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El Erotismo, p. 30.
2
2
Ibid., p. 95.
3
Ibid., pp. 32-33.
3
“(…) el hombre de Lascaux, por cerca que estuviese del polinesio actual,
sentía algo que aparentemente hoy no siente el polinesio: estaba agobiado
por el futuro más incierto y complejo.” 4 En efecto, el surgimiento del tiempo
da cuenta de un mundo que no está terminado, un mundo cuya existencia
tiene lugar más acá del ser. Pero ya hemos señalado que esto no significa
que el mundo esté sujeto al devenir, sino a que el mundo no es del tiempo,
que el tiempo le viene al mundo humano “desde afuera”, y en sentido
estricto se podría decir que es por el hombre que el tiempo viene al mundo,
y es también por éste que el tiempo no puede nunca terminar de ingresar
en el mundo.
Con el acaecer de la muerte en el horizonte de su existencia, el
hombre sale de la naturaleza (sale de su condición de animal), en la
conciencia angustiada del porvenir como experiencia de la nada.
“Relacionándose entre sí, estos seres que hacían, que creaban objetos y
que empleaban utensilios duraderos, comprendieron que morían, que había
algo en ellos que no resistía, mientras que sus objetos sí resistían el paso
del tiempo.”5 Esta “comprensión” señala el paso del Homo faber al Homo
sapiens. Es decir, el hombre comprende que en ese acontecimiento que es
la muerte, abandona el tiempo-espacio de los objetos, abandona la
exterioridad, y se entrega al tiempo. Algo en él se rinde y se entrega, y esto
le aterra y le fascina. Porque la nada (la nada de mundo que “comienza”
con cada instante y siempre en este instante) le angustia, porque le hace
presente su condición de extraño en la existencia: en un sentido
fundamental las cosas no se oponen entre sí, sino que todo se opone a él,
como la objetividad del mundo a su condición de sujeto siempre “recién
llegado”. Pero de la muerte sólo recibe el espectáculo de su acontecimiento,
y la inútil alteración que le produce exige separarla de la existencia oficial,
regulada y normalizada por las tareas del trabajo y la producción de la vida.
El hombre no puede prohibir el espectáculo de la muerte, pero sí aquello
que le altera, que le emociona y seduce. “No hay sentimiento que arroje a
la exuberancia con más fuerza que el de la nada. Pero la exuberancia no es
en absoluto el aniquilamiento: es la superación de la actitud aterrada, es la
transgresión.”6 El sentido original de la prohibición consistiría en separar al
4
Lascaux o el nacimiento del arte, p. 37.
5
Lascaux, p. 41.
6
El Erotismo, p. 98.
4
7
Ibid., p. 47.
8
Ibid., p. 53. “La transgresión franquea y no deja de volver a franquear una línea que, a su espalda,
enseguida se cierra en una ola de poca memoria, retrocediendo de este modo otra vez hasta el horizonte
de lo infranqueable.” M. Foucault: “Prefacio a la transgresión”, en Filosofía y literatura, Paidós, p. 167.
5
prohibición misma: “El paso del estado normal al de deseo erótico –escribe
Bataille- supone en nosotros la disolución relativa del ser constituido en el
orden discontinuo.”9 Esta disolución relativa marca precisamente la
imposibilidad de la continuidad en la existencia humana. Dicho de otra
manera, en la transgresión el hombre no vuelve a un estado de naturaleza
anterior al de la existencia del trabajo, sino que restituye la prohibición
primera y experimenta precisamente ese límite que, a la vez, como se dijo,
el paso.
“El hombre edificó el mundo racional, pero siempre subsiste en él un
fondo de violencia.”10 Conocemos el viso nietzscheano de esta sentencia. El
hombre es el producto de la supresión de una realidad con la cual sin
embargo ha permanecido en contacto. Porque todo su mundo se debe a
esa prohibición. “(…) la diferencia entre el animal y el hombre, tomada en
conjunto, no tiene sólo que ver con caracteres intelectuales o rasgos físicos,
sino con las prohibiciones a las que los hombres están sujetos.” 11 La
experiencia de la transgresión corresponde en este sentido a la experiencia
del límite de lo humano, no en cuanto de que el sujeto esté próximo a
entrar en relación con algo no-humano (acaso demoníaco) o simplemente
pre-humano (acaso animal), sino en el sentido de que arriba a la instancia
en que la humanidad exhibe otro rostro, en que la conciencia accede a una
suerte de avidez por lo humano que constituye a la prohibición, en cuanto
que el mundo de lo discontinuo, del trabajo, se establece normalizando una
fuerza insaciable.
“Sin el interdicto –escribe Bataille-, sin el primado del interdicto, el
hombre no hubiese podido llegar al estado de conciencia clara y distinta,
sobre la cual la ciencia está fundamentada.” 12 El interdicto es la posibilidad
de la unidad del mundo y de la conciencia que lo habita, y esta dualidad es
la condición de posibilidad de la ciencia. De ella da cuenta Kant en la
monumental Crítica de la Razón Pura. Pero a esta conciencia racional, capaz
de una radical autocomprensión categorial, se le escapa esa prohibición
originaria y fundante. La explicación es clara: “los interdictos, sobre los que
descansa el mundo de la razón, no son, sin embargo, racionales.” 13 Y bien
9
El Erotismo, p. 31.
10
Ibid., p. 58.
11
Lascaux, p. 43
12
El Erotismo, p. 56.
13
Ibid., p. 90.
6
17
Ibid., p. 61.
18
El Erotismo, p. 39.
8
19
La experiencia interior, p. 21.
9
20
La experiencia interior, p. 62.
21
G. Bataille: Discusión sobre el pecado, Paradiso, Buenos Aires, 2005, p. 43.
10
que aniquila. Cuando se busca una salida, ¿qué es lo que se busca al otro
lado de la salida? El objeto de una búsqueda sólo puede corresponder al
ser: “el ser que busca un más allá de sí mismo –dice Bataille- no toma
expresamente por objeto la nada sino otro ser. Sólo que este otro ser no
puede alcanzarse sino a través de la nada, y la nada, entonces, debe
corresponderse en alguna medida con una especie de devaluación del ser
que desea, ya que este ser está representado como tedio, y en el tedio ya
está la percepción de un vacío.” 22 Es decir, la nada no puede proponerse
desde un comienzo como un objeto en sí mismo, sino como el paso
necesario hacia otro ser. Pero el ser que se quiere abandonar, del cual se
desea salir, es el propio ser, pues es en la identidad de “uno mismo” como
el ser me hace pertenecer a su reino de tedio. El individuo es una modalidad
del ser, es así como se encuentra a sí mismo. Por eso dice Bataille que la
nada corresponde a una devaluación del ser que uno mismo es, y esto nos
dice la verdad de la salida que se busca: una salida de lo que uno mismo
es. Entonces, el pasaje hacia otro modo de ser (inconcebible) se va
transformando en el objeto de deseo del sujeto que trabaja su propia
devaluación como sujeto, porque ser “lo otro” pasa por no ser “lo mismo”.
En esto consiste propiamente el pecado: “el pasaje a través de la nada es
exactamente el pecado. Eso puede ser el pecado desde dos puntos de vista;
el hecho de buscar la nada más allá de uno mismo es ya un pecado.” 23
Buscar el ser más allá de uno mismo es buscar la nada, una búsqueda que
nace, pues, de una profunda insatisfacción, de un malestar que contamina
toda la existencia. Ese más allá acontece en la propia aniquilación.
Bataille ha visto en el hombre de Lascaux la experiencia original de la
salida. “El hombre de Lascaux es así el símbolo de las eras que supieron del
pasaje de la bestia humana al ser separado que somos.” 24 Es decir, el
hombre de Lascaux sabe que lo humano es el fruto de un repliegue sobre sí
provocado por el horror. Sabe del umbral, esto es, sabe de su no saber (es
de donde nace la angustia); sabe entonces del límite de lo humano con la
radical alteridad, límite olvidado en el encuentro del hombre consigo mismo,
en la habitación de la conciencia y su diálogo interior. Pero, debemos insistir
en ello, lo humano no limita en sentido estricto con lo animal, es decir, lo
22
Ibid., p. 60.
23
Ibid., p. 61.
24
Lascaux o el nacimiento del arte, p. 31.
11
25
Ibid., p. 52.
12
26
Ibid., p. 53.
27
Ibid., p. 51.
13
32
“El no-saber”, en La felicidad, el erotismo y la literatura, p. 246. “En cuanto a la esfera del
pensamiento, es el horror. Sí, es el mismo horror.” Ibid., p. 245.
33
“El arte, ejercicio de crueldad”, Ibid., p. 122.
34
“El no-saber”, Ibid., p. 250.
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35
Ibíd., p. 153. Una situación inversa se describe al término de la primera parte de El último Adán: “Sí,
ahora han cerrado los ojos ya sin párpados; se aprietan en un beso sin labios; se entregan totalmente a sí
mismos, para sentirse en lo sucesivo, tal vez, sólo en el ser. Inme0rsos en un sueño incorpóreo en el que
la carne no es otra cosa que una tristeza orgánica, que un despojo en el paisaje yerto. Sí, descarnados los
cuerpos, sólo queda el amor.” Op. cit., p. 17.
36
“—Criaturas extraterrestres están seduciendo a nuestras esposas. Sátiros espaciales tienen un apetito
insaciable por nuestras hijas —dijo una voz en la radio.” Ibíd., p. 180.
17
decir, no se trata sólo del deseo dirigido hacia otro cuerpo como objeto,
sino de que es otro cuerpo (desmedido, irrepresentable) la fuente de se
deseo que pasa por el individuo enloquecido. Se trata de un deseo que se
renueva constantemente, sustraído al tiempo lineal no admite una historia
con principio y final, y todo aquello que proviniendo de una temporalidad
narrativa entra en relación con esa fuerza cósmica, degenera en su
representación.
Desencadenada la orgía en la ciudad invadida por el deseo, asistimos
a una carnavalización en que lo grotesco hace manifiesta la naturaleza
excesiva —irrepresentable— del apetito sexual, como deseo carente tanto
de sujeto como de objeto determinado: “En pleno frenesí erótico, algunos
tzitzimime hacían el amor a objetos inanimados, a un poste, a una botella,
a la manga de una camisa, confundiéndolos con cuerpos humanos. (...) Los
machos [tzitzimime], en estado permanente de erección, parecían burros
excitados, llevaban en ristre una quinta extremidad, un órgano muscular
autónomo del cuerpo. Algunos, como si fuera una correa para perro, se
fajaban el largo pene a la cintura. Otros, cuidadosamente peinados y
envaselinados, daban la impresión de dirigirse a una fiesta.” 37 Esta situación
de locura generalizada describe precisamente el fluir de un deseo que no
puede satisfacerse de ninguna manera en este mundo, y entonces producto
de esa misma imposibilidad cualquier cosa podría ser un cuerpo humano
para aquellos agentes de una naturaleza desbocada. Aquí la carnavalización
conduce el acto sexual hacia lo grotesco, pues las conductas desenfrenadas
de los personajes parecen describir más bien una parodia: “Dos
[tzitzimime] personificaban a conquistadores españoles tuertos y bubosos,
se proponían a las mujeres que encontraban en su camino y querían
arrastrarlas hacia las ruinas para hacerles clamor. Pero la cópula era
irrealizable. Por más que se montaban sobre sus grupas y las sujetaban de
las orejas, no lograban introducirse en su interior.” 38 En este descontrol
emerge el cuerpo humano como instrumento fallado del deseo, como si la
sede del deseo no fuera ya el cuerpo, pues se ha roto el equilibrio que hacía
posible el deseo dentro de los límites y la retórica del cuerpo. Ha sido
aniquilada toda gracia del sujeto.
37
Ibíd., p. 170. Los tzitzimitl (plural de tzitzimime) eran genios maléficos de la oscuridad que
continuamente amenazaban con destruir el mundo, luchando eternamente contra el sol.
38
Ibíd., p. 172.
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Más aún, podría decirse que el cuerpo mismo aparece como retórica
del deseo desbordante, y sería ésta otra manera de leer lo que se denomina
la insubordinación del significante (y que en tal insubordinación emerge
precisamente alterando el cuerpo del signo). El cuerpo como disfraz, hecho
de jirones, de restos, de lo que queda o de lo que apenas pudo llegar a ser,
el cuerpo de los sobrevivientes: “Por la calle de Moneda venían soldados
españoles, remedos fantasmales de aquellos que participaron en la
conquista de México. Venían viejos, cojos, mancos, con las armaduras
melladas, las espadas rotas, las caras calavéricas. En la noche se
arremetían unos a otros, se hendían el corpazo espectral, se recomponían y
tornaban a herirse, víctimas de una violencia recurrente.” 39 El disfraz
comparece en escena como el cuerpo del cuerpo, esto es, que hacía posible
la aparición del cuerpo, pero que ahora ha devenido resto. Porque la
corriente del deseo ha estallado (como el torrente en una cañería), y los
cuerpos parecen entonces inútiles prótesis que sirvieron no sólo al deseo
como placentero instrumento de realización, sino al mismo sujeto que en
ese cuerpo se reconocía como soberano de su deseo, en cuanto que dueño
de su cuerpo. Pero la carnavalización dice que el deseo no tiene dueño, que
el cuerpo no es de uno, y que la realidad metafísica de ideas tales como
sujeto, conciencia, ser, no es sino el efecto de un cuerpo disimulado por la
gracia de los modales gobernados por el sentido. ¿Por qué el cuerpo, su
gravedad, su peso inercial, su organismo, se restan al espesor retórico de
las apariencias, como una realidad irreductible? “El tzitzímitl [desafiado por
Bernarda] se desvistió. Se quitó la tilma, el maxtlatl, los huaraches, las
patas. Se quedó desjarretado, casi transparente. Exhibió su cuerpo lleno de
desfiguraciones, mutilaciones, cicatrices. Cuando se hubo despojado de las
caderas, el pecho, los ojos, la cabeza, no hubo nada.” 40 En una primera
lectura se podría concluir de este pasaje que el cuerpo no es una realidad
irreductible, sino que tiene la misma levedad del ropaje. Pero lo que aquel
pasaje sugiere es más bien que el cuerpo es precisamente el límite de este
mundo, que no hay conciencia más allá del cuerpo, porque despojarse del
cuerpo es despojarse del mundo. Entonces, en la carnavalización del mundo
(del tiempo oficial), el cuerpo tiene un protagonismo central porque se trata
39
Ibíd., p. 169.
40
Ibíd., p. 173.
19
precisamente de actuar los límites del mundo, desde donde éste deviene
escenografía, remedo, recurso en cierto modo insuficiente, y la exhibición
grotesca del cuerpo corresponde a ese efecto buscado.
Lo anterior se contrapone en cierto modo al cuerpo apariencial
barroco. En efecto, en el “carnaval barroco” —como recurso de la narrativa
hispanoamericana— se reduce la diferencia temporal que hace posible la
idea misma de historia (cuya matriz es la historia “universal” europea),
ingresando todos los protagonistas en un mismo presente absoluto. El
resultado es muy interesante, a la vez que curioso, pues responde a una
lógica que parece estar más allá del propio motivo narrativo: suprimida la
distancia entre las épocas, porque se ha llegado al final, los protagonistas
de la historia devienen personajes. El advenimiento del final, no como
desenlace, sino como término temporal e la historia (por ende, como
interrupción) contradice la naturaleza misma del presente y por lo tanto
produce necesariamente una catástrofe en el curso ya acontecido de la
historia. Ingresando en el tiempo vacío del puro curso cronológico de los
hechos, se disuelven las jornadas del sentido y ahora, expuestos en la
intemperie de una escena sin guión, sus identidades han devenido ropajes,
el cuerpo se hace uno con la identidad retórica del disfraz. El cuerpo es el
disfraz, el rostro es la máscara.41
El cuerpo desnudo es el cuerpo exhibiendo sus cicatrices y
desfiguraciones, es el cuerpo como desvío, como inclinación desde la gracia;
esto es el cuerpo neobarroco: el cuerpo exhibiendo el peso invalidante de la
retórica que lo constituye. El cuerpo como ruina, como resto de un
agotamiento total, como festiva decadencia: “Las carlotas, bailarinas
septuagenarias, celebraban un aniversario más de doña margarita Mendoza,
la Miss México de las Piernas de Oro de 1992.” 42 En efecto, toda la novela
puede ser leída en clave carnavalesca, en el sentido de que el rostro
grotesco y, a ratos, obsceno, de la decadencia corresponde a una estética
de lo secular abandonado a sus propias fuerzas. Perdido todo sentido
41
“El bosque parece ser una calle principal a la hora de la afluencia, una terminal del metro, un estadio
durante un juego y un carnaval al mismo tiempo. (…) En el gentío desfila la historia y el hombre común:
Cristóbal Colón, Dante Alighieri, Hernán Cortés y La Malinche, William Shakespeare y Miguel de
Cervantes (…) los hijos de la Coatlicue y vendedores callejeros, sacerdotes, locutores, el Pie y la Mano.”
Espectáculo del Año Dos mil, en Gran teatro del fin del mundo, Fondo de Cultura Económica, México,
1994., p. 11.
42
La leyenda de los soles, p. 74,
20
43
Ibíd., pp. 82-83.
21
44
Discusión sobre el pecado, p. 75.
22
3. De la piedad.