el
se acercó a gatas, para cerciorarse si las condiciones del cuartel y ladrido de un perro, una mirada de reojo del centinela será para
de la hora correspondían a los planes trazados. Todo estaba en ellos redondo fracaso.
regla. Un centinela, despierto, a la izquierda; unos cuantos solda-
De pronto, de entre las sombras que rodean al centinela surge
dos, dormidos, a la derecha, y en seguida, un montón de fusiles
una figurilla blanca, que parece caer sobre él y prendérsele como
a la disposición. Los soldados, oficiales y demás semovientes apo-
leonzuelo. Se oye un suave rugido sofocado. La figurilla blanca
sentados en las habitaciones y corrales interiores, eran ya cosas de
se inclina hasta el suelo. El centinela no aparece más. Lo que
segunda importancia, de las que no valdría la pena preocuparse.
aparece, iluminado por el farolito, es la figura bravia de Héctor,
Sigilo absoluto; precisión matemática: tal exigía la peligrosísima
pistola en mano, que entra al cuartel y se planta en la puerta del
acción inicial. Cualquier ligero ruido, cualquier pequeña inexacti-
cuerpo de guardia, dando el pecho al interior, y tras él los dos
tud daría al traste con todo y pondría a Héctor y a los suyos a
hombres del fusil, que atraviesan el zaguán y se plantan a la entra-
merced de sus enemigos. Por eso Héctor había estudiado los me-
da del patio interior, y tras ellos, y con ellos, como una avalancha
nores detalles, previsto todo peligro de confusión, seleccionado bien
de fieras, los doce hombres desarmados, que se precipitan seis sobre
sus elementos y escogido para sí el puesto de mayor peligro y
el banco de armas de la izquierda y seis sobre el de la derecha,
audacia. La orden del día: "¡arrebatarlas!", tenía que cumplirse.
que en un abrir y cerrar de ojos coge cada uno una brazada de
Frente por frente de la puerta del cuartel, perdidos en la sombra
fusiles; salen como brazo de mar y se abren a derecha e izquierda
de la calle que ahí desemboca, colocó Héctor a cuatro de sus
de la calle con el preciado tesoro en sus manos.. . ¡ La hazaña está
hombres armadas. Otros dos avanzaron agazapándose, hasta para-
consumada! ¡Las armas han sido arrebatadas!... El tropel de la
petarse á derecha e izquierda de la puerta, tras de las dos piletas
entrada vertiginosa, el choque de las carabinas unas con otras, hace
más próximas, a seis metros del centinela.
despertar al oficial y soldados del cuerpo de guardia. El oficial se
Héctor presidía personalmente la parte más delicada de la ma- descubre la cabeza sudorosa y amodorrada, y sorprendido por la
niobra. silueta del caudillo que se dibuja en la puerta misma de la cámara,
Sobre el lienzo de la pared tendida a la izquierda de la entrada, pega un grito estentóreo:
verdaderamente untados en el muro, protegidos por la sombra que
ahí es más intensa, los más osados se acercan poco a poco, cami- —¿Quién vive?
nando de flanco, hacia la entrada, en donde el centinela los espera — ¡ V i v a Cristo Rey! —contesta Héctor.
de espaldas... Se mueven los asaltantes en este orden: adelante, Dos disparos resuenan y dos balas se cruzan. Una roza el cabello
un ágil minero, chiquitín de cuerpo, elástico de miembros, valiente, de Héctor; la otra parte la cabeza del oficial. El doble estampido
pendenciero y puñalista consumado, de reconocida fama. Se agarra atruena el cuartel entero. Los soldados del cuerpo de guardia se
a la pared, casi rozando con la espalda. Lleva los pies desnudos incorporan rasguñándose los ojos:
para amortiguar todo posible ruido de pisadas. Entre sus dientes,
—¡Quietos, o los mato! —grita con fiereza Héctor
grandes y blanquísimos, aprieta la hoja de un acero corto. A ese
valiente iniciador sigue el mismo Héctor, también pegado a la La tropa toda, que dormía en el interior, sale como jauría de las
pared, sin otra arma que la fina pistola en la bolsa delantera del habitaciones interiores, se agolpa sobre el zaguán; pero los disparos
cinto. Después de Héctor vienen dos hombres armados de fusil, y de los dos fusileros ahí apostados la hacen revolverse y vacilar des-
tras de éstos se arrebatan doce rancheros., sin más armas que un orientada. Héctor y los fusileros salen a reunirse con los suyos. Los
cuchillo en la faja. callistas del cuerpo de guardia salen al zaguán, y los soldados de
Despacio, muy despacio, moviendo suavísimamente píe por pie, Héctor, desde las piletas, los rechazan a balazos. La demás tropa,
pero conservando exactamente sus distancias, se van acercando si- en tropel, amotinada, acude al zaguán ya libre de enemigos, re-
gilosamente, fatalmente, inexorablemente, a la puerta en que juga- quiere las armas y se encuentra con los bancos desnudos:
rán de improviso todo el éxito de la campaña futura. Los que están — ¡ N o s tiznaron!... ¡Estamos desarmados! —ruge un oficial.
tras las piletas permanecen como piedras, conteniendo la respira- Las dos corrientes de soldados, los del patio y los del cuerpo de
ción; así es de intensa la delicadeza del momento. guardia, se chocan, se atarantan, se apretujan con la suprema

218 219
desesperación de un ejército sorprendido, copado, desarmado. Y Uno de los muchachos, impulsado por las miradas de sus herma-
cuando un oficial callista, sobrepuesto a la situación, pretende re- nos, se atrevió meticulosamente a contestar:
organizarlos dando un grito de "¡Adelante!", aquel grito se pierde —Pos que nos den carabinas.
entre las detonaciones de los cuatro hombres que Héctor había —¡Pos aquí están! —dijo triunfante el viejo ranchero.
dejado a la entrada de la calle. Es tarde ya. Los soldados de Héctor,
Y animando la indecisión de los pacíficos pueblerinos, reunió
usando ya su nuevo armamento, empujan y machucan a punta
de bala a la masa hírviente de soldados embotellados, que, entre otros cuarenta libertadores.
codazos y patadas, blasfemias y maldiciones, logran, por fin, retro- - - ¡ A q u í cstarvs listos, mi jefe! ——elijo a Héctor—. Yo le ase-
ceder hasta el patio y de ahí escapar por los corrales interiores, guro que sernos de lo puro sincero y de verdad, y de que decimos
dejando muertos y heridos, municiones y bagajes en poder del "si", nos sabemos embocar como los hombres.
enemigo triunfante. Alineóse la abigarrada caballería en la calle más espaciosa del
pueblo.
Media hora después Héctor pasa revista a sus tropas iniciales.
Son ya sesenta hombres, bien montados, bien armados, bien muni- Héctor se retiró unos metros pira abarcarla en su conjunto. El
cionados; t o d c 3 ilesos, todos satisfechos: la primera lucha heroica aspecto le conmovió de alegría. Se sintió todo un conquistador.
está realizada: ¡ V i v a Cristo Rey! Afirmó los pies en los estribos, tiró la rienda hasta hacer sentarse
El pánico había envuelto a los vecinos de Colorada con el fragor su corcel sobre las patas traseras, y gritó:
de la refriega. Al escuchar después que una tropa armada recorre — ¡ V i v a Cristo Rey!
la población al grito de Viva Cristo Rey, los vecinos comenzaron — ¡ V i v a . . . ! —contestaron como locos los nuevos soldados.
a asomar la cabeza cautelosos, y al cerciorarse de la gran .nueva, — ¡ V i v a la Virgen Santisima de Guadalupe!. .. ¡A pelear como
de que aquellos nuevos soldados eran los defensores de los católicos, leones! ¡Adelante! ¡Se acabaron los católicos miedosos! ¡Viva
el gozo estalló, abrieron todos sus puertas y ventanas y se echafón Cristo Rey! ¡Adiós, mujeres, ancianos y niños! ¡Dentro de poco
a la calle a aclamar a los vencedores. El sacristán subió a repicar tendrán ustedes paz y trabajo y gracia de Dios!.. . ¡ Soldados de
las campanas de la iglesia, y las mujeres de todos los barrios los Cristo Rey, en marcha! ¡Por el camino de Fresnillo. . .! ¡A reu-
fueron a obsequiar con jarras de leche, con tortas de pan, con nimos con los nuestros. . .!
huevos y con tortillas.
Y las huestes animosas desfilaron, como una evocación de la
Llamó entonces Héctor a los hombres del pueblo, y les dijo: antigua cruzada contra el turco. ..
—¡ Muchachos! El gobierno de Calles nos está matando nuestro
cristianismo, y ahora vamos a defenderlo a balazos. Ya nos dimos
cuenta de que tenemos asaduras. Nosotros nos levantamos anoche,
ya ganamos la primera batalla. Comenzamos ocho, y ahora somos ya 1.a llora del alba se acercaba. Un vientecillo fresco y tonificante
sesenta. En toda la República hicieron anoche lo mismo. Traigan sus acariciaba las bronceadas faces de los labriegos santos y valientes
armas y sus caballos y vénganse conmigo: ya nomás ustedes están que caminaban en pos de Héctor, joven héroe que comenzaba a
faltando. Los que sean católicos que le entren. gustar las delicias de la acción.
—Pues mi señor jefe —respondió un^viejo patriarca del pueblo—; Los rancheros se quitaron los sombreros piramidales y comenza-
yo, la verdad, le hago el asco a la revolución. Se pasan muchas ron a cantar, arrullados por el cierzo, al acompasado piafar de los
noches sin dormir y hasta muchos días sin comer; pero en tratán- caballos:
dose de ta causa, no hay más remedio que entrarle. Yo ahí tengo
mi carabina y me he tanteado que no me azorrillo. De modo que En este nuevo día
soy de los suyos, y me voy a juntarle a los demás... ¡ Ándenles, gracias te tributamos,
hermanos! ¡ Al rifle! oh Dios omnipotente
Los pobres campesinos, desprevenidos, se miraban unos a otros. y Señor de lo creado.
El viejo les instaba:
— N o , amigos; si aquí no hay que quiero o no quiero: aquí es Y un coro más nutrido de voces roncas, toscas, atronadoras, divi-
deber. ¿Qué no son ustedes católicos?... ¿Pues entonces? didas en todas las cuerdas de una polifonía maravillosa, respondía:

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; Gracias a Dios! —¡Lindas noticias! ¿ N o te digo? A la una de la mañana había
¡Gracias le demos mensajes de Durango, de Guanajuato, de Jalisco, de Colima, de
a la Madre de Dios! Guerrero, de Aguascalientes. Todos comunicaban rumores de gente
levantada en armas y aviso de salida de fuerzas gobiernistas. Un
— ¡ A l t o ! —gritó Héctor de repente—. ¡Media vuelta! Y ahora, poco más tarde telegrafiaban de Fresnillo que los alzados eran
por fuera del camino, hacia Zacatecas. católicos fanáticos, y que se acercaban allí. En Zacatecas prepara-
Los labriegos echaron al punto de ver que en aquel muchacho ron luego un furgón con tropa. Pero el tren del Sur no llegó.
había madera de guerrillero desde el momento que maduraba y Está detenido en León.
ocultaba sus planes.
—¡Hombre, qué bien! ¡Todos han cumplido!... ¡Bendito sea
Los callistas fugitivos de Colorada debían avisar a Zacatecas Dios! —dijo Héctor, frotándose las manos.
del desastre de la noche. Inmediatamente debían ser destacadas
Y no se hicieron mayores demostraciones por la discreción que
fuerzas callistas en persecución de Héctor. Un desastre semejante
debieron sufrir las fuerzas callistas en Rancho Grande, donde el el plan aconsejaba.
valiente Pedro Quintanar debía ejecutar un movimiento simultáneo —¿Quieren almorzar, verdad? —preguntó Héctor a los recién
con el de Héctor. Este segundo movimiento ponía en jaque a la llegados.
ciudad de Fresnillo, y la ruidosa marcha de Héctor hacia el Norte — ¡ C ó m o no! —respondió Luisillo.
daba todos los signos de un ataque formidable a Fresnillo. Aquel
Un ranchero les dio unas gordas calentadas y unos huevos
mismo día Fresnillo debía pedir auxilio a Zacatecas, y las fuerzas
callistas destacadas debían suponer que el enemigo estaba reconcen- guisados en plena campaña.
trado cerca de Fresnillo a muchos kilómetros al Norte. Los dos chicos se chuparon los dedos.
—¡ H o m b r e . . . ! Como decían que se sufría tanto en la guerra,
Esta era la hipótesis natural que guiaría los movimientos califas.
nosotros creíamos que hoy no comeríamos.
Héctor se propuso desbaratarla, emprendiendo sencillamente' el
camino contrario. —Espérate —dijo Héctor—. No sabemos cuándo comienzan las
de boca abajo.
A las siete de la mañana ya aquel núcleo de libertadores coro-
naba las alturas de cuatro montículos, que, como cuatro cirios, Encomendó Héctor al ranchero que le alistara a los nuevos
custodiaban un estrecho paso de la vía férrea. Allí esperaron tran- muchachos, y él siguió tendiendo sus gemelos desde lo alto de la
quilamente la segunda victoria. roca.
No fue, por cierto, aún la victoria la que llegó. Las que llegaron Primero fue un punto negro, incrustado en la intersección lejana
fueron dos pobres y desbaratadas figuras de muchachos, montadas de las dos vías. Aquel punto creció y fue aproximándose, acom-
en un mismo jamelgo, flaco y lacio, como de hilacha. Héctor enfiló pañado de un minúsculo ruido de herraje crujiente. Al fin se
sus anteojos y los reconoció inmediatamente: ¡era Luisillo y un distinguió el detalle de un pobre armón de vía, en el que venían
acólito del Sagrado Corazón, que lo venían buscando para darse de apretujados ocho soldados callistas y un oficial. Héctor ordenó a
alta! Luisillo traía un pequeño aparato telegráfico. El acólito car- los suyos mantenerse quietos y dejarlo pasar. El pequeño carro
gaba con una pistola que no servía. entró en el desfiladero. Cabizbajos y pensativos los pobres soldados;
— ¡ Q u é lástima que te vinieras! —dijo Héctor al saludar a curioso y desconfiado, el oficial.
Luisillo—. Más me hubieras servido en tu puesto de telegrafista. Héctor los dejó pasar a sus pies, con una sonrisa de superioridad
—Pero dejé a otro de confianza, y aquí traigo mi aparato para generosa. Y siguió tendiendo sus gemelos en dirección del Sur.
captar mensajes. De pronto, sin arrancarse los gemelos de los ojos, levantó y movió
majestuosamente el brazo derecho. El signo fue observado y re-
— ¿ Y cómo supiste dónde estábamos?
producido por los cuatro picachos. Una corriente eléctrica sacudió
— N o supe. Nosotros los creíamos encontrar hasta cerca de Fres- los nervios de aquellos cien valientes. Luisillo se puso pálido y
nillo. No creímos que estuvieran tan cerca. Pero supimos por los sintió que las quijadas le pesaban como plomo. Allá, muy lejos
despachos recibidos, que la cosa estaba linda, y nos dio vergüenza todavía, como el borrón de un rebaño de color oscuro, manchaba
quedarnos en nuestra casa. la claridad del horizonte una franja gruesa y confusa, envuelta en
—¿Qué noticias recibieron? ligero polvo y salpicada de reflejos de armas...

222 223
provisada atalaya Héctor miró a Pelotes, que se empinaba una
—¡Son ellos! —corrió el rumor—. |Y son muchos! —añadió
botella de mezcal a la salud de Calles, y escuchó distintamente que
para sí cada uno.
un oficial gritaba:
Héctor, ligeramente pálido, continuaba examinando atentamente.
—¿Qué tal de muchachas hay en Fresnillo, mi capitán?
Dejó luego caer su anteojo pendiente de las correas, y sonrió con
toda la impasibilidad de un héroe. Aquella sonrisa reanimó los La respuesta ya no se escuchó. Porque a una señal de Héctor,
espíritus que se comprimían en los cien pechos cosidos a las rocas. de cada uno de los cuatro picachos brota un aluvión dé balas,
— ¡ E l jefe sonríe. . .! ¡ N o hay miedo! que destroza y quema sin piedad, como fuego del cielo, a aquella
desafortunada columna... Hombres y bestias, confundidos en vida,
Héctor paseó su mirada por cada una de las estratégicas posi-
se confunden ahí entre los espasmos de la agonía y las blasfemias
ciones, y mordiéndose lr.s labios, acusando energía, hizo un ademán
del desconcierto... El fuego, nutrido y certero, se multiplica en-
entusiasta, que claramente significó ante los ojos de todos sus
amigos: carnizado sobre cada grupo que se rebulle aún o sobre cada jinete
que se reafirma, hasta quedar aquel sitio como pudridero de
—¡Arriba, muchachos! ¡Que ya fueron nuestros! alimañas, despedazadas en una hecatombe sin gloria, unilateral,
La columna callista avanzaba. . . Eran apenas doscientos solda- tonta, casi ridicula, si no fuera sangrienta; en que los soeces ofi-
ditos, que iban a auxiliar a Fresnillo, a muchas leguas de aquel ciales no sacaron ni la pistola ni la espada, sino, a lo más, la lengua
lugar. El paso sin novedad del piquete explorador les decía que maldiciente, convertida en sapos y culebras; una entrampada ver-
todo era paz octaviana en los andurriales en que Héctor los espe- gonzosa en que los pobres soldados de Galles, los pocos afortunados,
raba; por eso caminaban con desenfado, el fusil amarrado a la no aprovecharon sino las uñas del caballo cerril, que huyó con los
espalda, charlando, cantando, fumando, bebiendo. .. belfos temblando, por el mismo camino que acababa de recorrer.. .
Aquella larga espera fue horrible. Los bisónos soldados de Cristo
Rey limpiaban con la mano la roca, abrían y cerraban el seguro — ¡ V i v a Cristo Rey!
del rifle, se sacudían las mangas, se abotonaban el chaleco .o la El grito repercutió en las montañas. Y de los picachos y peñascos
camisa, se la desabotonaban después, mirando sin cesar aquel ene- comienzan a caer, a brincos, los victoriosos hombres honrados, su-
migo a quien ahora, por vez primera en la vida, esperaban para- dorosos, empolvados., pero ilesos todos, absolutamente todos, hen
petados y armados. .. chidos de aire y de gloria el velludo pechazo generosote, harta de
— ¡ P o r fin, la columna entró en el desfiladero de la muerte! satisfacciones el alma, crecido el corazón y alentado el espíritu. .
La primera impresión que Héctor sintió fue de lástima. Estuvo Bajan a mirar de cerca la escena horrible exigida por el duro
a punto de dejarlos pasar tranquilamente. El demonio del laissez deber de propia defensa. Ahí estaban los temidos de ayer, los ate-
faire, laissez passer, pretendió tentarle ahí mismo. Pero el grito del rradores de la gente buena, los feroces soldados del déspota; ahí
deber se sobrepuso subitáneo en la conciencia: perdonar al perse- estaban inmóviles, mutilados, aniquilados... ¡vencidos! ¡Y ven-
guidor significaba matar a los perseguidos. Los libertadores recono- cidos por ellos! Por cien pacíficos hombres honrados, que no habían
cieron a algunos soldados de la guarnición de Zacatecas. Entre el hecho, veinticuatro horas antes, otra cosa que resolverse.
grupo de oficiales, Héctor reconoció inmediatamente la deshilacha- Algunos desdichados callistas se rebullían aún entre charcos de
da estampa del infeliz Pelotes, que charlaba a distancia, mientras sangre... Algunos libertadores se acercaron a ellos.
los soldados cantaban:
—Hermano, ¿verdad que eres cristiano?
La cucaracha, — ¡ S í ! —contestaban moribundos—. ¡ Y o también soy católico!
la cucaracha, —Pues pídele perdón a Dios. .. ¿Sabes rezar?
ya no quiere caminar; — ¡ S í ! . . . j N o ! —respondían.
porque le falta, Y ahí era donde Luisillo, que, a decir verdad, no se había re-
porque le falta suelto a disparar un solo tiro, hacía el papel de capellán, ayudando
marihuana que fumar. , . a aquellos cuitados a recibir la muerte en buena disposición.
Ahí estaba tendido, luchando con la muerte, el miserable Pelotes.
El infeliz pelotón ocupó exactamente el puesto de un ataúd entre Héctor se acercó a él y le dijo:
los montes que, como cirios, custodiaban el paraje. Desde su im-
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224-
Héctor-15
—Amigo, prepárese a morir. Dios le espera, y hay que pedirle
Y los santos viejos de palo de pino se estremecieron, sin duda,
perdón.
de ternura al mirar aquella multitud de campeones fuertes en el
Pelotes contestó con una blasfemia. Se retorció como una culebra, creer, duros en el pelear...
y expiró, con los labios sangrientos hundidos en el polvo. t No fueron cantos, no fueron gritos; eran rugidos, eran bramidos
Al despojarlo de su carrillera, un .libertador descubrió que el los que atronaron aquella iglesia 3in tabernáculo, aquel altar sin
infeliz Pelotes llevaba al cuello un rosario y un escapulario... sacerdote...
—¡Caramba! Si todos van saliendo católicos; pues ¿cómo dia- —¡Cristo Rey y Señor! —clamó Héctor—. Te lo juramos. So-
blos le sirven entonces a ese gobierno endemoniado? mos soldados tuyos. No combatimos sino por T i . No matamos, sino
por T i . Por Ti triunfamos. Por Ti moriremos... ¡Venga tu reino
sobre nosotros! No a medias, sino libre y sin restricciones... ¡Viva
Cristo Rey! ¡ Viva México!
No es para describir el júbilo con que aquellos humildes pere-
grinos, ungidos en un santiamén con el óleo de la victoria, hicieron
su entrada de nuevo en Colorada, en donde habían nacido al he-
roísmo aquella misma madrugada. Los pobres vecinos colgaban
las toallas de manos, los tiestos de flores y las guirnaldas de pirul
en los dinteles y arcos, en las comisas y rejas... Las campanas de
la torre voltejeaban, locas e infatigables; los pobres viejos y viejas,
con los ojos anegados en lágrimas, bendecían a Héctor, que bien
plantado y macizo sobre el caballo, daba todo el molde a una
maravillosa estatua ecuestre. Las muchachas del lugar, epn sus
trenzas sueltas y sus enaguas planchadas, se acercaban lisonjeras y
melosas a obsequiar al joven triunfador, regalándole con gorditas de
cuajada, tendidas en la palma de la mano, sobre linda servilleta
blanquísima. El viejo patriarca mandó sacar una vaca de las
suyas para repartir su carne entre todos los libertadores y amigos.. .
Y la música y los cohetes hicieron a Héctor olvidar las zozobras y
pendientes de las últimas horas pasadas.

—¡ Compañeros de armas! —gritó Héctor a sus soldados—.


¡Dios es lo primero y su Madre Santísima! ¡ Ayer éramos víctimas;
anoche comenzamos a ser soldados y hoy ya somos vencedores!
¡Dios lo ha hecho todo! ¡San Miguel Arcángel ha estado con
nosotros! Ahora tenemos diez veces más armas que ayer; tenemos
parque... ¡mucho parque! Sabemos que, como nosotros, han sur-
gido muchos núcleos en toda la República... Donde nosotros este-
mos, ¡ ahí reinará Cristo y su Madre Santísima! Ahí tenemos
escuelas cristianas para nuestros hijos, y sacramentos para nues-
tras almas, y pan para nuestros pobres, y trabajo para nuestros
hombres, y tierras para nuestros campesinos, y gozo y alegría para
nuestras muchachas.,. ¡Este es nuestro programa! Esto quiere
decir nuestro grito de " ¡ V i v a Cristo R e y ! . . . " Por eso ahora
comenzamos por darle gracias a El, y consagrarle nuestro ejército
y nuestras armas, nuestro cuerpo y nuestro espíritu... ¡Todos a
la iglesia!

226 227
XXVIII

LOS INERMES

LA HORA DE BARRABÁS sonaba mientras tanto en la infortunada


ciudad de Zacatecas.
A las tres de la mañana de aquel día 30, un aviso telefónico
desde una hacienda cercana comunicaba a la Jefatura de Armas
que el cuartel de Colorada había sido sorprendido aquella noche.
Y no era eso lo grave, sino que el telégrafo traía también noticias
de hechos semejantes de otras partes de la República.
Por primeras providencias se ordenó que un buen piquete de
-
soldados saliera pea el tren del Norte. Pero la orden no se pudo
obedecer, por la razón sencillísima de que el tren del Norte había
sido detenido. Rumores posteriores comunicaron después que el
núcleo sublevado era fuerte y que avanzaba sobre Fresnillo, de
donde también pedían auxilio desesperado los callistas.
Fue entonces cuando el general Hache y el coronel Pelotes sa-
lieron con doscientos hombres de a caballo, precedidos de un
piquete explorador. Lo que con ellos sucedió lo sabe el lector.
Pero el lector no sabe de la rabia de demonio que embargó al
general Ortuzar cuando, a las diez de la mañana, tuvo la noticia,
por los dispersos, de la tremenda hecatombe de Cuatro Picos. Mas
no fue sólo rabia: fue un pánico incontenible el que cundió por
cuarteles y oficinas. ¡ L a guarnición estaba reducida al mínimum!
¡Y la parte más fuerte de ella acababa de ser aniquilada!
—¡Se vienen! —fue la voz que corrió en cornetas y telégrafos.
—Son los católicos rebeldes...! ¡Son los fanáticos...! ¡A dos
leguas de la ciudad!
Y aquí era de verse a diputadiüos y munícipes, a masones y
hablantines corriendo a la Jefatura de Operaciones, no a ofrecerse
a la defensa de las instituciones, sino a preguntar cuál era la posi-

229
ción más estratégica: si a treinta leguas de ferrocarril o, sencilla- dolorosa enfermedad del espíritu, esa congoja mortal que se llama
mente, debajo de la cama... hambre y sed de justicia. ..
Las alturas fueron coronadas por orden militar. En el Cerro de. En vano Consuelito Madrigal lloraba de alegría y atisbaba desde
la Bufa se plantó el vigía solemnemente, con sus ricos catalejos.. los balcones el ancho paseo que a sus pies se tendía, esperando mirar
Después se ordenó a los soldados bajar de sus parapetos, y ya no pasar por él al Héctor de sus ensueños, caballero en potro fogosOj
volvieron a ocupar torres y azoteas, como en tiempos de Carranza vestido de kaki, con la gorra de fieltro zambutida hasta los ojos,
y Villa; ocuparon, sí, unos carros blindados, cosidos a una pobre el barboquejo atravesado bajo la nariz, los labios contraidos en
locomotora, y añadidos a dos carros especiales para el Gobernador, gesto de rica y santa ferocidad, el ceño fruncido en signo de orgullo
empleados federales y toda la plana mayor del régimen, todos con merecido, todo cubierto de polvo, cruzado el pecho con cuero y
las narices hacia la capital de la República, las caras largas y con cartuchos que ella misma le había llevado, y portando en la
amarillas, la boca seca y la lengua rasposa. diestra una espada arrancada al enemigo a fuerza de balas, en-
Por eso mismo todas las cortinillas de todas las ventanas se le- vuelto todo entero en el esplendor de una victoria a que ella
vantaban medio centímetro, y por el resquicio brillaban los car- misma había empujado. ..
bunclos de las pupilas burlescas y divertidas, radiantes de júbilo y ¡ Qué solas estaban las calles! ¡ Qué quietas estaban las gentes... 1
de emoción. Apenas sobre el tejado de la casa frontera unas palomitas se con-
—¡ Mira cómo corren...! ¡ Mira cómo se van. . .! ¡ Dios lo toneaban lisonjeras y enamoradas, como ella también, el día ante-
haga! rior, se cimbraba al lado de Héctor, el héroe, el amado...
Y dentro de las cámaras de todas las casas se cuchicheaba con Pero Héctor no l l e g ó . . .
animación, se agitaban las manos como palmas, y el secreto corría, Las once. Las d o c e . . . Aquellos sueños fueron disipándose. La
corría, se esparcía como un suave perfume que suplanta <a un calle comenzaba a animarse.. . Allá un hombre. Aquí otro. Luego
hedor insoportable, como un torrente de esperanza en medio de una mujer con un chiquillo. Ahora un v i e j o . . . ¡ H é c t o r . . . ! ¿Qué
una noche de desolación: pasó contigo...? ¿No vienes? ¿Nos dejas solos? ¿Nos dejas toda-
vía en las garras del maldito...? ¡El periódico! ¡A ver! ¡Aquí
—I Ya v i e n e n . . . ! ¡ Ya vienen...! ¡Sí! ¡ Son ellos.. .! ¡Y éstos
está!
se van! ¡Virgen Santa, ayúdanos! ¡Hija, prende una lámpara al
"El perdulario y ladrón Héctor Martínez de los Ríos, encabe-
Santo Niño por que vengan los nuestros y por que acaben con
zando a un grupo de fanáticos, sembró la alarma en el pueblo
estos bandidos... 1 ¡Mujer, no te rías tan recio: te oyen, y ahí
de Colorada, pretendiendo, en estado de embriaguez, apoderarse de
están todavía. . .! ¡ Y a vienen los nuestros.' ¡Virgencita de Guada-
lupe, dales muchas armas y mucho parque...! ¡Muchachas, ¿no un cuartel. Sin grandes esfuerzos, los soldados del Gobierno cas-
se los dije? ¿Saben por qué corren éstos? ¿Saben quién viene? tigaron severamente a los atrevidos, poniéndolos inmediatamente
en fuga.
¿Saben? ¡Es Héctor! ¡Corren porque viene Héctor! ¡Héctor, te
bendecimos...! ¡Héctor, estamos contigo! ¡Héctor, sálvanos! "Hoy han salido fuerzas para traer a los dichos fanáticos, que
están ya debidamente asegurados en un punto de la sierra.
¡ O h ! ¡Quien pudiera describir las ingenuas palpitaciones del
corazón aherrojado, que sueña con una redención inefable que se "El cabecilla Héctor Martínez de los Ríos se levantó en armas
al grito de ¡ Viva Cristo Rey!, después de haberse robado a una
acerca.. .! *
bella señorita de nuestra más distinguida sociedad".
Consuelo sintió que la sangre se le agolpaba en la preciosa ca-
beza, golpeándole las sienes y aturdiéndole los oídos. Arrojó el pa-
Pero Héctor no pensaba en llegar. Porque nunca sospechó que pel al suelo y lo pisoteó. Y elevando el brazo iracundo, con la trá-
en veinticuatro horas su nombre fuera capaz de agarrotar a los gica expresión de Débora, exclamó: ,
osados tiranuelos de la virtuosa ciudad. . . Héctor no llegó. Se —¡ Miserables! sólo eso saben: robar, matar ¡y mentir!
conformó con el modesto regocijo del ranchero de Colorada, las
musiquillas destempladas, los festones de papel de china, las costi-
llas de vaca asada, los jarros de aguamiel y las lágrimas de reco-
Los genízaros habían ya alcanzado resuello tan pronto como se
nocimiento de los pobres campesinos, que también sienten esa
convencieron de que Héctor no atacaría la plaza. Acto seguido

230 231
recobraron su pundonor militar, su aire marcial, su bizarro con- —Entonces, ¿por qué no firma?
tinente, su actitud amenazadora y su instinto feroz, imprescindible —Porque soy católico.
en momentos de paz. Emprendieron entonces la firme revancha, —También Soberón es católico y firmó.
pero no contra Héctor, que estaba armado, sino contra los infelices
— Y o no quiero ser de esos...
católicos de la ciudad, que vivían aún atenazados por el tradicional
borreguismo. —¡ Beatos asquerosos! —barbotó el general—. Le doy tres horas
para que reflexione... O firma, o le pesa.
A la cárcel, entre madres y empellones, fueron a dar cuantos
presidentes y presidentas, vocales, etc., de Cofradías y Archicofra- Don Luis fue internado en un bodegón. Echó un largo suspiro
días fueron descubiertos. Desde la tímida Hija de María hasta la al quedarse solo. Buscó un banco. No lo había. Entonces, fatigosa-
voluminosa socia de la Vela Perpetua; desde el enclenque Con- mente, buscó el suelo con las manos y se sentó sobre los ladrillos
gregante de San Luis hasta el macizo Velador Nocturno: todos polvorientos. Reclinada la espalda sobre la pared, estiró las piernas
por simpatizar, sin género de duda, con el movimiento rebelde cuanto pudo, sin preocuparse por el aseo de la ropa, encendió un
católico. cigarrillo y espero que se desenroscara el culebrón de los aconteci-
Entre la cadena de galeotes que juntó aquel día el general Or- mientos.
tuzar, cayeron dos personajes conocidos: don Carlos Soberón, el Era ya bien corrido el medio día. Don Luis sintió hambre, pero
patrón de Héctor, y don Luis, su compañero de trabajo. no le preocupó mucho, pues llevaba a prevención en el bolsillo un
Don Carlos Soberón se daba a los cuarenta mil diablos rene- poco de chocolate y galletas, "por si lo metían a la cárcel de im-
gando de la hora en que había ocupado a Héctor en" su almacén; proviso". Pasaron las tres horas de plazo. Pasaron dos horas más.
don Luis, por su parte, esperaba tranquilamente el desenlace de; Comenzaba la noche a echarse encima. A pesar de su formidable
los acontecimientos. ecuanimidad, don Luis comenzó a sentirse nervioso.
Bien o mal, pasaron el susto todos los piadosos de la cuadrilla, Un empujón dado en la puerta del bodegón le dio a conocer
quedando pendientes únicamente Soberón y don Luis. que el duelo se acercaba
Tocó al primero su turno. El general lo interrogó y don Carlos —¿Cómo la ha pasado, amigo? —preguntóle el general Ortuzar
Soberón se despachó con la cuchara grande, echando pestes desde en persona—. ¿Conque usted es medio valentón?
a Héctor hasta su amiguísimo el Padre Martín, de quien ya nadie Don Luis no respondió nada.
se acordaba, y echando maldiciones a todos los fanáticos "que
—Aquí le traemos otra vez su papelito, a ver si, ya más calmado,
estaban destrozando la República entera", en la cual quedaban
se quita usted la soga del pescuezo.
comprendidas, naturalmente, sus talegas. Para constancia y testi-
monio de sus berrinches contra los católicos, se le presentó un papel Don Luis cogió el papel, se acercó a la puerta en busca de luz
en que certificaba "que desaprobaba la conducta de los católicos y volvió a leer.
rebeldes a las leyes del país, y que nunca ni en ninguna forma —Dispénseme, general —le dijo—; pero mi deber es no firmar;
contribuiría él a sostener esa causa llamada católica". Firmó el mándeme usted a los jueces, y que me castiguen si esto es un delito.
viejo con toda la mano, estrechó efusivamente la del general y —Usted todo lo quiere arreglar con los jueces; pero ya no es
salió del cuartel cantando Las Peperracas... •tiempo de que nos hagan bobos. Conque ¿no firma?
En seguida fue llamado don Luís. A las primeras palabras se Guardó un rato silencio don Luis. El general y un oficial le
echó de ver, con luz meridiana, que don Luis discrepaba díame - contemplaban atentos. Don Luis repasó mentalmente las palabras
tralmente de las ideas y conducta de Soberón. Se le presentó el de aquella protesta: "Desapruebo la conducta de los católicos re-
papel con la famosa declaración. Lo leyó muy despacio, lo puso beldes a las leyes del país, y declaro que en ninguna forma contri-
tranquilamente sobre la mesa y respondió con heroica sencillez: buiré a sostener esa causa llamada católica". Esto es apostar...
—No firmo. No puedo. Luego pensó en las consecuencias que el deber le impo-
Sonrió maliciosamente el general ante aquella frescura nía. .. ¡ Pchs!: la cárcel, el fusilamiento... ¡ Todo se puede con la
gracia de D i o s . . . ! ¡ M i mujer, mis hijos! ¡ No importa...! Y des-
— ¡ A h í Conque no firma. ¡Y me lo dice tan fresco! ¿Es usted
pués de estas rápidas calladas reflexiones, respondió una vez más:
católico? ¿Es usted rebelde?
— Y o no soy rebelde. — ¡ Y o no firmo eso!

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—Bueno; que pase buena noche —añadió con rara amabili- seca en las fauces de la víctima aterrorizada. . . Un momento
dad el general, y se retiró. después se le ordenó avanzar hasta el fondo del corral, se le
Hasta creyó el pobre don Luis que los había convencido. . . y plantó contra el paredón, se puso cerca de él una linterna en el
quizá convertido. Hasta creyó que su firmeza había edificado a suelo y se ordenó a los soldados alinearse a cinco metros de dis-
aquellos soldados. .. Hasta se sintió consolado y tranquilo, espe- tancia. ..
rando la libertad de un momento a otro. .. Don Luis sintió, con toda la intensidad de las circunstancias, el
Pero lo que llegó fue un nuevo militar acompañado de dos punto trágico en que estaba ya colocado a dos milímetros de la
soldados. muerte. Y entonces, ¡quién lo creyera!, experimentó una sensación
—Véngale acá —le dijo. de dulcísimo bienestar, sintió qu,e una nueva vida inundaba todo
su ser. Recordó es cierto, a su esposa, a sus hijos; pero sólo como
Dejó don Luis el sucio bodegón y caminó tranquilo en medio de quien recuerda a unos bellos amigos que viven por sí mismos. Don
los soldados. Atravesaron un largo y ancho corredor, dando tras- Luis experimentaba un ansia inefable, una ilusión no soñada de
pies en las hondonadas del irregular pavimento. Cuando al final mirar entre las sombras de aquella noche negra los fusiles de los
del corredor, entraron en un gran corral, cuando al fulgor de las soldados enderezados hacia él para matarlo... Siente que es una
viejas linternas miró el paredón junto al cual habían caído ya dicha, una gloria. .. ¡Terminar! Dejar de ver para siempre esa
muchas víctimas, don Luis sintió un frío horrible, el frío de la tragedia continua de dolores y de infamias, dejar de tener oprimi-
muerte horrenda, inesj>erada, en medio de una noche oscura, en un do el corazón a cada minuto y a cada segundo, por las angustias
rincón ignorado. de lo presente y los augurios de lo porvenir; hundirse plácidamente
—¿Me van a matar? —preguntó con zozobra al oficial, masti- en el suavísimo deliquio de la muerte, para poder surgir a una
cando las palabras. vida de verdad, de entre los mismos pedazos de carne exánime,
levantarse el espíritu inmortal a gozar de una gloria que existe,
—Quién sabe —contestó el oficial con frialdad de hielo. que él ve, que él palpa y a . . .
Don Luis no preguntó más. Inclinó la cabeza y prosiguió.*'
—¡Espere un poco! —dijo el oficial. El oficial se acerca burlescamente amable.
Don Luis se detuvo en medio del corrillo de oficiales y soldados. —¿Cuál es su último deseo? —le preguntó
El fulgor miserable de la linterna apenas iluminaba sus pálidas —¡ Que me maten pronto! —respondió con seriedad.
facciones. En sus dedos sonaban las cuentecillas de un rosario. Hizo la señal de la cruz con el objeto que en las manos llevaba,
Ahí le asaltó de nuevo el tentador. Un nuevo oficial se acercó, echóla atrás y esperó. . .
llevando sobre una carpeta el papel maldito. ..
—Dice el general que si ya está usted dispuesto a echar una •
firmita. ..
Don Luis revolvió los ojos con terror, girando la vista en torno —¡ Pobre don Luis! \ Aquel cielo que ya tocaba con las manos,
suyo: ahí, el paredón sangriento de los fusilamientos; acá, los aquel lugar de gozo, lejos, muy lejos de los hombres manchados, le
soldados armados; frente a él, el oficial con la hoja de papel en fue arrebatado todavía. . . ! ¡ Tan dulce que le hubiera sido morir
las manos. . . Apretó ron nerviosidad lo que en las manos llevaba. como un mártir, como tanto amigos suyos!
Levantó los ojos al cielo: ni una luz, ni una estrella..." ¡ Y se Pero, sin saberse por qué, en vez de ordenarse a los soldados el,
sintió solo, horriblemente solo! Del fondo de su propio abatimiento, para él, redentor grito de "¡Preparen, apunten. .. fuego!", a don
arrancó un jirón de fuerza que pasó desgarrando el nudo de su Luis se le ordenó volver al bodegón a sufrir de nuevo el tormento
garganta y le hizo morderse los labios con crueldad... Y en el de seguir viviendo. .. [Qué hondo suspiro se le arrancó del pecho
silencio de aquella noche macabra toda erizada de bayonetas y al perder el placer que se le brindaba! ¡Qué negra volvió a pare-
entoldada con mortajas, el oscuro empleado de Soberón y amigo cerle la noche! ¡Qué despiadado el encapotado cielo! ¡Qué lóbre-
de Héctor, contestó: gos los corredores! ¡ Q u é ruines las chamagosas linternas! ¡Qué
detestable aquella cámara de agonía! ¡Qué crueles hasta el exceso
— ¡ H e dicho que yo no firmo eso!
aquellos hombres que no le habían hecho, en definitiva, la caridad
Retiróse el oficial que llevaba el papel. El corrillo permaneció en de matarlo...! ¡Vuelta a vivir, vuelta a luchar, vuelta a sufrir!
silencio. Sólo se oía el ruido de deglución que hacía la lengua Don Luis volvió a tenderse en el suelo, y el que se había mantenido

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sereno ante la amenaza de la muerte, se sintió desvanecido frente arriba, pasaron sobre su pecho y bajo las axilas una lazada de
al espectro de la vida. Sacó entonces su pañuelo y lloró como un la cuerda Atáronle en seguida las manos por detrás, y de un
niño. La fatiga le doblegó. Quedóse dormido. Soñaba, soñaba con. puntapié lo lanzaron al aire, meciéndolo a patadas, de un extremo
una gloria esplendente de ángeles luminosos, de santos y de santas,, a otro del soportal.
todos sonrientes, que le abrían los brazos para iniciarle en los Don Luis exhaló un quejido angustioso. En la horrenda oscuri-
vuelos magníficos de los elegidos... Soñaba, soñaba, cuando un dad en que aquel fantasma de tormento se mecía, acariciado o
puntapié, de bota militar le hizo sacudirse,. abrir los ojos y encon- picoteado por los murciélagos que no lograron evadirse; en que
trarse con la amargura de Luzbel, caído, frente a la negra bocaza el cuerpo desnudo del hombre virtuoso era recibido e impulsado
del infierno histórico en que estaba sepultada su patria... de nuevo por los rudos golpes de los zapatones de los soldados,
—¡Véngase, amigo! —di jóle el militar. no podía echarse de ver el aspecto cetrino que su rostro iba to-
mando, ni la hinchazón morada de los brazos, ni el surco encarnado
Levantóse él cuitado, suelto el cuerpo, pesado el andar, descae-
del filoso cordel que hendía el pecho hasta ocultarse entre la carne.
cido todo el continente, y caminó tras ei soldadón. En un ángulo
Ruda compresión del tórax; ansias y hormigueos en las fauces y
del amplio claustro, bajo un farolillo de mala muerte, como un
excitación incontenible en el espíritu; tormento de infierno, en que
demonio tentador, le esperaba sonriendo otro militar, otra vez con
la conciencia de la propia impotencia agigantaba el ultraje de los
el papel maldito sobre una carpeta que llevaba en las manos.
verdugos... ¡Morir! ¿Quién pudiera morir y descansar. .. ?
—A ver si ahora nos echa la firmita —le dijo con un tono
babosamente melifluo. Treinta inacabables minutos pasaron sobre aquella escena dan-
tesca, cuando la cuerda fue librada del peso glorioso.
Don Luis no pudo contenerse. Le arrancó el papel de las manos,
lo rasgó y se lo tiró a la cara. El tentador dio un paso atrás, — ¿ N o cantó? —preguntó el general.
creyéndose amenazado; los demás cogieron por los brazos a, don — N o . Mudo como piedra —respondió un subteniente.
Luis y lo empujaron por su camino... Volvieron a entrar al —Entonces. .. al columpio otra vez.
corral fatídico. Ya no (ominaron hacia el paredón de los fusila- Y el tormento comenzó de nuevo...
mientos. Voltearon hacia la derecha y entraron en un inmundo Fue entonces atado de los dedos pulgares de las manos. Don
soportal Heno de pesebreras. Luis sintió que con garfios le arrancaban de un golpe todas las
—¡Entonces! —le dijeron. fibras de los dedos y de las manos; que le estiraban hasta reven-
Don Luis se quitó el saco y el chaleco. tarlos? los nervios todos del antebrazo y brazo, que aquel dolor
— ¡ T o d o , hasta los calzones! le estrujaba pulmones y corazón, multifurcándose de ahí hacia
Don Luis obedeció sin responder palabra. todas las regiones de su cuerpo, rasgándole hilo a hilo todos los
tejidos de las visceras con saetas encendidas que, quemándolo,
Estando él ya casi desnudo, llegó el general y le preguntó: corrían por sus piernas para ir a reventar, con dolores inefables,
—¿Usted es amigo de ese cabecilla Héctor Martínez de los en las últimas puntas de los dedos de los pies. Era un dolor agudo
Ríos? nunca imaginado, que le envolvía todo entero, de pies a cabeza.
— ¡ S í ! —contestó sin vacilar. La intensidad del sufrimiento provocábale sacuclimientos y convul-
—¿Usted sabe quiénes están corrrplicados en ese movimiento? siones, como las de un águila moribunda, y él, echada la cabeza
Don Luis enmudeció. hacia atrás, con la boca contraída, cerraba los jos en un supremo
anhelo de beber de un sorbo la dosis de aquellos amargos padeci-
—¡Ahora cantará! ¡Vamos, muchachos!
mientos que ponían y conservaban toda su intensidad en cada
Subieron a la pesebrera dos soldados y sacudieron una cuerda segundo de sus horas lentas, que a la víctima parecían siglos
que colgaba de una cabeza de viga. Un montón de murciélagos infinito... ¡Quien pudiera morir! ¡ M o r i r . . . y descansar!
salieron de la oquedad del techo y huyeron, revoloteando espanta-
dos, por la cabeza de víctima y verdugos. Las piedrecillas despren- — ¿ N o canta este condenado?... Así son estos fanáticos: duros
didas de arriba sonaban al caer sobre el rastrojo seco regado por como alcornoques... ¡Bájenlo! Ya no siente; ya se calentó. ¡Que
el suelo. se enfrie; luego le seguimos...!
Don Luis se estremeció. Creyó al punto que iba a ser ahorcado. Don Luis fue puesto sobre el suelo. Apenas si podía mantenerse
Los soldados le llamaron desde arriba del pesebre. Estando ya él en pie. Temblando como un azogado, caminando en cuclillas por

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natural rubor de su desnudez, cogió del rincón sus pobres ropas, La multitud, enloquecida, aclamó al Cristo divisa de los católi-
se vistió lo indispensable y volvió a entrar a los amplios corredores, cos intrépidos y vitoreó a clon Luis. El ruido de los clamores se
y volvió a llegar al asqueroso bodegón... intensificó, algunas voces se oyeron aclamando a Héctor Martínez
Apenas entró en él, se tendió en el suelo y se retorció como un de los Ríos. En medio del tumulto, Carlos, el chiquillo de don
gusanillo, sollozando: Luis, se escurrió entre los soldados y fue a abrazarse a las piernas
—¡Virgen Santísima, ten piedad de mí! de su padre. Don Luis lo levantó y se comió a besos la cara del
niño que lloraba. Un sargento tomó a Carlitos de los brazos de su
Un único pensamiento le consolaba. Que aquel martirio suyo se padre para ponerlo fuera de las filas, y cuando el niño se vio en
sumaba con muchos otros martirios; su sangre y sus lágrimas, a las alto, levantó su gorrita, y con los puñitos apretados, enrojecido el
lágrimas y la sangre de muchos otros mexicanos; su plegaria, a
rostro por el esfuerzo, gritó:
las plegarias de millones de creyentes del mundo entero, y —tam-
bién esto pensó— que su humilde resistencia se sumaba también al — Y o también... ¡ Viva Cristo Rey!
empuje formidable de resistencia de los muchos católicos de pelo El grito del niño determinó la explosión del entusiasmo. La mul-
en pecho que se habían lanzado a la guerra inevitable, en busca titud, electrizada, ensordeció a la escolta con sus aclamaciones de-
de una paz necesaria. tonantes.
En medio de su intenso dolor, don Luis sintió el alivio dulcísimo Penoso fue para don Luis aquel ir y venir de Herodes a Pilatos.
de la conciencia que le decía: ¡Bien! ¡Muy b i e n . . . ! ¡ N o has El delito de que se le acusaba era el ser solidario de los católicos
traicionado a tus hermanos! ¡Eres digno de ellos. . . ! Los hombres armados, amigo de Héctor Martínez de los Ríos, alto jefe de
no lo saben; pero Dios sí lo sabe. organizaciones católicas, hombre de mucha influencia y prestigio,
A la mañana siguiente, entre una poderosa escolta callista, salía y por tanto, sospechoso de cooperar con aquellos valientes, elemen-
don Luis del cuartel al Juzgado de Distrito. Su condición de jefe to único que el Gobierno podía encontrar en medio de su abierto
de organizaciones católicas le merecía tales honores. Con la rayada camino.
ensombrecida, afilada la nariz, hundido el pecho, flaqueantes las Ningún cargo concreto, ninguna prueba, ningún hecho. Toda la
piernas, más parecía inútil pavesa que hombre viviente: tal era persecución contra don Luis se explicaba por el deseo de vengar
la postración física y moral en que le había dejado una noche de la sangre derramada profusamente por los soldados y oficiales
tormento. callistas clavados en el polvo por el fuego de Héctor y los suyos.
Una multitud meticulosa y curiosa esperaba la salida de la Porque a esas horas, Héctor no era ya el frágil caudillo incipiente:
víctima. En primera fila aparecía un grupo conmovedor. Doña Héctor se paseaba ya, feliz y campante, al frente de sus fuerzas
María, la esposa de don Luis, toda cubierta de pies a cabeza con incontenibles, desde las goteras de Chalchihuites hasta Zacatecas,
un tápalo negro; Carmelita, la cajera de Soberón e hija del victi-
reuniendo cada vez mejores elementos, comunicándose incesan-
mado; otra niñita de cinco años, también hija de él, y Carlitos,
gordinflón de ocho años, el hijo mimado de don Luis. temente con los fuertes grupos que sembraban el pavor entre las
filas del Gobierno, en una buena parte de la República.
Apareció la víctima a la puerta. Un rugido de protesta se escapó
El movimiento armado de los católicos era ya, en efecto, una
de la multitud. Los pequeños hijos rompieron el llanto cogidos de
delicia. Uno de los grandes núcleos que recibió con alegría inde-
la falda de su madre. Doña María entonces, digna mujer mexicana,
cible las nuevas acerca de Héctor fue el ejército ranchero de don
ignorante de los sacrificios sufridos por su marido, sintió llegado el
momento de cooperar como esposa a la magna epopeya, y relevando Tomás Anzures, el de Paracho. En los días angustiosos en que le
a su esposo de aquella postración manifiesta, rompió en una voz noticiaban que Calles mandaba movilizar cuatro mil soldados para
enérgica y sonora, que escucharon asombrados pueblo y soldados: ahogar en fuego y acero a sus pobres seiscientos hombres, don T o -
más no pudo hacer -otra cosa que remontarse con sus hombres a
—¡Luis! ¡Acuérdate que tienes que dar ejemplo a tus hijos! las cumbres, llevándose a las familias y abandonando los poblados.
Al oír estas palabras don Luis, como urgido por una corriente El ejército callista lo había invadido todo, había incendiado casas
eléctrica, sacó delante el pecho, irguió con orgullo la cabeza y con y graneros, fusilado a los pocos ancianos que no habían podido
la más noble fuerza que arrancó de sus pulmones extenuados, escapar, y esperaba en aquellos momentos la llegada de la columna
clamó: grande para avanzar sobre las posiciones católicas del abnegado
— ¡ V i v a Cristo Reyl guerrillero.

238 239
Los soldados de Anzures, en tan crítica situación, habían jurado
morir todos, cosidos a sus peñascos michoacanos, sí un arcángel del
cielo no levantaba en toda la República nuevos soldados cristianos
que llamaran la atención del Gobierno hacia otros puntos, y libe-
raran a ellos de un ataque incontenible. ¿Cuál sería, pues, su re-
gocijo al mirar que las famosas columnas no llegaban, y no llega-
ban, y que los desoladores invasores de Paracho eran llamados a
Morelia? ¿Cuál sería la alegría de los valientes michoacanos al
recibir mensajes secretos en que se les comunicaba que Gallegos
luchaba ya como ellos en León; que Guízar había alzado el grito
en el otro extremo del Estado; que Barraza habíase levantado en
Durango, y que Quintanar se batía por la libertad de Zacatecas?
¿Cómo no habían de saltar de alborozo y crecer en ánimo y espe-
ranza al saber que la Liga Defensora de la Libertad Religiosa y
por el Episcopado de México, aplaudida por el mundo entero,
secundada generosamente por las obras nacionales de Caballeros
de Colón, de Juventud Católica, de la Unión de Damas, y de
Corporaciones Obreras, al saber, decimos, que esa Liga popular ¡si-
ma decretaba, por fin, después de largo estudio, patrocinar el ge-
neroso impulso iniciado por ellos en Paracho, y secundar en toda
la República, el movimiento libertad? Y mil veces mayor fufe' el
júbilo de don Tomás Anzures, al saber algunos días deaspués .'que
el jefe invencible de Colorado y Guadalupe, el inteligente y enérgi-
co, el activo y estratégico, era nada menos que su grande amigo y
compadre, el simpático, el guapo joven Héctor Martínez de los Ríos.
Por eso se encendieron llamaradas y lumbreras en las montañas,
y se cantaron himnos en las cumbres, y se izaron banderas en los pi-
cachos, y se agitó, y se cantó y se rezó y se bendijo; porque los
pobres atrevidos de Paracho, los que vieron a su párroco y a sus hi-
jos sangrando moribundos, los que contemplaron su templo y sus
casas incendiadas, los que, sin poder ya contenerse, fatigados, exas-
perados, habían tomado las armas para romper el alma a los ca-
llistas infames, no estaban solos en la picota, no estaban abando-
nados en la montaña, no estaban enratonados en un callejón sin
salida; sino que coronaban el baluarte altivo de un gran polígono,
defendían un sector de un grande campo, formaban parte de un
gran ejército, estaban en línea hombro a hombro con muchos miles
de valientes, en la definitiva senda de la victoria... ¡ Héctor estaba
con ellos!

Héctor, por su parte, se había dado cuenta de su fuerza y de su


papel.
Revisó sus actos y sus decisiones, y de todo quedó satisfecho. Era
el momento de hacer la guerra, y una guerra se debe hacer sin
cuartel. No ignoraba que en la ciudad sufrían algunos pacíficos
por él. Lo lamentaba; pero eso no lo detenía ni debía detenerlo.

240
•i
General cristero C A R L O S BOUQUET, Jefe de la columna expedicionaria del
Sur de Jalisco, y su Estado Mayor, en el jardín de Tapalpa, ¡disco.

L A U R O R O C H A y su Estado Mayor.
Mayor fuera el sufrimiento si él, Héctor, y con él todos los valero-
sos, se hubieran quedado en casa resueltos a entregarse inermes a
los perseguidores.
No faltó, por supuesto, algún timorato que le aconsejó ser mo-
derado y prudente, no fusilar, no exigir préstamos.
Héctor escuchaba todos los consejos imperturbable, y respondía:
—Hemos entrado a la guerra para hacer la guerra. Los que ayer
supimos tolerar, hoy debemos saber matar. Matar al hombre por
salvar al pueblo, es humanidad; perder al pueblo por salvar al
hombre, es alto crimen. Ese dístico será la norma de mi vida
militante... ¿Dinero? Sí, lo necesitamos. Los que nos hemos le-
vantado en armas equipados con la miseria de tres cartuchos y
un cuchillo, estamos decididos a equipar sesenta mil hombres que
nos tienden los brazos desesperados, pidiéndonos un fusil. Para esto
necesitamos dinero, dinero y dinero. Si el oro de los vasos sagrados
no se pone en "nuestras manos, como se hizo en tiempo de los
esclavos y en tiempos de las Cruzadas, eso no nos arredra. Los
católicos ricos deben darnos dinero. Si nos lo niegan, si lo retienen,
faltan a su deber. Porque ese dinero tiene una función social que
desempeñar: servir para la conquista de la libertad religiosa. Si el
dinero no desempeña esa función, es ilegítimo. Nosotros, los man-
sos y piadosos de ayer, no nos debemos hoy tocar el corazón para
arrancar a los ricos ese dinero que se pudre en las arcas frente
al hambre de libertad del pueblo entero. Las debilidades en todos
los órdenes han sido nuestra desgracia. Hemos llegado al momento
de los actos enérgicos. Las mansedumbres han pasado a la histo-
ria... Desde que cogí el fusil me siento tranquilo, feliz y libre.
Amo y lloro, río y canto, sirvo y reino, descanso y lucho, todo a
mi sabor, todo a mi placer... Mis hermanos sufren aún en las
ciudades. ¿Por qué? Porque están inermes. ¡Nuetra misión es
salvarlos! ¿De qué manera? ¡Armándolos!
Y no era esta doctrina exclusiva de Héctor. Estas reflexiones
eran el santo y seña de todos los rincones del país. En todas partes
la opinión formaba un frente único. El grito, el anhelo, era el
mismo: ¡Dad armas a los católicos mexicanos! ¡Dadles municio-
nes! ¡Dadles dinero! ¡ A h . . . ! ¡¿Dónde están unos cuantos mi-
llones?!

241

Hfctor-16
LIBRO TERCERO

XXIX

GLORIA, AZAHARES

PARA LOS PRIMEROS DÍAS de diciembre del año de 1927 Héctor


Martínez de los Ríos había llegado a ser una figura mundial.
Desde el Koelnische Vol-Zeitung, de Alemania, hasta II Corriere,
de Italia; desde La Gaceta del Norte, de España, y L'Echo de la
Loire, de Francia, .hasta Los Principios, de Uruguay, y El Pueblo,
de Buenos Aires, toda la Prensa que, libre de consignas y subven-
ciones bolcheviques, estudiaba la cuestión de México, toda ponía
a Héctor por las nubes, toda lo presentaba como lo que era:
un joven caudillo improvisado, héroe de leyenda en unos cuantos
meses de correrías portentosas...
El aura popular, mientras tanto, lo coronaba de gloria y alabanza
por toda la República de México, y en las filas callistas, desde
Aguascalientes hasta la costa del Pacífico, el nombre de Héctor
resonaba como el golpe de la espada del ángel exterminador de
Senaquerib.
Las revistas ilustradas de Europa y Sur América publicaban las
fotografías del gallardo mancebo, gracias, es cierto, a la propagan-
da hecha por Consuelo, mitad por fe y mitad por amor, en com-
plicidad con los jóvenes novelistas de Argentina y de Francia, y la
Juventud Femenina de Bélgica y Holanda. Los Centros juveniles
hacían retratos de Héctor y los Párrocos del Rhin lo enseñaban
hasta a los niños del Catecismo, como botón de muestra de "lo
que eran los muchachos de México".
Y todo correspondía a la verdad. Las conocidas proezas de Héctor,
los ruidosos desastres de los callistas, la visita de gente de alta
alcurnia a los campamentos católicos, todo confirmaba la justa

243
recursos que su ingenio vivaracho le deparaba, llegó a hospedarse
fama del bravo guerrero. Los rancheros, por su parte, lo adoraban. en Zacatecas el tiempo suficiente para asistir al lindo matrimonio.
Aquel jefe era, al decir de ellos, un joven bello como un ángel, y Cierto que por el camino, desde el Norte hasta aquella ciudad,
su espada era encendida por el fuego de Dios... en hoteles y ferrocarriles, había hecho sucesivamente el papel de
Los guerreros de Michoacán habían venido tragando leguas a ingeniero de caminos, de diputado al Congreso de la Unión, de pa-
ponerse a sus órdenes personales, encabezados por el viejo heroico pá de una chiquilla y de marido de una rubia regiomontana...,
don Tomás Anzures. Y así, Héctor, pleno y potente, tenía en sus y así logró burlar todos los espionajes callistas, hasta presentarse
manos Jos destinos de una inmensa región, en la que la pestilencia con descomunal desplante en el propio Club de la Bufanda, en la
callista estaba perfectamente conjurada. Los pobres perseguidos de ciudad de Zacatecas, entre puros callistas, pasando entre ellos
villas y ciudades acudían allí, y vivían tranquilamente en las como un rico texano, comerciante en maquinaria, socio principal
chozas que Héctor, con sus huestes, custodiaba. Médicos y damas de la Chicago Machinery Limited Company, que iba de paso para
servían ahí con grande júbilo a los invictos soldados de Cristo. Puebla, a donde saldría aquella misma noche.
Mientras tanto, en Zacatecas y en otras ciudades, las muchachas,
ricas y pobres, cosían y cosían sacos y camisas, banderas y es- Nadie, en efecto, lo volvió a ver en el Club, ni en el hotel, ni
tandartes, para mandar, por medio de infinitas argucias, ropa lim- en el restaurante, ni en' ninguna parte. Sólo algunos lo vieron a
pia, implementos y provisiones de guerra y boca a los armados deshoras bautizando chiquillos y confesando piadosas, y, sobre todo,
libertadores. levantando el espíritu y consolando a los pacíficos que en la co-
rriente brega habían escogido el sistema tradicional de los suspiros,
Había aún algunas proezas de Héctor que no eran del dominio las manos apretadas y los ojos en blanco...
público. El intrépido mozo, de cuando en cuando, unas veces solo, La labor del Padre Gabriel fue fecunda. Con palabras bien
acompañado otras, llegaba a entrar de incógnito a la propia
cortadas y bien tronadas, como martillazos, había sumido a los
ciudad de Zacatecas, en donde el ogro callista lo hubiera devorado
prudentes y fortificado a los valerosos; había desvanecido prejui-
de una dentellada de haberlo atrapado. **
cios, y sin melindres ni remilgos, había puesto a Héctor en la
Era Consuelo la única testigo y confidente de aquellas aventuras. cúspide de la buena opinión, ante propios y extraños. Y proeza la me-
Horas de dicha angustiosa eran aquéllas para la linda muchacha, jor, había puesto chicos tapones en las narices del viejo Soberón,
en que el amor de Héctor tenía para ella el tinte arrebatador de quien en su acendrado catolicismo de capitalistas, bañaba con sus
un amor aventurero, sazonado con peligros indecibles... Cuántas críticas estultas desde el Episcopado hasta la Santa Sede.
noches, en plena plaza pública, ella se había sentido morir de
terror, al mirar a Héctor, envuelto en un sarape mezquitaleño, Consuelo, por su parte, daba las últimas puntadas a los lienzos
pasar rozando las fornituras de los oficiales del ejército. del trousseau, en espera de una boda que la llenaba a la vez de
alegría y de temor. Porque Héctor se había negado a aceptar un
Así fue que aquellas semanas de triunfos militares y de fama matrimonio por poder, como el de García Moreno, y había resuelto
pregonera no habían sido en detrimento del fervoroso noviazgo; venir él personalmente a recibir en sus propios brazos el rico don
antes, al contrario, habían remachado la mutua fidelidad, al grado de la hermosa mujercita.
que Consuelo ya no quiso ser por más tiempo novia encerrada
en cuarteles de invierno, sino esposa que, a la vera de su marido, El peligro de la aventura crecía para Héctor por el simple hecho
galopara en vivo corcel, con la cabellera flotante, por los campos de que algunas semanas antes, él en persona, se había presentado
de la lucha. a Soberón a cobrarle los cinco mil pesos del enjuague con el
Padre Martín. Soberón, claro está, helado de espanto, había en-
Corridos, pues, todos los trámites, convenida ya la tía de Con- tregado a Héctor los cinco mil pesos, contantes y sonantes, tem-
suelo y señalados padrinos de confianza plena y lugar perfectamen- blando y arrepentido. Esto hizo prever a Soberón que, de ahí en
te seguro, se procedió a los preparativos próximos de una boda de adelante, Héctor sería para él una perpetua amenaza, y por eso,
catacumbas. juntamente con su hijo Pepe, que, a su vez, estaba celoso y humi-
El sueño dorado de Héctor y Consuelo había sido recibir la llado por el nuevo amor de Consuelo, se había transformado en
bendición nupcial de manos del famoso padre Gabriel, amigo el un espía más, despiadado, imprudente, con muchos recursos e in-
mejor y sacerdote el más instruido y el más valiente que ellos formes, resuelto y capaz de perder a Héctor en la ocasión más
habían encontrado. El joven sacerdote no puso obstáculos, y fue propicia.
puntual a la cita. Pasando las de Caín y apelando a todos los
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244
Encontráronse los tres atrevidos varones en una reducida estan-
La fecha del matrimonio estaba fijada para la Epifanía de cia, larga y angosta. En un extremo de ella se levantaba un peque-
1927. El movimiento armado de los católicos debía comenzar ya ño altar, cubierto por ricos paños de lino. Sobre el altar, un
en firme y unificado el 11 de enero, aniversario de la proclama- Crucifijo, dos cirios y lo necesario para la celebración de la Misa.
ción de Cristo Rey en México. Frente al altar dos reclinatorios afelpados de rojo y adornados con
Para esa fecha Héctor debía haberse ya movilizado con sus lazos blancos. En uno de ellos, toda vestida de blanco, estaba
tropas hacia el Estado de Jalisco, en donde debía operar en Consuelo de rodillas, los dedos entrelazados junto al pecho palpi-
combinación con los demás jefes invencibles de aquella región ben- tante, los ojos llorosos ansiosamente clavados en el sencillo Cruci-
dita. Y Consuelo debía ya sentar plaza de amazona para aquellas fijo, lo mismo que un ángel en éxtasis. Detrás de los reclinatorios
jornadas épicas, que se verificarían más tarde. estaban dos damas, la madre de Héctor y la tía de Consuelo, cu-
Sólo quien hubiera estado al tanto de estos precedentes, hubiera bierta la cabeza con blondas de seda negra y manos y brazos con
dado la importancia que tenían a una serie de hechos, al parecer guantes blancos. A la entrada de los tres aventureros una onda
vulgares, que se realizaron en Zacatecas en los primeros días de de excitación cruzó por los tres corazones femeninos, que esperaban
enero, en los alrededores del conocido Mesón del Jovito, humildísi- en el secreto recinto. Consuelo, como gacela medrosa, palideció y
mo hotel de campesinos y remedo pobrísimo de las antiguas ventas se encogió sobre el reclinatorio, clavando con mayor ansiedad sus
españolas. ojos en la imagen del Crucificado. El Padre Arce se arrancó la
chaqueta de plomero y se plantó la sotana, sin mangas, que le ten-
Y fue que el día 4 de enero llegaron a dicho mesón cinco dió una de las damas. Héctor se quitó rápidamente la america-
tristes leñadores, caminando a pie y arreando a cinco flacos y na gris y se vistió una levita negra, en cuya solapa sonreía un
mustios caballos, cargados con leña. Vendieron su leña al mismo ramito de azahares. Juanillo, mal vestido y mal aseado, quedó pe-
dueño del mesón y quedaron alojados en la misma casa. gado a la cortina, como un centinela de confianza. Y no era Jua-
El día 5 del mismo mes, un plomero, vestido de overoll de njez- nillo el único, pues si el lector hubiera observado los alrededores
clilla azul, trafagueaba en la pobre casita frontera al masón, de la casa, habría visto que, sobre la azotea del Mesón de Jovito,
atornillando y destornillando los plomos de la cañería. los cinco leñadores de marras estaban tendidos sobre sus frazadas,
Finalmente, el día 6, fiesta de la Epifanía, cerca de las nueve cada uno con su buena carabina, custodiando, ojo avizor, las azo-
de la mañana, pasaba por Ja calle misma del mesón y de la teas de la casa donde unían sus vidas la más bella y fina de las
casita, deteniéndose de puerta en puerta, un agente viajero de ropa mujeres jóvenes y el más valiente y noble de los caudillos cristianos:
y novedades, seguido de un muchachón que cargaba a la espalda Consuelo Madrigal y Héctor Martínez de los Ríos.
ia valija más pesada de la mercancía.
Llegó el agente viajero a la misma casita en que el plomero
trabajaba, y comenzó a mostrar a dos o tres mujeres que salieron
al zaguán, las telas, corbatas, medias y demás artículos que vendía.
Estaban las mujeres palpando y examinando las prendas, cuando
el agente viajero y el muchacho que le acompañaba, decididos y
ligeros, entraron casa adentro, siguiendo los pasos del plomero,
que también se metía de prisa a una habitación interior. El plo-
mero, con diligencia y seguridad, abrió un gran ropero, lleno de
faldas y vestidos de mujer. Separó un poco las ropas que colgaban,
y se coló entre ellas. Se inclinó un poco, cogió por la parte de
abajo la tabla posterior del ropero, apoyando los dedos en unas
ranuras que allí había, hizo un esfuerzo y la tabla se levantó
hacia arriba, dando paso a una cavidad sobre el muro, cubierta
con una cortina roja Por ahí entró el plomero, y tras él el agente,
y tras éste el muchacho. El muchacho era Juanillo, el hijo de don
Tomás Anzures; el plomero era el famoso Padre Gabriel Arce, y
el agente viajero era nada menos que el propio Héctor Martínez
de los Ríos.
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246
XXX

H O L O C A U S T O

¿ F U E UNA REVELACIÓN DIABÓLICA, la que recibió aquel condenado?


¿Fue una inocente indiscreción la que ilustró a aquel miserable?
¿Qué motivo pudo tener el insensato para barrer con su decantado
catolicismo e ir a granjearse la sonrisa de un bandido? ¡Vayan us-
tedes a poner límite a la potencia maléfica del rico egoísta. . . ! Ello
fue que en los momentos exactos en que en las catacumbas se
encontraba reunido lo mejor que en valor, saber, belleza y dignidad
tenía la católica región, entró, con paso decidido y sonoro, al cuar-
tel de la Jefatura de Operaciones, buscando con ansia al General
Ortuzar, el desgraciadísimo de don Carlos Soberón en persona,
respirando a bufidos; seguido en su villana carrera por el pazguato
de Pepe, su hijo. Y tan pronto como se vio en presencia del Gene-
ral Ortuzar, le disparó, a quemarropa, textualmente, estas palabras,
que a todos, menos al que escribe estas líneas parecerán inverosí-
miles :
—¡General! En el número siete de la calle del Pocito está en
estos momentos el cabecilla Héctor Martínez de los Ríos. Se está
casando ahorita mismo con Consuelo Madrigal, y los está casando
• el famoso Padre Arce, el cura más revolucionario de toda la Re-
pública.
El general abrió los ojos chispeantes y se chupó los labios con
júbilo nervioso. En tres palabras hizo que Soberón le repitiera la ca-
lle y el número. Y cuatro minutos después ya habían salido de la
Jefatura cinco diversos grupos de soldados, con la orden de dar
aquel zarpazo heroico. ..
Los soldados callistas tomaron todas las precauciones para no de-
jar escapar la preciosa presa. Lo primero que hicieron fue apos-
tar centinelas en las cuatro esquinas para impedir que persona
alguna saliera del perímetro de la manzana. Cinco soldados rcci-

249
bieron también orden de subir a la azotea por donde Héctor y sus —¡ Ya está afuera —exclamó don Tomás—; ahora nosotros!
amigos podían escapar. Subieron, pues, los cinco soldados, y no
Se descolgaron de la azotea como lagartijas, montaron en sus
bien se habían incorporado, cuando una descarga cerrada los echó
caballos, v a largas bridas, con ímpetu de centauros, salieron de la
por tierra. Don Tomás Anzures y sus cuatro leñadores, que forma-
casa, de la calle y de la ciudad...
ban la escolta secreta de Héctor, cumplían su consigna desde el
Mesón de Jovito. La inesperada descarga sembró un desconcierto Mientras tanto, el alboroto se adueñaba de la ciudad entera.
horrible entre los soldados que custodiaban las esquinas, hacién- Nuevos pelotones de soldados habían llegado a la casa, y enjam-
doles reconcentrarse rápidamente sobre la casa número siete, en bres de genízaros inundaban ya de nuevo las cuatro calles adyacen-
la que hicieron una tumultuosa irrupción. La descarga anunció tes. La manzana entera estaba sujeta a un examen con microsco-
también a Héctor que la hora del peligro había llegado. Era el pio. Por todas las casas, por todas las piezas entraban soldados
momento preciso en que el Padre Arce levantaba su mano ungida con precaución, con desconfianza, examinando cuidadosamente
sobre las manos estrechadas de los dos nuevos esposos. cada rincón, cada cuchitril, pasajes y graneros, desvanes y jonucos,
armarios y petacas, azoteas, chimeneas... Como reguero de pólvora
Héctor, firme y tranquilo, sintió que entre su mano se enfriaba corría por la ciudad la noticia de que Héctor en persona se estaba
la blanca y suave mano de Consuelo. Las damas palidecieron de tiroteando con las tropas, en una casa de la calle del Pocito.
terror. Juanillo se repegó sobre la hendedura para observar la
entrada, teniendo en sus manos un horrible puñal. El Padre Arce, En el escondido oratorio aún no invadido, Consuelo, pálida, tré-
con una serenidad a toda prueba, terminó la fórmula sagrada di- mula, advertida de que Héctor estaba en salvo, dijo con decisión
ciendo : al Padre Gabriel:
—Héctor, Consuelo: yo os uno en matrimonio, en el nombre del —Siga usted la Misa, Padre. Héctor se ha salvado.
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Las damas todas se arrodillaron, y el Padre Gabriel, revestido
•—¡Amén! —respondió Héctor. r~ majestuosamente de los ornamentos, hizo una amplia señal de la
En aquel momento resonó una nueva descarga, detonante!' cruz y pronunció en latín las primeras palabras litúrgicas del Sa-
—¡Sálvate, Héctor! —clamó ya Consuelo—. ¡Sálvate, por Dios! crificio :
Y anhelante y pálida, lo empujó hacia otra puerta oculta que —¡ Subiré al altar de Dios, del Dios que llena de alegría mi
daba a otra casa desconocida. juventud!
Héctor tuvo la calma de volver los brazos hacia Consuelo y Sobre el libro dé pastas de nácar, Consuelo había clavado sus
estrecharla, confundiendo sus labios con la mejilla de aquella prin- ojos de reina de Saba, y leía con atención, a pesar de su nervio-
cesa. sidad, las palabras que el sacerdote pronunciaba. Alrededor de la
—¡Déjame y sálvate, Héctor mío! —sollozó Consuelo. estancia, sobre sus cabezas, al través de las paredes, se oían los
Se despojó Héctor de la levita, cogió el gorro que había dejado ruidos y las voces de la búsqueda infernal. Ella, abstraída, con
el Padre Arce, se lo puso en la cabeza y salió tranquilamente por la toda la fe de un alma mística, devoraba el sentido de aquel salmo,
nueva puerta que se le abría. Se detuvo un momento en la cámara que nunca le había parecido tan expresivo:
a donde la puerta daba. Ahí se echó delante la pistola que del —¡Señor, sé tú mi Juez! ¡Discierne mi causa de la causa de la
cintillo colgaba, y salió al patio. Una potente motocicleta, prepa- .gente no santa; líbrame, Señor, del hombre inicuo y del hombre
rada a previsión, le esperaba allí. Héctor montó en ella. Una que engaña!
nueva descarga resonaba entonces sobre las azoteas. Héctor opri-
mió con serenidad la llave del motor. A la puerta de la casa, en Y Consuelo ponía su corazón candente en aquella oración, mien-
la calle opuesta a la del Pocho, una mujer hizo una señal a Héctor. tras sus oídos, finos y atentos, le anunciaban que la hora de la
La señal significaba: "Vía libre". Trepidó el aparato. Héctor apre- prueba se acercaba...
tó los pedales, y a toda la fuerza de su máquina salió de la casa, —Porque Tú eres, oh Dios, mi fortaleza! ¿Acaso me rechazas?
y de la calle, y de la ciudad, perdiéndose de vista a lo largo de la ¿Por qué entonces me siento triste en el momento en que el ene-
carretera, entre nubes de polvo, de gas y de gloria. migo me aflige?
Tomás Anzures y los cuatro leñadores que desde el Mesón de Consuelo dio un suspiro y continuó leyendo con nuevo ánimo:
Jovito tiroteaban a los soldados de Calles, vieron que sobre la —"¿Por qué estás triste, alma mía? ¿Por qué me conturbas?
azotea del número 7 se agitaba una bandera verde. ¡Pon tu esperanza en Dios!"

250 251
El sacerdote leyó el Evangelio. Sus palabras eran tranquilas, ex- Era Juanillo, el asistente de Héctor, que se había quedado ha-
presivas. El libro sagrado hablaba de Heredes y de Jerusalén, todos ciendo guardia a Consuelo.
conturbados porque nacía el Cristo, Rey de los judíos... El sa- Al oír estas palabras, Consuelo y las damas volvieron el rostro
cerdote se arrodilló y tocó la blanca cobertura con su frente, ilumi- sorprendidas. Pero más sorprendido se volvió el capitán, que, al es-
nada de ciencia y de virtud. cuchar tal respuesta, creyóse encerrado en una ratonera, en la que
Oyóse en aquel momento el ruido siniestro de un mueble pesado lo primero que debía buscarse era la salida, y en dos brincos se
que era arrastrado. Por la mente del sacerdote, de Consuelo y de coló por el boquete, gritando:
las damas cruzó la misma idea: "¡Estamos descubiertos!" Pero —¡Soldados! ¡Soldados! ¡Aquí está el enemigo!
nadie se movió.
El sacerdote, mientras tanto, había ya consagrado, y omitiendo
El Padre Gabriel, con majestad inefable, se volvía en aquel algunas ceremonias, distribuyó inmediatamente la Comunión a
momento para decir: "Dominus vobiscum". Consuelo y las damas. Todavía el sacrificio prosiguió, mientras
Los tres soldados, como sucumbiendo ante una fuerza superior, Juanillo, untado al muro en el rincón más próximo a la oquedad,
maquinalmente fueron cayendo poco a poco de rodillas; uno de blandía ya un enorme cuchillo jalapeño.. .
ellos hasta se santiguó. Y se quedaron como lelos, sin saber qué
Un enjambre de soldados inundó la cámara anterior. Muchos
hacer. La misa prosiguió, sin que Consuelo ni las damas parecieran
llegaron hasta, la oquedad, pero ninguno se atrevió a levantar la
intimidarse. Uno de los soldados, por fin, avanzando de rodillas,
llegó hasta Consuelo y muy quedo le dijo: cortina
—Éntrele, mi jefe —dijo un soldado a un oficial, que también
—¡Andamos buscando a don Héctor! vacilaba.
—¡ Esperen que termine la misa! —respondió Consuelo sin per- El oficial, herido en su amor propio, amartilló la pistola y
turbarse. «•- levantó la cortina.
El soldado, todo atolondrado, se volvió otra vez de rodillas",' a Iba a dar un paso, cuando soltó un grito y retrocedió. Sus ma-
reunir con sus camaradas. Luego, los tres se pusieron de pie, salie- nos chorreaban sangre, la pistola se le había escapado de ellas.
ron, hablando a media voz en la estancia inmediata, y se retiraron. .. Juanillo, el defensor de la brecha, era ya dueño de aquella arma.
Y la misa continuó, dulce, consoladora, confortante y tranquila,
mientras afuera se preparaba la borrasca... El pelotón de sojdados corrió hasta el corredor exterior, y el
pánico llegó hasta las escoltas de la calle.
Los soldados, pobres hijos del pueblo, que no se habían atrevido
—¡Alií está el cabecilla! —fue la voz que se difundió por todas
a interrumpir la misa, tenían, por otra parte, que ser culpados de partes.
complicidad. Un oficial los había visto salir de la pieza que daba
Los soldados recibieron orden de entrar de nuevo a la estancia
acceso a la catacumba.
del ropero, y hacer fuego sobre la brecha cubierta twr la cortina.
—¡Quiubo! ¿Qué jallaron? —les preguntó con brusquedad. La horrible detonación estremeció la casa entera. Los proyectiles,
—Pos.. . croque ahí hay gente adentro —balbució uno de ellos, en la capilla, arrancaron pedazos de piedra de la pared frontera.
no atreviéndose a hablar claro por un dejo de temor de Dios.
Clavada en su reclinatorio, la valerosa Consuelo había resistido
— ¿ Y por qué diablos no buscan? —dijo el oficial entrando con aquella sucesión rápida de impresiones intensísimas, que le hacían
resolución a la pieza. De una zancada pasó al oratorio y saludó a añicos las fibras más resistentes de su maravilloso temperamento,
los meditativos presentes con un feroz: pero no pudo ya más. Al estampido de las balas sobre sus propios
—¿Quién vive? oídos, sintió que la capilla se desplomaba, que el piso se hundía,
Sacerdote y fieles se estremecieron; pero nadie contestó. El ca- que las detonaciones le desgarraban el cerebro. Se cogió entonces
pitán se adelantó hasta los reclinatorios, en donde Consuelo y las del terciopelo del reclinatorio, inclinó el pecho, dejó caer la cabeza,
damas permanecían inmóviles. ya perdido el sentido y extraviado el mirar, y rodó al suelo, pálida
—Que ¿quién vive? ¿Qué, no oyen? —preguntó a gritos de como el cirio que la había iluminado... El Padre Arce, que en
nuevo, mientras el sacerdote continuaba serenamente sus oraciones. aquel momento «bendecía, adelantándose con presteza, la detuvo
—i Viva Cristo Rey! —contestó una voz rotunda del fondo de la en sus brazos; las damas abrieron la puerta de escape opuesta a la
capilla. oquedad y salieron del recinto acompañando al Padre Arce, que

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revestido, levantaba en alto, como una hostia, el cuerpo inmóvil tros, y los Jefes y Oficiales del Ejército, se frotaban las manos de
de Consuelo. júbilo.
Al llegar al patio de la casa contigua, donde Héctor había to- Pero la rueda de la fortuna invirtió totalmente las impresiones,
mado la máquina, un feroz grito atronó el espacio, haciendo es- cuando aquella misma noche, a las once y cuarenta y cinco minu-
tremecerse el mismo cuerpo inconsciente de la novia: tos, la estación de radio difusora de la Liga Defensora de la Li-
—¡Alto ahí! bertad Religiosa, transmitía el siguiente mensaje a las delegaciones
Y veinte soldados, como leones rugientes, rodearon a los cuatro todas de la república:
héroes de la imperturbabilidad, en aquella jornada memorable. "Es falsa la noticia dada hoy por el Estado Mayor de Calles.
Juanillo, sin embargo, permaneció aún en la brecha. Sobre él Ni la rebelión ha sido sofocada, ni tropas algunas se han rendido,
llovían las balas de cuanto soldado había quedado por la parte ni el valeroso caudillo ha sido capturado".
opuesta. Pero no era capturado todavía. Alguien discurrió arrojarle Y esto fue lo que puso más rabioso al Jefe de las Armas de
una bomba. Juanillo la vio caer a sus pies en su propio escondite, Zacatecas, pues tras tontas alborotos, era preciso confesar que en
negra, redonda, con la tosca escopeta humeando ya sobre el punto verdad, Héctor, el objetivo de sus pesquisas y causa de sus desaso-
de explosión. Rápido como el rayo, Juanillo se arrojó sobre ella y siegos, los había dejado con un palmo de narices...
a ciegas la volvió a arrojar sobre el boquete por donde había en- Parece, por. otra parte, que entró la gloria en la cárcel de Za-
trado. Y el estallido infernal resonó al punto, la casa toda se catecas con la aprehensión de Consuelo, del Padre Arce y de las
estremeció, y el piquete de soldados fue desbaratado por los peda- dos damas. Tuvieron los nuevos prisioneros la fortuna de ser ins-
zos de acero candente de la granada... talados en un mismo salón, adonde también se llevó a don Luis,
el decano de las víctimas, y a Juanillo, el valiente de la catacumba.
En el patío de la casa opuesta, Consuelo abrió los ojos, como Estaban ahí también dos seminaristas, alegres como castañuelas,
quien despierta de un sueño arrullado a cañonazos. Lo primen} que algunos jóvenes de la A.C.J.M. y un grupo de muchachas.
vio fue a Juanillo, sudoroso, agitado, ensangrentado de la fren-
te y de los labios. Era traído a empellones por un montón de Todo aquel fino mundo rió y cantó desde el primer momento.
soldados. El infeliz había agotado el heroísmo de su lucha. El Padre Arce los confesó a todos, y en suma, después de no comer
el primer día y fras de no dormir la primera noche, poco a poco
Al pasar junto a Consuelo, Juanillo se llevó la mano a la frente
fueron hallando acomodo y paz, bien obsequiados por sagaces visi-
en saludo militar, y cuadrándose, dijo a la joven, cuyos ojos negros
tantes, bien chocolateados, bien dormidos en esteras y petates,
resaltaban entre la espuma del atavío:
encantados de la seguridad de que gozaban entre las uñas de la
—¡Perdóneme, mi ama; pero se me falseó una mano! Si n o . . . fiera.
La noticia produjo un delirio descomunal no sólo en los cuarte- Consuelo había logrado hacer traer otro vestido para quitarse
les, sino en las dependencias todas del Palacio Nacional y del Al- el de boda, que se conservaba en la amplia bartolina como un
cázar de Chapultepec. trofeo, colgado de un clavito sobre la pared mugrosa.
¡ Friolera! El famoso cabecilla Héctor Martínez de los Ríos había La madre de Héctor obtuvo permiso para asistir al cateo de su
caído prisionero, y, con ello, tocaba a su fin la protesta armada propia casa, oportunidad que aprovechó para traer algunas cosas
de los católicos en una vasta región. Los diez mil soldados callistas indispensables para matar el tiempo.
a quien Héctor traía jadeantes y desvelados, quedaban ya expedi- Sucedió entonces que al volver y rebuscar en el cateo, todos I O Í
tos para ir a socorrer a sus camaradas, que no echaban nunca una encierros de la casa, brutalmente dirigido por los soldados, la
ceja tranquila en las campiñas del Bajío michoacano ni en las madre de Héctor dio con un tesoro largo tiempo perdido y hasta
montañas de Jalisco. olvidado. Era un libróte de pastas raídas, de hojas recias y ama-
Los boletines oficiales se multiplicaban y circulaban con el des- rillentas, grande y macizo, como el fuego de epopeya que en él
plante más desvergonzado: Héctor capturado. Sus tropas, rendidas palpitaba.
La rebelión, perfectamente sofocada. Soledad dio un grito. El hallazgo le suscitó la imagen de su
Ante tales aspavientos, naturalmente, los pobrecitos católicos padre, el anciano venerable que le profetizó la gloria de su hijo...
sintieron que el espíritu se les iba a los talones. Hubo santas vieje- Abrió Soledad el libro, como quien busca una distracción en
citas que se pusieron a llorar. Calles, mientras tanto, y sus miru's- medio del andar y venir de los soldados que escudriñaban la mo-

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rada, y entornó los ojos, deleitándose ante una imagen interior que
el libro le proyectaba... Ahí estaba Héctor, el héroe de la epopeya
de Homero, defendiendo la libertad de Troya, al frente de un
puñado de valientes...
Soledad llevó consigo el libro a la prisión, se acercó a Consuelo
y le dijo:
—¡Hija mía! Que éste sea mi regalo de boda.
Consuelo, al punto, sentada en un banquillo y rodeada de ami-
gas, comenzó a hojear:
—¡ Este es mi Héctor! —exclamó, mirando una por una las
láminas del poema.
Todos los prisioneros comprendieron qu¿ la vida del héroe le-
gendario palpitaba en el pecho del héroe real que combatía mien-
tras ellos penaban...
Pero ¡ qué gran consuelo y regocijo les inundaba cuando hasta
ellos llegaban las noticias de los triunfos católicos! Cierto que esas
noticias marcaban un momento de terrorismo en el seno de la pri-
sión, proporcionado al grado de rabia que las noticias producían
entre los cancerberos oficiales.
Un día cayó como una bomba la noticia de una derrota de»1as
mayúsculas para los callistas. Acto continuo, don Luis, el Padre
Arce y Juanillo fueron sacados de la sala de reclusos y conducidos
a la oficina de la Jefatura.
Una onda de tenor corrió por la prisión. Consuelo y las damas,
las muchachas y los jóvenes sintieron de nuevo la horrible depre-
sión del espíritu. Corrió una larga pieza de tiempo, y los augustos
prisioneros no volvían. Ni un rumor, ni un informe, ni una expli-
cación, ni una noticia. Un silencio espantoso rodeaba aquellas an-
siedades. Pasó así la tarde. Corrió así la noche. Un presentimiento
negro sentó sus reales sobre cada corazón de los encarcelados. Con-
suelo y las jóvenes se esforzaban por disipar la tristeza que las
agobiaba. Se esforzaban por reír; pero sus risas caían tristes y ma-
cilentas, como flores marchitas. Al día siguiente, por fin, las tres
figuras valerosas de don Luis, el Padre*Arce y Juanillo aparecieron
de nuevo a las puertas de la Prisión. Un aplauso general los recibió:
—¡Buenas noticias, gentes! —dijo el Padre Gabriel, arrancando
de cuajo el humor negro.
—¿Cuáles son? —preguntaron a coro muchas voces.
—¡ Que nos van a ahorcar!
—¡Es broma! —observó Consuelo.
—Que lo diga don Luis —observó el Padre.
El rostro pálido, los ojos hundidos, la nariz afilada de don Luis
no dijeron nada; pero su silencio de espectro hizo comprender a

256
todos, por medio de una corriente de escalofrío, que la sentencia
había sido en verdad pronunciada contra los tres varones admira-
bles. ¿Pero por qué? Porque las huestes católicas se estaban coro-
nando de triunfos; porque los callistas no contaban ni una sola
victoria; porque los hombres del gobierno se agarrotaban en las
montañas al escuchar el grito de "Viva Cristo Rey"; porque los li-
bertadores se agazapaban como fieras, y saltaban como leones, y
se esfumaban como el humo para reaparecer de pronto por los
flancos y por las retaguardias, siempre certeros, siempre terribles,
siempre invulnerables, siempre agresivos... Y era preciso demos-
trar, sin embargo, que Calles triunfaba. Por eso, ya que los liberta-
dores estaban armados, era menester buscar víctimas inermes. Así
cayeron centenares de gentes pacíficas, así fueron sacrificados tan-
tos sacerdotes, así debían también ser ahorcados aquellos tres varo-
nes gloriosos, un sacerdote, un empleado y un proletario, para
exhibirlos en seguida como prisioneros capturados en un glorioso
combate...
Ante la sentencia fatal, don Luis y Juanillo se mostraban agobia-
dos. Juanillo, rabioso de ser cogido como un borrego. Sólo el Padre
Arce seguía sonriendo y charlando con su buen humor portentoso.
—¡Amigos! —decía con la mejor de sus alegrías—, no hay que
darse a las congojas. De aquí al poste en que nos cuelguen, hay
muchos-pasos y muchas horas... ¿No los colgarán a ellos primero
los nuestros?
Las horas corrían. Analizando cada uno de los sentenciados su
propia congoja, descubría que era mayor el pesar por dejar la
compañía de aquella familia de penados, en que Consuelo era reina,
que el mismo temor a la muerte.
Por la tarde se presentó en las oficinas de la prisión, Carmelita,
la hija de don Luis. Venía a pedir permiso de acompañar a su
padre por el ferrocarril para asistir a su martirio.
El capitán Caravantes la recibió con afabilidad, con mucha afa-
bilidad, con demasiada afabilidad. Guiñando a la vez un ojo a su
asistente, le dijo:
—Acompañe a esta señorita a mi oficina. Ahorita voy a exten-
derle el permiso.
Carmelita, con la medrosidad de sus veinte años virginales, sintió
temor. Caravantes pescó al vuelo su gesto de desconfianza, y aña-
dió:
—Que la mecanógrafa le escriba el permiso y me lo traiga pa-
ra firmarlo.
Esta nueva frase animó a Carmelita, que sin detenerse más, siguió
al asistente. Subieron las escaleras, pasaron un corredor largo y so-
litario, en que apenas un guardia se fumaba perezoso un cigarro.

257
Héctor-17
i
Desde una ventana del pasillo, Carmelita descubría el gran patio de tivo, seguía escuchando. De pronto, don Luis como herido de un
la planta baja. Allá, en frente, se extendía la sala de los reclusos. pensamiento vivo, levantó sorprendido la cabeza, frució ligeramente
Carmelita se detuvo un momento a la ventana. Al través de las
el entrecejo y aprestó el oído, clavando los ojos en el vacío. Se le-
ventanas se escuchaban las voces de los prisioneros. En el fondo de
vantó con presteza, sin acordarse más del Padre Arce, y se acercó
la sala, sentado en el suelo, descubrió a su padre. Escuchaba, con
la cabeza desconsoladamente caída, una animada plática del Padre a la ventana, clavando la mejilla sobre la reja. Ix)S prisioneros
Arce. Carmelita recordó la imagen del Nazareno de las Semanas todos le miraron extrañados, en medio de un silencio pavoroso.
Santas de su parroquia También miró la silueta de Consuelo, gen- —¡ Es ella...! —rugió—. ¡ Es Carmen!
til y suave, que cruzaba la estancia... ¡ ¡ Q u é figuras tan ama- Y corriendo hacia la puerta de la sala, don Luis dijo con imperio
bles!! ¡Qué almas tan buenas! Carmelita dio un hondo suspiro. al centinela:
—¡ Quiero salir!
—¿Dónde es? —preguntó al asistente.
El guardia, sonriendo ferozmente, atravesó el fusil al paso de
—¡Ahí! —y le señaló una habitación entreabierta.
don Luis.
Carmelita entró. Estaba ahí el escritorio, la máquina de escribir;
El recluso hizo una mueca horrible, y lanzando chispas por los
pero no había ninguna mecanógrafa. Carmelita sintió miedo y qui-
ojos, horrorosamente arqueados, con toda la furia de un demente
so salir.
repitió:
—No se vaya usted; ahorita le arreglan su negocio —le dije el
•—¡Déjeme salir, bandido!
asistente, asaz respetuoso.
Tendió entonces las dos manos descarnadas y temblorosas sobre
La joven sintió que un anillo de fuego le coronaba la cabeza.
el rostro del soldado, encerró entre las diez uñas de sus manos la
Quedóse, pues. Miró azorada aquella soledad. Sentóse al fin en un
cabezota del guardia, y, con saña inesperada, clavó enérgica, rabio-
banquillo de madera y esperó. ^
samente los dos pulgares en los ojos del centinela. Soltó éste el fusil
No tardó en llegar Caravantes. Con sus tubos de cuero relmcien- y bambaleó atarantado, mientras don Luis demudado, con los ca-
tes. Su chaquetín y fornituras bien ceñidos. Había que reconocer bellos en desorden la mirada extraviada, echó a correr hacia la
que venía guapo. entrada de la escalera.
El militar se colocó frente a la máquina. Carmelita se tranquilizó Dos soldados le salieron ahí al paso. El, con fuerza sobrehumana,
un poco. de dos puñetazos, fuertes como golpes de maza, los derribó y se
La puerta al corredor se había cerrado de golpe. abrió paso.
Serio y correcto, Caravantes escribió dos renglones. —¡ Agárrenlo! —gritó uno de ellos—. ¡ Está loco!
•—¿El nombre de usted señorita? —preguntó fino y atento. Un montón de soldados se le echó entonces encima. Don Luis,
—Carmen Sánchez. en medio de ellos, jadeaba, se revolvía, forcejeaba, echaba espuma
—¡Oh! ¡Carmelita! Así se llama mi novia. ¡Una guapísima por la boca, y palabras ofensivas, como nunca las había pronuncia-
muchacha de Puebla! do. Los soldados, ya muchos, riendo y burlando al pobre loco, lo
derribaron en tierra. Poco a poco lo fueron asegurando y aquietán-
—¿Sí? —preguntó sonriente Carmelita, ya muy en sus cabales.
dolo, sujetándolo con puños y rodillas, hasta que, al fin, con fuertes
—Mire usted qué linda se ve en, este retrato... ¡Pase usted! cuerdas lo dejaron perfectamente ceñido y ligado. Un soldado se
—invitándola al aposento interior que tenía trazas de recámara. lo echó al lomo, lo volvió a la sala, en donde los demás prisioneros,
Titubeó un poco Carmelita; pero creyó que era preferible pro- llenos de ansiedad, se preguntaban qué sucedía, y lo arrojó como
ceder con sangre fría, y entró al camarín junto con Caravantes, un fardo sobre el suelo. Azotó la cabeza contra el pavimento, se
que, al parecer, no presentaba ningún síntoma de descomedimiento. estremeció don Luis, dentro de sus ligaduras, y clamó:
Y la segunda puerta se cerró también... —¡ Padre Arce, Padre A r c e . . . ! ¡ Morir; cuanto antes, morir!
Consuelo, las damas, los jóvenes y las muchachas, todos, rodea-
ban a aquel hombre misterioso, que en un momento de furor
arrancara los ojos de las órbitas a un soldado. Consuelo le enjugaba
En la sala de reclusos, el Padre Arce hablaba aún a don Luis, la frente ensangrentada. El levantó los ojos con muestra de gran
que, sentado sobre el suelo, reclinado en la pared, cabisbajo, pensa- dolor:

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—¡Padre! —dijo al sacerdote—. ¡Creen que estoy loco; ojalá
lo estuviera!
Nadie osaba soltar sus ligaduras. Hasta que el Padre Gabriel
decidido y valiente:
— ¡ Y o lo desato, suceda lo que suceda! —exclamó.
Quedaba libre don Luis, al parecer calmado y tranquilo, cuando
mirando de nuevo hacia la entrada de la sala, volvió a transformar-
se su semblante, volvieron a revolvérsele los ojos.. . A la puerta
de la prisión aparecía una figura de mujer, con el rostro escondido XXXI
entre las manos. Temblaba la infeliz de pies a cabeza, como la
hoja de un árbol. Desjarretada, desceñida, despeinada, arrastrando
por el suelo un desgarrón del vestido que la cubría... ¡ Era Carmen! V I A CRUCIS
—¡Calta, hija mía; calla, por Dios! —di jóle don Luis entre so-
llozos—. ¡ N o anticipes la muerte de tu padre!
Carmen miró a su padre, le tendió los brazos y reclinó sobre el LA ORDEN LLEGÓ PRECISA, CONTUNDENTE.
hombro paterno el rostro cubierto de lágrimas...
Por el tren de aquella noche debían salir todos los prisioneros,
Y ahí, muy cerca del oído, sin que lo oyera, a ser posible, ni el encerrados en un furgón. Los tres principales reos varones serían
mismo Ángel de la Guarda: ahorcados en los postes telegráficos de las regiones infestadas de
—¡ Papad to, papacito...! rebeldes...
Un sollozo le cortó la palabra. Pero atropellando el sollozo,*xon Consuelo, su tía y la madre de Héctor, Carmelita, las demás
una voz gutural en que se envolvía el recuerdo horrible y palpitante jóvenes, los seminaristas y los muchachos de la A.C.J.M. no sabían
y el rencor profundo e impotente, añadió: a punto fijo cuál sería su paradero.
—I Quiero morir contigo antes de que lo sepa mi madre... 1'
La salida estaba fijada para las once de la noche.
La notida de que los inocentes prisioneros serían sacados esa
noche de la ciudad había cundido por todas partes. La Comisión
dirigida secretamente por las Damas Católicas quiso comunicarse
con los deportados; pero sus esfuerzos fueron vanos. Tan sólo lo-
graron hacerles llegar algunas cestas con bastimento.
Hurgaban algunas muchachas una de las cestas cuando encon-
traron en ella una cajita de cartón. Abriéronla con curiosidad y
vieron que contenía una regular cantidad de hostias pequeñas
y un frasquito de vino.
—¡Padre Arce, mire usted lo que nos mandan!
Entre los victimados, .el hallazgo provocó un gozo indescriptible,
mayor que si hubieran tenido notida de su libertad.
Eran ya las diez y cuarto, y no había que perder un minuto. El
Padre Arce estaba ya habituado a hacer uso de los privilegios que
el Sumo Pontífice Pío XI había concedido a los sacerdotes mexica-
nos, de celebrar la misa a cualquier hora del día o de la noche, y
de reducirla a la forma más breve y más simple que fuera posible.
Se buscaron los ornamentos con que el Padre Gabriel había sido
aprehendido; pero los ornamentos estaban en una fotografía en

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que. se habían ido a retratar unos soldados vestidos de Curas re- —¡Eso sí sería pecado gravísimo: sería pasarse a las filas de
presentando escenas sacrilegas. los enemigos de Cristo...! Pero, ¿has consentido?
En un santiamén, las muchachas improvisaron un altar en el — ¡ N o , Padre, no! ¡Nunca! —contestó Consuelo sacudiendo la
rincón de la sala: un cajón de jabones vacío, que no llegaba a linda cabecita.
un metro de altura, cubierto nada menos que con el vestido de —Entonces... ¡ tranquila, animosa y . . . adelante!.
boda de Consuelo. Sobre el cajón, para aumentar la altura, el —¿Mi penitencia?
libróte de las pastas de cuero raído, en donde vibraba el espíritu —Un Avemaria.
del Héctor de Homero, y la infancia del Héctor de Consuelo. Un Y después de estrechar dulcemente la mano de Consuelo, cuyos
soldado piadoso aportó un vaso de cristal para cáliz del sacrificio. ojos, ojos negros y rasgados como manto oriental, se hundían con
El Padre Arce, mientras tanto, confesó de pie, como quien conversa, fulgores de plena comprensión en las abiertas pupilas del joven
a cada uno de los creyentes... Tocó su turno a Carmelita. ¡ Pobre sacerdote, éste, mal vestido como estaba, llevando aún el pantalón
mujer! Hundida, en un momento, en el abismo de un futuro obrero y los zapatos de cuero color claro, se acercó al improvisado
deshonroso... El Padre Arce suspiró y terminó diciéndole: altar. Sacó del bolsillo un crucifijo pequeño y lo puso sobre él.
—¡Hija mía, Dios nos lo pide todo...! La hacienda, la vida, el Todos los fieles hicieron' lo mismo. Y el Padre Arce, el hombre
honor.. . todo eso y más debemos dar por su causa... ¡ Animo, de mejor humor del mundo, el que sonreía ante los peligros y se
hija mía! El coro de las vírgenes te espera... ¡No hay deshonra chanceaba en 'las prisiones, tuvo un momento de perfecta con-
del cuerpo, cuando ha habido tormento del espíritu...! ¿Tu centración mística. Cogió en sus manos una hostia, inclinó la cabe-
penitencia?... ¡Ninguna! ¡Eres inocente! za y quedó inmóvil... Dos lágrimas de fuego rodaron por sus
mejillas rubicundas y cayeron sobre la seda nupcial de Consuelo...
Cuando Consuelo se acercó al sacerdote, faltaban ya treinta mi- Los demás prisioneros bebían también sus propias lágrimas...
nutos para las once... w

El Padre Arce levantó con sus manos temblorosas la Hostia


—¡Padre! —dijo Consuelo—. Yo sólo siento un grande á*mor consagrada, después elevó el humilde vaso de vidrio que contenía
a Héctor y una grande ambición de que triunfen sus soldados; la sangre de Jesús, consumó en seguida las divinas especies, dis-
que luche como un león, que se vista de gloria como un héroe, que tribuyó las partículas a los prisioneros, lo mismo que hicieron los
viva como un santo, que muera como un mártir... ¿Es esto pe- primeros sacerdotes en las cárceles de la Roma pagana... Termi-
cado? nada apenas la Comunión, la voz de Consuelo inició el canto del
— ¡ N o , hija mía! Al contrario: eso es una gracia de Dios... Himno Eucarístico de México... Como aroma de incienso que
—Padre, yo me alegro en extremo cuando sé que éstos son derro- perfuma y purifica; como canto de amor que deleita y conmueve;
tados; cuando sé que caen muchos heridos y muchos muertos... como loa de regocijo que transporta y eleva, así resonó por aquel
Yo siento grande gozo cuando los hacen añicos... ¿Es esto pecado? antro, ya bendito, el himno sagrado:
— ¡ N o , hija mía, no es pecado! No es el odio al prójimo lo que
te mueve: es el odio al mal lo que te anima. Moisés cantó un ¡Hostia! ¡Sol de Amor!
himno cuando Jehová hundió en el Mar Rojo a los egipcios, "como tu luz inflama
pedazos de plomo en medio de aguas hirvientes., ." el corazón de México leal...
el corazón de un pueblo que te ama...
—Padre.. ., algunas veces siento deseos de coger una espada e
ir a los palacios de los tiranos y arrancarles el alma con mi propia Un estruendoso aplauso resonó de pronto en la prisión: gritos
mano... ¿Es esto pecado? de alborozo, parabienes y augurios... era el desbordamiento de
—Judith lo hizo, y la Escritura la alaba. una alegría hasta entonces contenida. Aquellos prisioneros parecían
—Padre, a veces siento desaliento... Me parece que Dios no chicos en vacaciones. Los seminaristas cantaban, los jóvenes de-la
nos o y e . . . A.C.J.M. reían a carcajadas, las muchachas cruzaban de un extre-
mo a otro recitando versos, el Padre Arce rompía entre el bullicio,
—¡Eso sí es pecado: es desconfianza! con su estrofa predilecta:
— . . .y siento la horrible tentación de decir a Héctor: "Deja
esa empresa y huye al extranjero; ahí viviremos tranquilos y feli- "Son rico d'onore
ces. , . saró a Salamanca..."

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Y Consuelo, asesorada por otras cuantas, trinaba y gorjeaba, en "Ven a reinar
una algarabía ensordecedora. ¡Los soldados de guardia estaban ¡oh Espíritu de Amor!"
sencillamente azorados! ¡Sólo aquellas gentes sabían reír tan sa-
Después... un furgón cerrado, tosco relicario de joyas del es-
broso! ¡Qué envidia sentían de aquella alegría de inocencia los píritu; muchos carros blindados; una locomotora que jadeaba.
taimados perseguidores déspotas! Una noche oscura. Un tren militar que parte...

Poco antes de las once de la noche, a las puertas de la Jefatura,


entre una apiñada multitud, se alineaban en doble valla los solda-
dos. Tras las espaldas de éstos se agolpaban ansiosas viejas y cu-
riosos hombres y chiquillos.
—¡Ahí van y a . . . ! ¡Padrecito, bendíganos! —clamó de pronto
una anciana.
Desfilaba, en efecto, el noble cortejo. Caminaba el Padre Arce,
garboso y casi altanero, teniendo a su derecha a don Luis, desma-
yado y descaecido, y a su izquierda a Juanillo, agresivo e inquieto...
Detrás brillaba, como un ángel del cielo, Consuelo, ataviada ya de
nuevo con las sedas de nieve que sabían de amor. Llevaba en, sus
manos el libro viejo de las pastas raídas, en que el espíritu de
Héctor se sentía palpitar. A su vera, como una bella flor marchita,
caminaba Carmelita, la hija desventurada del atormentado don
Luis. Luego, cual damas de corte, las dos nobles señoras: doña
Soledad, madre de Héctor y la tía de Consuelo... Y tras ese glo-
rioso núcleo de héroes, como un puñado de gentiles hombres y
de ricas hembras, bulliciosas, charlatanas, figuras de muchachas, de
seminaristas, de jóvenes de la A.C.J.M. El cortejo nupcial de la
princesa Yolanda no superaba a éste en belleza y distinción.
Un nuevo aplauso formidable resonó en todo lo largo de la
calle, y una lluvia de flores tempranas acarició el pecho y el rostro
de cada una de aquellas víctimas sonrientes...
—I Vivan nuestros mártires! —clamó' una potente voz varonil. El
Padre Arce conmovido y entusiasmado, abrió los brazos e impuso
silencio a la multitud. Y agitando un pañuelo que en la mano lle-
vaba, clamó con voz entera, robusta y vibrante:
—¡Viva Cristo R e y . . . ! ¡Viva la Virgen de Guadalupe...!
¡Viva México!
Y la tormenta de aplausos y aclamaciones se desencadenó. Pero
el feliz coronamiento de la espontánea manifestación fue un cán-
tico dulcemente iniciado por Consuelo y Carmelita, canto dulce y
devoto, lleno de profundo sentimiento místico y social:
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264
XXXII

LOS MACABEOS

¡AQUELLO SÍ ERA VIDA! ¡ Aquello era carne palpitante y espíritu que


bullía, iluminando, con espada de fuego, el horizonte sombrío de
la patria...!
Desde las costas del Pacífico hasta las montañas de Los Altos;
desde Chalchihuites hasta Chápala, toda la gente honrada había
enderezado la cerviz, y trocado las lanas del borego por la mele-
na hirsuta del león rampante. El grito formidable de la más santa
de las guerras, hacía estremecerse las montañas, coronaba las cimas
con antorchas y reventaba de fuego en los barrancos...
Alrededor de aquella región candente, merodeaban, medrosos y
desconfiados, los soldados de Calles, sin poder adelantar un paso,
sin poder recortar un palmo, sin poder robar una choza, sin poder
asaltar un hogar, ni violar una doncella, ni ahorcar un sacerdote. ..
Porque en aquella región cada cristiano era un soldado, cada mu-
jer una avanzada, cada niño un espía, cada peñasco una trinchera,
cada cabana un campamento, cada combate un triunfo, cada grito
un Te Deum cada oración un fuego, cada torre una fortaleza, cada
}

sacerdote un Josué, ¡cada católico... un hombre!


Por eso, frente a las cuestas heroicas de Los Altos se había
estrellado el poder de Calles. Los atropellos, las exacciones, los ase-
sinatos, se cebaban en las regiones indefensas, sobre las mujeres
desamparadas, sobre los ancianos inmóviles. Pero ahí donde el rayo
de una guerra justa y bendita henchía las frondas y hacía humear
las montañas; ahí rompían sus rifles y sus espadas, y se arrancaban
con las uñas las charreteras, los mismos guardias presidenciales.
Toda la esperanza del país estaba ya puesta, después de Dios,
en la pujanza bélica de sus hijos... El incendio tenía que cundir.
Sólo faltaba un refuerzo financiero, que en aquellos momentos se
buscaba entre los ricos del país y del extranjero... Mientras tanto,
una era la voz de orden: ¡luchar significaba triunfar. Porque los

267
estación, y unos soldados apostados a su alrededor impedían toda
creyentes que luchaban estaban mirando la mano de Dios y la aproximación a las gentes.
espada del Arcángel luchando también con ellos y por ellos. Vanas eran, por supuesto, todas las precauciones del siglo. En el
El empuje que los católicos, pobremente armados, daban a sus mismo terreno de la estación ya estaba un agente secreto de la
asaltos y emboscadas, era maravilloso. Corrían de boca en boca Liga que no dejaba escapar dato ninguno en torno a los carros
historias de milagros y prodigios, que animaban a los abnegados aquéllos. El convoy no parecía tener importancia ninguna: un carro
"cristeros", y desalentaban a los callistas. Hechos perfectamente blindado delante, otro carro blindado atrás, y en medio algunos
comprobados, como fuga de acémilas cargadas de parque, pasándo- furgones de carga perfectamente cerrados y sellados con plomos de
se de los callistas al campo católicos. Consejas populares propaladas la Secretaría de Guerra Eso era todo. Pero aquellos furgones...
por los mismos callistas, de que a los "cristeros" no les hacían nada
Aquellos furgones estaban perfectamente identificados. Hacía
las balas. Una cosa saltaba a la vista: que los Jefes de Operaciones
quince días que todos los movimientos de su contenido eran escru-
eran a cada momento acusados de ineptitud, removidos, depuestos
pulosamente observados y medidos por los detectives especiales de
por el Gobierno de Calles; y que no habían podido hacer rendirse
la Liga. Durante la semana anterior, aquellos carros habían
a ningún jefe católico ni con los famosos cañonazos de cincuenta
pasado por diversas regiones ocupadas por los católicos; pero la
mil pesos...
Liga había ordenado no capturarlos sino en Jalisco, donde el parque
Si las misiones financieras ante los ricos que se llamaban católicos hacía más falta. Y por eso los carros tiesos y mudos, permanecían
no fallaban, el plan de la transformación nacional por medio de la aún bajo la bandera rojinegra del ejército de Calles.
defensa armada seria ejecutado en toda su magnitud, y en cuatro
A la misma estación de Irapuato llegó el tren en que Consuelo
meses la patria sería redimida...
y los suyos venían. Un tumulto de gente humilde invadió los coches,
¡Vida y acción...! ¡ Fé y valor...! ¡ Sangre y alma...! Eso era vendiendo leche y enchiladas a-los soldados que solían frecuentísi-
el flujo y reflujo de aquellas huestes invencibles que luchaban por mamente, no pagar nada de lo que compraban. El furgón en que
un ideal con nimbos de gloria y resplandor de cielo; una patria, de estaba Consuelo fue preservado de la multitud. Apenas unas cuan-
hermanos, con justicia en sus palacios, luz en sus escuelas, mies «n tas mujeres, también del pueblo, con diente de oro y pelo cortado,
sus graneros, oro en la entraña, paz en los espíritus, y en medio osaron acercarse a bromear y chacotear con sus "viejos" oficiales.
de todo dulce y magnánima, próvida y generosa la figura divina de Una vendedora de leche se escurrió entre ellas a servirle un "jarri-
Cristo R e y . . . to" a Consuelo. AL servírselo, se identificó perfectamente ante la
¡Héctor estaba ahí! Con sus mil hombres de "pelo en pecho; con esposa de Héctor como emisaria del agente local de la Liga. Y
la frente bien alta, con el pulso bien firme, sin un escrúpulo en el disimulando magistralmente la reserva, comunicó a Consuelo ofi-
alma, sin una sombra en la conciencia.. . ¡Héctor estaba ahí! Y cialmente lo siguiente:
aquella fuera la época ideal de su vida, si no sintiera en el fondo
Que una parte de los prisioneros iba a ser conducida hasta Mé-
del corazón la voz de Consuelo que sufría... ¡ y que lo llamaba!
xico. Que a ella, juntamente con Carmelita, las dos damas y los
La maravillosa cooperación de todos los católicos había permi- tres señores, los iban a pasar al tren que esperaban en un escape
tido a Héctor estar constantemente informado de lo que en Zaca- de la vía. Que aquel convoy encerraba todo un tesoro: los furgones
tecas había sucedido a raíz de su boda. estaban repletos de municiones destinadas a reforzar la guarnición
Por diversos sistemas, Héctor había sido también prevenido por callista de Guadalajara para aniquilar a los católicos. Que en ese
la Jefatura Central Católica de que* Calles preparaba un gran mismo tren iba a Guadalajara una comisión de ricos que estaba
convoy militar con destino a Guadalajara, ciudad en la cual se ayudando al Gobierno. Que a don Luis, al Padre Arce y a Juanillo
establecería un activo centro de operaciones para impedir la ex- los iban a dejar colgados en los postes del camino. Que los callistas
pansión de los dominios católicos. tenían temor de que el botín les fuera quitado por los católicos, y
Con la noticia de la deportación de Consuelo coincidía el men- por eso llevaban a Consuelo y a las damas, para enternecer a los
saje cifrado por el que se comunicaba a Héctor que el dicho convoy católicos. Que la Liga había, en efecto, ordenado a Héctor apode-
estaba para cruzar la región vecina a él, y se le ordenaba capturarlo. rarse de aquel convoy esa misma noche. Que Héctor sabía todo, y
en qué condiciones iba Consuelo.
Y, en efecto, en un escape de la vía de la estación de Irapuato
descansaba, echando rítmicos resoplidos, una gigantesca locomotora, La lechera comunicó también a Consuelo, en tono más conmovido
tras de la cual se pegaban como galápagos cinco vagones. Esta y más confidencial, que la Liga temía que, informado como Héctor
longaniza de carros había sido situada lejos del bullicio de la
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estaba de que ellas iban en ese tren, el temor de sacrificar esas Cuca había sido condiscípula de Consuelo. De buena familia ve-
vidas queridísimas disminuyera la energía del golpe que Héctor nida a menos por obra del agrarismo, joven, inteligente y activa,
tenía que dar. habíase consagrado a la enseñanza en un plantel oficial, para ga-
Esto último fue lo que especialmente preocupó a Consuelo. Sabía narse la vida y sostener a sus padres; conservaba como oro en
que Héctor, a pesar de su amor hacia ella, tenía conciencia de su paño su fe y no temía proclamarla siempre que las circunstancias
alta misión, y no estaría dispuesto a omitir ni el sacrificio de su luna lo hacían necesario.
de miel. Sabía que Héctor la conocía a ella y que Consuelo prefe- Tuvo que abandonar su puesto, porque el sectarismo oficial la
ría al Héctor que deja la esposa por la patria, mejor que al Héctor obügó a ello, precisamente en el momento en que el conflicto se
que dejara la patria por la esposa. desencadenaba con mayor furia. Vivía en Guadalajara por aquellos
—¡ Este es mi papel! —dijo Consuelo a la lechera—. Yo le diré días y se afilió a las famosas y heroicas Brigadas Femeninas Santa
a Héctor que ataque con toda su fuerza, sin ningunas contempla- Juana de Arco, institución destinada a proporcionar auxilios de
ciones para conmigo. Muchas mujeres hay en México; pero no hay todo género a los "cristeros". A todo se resolvían aquellas intrépi-
más que un México en el mundo. das damas, y los esfuerzos que dentro y fuera de esa institución
—Pero el Padre y los demás. .. hicieron las mujeres católicas para proporcionar, mediante sacrifi-
cios inauditos, armas, parque, medicinas y ropa a los combatientes,
—Si para robustecer las fuerzas católicas es menester que pe- deberán pasar a la historia como un brillante timbre de gloria para
rezcamos, pereceremos. Ellos y Carmela y yo; todos tenemos un la mujer mexicana y como un ejemplo ilustre que las mujeres
solo pensamiento... Sin embargo —agregó después de un momento católicas en todas partes del mundo habrán de seguir, si quieren
de reflexión—, algo más podemos hacer... ¡espéreme por aquí...! salvar los intereses de la civilización. Cuca no se dejaba aventajai
No se vaya muy lejos. de ninguna de sus compañeras, y había adquirido especial habilidad
Consuelo se acercó a Carmelita, que dormía sentada en un para disfrazarse e imitar el tono y la voz de las gentes del pueblo
rincón, y habló con ella. en las regiones del Bajío.
—¡Encantada de la vida y de la muerte! —respondió Carmelita.
Como Cuca había dicho, así sucedió. Consuelo y su tía, don
Luego habló Consuelo con el Padre Arce, con don Luis, con Luis y Carmelita, el Padre Gabriel Arce, doña Soledad y Juanillo,
doña Soledad, con su tía y con Juanillo. fueron bajados del furgón y colocados en el andén, en medio de
—¡Sí, duro...! ¡Sin miramientos, caiga quien cayere! —fue la un cordón de soldados. Un fotógrafo del New York Herald quiso
respuesta del Padre Arce. tomar una fotografía de los prisioneros; pero no se le permitió.
Pulsada ya la opinión, arrancó Consuelo un papel amarillento Entre las sombras de la noche, rodeada de soldados y de amigas,
que estaba adherido a una pared del carro, y con un cabito de brillaba como un lampo de nieve la figura de Consuelo. El tren
lápiz, a la luz de un medroso mechero de vendimia, escribió unas que la había traído, partió. En él continuaban su viaje los semina-
palabras. Terminadas, se asomó a la puerta del furgón, e imitando ristas, los muchachos y las demás jóvenes.. .
ia cadencia de la gente del Bajío, que canta cuando habla: —¡Adiós, Consuelito...! ¡Viva Cristo R e y . . . ! —fueron los úl-
—¡Señora! —dijo—, ¿qué ya no trae más leche? timos saludos que se cruzaron entre el resoplido de pistones sudo-
—¡Sí, niña; cómo no! ¿Le sirvo a usted otro jarrito? rosos y el chirrido de hierros enmohecidos.
Y la misma lechera se acercó, sirvió "otro poco de leche y recogió Ido el tren, una atmósfera de pavoroso silencio y de amenazante
el papel. soledad los envolvió. Las gentes todas se habían dispersado. Sólo
Pero se detuvo un momento, atisbo si había cerca alguien sos- los prisioneros de Zacatecas quedaban custodiados por una escolta.
Recibieron, por fin, la orden de marchar. Tropezando con piedras
pechoso que la pudiese escuchar y dirigiéndose a Consuelo, dijo: y durmientes, saltando rieles y más rieles, tomaron la dirección del
—¿No me conoces? escape de la vía, y a paso menudo, para no deslizar el pie fuera
—¡Cómo! ¿Eres tú, Cuca? ¿Cómo es cierto? de los durmientes, se acercaron al lugar en que el otro convoy
—Ya sabes, linda, cuánto te he querido, y he pedido que me fatídico y glorioso los esperaba. Iluminaba su camino la farola su-
enviaran a darte estos avisos. cia de una enorme locomotora que resoplaba con cruel indiferencia.
Y en el acto, temiendo ser oída, se marchó la lechera, ofreciendo Subieron en un viejo carro pullman, de los que el Gobierno
a gritos su mercancía. aprovechaba por razón de economías en el ramo de ferrocarriles.

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Y las siete víctimas fueron encerradas en el reservado, desprovisto
ya de asientos y banquetas, sin más luz que las de las "brujas" que
cruzaban por el viento
Todos permanecieron silenciosos en el nuevo carro del calabozo.
Sólo el Padre Gabriel tuvo humor para decir:
—¡ Cuarta estación! ¡ En donde los siervos de Dios cambiaron
de carro por obra y gracia de don Plutarco Elias Calles!
Esto reanimó el espíritu en el grupo.
Una fuerte sacudida les anunció que el carro era enganchado. XXXIII
Otra sacudida les indicó que el nuevo convoy emprendía la marcha.
Ellos entonces se pusieron a rezar el Rosario, resueltos a sufrir lo SOL DE MEDIA NOCHE
que Dios dispusiera...
Eran las nueve de la noche.
Los DATOS QUE POR su PARTE Héctor había recibido, no fallaron
en lo más mínimo.
Sentado sobre un tronco de árbol a la puerta de una cabana,
clavaba el caudillo sus ojos atentos en un pequeño plano de la
región, en que aparecían las ordinarias señales geográficas reto-
cadas por líneas color rojo.
Al lado de Héctor estaba Luisillo el telegrafista, acurrucado en
una piedra con una máquina de escribir empotrada en el asiento
de una silla. A unos cuantos pasos, don Tomás Anzures y otros
buenos rancheros, sé chupaban sabrosamente ricos cigarros de hoja.
En las chozas vecinas se oían voces de mujeres que cantaban, rui-
dos de pequeñas máquinas de coser, chirridos de manteca en las
cocinas y tortilleo de manos que preparaban el pan de maíz...
Héctor, sin levantar los ojos del plano, señalando con un lápiz
los diversos puntos, decía entre dientes:
—¡ A las nueve, de Irapuato...! ¡ Por allí, a las diez...! ¡ Por
aqui, a la una y media! ¡A las tres en el Jaral! Ahí esperan el
golpe. .. ¡Entonces, aquí! ¡Donde no se lo imaginan, y a con-
tratiempo!
Sacó Héctor el reloj, miró la hora, y siguió diciendo:
—Son las cinco. A las ocho nos movemos... Marchas forzadas.
¡En cuatro horas! ¡ Magnífico, en el nombre de Dios!... ¡Luisillo!
—¡Qué hubo! —contestó éste al punto.
—Mira: mete un informe a la Secretaría de Guerra de Calles,
de que nosotros vamos rumbo a Las Peñas, huyendo...
El muchacho se puso a escribir en su máquina el mensaje, lo
presentó a Héctor y luego lo mandó con un ranchero para hacerlo
llegar por los debidos conductos.

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Héctor-18
—Ahora, a las ocho —prosiguió Héctor—, mandas otro por sienta nuestros pasos. A juntarnos a las doce de la noche en el
conducto de la prensa de la capital... Que nosotros, por temor a llano del Jaral. Eso es todo. Y ahora, a rezar el rosario para que
las fuerzas destacadas de Colima, hemos huido hacia el Norte... la Virgen Santísima nos proteja
[Don Tomás! —¿El santo y seña?
—Usted mande, señor compadre —contestó éste. —Parque. Mucho parque.
—¿Ya sabe que ahí vienen Juanillo y el Padre Gabrielito? Y como se dijo, se hizo. A las ocho de la noche, por montes
—Pos Dios lo haga, don Héctor. y cañadas se movilizaban hasta ochocientos católicos armados,
—Y viene mi mujer y mi madre y otros amigos que tengo... comandados por diversos jefes, todos identificados con Héctor en
Los metieron estos malditos en ese tren que les tenemos que tum- quien miraban el vigor del espíritu y la clara inteligencia de un
bar. . . luchador invencible.
—Pos quedrán que nos partamos el corazón pa podernos hacer
de parque...
— ¿ Y usted qué dice, don Tomás? ¿Cómo le hacemos?
—Pues... como usted ordene, don Héctor. Penosa era la marcha. El reflejo remoto de las primeras estrellas
apenas disipaba las tinieblas. Un vientecillo frío y tenaz hacía a los
—Les pegamos recio, aunque...
duros libertadores estremecerse sobre sus caballos.
—¿Aunque nos quedemos solos en el mundo? —completó don T o - Héctor, sin abrigo ninguno, jineteaba su rico potro, al frente
más Anzures, sorbiéndose una lágrima...—. Pues yo creo, don de doscientos muchachos. A su lado, Luisillo y dos antiguos jó-
Héctor, que Dios es lo primero, y que les dé su gloria y a nosotros venes de la A.C.J.M., custodiaban la carga misteriosa que llevaban
nos bendiga... dos muías incansables... Callado y pensativo caminaba Héctor.
—Los callistas nos la han puesto dura. Para cogerles el parque En su pecho de soldado, se rebullía, rebelde e indómito su corazón
tendremos que sacrificar a los nuestros... ¡ M i madre, mi esjJosa! de amante. Un soldado que mata a quienes ama: en esa forma se
—Oiga, don Héctor: por mi hijo no se apure. Está bien que le describía a sí mismo. Su pesadumbre interior no se aliviaba con la
duela a uno el corazón; pero también a nuestro padre Abraham teórica consolación de su conciencia. ¡ Pasar sobre el cadáver de su
le dolía llevar a su hijo al sacrificio y no se anduvo con corcó- esposa y de su madre, y salvar a su país: sí! Eso lo concedía
veos... ¡Ni se nos vaya a pandear usted, don Héctor, porque Héctor. Héctor lo acataba. Pero lo que Héctor no aceptaba era el
entonces se descompone el negocio! ser él mismo quien matara a Consuelo y a Soledad... Y era
—No hay cuidado, don Tomás! A mí no se me atraviesa el necesario que él mismo las matara... Porque si él no lo hacía,
corazón cuando hay que meter canilla... ¡Es cosa resuelta! Pe- nadie más podría hacerlo, y el botín se perdería, y ellos quedarían
garemos y ¡pegaremos macizo! ¿ Y a ellas...? desarmados y la guarnición de Guadalajara sería perfectamente
pertrechada. Y entonces los callistas sí que no tendrían miramien-
—Dios que las salve —añadió don Tomás—. Nosotros no esta- tos ni escrúpulos para matarlo a él, y a Consuelo, y a su madre,
mos guerreando por nosotros solos, sino por todos nuestros próji- y al Padre Gabriel y a don Tomás Anzures, y a todos, en fin,
mos. .. Mire, don Héctor, cuántos millones de esposas y de ma- los que anhelaban las glorias del país...
dres necesitan que nosotros nos hagamos con pertrechos... Y
adentro del tren sólo va una esposa* y una madre. La esposa de —¡ Madre, perdóname!... ¡ Consuelo, nunca te amé tanto como
usted, su madre, es cierto; pero usté ya no es usté. Usté es ahora esta noche en que he de matarte!... —tal rugió el alma acongo-
el defensor, el jefe, el soldado que lucha por la patria, el cristiano jada de Héctor.
que combate por su f e . . . Yo creo, don Héctor, que la señora Porque era evidente. Los prisioneros tendrían que sucumbir."O
Consuelito y mi comadre, doña Soledad, sentirían vergüenza de esa perecían en la catástrofe o los mataban los callistas. .. No era
compasión que a usté le está entrando... ¡ Pecho al agua, don remoto el verlos mañana balancearse, colgados de los postes tele-
Héctor! i Que nos arrastren también a nosotros, pero que no haya gráficos, entre tantos otros que se veían aún en el camino de
rajada...! Guadalajara.
— ¡ N o la hay, ni la habrá! —respondió, altivo, Héctor—. Dios Muda y lóbrega noche inverniza se tendía sobre el páramo es-
nos bendiga. Por lo pronto, don Tomás, éstas son las órdenes; cueto. Silbaba el viento lúgubre, cortado por los hilos del telégrafo
aliste a su gente. A las ocho de la noche salimos. Sin que la tierra que acompañaban en toda su carrera a los rieles de la vía. Lejos,

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muy lejos, las sombras más intensas sugerían la existencia de Y los hombres, después de afianzar los cilindros con guijarros de
montículos que custodiaban las entradas del horizonte. Sobre la granito, recubren de tierra apisonada las oquedades. Arrastrándose
removida tierra se quedaban, con ruido seco y cascado, los cabos por el suelo, los hombres revisan los alambres que llegan hasta
de maíz que habían cedido a los callistas su caña y su panoja. El el peñasco escueto, áspero y más negro que la noche misma. Luisi-
fulgor intermitente de un relámpago lejanísimo exponía aquí y ahí llo vuelve a poner tornillos y conexiones. Héctor vuelve a revisar
la figura horrenda de los cadáveres secos, tiesos, escurridos, de mu- y aprobar. Cada punto de la armadura recibe la presión de los
chas víctimas de Calles, pendientes de los postes del telégrafo... dedos examinadores de Héctor.
¡Todo es soledad! ¡Todo es silencio! Pavor, temblor, hijos espon- Ahí queda, por fin, medio enclavada en el suelo, una columna
táneos de pronósticos terribles. de hierro de cuyo centro se levanta un grueso émbolo terminado
Palpando las tinieblas con la mano inquieta, hundiendo la bota en tosca perilla de madera.
de recio tacón y alto tubo en los terrones duros, quebrando los re- —Son las doce y media. Tenemos todavía una hora —dice
siduos de las cañas secas que se asomaban, tímidas, entre la gleba, Héctor.
va Héctor, lo mismo que un fantasma, seguido de Luisillo y de —¡Caramba, le hemos puesto buena carga! —añade Luisillo.
otros dos hombres que tiran del ronzal de una muía cargada. No
fuman, no hablan. —Muchachos —dice Héctor—. Cuiden ustedes la palanca. Que
nadie se acerque. Usted, don Tomás, véngase conmigo: vamos a
Al fin, en voz baja, rompen el silencio con estas palabras: recorrer el campo.
—¡ Ellos creen que los esperamos a veinte leguas de aquí! Acercóse don Tomás Anzures a Héctor y ambos se retiraron de
—¡Si; donde les hemos pegado otras veces! la vía. Caminaban despacio, silenciosos. A un medio kilómetro al-
—Aquí, ni lo sueñan. No se imaginan que vengamos tan lejos, guien les dijo:
para atacarlos en campo abierto. ** —¿Quién vive?
El fantástico grupo sigue caminando. Ha llegado ya a los rieles —¡ Cristo Rey! —contestó Héctor.
de la vía. —¡Santo y seña!
Héctor se tiende en el suelo y escruta el plano del terraplén. —"Mucho parque"... ¿Qué, no me conoces, hombre?
—¡Aquí está la línea exacta! —dice-—. Sigúela, Luisillo. —¡ Ah, mi jefe! ¿Cómo va el negocio?
A diez metros de la vía se destaca un maguey, a veinte o treinta —¡Magnífico! Ya verás qué pertrechadota nos damos.
se levanta un peñasco. Sus siluetas, recortándose con perfiles bra- —¡Dios lo haga, mi jefe! Pues ya ve, nomás parque nos falta.
vios entre la masa negra de la noche, marcan la línea recta seña- Porque hombres y asaduras... hasta pa'tirar pa'rriba...
lada por Héctor. Luisillo la sigue, despacio, dejando caer al suelo
Siguió Héctor recorriendo a la vera de don Tomás el enorme
algo que lleva en las manos.
óvalo formado entre las sombras por sus tropas, alrededor del
Los otros dos hombres se han puesto a cavar la tierra en el punto de las excavaciones. Aquellos ochocientos hombres repartidos
sitio en que Héctor yacía, en medio de la vía, debajo de los rieles. a los lados de la vía parecían no respirar: tal era el sigilo con que
La excavación penetra, tortuosa y estrecha, en cinco o seis puntos se mantenían sentados o tendidos entre los surcos áridos de la
diversos, bajo el puñetazo del héroe.* Terminada la múltiple ex- llanura.
cavación, los hombres se acercan a la muía y la descargan. Son Después de pulsar el ánimo de las tropas católicas, todas ague-
unos cilindros metálicos, pesados, quizá delicados, a juzgar por la rridas, todas enteras, volvieron Héctor y don Tomás al centro de
precaución y dificultad con que son transportados. Cada cilindro la elipse partida en dos por la vía del ferrocarril.
es apretado en los hoyos, sobre un lecho de granito y oprimido
—¿Sabe usted, don Tomás, cuántas arrobas de dinamita hemos
por la trabazón de la vía. Héctor vuelve a tenderse en el suelo y
puesto? •—preguntó Héctor.
examina escrupulosamente el sitio en que cada cilindro ha quedado.
Luisillo se acerca entonces y mueve algunos tornillos de los que —Pues, don Héctor, deben ser muchas para que levanten una
conecta unos alambres. Héctor vuelve a revisar los hilos y las locomotora de las grandes.
conexiones. — ¿ Y sabe usted a qué velocidad pasa el tren por estos campos?
—Está bien —dice, al fin. —Pues yo sé que por estos rumbos se lo llevan sin zumba.

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—'¡Ochenta kilómetros por hora! El silbido resonó de nuevo, mecido plácidamente por el fresco
—¡ Achi! Es mucho. Entonces... quedará hecho polvo. vientecillo...
—Es lo más probable. Bueno, el parque no se hace nada; —Nos buscan —dijo Héctor.
pero... ¡ ellas! Don Tomás entonces, como respuesta, imitó el grito del coyote.
—¡Vuelva, don Héctor! ¿Voy a que a usté no le pusieron sal Un rato más tarde, el silbido se escuchó más suave y más cerca.
en la lengua cuando lo bautizaron? ¡ Y o también tengo un hijo Don Tomás volvió a contestar. Y cuando el ruido de las cañas
que va a quedar hecho ceniza y no me destiemplo...! secas denunció la proximidad de alguien, don Tomás dijo en voz
baja:
Y al decir esto, don Tomás, amparado por la tiniebla, se pasaba
la mano callosa por las pestañas. —¿Cristo Rey?
—"Mucho parque" —contestó el desconocido.
— Y o lo admiro, don Tomás. Pero tal vez el día de su boda
estaría usted menos reseco que ahora... ¿Usted conoce a Con- —¿Qué traes? —preguntó Héctor.
suelo? —Mensajes que llegaron al campamento.
—Pues no la he visto todavía, don Héctor; pero al ser del gusto Entregó el enviado a Héctor los papeles.
de usted me la imagino arrepolladita y tierna como una princesa, —Hagan casita y prendan un cigarro.
alta y espigada como un junco, guapa y hechicera como un San Se desplegaron las frazadas, y en medio de ellas prendió don T o -
Miguelito... ¡Buena para santa, don Héctor! Buena para ángel más un cigarro grueso. Héctor abrió uno de los pliegos. Don Tomás
del cielo. Pa que mañana usted y yo, y todas las tropas la venere- chupó fuerte, y a la luz de la triste cachimba leyó Héctor el
mos en los altares, diciendo: Santa Consuelo, Mártir de Cristo mensaje.
Rey, ruega por nosotros... ¿Qué le parece, don Héctor?
—¡Está cifrado!... ¡Luisillo, la clave!
—¡Ah, don Tomás! Yo no creía que en esta guerra hubTéra —¿La nuestra?
trances tan duros. El no comer, el no dormir, el traer la vida
-¡Sí!
colgada de un hilo, el quedar tirado entre la breña con la herida
chorreando sangre, eso no es nada, don Tomás. Para eso todos Héctor leía no sabemos qué cosas. Luisillo escribía. El lector com-
hemos tenido valor... ¡Pero el tener que asesinar a una madre y prenderá que no es discreto ser realista en este punto. Al fin:
a una esposa...! —¡Es de ella! —gritó Luisillo sin poder contenerse.
— ¡ N o se le aflojen las copandas, don Héctor! Dios lo quiere; —Da acá —dijo Héctor arrebatándole la versión.
con eso basta. Y si El quiere las resucita de entre los escombros ¡Era de ella! Era el grito de la mujer hermosa que impera y
humeantes. avasalla; era el verbo candente de la mujer virtuosa que enardece
y anima. El alma entera de Consuelo estaba ahí, vibrando como
Héctor no respondió. La noche, negra como boca de lobo, le
un lampo de luz. Su mano de princesa la había pirografiado en un
permitió entregarse a sus anchas en brazos de aquella angustia
papel amarillento en un furgón de Irapuato, la había hecho cruzar,
inefable...
mediante un eficacísimo sistema de comunicaciones, como un me-
—Ultimadamente, don Héctor —clamó Anzurea—. ¡ Si usté se teoro, montañas y extensas planicies, hasta hacerla llegar a media
raja, tumbamos el tren nosotros! noche, a iluminar aquel campo negro, animar aquel páramo, incen-
—¡Sí, don Tomás! Se lo ruego. Por Dios, por mi madre... ¡por diar aquellas manos de caudillo que temblaban, a quemar aquellas
ella! Si yo me rajo... ¡tumben el tren ustedes! ¡Y fusílenme a pupilas que le devoraban y a transformar en hoguera el alma de
mí por cobarde; porque no soy digno de llamarme soldado de Cris- Héctor, que comenzaba a apagarse con un torrente de lágrimas
to...! interiores... ¡El alma de Consuelo estaba ahí!
Dijo Héctor, y no habló más. Un ruido de sollozos mal conteni-
do llegó a los oídos de don Tomás. Era Héctor que lloraba al "Héctor:
filo de la media noche, rodeado de sombras y de amigos, rebosante Si vacilas no te amo; si me
de penas y de gloria... quieres, pega con alma.
Tuya,
Un silbido agudo turbó entonces el silencio solemne. Héctor y
don Tomás restregaron sus ojos húmedos y prestaron atento oído. CONSUELO".

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—Dios lo acompañe y lo bendiga, don Tomás. Le juro que seré
—¡Consuelo!... ¡ M i virgen! ¡ M i esposa! ¡ M i capitana!... valiente.
¡Tú sí eres valiente! ¡Tú sí eres cristiana! ¡Cristo Rey te corone, Héctor llamó a Luisillo.
porque eres tú la que combates y la que triunfas en esta noche
—Vamos a rezar el Rosario —le dijo—. La noche es fría y este
memorable...!
temblorcillo parece miedo. "Señor mío Jesucristo..."
Tal habló el espíritu de Héctor, mientras sus labios, temblorosos, A la línea de su gente llegaba mientras tanto don Tomás. Llamó
leían y releían el mensaje palpitante.
al punto a su hijo el mayor y a veinte de sus hombres.
—¡Adelante, mis amigos! Que esta noche nos socorre Dios. —Vamos a liberar a Juan, tu hermano, que viene prisionero.
Corrió por toda la línea de católicos armados una corriente de Del pie de un cerro trajeron sus dos caballos favoritos "Viborilla"
júbilo, una nueva inyección de valor. y "Venadito".
Héctor tenía informes detallados del paso, carro, viajeros y ob- — ¡ N o los ensilles; están mejor en pelo!
jetivo del esperado convoy. Entre los mensajes interceptados había Don Tomás y su hijo se echaron el fusil a la espalda, se revisaron
uno dirigido al Jefe de las Armas en Guadalajara. Decía así: el cinto. La pistola estaba ahí. De un brinco se encajaron en sus
sendos caballos, que se estremecieron contentos y vivarachos. Y
"Prisioneros Zacatecas van carro añadido tren seguidos del puñado escogido de sus hombres, unos minutos después
militar. Tres hombres serán colgados pasado cañón corrían en medio de las sombras a lo largo de la v í a . . .
X . . . ; mujeres seguirán calidad rehenes. Mismo
tren viajan capitalistas rotarios. Prepare manifes- Quince minutos duró la carrera.
taciones honor suyo, bailes, banquetes, champaña —¡Alto! —gritó don Tomás a sus hombres—. Ábranse lejos y
buena. Aprovisionamiento nuestras fuerzas será no se junten aquí hasta que pase el tren... Tengan nuestras cara-
inmejorable. Una semana bastará limpiar región r
" binas, que nos estorban.
entera de fanáticos. El viejo y el largo mozallón siguieron corriendo como diablos.
—¡Pélate, hijo; que no llegamos!
Firmado,
Breve, pero veloz fue la nueva carrera.
SÁNCHEZ". —Aquí está bueno, hijo. Santigúate y reza un Credo... El nego-
cio es éste: nos le pegamos al tren y desenganchamos el último
—Conque vienen en el último carro —dijo reflexivamente don carro, pa'que los malditos se estrellen solos ¡Ándale! Tú por aquel
Tomás Anzures. lado y yo por este otro. Que no nos vayan a ver con la luz de la
—Sí —dice Héctor—. Menos peligro, con tal que no los mate máquina. Escóndete tras del peñasco; yo me escondo tras este
el choque. árbol... ¡Listo, hijo! Santigúate y reza un Credo: no se te olvide.
—Don Héctor —agrega el viejo ranchero cogiendo a Héctor de A los lados de la vía, los dos hombres se bajaron de sus caballos
una manga—, déjeme darme una escapadita con veinte de los y comenzaron a acariciarlos y alisarlos. Los animales jadeaban,
míos... A mí se me hace que esta noche nos bendice Dios. Usted haciendo retemblar sus finos remos... Una suavísima claridad
nomás nos encomienda a la Virgen Santísima de Guadalupe... Y 'mitigaba ya un tanto la negrura de las sombras, los peñascos y los
ataque entonces con todas sus ganas. Yo le aseguro, por ese Dios árboles esfumaban sus perfiles, como masas informes de fantasmas
que está en los cielos, que si estoy con vida para esa hora, no les vaporosos.
pasará ya nada a esas prendas de nuestro corazón... ¿ Cuánto falta Una saeta de luz vivísima horadó de pronto todo el espesor de
para el golpe? las tinieblas.
—Menos de media hora. —¡Se vino! ¡Dios nos asista! —clamó don Tomás—. ¡Ábrete
—Pues entonces... ¡nos vimos, don Héctor! Ni un minuto que hijo!
perder... Un ruido remoto y sordo turbó el silencio de aquella media
Y el bravo don Tomás echó a correr como un gamo, dando noche lóbrega. Era un ruido de rodaje y de resuellos de gigantes;
saltos entre los surcos resecos. Héctor comprendió al punto que era un batir de jadeos de monstruos y de émbolos enérgicos
aquel hombre preparaba una gesta de epopeya. como músculos de cíclope; eran rechinidos de herraje, sacudimien-

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tos y crepitaciones de maderamen, todo confuso, envuelto en mis- y el carro comenzó a retardar la carrera. ¡Las víctimas estaban
terio, que crecía y suavizábase, se perdía y volvía a resonar, al liberadas!
vaivén de la brisa de la hora... Nadie podría describir el ansia y —¡Padre! —oyó entonces que le llamaban.
la zozobra con que los héroes de la sombra escuchaban aquel ruido —¿Eres tú, hijo? Yo te hacía boca arriba en la vía.
de catarata lejana y miraban de hito en hito, con una partícu- —Ya poco me quedaba. Me agarré muy atrás. Ya me andaba:
la de la pupila asomada entre las costas del obstáculo, aquella luz
ahí estaban dos soldados dormidos.
que crecía, vibrante, centellante, persistente... De pronto, como
— ¿ Y qué hiciste?
un relámpago, el fulgor golpeó con un brochazo de luz el árbol y
el peñasco que cubría a los atrevidos. Y tras la lumbre fugaz de —Les quité los rifles y los eché pa'bajo; van a despertar en el
la farola, envuelto en sombras mil veces más oscuras que las de la infierno.
noche pasó el monstruo negro y ventrudo, sudoroso y estruendoso, —Pues... qué vamos a hacer —lamentando, en medio de su
echando chispas por las ruedas y fuego por los caños, haciendo regocijo por la escaramuza de su hijo, la suerte de aquellos pobre-
retemblar la tierra hasta los ejes, y arrastrando en vertiginosa cilios.
carrera los furgones negros y cuadrados como ataúdes formidables. Trémulo de emoción, el glorioso ranchero entró al carro, tenta-
Bajo la ruda caricia de la luz fugitiva, "Viborilla" y "Venadito" leando las pueTtas y los pasillos. Llegó a la puerta del reservado,
sintieron que un apretón de ijares les ponía alas en las patas, y en que los militares callistas suelen depositar a los prisioneros. El
corrieron, volaron, como nunca habían corrido ni volado en su carro estaba envuelto en tinieblas perfectas. Al extender el brazo
vida... Don Tomás, sobre el lomo del fiero potro, como un cen- para orientarse, don Tomás tocó un. brazo flaco y descarnado
tauro encarnizado, se acercó a la vera del tren que huía como forrado en paño de lo fino, un puño tieso con mancuernillas muy
demonio. Su olíato de campero clasificó velozmente cada uno^de arriscadas, y una mano con reloj de pulsera y con anillos, cogida
a la perilla de la puerta exterior del reservado.
los carros: el ténder, las góndolas, un carro blindado, los furgones,
todos aventajándole a pesar de su inverosímil carrera. —¿Quiubo, amigo? —preguntó don Tomás en voz baja.
—¡ Ahora! El aludido creyó habérselas con el oficial de guardia, y le res-
El soberbio jinete, con puño de hierro agarró el pasamano del pondió descaradamente:
carro que a la sazón le alcanzaba, soltó las riendas a "Viborilla", —¡Aquí está la muchachona! Si no ahora... ¿cuándo?
abrió las piernas y se perdió entre las sombras del carro vetusto —¿Qué muchachona? —preguntó don Tomás sintiendo la voz
que seguía rechinante la vertiginosa fuga. turbada por una oleada de rabia.
Un rato quedó don Tomás tieso como estatua sobre las ruedas —Pues la famosa Consuelo, la mujer del cabecilla.
del coche abordado. Se palpó su propio cuerpo para cerciorarse de Esto le bastó al viejo ranchero. Calculó en la oscuridad dónde
que estaba vivo. Entonces, en voz muy baja preguntó: tenía aquel sátiro la cabeza y le asestó un soberbio bofetón en los
—¿Subites? hocicos, haciéndole rodar por el piso.
Nadie le respondió. —¡ Mi capitán, perdóneme! Se la dejo —gruñó todavía el pigmeo.
—¡Alabado sea el Santísimo! —dijo el pobre viejo suspirando. —¿Quién eres, desgraciado? —preguntó con fiereza don Tomás.
Palpó las tablas y las paredes del carro para identificarlo..Estaba —Soy su amigo, José Soberón, el que le di las copas en Irapuato.
bien. Era el carro último. Lo reconocía por la Unternilla roja de —¡Bótate de aquí! ¡Arrástrate hasta el fondo del carro, pedazo
la plataforma. de alimaña, si no quieres que te masque las entrañas —gritó don
—A la obra, pues —se dijo. Tomás, al tiempo que abriendo el calabozo del reservado gritó
Y agarrándose a la barandilla se colgó hacia abajo como un con toda su alma:
acróbata, en medio de la trepidación del movimiento, buscó a —¡Doña Consuelito! ¡Padre Gabrielito! ¡Juan, hijo mío! ¡Arri-
tientas y encontró la cadena, las masas de conexión, los pernos ba todos! ¡Dios está con nosotros!
gruesos como puños. Con un vigoroso esfuerzo entonces, tiró de la Ante aquel extraño saludo, en una noche de horribles insomnios,
cabeza del perno y de una cuchillada trozó el neumático del aire el Padre Gabriel, desde el suelo, preguntó:
comprimido. La hazaña estaba consumada. Echó entonces el freno, —¡ Quien vive!

282 283
—¡ Viva Cristo Rey! —contestó con voz vibrante el feroz Anzures. ¡Héctor estaba ahí!, ¡mandó al monstruo detenerse!, y el mons-
—¡ Padre, padre! —gritó Juanillo incorporándose como un lo- truo, domeñado, agonizaba impotente bajo el cruce de las maderas
bezno. y los hierros de la máquina. Con el pulso bien firme, con la frente
bien alta, se mantenía el caudillo, con la mano puesta sobre la
Consuelo, Carmelita, don Luis, las otras damas se restregaban los perilla con que había hecho estallar el volcán en el instante pre-
ojos creyendo soñar. ciso y matemáticamente exacto del paso de la máquina.
En el fondo del carro, Soberón, acorralado en medio de los Aturdidos, descalabrados, contusos, heridos, quebrados, quedaban
otros capitalistas medio borrachos, tampoco se daba cuenta exacta los infelices soldados de Calles que dormían a pierna suelta en las
de la realidad. El grito, sí, de don Tomás les sacó de dudas. Com- plataformas y en los techos de los vagones. Los pocos que se rehi-
prendieron que los malditos católicos no se habían dormido. El cieron saltaron a tierra con agilidad de tigres, y tendidos bajo las
enemigo estaba ahí. Sacaron sus pistolas y dispararon a ciegas sobre ruedas desgajadas, pretendieron defender hasta el último instante el
Anzures y sus amigos. botín fabuloso que les era arrebatado. Era ya tarde. El aluvión de
—¡Guardias!... ¡Que vengan los guardias! —clamó en un úl- católicos los rodeaba por todas partes, acorralándolos sin piedad,
timo gesto de pánico el collón Pepe Soberón. hasta hacerles romper sus carabinas para no rendirse en medio
de horribles blasfemias. En medio de un encarnizado grupo belige-
Pero los guardias ya no lo oían. Sus cráneos vacíos estaban des-
rante, cruzó como un relámpago la figura esbelta y elástica de
pedazados contra los rieles... Don Tomás, en tanto, y su hijo,
Héctor, flotante la cabellera hirsuta iluminada por el fuego del in-
disparaban sus pistolas cada vez que un punto era precisado. Allá, cendio, grabada la expresión de su fuerza y acometividad con
mientras, en el reservado, los seis prisioneros se apretujaban horro- hondas líneas en la espaciosa frente, y en la mano crispada, indi-
rizados. Consuelo, instintivamente, levantó el viejo libróte de las ferente al parecer ante el soberbio choque cuerpo a cueipo que le
pastas de cuero sobre el cual apoyaba la linda cabecita, y cubrió estrujaba a él mismo, rompió ¡a débil valla humana y voló hasta
<
con él su pecho... < " arriba del carro humeante, que aparecía en último término, cla-
—No se levante nadie —gritó el Padre Gabriel, al tiempo que mando con ansia:
una rociada de balas se incrustaba sobre el tablero cercano.
—¡Consuelo!... ¡Consuelo! ¿Dónde estás?
En el carro la lucha continuaba. Era un combate de fantasmas
—Sólo respondió el agrio estertor de dos o tres soldados mori-
y de vestiglos. Nadie sabía quién tiraba, ni contra quién tiraba, ni bundos. •
a dónde tiraba. Los prisioneros, sorprendidos, ponían en sus labios
la plegaria torpe e incoherente; los callistas, desesperados, ponían —¡Consuelo!... ¡Madre! —repitió Héctor cada vez más an-
en la suya la blasfemia tronante y certera. El instante infernal gustiado.
crispaba los nervios de todos, cuando de pronto, entre el silbar de Sobre las maderas que ardían, envuelto en humo asfixiante,
las balas y el barbotar de los callistas, un golpe de viento huraca- Héctor recorrió la góndola entera, tropezando con los cuerpos ten-
nado colóse por ventanas y pasillos, como un torbellino de demo- didos de los vencidos, tentando con repugnancia los tablones y los
nios, y el carro entero se sacudió, como si el puño de un cíclope fardos humedecidos por la lluvia y por la sangre.
lo hubiera precipitado contra las rocas; prisioneros y combatientes —¡ Consuelo! ¡ Consuelo!
sintieron que una fuerza incontenible los sacudía como trapos por Tropezóse con un cadáver. Se inclinó y lo palpó. Las ropas,
unos segundos, al tiempo que un estampido formidable les rasgaba suaves y finas, le acusaron un cuerpo de mujer. Febricitante, ner-
los tímpanos con toda la brusquedad de una bofetada de mons- vioso, temblando, lo palpó de pies a cabeza. Era un cuerpo frágil,
truo. .. Allá, en medio del páramo escueto, a dos kilómetros de un collar al cuello, la frente, bañada en sangre, el cabello ensor-
distancia, una columna de fuego y humo vomitada, al parecer, del tijado... ¡gran Dios! Héctor sintió el frío de la muerte en las
fondo de la tierra, iluminaba el espectáculo soberbio de la locomo- manos y en el corazón. Buscó ansioso la linterna eléctrica. No la
tora gigantesca que, lo mismo que un rollizo paquidermo antedilu- llevaba al cinto. Como un demente saltó del carro, atropellando
viano, se enderezaba rabiosa sobre sus patas anteriores, regando amigos y enemigos, y gritando:
un torrente de brasas espumosas, se mantenía un instante en el
aire y caía, como búfalo herido, pesadamente hacia un lado, chi- —¡Una lámpara,..! ¡Una lámpara! ¡Consuelo está muerta!
llando y humeando por todos los poros, crepitando y rugiendo ¡ Muerta por nosotros! ¡ Muerta por mi mano!
por todas sus válvulas... Y en el paroxismo de la desesperación rabiosa, Héctor se mordía
furiosamente los labios hasta sacarse sangre.

284 285
Luisillo se acercó a él, y con rara energía le reprende, diciéndole:
—¡Héctor! ¡Sé hombre...! No llores como humano, antes de
cantar como héroe.
Y le tendió los brazos y lo contuvo en ellos, compasivo.
Un rayo de luna se filtró entonces entre los espesos nubarrones
que encapotaban el cielo. Héctor levantó sus ojos y contempló la
victoria. Sus soldados cargaban en los caballos más y más cajas,
trincheras de cajas se alineaban a los bordes de la vía, cajas y más
cajas esperaban el desembarco en los furgones no incendiados, cajas
todas de municiones y armamentos para realizar la obra de caridad XXXIV
de dar armas a los que tienen hambre y sed de justicia... Pero
aquella victoria le estaba partiendo el alma. Frente al ósculo del LAURELES
ángel de la victoria, el ángel del dolor estrujó mortalmente el alma
de Héctor. Y Héctor se sintió sucumbir, amortajado por el manto
real del triunfo y arrullado, a guisa de canto fúnebre, por el himno ERA AQUELLO F.L TESORO DE A L Í BABA. Cajas de parque y municio-
triunfal de los clarines. Inclinó la cabeza sobre el hombro de Lui- nes, más cajas de parque, muchas, pero muchas cajas de parque.
sillo, y bosquejaba en sus labios la despedida prematura de la vida, Las palabras escogidas la noche anterior como contraseña de los
cuando un alegre tropel, en bullicioso grupo de gente de a caballo, católicos, habían sido exactas: '"Mucho parque".
apareció a un lado de la vía, agitando sombreros y mantos y cla-
—Hijitos —decía cada madre—, levántense a alabar a Dios. Los
mando con locura:
nuestros ganaron mucho parque. Ahora sí, ya nos podrán defender
—¡Viva Cristo Rey! ¡Arriba, muchachos...! ¡Ábranse! ¡üjon mejor contra ese enemigo malo de Calles. Vamos a cantar...
Héctor, don Héctor! ¡Dios está con nosotros! ¡Aquí le traemos la "¡Bendito y alabado!" Canten todos, respondan todos: Bendito y
felicidad completa de esta noche de gloria! ¡Aquí está ella! ¡Aquí alabado!"
está ella! ¡ Aquí está, linda y palpitante como un ángel del cielo...! Y la plegaria popular se escapaba de cada choza, y caía rica y
¿Fue visión? ¿Fue realidad? ¿Soñaba? ¿Vivía? perfumada cqmo el maná, sobre las almas de los "libertadores"
Héctor no lo supo a punto fijo. Sólo sintió en su pecho el peso que volvían al campamento triunfantes, pujantes, invencibles...
dulce de un ángel vestido de blanco, en su cuello la presión de —¡Ellos son...! ¡Ahí vienen! ¡El j e f e . . . ! ¡Míralo; ahí está!
unos brazos suavísimos, en sus ojos el fulgor de otros ojos lánguidos ¡Qué lindo! ¡Qué guapo...! ¡Dios te premie, encanto de mu-
y soñadores envueltos en el manojillo de flechas de sus pestañas... chachito . . . !
¡Era ella! ¡Era Consuelo, la dulce virgen de amor y de ternura, Y bajo el torrente de bendiciones y de aclamaciones ingenuas, en
la reina del corazón del caudillo, viva, palpitante, trémula de amor medio de la risueña plazoleta rodeada de pinos resinosos y tapizada
y de ternura! Y Héctor sintió en sus labios el choque celeste de con heno, hizo alto el grupo heroico.
aquellos labios, ricos como de reina dulces como de miel, perfuma- Héctor venía a la cabeza, modesto como un santo, grandioso
dos como de santa: los labios virginales de Consuelo que surgiendo como un conquistador, llevando a su vera en bulliciosa jaquita a
de en medio de una noche de sortilegios y pesares, se le entregaba la joven esposa, sonriente y vocinglera, envuelta aún en las espumas
toda entera en las luminosidades de un ósculo infinito... del traje nupcial... El Padre Gabriel Arce, tranquilo y feliz, aspi-
rando con todos sus pulmones el aura gloriosa que le acariciaba la
amplia frente, nido de ideas geniales, propulsora de redenciones
inconcebibles. .. Juanillo, el bravo muchacho, pegado a la pareja
principesca de sus amos, y a su lado el viejo heroico dorr Tomás
Anzures custodiando la buena marcha de las dos matronas venera-
bles. Sólo un hombre se mostraba triste en medio de aquella corte
triunfal. Era don Luis, el invicto hombre bueno que llevaba en sus
brazos el flácido cuerpo de su hija Carmelita moribunda: dos balas
le habían cruzado el pecho en la reyerta de la noche.

286 287
"Sosegado el sentir como las brisas,
Aquella misma tarde el ejército de Héctor subía a cinco mil mudo y fuerte el amor, mansas las penas,
hombres. Aquel mismo día las guarniciones callistas desocupaban austeros los placeres,
todas las plazas de la región para reconcentrarse en Guadalajara. raigadas las creencias,
Aquella misma noche, el Gobierno de Calles, decepcionado de im- sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia..."
poner silencio sobre el golpe magistral de los católicos armados,
para desfigurarlo horriblemente y calumniarlo, dio a la prensa de
Fuera de aquella región, ahí donde no alienta el espíritu del
todo el mundo el siguiente estupendo boletín:
caudillo, donde no llega el tiro de fusil de sus briosos luchadores,
"Un grupo de fanáticos encabezados por el Cura de Tucumán ahí sigue la devastación y la muerte... La bestia apocalíptica que
y el Obispo de Guadalajara, atacó el tren de pasajeros que iba a hizo añicos las protestas de los airados, sigue ahí pisoteando las
la ciudad de Guadalajara. Doscientos pasajeros indefensos fueron lágrimas de los débiles...
quemados vivos encerrados en los carros. En toda la historia de
nuestras guerras civiles no ha habido hecatombe tan salvaje como
la dirigida por el Cura y el Obispo infidentes al grito espeluznante
de '¡Viva Cristo Rey!' ".
Solamente los candidos dieron algún crédito al resuello nausea-
bundo por una herida que no cicatrizaría nunca.
El día 11 de febrero de 1927, al año exacto en que Héctor pro-
metió no volver a llorar como mujer cuando podía combatir como
hombre, el joven caudillo y Consuelo, rodeados de amigos, aclama-
dos por todo un ejército de católicos armados, saludados por'cam-
panas, por fuegos de artificio, por música y oriflamas, hacen su
entrada triunfal en la plaza de Z . . . Es la primera vez que aquella
generación asiste sin zozobras a una misa celebrada en plena plaza
pública. En vano se ha buscado en las profanadas iglesias una ara
consagrada para el sacrificio. La única reliquia de mártir se ha
traído del campamento: el cuerpo de Carmelita, que murió son-
riendo, pregustando la victoria de su pueblo y de su Dios.
Héctor y Consuelo, como dos príncipes, asisten a la misa de
desposados que había sido interrumpida en Zacatecas a golpes
de traición y dinamita. Mientras, el pueblo de la República entera
abre el pecho a la esperanza al conocer que Héctor está de pie,
cada vez más firme y potente, mantejiiendo enhiesto el pendón de
la dignidad cristiana entre el maremágnum de los desalientos y de
las desesperanzas. ..
Héctor reina, en efecto, en la vasta extensión que protegen sus
hombres armados, hermosean sus mujeres cristianas y alegran
sus niños inocentes.
Aquella región es pedazo de cielo, del que el Satán político ha
sido expulsado definitivamente. En aquella región liberada, con
amplia puerta al mar y escondidos huertos de boscajes robustos,
se siente la vida, se siente el amor; ahí se siente a Dios, que bendice
las simientes del surco y los anhelos de las almas...
289
288 Híctoi-19
XXXV

POST SCRIPTUM

SENTADOS BAJO EL TOLDO de flores silvestres que envuelven la


risueña casita de campo donde Consuelo es reina y Héctor es rey,
en uno de esos paréntesis de ensueño y de hogar que Dios no niega
a los que se dan por entero al sacrificio por el prójimo, los jóvenes
héroes pasan las hojas de un viejo libro de epopeyas... Es el mes
de abril de 1927.
Juntas las frentes —mármol y bronce—, confundidos los cabellos
—seda de virgen y melena de león—, ella, como un. niño, vuelve
las páginas y pregunta; él, como un viejo, las explica y las co-
menta. ..
—Tú eres el héroe, tú eres Héctor —interrumpe Consuelo entu-
siasmada ante las escenas grandiosas de la Ilíada. —Déjame celebrar
tus triunfos con un beso.
—Ah, mi buena amiga —responde Héctor con magnifica sere-
nidad—. El triunfo no ha llegado todavía... Hay un egoísmo cri-
minal que nos está sangrando más que los fusiles de Calles; hay
una indecisión torpe que nos arranca de las manos el laurel de la
victoria. Los ricos no han cumplido con el deber de la caridad.
Prefieren dar dinero a Calles para que nos mate a nosotros. Los
católicos americanos se niegan a tendernos la mano, porque temen
comprometer sus intereses y su tranquilidad, y el Gobierno ameri-
cano nos quita nuestras armas y nuestro dinero para robustecer a
quien nos pretende aniquilar. Hay en el mundo trescientos millones
de católicos que no saben lo que sufren los mexicanos. Y en el
trance supremo de vida y muerte, se conforman con inundarnos
de irrisorios mensajes de felicitación... Si en vez de mensajes
nos dieran municiones, la cuestión mexicana estaría resuelta, y
Calles no se burlaría más de nosotros, de. la Iglesia toda y del
mundo entero... Y, a pesar de todo, hay que luchar para dar
ejemplo a nuestros hermanos, para aleccionar a otros pueblos, para

291
NOTA DE LA PRIMERA EDICIÓN.—Por exigirlo la unidad de la novela
predicar el dogma de las resistencias heroicas a nuestros hermanos
y por otros motivos que no se escaparán a los lectores, varios de loa
del mundo entero, para prepararlos a todos para el momento de
hechos que figuran aquí como fondo en el desarrollo de la acción
la prueba que vendrá... Nuestra misión no se reduce a libertar a
y muchos de los episodios de la misma novela no corresponden, ni
México, sino a fortalecer a toda la América Latina y a enaltecer a
por el lugar, ni por la fecha, ni por el nombre de los actores, a la
los católicos del mundo todo. En todas las naciones del mundo
verdad; pero podemos afirmar que todos o casi todos los aconte-
somos los mayores en número y los menores en fuerza. Es necesario
cimientos que la novela relata fueron una palpitante realidad en
ser grandes en número, grandes en fuerza intelectual y moral, y
otras fechas, otros lugares y con otros nombres de actores: todos
grandes en fuerza física. El Cristo manso y humilde, también puso
en el período de la gloriosa lucha desarrollada de 1926 a 1929,
en sus labios palabras de ira contra los fariseos, y en sus manos
en que se demostró al mundo entero que en México se ama la
un látigo contra los mercaderes... Nuestra pereza y timidez ha
libertad, la religión nacional y a Cristo Rey hasta el heroísmo,
puesto en nuestras manos como Libro Sagrado favorito el Cantar
hasta el martirio, hasta la muerte.
de los Cantares, y nos ha arrancado y hecho olvidar el duro Li-
bro de los Macabeos. El Evangelio de la paz no está completo, si San Antonio, Tex., Noviembre de 1930.
no meditamos y practicamos el Evangelio de la guerra...
Dijo, y quedó pensativo. Consuelo, silenciosa, volvió la página
del libro. Héctor, entonces, continuó:
—¡ Mira, ángel mío! Mira ahora al héroe cuyas glorias tú pones
en mi pecho. Un golpe de traición le ha puesto a merced del
enemigo. Y el enemigo le ata desnudo a las ruedas de su carro,
le arrastra contra los peñascos, dando tres veces vuelta a los mu-
ros de Troya. El héroe es hecho pedazos. Entonces cae la ciu8ad
inexpugnable. Troya está perdida
Consuelo sintió que una lágrima jugueteaba en sus pestañas.
Pero, animosa, respondió:
—Aquel héroe luchaba por Troya. Tú luchas por el reino de
Cristo. El reino de Cristo es fecundo en héroes y en caudillos...
—Y si yo sucumbo, ¿quién levantará mi bandera mancillada por
los dicterios de los ligeros y de los obtusos?
—¡Aquí estoy yo! ¡Si tú sucumbes, yo haré brotar otro Héctor
tan noble, tan bravo, tan bello, tan heroico como tú!
Héctor iluminó su frente, ensombrecida antes por la reflej-ión
melancólica. Y clavando sus grandes ojos en Consuelo:
—¡Seas bendita, mujer infatigable! —le dijo acariciándola con
fuego. «•
—¡Sí! —añadió Consuelo, dando un tono profético a sus pala-
bras—. Aun cuando tú sucumbas yo no me rendiré nunca; ¡yo
no me rendiré nunca ni ante tu fracaso ni ante tu cadáver! ¡Cuan-
do las fuentes estén secas, y los jardines marchitos, y las ciudades
derruidas y los espíritus muertos, entonces yo haré surgir al Héctor
de mañana!
Héctor interrogó a su esposa con una mirada tiernísima
—Ese nuevo Héctor —terminó Consuelo— brotará de mi cora-
zón y de mis entrañas...
Y ambos se confundieron en un beso...
293
292
ÍNDICE

Nota de la Primera Edición 7

Del Prólogo a la Edición Española 9

LIBRO PRIMERO

I. Palomas y Milanos 17
I I . Consuelito Madrigal 25
I I I . Los Vándalos 31
I V . En la Tormenta 41
V. Del fondo de la Epopeya 53
V I . Prosa Vil 59
V I I . El Fuego Sagrado 65
V I I I . Los Irredentos 69
I X . Cielo y Montaña 17
X. Oro Viejo 81
X I . Un León que Despierta 87
X I I . Frente a la Hoguera 93
X I I I . Héctor 87
X I V . Merengues 103
X V . Noche Fecunda 109
X V I . En la Arena 119

LIBRO SEGUNDO

X V I I . Sangre que Clama 127


X V I I I . Acción y Sonrisas 143
X I X . El Hombre Entero 155
X X . Carne y Alma . . 155

295
X X I . Estocada de Hielo 161
X X I I . Ama y Vive 171
X X I I I . El Profeto del Fuego 177
X X I V . En pleno Sinaí 185
X X V . Así paga el Diablo 199
X X V I . ¡Fíat! . 207
X X V I I . Melena Hirsuta 217
X X V I I I . Los Inermes 229

LIBRO TERCERO

X X I X . Gloria, Azahares 243


2 4 9
X X X . Holocausto
2 6 1
X X X I . Vía Crucis '• • •
2 6 7
X X X I I . Los Macabeos
2
X X X I I I . Sol de Media Noche 73
2 7
X X X T V . Laureles »
2 9 1
X X X V . PostScriptum

F E B R E R O 27.1988.
DECIMA EDICIÓN
2000 E J E M P L A R E S
IMPRESIÓN Y ENCUADERNACION
TALLERES DE
E D I T O R I A L J US.

296

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