Tercera Bienal Iberoamericana de Lima, Perú. Del 17 de abril al 31
de Mayo del 2002. Puede seguirse en www.bienaldelima.com
A un año de la caída del fujimorismo, Lima sigue siendo un
territorio socialmente agitado. Bajo una economía que parece imposible reactivar, la capital peruana es un resumen de las dolencias que aquejan al tercer mundo. Sin embargo, también ofrece los signos de un cambio cultural: el antiguo racismo va cediendo ante un proceso de mestizaje acelerado, el fin de la dictadura ha traído un estado de cuestionamiento y movilización general y el arte contemporáneo reclama su espacio como medio de intervención en un tiempo de crisis.
De manera similar a como ocurrió en lugares como Johanesburgo,
Tirana, Tijuana/San Diego o La Habana, la aparición de una bienal del arte en el sur suele depender de la combinación entre la ambición local de replantear la presencia simbólica, y hasta turística, de una ciudad y el uso de la curiosidad o solidaridad que provoca un sitio convulsionado.
A pesar de enormes limitaciones económicas y de haber aceptado
el modelo ya caduco de una bienal formulada a partir de la idea de "representaciones nacionales", la Tercera Bienal de Lima fue un ejemplo de la concentración de energía que suscita intervenir en los territorios de una alta tensión en la geografía mundial.
Lima se ofreció como un campo experimental para interrogar la
posibilidad del ejercicio artístico en medio de las paradojas sociales e institucionales de la periferia. Esas intervenciones iban de la inmersión sociológica directa de la acción del costarricense Joaquín Rodríguez del Paso, quien produjo una verdadera romería en la Plaza Mayor al proponer a la gente dibujar un dólar a cambio de un billete de a dólar real (adaptación lejana del Cheque Tzank de Duchamp), hasta actos simbólicos de rechazo.
Regina Galindo, de Guatemala, fue a hacer un "no-viaje". Durante
los seis días que permaneció en Lima estuvo enclaustrada en un camastro en la sala de exhibición con ambos ojos tapados con vendajes, a fin de aparecer en la bienal obligada a una dolorosa introspección y la casi absoluta incomunicación con participantes y públicos. Por un lado, la acción, con todo su costo psíquico, era un gesto de oposición ante el espectáculo de los media contemporáneos. También formulaba una desviación hermética ante el turismo voyeurista involucrado en toda bienal del arte.
Era por demás notable la inversión de energía y recursos que la
diversidad de artistas ponían en su participación, en vez de atarse a un prejuicio acerca de la "importancia" del evento en la red de exhibición global.
Por razones obvias, no me puedo explayar sobre el proyecto de
Francis AlÑs que me tocó curar: una acción titulada Cuando la fe mueve montañas, que consistió en mover una duna de 400 metros de diámetro, localizada en la periferia de Lima, con la ayuda de 500 voluntarios. Me remito a comentar la forma en que el venezolano-neoyorquino Javier Téllez llevó a cabo en el Hospital Larco Herrera uno de los proyectos más logrados de su ya largo diálogo con la locura y sus instituciones clínicas.
Durante varios días, Téllez invitó a los internos a ponerse unos
cascos de motociclista que los hacían ver como astronautas, a fin de revestir sus síntomas con la réplica de una exploración inter- mental. Más tarde, expuso los videos de los actos de esos colaboradores en televisores acompañados con dos tornamesas que hacían girar los cascos, ambientando la instalación con la repetición distorsionada de los acordes iniciales de Así habló Zarathustra, de Richard Strauss. Téllez lograba vencer así la distancia entre el espectador y los locos marginados en la institución: ponía pues en cuestión la delimitación entre el delirio y el acto estético contemporáneo.
Para los artistas locales, la bienal del 2002 fue la ocasión de
demostrar que están listos a catapultarse al escenario global a partir de incisivas lecturas de los desbalances culturales y artísticos de su entorno. Fernando Bryce realizó un montaje analítico de un curioso capítulo de la historia museológica: un "Museo de reproducciones artísticas" que se formó en Perú en los años 50 y 60, a partir de copias de cuadros famosos de los museos metropolitanos de arte. Bryce expuso esa colección que en sí es testimonio de los intercambios culturales desiguales, junto con reproducciones a mano de los documentos que registran el proceso de formación de ese "museo."
Del mismo modo que el montaje de Bryce llamaba la atención
sobre el carácter colonial y subsidiario de la alta cultura en el sur, Giuliana Migliori intentaba una inversión de los estándares eurocéntricos de belleza. Partiendo del culto popular a Sarita Colonia, Migliori desarrolló una ficción de perfumería: una fragancia mestiza llamada Eau de Sarita que sugería irónicamente la posibilidad de que, en el futuro, pudiera darse un consumo mercantilizado de la diferencia étnica.
Naturalmente, la imbricación entre territorio de crisis y arte
contemporáneo no puede suceder sin fricciones insolubles. Jennifer Allora y Guillermo Calzadilla tuvieron la brillante idea de colocar alrededor de la Plaza Mayor de Lima una serie de gises de un metro 60 centímetros de largo, a fin de que los transeúntes los utilizaran libremente para dibujar sobre el piso.
Apenas estuvieron los gises en su sitio, unos manifestantes los
usaron para protestar contra el alcalde de la ciudad, que casualmente es el principal patrono del evento. La policía intervino y con alarmante eficiencia despejó a los participantes, confiscó los gises y borró los graffitis con agua a presión. Lo que pretendía ser una obra participatoria de comunicación fugaz acabó siendo un indicador por demás elocuente de los límites reales de expresión en el espacio hiperpolitizado de la calle.
¿Qué hacía una exposición-homenaje a José Luis Cuevas en el
contexto de una bienal como esta, más allá de secuestrar la atención periodística? Habrá que esperar el tiempo en que la colaboración de la diplomacia cultural en Latinoamérica deje de confundir al arte vivo con las marchitas glorias municipales.