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Sir Thomas Gresham, rico comerciante inglés del siglo XVI, describió
una conducta bastante predecible, aunque en verdad interesante. De
sus experiencias en los negocios, dejó establecido un axioma,
bautizado en el siglo XIX, como Ley de Gresham.
En sus transacciones, sin importar la nacionalidad del mercante ni las
monedas involucradas, Gresham notó un estribillo. Observó que
siempre, los concurrentes al intercambio, procuraban pagar con la
moneda menos apreciada, “ocultando” la más valiosa.
Concluyó entonces, que:
“LA MONEDA MALA SACA DE CIRCULACIÓN A LA MONEDA
BUENA”.
Recordemos que para el siglo XVI, el dinero era acuñado con
aleaciones de metales preciosos (oro, plata, cobre). Estas piezas,
tenían valor por sí mismas, intrínseco, en función de la calidad y
cantidad de mineral contenido en ellas. “Moneda buena”, según
Gresham, era aquella con igual valor nominal que otra, pero con
mayor cantidad de oro o plata. Ambas, compraban igual número de
bienes, y además eran aceptadas por los vendedores, por ser de
curso legal. Pero, los compradores, se reservaban la “moneda
buena”, sacándola de circulación, y usaban la “mala” para sus
transacciones cotidianas.
¿Qué hacían con la “moneda buena”?
En un primer momento, era usada como ahorro, atesorada. Pero, si
el precio en el mercado del mineral puro, sin acuñar, llegaba a ser
muy alto, entonces era fundida. Posteriormente, se vendía como
materia prima, para hacer joyas y utensilios. El metálico era sacado
no sólo del circuito económico, sino del país. Llevadas, allende las
fronteras, donde mejor pagarán por su contenido de oro o plata. Esto
obligaba a las autoridades a ser cuidadosos a la hora de emitir
monedas con aleaciones espurias o envilecidas. Una medida de este
tipo, podría provocar una salida masiva de numerario de la economía,
provocando una desmonetización.