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Elecciones 444

ELECCIONES

Gonzalo Capellan de Miguel

La coyuntura que hacia 1898 parece suponer un ci erto punto de referencia


cambio hist6rico en Espana en el terreno cultural, politico y social, no
modificaciones significativas para el concepto de elecciones. Asi pues, sigui6
gente la visi6n marcadamente peyorativa que, desde que elliberalismo decl·lmIJnC)."
nico habia introducido en el sistema polltico la elecci6n de representantes a
tamientos, Diputaciones y Cortes, venia acompanando a todo el proceso elec
En generaI, se puede aplicar a todo el periodo de la Restauraci6n el pesimista
cio de Pérez Gald6s, que denunciaba «el fraude politico» merced al cual «las
ciones las hace el Ministro de la Gobernaci6n, y de aquella misma fabrica de
salen también las minorlas». Hasta tal punto llegaban las corruptelas pollticas
torno a las elecciones, que Gald6s concluia, entre la ironia y la decepci6n:
mismo Padre Eterno que quisiera tener un puesto en el Congreso no lo cons
ria sin el auxilio de este Espiritu Santo politico a quien llamamos Ministro de
Gobernaci6n» (texto reeditado en Politica espaiiola) 1923, I, 21).
Ni siquiera la llegada de una de las grandes reivindicaciones democra.ticas de
centuria precedente, el sufragio universal (1890), habia sido capaz de .uH.".U~~~'
esa situaci6n. Mas bien al contrario: las practicas fraudulentas se habian ext
por todos los rincones del pais cuando llegaba el momento de las elecciones
ni, 1991). Los unicos cambios perceptibles en esa tan cruda como bien cono
realidad fueron acaso lingiiisticos, ya que la red de conceptos y términos de la
milia electoral se enriqueci6 con la aportaci6n de Costa al vocabulario
espanoi. Si bien es frecuente hablar de caciquismo para analizar la practica p
y especialmente electoral del siglo XIX, es s6lo tras el 98 Y la célebre encuesta
movida por Costa desde el Ateneo de Madrid cuando se ponen en circulaci6n
conceptos que definian a la perfecci6n la estructura y funcionamiento de las
ciones en la Restauraci6n: «oligarquia» y «caciquismo». Ésa era la forma
del gobierno y uno de los males a erradicar del pais para los regeneracionistas
de el 98 hasta los anos 30, ya que para Costa tras esos dos conceptos subyace
triste realidad: «Espana no es una naci6n libre y soberana» (Oligarquia ... ) 1
17-24). Es decir, que en la estructura semantica profunda del concepto «
nes» se encuentran realidades tan trascendentes como las de soberania, lib
democracia, que quedaban amputadas ante la fraudulenta realidad electoral
beralismo espanoi.
De esa realidad hay que partir para entender las acciones emprendidas p
riormente, asi como los testimonios publicos y privados que abundan en la é
y que coinciden en denunciar la falsedad electorai. Uno de los elementos que
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ontribuir a la persistencia del concepto negativo de elecciones como sin6nimo de


aude, de violencia y de farsa era una parte esencial del entramado «caciquil» y
razO ejecutor de la «oligarquia»: los gobernadores civiles. Segun la prensa de
rovincias, éstos eran «lo peor de cada casa» y se les asignaban grandisimas atri-
uciones en la vida municipal y provincial, potestad que en lugar de emplear en
enefìcio de la poblaci6n «utilizan para fìnes electorales y politicos, protegiendo a
s amigos, persiguiendo a sus enemigos». Eran, segun los describia la prensa, el
rma de los gobiernos para improvisar «mayorias d6ciles y sumisas o rebanos
arlamentarios» que impedian que las elecciones fueran expresi6n de la soberania
acional (La Rioja, 18-VII-1899). Por eso, esta arraigada tradici6n electoral pasara
ras 1936 a la memoria colectiva como sin6nimo de agitaci6n, de coacci6n y de
nfrentamiento en los pueblos de Espana (Barea, 1956, 16).
El primer intento sistematico de cambiar de raiz esta situaci6n se produj o nada
:mas iniciarse el nuevo siglo, fruto de la acci6n politica de un Antonio Maura que
se propuso «el descuaje del caciquismo». Moralizar la administraci6n y garantizar
unas elecciones limpias fueron dos pilares clave de su programa de «revoluci6n
desde arriba», esto es, de regeneraci6n de la vida politica. Maura intent6 en la con-
vocatoria de 1903 hacer de las elecciones un ejercicio sincero, capaz de atraer a la
vida publica (a la ciudadania) a las personas que, desenganadas con el sistema, se
retraian de la participaci6n electoral (la denominada «masa neutra»). El informe
emitido por el embajador inglés a su gobierno resulta esclarecedor: «Hasta donde
yo puedo juzgar, el Senor Maura esta intentando prevenir los abusos honestamen-
te; pero su propio partido le presta un apoyo poco entusiasta y los abusos conti-
nuan» (Gonzalez Hernandez, 1997, 50). No obstante, Maura adopt6 nuevas me-
didas, plasmadas en la polémica ley electoral de 1907 y el abortado proyecto de
reforma de la Administraci6n 10caI. De la primera surgia la intenci6n de transfor-
mar y dignifìcar el concepto de elecciones, asociandolo a las ideas de «transparen-
eia y veracidad». Para ello se precisaba, entre otras cosas, una correcta elaboraci6n
del censo, hasta entonces manipulado para suplantar el voto popular (la votaci6n
de difuntos o el escrutinio de mayor numero de votos que electores censados se
habian convertido en algo habitual en todas las elecciones). Ademas, el voto se ha-
da obligatorio y se incluia el controvertido articulo 29, inspirado por Azcarate,
que eliminaba el enfrentamiento electoral en aquellos distritos donde el numero
de candidatos fuera idéntico al de posibles elegidos, en cuyo caso eran proclama-
dos automaticamente. Tales esfuerzos no quedaron constrenidos a la fìgura de
Maura, sino que otros destacados lideres del momento, como el reformista Mel-
quiades Alvarez, hicieron de la «sinceridad electora!», de la «pureza del voto», un
Iema de su partido y una condici6n sine qua non para el imperio de la democracia
(El Noroeste, 26-II-1914; cito Suarez Cortina, 1986, 136).
Esfuerzos que una vez mas parecian baldios, hasta el punto de que un cacique
del momento podia mofarse asi de la Iey de 1907: «Dios me valga, si no ha go mu-
chas mas trampas que con la anterior [1890J. ( ... ) Me do yo de todas estas mecani-
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cas» (Gonzalez Hernandez, 1997, 147, 145-146). De hecho, en paralelo a la crisis


generaI del sistema polftico de la Restauraci6n durante la segunda década del si-
glo, la corrupci6n electoral sigui6 en aumento. As{ lo corrobora el testimonio
unanime del grado de escandalo a que se lleg6 en las elecciones de 1918, «las mas
corruptas que se recuerdan», en opini6n del escritor Pérez de Ayala. Anterior-
mente, senala, siempre se hab{a ejercido, junto a la coacci6n, la corrupci6n econ6-
mica, pero de forma sigilosa. «En estas elecciones la compra de votos se hizo con
la visera levantada, sin empacho ni melindre. Los votantes ofredan sus votos al
mejor postor; lo candidatos pujaban el precio del voto», que se cotiz6 entre 0,40 y
500 pesetas (Politica y toros, 1925, 157). Este tipo de practicas no hicieron sino
exacerbar el desprestigio que las elecciones en particular y el sistema en generaI se
granj earon a lo largo y ancho del espectro ideo16gico del pa{s. Desde la izquierda,
Luis Araquistain acuna tras la elecci6n de 1918 una nueva expresi6n: «Maquinaria
electoral plutocratica». De hecho, asegura Araquisrain, en un pa{s con ciudadanos
libres, es decir, insobornables, sobrada todo aparato electoral. Faltando esas con-
diciones, «aunque de derecho exista hace tiempo, puede decirse que de hecho no
hay sufragio en Espana» (Espafia, 28-II-1918). Su pesimismo parte de una enrai-
zada creencia: «En Espana el régimen electoral quiere decir vejaci6n absoluta de
toda voluntad de representaci6n», y de ahi surge «la atrofia del Parlamento» (Es-
pafia, 30-X-1920, en Barrio Alonso, 2001, 157-160,230). La desconfianza genera-
da en t~rno a la idea electorallleg6 a tal grado que el joven Azana, que hada sus
primeras armas en unas elecciones, se tomaba la cosa en broma: «Las elecciones
s6lo pueden tomarse en serio en el pasillo del Ateneo - escrib{a Cl su amigo Rivas
Cherif-, pero aqu{, en el terreno de la verdad ( ... ), yo no me hab{a encontrado en
una situaci6n tan profundamente c6mica desde que le{ mi tesis doctoral» (Egido,
1998, 129).
Ni que decir tiene que idéntica desconfianza hacia los mecanismos electorales
mostr.6 durante todo el periodo la vigorosa corriente anarquista. Uno de sus mas
destacados portavoces, Ricardo Mella, hab{a sintetizado el rechazo de las eleccio-
nes como via de emancipaci6n de la clase obrera en su le ma «vota pero escucha»
(Ideario, 1978, 97-8). Desde el otro la do del espectro polftico, el peri6dico cat6li-
co El Debate coincid{a en denunciar que «nuestras elecciones son una escuela de
corrupci6n polftica y de embrutecimiento del pueblo» y formulaba la siguiente
pregunta: «~Hay algo mas desmoralizador que ver c6mo se lanzan las autoridades
a 10s estadios de la delincuencia, en sus mas diversas formas, para fa1sear la vo1un-
tad de 10s electores?» (5-V-1923). Si a estos sectores ferozmente crlticos anadimos
que a la altura de 1923, como observaba El Cantabrico, segu{a habiendo «una gran
masa de opini6n a quien no conmueven ni interesan 1as elecciones» (Garrido Mar-
tin, 1998, 134), podremos entender parte de la apatia generaI y del descontento
reinante cuando ese mismo ano Primo de Rivera dé el golpe militar que inicia la
Dictadura. Como podremos entender también que el propio dictador hiciera uso
de la ret6rica regeneracionista que proclamaba combatir el caciquismo. En la prac-
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a, sin embargo, no hubo ocasi6n de comprobarlo, ya que, como testimoniaba


personaje de Max Aub a la altura de 1927, «no hay aqui ahora elecciones ni
a que se le parezca». La cuesti6n electoral se esfum6 por el horizonte dejando
r unico parlamento (<<abierto» a todos y pIenamente democratico, eso si) la ter-
lia y el Ateneo (La calle de Valverde, 1985, 511).
Este paréntesis para la practica electoral iba a conduir precisamente como re-
ltado de unas elecciones que, por una vez, parece que sirvieron para la que en
ridad era su funci6n: expresar la voluntad popular, servir de instrumento a la
berania nacional. Ésa es la interpretaci6n que el peri6dico El Socialista hada de
s elecciones municipales celebradas por el Gobierno Aznar en 1931 y que supu-
ron el comienzo del fin para la Dictadura: «Las elecciones han sido verdadera-
ente constituyentes porque, aunque se trataba s6lo de la Administraci6n muni-
paI, el pueblo con mucha vista y mas sentido politico que el Gobierno, se dio
enta de que constituian un plebiscito y expuso de manera perfectamente indu-
able su voluntad adversa a la monarquia» (15-IV-1931). Y el propio monarca,
lfonso XIII, corroboraba en su despedida semejante interpretaci6n: «Las elec-
'ones del domingo me han revelado daramente que no conservo ya el amor de
mi pueblo» (ABC, 15-IV-1931, en Gil Pecharroman, 1999, 197). Este hecho iba a
suponer ademas un giro radicai en positivo sobre el conceFto de elecciones, ya
que por primera vez se habia probado como un instrumento eficaz de cambio pa-
cifico. Ram6n J. Sender refleja ese estado de opini6n en su Réquiem por un cam-
pesino espanol (1950). Cuando se celebran elecciones en el pequeno municipio
rural donde transcurre la acci6n de su novela, los nuevos concej ales electos eran
j6venes, «gente baja» contrarias al duque y «al sistema de arrendamiento de pas-
tos». El protagonista, Paco el Molinero, «crey6 que por primera vez la politica
valia para algo» (1980,67-68).
Un giro que vino aparejado a otros cambios mas profundos en la propia estruc-
tura sociopolitica, como el advenimiento de la II Republica, la reforma de la ley
dectoral o la nueva Constituci6n. La recién instaurada Republica realiz6 en junio
convocatoria de elecciones a Cortes constituyentes, efectuada bajo criterios
modificaban parcialmente la ley de 1907: supresi6n del art. 29, rebaja de la
electoral de 25 a 23 anos y posibilidad de que las mujeres fuesen elegidas,
no electoras (RD, 8-V-1931). El resultado fue un triunfo de las fuerzas re-
Pul)lH;an.as, que elaboraron una nueva constituci6n. El nuevo sistema vio aflorar
también un nuevo vocabulario politico, tan prolifico como activa fue la vida poli-
tica desarrollada en esos anos. Por lo que al «léxico electoraI» respecta, el «térmi-
no centraI» elecciones no experimenta novedades significativas, pero si hay que
resaltar la aparici6n de «sustitutos» lingiiisticos, como los sintagmas consulta elec-
toral, consulta al pazs, apelaci6n al sufragio o el término comicios. También se ex-
tiende el uso de un vocabulario «bélico» metaf6ricamente trasplantado al campo
electoral, donde se libran batallas, luchas y contiendas entre los candidatos (Gar-
eia Santos, 1980, 366-367). El sentido de las elecciones se vera modificado en su
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propia concepci6n, y al margen de su faceta estrictamente técnica, que comprende


todos los elementos de un mecanismo tan complejo como en el fondo es un siste-
ma electoral. El hito fundamental en ese cambio fue la Ley de Reforma de la Ley
Electoral aprobada en julio de 1933. En los debates parlamentarios, Azafia defen-
di6 el proyecto del Gobierno, explicando su necesidad por el hecho de que la Re-
publica care da a esas alturas de un sistema legaI para convocar elecciones (el de-
creto de mayo del 31 no podia cumplir esa funci6n). Matiza que no se trataba de
traer un sistema electoral completo en ese momento, sino simplemente de refor-
mar la Ley vigente de 1907.
La mayor polémica se produce en torno a la naturaleza mayoritaria o propor-
cional de la ley. Azafia defiende la opci6n mayoritaria como un mal menor, ya que
el ideaI de perfecci6n y de justicia representativa es inalcanzable. Por es o, todo lo
relativo a las elecciones pertenece mas a la «fisica» que a la «metafisica politica».
Situada la cuesti6n en el terreno de la practica, pues, defiende que «el régimen ma-
yoritario ( ... ) es un régimen auténticamente democratico», frente a las criticas de
los diputados (radicales), que lo consideran «un aplastamiento de las minorias»
que permite el famoso «copo electoral» por parte de las mayorias. La preferencia
se debe -explica Azafia- a que favorece al «grupo electoral que tenga fuerza
para elIo». Azafia introduce los términos «fuerza electoral» y «capacidad electo-
ral» como los factores que determinad,n dentro de ese régimen el resultado de una
«batalla electoral» concebida en términos darwinistas propios de la economia de
mercado: «No copa el que quiere, sino el que puede». El segundo aspecto a desta-
car en los debates es el de la segunda vuelta que prevé la nueva ley. Resulta un
punto clave, ya que para Azafia esa f6rmula es la que permite que las fuerzas repu-
blicanas y socialistas que en una circunscripci6n hayan ido divididas y obtenido
menor numero de votos puedan reagruparse, formar coaliciones y hacer efectiva
su mayoria real frente a una candidatura «antirrepublicana y antisocialista». Es
decir, que a pesar de que las elecciones eran un mecanismo politico para la confor-
maci6n de los parlamentos con arreglo a «la voluntad generaI», que para Azafia
coincide con «la mayoria del pais», lejos de ser un instrumento neutro en su dise-
fio y concepci6n se podia volcar en ellas toda una filosofia politica y una determi-
nada geografia electoral. Por eso se presenta también la divisi6n en grandes cir-
cunscripciones como «conquista del sistema electoral de la republica» (DSC,
6-VII-1933; Discursos parlamentarios, 2001, 707 Y 702-10). Aunque el propio
Azafia habia pedido en el transcurso de las sesiones parlamentarias a los diputado s
que no proyectaran el texto de ley presentado sobre el efecto electoral en sus cir':
cunscripciones, ése no dejaba de ser un mal universalmente extendido.
Todo elIo se explica en un contexto hist6rico en que, de manera mas o menoS
explicita, se habia ido configurando una primera sociologia electoral de Espafia
(aunque aun sin la sofisticaci6n de los analisis de la ciencia social posterior, perQ
no por elIo menos presentes): los votos conservadores y/o reaccionarios proceden
del medio rural, 10s votos urbanos y de 10s sectores intelectuales pertenecen a
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blica. Por esa raz6n, el diserio del sistema electoral tenia en cuenta esa socio-
gia y movilizaba a las diversas corrientes de opini6n en funci6n de un d.lculo de
tunidad y beneficio en términos de sufragios para sus intereses polfticos (en
elecciones de 1931 se habia convertido a los grandes centros obreros de Ma-
,Barcelona y Bilbao en ciudades circunscripci6n, por ejemplo). Azafia estaba
ando en los intereses de la Republica en términos de las «izquierdas», mien-
los redactores de El Debate rechazaban esa sociologia electoral generalizada,
vez que la corroboraban con sus quejas: «Dicen que los votos socialistas ma-
os son de hombres conscientes, cultos, libres, mientras los sufragios dere-
campesinos son de gentes retrasadas, incultas, esclavizadas. S610 el enun-
de la proposici6n resulta irritante por su injusticia. ~ Por qué va a ser mas
.ente y mas libre el voto de un proletario madrilefio, con "carnet" de la
GT, que el de un labriego castellano o aragonés?» (5-XII-1933).
N o menor efecto tuvo tal sociologia electoral en uno de los puntos que mayor
suscit6 tanto dentro como fuera del Congreso: el relativo al sufragio fe-
. La participaci6n electoral habia estado en la raiz misma de la moderna
. / n de la mujer (movimientos sufragistas) en América y Europa. Llega-
el momento de su reconocimiento constitucional, sin embargo, las fuerzas de
Republica se dividieron. Los «extremos» cat61ico y socialista apoyaron la causa
con excepciones -, mientras otras minorias parlamentarias se opusieron por el
que el sufragio femenino podia tener en la practica para la Republica, con-
scorno estaban muchos republicanos de que el voto femenino favoreceria
la reacci6n. Si finalmente se aprob6 el art. 34 del proyecto constitucional que
tOfLCelGla el sufragio a la mujer (161 votos frente a 121) fue debido a que, frente a
eraciones pragmaticas, se esgrimieron contundentes razones ideol6gicas.
La participaci6n electoral suponia en aquel contexto un derecho clave de equi-
'6n de la mujer con el hombre, un derecho que no podia negarse en un siste-
que aspirase a denominarse democratico. Ademas, junto a esos valores, el su-
. se identificaba con las ideas de ciudadania, libertad, justicia e igualdad.
o ese amplio y positivo campo semantico qued6 incorporado al concepto mis-
de lo electoral, no tanto del sufragio, del voto en si, como de la acci6n de emi-
de lo que en el fondo significaban las elecciones: un derecho, si, pero un
.o de responsabilidad también (y por tanto una capacidad). En esos dias de
a2:1taclOll. el diario Crisol supo transmitir muy bien las implicaciones benéficas de
idea capaz de cambiar en su acci6n la realidad misma de la mujer y del pais:
conveniente para el futuro de Espafia -se puede leer en sus paginas- que la
er sea empujada al ejercicio de una funci6n que, consistiendo en la vitalfsima
operaci6n de elegir, despierte la conciencia de su personalidad y responsabilidad»
. Capel, 1992, 125). La elecci6n es, pues, ademas del ejercicio de un derecho,
de un cauce de participaci6n en la vida publica, un acto de ciudadania, una
purificadora, formativa para la persona. La trascendencia polftica, ya
«ccms1tat~tda por los parlamentarios, de «volcar esos seis millones de votos a las ur-
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nas» se haria patente en las inmediatas elecciones de noviembre de 1933 (que otor-
garon la victoria a la CEDA) y en las elecciones de febrero de 1936 (ganadas por el
Frente Popular), donde la mujer se convirti6 en objetivo predilecto de la propa-
ganda de los partidos de todas las tendencias, obligando a modificar los mensajes
y estrategias hasta entonces dominantes en el proceso electoral. U nas elecciones
que para entonces ya habian aglutinado toda la tensi6n acumulada en el propio
sistema politico y que volvian a trasladar al coraz6n mismo del hecho electoral
realidades tan negativas como la coacci6n y la violencia. En marzo de 1936, el so-
cialista Fernando de los Rios denunciaba en el Congreso la intimidaci6n a que se
habia sometido a los jornaleros andaluces y pronunciaba unas palabras que recor-
daban tiempos pretéritos, al parecer, no del todo superados: «Quien tiene la tierra
tiene al hombre» (Discursos parlamentarios, 1999, 737). Pese a elIo, El Socialista
defendia a principios de 1936 «el triunfo electoral» como la mejor via para alcan-
zar los objetivos politicos del socialismo espanol (como la «amnistia» para l
presos de la revoluci6n de Asturias), aunque advertia que de no ganar las eleccio-
nes habria que seguir luchando por otras vias. Y fue justamente el no dirimir las
diferencias ideo16gicas en el terreno pacifico que brindaban las elecciones, el no
aceptar sus resultados, lo que llevaria a recurrir a otros mecanismos violentos de
acceso al poder que parecian haber sido definitivamente superados.
Con la cruenta Guerra Civil iniciada ese mismo ano se abria una época oscura,
donde entre otras cosas las elecciones fueron suprimidas y con ellas todo lo que
implicaban: participaci6n, libertad, democracia ... N ada extrano si tenemos en
cuenta las palabras pronunciadas por el generaI Franco en 1938: «No creemos
un gobierno conseguido por las urnas» (cit. Time, 27-VI-1977). Sin embar
pronto la dictadura franquista iba a articular un denso entramado juridico que
gularia la singular pd.ctica electoral del periodo. Merced a esas bases se verifi
rian sucesivas elecciones a ayuntamientos, diputaciones, Cortes y sindicatos en
décadas centrales de la centuria. El Régimen vio en las elecciones la via de
realidad «la participaci6n del pueblo en las tareas del Estado, a través de la
lia, del Municipio y del Sindicato» (RD, 29-IX-1945). De esa forma, el caranelB
inorganico del sufragio cedia su lugar al voto corporativo que supuestamente
flejaba los diferentes intereses de la sociedad (y mermaba sensiblemente el "",'.orr,(li!!!Ii
electoral al cenir el censo a los «cabezas de familia» y «mujeres casadas»). Bajo
denominada democracia organica una élite integrada en un «partido» unico
Movimiento) elegia, a menudo de forma indirecta, por cooptaci6n a sus repres
tantes (<<tercios») en las diversas instituciones del Régimen. Frente al pre .
de la designaci6n directa (la «anti-elecci6n») de los principales y mas numer
cargo s, el concepto de elecciones se desprendi6 de los elementos que hasta ento
ces las habia hecho mas o menos libres y competitivas, ajustandose ahora al mod
lo que 10s polit610gos denominan elections without choice. Este modelo no co
petitivo de elecci6n podia servir para la acreditaci6n externa, la escenificaci6n
una ficci6n participativa o la legitimaci6n del poder (Valles y Bosch, 1997, 14-15
Elecc10nes

todo, al iniciarse esta nueva practica electoral, desde ABC se aseguraba con
.U::>Jlct..,lU'-J que «con las elecciones que hoy empiezan, el Municipio espafiol con-

el caracter estrictamente representativo». «El elector ( ... ) es quien debe me-


y juzgar la integridad y la capacidad de 10s futuros ediles. Ahi reside la res-
abilidad del inexcusable deber que hoy le lleva a las urnas» (<<Las elecciones
hoy», 25- XI -1951). La misma filosofia se extendio al ambito sindical, donde el
. mo legislo un sistema electoral semejante al que hasta entonces se habia
o en el terreno politico. De nuevo contrastaba la realidad del sindicalis-
vertical del franquismo con la retorica presente en la regulacion de unas elec-
s en las que podian participar todos los trabajadores y empresarios mediante
.o libre, igual y secreto» (RD, 14-V-1966 ). No faltaron, a esas alturas de la
las voces discrepantes que, como las procedentes de la clandestina
asturiana, denunciaban que aquellas «elecciones, con una apariencia de
mocra.cl·a ( ... ), estaban destinadas a impresionar al extranj ero, que ignora, con
seguridad, que esos enlaces elegidos con absoluta libertad se convierten en
os del aparato sindical del régimen, obligados a resolver los problemas
arreglo a las ordenes de la superioridad, apoyadas, cuando el caso lo reclama,
la visita de la policia» (Nuevamente en la brecha, 1963,4). En este mismo tex-
se expresaba el deseo de un futuro donde la libertad de eleccion existiera como
o inalienable de los trabajadores.
momento iba allegar pocos anos después, tras la muerte del Caudillo en
, cuando se inicia un periodo de nuestra historia en la que la palabra eleccio-
con todo lo que implica, se torno fundamental en el debate politico y el cam-
social. Desde el comienzo de la transicion, desde la presentacion misma, en
de la Ley de Reforma Politica como un mecanismo de democratizacion sin
a, la cuestion electoral fue objeto de tanta atencion como polémica en el
de la clase politica (tanto en el Gobierno como en la oposicion). Es entonces
o se puso claramente de manifiesto que el sistema electoral no era en abso-
un mero mecanismo, aséptico, por el que la soberania popular se traducia en
en escanos, en representatividad dentro del poder politico, sin mas. Es
o las teorias de Duverger o Sartori sobre la influencia de los sistemas electo-
en los partidos politicos y en la configuracion del mapa politico de un pais se
,nc'lr ..".',..,.n como una realidad tangible, en la que los diferentes grupos pugnaron

una ley electoral que beneficiara sus intereses o expectativas de representa-


en el nuevo régimen. En el caso espanol el sistema proporcional no evito la
. acion de los sufragios y la consolidacion de un sistema bipartidista (Gun-
1989).
primer gran debate en el seno de las ultimas Cortes franquistas se centro,
en la II Republica, en dilucidar si el sistema electoral deberia ser mayorita-
o proporcional. Dado el caracter constituyente que desde los sectores mas
ados se concedia a las proximas elecciones (finalmente celebradas en junio
1977), salvo entre los procuradores mas reaccionarios hubo una clara preferen-
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cia por el sistema proporcional, que en teoria permitirfa reflejar la multiplicidad


de opiniones, tal y como se corroborara en la auténtica sopa de letras conformada
por las siglas de los partidos que acudieron a los comicios de 1977 (<<El sistema
mayoritario», El Pais, 9-XI -1976). Pero incluso en la adopci6n de un sistema pre-
ciso dentro de las diferente f6rmulas posibles para determinar la proporcionalidad
entre sufragios y representantes, la debida al matematico belga V. d'Hondt, adop-
tada en el RD de 18-III-1977 (RD-Ley 20/1977), suscit6 desde un principio enco-
nadas criticas, por considerarse que beneficiaba en el reparto final de escanos
entre los «restos» de votos a los partidos mas votados. Haro Tecglen la tild6 de
«poco realista», por crear «una disonancia entre la Espana legaI y la Espana rea!»
(Triunfo, num. 750, 16-VI-77). Una opci6n que favoreda a los partidos mayorita-
rios hasta el punto de que en 1977, segun el mismo autor, «la regIa d'Hondt ha[bfa]
sido el Olimpo de Adolfo, la ayuda de los Dioses a su favorito» (ibid.). Unas crlti-
cas que han pervivido en el tiempo, al ratificarse dicha f6rmula en el diseno poste-
rior del sistema electoral (Ley Organica 5/1985), de forma que, en 1998, el candi-
dato socialista a la alcaldfa de Madrid, Fernando Moran, demandaba la «correcci6n
urgente» del sistema electoral, por haber «conducido a un extranamiento entre
representantes polfticos y ciudadanos» (El PaZs, 6-XI -1998). Sin embargo, los es-
pecialistas consideran que tales deficiencias se deben mas a la reducida magnitud
que en Espana poseen la mayor parte de las circunscripciones electorales, al ha-
berlas hecho coincidir desde 1977 con la divisi6n administrativa de las provincias.
De ahf que, por ejemplo, en Madrid se necesiten cinco veces mas sufragios que en
Soria para ser elegido diputado (Fernandez Segado, 1997, 231-236).
Otro de los requisitos que la oposici6n democratica estableci6 para apoyar esa
primera y trascender::ttal convocatoria de elecciones fueron la libertad y la limpieza
del proceso, pero -ante todo- la neutralidad, esto es, «garantfas juridico-polfti-
cas» por parte del Estado, que para Tierno Galvan exigfa «extinguir el Movimien-
to» (<<Elecciones», El PaZs, 28-XI-1976). De hecho, aunque en la jornada electoral
del 15 de junio de 1977 se detectaron aun irregularidades en numerosos pueblos,
en mesas y en personas concretas, incluso los sectores criticos de la oposici6n las
consideraron «formalmente aceptables» (Triunfo, 16-VI-1977). Fueron ademas
unas elecciones muy concurridas, con una participaci6n cercana al 80 por ciento
(lo que reflej6 el entusiasmo popular por el hecho electoral) y en las que -segun
el diario francés Le Monde- se dio «una extraordinaria lecci6n de civismo» (17-
VI -1977). También The N ew York Times resaltaba el caracter «sorprendentemen-
te padfico» de las elecciones, de manera que el viejo concepto forjado durante la
Restauraci6n y alimentado hasta febrero mismo de 1936 pareda, por fin, librarse
en esta nueva etapa de esa connotaci6n violenta que hada de las elecciones al go
eonflictivo, que dividfa y enfrentaba a las personas (Las elecciones en Espafia vis-
tas por la prensa extranjera).
Lo eierto es que, a pesar de las numerosas modificaeiones pareiales realizadas
posteriormente en el sistema eleetoral (1987, 1991, 1992, 1994, 1998, 1999 Y 2003),
453 Elecclones

las bases centrales establecidas en 1977-1978 han superado el cambio de siglo. Si


acaso se han suscitado debates técnicos e ideo16gicos en torno a cuestiones como
las listas abiertas frente a las cerradas y bloqueadas vigentes, la dualidad de siste-
mas para cada una de las Camaras, etc. Las elecciones -y especialmente las de
1977 - tenian una gran carga simb6lica, que hada del concepto de elecciones mu-
cho mas que un simple mecanismo juridico-politico. En primer lugar, la peculiar
coyuntura hist6rica tuvo el efecto de identificar la practica electoral con la demo-
cracia misma. Una idea que los espanoles habian casi borrado de su memoria, de
modo que no resulta extrano que en visperas de las elecciones de 1977 pudiera en-
contrarse en la prensa una vineta c6mica que representaba a un futuro elector le-
yendo un «manual para votar» (Nueva Rioja, 10-1II-1977). El juicio sobre el ca-
racter inauguraI de ese proceso democratizador que tuvieron las elecciones fue
unanime. Desde la prensa extranjera, las elecciones se Velan como la «despedida
del franquismo», como el «nacimiento de la era democratica en Espana», como
expresi6n de una normalizaci6n politica que nos acercaba a Europa: para Espana
significaba «su regreso a la civilizaci6n politica» (Frankfurter Allgemeine Zeitung,
«Espana ha elegido», 18-VI-1977). Es decir, que dentro y fuera del pais, las elec-
ciones eran sin6nimo de ej ercicio de libertades y de democracia. Como diria el rey
Juan Carlos I al inaugurar las nuevas Cortes, significaban «el reconocimiento de la
soberania del pueblo espanoI». De ahi la funci6n legitimadora del poder que es
intrinseca al concepto de elecciones (en Cotarelo, 1992, 494). No falt6 incluso
quien viera en las elecciones de 1977 el fin de la propia transici6n (Prego, 1996).
Ninguna elecci6n posterior volvi6 a suscitar el entusiasmo de las de 1977, pues
no s6lo se vivieron como la recuperaci6n de una parte de la historia de Espana,
sino que desde un punto de vista electoral dieron pie a una ruptura consciente con
10s precedentes hist6ricos (Montero, 2003). Fue en los anos setenta cuando el vo-
cablo adquiri6 su mayor importancia y cuando adquiri6 un tono mas positivo
como elemento centraI de un sistema democratico. Desde el punto de vista léxico,
la normalidad y la periodicidad de las elecciones han puesto en circulaci6n todo
una profusi6n de términos relacionados: propaganda, campana, escrutinio, pape-
letas, sondeos ... Si en la Restauraci6n se crearon incluso vocablos espedficos para
definir la practica electoral, tales como pucherazo, encasillado, etc., la misma ferti-
lidad lingiiistica se ha producido en los liltimos anos. El término electoral se aplica
a todo, pero ademas de la fuerza adjetiva que reviste, se generan en torno a él nue-
vos sustantivos, como electoralismo (con sus derivados, electoralista, electorero y
allegados como mitinero o mitinesco; De Santiago Guerv6s, 1992, 149), que de al-
guna forma vuelven a conferir al concepto una carga negativa (incluso despectiva).
Y, asi, en la actualidad hay presupuestos electoralistas (ABC, 28-X-2004), tertulias
radiof6nicas de tono electoralista (ABC, 20-XII-2003) Y estrategias electoralistas,
de las que se acusan cada dia los politicos mutuamente. Es una nueva forma de
aludir a la demagogia o una confirmaci6n de la poca credibilidad de la politica, en
cuya practica cotidiana las elecciones se asocian de nuevo a lo falso, a lo ficticio:
Élites 454

las promesas electorales como medio de convicci6n, como forma de ganarse la vo-
luntad de los votantes en lo que constituye un auténtico mercado electoral. En fin,
las elecciones se han convertido al iniciarse el nuevo milenio en un tiempo para
sonar, en un tiempo desiderativo donde «gracias al electoralismo se mejora la edu-
caci6n, la sanidad, las carreteras» (<<Electoralismo», El Pafs, 14-II-2000).

V éase también: CIUDADANfA, CONSTITUCI6N, DEMOCRACIA, DERECHOS, ESTADO, LI-


BERALISMO, MUJER, PARLAMENTARISMO, PARTIDO, POLITICA, PROPAGANDA.

ÉLITES

Rafael Nunez FIorendo

La castellanizaci6n del término francés élite tuvo una aceptaci6n formaI sor-
prendentemente tardia (DRAE, 20. a edici6n, 1984), aunque ya en 1915 el Diccio-
nario Espasa le dedicaba un artfculo relativamente largo que empezaba haciéndose
eco de la adaptaci6n «nacional» del concepto: «Palabra francesa aceptada en casi
todas las lenguas modernas para expresar lo escogido, lo mejor de la sociedad,
algo asi como la aristocracia de la inteligencia y de la voluntad». A continuaci6n,
el redactor de la voz se planteaba explfcitamente el tema de la «nacionalizaci6n de
la palabra», para optar no obstante por la grafia élite en los parrafos siguientes
(aunque también aparedan términos castellanos afines como «elegidos»). Esa op-
ci6n fue la habitual en los autores espanoles durante la primera mitad del siglo xx:
Maeztu, todavia en el 98, habla de «los cerebros de l'élite» (Maeztu, 1977, 73),
Costa achaca en 1905 el fracaso del movimiento regenerador al retraimiento de la
«élite intelectual y moral del pais» (Alonso, 1985, 40) Y Araquistain se refi ere en
un artfculo en El Sol (27-X -1923) a una «actitud ética, de educadores publicos, de
élite» (cit. Bizcarrondo, 1975, 76). Todavia mas habitual, por lo menos en el pri~
mer tercio del siglo, fue expresar el mismo concepto por medio de f6rmulas o sin-
tagmas como «minorlas selectas», «clases directoras», «hombres superiores», «mi-
norias egregias», etc. El prestigio de estas expresiones en el discurso intelectual
hispano hace que pervivan en fechas mucho mas recientes. Enrique Tierno Gal-
van, por ejemplo, utilizaba profusamente «minorla ilustrada», «aristocracia de la
inteligencia», «grupos directores», etcétera (1962, 151, 178 Y 188).
Si nos atenemos a dicho contenido semantico, toda consideraci6n sobre la aris-
tocracia rectora u orientadora en el pensamiento del siglo xx ha de partir de las
ùltimas décadas del XIX, con las aportaciones de los grandes te6ricos de las nacien-
tes ciencias sociales (Durkheim, Weber) y, mas directamente, con la formulaci6n
Javier Fernandez
Juan Francisco Fuentes (dirs.)

1 y
1 l xx l

Con la colaboraci6n de:


Paloma Aguilar Fernandez, José Alvarez Junco, Sergio ArguI Arias, Rafael
de Asis, Angeles Barrio, Andrés de Blas Guerrero, Mercedes Cabrera, Gonzalo
Capellan de Miguel, J avier Corcuera Atienza, Rafael Cruz, Salvador Cruz
Artacho, Mariano Esteban de Vega, Maria Antonia Fernandez, Ignacio
Fernandez Sarasola, Josep Maria Fradera, Carlos Garriga Acosta, Eduardo
Gonzalez Calleja, Pedro Carlos Gonzalez Cuevas, liiaki Iriarte L6pez, Jeslis
Izquierdo Martin, Santos Julia, José Luis de la Granja Sainz, Emilio La Parra
L6pez, Angel Llamas, Luis Martin, Fernando Martinez Pérez, Javier Moreno
Luz6n, Rafael Nliiiez Florencio, Jeslis Maria Osés Gorraiz, Santiago de Pablo,
Gregorio Peces-Barba, Manuel Pérez Ledesma, Alejandro Pizarroso, Fernando
del Rey Reguillo, Coro Rubio Pobes, German Rueda, Miguel Angel Ruiz
Carnicer, Pedro Ruiz Torres, Ismael Saz, Javier Tajadura Tejada, Eugenio Torres
Villanueva, Patxo Unzueta y Joaquin Varela Suanzes-Carpegna.

Alianza Editorial

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