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El fin del periodismo.

(Borradores)

Esteban Schmidt
1
Jorge Lanata actualizó su estado: Lino trajo pizza al camarín y
ñam, ñam, fiesta! Por esa acción muchos de sus empleados de Crítica
no saben decir qué están haciendo ahora. Esperaban con ansias, con
pasión tropical, que el gordo los confirmara como amigos, para
siempre, que les escribiera en su muro, hola, me gustó tu nota, tu
picada, y nada, nada, ni pelota, sólo unos qué tal de vigilante privado
en los pasillos, un boludo, un día bueno, si ganaban confianza, y
ahora se quieren matar, ahora que Jorge confirmó su presencia en el
evento teatro de revistas se quieren cortar las bolas tristes, viven una
regresión infernal a sus días de crayones cortos en la cartuchera.
Gran vergüenza en sus inconscientes vírgenes pero ya a los treinta
años. Porque establezcamos que todos los soldados de Crítica tienen
más o menos treinta. Y sienten, los cronistas sienten. Sienten que se
han unido al grupo estoooy maaal, porque querían trabajar en un
diario nuevo y prestigioso, loco, en el último de papel, ¡el último!, y
hacerlo bien y que les pagaran, que los felicitaran por trabajar ahí, y
que todo estuviera bien, que el brillo de cada uno hiciera brillar a
todos. Muy lindos deseos en un conjunto de buenos muchachos. ¿Por
qué, ahora, esto?, ¿por qué esta burla del patrón? Del que hablaron
tan bien. Al que tanto abastecieron con admiración. Quieren
explicaciones de este padre lejano y mítico de quien dijeron, tantas
veces, es genial, es tan creativo. Con él: ¡se aprende!
Es cierto que hay cosas peores. Se puede estar, a esta misma
hora, cartoneando, se puede estar abusando de un menor a esta
misma hora, se puede, dentro de un rato, estar destruyendo una
amistad para siempre. Pero, los mundos peores más pequeños, los
mundos que se hacen peores cuando se afectan las expectativas,
cuando la verdad devuelve otra imagen y hay que aprender a vivir
resignados y con bronca, ¡ah!, esos días también hay que pensarlos y
hacerlos cantar. Prestemos toda nuestra colaboración para esta
marsellesa que nadie quería entonar. Porque, atención, este malestar
lo presentan ellos mismos, no inventamos nada. Así lo dicen los
periodistas y jornaleros amigos que nos informan en vivo, en directo,
y por gtalk, desde la mismísima sede de la contrarrevolución en la
calle Maipú y Corrientes. Los que nos chatean amargamente por las
tardes y nos cuentan su desdicha por el lenguaje de cabaret en la
tapa para referir siempre a la sexualidad, y porque la firma de los
compañeros no vale nada y porque se termina usando como castigo
ante una mala nota, el día que te salió mal. Galtieri, el nombre que
han elegido para llamar su jefe de redacción, ordena desde las alturas
a sus editores: ponele la firma, así se come el garrón.
Cuentan en el chat, nuestros amigos, sus me quiero ir de acá,
sus dramáticos no sé a dónde. Y cuentan las horas que quedan hasta
el cierre. Sabés que entro y ya pienso en irme, Estebitan. A las cinco
de la tarde alucinan el subte que los devuelva a sus casas a las diez.
Al menos, es un chateo pago, les decimos, un chateo con el taxímetro
puesto, ¡cúrrenlos todo lo que puedan!, pero ellos ya están espiando
el depósito en otra ventanita del monitor y haciendo planes sobre el
futuro, casarse, en general, las chicas; viajar, las más jovencitas, que
es tan importante viajar; entre los varones, armar algo, hacer crecer
algo, patear mejor al arco, de sobrepique, ¡por dios!, dale, dale, al
ángulo, o aparearse todo lo que puedan para compensar la injusta
prohibición del incesto. Tales son las cosas que suceden entre sus
parietales. Lo sabemos por el chat. Lo dicen ellos.
En nuestro país, y en el negocio que han elegido, les decimos
nosotros, la suma de méritos personales, la escolarización, el riesgo,
el sacrificio, y el talento aplicado no van a superar nunca los efectos
que se obtienen de sumar silencios y complacencias al espíritu de
época y a los grandes consensos. Y es por uno de ellos, por haber
cedido tan blandamente, tan alegremente a uno de ellos que ahora se
sienten mal, muchachos. Hablemos, compañeros, de ese consenso
que dice, o decía: Lanata es un genio. Porque de haber permanecido
firmes en su agenda de clase no propietaria, en su agenda de
escolarizados sarmientinos preguntándose cada día si estarían
haciendo un bien a la comunidad con sus notas, promoviendo el
progreso, si sus artículos mejorarían las perspectivas de su clase de
no seguir perdiendo participación en la torta ante las clases
propietarias se sentirían mejor y actualizarían su estado a: ¿vieron?
Se unirían al grupo la vi venir.
Lo de Lanata, hablemos crueldades, se malinterpretó desde el
arranque. Desde el principio de los tiempos, desde que supimos de él.
Sabemos que hubo más, pero pocas cosas fueron más emblemáticas
que haber pintado un diario de amarillo hace quince años y llamarlo
Amarillo/12. Eso, de alguna manera, fue condenar a Página/12 como
interlocutor para los asuntos importantes de la Argentina, que
quedarían reservados, en el campo de los medios y, por todos los
años siguientes y, quien sabe para toda la vida que aun le quede a los
diarios de papel, en las manos de Clarín y La Nación. Por meternos
con el día consagratorio de la creatividad de Lanata. Pero fue una
pavada. Un chiste que no se había hecho nunca, eso sí. El viejo truco
de profanar lo sagrado. Que para hacer una revolución, fenómeno.
Para hacer quilombo, fenómeno. Pero como máquina, como sistema,
no produjo nada y lo banalizó todo. Más o menos lo mismo que hacer
teatro de revistas, entretenimiento del más sencillo, hecho con el
diario en la mano, como una canción de León pero con gracia, que
está bien para Pepe Arias, para García Grau --un hombre excepcional
al que se evoca poco y nada—pero, por todo lo que nos dicen por el
chat el colectivo de periodistas que Lanata conduce, no quieren que
Lanata lo haga por cuanto los relativiza, los baja de periodistas a
empleados de un cómico. Que los hará, además, y si no renuncian,
producir una información que será más valorada cuanto más sirva a
los efectos de ser incluida en los monólogos del Maipo. La misma tasa
de efectividad que se aplicó hace ocho años en la revista 23, sólo
que, entonces, a la explotación televisiva de los reportes.
Obviamente que los artículos de cualquier joven de Clarín, que
se graduó en la maestría en que enseña Lalo Mir, si toman la escala
de lo público estatal y de los negocios, terminará abasteciendo las
bilaterales de Magnetto con el presidente de turno. El caso más claro
y último fue el apriete que Clarín le hizo al gobierno denunciando la
gestión de la ambientalista Romina Picolotti. En definitiva, un
periodista es un forro casi siempre. En el sentido más viscoso y
descartable. Y muy pocas veces no es un forro. Se pueden poner
trajes, viajar en avión, dar charlas en Columbia pero sus vidas se
resumen en mediar extorsiones. Salvemos a los periodistas narrativos
que zafan por ser los Cándido López de la Guerra del Paraguay --que
igual quedó manco en Curupayti--, salvemos también a algunos
columnistas, y a los que se han especializado en algo y con
cuentagotas tratan de filtrar una agenda útil para la comunidad.
Tomemos el caso de Daniel Santoro --el periodista, no el pintor
peronista--, que tiene un programa muy importante de cable llamado
Informe Santoro, y que cobró notoriedad, como diría el mismo,
cuando los americanos le pasaron una carpeta sobre el tráfico de
armas a Ecuador. ¡Que investigador!, ¡Qué informe, Santoro! O sea,
para un vecino común, como diría Macri, parece que Daniel, se infiltró
como Jack Bauer para filtrarle a la sociedad unos papeles secretos,
pero no, fue puntualmente Jack Bauer el que los robó para unos
señores de teléfonos satelitales que lo esperaban en una Hummer
estacionada en la esquina y que se lo pasaron a Danielito en la
confitería Donnay con el objeto puntual de cagar a alguien o de cagar
a muchos. O, simplemente, para mostrar la pija imperial.
Los diarios, suponemos nosotros, conservadoramente quizás, no
hay que intervenirlos, porque es como intervenir los hechos de ayer.
Es como hacerle una barba candado a una foto de Hitler y
fotoyopearle un arito al fuhrer. Dejalo como está, como fue, así lo
pensamos mejor. Intervenir lo que los diarios informan sobre lo
sucedido implica decir que importa más el cómo te lo digo que el qué
te estoy diciendo y eso, en los diarios, no puede ser. Por una regla de
juego social básica. Porque cada actor debe cumplir la promesa que
hace. Porque el policía no debe ser ladrón, porque el juez no puede
ser parcial. El periodista no puede tomarse en joda los hechos. Más si
le va a pedir, como tan insistentemente hace, al policía que no afane
y al juez que no arregle con una de las partes. El humorista, obvio que
sí. Santoro, el pintor, también. Que Evita vuele, que Evita evite a Juan,
que resucite, que tome helado con Magaldi en Freddo, si Santoro lo
siente así. Y, por esa contradicción, es que Sátira/12 no funcionó
nunca. Si te querían hacer reír en el cuerpo principal, ¿para que
además te daban un suplemento? El qué debe ir adelante del cómo
para que la libertad de la prensa valga bien la pena. Exageremos:
debe ser así para que valga la pena dar la vida por eso. Se puede, en
todo caso, anunciar que el diario será un hecho estético, como lo es la
revista Barcelona. Los diarios, en el caso ideal, deberían informar,
transparentar la vida pública para el público, que no está ni puede
estar en todos lados, para alentar sobre la práctica del socorro mutuo
o alertar sobre el sálvese quien pueda (esto es una ingenuidad, ya lo
mejoraremos). El Amarillo/12 fue una broma. Fundó una máquina
periodística de hacer chistes hasta la descompostura, hasta ponernos
amarillos. Claro, cada uno hace el diario que quiere. Por eso el
problema nunca fue Lanata. El problema fueron los afiliados a su
partido. Los que se subordinaron a su forma de ver las cosas y no
advirtieron que, además, son muy pocas las cosas que él ve.
2

Ah, pero hablemos bien de Lanata, digamos todo lo que


pensamos, no sólo una parte, digamos todo, todo, que es más lindo,
que se arriesga más, se compra uno más prejuicios ajenos pero el
efecto catártico es más poderoso y se escribe mejor, ojo, porque se
saca siempre de las zonas calientes de la memoria y se desintoxica
uno, se escribe, uno, para explicarse, y eso es un gran negocio,
seamos controversiales hasta con la propia conciencia a ver qué pasa,
a ver qué más hay, a ver quién viene a conocernos, y sumemos en
esta adición que nadie nos pidió, la gauchada enorme que le hacemos
a los historiadores del futuro que contarán con estos borradores para
interpretar los gruesos paquetes de diarios y de revistas que tal vez
sobrevivan en las bibliotecas de las universidades norteamericanas.
Digamos, entonces, que Lanata es un hombre que se da los
gustos. Y que nos gusta la gente que se da los gustos. Podríamos
mirar con microscopio a toda la comunidad y comprobaríamos que el
director de Crítica forma parte de una minoría. De la minoría que hace
bastante lo que se le canta. Que no sólo tiene que ver con los
beneficios de tener plata, sino con ser un poco temerario, con no
someter en forma permanente el goce al cálculo. Nos gusta la gente
así. Tratamos de jugar en esa liga, por eso nos gustan. Aunque no nos
interesen las mismas cosas. No todos queremos un Patek Philipe.
Nosotros miramos la hora en el celular. Cuando la miramos. Porque
para nosotros el día se fracciona entre el día y la noche, como debió
ser siempre, como se estableció en el Génesis. No queremos relojes
caros, no queremos pulseritas, anillos, no queremos las boludeces por
las que el gordo se entierra en Internet durante la madrugada. Pero el
misterio de salir de pobre y lograrlo, lo que queremos todos, el
misterio de hacer un viaje exitoso de Sarandí al Palacio Estrugamou,
en una sola generación, bueno, un aplauso, y debe venir con un
montón de quilombos respecto de lo que falta para la cima. No
hagamos psicología. Concentrémonos en las evidencias. Lo que vería
Andrés Klipphan si tuviera que hacer un informe. Anotaría, Klipphan:
el señor L. morfa todo lo que quiere, si quiere fumar mientras se
baña, fuma, y, evidentemente, le chupa un huevo morirse pronto,
como consecuencia de eso, porque debe preferir vivir poco y bien, a
mucho y mal. Y entonces la pregunta, Andrés: ¿tenemos algún
problema ideológico, político o moral con eso? Un No grande nuestro.
Tal vez un reflejo psi nos haga decir, sabiendo poco igual, que donde
parece que hay extrema libertad puede que haya extrema prisión: la
cárcel de los Benson & Hedges y los chorizos a la pomarola. O que
donde abunda el pecado es porque abunda la ley, dando vuelta la
sentencia de San Pablo. Puede ser.
En honor de Lanata hay que decir también que el tipo se ha
preocupado siempre porque su gente gane bien y porque estén en
blanco. El tipo es Henry Ford. Seguramente considera que todos sus
empleados deberían tener un auto. Y no se puede decir lo mismo de
Manuel Antelo, que fabricaba autos o del malogrado Pepe Eliaschev,
quien fue la encarnación del capitalismo salvaje en el negocio de los
medios de la Argentina. A Lanata le gusta salvar con guita a los
demás. Un abrazo por eso. Aunque tal vez lo haga como un chico que
gasta lo que no le cuesta ganar. Y que mediante el dinero, y no sólo,
logra reducir la realidad a su capricho. Caprichos que el resto resolvió
aceptarle hasta volverlos un profundo sentido común. El aire que
respiraron los periodistas durante veinte años. Que es lo que nos
importa en definitiva. Su influencia ya es de veinte años y sus
compañeros de viaje en este tiempo, los egresados de su Komsomol
del diario 12 y de las publicaciones periodístico-policiales 21, 22 y 23,
de la tele, de la radio, que lo imitan, lo repiten, que tutean a los
oyentes, a los televidentes, siempre con la mueca indicativa de que
un diputado Imbelloni les está metiendo el perro, lo sobrevivirán,
llevando así su influencia por otros veinte años, hasta que llegue el
día en que una minoría de ilustrados arme una guerrilla y los caguen
a todos a trompadas por tutearlos.
Pero no va a pasar. Empeorará el asunto. Por eso es que esto no
va más. Por eso este réquiem. Por eso, este último gusto de Lanata,
su ingreso al sindicato de variedades, les cae como el orto a los
cronistas escolarizados que contrató. Porque escucharon el clic.
Aunque muchos no tuvieran demasiadas expectativas, al menos
podían ir a trabajar envueltos en el manto sagrado de la condición de
gran periodista de Lanata, de hombre que ha influenciado a la patria
para bien, por el asunto de haberle quitado solemnidad a la vida
pública tratada por los medios. O sea, el mito que denunciamos. Su
pase a la revista de Lino, su legítimo pase a la revista a darse un
gusto, para los periodistas que nos chatean por las tardes desde las
instalaciones de Maipú, desordena el mito, lo arruina, profana el
manto, es el equivalente al giro a la derecha del gobierno peronista
del ‘73. No lo dicen así, naturalmente. Para los integrantes de
periodistilandia, excepto para los más vividores de viejos mitos
setentistas, la derecha y la izquierda son quesos vencidos. Brócoli
viejo en la heladera. Esa es la verdad. Ahora: es centro o margen. Y
todos apuntan al centro y a ganar. Cómo no vas a apuntar al centro.
Imaginan que en el margen hace más frío, y es verdad, que en el
margen hay menos plata, y es verdad, que en el margen pasan
menos ambulancias y es verdad. Pero, ojo, ahora es así. Porque
cuando el reinado del estilo descontracturado empezó, cuando los
diarios se pintaron un día de amarillo, los recursos humanos
disponibles eran otros, una obviedad. Se armó en esos años una
ensalada de setentistas con muchachos que habían sido adolescentes
en el Proceso y que nada que ver con el ERP ni con los Montos ni con
el PC, y eso era la redacción del 12. Un mix de remolacha y verdes.
Pero sin batalla generacional. Hay que decirlo. Sin corte manifiesto
por ese lado. En el ’87, los cuerpos y las mentes de los compañeros
sobrevivientes setentistas todavía estaban jóvenes y dominaban esa
y otras redacciones, los cargos importantes pero, con el reflejo de
tantas batallas por los qué, siguieron insistiendo por ese lado, y se
comieron la batalla que se iniciaba de los cómo. Llegaron las
computadoras y el Pagemaker: un quilombo para los camporistas.
Entonces vieron el diario amarillo y dijeron ¡bien!, porque lo vieron
con títulos hechos con películas que les gustaban y para hablar
siempre de temas que les resultaban familiares: La clase obrera no va
al paraíso y dijeron de nuevo ¡bien!, ¡bien!, ¡Pe-rón, Pe-rón!, en fin. Se
armó solito el consenso del que hablamos antes, no hubo que forzar
nada, la melodía de fondo que había que bailar para entenderse con
el mundo nuevo era más o menos simpática y no te iba a costar la
vida, además.
Habrán tolerado groserías. Cómo no. Todos ellos tienen alguna
para contar. Pero ellos mismos las perdonaron con una frase que
recorrería todos estos años y se volvería la favorita de los edecanes
del periodista e historiador. El gordo tiene esas cosas, viste cómo es,
de modo que sus caprichos de estilo adquirieran una dimensión
poética. Claro, quién se siente humillado así. Quién puede ver un
grave compromiso a la verdad y a la seriedad de los hechos si todo
pasa por el arrebato emocional de un artista. Si el otro es Orson
Welles. Pensándolo bien, habría bastado con que Verbitsky, Pasquini
Durán, Soriano, lo taclearan en un pasillo y le dijeran: conmigo no se
jode. Con la patria del pueblo, menos. Pero andá a nadar contra
corriente. Los más jóvenes —ahí sí el switch de generaciones—,
vieron por otra parte la veta infernal que abría la prensa en materia
económica, y sin laburar demasiado (un periodista no labura mucho,
se exige tres añitos hasta acomodarse), por las rápidas derivaciones
al campo empresarial, por las formas zigzagueantes de sus relaciones
con el poder, con sus fuentes, por la rotación de éstas, los créditos del
Hipotecario (casi toda la línea directiva periodística de Clarín, hoy,
ligó un crédito ayer, lo cual nos enseña clarito cómo la base material
determina las superestructuras), o la señal Política y Economía, única
en el mundo, una señal de cable creada al efecto de articular la
relación espuria de los periodistas de los medios gráficos con sus
fuentes. Y se armó así una aristocracia de la prensa, módica, de corta
duración, con sus contradicciones, pero que sumada a la expansión
de la televisión y de los cables movieron cantidades industriales de
chicos de las categorías 65 a 80, mayormente, a estudiar en los
Institutos de Menores Periodísticos como el TEA o la carrera de
Comunicación.
Los cuales, esos chicos, ahora están a cargo y editan ese diario,
entre otros medios, y llevan en sus oídos editores la maravillosa
poética lanatiana de boludo, qué carajo significan los puntos
suspensivos. Y que aceptan para quedar de una pieza. Para no ser un
loser, que es tan importante no ser un loser. Y ser aceptado. Andá a
ser el aguafiestas, el emo de los cumpleaños de los colegas. El que no
le gusta nada. No te invitan más y ponen toda la noche el disco con la
banda de sonido de sus vidas: Keep the party clean. Tengamos la
fiesta en paz, como le traducen siempre a Galtieri.
3
Con el diario, al final, no pasó nada. No vende un pomo, no está
en los bares. No se lo espera a ver qué dice, porque nadie sabe bien
si le están hablando. Si lo están interpelando, como se dice en la
facultad. Y, claro, no se sabe si es en joda o si es en serio lo que se
publica, y así: ¿quién compra dólares? Una lástima. Porque el pobre
mercado de lectores de la Argentina se pierde las buenas notas que
se publican en la revista de los domingos y que quedan tapadas por
las bromas de cabaret nazi que se hacen en la tapa, por el sexismo
brutal y por algunas mentiras publicadas con banalidad antes del
último subte. Terrible, porque el pobre y decreciente mercado de
lectores se pierde notas como las de Susana Viau y, entonces, es más
pobre y es más decreciente.
Susana, en una punta simbólica de la redacción. Una mujer que
se acuesta a ver en cable El tercer hombre y siente un ruido en la
cabeza y se levanta de la cama a leer el libro original y siente otro
ruido y no se puede dormir hasta el amanecer porque se queda
leyendo la historia de unos ambiciosos que no pueden dominar el
impulso de la guita, traficantes de penicilina, hombres desesperados,
sin continente, sin horizonte moral. Y luego escribe con la suficiente
habilidad, y con todas las horas que hacen falta para desplegarla,
como para que un ex Juez Federal millonario y un empresario
farmacéutico, miembros de la sociedad propietaria de Crítica la
saluden en los pasillos sin advertir que Susana también se los cargó a
ellos. Cuando parecía que no, que sólo hablaba de la noticia de la
semana.
Pero fuera de eso, poco, poco. Debe tener su tráfico en Internet,
el site de Crítica, cómo no, pero con el Firefox cualquier cristiano abre
30 pestañas al mismo tiempo mientras espera que se le haga el café.
Por las dudas, o porque sí, o porque es gratis, abrís Crítica; por las
mismas razones abrís Infobae, también. Son páginas que abrís sin
esperanza, sin emoción. Distinto a la movilización afectiva de abrir el
blog de Artemio, por mencionar uno, pero uno de pocos, tal vez el
mejor ejemplo de cómo un hombre, en su plenitud intelectual, puede
usar un recurso, Internet en este caso, Internet en estos años, para
dar cuenta de lo que ama, digámoslo: la patria; sin dejar de presentar
un estado del arte de lo que es ese amor para él pero también para
otros, y divertirse con lo que esperan que muestre, encuestas, los
porcentajes de sobrevida que tienen los hombres públicos, y anotar al
margen sus gustos musicales y presentarnos también el amor por
Igor, su ovejero. Un abrazo a Igor. Por eso no da que se jacten los que
hacen el site de Crítica. El tiempo perdido en Internet todavía no se
factura, cuando eso ocurra veremos la verdad de las cosas.
La Internet 3.0 registrará, si hay suerte, si la sensibilidad
promedio de sus programadores nos da la chance, las distintas
temperaturas de los internautas y los efectos del tráfico por la red. Así
como el Facebook 3.0 debería registrar todos los malentendidos de la
vida dejando atrás esa linealidad que despierta la fobia de los
apocalípticos. Para entonces, los amigos que nos chatean por la tarde
desde la redacción deberían poder leer en sus perfiles personales:
Soy amigo de Galtieri pero no me gusta que me maltrate, que me
estaquee, que se burle de mi educación. Y que dé el próximo
Facebook la chance de armar grupos donde esté bueno hablar de
estas cosas.
Con el diario, compañeros, volvamos a los borradores, no podía
pasar nada. A todos los que nos preguntaron antes de agarrar el
laburo se lo dijimos: es muy difícil hacer algo importante,
trascendente, con las retaguardias. Las retaguardias están para hacer
el mate cocido, para acomodar los ataúdes en el Hércules. Es así. El
diario iba a ser una nueva plataforma cualunquista, siempre corriendo
de atrás a la sociedad, con editores que iban a terminar leyendo
Clarín, todas las mañanas, para saber dónde estaban parados y
configurar desde su tremenda inseguridad la agenda periodística.
Todo para no comerse nada. El miedo más grande de un
retaguardista, ¡el colmo de un retaguardista! Que, pese a estar bien
atrás, donde están las mamás y las enfermeras, lo agarren por la
espalda. Y el pánico de ese cuerpo de editores a no haber escuchado
bien las consignas de Galtieri, las órdenes que se filtran en el casino
de oficiales de la planta alta. Desde la otra punta simbólica de la
redacción.
En el cuerpo de editores del diario predominan recursos
humanos conservadores, temerosos, con Fiorinos, gente respetable,
atención, excelentes padres de familia, como decía Guillermo Nimo,
con los que compartiremos geriátricos, si dios nos da salud, pero
bueno, gente leal al pasado, a lo instituido, más que nada, y
obediente de las oratorias televisivas. Muchachos iniciados en el
diario 12, algunos de ellos, quién diría, con todo lo bien que se habló
siempre del 12, que han esperado años, que han juntado coraje, con
persistencia pero con cuenta gotas, para decir vamos al corte o
después de estos auspicios, con nosotros, Marta Minujín, y hacerle
una entrevista feliz a la drogadicta del régimen que hace torres con
sánguches de miga. Qué vamos a hacer. Otros, en ese cuerpo editor,
educados por la editorial Perfil, formateados en el periodismo de
primero la tapa y después vemos, y que no desarrollaron ninguna
contradicción con el método, insensibles, además, a la idea de que la
historia de los hombres hace la trayectoria de una serpentina y que
sólo así merece ser leída. Con ellos evidentemente se podía hacer
este diario que hoy no se compra en los kioscos. Que no está en los
bares, los templos de los alfabetizados, y que nadie espera. Y que
todavía se puede hacer peor. Por la simple saturación que irán
evidenciando los más entregados al proyecto. Y como consecuencia
de la deserción de los cuadros mejor educados. Porque desertarán.
¿Tenemos que dar nombres propios, tenemos que decir éste,
aquél, el otro, los nombres de quienes sabemos que abandonarán? ¿O
los nombres de los entregados a la causa del abordaje periodístico de
cabaret para los temas de género? ¿Los nombres de quienes se
plegarán al movimiento revisteril? ¿Tenemos que poner sus nombres
en este frontón para que los googleen y se les caguen de risa los
hijos, cuando crezcan, cuando entiendan dónde estuvo papá, cada
día, cuando el país consolidaba su inviabilidad? ¿Que papá, o mamá,
porque hay mamás también en el emprendimiento, favorecía hacer
chistes sexuales en las páginas de un diario para desvalorizar a las
mujeres? ¿Que papá, todos los días, empobrecía el panorama
cultural?
Hablemos de Galtieri. Del vértice filoso de la otra punta
simbólica. Del coronel periodístico de mocasines, educado en la
escuela de la pirámide invertida y que rechaza los gerundios y la
insubordinación gramatical. ¿Conocen más gente así? Un hombre con
fuerte lealtad personal con el pasado y la cosa pueblerina, fuerte
culto al padre, el perfil de Hernán Figueroa Reyes cantando La
Pomeña, ¡porque te yooooban, Euloooogia!, con fuerte parentela
estética con Joaquín Sabina, también, con Juan Serrat, con las fábulas
de Eduardo Galeano. Con esa gente. Pero con la Colt 44 en la cintura.
Este cowboy subtropical, su línea media y la melodía de veinte
años que cantan, iniciada en el 12, el suplemento juvenil de un diario
serio, como alguna vez lo definió el doctor Sidicaro, otro abrazo,
hicieron posible que esta monumental inversión de recursos
económicos y humanos, que es un diario, haga la tabla del cero cada
día, para decepción de los amigos que nos chatean amargamente por
las tardes y a quienes esperamos de este lado del río en cuanto
puedan cruzar.
4
Escribimos el fuck hondo que podemos. De qué vamos a hablar.
Si armaron una ciudad, con unas experiencias de clase que ha
implicado el desfile de un millón de vecinos, aunque sea diez minutos,
por el CBC, como se puede apreciar en cualquier pelotero de
cualquier restaurante en el que cualquier padre le refiere el panóptico
a cualquier niñera que dice claro, y dice obvio, grosso Foucault; una
ciudad en la que media sociedad civil se anotó en el Rojas para hacer
algo, y la otra mitad lo consideró, porque en todas las familias de la
clase media de Buenos Aires, uno de los hijos también pasó por el
TEA, por el DEPORTEA, o quiso pasar y porque en los bares donde nos
constituimos a diario, en los comedores a los que vamos cuando
podemos, y a los cumpleaños a los que todavía nos invitan vemos
que la gente es tan dependiente de la industria simbólica que casi no
se puede hablar sin decir nombres propios, que casi no pueden
entenderse los invitados si no mencionan apellidos prestigiosos de las
fábricas de envoltorios, de forros y, según los hogares, los apellidos
estelares que se cantan, salvando esa época, ah…, que duró cinco
años en que un solo apellido doble, Agulla y Bacetti, fue santo y seña
en los livings de cien mil familias, que lo repetían porque sí, y eso fue
lo más doloroso, que tantos inocentes mejoraran la visibilidad y el
patrimonio de dos caraduras a cambio de nada. ¡Cómo distribuyó
socialmente el interés por la forma ese dúo histórico! Cómo
establecieron los exactos términos de la salvación. Esos palurdos con
macs y zapatillas de colores.
La industria del entretenimiento, vistosa y pujante en los años
noventa, fue la lucecita de esperanza del cardenal Samoré para
muchas familias de clase media, para que sus hijos pudieran
progresar, cuando ya no se podía progresar. Más que nada los hijos
menos afectos al estudio. Y les pagaron las cuotas de los institutos y,
aunque pronto descubrieron que la inserción de los chicos en los
medios no iba a servir para el mejoramiento patrimonial, porque la
vocación de empresario que se requiere para saltar el corralito de los
asalariados no se arma en dos años, ni de grande, advirtieron
también que los medios los compensarían de manera eficaz, lo que es
decir, de manera simbólica, porque el fuerte de la promesa de los
medios, para sus trabajadores, es la dimensión imaginaria, la
importancia pública y el reconocimiento que sus vecinos les
transmiten.
La fascinación popular con los periodistas, para usar un
genérico que podría contener también al que atiende los teléfonos en
el programa de una radio pentecostal, respondía al feeling de que
integraban un sector dinámico de la pobre economía nacional y que
además, por pertenecer a él, le aseguraba al chico y a la chica, a los
aspirantes a soldados de una radio, de un diario, de un canal, la
proximidad con los círculos de poder que la violenta segmentación
social y la pérdida de espacios urbanos interclases habían vuelto cada
vez más lejanos e inalcanzables para las mayorías. Los círculos de la
política pero también del mundo del espectáculo o, del mundo del
espectáculo pero también de la política. Porque así en ese orden es
como se ajusta más al morbo y al entusiasmo con que eran
percibidos. Y como la plaza pública fue cedida por las élites más
comprometidas con la verdad y el progreso –que fueron siempre la
política y la universidad–, los periodistas coparon el escenario,
multiplicando así su importancia y atractivo para las masas. Además
de informar y manipular la información, lo que la prensa hizo siempre,
se convirtieron en voces esperadas para arbitrar en decisiones
importantes. Fueron y son, también, sicarios de guante blanco. Si en
Francia ciertos debates como el del genoma tienen como últimas
palabras las de los científicos, en la Argentina, los argentinos
quedamos, en un día bueno, en las manos de Adrián Paenza, un
comando tecnológico de Fantasy, para decidir qué nos conviene más.
Pero si es un día malo, como suelen ser la mayoría de los días en el
tercer mundo, y no tenemos suerte, los temas graves recaen para el
análisis y el dictamen de Investigaciones Klipphan.
Redundemos: las carreras de Comunicación y de periodismo de
las universidades públicas y privadas, de los institutos terciarios, no
reventaron sus localidades durante los últimos veinte años por la
irrupción misteriosa de dos generaciones de locos con necesidad de
contar historias del presente. Son pocos los casos de jóvenes
motivados por la espesura narrativa que puede dar la vida pública.
Buena parte de ellos son los así llamados, precisamente, periodistas
narrativos. En ellos tal vez se encarne la paradoja de la época digital,
porque podrían desplegar su vocación, su arte, su vanguardismo, sin
entregar libras de carne mental a una máquina vieja, del pasado,
como es un diario de papel y prescindir en un solo movimiento de
patrones y editores. Vivir afuera. Sin Galtieri. Si quieren decir algo, los
narrativos podrían mandar mails largos, postearlos en un blog o
filmarse leyéndolo y subirlo a YouTube. Se deforesta menos y el
impacto cultural será mayor y de más largo alcance. Claro, de qué
vivir, es la pregunta inmediata. No tenemos respuesta.
Para el resto de la prensa, para los que no narran ni quieren
narrar, para los que todavía no saben lo que quieren con ese trabajo,
y para los que tienen una distancia cultural y afectiva enorme con el
objeto al que frecuentan a diario, la sociedad, la política, la política
internacional, su inserción en los medios fue el efecto de aquella idea
de que en los medios pasaba algo que podía salvar el tiempo vital
que se va a consumir manteniéndose parados en el mismo lugar
social. Pero, bueno, esta realidad, compañeros, ya es pasado. Ya es
carne azul colgada en la heladera. Porque la matrícula decreció
monumentalmente en la carrera de Comunicación en los últimos dos
años. Porque los jóvenes quieren ahora diseñar ropa. Necesitan
diseñar ropa. Ser Trosman, por derecha, o Churba, por izquierda.
Los malos salarios y la creciente paraguayización de los medios
realmente existentes sepultan entonces la fantasía de un oficio, el
periodismo que, es justo decirlo, puede ser bastante lindo, de lo mejor
que hay para hacer en los países contenidos bajo el universal
capitalismo y democracia. Un oficio que, si te preguntan, consistiría
en contarle a los demás, que no pueden estar en todos lados, y lo
mejor posible, lo que pasó ayer. Y que cuantos más puedan contarlo y
cuantos más puedan contarlo mejor, harían de las conversaciones
públicas plataformas más eficientes para el progreso de la
comunidad.
Nombres propios de esta época han contribuido a la
decadencia. Agarrémonos con los más poderosos, con los que tienen
más musculitos, que es la única forma de no ser la señorita del
pabellón. Albistur y el fenomenal Alberto Fernández que inventaron
medios porque hay pauta para dar y de la cual morder, que botaron
barcos factoría como los de Sergio Spolsky para hacer siete revistas y
diarios, suplementos e inserts, todos con el mismo personal, que
escribe los mismos textos, porque el negocio no es que se lea y se
gane dinero por el efecto de haber dado en cierto clavo de cierto
gusto popular, sino porque el negocio es la pauta publicitaria estatal
que no está asociada a ningún criterio de ejemplares vendidos o de
compensar las desigualdades materiales que algunos medios tienen
respecto de otros. También así se domesticó la ilusión de un oficio y
ya son los propios periodistas que nos chatean amargamente a la
tarde los que adquieren una conciencia fuerte acerca de la baja
calidad de lo que hacen, de lo que hacen sus compañeros en los
escritorios vecinos y de la escasa utilidad pública de su trabajo. Les
cuesta la conciencia de clase, eso también, porque sería el acabóse.
Constituirse como parte de un colectivo que reclame un piso, no sólo
salarial, sino de los términos aceptables para hacer el trabajo es una
muestra de debilidad flagrante en una redacción. Te hace menos
competitivo a los ojos de los demás, si este gil fuera bueno, no
estaría llorando por plata o porque lo traten mejor, se piensa desde
determinados escritorios. Pero ya se van a mirar al espejo, más
grandes, más boludos y, si estiran el razonamiento puede que se
vean viejos y resentidos, cruzados por las sondas en la terapia
intensiva, atrapados en esas camas tremendas con pedales de fierro,
viendo cómo el balance entre lo que recibió y lo que dio da mal. Da
para atrás.
5
Queremos también decir esto: es insoportable que la prensa se
pueda meter con todo el planeta, con toda liviandad, pero que
meterse con la prensa, aún tomándonos el trabajo, aún componiendo
durante días y días, sea equivalente a un acto demente, vandálico o,
más favorablemente pero no menos falso, de un extremo coraje. Si
los tipos no tienen fierros, ¿qué es lo peor que puede pasar? Que no
te contraten es un problema sólo para el que quiera trabajar con
ellos. Para el que no quiere o para el que ya no quiere hacerlo, es
igual a nada. Para el que no, la prensa es un tema de conversación
más. Un tema que es atractivo por todo lo que venimos diciendo
acerca del papel tutor que ha ejercido el periodismo en todos estos
años. Y quién no quiere leer sobre el tutor. Quién no quiere saber los
secretos de la institutriz. Es el teorema del morbo de Baglini: más
cerca del poder están los personajes, más querés leer sobre ellos. No
sentimos, entonces, nada parecido al ejercicio temerario en esta
acción. Casi somos parte del sistema. Somos el Ying del Yang, el clu
del clán. Nos sentimos livianos y firmes, con los pies en la tierra, sin
desequilibrios, sin fantasmas. Algunas de las personas más buenas y
lindas que conocemos trabajan en la redacción del diario Crítica y los
queremos prósperos, felices y concretando su vocación que no es sólo
ser periodistas, madres o padres, sino contribuir a un país mejor, más
justo y más solidario. Que es difícil, acá y en cualquier lado, pero por
qué no probar.
Ese es, entonces, nuestro negocio: la conversación. Nuestro
negocio de toda la vida. Somos relatores de una época sobrerelatada
y que, por ello, tratamos de abrirnos paso de la manera más eficiente.
Nuestro lema es: o nos matan o nos dejan pasar. Y entonces pasamos
también a los tiros, por las dudas. Qué va a hacer. Aun si nos va mal
en esta vida, esperamos resultados en la posteridad. Así de
optimistas. Y si ahí tampoco sumamos de a tres, no nos vamos a
enterar. En estos primeros borradores del fin del periodismo estamos
contando la historia de una transición, el pasaje del bronce al barro de
un oficio hermoso. Y, en ese sentido, el salto de Jorge al Teatro de
Revistas nos hizo pensar en eso. Nosotros no lo empujamos a las
tablas. Él generó la noticia. Él, Lino y Ricky Pashkus. Los gordos y el
flaco. Abbot y Costello/Costello. Para nosotros fue simplemente
morder la medialuna de Wilson, el uruguayo del kiosco de Página, y
que la memoria hable. Nos acordamos de unas cosas. Pensamos en
otras. Nos preguntamos qué, por qué, cuándo, dónde, cómo. Usamos
el instrumento. Disculpas a quienes se sientan mal por estos
borradores. Tómenlos como borradores. A la mayoría que nos felicita y
asiste al espectáculo revolcado en su silla comiendo palitos salados y
haciendo buches de whisky mientras baja el cursor con el índice, con
la misma ansiedad con que le meten fast forward a una porno, bueno,
les decimos que visto así nos irritan mucho. Por algo que Huili Raffo
dijo alguna vez: No queremos proveer esparcimiento para amigos
nominales que nunca harán lo propio en su terreno. Un texto, el de
Raffo, que debería ser de lectura obligatoria en las escuelas de
superhéroes.
Cuando nos acordamos de cosas, nos acordamos, por ejemplo,
de sapos. Por eso escribimos, para ordenar un sueño. Si a un sapo lo
sacás del agua fría y lo echás al agua hirviendo, distingue el brutal
cambio de temperatura, y entonces salta del agua y salva su vida,
pero si lo echás en agua fría, se ríe el sapito, porque no se aviva que
se cocina hasta el hervor y crepa. Pobre gaucho. Lo que vemos es
que, al no pasar nada con el diario, Jorge parte al teatro de revistas
antes de cocinarse ¿A vivir entre bailarinas? Es la forma más blanda
de verlo, porque es la que lo asegura en el mito de hombre
inesperado e inesperable que hace lo que se le canta. (No tenemos
un problema con el teatro de revistas, tampoco. Nos pasaríamos un
año en camarines con un sombrero de bombín y zapatos de payaso.
Por dios, lo haríamos, lo haríamos. No seamos hipócritas) Pero salta
Jorge a salvar, con esta extensión de línea su marca, que,
obviamente, no debe perder valor si aspira a la permanente puntera
de góndola. Y como todos vamos al supermercado, como los amigos
que nos chatean amargamente a la tarde van al supermercado y son
tan influenciables por la publicidad y el marketing como cualquiera,
vieron su yo afectado por la decisión de Jorge. Sintieron, como ya
dijimos, el clic. Lo que sintió un acopiador de tabaco virginia cuando
Philip Morris hizo un fuerte pase de capital a su negocio de lácteos.
Sintió que el faso a la larga no va más.
Sintieron, nuestros amigos, que si el diario se encontrara en una
situación dominante, el jefe no se iría ni en pedo antes del cierre a
hacer otra cosa. Postergaría ese gusto. Porque el cierre de un diario
es mítico. Es un no va más, si nos equivocamos, nos equivocamos; si
la embocamos, qué quilombo se va a armar. Hermoso, realmente. Un
gran momento. Que el jefe resuelve perderse porque no siente que su
presencia mejore o empeore el producto. Porque el jefe ya no la
quiere pelear. Porque el producto fue tocado en el hombro por la
parca de la obsolescencia. Al contrario, en el otro escenario escuchará
los aplausos que no se sienten en la caja de zapatos de una
redacción, sentirá la emoción de la doble o triple salida a saludar,
agarrado de la mano con Lino, con Ricky, bajando la cabeza, un
poquito, en su caso como yéndose, como qué hago acá, haciendo la
gauchada de saludar en medio de una investigación sobre el dinero
del poder o cosas que suenan así.
Insistimos, en esta quinta parte de los borradores, llena de
justificaciones que serán eliminadas en la versión final, que con él no
hay ningún problema. Le mandamos un abrazo. Nos consta, además
de todo lo bueno que ya dijimos, que es un buen tipo si entendemos
por eso, y por exagerar, que no nos va a entregar a los nazis, en caso
de cuarto reich, y que si le preguntan va a decir que nos fuimos para
allá, cuando él nos vio correr para otro lado. No se puede decir lo
mismo de todo el mundo. Digamosló en su honor. Digamos también
que no se puede vivir haciendo complicados ejercicios contrafácticos
para callar, y justificar el silencio en forma permanente sobre los
temas públicos. Digamos también que en la cultura occidental, la idea
es que el capitán abandone último el barco, que el sheriff sea el
último en escapar por la terraza del saloon. Digamos que eso también
afectó el yo de los amigos que nos chatean por las tardes. Y
amargamente.
¿Por qué doblan las campanas? Porque las van a guardar. Es así.
Es un fin de régimen. Lo dice Agulla y Bacceti: Cualquier papá sabe
que un chico se pasa prendido a la computadora ocho horas y tiene la
tele prendida al lado como si fuera una radio. Y ni siquiera habla de
los diarios. Tal vez no crea que existan. El fin de la prensa de papel,
por lo demás, es universal aunque la intensidad que le ponemos para
tratarlo aquí es argentina. Esto no se puede controlar.
Y, obviamente, esta conversación es el microclima de dos mil
tipos interconectados por el gtalk y el Facebook. Para Tati, el chino del
autoservicio frente a mi casa que lee noticias en diarios
mimeografiados en mandarín que son dieciséis hojas oficio dobladas
a la mitad y de color rosa, esta historia no es nada. No es nada para
mi profe de Body Pump que se compró un cardiómetro para arrancar
de personal trainer la semana que viene y que lo está seteando,
ahora, enfrente mío, en el Piacere. Nada tampoco para Ilda, a quien
veo entrar al bar en este mismo momento, que me viene a buscar las
llaves de casa, la chica de Asunción del Paraguay con la que tercerizo
las tareas hogareñas que me permiten tener el cerebro encendido
muchas horas por día. Y vivir de la cabeza.
6
Hablemos de cosas lindas. Hablemos de fuentes periodísticas,
que es algo tan, tan importante que en las carreras de periodismo ha
llegado a ser una materia en sí misma. Las chicas de la UB, de la UP,
de la UTDT, toman Rivotril antes de rendir Fuentes y los chicos se
presentan directamente al segundo llamado. No, me van a hacer
mierda. Dicen y se quedan en la cama hasta el mediodía. Después de
almorzar preguntan por el gtalk a los más valientes cómo les fue y
qué les tomaron en Fuentes. Se ponen diarreicos ante la idea de tener
que exponer sobre una fuente informal.
Una fuente periodística es, digamos, tanto un lugar físico o
virtual, como no, como simplemente aquel mamífero cuadrúpedo
vertebrado, parlante o no parlante, de cualquier sexo y factor rhesus,
del que un jornalista obtiene la información necesaria para hacer sus
artículos. Sí, así es exactamente. La hemeroteca del Congreso es una
fuente periodística. Google es una fuente periodística. Wikipedia es
también una fuente periodística. Cualquier tumor de bytes que flote
en la red y que disponga de un agujerito blanco rectangular delineado
predominantemente en negro y que diga en su parte inferior search
es una fuente. Se pueden hacer notas sólo disponiendo de ese
recurso técnico más un cable de la agencia Télam que tenga el
elemento informativo del día que justifique la publicación de un nuevo
artículo. Y, sin el cable de Telam, también se puede hacer. Basta ir a
Google News y ver qué es lo último. Esto, obviamente, ha contribuido
mucho al abaratamiento, no sólo económico, del producto
periodístico, así como también a su multiplicación lumpen en la forma
de diarios gratuitos. Todo lo cual ahonda el desprestigio de un oficio
que, si bien fue fácil siempre, conservaba hasta la universalización de
Internet cierto misterio en su ejecución diaria. Ahora requiere de una
muy mínima alfabetización digital. Ahora el recurso humano puede
ser más virgen y más barato. Los amigos que nos chatean por las
tardes lo saben bien. Se preocupan por eso. No quieren ser los sapos
del siglo inalámbrico calentándose hasta morir en una redacción.
Pero el tema de esta reunión era fuentes, sobre el que podemos
hablar aún en presente por encontrarnos en el límite de la historia
entre lo que fue y lo que ya será de otro modo. Aunque cabe un poco
el desorden en que presentemos estos temas porque como decimos
en el título estos son, compañeros, borradores. Ya iremos en busca de
la gestalt de las palabras y las ideas. Pasemos entonces a considerar
las fuentes humanas: lo más interesante del asunto. En el negocio se
habla de fuente, buena fuente, muy buena fuente, gran fuente y mala
fuente. Después de mala fuente viene: es un pelotudo. Una mala
fuente es alguien de quien se espera que sea fuente porque que ha
sido formalizado como tal por la institución o por el que dispone del
recurso económico para rentarlo y que, sin embargo, hace el trabajo
como el orto, juicio que no siempre es el mismo entre quien paga a la
fuente y los periodistas. En el frente del país solidario, un ámbito que
conocimos bien, un espacio que ha sido y será por mucho tiempo un
gran bestiario para nosotros, además de la fuente de dolor que ya ha
sido irreparablemente para la Argentina y –abrimos subordinadas–
para las familias de los adolescentes que no pudieron escapar de un
boliche de Once ubicado a siete minutos en subte del despacho de un
intendente que llevaba cinco años en el cargo y que fue mal
inspeccionado por una mala funcionaria que mal inspeccionaba todo,
designada por recomendación de la hermana del intendente que mal
designaba, la imperfecta Vilma, que mal recomendaba para mal
inspeccionar con toda mala intención para que, así, como quien
contempla un choque en una avenida desde un avión a dos mil
metros, ver morir mal, de lejos, y sentirse, sin embargo, bien, y
preguntarse, luego, teatralmente ¡quién fue!, ¡quién fue!, porque
nosotros seguro que no, en casa, armando Rastis, estábamos, con los
gordos y que –cerramos estas subordinadas– eso era el frente del país
solidario, esa agrupación, esa asociación, que tenía como fuente
formalizada, antes de convertirse en una máquina de mal
inspeccionar, a Ernesto Muro, un gran futbolista, recontra macho, de
bigote negro tupido de cobrador del ACA, y que había sido un
redactor muy de regular para abajo en el diario 12, en la mejor época
del 12, donde esas no cualidades se notaban más.
Escribir mal, así como escribir bien, no son inscripciones en el
código genético que distribuyan aleatoriamente la habilidad o la
impericia para la escritura en una generación. Es trabajo. Son horas,
sentado, y la debida vergüenza que le impida a uno que aquello que
se publique sea una porquería. Así, entre la dedicación y la vergüenza
se hace un buen redactor. Muro, entonces, era vago o no tenía
vergüenza. No estuvimos ahí, no lo vimos hacerse cronista. Pero sí,
cuando lo conocimos, en el año 1996 después de Cristo, quisimos
saber más sobre él dado que iniciábamos una relación y, al igual que
hoy, que cuando queremos saber más de alguien los buscamos en
Facebook a ver de quién es amigo, a ver qué serie de televisión le
gusta y cuál es su frase de cabecera, bueno, hace diez años, uno le
pedía el sobre a Aarón con todas las notas escritas sobre tal persona
o, si era escritor del diario, con todas las notas escritas por tal
redactor, como por ejemplo las notas escritas por Ernesto Muro.
Aarón Cytrynblum, hermano de Marquitos, el célebre Papito de
Diario de la Argentina, la gran novela de Asís, es un tipo bárbaro,
ansioso, obsesivo y amable. Era el jefe de archivo de Página/12. Del
12, como le decimos aquí, cariñosamente e intertexteando, o como se
gerundie un intertexto, a Fogwill. Así, en una tarde, con la ayuda de
Aarón, nos leímos la obra periodística completa de Ernesto Muro.
Hombre de muy pocas palabras en su vida social, la obra de Muro
estaba saturada de dijo. Todos eran sus dijos. Con afirmó en los
cuartos párrafos cuando el autor, Muro, se ve que sentía el mono tono
y, leímos el ministro se explayó, en algún artículo el día que Muro
llegó de un desfogue histórico. No mucho más que las cincuenta
palabras con las que hizo periodismo –y que pueden ser todas las que
hacen falta para hacer periodismo– le alcanzaron luego para hacerse
entender con los periodistas cuando pasó del otro lado del mostrador,
como se dice siempre. Cuando no se hizo entender, tampoco se hizo
un gran problema porque, finalmente, trabajaba a la sombra y
apañado por una figura pública emergente, el Chacho Alvarez, que
era dos veces menos cordial que él y que, así y todo, con ese talante,
con esa misantropía que tantos nuevos pobres y tragedias le trajo al
país, aspiraba a la representación popular. No más que cincuenta
palabras le bastaron a Muro para ser una mala fuente. Para ser, según
algunos, un pelotudo.
Muro había estado sometido a alguna suerte de disciplina
militar en su juventud, antecedente que acentuaba el contraste con la
inmensa mayoría de personas con las que debía tratar en el campo
del periodismo y en el propio campo del frente del país solidario que
no habían hecho siquiera una colimba blanda. Perfectamente se
puede decir, entonces, que el Chacho lo reclutó cuando Muro hacía
informes desde el Congreso para el 12. Se trataba del mismo dinero,
o más, a cambio de dejar de sufrir en una instancia del orden social y
económico, la redacción de un diario, que superaba su nivel de
instrucción y pudo, entonces, Muro, desarrollar su sentimiento
armamentista, su concepto feroz de disciplina y ponerse al servicio de
un nuevo general, reservado, reservadísimo, con un único garrón
observable: redactar gacetillas y mandarlas a los diarios. Y llamar,
después, para ver si las habían recibido, ritualmente, a las seis de la
tarde, y anunciar, todos los mediodías de dios durante los cinco años
que siguieron a su reclutamiento, con un telefonazo siempre urgente
las ciento nueve mil conferencias de prensa que dio Chacho en el
Hotel Castelar. Incluida, la más importante de todas. La del día que
Alvarez se borró, que actualizó su estado a renunciado, a superado,
por lo tremendamente incómodo y, cuando no, aburrido y, cuando no,
completamente al pedo que es intentar gobernar este país. Nuestro
país, como nos corregían los maestros.
7
Ahora juguemos al péndulo y hablemos bien de Muro.
Enumeremos: lo podemos recordar.
Ya está. Eso es todo. Eso es lo mejor que podemos decir de
Ernesto Muro. Que lo podemos recordar. Que su personalidad
compleja, como de sargento criado sobre un bote en el Pilcomayo y
con un padre mudo, y su módica producción cultural y política, no le
impidió ganarse un lugar en el olimpo que nuestra memoria ha
reservado para los hombres grises del frente del país solidario. No de
todos los etiquetados en ese álbum podemos decir lo mismo. Eso
mismo que hoy decimos de Muro: que lo podemos recordar.
Lamentable para aquellos que son y serán olvidados por los que
estamos dispuestos a hacer algo con el recuerdo y a contar la
historia. En la que no figurarán. En la que serán sólo fondo. Nosotros,
los dispuestos al recuerdo y a contar, estamos interesados, por sobre
todas las cosas, en el progreso de la especie, queremos que lo sepan
los inocentes que nos leen, todos los que todavía no han visto nada; y
en lo nuevo, estamos interesados en todo lo nuevo que haya para
decir, para ver, para oír. Metas civilizadoras que requieren, como
mínimo, evitarle al país nuevas tragedias. Evitar la tragedia de un
nuevo frente del país solidario. Que las futuras generaciones puedan
sortear el doloroso accidente en cadena de un nuevo grupo de los
ocho. Que se formará, por dios, se formará.
De este lado del río, insistiremos tanto y tanto sobre este punto
como para que en el futuro todas las películas de terror requieran de
un grupo de los ocho para meter miedo, hasta constituirlo en
verosímil obligatorio, marca de género, como ha requerido, hasta
ahora, la industria del cine, de hombres feos y monstruosos, con
colmillos, con jorobas, con quijadas, para representar el pánico, el
miedo a lo desconocido. Hasta ahora. Porque serán ocho los ojos
mochos de las próximas fantasías de susto, ocho los venenos
empapelados con gacetillas de prensa, ¡laas moo-miass! haciéndole
denuncias a Alderete, que no se le han negado a nadie, subiéndose a
colectivos, presentándose como buenos vecinos en casas de pasta de
Villa del Parque y luego, zas, echándose en el living de la gente a
tomar del bar, a llamar a prostitutas, mientras los chicos tratan de
abrir la puerta, muertos de calor y de sed, sin aire, en el playroom, y
no pueden salir. Los chicos no pueden salir, no pueden. No pueden.
Muro sobrevivirá en la ficción de los filmes organizando las
conferencias de prensa vestido de hábito negro con capucha extra
large, como un monje trapense del Apocalipsis, repartiendo
comunicados con los que los ocho estarán salvando, en la película, a
la patria. Pero no de sí mismos. Salvándola con comunicados. Si nos
esmeramos lo suficiente, Muro será una ficha en el Wikipedia 10.0. Y
parece que nos esmeraremos, y que los esmerilaremos, porque hay
un ruido de fondo en la argentinidad, en la criollez, que nos permite
alucinar que todavía hay algo que está rojo, que todavía está abierto
y sobre lo que se puede echar aceite, romero, ajo, lavanda, para que
se absorban y se cocine el cordero como más nos gusta, tres horas
con el horno a 240 grados. Todo el procedimiento de intervenir sobre
lo vivo, o al menos sobre lo rojo, aunque sólo esté vivo o rojo en
nuestra memoria, nos hace mover la patita, nos hace palpitar. Como
AC DC a la mañana, como Leonard Cohen a la noche. Así que lo que
está vivo o muerto en nuestra memoria allí permanecerá, vivo o
muerto, para siempre. Porque nosotros somos los dispuestos a
destilar y a ventilar nuestras ideas e impresiones. A no guardarnos
nada. Los dispuestos a dar fe de que se extingue lo que tanto
amamos. Y nos apena tanto, tanto que se extinga lo que amamos
que, como hijos responsables y agradecidos de esta tierra, nos
quedaremos hasta cerrar el boliche. Vamos a ser los últimos en irnos
del entierro. Daremos, tal vez solitariamente, por finalizada esta
epopeya confusa, este intento hermoso de hacer un país y de no
haberlo logrado. Somos los que vamos a empujar la tierra con las dos
manos para tapar el pozo, partidos en dos del llanto, porque somos la
última generación que acá cantó el himno con respeto, sin erutar en
el estribillo.
Hasta que la inviabilidad muestre su nueva cara de muerte y
destrucción nos quedaremos en el office escribiendo. Con las
tremendas ganas de hacerlo y con la obligación autoimpuesta de que
esto nos saque de pobres. Ni en pedo debe ser esta una actividad de
perdedores o de perdidos. Que sea la actividad cancherísima que es.
El esfuerzo que sólo debe ser realizado con el escritor envuelto en
terciopelo sentado sobre sillas soft, con aire, con ruedas que vuelan.
Tendríamos que ir ya mismo a señar un descapotable, hermanos.
Escribir y comer arroz con atún a la noche, escribir y tomar café con
leche y pizza fría a la mañana, no pueden ser combos cerrados.
Porque si en nuestros borradores vamos a hablar de gente que gana
ocho mil dólares por mes haciendo la prensa del MERCOSUR, no sólo
no merecemos menos, sino que no nos conformamos con menos. No
te podés exponer a que uno de estos forros de los que hablamos las
últimas semanas y que han contribuido a fundir el país y, sino a
fundirlo, a hacerlo más desconfiado, más intransitable y más invivible,
y que han hecho todo lo posible para que seamos la última
generación que cantó el himno con respeto, nos amasije un día con el
auto y terminemos olvidados en un nicho del Cementerio de Flores.
No da. Este gasto inmenso de energía que hacemos, merece un
homenaje en vida. Porque el Word no funciona solo. Hay que cargarlo.
Y no somos de familia de guita. Tenemos que comprar las horas que
hacen falta para escribir. Que las compramos trabajando. De lo que
nos gusta, ¿EH? No es que sufrimos, no queremos engañar a nadie.
Hacemos bastante lo que se nos canta. Vivimos de lo que se nos
canta el orto. Pero queremos más. Queremos salir de pobres, ahora.
Bien, bien saliditos. Porque del entierro de la patria nos vamos a las
Seychelles.
****

Volvamos, sí, ahora, al tema de nuestro pequeño seminario


iniciado en la sexta parte del primer borrador del fin del periodismo.
Hablamos ya de una mala fuente, el caso de Muro, aunque
ciertamente se puede profundizar en futuras entregas. Hablemos
ahora de una buena fuente. Una buena fuente es alguien feliz de ser
una fuente, no un insatisfecho con la posición social de fuente. Se
trata de alguien ensimismado con el proyecto de ser fuente,
entregado al oficio, optimista en general —porque un melancólico es
mala fuente— con una agenda cargada y siempre asociada a aquello
que provee informativamente. Lleno, entonces, de reuniones políticas,
de cafés pendientes. Una buena fuente actualiza su estado un lunes a
la mañana diciendo: empiezo una semana llena de reuniones.
¡Bueno!, pensamos, nosotros, pero cuánto nos gustaría
desactualizarte. Podés quedarte mirando dibujitos, loco. Sabelo. Va a
ser lo mismo. Pero al menos tiene su agenda secreta la fuente, eso es
importante, no está sólo para ser forro de los demás. Tiene sus
pequeñas ambiciones. Al tener su agenda secreta, multiplica el goce
del periodista que lo frecuenta porque sabe que la fuente algo
esconde, que por algo lo hace, y eso al periodista lo hace sentir bien,
le gusta ver que capta una tramoya, y le gusta sentir la mala
intención de las fuentes porque le calienta la mala intención de todo
el mundo. La mala intención es y será noticia. Ese es el campo de la
prensa: la mala intención, sus causas y consecuencias. Y la cosa
argentina de ser un turro, ¿no cierto? Todo lo que funde con la
tradición produce una hemorragia de placer. La idea de hablar con un
turro o un turrito o con una tremenda turra, eso intraducible del ser
nacional, es un polvo glorioso.
La buena fuente le resuelve el día al jornalista sin generarle
ningún conflicto adicional. Sin la necesidad de chequear una segunda
fuente que puede estirar tanto el regreso a casa a mirar televisión.
Una buena fuente cuenta, con mucho criterio cronológico, una
reunión del Consejo Metropolitano del Partido Justicialista y le dice al
jornalista, que anota, que Alberto Fernández llegó a la cita con Juan
Manuel Olmos y no hay que preguntarle quién carajo es Olmos porque
la fuente ya te dijo que el gordo Olmos es el dos de Víctor Santa
María, o sea, el que le lleva el bandoneón al representante de los
encargados de edificios al que nunca le encargaron un edificio y que
es, pobrecito, tan dado a lo cultural. Y te dice, la fuente, entre quién y
quién se sentó Alberto, y qué fue lo que dijo esa eminencia caída en
desgracia, ese turro, en la reunión del Consejo Metropolitano. De
menor a mayor, todo lo que se habló, distinguiendo entre: lo
anecdótico, lo importante y lo muy grave.
8
Volvamos a la redacción de Crítica, a la sede de la
contrarrevolución en la calle Maipú. Donde lo mejor del último diario
de papel es el porcentaje de recurso humano contratado que todavía
ambiciona trascender su tiempo con las palabras, contar la historia,
hacerla, ¡eso!, en todos sus detalles urbanos, suburbanos y villeros,
registrando a las personas de arriba, de abajo y del medio, y que su
meta profesional es decir todo lo que se pueda, pero lo mejor que se
pueda. El principal activo del diario, en ese sentido, es tenerlos a
mano y pagos. Ah, pero lo peor es la antipatía ideológica de los
directivos periodísticos que les impiden hacer su trabajo con
continuidad y que sus artículos queden bien rodeados. Lo peor de lo
peor es la coreografía informativa unidimensional, la repetida
provocación de volver grotesca cualquier escena pública. De
desnudar con bromas o con denuncias permanentes que el mundo
fue y será una porquería, como ya lo saben ellos, los directivos. Un
método de análisis que ya está naturalizado en las veinte o treinta
mentes que integran el cuerpo de editores de retaguardia junto a los
redactores más sensibles a las ideas del padre fundador. Que vienen a
contarnos, una vez más, un día más, que el mundo es un teatro. Que,
nosotros, queridos Chichi Píos, como decía ese referente del
cualunquismo, Tato Bores, fuente y parte integrante ideológica del
lanatismo, no tenemos que creer tanto. Que los políticos,
sindicalistas, presidentes de clubes, cualquier persona que represente
intereses, son, además, truchos, porque antes dijeron una cosa y
ahora dicen otra. O porque no dicen lo que de verdad piensan. Esa
maqueta ideológica transportada, entonces, a todas las escalas de la
vida pública que merezcan un artículo periodístico.
Irreflexión de gag corto, a lo Nik, sobre el poder político y sus
distintas manifestaciones, y el titeo, la burla a lo Sofovich, a lo
Lanata, a los hombres públicos, son los genes periodísticos
predominantes que sólo admiten la competencia o asistencia de otro
gen, el de la denuncia al estilo de Investigaciones Klipphan. Como si
la relación entre política y delito fuera una novedad de estos últimos
años y no la constante, inherente tanto a la política como a los
negocios, desde el imperio romano, desde el big bang. Jorge, la
historia que hoy le vamos a contar a la gente es la de un intendente
que contrató a su hermano de director de higiene. Con
Investigaciones Klipphan poniendo su bota sobre Vicco, sobre Pico o
sobre Rico, la corrupción sumó un nuevo eslabón, la prensa. Además
de comprar funcionarios, hay que comprar a los periodistas o a los
jefes de los periodistas quienes, amenazantes, empiezan a hacer
llamaditos. El periodismo de investigación es, más que nada,
aumento del gasto público. (Volveremos sobre esto.)
Sobre el arte, los espectáculos y el deporte, en ese diario, todo
el peso ideológico cualunquista también. En esas áreas se aplasta la
herramienta crítica en el nombre de evitar lo aburrido. Para lograrlo,
un artista de la televisión dirige las páginas de cultura, y para
compensar se encomienda a intelectuales analizar partidos de fútbol.
Con ambas cosas se camufla con simpatía un enorme prejuicio
antiintelectual, al que se prestan sin resistencia, intelectuales atraídos
por la famosidad que despide Lanata. En el primer caso, lo que
parece una prevención contra la solemnidad de los especialistas
termina siendo una vacuna contra el conocimiento. El clásico a mí no
me hablés en difícil. Que tampoco funciona como disparador de
nuevas y más simples maneras de ver las cosas. En el segundo, los
intelectuales puestos a mirar fútbol ceden al hincha que quieren ser y
logran que nadie los lea. Ni siquiera los intelectuales. Ni hablar de los
hinchas realmente existentes. Estos intelectuales son animados por
creencias sobre cuáles son las necesidades del mercado y cuáles las
de su sobrevida y, entonces, escriben sobre cabezazos y corners con
mucho gusto. A lo mejor lo hacen por una fuerte inseguridad respecto
de quiénes son, tal vez hombres reservados y modestos (que llaman
tan poco la atención) y esta es una oportunidad de mostrarse
sociables, optimistas, ¡normales!; o es miedo, por qué no –si el miedo
acompaña siempre cualquier cosa–, a volverse invisibles si no
incorporan el elemento fútbol en su obra literaria, en sus perfiles de
Facebook.
El locutor de la televisión tampoco puede hacer bien tele en la
sección cultura y cede a ésta, tal y como viene envasada por las
distintas industrias, sin volcar el contenido sobre la mesa de la
redacción a ver qué más se puede hacer. Se regala, ¡con gusto!, a la
máquina de referencias culturales dominantes. Hay que mirar Lost, se
mira Lost, cuando todos los boludos de la Argentina corren a alquilar
o a bajarse Lost. ¿Doctor House? House. Y así, en esa línea sin
personalidad, sin pelea, sin tensiones, obediente de las modas, no
consiguen ni la atención de Beatriz Sarlo que, en una caracterización
de baile de club, podríamos decir que es una mina que da bastante
bola, sino que tampoco entran en el radar de Beatriz Taibo. El locutor
hace los deberes con el mainstream y se atornilla a la línea de
montaje del diario obturando el camino para que los que tengan algo
nuevo o algo mejor que decir se frustren y se ahoguen en la
imposibilidad. Digamosló una vez más: Lanata es el nombre propio
del síntoma. El problema son las personas inteligentes, formadas, que
se han entregado y se entregan ante un empresario de caprichos muy
básicos que, obviamente, cree no tenerlos, entre otras cosas, porque
durante muchos años, le celebraron sus barbaridades o las hicieron
pasar por estilo de algo más hondo: ¡ah, cómo es Jorge! El problema
son las personas que, habiendo recibido buena escolaridad, habiendo
tomado leche de chicos, e incluso habiendo pasado por la
universidad, no hacen honor a su instrumento, su intelecto, y por
comodidad, por vagancia, por pánico, prefieren ser los segundones,
actores de reparto de figuras estelares simples que, por serlo, se
abrieron paso a los gritos en los peores años de la Argentina, en
alguno de sus peores escenarios: la televisión. Y que los llevan con
ellos, generosamente, hay que decirlo, a ganar plata dulce.
No sabemos si Caparrós, que es historiador, para evitar ser
caracterizado en términos como estos o, sólo por la imposibilidad de
influir en la agenda del diario sin que eso le comiera todo el día, se
borró recientemente de la actividad y eliminó a Crítica de sus
eventos. Pero sí sabemos que todos los periodistas narrativos que
cambiaron sus trabajos a su pedido –por la plata, también,
obviamente, pero a su pedido, porque trabajo ya tenían y más plata
podían ganar de cualquier otra manera– se quedaron colgados del
pincel, teniendo que discutir sus trabajos con gente que mira
televisión. Que mira Lost. O con Galtieri. La contraofensiva narrativa,
las fichas que Caparrós había jugado en ese diario, fue detenida
apenas cruzaron la aduana. Y el comandante que los arengó volvió a
su hamaca sin notificarles que se desetiquetaba del álbum. Ahora, los
periodistas narrativos no están más en una relación con Caparrós
que, sin embargo, sigue en una relación con Jorge. Y Martín se unió
mucho más fuerte que antes al grupo Qué lindo es dejar todo como
está. Más grandes, los compañeros, más moderadas son sus
expectativas. Que se moderan hasta que no se pueden hacer más
lentas. Ya estaremos ahí. Ya seremos también nosotros como un
motor diesel.
Los narrativos, los incomodados por el salto del director al
Teatro de Revistas y por el abandono del sub, han quedado ahora a
merced de Galtieri y del estilo de conducción castrense que contagia
a toda la tira de coroneles y tenientes. En cuanto puedan, sabemos
que partirán, porque ya han perdido en esta elección laboral uno de
los mejores años de sus vidas, de los más productivos. Los otros
compañeros, los no narrativos, los que escriben noticias y hablan con
fuentes, y usan camisas de fuerza para vestir sus personalidades y no
dar que hablar, que está tan mal visto, se amargan hasta el punto en
que sueltan en el chat palabras fuertes y acusaciones duras sobre su
ambiente de trabajo, sobre sus editores, sobre Galtieri. Es una
película danesa, del Dogma, pero a puro enter. Se quedan, entonces,
toda la tarde con el estado de su Gtalk en verde, temblando
internamente de rabia, ah…, pero desaprovechando también la
inmensa fortuna de tener un trabajo en blanco, con aguinaldo, con
vacaciones, con francos, y utilizar esa renta para concentrarse en
algo más que en la queja. El Gtalk en verde, le contamos a la derecha
que usa el MSN, significa que la persona está visible para los demás.
Que la pueden chatear. Porque está al pedo.
Y así como están los molestos, también están los que no se
pueden molestar con nada. Jubilados y jubiladas que aun no
cumplieron los treinta años. Que necesitan siempre restituir el orden,
el respeto, en los ámbitos en que se mueven y que necesitan que
esté todo bien aunque esté todo mal. Y que hacen que no, que el
pase de Jorge al teatro de revistas no los incomoda para nada. Y que
ligarán, como todos en el diario ligarán, entradas gratis para ver el
espectáculo, para llevar a sus padres, a sus tías del interior, con
quienes irán, tan disciplinadamente como vivieron ese día, a comer
pizza a El Cuartito o a Guerrin. Como hay que hacer. Total, por cuatro
días locos que vamos a vivir. Ya se restablecerá totalmente la paz, la
lealtad y la admiración con el artista de variedades. Es cambiar de
sombrero para pensar. Sacarse, pongámosle el rojo que hace ver las
cosas maaaaaaal, y ponerse el verde, el de Greenpeace, el de Sprite,
el de visible en Gtalk y así poder vivir en armonía todo el tiempo del
mundo con un director que pone su nombre grande en la tapa del
último diario de papel, como ningún otro director de diario lo hace.
Como no lo hace ningún otro director de ningún otro diario que valga
la pena leer en el mundo.
9
El frente del país solidario no fue un partido de cuadros, ni un
partido de masas: fue un partido de jefes de prensa. Por efecto de su
fuerte instalación en el mercado electoral tuvo que aumentar su
dotación de voceros para satisfacer la ansiedad de reconocimiento
público de los nuevos diputados nacionales y provinciales electos en
diciembre de 1995. Se convirtió así en el primer partido político del
mundo conformado predominantemente por voceros, cuya principal
actividad política fue la gestación diaria de conferencias de prensa en
las que se hacían denuncias. Con esa foto no le costó nada a Ernesto
Muro convertirse, más allá de su voluntad, en una figura totémica,
distante e intocable, pero inspiradora para las nuevas generaciones
de asistentes de prensa que debieron ocupar los lugares que él iba
dejando vacantes a medida que se consagraba por completo a
Chacho Álvarez, ya que el gran timonel se vio, de un año al otro,
sobredemandado de reportajes con periodistas de todo el mundo y de
reuniones con empresarios que lo querían conocer y a los que él
también quería conocer —porque así era Chacho: reprimido con la
guita pero morboso—, y con muy poco tiempo para el tenis de los
jueves con Arturo Maly o las echadas de panza a la pileta de Santo
Biassati en Punta del Este. Una coyuntura así requería de un hombre
que pusiera freno a movileros y cronistas con los modales más claros,
que podían ser también los más brutales del mundo. Cosas de este
país: Muro pasó en tres años de periodista cuatro puntos de un diario
en blanco y negro a Tonton Macoute del partido de moda que le daría
al país un vicepresidente efímero y cruel, el Chacho, del frente del
país solidario.
En ese millar de jefes de prensa, responsables de prensa,
coordinadores del área de prensa, periodista amigo que me está
dando una mano, que florecieron como cucumelos a finales de los
años noventa y no sólo en el frente del país solidario, se destacó, por
mucho, un pelado de barba, delgado, tal vez pálido pero atlético, que
había sido, desde su adolescencia y hasta bien caído el muro de
Berlín, directivo del Partido Comunista Argentino y que, en el año
1999, fue electo Intendente del Partido de Avellaneda. Oscar Laborde.
Un hombre que no fumaba, que no tomaba alcohol, no se medicaba y
no perseguía minas, un caso único en el frente del país solidario. Un
perfil que favoreció su tremenda efectividad como vocero del bloque
de diputados del país solidario y que le permitió cumplir, al mismo
tiempo y paso por paso, con su planificada meta de la Intendencia.
Educado en los rigores disciplinarios del PC, Oscar se levantaba
apenas salido el sol, sin despertador, como integrado
yoguísticamente con la naturaleza, en su casa del sur bonaerense. En
tres pasos desde la cama ya estaba haciendo buches con Plax en el
lavatorio y, en otros tres, encendía una lámpara de pie en el play
room alfombrado de los hijos que dormían un rato más, igual que su
señora. Sobre la carpeta estiraba una colchoneta y ponía con un
volumen muy bajo a Longobardi en una radio portátil. Se volcaba
entonces en el suelo y hacía cincuenta push-ups, sin detenerse, y
luego cien espinales, en cuatro series de veinticinco, y ya con el físico
caliente iba por los doscientos abdominales seguidos de cada
mañana, que realizaba sobre una pelota de esferodinamia violeta,
una novedad para la época. Sudaba como un viajante de comercio del
Sahara y tras el ejercicio se duchaba con agua apenas tibia, muy por
debajo de la temperatura del cuerpo --como enseñaba la KGB a
mantener la virilidad de sus agentes-- untándose con jabón blanco.
Estas son las cosas que no se ven de las personas a las que llamamos
normales y que el tipo contaba en las sobremesas de Pedemonte
como si nada, como si uno se las fuera a olvidar. Con la bata blanca
de toalla puesta y ojotas calzadas se dirigía a la cocina donde
desayunaba media docena de claras de huevo cocidas con Fritolim,
emplatadas con dos tostadas de pan lactal tostado intenso. Siempre
con Longobardi de fondo. Y té inglés con una cucharadita de ralladura
de jengibre. Así, cada una de las mañanas en que sirvió al frente del
país solidario. Luego levantaba a los hijos y, para su tormento,
durante la leche, los chicos hacían preguntas del tipo: ¿Cómo es
Chacho, papá? Laborde tenía por norma no mentirle a los hijos, por lo
tanto respondía con improbabilidades: Un día lo vas a conocer.
Quienes tuvimos el privilegio de ver de cerca el fenómeno del
frente del país solidario, veíamos en Oscar a un hombre enérgico,
producto de su potencia física más que de alguna angustia penosa y
privada que lo tuviera pasado de revoluciones. Era, en realidad, un
maratonista atrapado en un ambo marrón color carpintero, con toda
su energía concentrada en calles como Riobamba, Bartolomé Mitre.
Siempre con la frente en alto y muy disciplinado en el cumplimiento
de su agenda cruzaba Rivadavia por la mitad de calle entre el edificio
viejo y el edificio nuevo del Congreso, sorteando los miércoles a
Norma Plá, que lo llamaba por el nombre, Oscar Laborde, Oscar
Laborde vení acá, a los doscientos viejos que secundaban a Norma, y
a los mangueros profesionales de todos los días que si ven a alguien
con traje en ese área, piensan que es diputado y que, por eso, está
cagado de culpa y obligado a tirarles unos mangos.
La misión de Oscar durante dos años, entre el ‘95 y los finales
del ‘97, hasta que asumió como diputado provincial, fue ser
intermediario entre la banda dirigente parlamentaria del frente del
país solidario y la banda de los periodistas acreditados en el
Congreso, al tiempo que guía, orientador, de todos los cronistas no
acreditados del universo que se sometieron por obligación o por gusto
al avistaje de la vida parlamentaria del frente del país solidario, el
partido de moda y, en cierto modo, no hay que olvidarlo, la esperanza
para que la Argentina retomara un curso menos autodestructivo que
el que ya llevaba desde hacía casi diez años. Para todos los turistas
alternativos que fueron al Congreso a escuchar conferencias de
prensa del frente del país solidario, Oscar era el hombre a contactar,
la mula que llevaba gacetillas de un edificio al otro, la garganta oficial
del bloque. Eso también es una fuente.
La rutina de Oscar consistía en llegar cada mañana a su
pequeñísima oficina en el segundo subsuelo del Congreso donde las
chicas del frente del país solidario, las que se habían podido levantar
antes de las diez, ya le debían tener lista la tira de faxes con las
copias de los distintos proyectos de resolución, de declaración, dos
clases de proyectos que no se le niegan a nadie y que pueden
llevarles exactamente cinco minutos a los diputados, pero que habían
sido encargados por ellos a sus asesores para luego sí firmarlos y
usarlos para flirtear con otros diputados del bloque o de otros bloques
a quienes les pedían que los acompañaran con la firma. Esa
ceremonia podía llevar toda una mañana mientras se agotaban los
primeros termos en los despachos.
Con ese material, más las ideas publicitarias que iban surgiendo
desde bien temprano en la usina de conferencias de prensa de la
calle Paraguay y Scalabrini Ortíz donde vivía el Chacho Alvarez,
Laborde armaba la grilla de su día laboral. El frente del país solidario
tuvo días de cuatro conferencias de prensa en una misma tarde.
Arrancaba Carlitos Raimundi a mediodía con un tema importante de
Malvinas, seguía María América con alguna variación del eterno e
inmenso dolor de huevos de ser viejos, inmediatamente después,
todos los empleados del bloque se montaban al subte A para
trasladarse con urgencia al Hotel Castelar donde Chacho iba a salir
fuerte contra Carlos Menem, ¡fuerza, Chacho!, y de ahí, previo café en
el bar del hotel, vuelta a los Pasos Perdidos donde el Flaco Rodil
estaría listo para presentar una denuncia sobre una falsa promesa de
viviendas en Morón.
Oscar, digámoslo en su honor, peleaba por la visibilidad pública
de cada una de las ruedas de prensa con la rutina de tener siempre
listas las cincuenta fotocopias de la gacetilla de cada una dentro de
una carpeta de cartulina blanca de la Honorable Cámara de Diputados
de la Nación, y metiendo presión por teléfono a los jefes de redacción
de los diarios, de las radios, de los canales, y subrayándole a los
cronistas presentes la importancia de lo que se denunciaba esa tarde.
En muchas de esas sesiones de prensa, sin embargo, Oscar tuvo que
hacerle trampa a sus diputados, la trampa más linda de todas las
trampas de la época de la política como espectáculo. Tenía arreglado
a los hombres cámara de los canales para que al menos encendieran
los reflectores en cuanto el flaco Rodil empezara con una de sus
encendidas y muy recordadas arengas conceptuales contra el
menemismo. Si prendían la cámara, mejor, pero si no la prendían,
gracias igual, muchachos. El Flaco Rodil, entonces, sentía la luz en la
cara y era Lenín en la escalerita del tren. Y era luz, nomás. Sólo luz
para un no Lenín. Humo.
Humo como el que tenía que hacer Oscar cuando los cronistas
le preguntaban cómo viene la mano con las candidaturas o con las
alianzas porque el rol plebeyo de ordenar sillas, colocar micrófonos,
arreglar hombres cámara y hacer fotocopias eran acciones
verificables sobre las que tenía plena soberanía pero, todo el resto,
ah…, Oscar debía imaginarlo. Todo lo que Chacho y Graciela querían
hacer con el frente del país solidario y con éste país del que tanto
hablaban y que tanto les ocupaba la agenda, Oscar, al igual que el
flaco Rodil, al igual que el resto de los diputados del frente del país
solidario, a quienes los periodistas les preguntaban precisamente eso
en las conferencias de prensa, antes y después de las denuncias,
debían suponerlo, alucinarlo, temerlo incluso, desde la penumbra en
que se encontraban, esperando como mejor escenario el volantazo
genial del conductor, del estratego, como le decían a Alvarez, hacia la
derecha, hacia la izquierda o hacia donde fuera. Porque, como quedó
probado, para muchos no cambiaban demasiado las cosas. La
madurez política de la corporación dirigente realmente existente
consiste en adaptar el rictus a nuevos escenarios. A los más cabezas
duras, el trámite de adaptación puede llevarles una mañana. A la
mayoría, un café. Pero a la hora del almuerzo estarán todos los que
deban ser, y los que no estén no serán nada.
En los términos más prácticos de su existencia como vocero, lo
que fue la experiencia de la carne, digamosló así, Oscar Laborde te
paraba en algún pasillo del Congreso y te recitaba la agenda del día a
ver qué podías morder: mirá, tenemos esto, esto, esto y, ah,
Raimundi a las tres parece que anuncia su suicidio en Pasos Perdidos,
y en cuanto le decías que sí a una de los productos que vendía, en
cuanto le dabas curso y le decías a tus editores del diario, Raimundi
se mata a las cuatro, mandá fotógrafo, Oscarcito te agarraba del
brazo y te decía por acá, por acá, como un vendedor de cuero de la
calle Florida, y quería hacer pasar por una gauchada enorme el hecho
de manipularte, cuando el negocio era sólo para él, porque yo no
necesitaba conferencias de prensa para vivir o para escribir, y el resto
de los llamados colegas, por supuesto que tampoco, aunque muchos
no se dieran cuenta. Oscar, sin embargo, suponía que me salvaba el
día o contribuía a mi carrera, y que se aseguraba que le ibas a poner
un pirulo en el diario por conducirte por los muy previsibles meandros
del Congreso. Bien, se sucedía entonces el momento doloroso de
aclararle: mirá, Oscar, que sé leer los carteles, que el Salón de los
Pasos Perdidos es mundialmente famoso, loco, yo llego solo. Y esa
otra tendencia fuerte a querer comprarte la voluntad con boludeces:
tirarte un choripán en un acto o armarte un almuerzo con alguien.
Con Nilda Garré, ponele, en Quorum. ¿Comer con un monstruo?
¿Comer con media tonelada de monstruoso dolor, incomprensible,
absurdo, que bala, como un escarabajo que no piensa? Gracias, pero
yo en casa tengo fideos, Oscar, y por dios qué bien los hago. Y no se
lo podía decir, no le podía decir que no sólo no le debía nada, sino
que no le iba a deber nada nunca. Ese era un problema grande que
teníamos los que llegábamos al periodismo desde la ultra, desde la
más hermosa minoría que alguna vez alumbró la patria.
Otra verdad que nos inspiraba a ser quienes fuimos y que nunca
pudimos verbalizar fue que, excepto en contadísimos casos, la
persona con la que íbamos a comer era la que iba a tener el inmenso
tarro de conocernos a nosotros, de que le regaláramos un rato de
nuestra vida y de nuestra sabiduría, ¿understand? El chico de
Deportea recién llegado a la vida pública, bueno, tenía otro ego, y le
representaba una tremenda novedad la escena de la invitación, el
sangucheo institucionalizado. Y como muchos venían de hogares
caídos en desgracia, a veces de pueblos del interior con dos canales
de televisión y olor a chancho a la hora de la siesta, bueno, un plato
de fideos siempre es un plato de fideos, son calorías al fin de cuentas,
que no hay que pagar, que invita el diputado, el dueño del tambo, y
bueno, cómo no, Oscar, armemos ese almuerzo, claro. Así, también,
el futuro Intendente de Avellaneda veía facilitada la relación con los
miembros más plebeyos del negocio de los medios electrónicos.
Movileros, hombres cámara, a los que les tiraba un choripán, ponele
al movilero de Radio Antartida, y el movilero le decía gracias,
conmovido, porque además de tipos con hambre, los movileros son
tipos muy sociables, y le pasaba la grabación del diputado Anófeles,
al aire de la radio, con una denuncia sobre los temas de siempre en
contraprestación, y al movilero le importaban tres carajos lo que
dijera Anófeles, siempre que lo dijera rápido. Como les tiraría otras
cosas, Oscar, a los reflectoristas de los canales para que prendieran
las luces de un kilowatt sobre las frentes encendidas de los diputados
del frente del país solidario. En fin, fue así, es así y es lo de siempre:
no todo el mundo ve el panorama general. No todos están parados
arriba de un caballo blanco como hemos estado nosotros, los
miembros de la ultra, los diez años que nos dedicamos al periodismo.
Y tuvo, claro, sus tremendos costos, porque cualquier
comportamiento mínimamente aristocrático era considerado
conflictivo y un argumento para la persecución.
Desde la lógica, desde el país de Sarmiento, Mitre y Alberdi, yo
tenía razón; desde la práctica, desde la Argentina realmente
existente, tenían toda la razón ellos. Un tipo arriba de un caballo
blanco piensa: Yo publico lo que se me canta el orto. Pero no se los
podías ni siquiera hacer sentir, si querías seguir vivo. Seguías
pensando: para eso llegué a esta situación de trabajar en un diario
luego de formarme bastante bien. Para jugar para mí, no para vos.
Contame sobre cómo le van a hacer fraude a Carlitos Puccio en la
interna del Frente Grande, o sobre las reuniones de Alvarez con el
genio de Federico Sturzenegger para cooptarlo, o con el capitán Ulloa
en Salta, ahí sí entro en un canje. Hacemos información para mí y
gacetillas publicadas anunciando actos para vos. Pero, ¿gratis? loco,
no me parece. Teníamos el yo muy afectado en esa época pero muy
poca bajada de la calentura al papel, mayormente porque no se podía
hablar de eso, no se podía escribir, era del orden de lo que no se
podía siquiera pensar. Uno tampoco lo tenía tan claro. En medio del
quilombo siempre es un quilombo pensar bien. Para pensar bien hay
que ir preso, hay que exiliarse, hay que olvidar o hay que tener
paciencia.
Laborde, por su parte, para sobrevivir y construir su vida
política futura, su meta de la Intendencia, tenía que vender humo sin
meterse jamás en temas áridos sobre los cuales sabía, muchas veces,
mucho menos que nosotros. El terror que Alvarez les metía a sus
diputados y diputadas volvía eunucos a los miembros y empleados
del bloque, que si estaban ahí era por él. Lo cual en un punto era
cierto, pero no era menos cierto que esos tipos hacían política desde
antes de conocerlo a Alvarez y, en algunos casos, como el de Darío
Alessandro, la cosa era directamente dinástica. Estaba históricamente
ahí porque había reproducido nombre, apellido y vocación del padre.
Aquel miembro original y decente del primer y trágico grupo de los
ocho.
Y Chacho, tristemente, era un emergente, pero mucho menos
por condiciones personales y capacidad de liderazgo que por la
decisión del grupo Clarín de inflar figuras políticas adicionales para
tener siempre backup en el elenco nacional y tener bien agarrado de
las bolas al que esté provisionalmente en el poder, que sabe que si no
se porta bien con ellos, éstos pasan a darle manija a full a otro.
Objetivamente no daba para que los miembros del bloque se dejaran
humillar tanto. Y Laborde, con la cabeza puesta en su propia carrera y
el ojo puesto en la Cámara de Diputados de la Provincia, que es la
cadena de la felicidad más dulce conocida en el mundo, y en la
Ciudad de Avellaneda, aprovechaba el Congreso Nacional para
punterear y aprenderle las debilidades a sus competidores. Entre una
cosa y otra completaba su acto laboral, su circo monumental: te pedía
desde cien metros haciendo un gesto futbolero de quedate ahí, con la
mano, no te muevas, no te vayas, tengo algo que quiero contarte y se
acercaba y te llevaba a un costado de los pasos perdidos. Al oído te
tiraba una bomba: “hoy, Nilda le presenta una denuncia a Alderete”.
¡¡Eh!!, ¿en serio? Qué off the record me estás tirando, loco. Pensaba
yo. Pero, ¿cómo se lo iba a decir? Me iba a decir que lo gasto, que soy
soberbio. Seguro que Nilda no quiere que se entere nadie. Pensaba:
Pobre país con esta gente.
Qué daño hicieron. No nos burlamos de ellos en ese presente,
pero lo cierto es que nunca pudimos seguirles el juego, la melodía
que ellos esperaban, y así todo fue innegociable. Para nosotros, todo
ese show de dos o tres años de conferencias de prensa en el Castelar,
en Pasos Perdidos, era un disparate. Y ninguna regla de las relaciones
públicas, ningún cálculo de supervivencia en el gremio podía
corrernos de allí. Éramos misántropos de alma, es verdad, pero
siempre supusimos que nuestra carrera consistía en usar el
instrumento con suma libertad y expresarnos como para dejar una
marca. Que todo lo que se puede esperar de un hombre es que haga
bien una cosa en su vida. Y, entonces, ahí nos concentramos. Lo que
implicó asegurarse una fuerte persecución traducida en maledicencia
y en intentos sostenidos de hacernos perder el empleo. Por desgracia
para ellos, sobrevivimos. Los últimos análisis de sangre y orina nos
dieron bastante bien, corremos cien kilómetros por semana, y va a
ser difícil que alguno de ellos nos gane en composición.
Por desgracia para el país, ellos también sobrevivieron, porque
los treinta desocupados muertos del 2001 quedaron sólo en la cuenta
de De la Rúa y de sus tristes radicales. ¿Pero alguien puede decir que
esos muertos son más endosables a Gallo y Lombardo que al costillar
enorme de Nilda o a Juampi Cafiero? ¿Mucho más endosables a De la
Rúa que a Alvarez, el desertor, el padrino de Cavallo?

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