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En una reunión de sábado, después de cenar una carne asada, en el patio de la casa
de un colega joven, un psicólogo con intereses en neurociencia, bromeé en relación a su
disciplina predilecta:
El colega sonrió y ese fue el inicio de un intercambio acerca no tanto de las neurociencias
sino de su divulgación y de alguno de sus usos menos rigurosos, en especial en el ámbito
educativo. Hablamos de la llamada neuroeducación que promete modificar como nunca la
forma de enseñar en las próximas décadas.
Me gusta mucho pensar en los rótulos. Fíjense como tal su nombre ya es bastante
llamativo; no se habla de ‘neurociencias para o aplicada a la educación’ ni ‘neurociencia de
la educación’, mucho menos de ‘educación neurocientifica’; esta manera de nombrar ya da
por descontado que las neurociencias van por delante; por eso son el prefijo para una
familia de disciplinas consagradas a la educación a las cuales, parece, no le queda más que
aceptar el segundo lugar en el podio. Uno pensaría que los neurocientíficos llegaron a
interesarse por la educación luego de años de estudiar teorías del aprendizaje y filosofía de
la educación pero, hasta donde sé, esto no suele suceder. Todo reconocimiento a las
humanidades se deja de postre, una vez que ya se ha comido glotonamente el manjar del
método adecuado para enseñar.
Una disciplina como tal siempre forma parte de una mesa de diálogo. Pensemos en
la sociología o en la pedagogía. Si se trata de pensar la educación ambos enfoques tienen lo
suyo para decir y ninguno desestimará al otro por el aporte que pueda realizar. El primer
aprendizaje de un curso de epistemología es este: toda disciplina cuenta con sus límites.
Cuando una disciplina se pone por encima de otra o intenta dominar de manera
omniabarcante a las ciencias todo termina derivando en alguna forma de dogmatismo.
Precisamente el fracaso del proyecto positivista de Comte nos enseñó eso. Años más tarde,
durante la primera mitad del siglo XX el empirismo lógico –otro movimiento de corte
mayormente anglosajón en el ámbito de la filosofía- quiso poner por encima del resto de las
ciencias a la filosofía, a costa de hacer una filosofía bastante condicionada por las ciencias
naturales. Su fracaso se expresa en otra máxima que todos hemos aprendido en un curso
básico de epistemología: autonombrarse como la disciplina que va a decir qué discurso
tiene sentido y cual no también deriva en una forma de dogmatismo. El lector si quiere
puede recurrir a un manual especializado en epistemología pero creame que desde el
sentido común estas dos recomendaciones son muy difíciles de rechazar: no hay que caer
en el error de creerse la última palabra de las ciencias –como lo creyó el positivismo- ni
tampoco en creerse la primera palabra para el conocimiento –como lo creyó el empirismo
lógico.
Los educadores y humanistas en general pueden aceptar hacer algunos cursos sobre
neurociencias pero sería justo que también exigiesen igualdad:
Pero he aquí que la apertura de los neurocientíficos no parece haberse activado hasta
el momento. Se nos pide a los educadores que miremos los avances de las neurociencias.
Pero no se ve pedirle a los neurocientificos que estudien educación u otras humanidades.
¿No será porque se supone que hay unos que están por encima de los otros? ¿Y si es así;
quien pondría esas jerarquías?
El joven colega con el mismo enfado que yo por esta falta de reciprocidad me
confiesa que la filosofía de las neurociencias y las neurociencias son como dos disciplinas
que suelen discurrir por vías paralelas, y como se sabe las paralelas no suelen tocarse por
más lejos que vayan juntas.