You are on page 1of 7

EL DISCURSO DEL AMO CONTEMPORÁNEO Y EL PSICOANÁLISIS

Una característica fundamental del mundo contemporáneo es el hecho de que la


ciencia toma en buena medida la función de amo, incluso del capitalista mismo. En la
sesión del 20 de mayo de 1970 del seminario El reverso del psicoanálisis Lacan indica
que el efecto más notable de los desarrollos de la ciencia no es el de haber introducido
un mejor y más amplio conocimiento sino el hecho de que esos desarrollos nos
determinen a cada uno de nosotros como objetos a. Somos todos objetos de experiencia,
experiencia que deviene sinónimo de goce para el Otro, el Otro del discurso de la
ciencia en el cual el sujeto desaparece.

Es la razón por la que el psicoanálisis no puede ni debe incluirse dentro de la ciencia


moderna. El prestigio y la indudable eficacia de ésta no pueden justificar una inclusión
porque el psicoanálisis se define como una elaboración de saber muy diferente a la de
cualquier ciencia. Debe recordarse que desde sus trabajos iniciales Freud abrió un
hondo abismo entre el psicoanálisis y la ciencia, en la medida en que trazó un corte
irreversible entre la anatomía y la fisiología del sistema nervioso y el síntoma histérico.
A partir de éste ninguna continuidad puede establecerse entre la anatomía y la química
cerebral y el inconsciente. Esta ruptura implica una elaboración de saber sobre lo
específicamente subjetivo y singular de lo que hablan los síntomas, sueños, actos
fallidos y no el establecimiento de algún tipo de regularidades entre sistema nervioso y
comportamiento.

Sin embargo, el psicoanálisis no puede plantearse como una práctica completamente


ajena a la ciencia, y esto por una razón esencial que Lacan vino a precisar: el sujeto del
psicoanálisis es el sujeto de la ciencia. Lo es en tanto la ciencia ha separado al sujeto de
todo aquello que puede llamarse su “sabiduría tradicional”, de todas aquéllas formas
míticas, mágicas, religiosas de ver el mundo. El cogito cartesiano, punto de origen de la
ciencia moderna, le impone al sujeto una nueva forma de existencia, el “yo pienso”, que
lo desliga de sus referencias tradicionales. Ahora bien, de este “yo pienso” que ella
genera, la ciencia no quiere saber nada: en el momento mismo que lo produce lo
“forcluye”. Esto es inevitable porque el propósito de la ciencia es la formalización
integral que posibilite una comunicación y transmisión del saber sin pérdida; una
formalización objetiva, verificable y válida para todos. La inclusión del sujeto, del “yo
pienso” en su discurso, sería un obstáculo infranqueable para alcanzar esos fines.

Lo que el psicoanálisis viene a realizar entonces es la recuperación de lo expulsado


por la ciencia. Para esto funda un dispositivo en el cual se trata esencialmente de dejarle
al sujeto la palabra, palabra que tiene el carácter de un testimonio con el que hará saber
por medio de un decir que solamente es válido para él. El dispositivo analítico excluye
así la posibilidad de que el psicoanalista sea un científico; no está en posesión del saber,
su función es otra: posibilitar la puesta en acto de la relación del sujeto con el saber
inconsciente que lo determina y del cual es portador.

Aún así, el psicoanálisis no se separa enteramente de la ciencia. Retoma más bien lo


que ella excluye: el efecto sujeto del lenguaje. Es en este sentido que el psicoanálisis no
puede ni debe imitar a otras disciplinas porque el hecho de ocuparse de este sujeto de la
ciencia determina que no exista “ninguna transición con el esoterismo que estructura
prácticas en apariencia vecinas” como las diferentes formas de psicoterapias que se
ofrecen en la actualidad. La ciencia es un referente ineliminable para el psicoanálisis
pues su práctica se distingue de la de las diferentes pseudo ciencias que inundan las
facultades de psicología de todo el mundo.

Lacan ha situado en el surgimiento y desarrollo de la ciencia moderna la condición


para la existencia del psicoanálisis. Este surgimiento tuvo una consecuencia que él
advirtió ya en los años treinta del siglo XX: la decadencia y desfallecimiento de la
figura, y sobre todo, de la función paterna en la sociedad moderna. Desarrollo de la
ciencia y decadencia de la figura paterna son dos fenómenos estrechamente vinculados a
partir del hecho de que el discurso del amo contemporáneo que organiza las sociedades
tiene su sustento en la ciencia.

A lo largo de todas las épocas, y especialmente en la actual, lo que cuenta para el


discurso del amo es que eso funcione. El amo es aquel cuyo deseo no cuenta pues se
eclipsa detrás de su función; cumple con su deber de patrón, le guste o no, porque no es
en tanto que sujeto que él es amo sino como simple representante de un “es necesario”.
Ahora bien, el nuevo amo, el que ha tomado el relevo del amo tradicional, es el discurso
de la ciencia que evidentemente no es un medio para la escucha del inconsciente sino
más bien para cerrar todo lo que sea posible la abertura por donde éste pretende hacerse
escuchar. Es por esto que una encarnación paradigmática de este discurso
contemporáneo del amo lo constituyen, en un campo sin duda vecino y no exento de
lazos con el psicoanálisis, la psiquiatría, las neurociencias y la psicología.

En el caso de la psiquiatría, durante el siglo XIX -siglo que precedió a los desarrollos
de la farmacología contemporáneos- pretendió ser una ciencia interesada en definir su
objeto y las condiciones de su experiencia. Fue la época de las grandes observaciones
clínicas que llevaron a definir las entidades nosológicas. En la actualidad esto ha
cambiado radicalmente: los desarrollos en el campo de la farmacología han determinado
una modificación fundamental del papel del psiquiatra quien ya no se va a ocupar
primordialmente de observar y describir la locura o la “enfermedad mental” sino de
hacerla cesar, y lo más pronto posible.

El hecho de que un medicamento pueda detener un delirio en algunas semanas o que


otro pueda acabar con una crisis maníaca en pocos días tiene una consecuencia
fundamental: ya no se hacen observaciones o descripciones de enfermedades en
psiquiatría sino que se describe más bien el efecto de un producto sobre un paciente,
efecto entendido como “retorno a la normalidad”, es decir, a la adaptación social que se
espera.

Pero no solamente ha desaparecido casi totalmente la clínica psiquiátrica tradicional


por efecto de los desarrollos en biología y farmacología. Se ha producido también una
especie de unificación de la clínica alrededor de un manual elaborado por la Asociación
Psiquiátrica Americana y aprobado por la Organización Mundial de la Salud que se
llama DSM IV1, manual destinado a que todos los psiquiatras se refieran a una
nomenclatura única para elaborar su diagnóstico. El DSM IV pretende hacer a la
psiquiatría una y universal, de tal modo que el psiquiatra se ve obligado llenar fichas a
partir del registro de informaciones precisas para codificarlas después bajo la forma de

1
Después de la elaboración de este texto apareció el DSM V, pero la concepción general que lo sustenta
no experimentó mayores cambios, salvo el reforzamiento de sus fundamentos ya existentes.
datos informáticos en los que los sujetos quedarán así etiquetados, clasificados y
encasillados.

Dos aspectos reveladores del modo en que esta psiquiatría forcluye al sujeto son la
ausencia de la histeria entre los diagnósticos posibles –ya no hay histéricas para la
psiquiatría- y la entrada oficial de la depresión como enfermedad psiquiátrica. Se trata
de dos hechos íntimamente ligados pues expresan la lógica subyacente a este importante
sector del discurso del amo contemporáneo que es el DSM IV. Para este discurso la
posición de la histérica y la depresión son diametralmente opuestas: la histeria se define
esencialmente como una resistencia al amo, encarna lo que escapa al dominio de éste; la
depresión, al contrario, constituye una especie de impasse del discurso del amo y por
esto debe ser “curada” a toda costa. Se debe recordar que el término que desaparece, la
histeria, era central en la clínica psiquiátrica clásica mientras que el que aparece, la
depresión, no existía en ella.

Se ha convertido ya en un lugar común la afirmación de que la depresión es la


enfermedad del siglo XX (y de lo que va del XXI). Esto tiene algo de verdad porque es
en el siglo XX cuando ese significante va a ser usado por primera vez para nombrar un
fenómeno subjetivo. Antes no tenía nada que ver con el campo psiquiátrico pues se
refería a un hundimiento natural o accidental en geografía o en física. Pero en el siglo
XX adquiere una enorme importancia en el campo social para aludir a cierto fenómeno
del decurso de la actividad económica definido como una caída de ésta.

Es así como por una extensión de esta significación, la depresión va a designar el


estado subjetivo de aquellos que se desalientan y renuncian a la “lucha por la
vida” a raíz, ante todo, de alguna caída de la economía. Más tarde el término
depresión se desliga de sus raíces económicas y pasa a caracterizar cierto estado
del sujeto: de económica deviene “nerviosa” pero en el trasfondo se mantiene la
idea de que hay un capital de energía –monetaria, nerviosa o moral- que debe
mantenerse al alza en todos los casos.

El hecho de que la depresión sea un significante oficialmente consagrado en la


psiquiatría contemporánea es claramente sintomático de su subordinación a la ideología
del amo capitalista. En este aspecto es notable el deslizamiento y empobrecimiento del
discurso psiquiátrico que, de la referencia a las pasiones del alma y al dolor moral, ha
pasado a referirse a una simple bipolaridad alto-bajo. La psiquiatría de hoy es guiada
por criterios de la economía vigente y esto seguramente continuará así en el futuro. El
sujeto del que trata el DSM IV es entendido como un capital de energía cuya
productividad se debe mantener.

En este contexto el papel del psiquiatra, más que el de “curar” al enfermo, es el de un


operador necesario para el funcionamiento de la maquinaria económica que en su afán
por hacer retomar al paciente su actividad “productiva” no tendrá reparos en convertirlo
en un consumidor compulsivo de medicamentos a la vez que en un “usuario” de los
servicios psiquiátricos. Respecto de los medicamentos es importante señalar también
que estos son presentados por sus fabricantes según los criterios diagnósticos del DSM
IV, de modo que se cumple aquí también la regla básica de la economía capitalista: la
oferta crea demanda.
Por otra parte, como la depresión afecta esencialmente el rendimiento del sujeto que
debe someterse al discurso del amo vigente, hay medicamentos antidepresivos a granel.
Sugestivamente, a nadie se le ha ocurrido inventar alguna clase de medicamento “anti-
histérico”: es evidente que en la medida en que la esencia de la histeria es la puesta en
cuestión del amo mismo, no hay fármaco que pueda con ella, sólo queda el recurso de
declararla “inexistente”.

En cuanto al caso de las neurociencias, tampoco puede decirse que escapen al


dominio de la ideología del mercado. Más allá del valor científico de las investigaciones
en este campo, el “hombre neuronal” –título de un libro del neurólogo Jean Pierre
Changeux- es regido por un cerebro formado por neuronas que funcionas con algún
neurotransmisor. En este sentido, y como si el hombre fuera una especie de fábrica
moderna, se postula que puede haber subempleo o sobreempleo de las neuronas, de
manera que para resolver estas situaciones determinada droga podrá reequilibrar el
sistema. Pero no nada más las drogas son consideradas de utilidad para tal fin; también
el recurso a la llamada “psicocirugía” aparece ahora como una técnica que, presentando
un claro ejemplo de la absoluta exclusión del sujeto y su responsabilidad en lo que le
sucede, puede erradicar totalmente diferentes tipos de síntomas.

La psicología, finalmente, se presenta con la fachada de ciencia aunque en realidad


su objetivo es reducir la subjetividad a modelos pretendidamente “objetivos”, pretensión
ante la cual sólo se puede decir que las computadoras ofrecen un paradigma de la
subjetividad tan falaz como las ratas. En este sentido, las “ciencias” y terapias
cognitivas y conductistas, dominantes en este campo, son en realidad pseudo ciencias
porque aún cuando apoyan en aportes de disciplinas científicas como la biología, la
informática o la etología, lo hacen como simple justificación “teórica” para llevar a cabo
un procedimiento terapéutico que nada tiene de científico pues se basa en la sugestión.
La terminología científica aquí sólo posee la función de racionalización ideológica y/o
de recurso mercadotécnico, claramente admitido cuando el antiguo “paciente” ahora es
llamado “cliente”.

La psiquiatría, las neurociencias y la psicología son así el testimonio más claro del
modo en que en el mundo contemporáneo el sistema de la ciencia sostiene cada vez más
al discurso del amo. La posición que caracteriza a estas disciplinas, tanto en relación al
sujeto como en el campo político y social permite definir el lugar del psicoanalista en
clara oposición a ellas en tanto el propósito de éste es rescatar lo silenciado por el
discurso oficial.

Lo que el psicoanalista encarna para su analizante, pero también a nivel social y


político es precisamente ese punto de resistencia del sujeto, aquello que indica que “eso
no marcha”. En el mundo actual, del mismo modo que siempre, el psicoanalista está
para hacer presente lo imposible que encuentra el discurso del amo, sea en el nivel
restringido del sujeto que viene a hablarle o en el más general de la sociedad en la que
está inserto. El lugar del psicoanalista no puede ser otro que el del síntoma producido
por el amo.

En relación con otras experiencias como las de la religión y buena parte de la


filosofía, el psicoanálisis presenta como su aspecto más novedoso el cuestionamiento de
esa alienación fundamental del ser humano que consiste en la institución del discurso
del amo, porque aún cuando toma evidentemente el riesgo de deslizarse hacia él por
efecto de la transferencia, por definición el psicoanalista no puede encarnar una nueva
figura de amo. Su posición se define más bien como el reverso de éste último en la
medida en que asume el lugar de lo que es el desecho de su discurso, de lo que éste
busca rechazar, censurar.

Es preciso recordar que el concepto de significante amo alude, entre el conjunto de


los significantes, a aquellos que de manera privilegiada designan al sujeto en su
discurso, es decir, a esos significantes que hacen un poco más que “representar al sujeto
para otro significante” pues son los que, literalmente, instituyen –es decir, ponen de pie-
al sujeto, lo hacen consistir como Uno, hacen de él un bloque compacto. Esta función
unitiva tiene como consecuencia una censura del goce porque, desde el comienzo de la
vida, el significante amo hace uno en oposición al desamparo original del sujeto
entregado al desorden y despedazamiento de las pulsiones.

En este sentido, el significante amo es siempre el “salvador”; por esto la función del
amo tiene siempre la misma razón y el mismo principio: instituir una unidad que
remedie una fragmentación primaria, hacer Uno allí donde rige la división. El
significante amo cumple así una función de orden y de organización muy útil, tanto para
el individuo como para la comunidad humana. Pero el goce que se pretende segregar
retorna como síntoma, es decir, como “eso que no marcha” en la vida del sujeto y en el
orden social y es así la expresión del fracaso del significante amo en su pretensión
unitiva.

En consonancia con el discurso del amo, el ideal que preside el desarrollo de la


ciencia contemporánea puede resumirse así: ser amos del goce. Esto supone la exclusión
del sujeto de deseo por constituir aquello que resiste a todo gobierno, toda medición,
todo cálculo, toda pretensión de unidad plena. El psicoanálisis viene a afirmar que no
hay “amo del goce”, de modo que el analista es aquel gracias a quien podemos hacer la
experiencia de desenmascarar la función del dominio, experiencia que no solamente
devela lo que ésta oculta, reprime, rechaza, sino el costo en términos de aplastamiento
del deseo que esto representa para el sujeto.

La instancia del amo, la función del amo, es siempre una función de censura del
goce, que se convierte en aquello que debe ser segregado del sistema simbólico. Pero
como lo demuestra todo análisis de síntoma, la censura no elimina el goce, sólo produce
un desplazamiento, una redistribución de éste porque el hecho de censurarlo deviene a
su vez fuente de goce. En su afán de excluirlo, la función de dominio lo desplaza
también hacia otras manifestaciones, pero no puede hacerlo desaparecer.

De este modo, la experiencia psicoanalítica se distingue de cualquier forma de


pedagogía al servicio del amo porque no se orienta en el sentido de alcanzar el dominio.
Se sitúa más bien como el reverso del discurso del amo, lo que significa que debe poner
en su función de causa misma del discurso lo que la estructura del discurso del amo
busca rechazar. En la medida en que no puede dejar de tener lazos con el goce, esta
experiencia implica una ética, pero no la del dominio, tampoco la de una imposible
“liberación” del goce sino la del “bien decir”, la de ese decir que nunca podrá
confundirse con un decir que unifique al sujeto. Por esto el psicoanalista ubica su
posición en el lugar del plus de gozar producido y a la vez excluido por el discurso del
amo. Este lugar del objeto a, causa y producto del discurso, implica que el psicoanalista,
por su función misma, invierte lo que es privilegiado en el discurso del amo.
La posición del psicoanalista es el testimonio de que la unidad instituida por un
significante amo cuya función de dominio no da al sujeto sino una simple apariencia de
ser es una pantalla o semblante, pues su verdadera consistencia, su ser, lo que forma
verdaderamente la unidad de significación de su discurso es ese plus de gozar, ese
objeto a alrededor del cual gira y que constituye el núcleo de su fantasma. Para el
psicoanalista se trata entonces de anular toda posición de dominio dejándose modelar
por el discurso de su paciente como el desecho de su goce en el que éste último tendrá
que reconocer su verdad.

Esta posición del analista en la cura permite pensar su lugar en el mundo actual. En
1970 Lacan señalaba que la ciencia de hoy hace surgir una enorme diversidad de objetos
que no existían antes con los que puebla nuestro mundo y gracias a los cuales el
capitalismo encuentra una nueva expansión. Estos objetos que están hechos para causar
el deseo son llamados por nombrados por Lacan por medio de un neologismo: letosas
(lathouses); neologismo producido a partir de otro, alethósfera, que condensa atmósfera
con aletheia, revelación (de la verdad). Más que vivir en la atmósfera, Lacan señala que
vivimos en la alethósfera, una atmósfera donde se sitúa todo aquello que tiene relación
con la verdad, pero con una verdad que es la verdad formalizada de la ciencia por medio
del número, la fórmula, el cálculo. Las letosas son objetos fabricados a partir de esa
formalización de la verdad, objetos fabricados para ocupar el lugar del objeto perdido,
causa del deseo.

En este sentido y conforme a su estilo, Lacan también juega con el significante y


muestra así que letosa rima con ventosa, lo que alude al hecho de que estos objetos nos
aspiran, más que inspirarnos: “hay viento adentro, mucho viento, el viento de la voz
humana”, (20.05.70). Las letosas prometen en apariencia el acceso al plus de gozar,
pero en realidad sólo consisten en objetos efímeros, caducos ya en el momento en que
son adquiridos, destinados a ser reemplazados rápidamente por un nuevo modelo más
prometedor.

Así, todo objeto nuevo que se coloca para el consumo en el mercado lleva en sí una
vocación de desecho. La plus-valía ganada por el capitalista con él corresponde
exactamente a la minus-valía que va a experimentar el consumidor quien queda
sometido a la presión incansable y cada vez más exigente de un empuje al goce cuyo
acceso se sustrae a medida que más próximo se muestra. Esto explica la evolución de
una sociedad que, a medida que se enriquece en capital, se ve más y más perturbada por
las manifestaciones de la agresividad, la envidia, el odio y el racismo, por toda una serie
de reivindicaciones desesperadas de un goce que los sujetos suponen que les es robado
por el Otro cuando en realidad es en el objeto mismo que tienen frente a ellos que radica
el engaño.

Precisamente porque el goce y el objeto que lo promete están en juego en el trasfondo


de la violencia que afecta al mundo de hoy, la política del psicoanalista que Lacan
pretende esbozar consistiría en tomar lugar en el universo capitalista como una especie
de letosa original, la única que siendo más que un producto es una consecuencia del
capitalismo, se ubica como una salida para su círculo infernal. La singularidad del
psicoanalista consiste en ofrecerse como objeto erótico, pero no para excitar y prometer
el goce sino más bien para ponerlo en entredicho en la medida en que el final del
análisis devela el no ser, o más exactamente, el parecer/paraser de todo objeto causa del
deseo.
El psicoanalista se hace entonces el desecho del goce que engendra el capitalismo
organizado por la ciencia. Como en El Banquete, en el que Sócrates indica a Alcibíades
que la causa de su deseo está en ese objeto insignificante que es Agatón, el psicoanalista
debe estar en el mundo actual para recordar siempre la presencia del deseo como deseo
que exige desear un nada, un “no sé qué” ahí donde la exigencia del goce empuja al
suplicio insoportable de la completud imaginaria que no se concreta.

You might also like