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Capítulo 4

LA NATURALEZA DE LA PEDAGOGÍA

LAS CONDICIONES DE LA PEDAGOGÍA

¿Existen condiciones tan esenciales para la pedagogía que sin ellas la vida pedagógica
sería imposible? ¿Qué nos exige la vocación de educar o enseñar? ¿Cuándo un padre deja de
ser padre? ¿Cuándo un profesor deja de serlo? En los siguientes apartados analizaremos las
tres condiciones fundamentales de la pedagogía: al amor y el afecto, la esperanza y la
confianza, y la responsabilidad. ¿Es posible actuar como un profesor de verdad si no se tiene
una orientación hacia los niños de afecto cariñoso, de esperanza confiada y de
responsabilidad? Naturalmente, estas condiciones no son simplemente «cualidades»,
«actitudes» o «sentimientos» que nos gustaría poseer. Algunos días puedo experimentar un
sentido de la responsabilidad por los niños a los que me dedico, mientras que otros puedo
sentirme exasperado y negativo respecto a mi trabajo como profesor. Sin embargo,
deberíamos tener, en justicia, serias dudas sobre nuestra preparación para educar a los niños,
en el caso de que hayamos perdido totalmente nuestro sentido de la responsabilidad, nuestra
esperanza y nuestro cariño hacia ellos.

La pedagogía está condicionada por el afecto y el interés por el niño

A pesar de la racional planificación familiar de hoy en día (desde los profilácticos hasta
el aborto), cuando un niño nace, entra en nuestra vida como un extraño. No elegimos al niño
como elegimos a un amigo, por las cualidades que posee. La selección de un hijo, con unas
características emocionales o intelectuales particulares, aunque puede que pronto sea posible,
parece incompatible con las pretensiones de la naturaleza.

El milagro de la maternidad y de la paternidad es el cambio que se produce al


encontrarse ante el niño, que llega como un extraño, y que es acogido al principio con
entusiasmo o tal vez con ambivalencia, aunque a menudo se le quiere al final con un amor que
es más fuerte que el afecto entre amigos o amantes. Aunque «educar» literalmente significa
«crear, dar a luz», muchos nuevos padres, que han «producido» o «creado» un niño,
experimentan su acto de creación como un «milagro». ¿He hecho yo a este niño o este niño
me ha hecho a mí? Los padres no eligen al niño sino que más bien es el niño el que los elige a
ellos. Interpretamos el vínculo amoroso entre una madre y su hijo o entre un padre y su hijo
como si estuviera fundido por una fuerza que la ciencia no puede medir ni explicar. Este amor
no es tanto una consecución como su condición. A menudo, los padres se sorprenden por los
efectos inesperados que el niño provoca en ellos. En este sentido, también la decisión del
padre o de la madre, en realidad, se asume en la ignorancia o la ingenuidad. «Ya nunca
volverás a ser el mismo», dicen los amigos y los parientes al nuevo padre. Y después de eso...
una vez que eres padre, ¡ya eres padre para siempre!

¿Cómo es el encuentro del educador profesional, del profesor, con el niño con el que
va a mantener una relación pedagógica? Igual que en el caso anterior, al contrario que a un
amante o a un amigo, el profesor no elige a sus alumnos. Contrariamente a lo que ocurre con
los padres, los niños no llegan al profesor como por dispensa divina y el profesor no desarrolla
un vínculo que se base en la sangre, sino que, de forma más simple, el profesor encuentra a los
niños cuando aparecen en su clase. Este encuentro también contiene la posibilidad de una
cierta erótica pedagógica que transforma al profesor en un verdadero educador. El profesor
conoce a sus alumnos, y, según Martin Buber, es en esta situación donde emerge la
«grandeza» del educador moderno. «Cuando el profesor entra en su clase por primera vez, los
ve a todos allí, agrupados de forma arbitraria en sus pupitres. Ve a niños que son grandes o
pequeños, de facciones finas o toscas; ve rostros huraños y apariencias nobles, cuerpos
enfermizos y bien proporcionados, como si fueran la representación de la creación», dice
Buber. «Y su mirada, la mirada del educador, los abraza a todos y los acoge.»31 En ese gesto se
basa la vocación, la grandeza del educador. El amor pedagógico del educador para con estos
niños se convierte en la condición previa para que exista la relación pedagógica.

Existe todavía otra diferencia más entre el afecto de la amistad o del amor erótico y el
amor que los pedagogos tienen por los niños a su cuidado. Un amante quiere a su amado por
lo que es. Pero un padre quiere a su hijo por lo que puede llegar a ser.32 Esto no quiere decir
que los adultos no cambien, ni que el amor o la amistad no se puedan enriquecer con los
cambios en la relación. Sin embargo, es cierto que el cambio se cita con frecuencia como una
de las causas de ruptura matrimonial o amical. «Nos distanciamos», es la expresión que se
suele escuchar en esas circunstancias. Por contraste, el afecto de un profesor por un alumno,
como el afecto de un padre por un hijo, en cierta medida se basa en la importancia de cambiar
y desarrollarse, en el valor que esto tiene para el desarrollo de la identidad, el carácter, el ser
de la persona joven.

Es verdad, por supuesto, que un padre algunas veces puede pensar: «¡Ojalá que mi
hijo no cambie nunca!», «¡Querría que siempre fuera así!» o «¡Por qué tiene que crecer!».
Estas exclamaciones pueden estar motivadas por la anticipación de una posible separación, o
por la nostalgia y la sensación de que el tiempo vuela muy deprisa. Pero no existe ningún
padre normal que conscientemente se esfuerce por evitar que su hijo crezca y progrese en el
desarrollo de su autoconfianza y responsabilidad. Un padre, como un profesor, quiere a su hijo
como a una persona que esencialmente está en proceso de llegar a ser.

Naturalmente, esto no quiere decir que no valoremos a los niños por lo que son en
cada momento. El significado que tiene un niño para mí, como padre o como profesor, está en
el presente. Evidentemente, no sé lo que será de este niño ni cómo será; no puedo predecir el
futuro. Pero lo que resulta fascinante de verdad sobre los niños es que vemos constantemente
su evolución personal. Percibir los signos de una madurez recién adquirida, una forma personal
de hablar, una nueva confidencia o una timidez que desarma, un opinión crítica sorprendente,
una habilidad conseguida con esfuerzo, un talento inesperado, una cierta forma de caminar,
de gesticular, de mover el cuerpo. En todas estas pequeñas cosas es donde vemos a un niño
aprender y madurar.

Fragmento del libro “El tacto en la enseñanza”


de Max Van Manen

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