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Prefacio de Juan Calvino al Salterio de Ginebra

A todos los cristianos y amantes de la Palabra de Dios, salud.

Como es algo bien requerido en la Cristiandad, y de lo más necesario, que cada


fiel observe y mantenga la comunión de la Iglesia en el lugar donde vive,
frecuentando las asambleas que se hacen tanto el Domingo como en los otros
días, para honrar y servir a Dios; del mismo modo es conveniente y razonable,
que todos conozcan y entiendan lo que se dice y hace en el templo, para recibir
fruto y edificación. Porque nuestro Señor no ha instituido el orden que debemos
tener, cuando nos congregamos en su nombre, tan sólo para entretener al
mundo viendo y mirando; sino más bien ha querido que todo su pueblo tuviera
provecho; como san Pablo atestigua, al ordenar que todo lo que se haga en la
Iglesia, se relacione con la común edificación de todos; lo cual el siervo no
ordenaría, si no fuera tal la intención de su Señor. Pero esto no puede hacerse
sin que seamos instruidos para tener inteligencia de todo lo que ha sido
ordenado para nuestra utilidad. Puesto que decir que podamos tener devoción,
bien a las oraciones, bien a las ceremonias, sin entender nada de ellas, es una
burla enorme, aunque se diga de manera corriente. Una buen afecto para con
Dios no es algo muerto ni inexplicable, sino que es un movimiento vivo,
procedente del Espíritu Santo, cuando el corazón es tocado rectamente, y el
entendimiento iluminado. Y de hecho, si se pudiera ser edificado de estas cosas
que se ven, sin conocer lo que ellas significan, San Pablo no prohibiría tan
rigurosamente hablar en una lengua desconocida, y no utilizaría esta razón, a
saber, que no hay ninguna edificación en ello, sino más bien allí donde hay
doctrina. Por tanto, si queremos bien honrar las santas ordenanzas de nuestro
Señor, las cuales usamos en la Iglesia, lo principal es saber lo que ellas
contienen, lo que ellas quieren decir, y a qué propósito ellas tienden, a fin de
que el uso sea útil y saludable, y por consiguiente dirigido rectamente.
Mas hay tres cosas que nuestro Señor nos ha ordenado observar en nuestras
asambleas espirituales, a saber, la predicación de su palabra, las oraciones
públicas y solemnes, y la administración de sus sacramentos. Me abstengo de
hablar de las predicaciones en este momento, puesto que no se trata ahora de
esta cuestión. Acerca de las dos otras partes que restan, tenemos el
mandamiento expreso del Espíritu Santo, de que las oraciones se hagan en
lengua común y conocida al pueblo; y dice el Apóstol, que el pueblo no puede
responder Amén, a la oración que está hecha en lengua extranjera. Mas, siendo
así que, puesto que se hace en el nombre y la persona de todos, cada uno debe
ser participante, ha sido una enorme desvergüenza la de aquellos que han
introducido la lengua del latín para las iglesias, allí donde ella no era
comúnmente entendida. Y no hay sutileza ni sofisma que pueda excusarlos, de
que esta manera de hacer no sea perversa y desagradable a Dios. Porque no hay
que presumir que le sea agradable lo que se hace directamente en contra de su
voluntad y a pesar de Él. Mas no se le puede hacer mayor desprecio que el ir de
esta manera en contra de su prohibición, y gloriarse en esta rebelión, como si
fuera una cosa santa y muy loable.

En cuanto a los Sacramentos, si contemplamos bien su naturaleza,


conoceremos que es una costumbre perversa celebrarlos de manera que el
pueblo no tenga nada más que la visión de ellos, sin la exposición de los
misterios que contienen. Puesto que si son palabras visibles (como las nombra
san Agustín), no sólo debe haber un espectáculo exterior, sino que la doctrina
se conjunte con él para dar inteligencia. Y así nuestro Señor bien ha demostrado
esto al instituirlas, puesto que dice que son testimonios de la alianza que él ha
hecho con nosotros, y que ha confirmado con su muerte. Por tanto, es bien
necesario que, para darles lugar, sepamos y conozcamos lo que se dice; de otra
manera sería en vano que nuestro Señor abriera la boca para hablar, si no
hubiera oídos para escuchar. Bien que no hay necesidad de hacer una larga
disputa de todo esto. Puesto que cuando la cosa será juzgada de manera
reposada, no habrá quien no confiese que es una pura farsa el entretener al
pueblo en las señales cuya significación no le haya sido expuesta. Por lo cual
es fácil ver que se profanan los Sacramentos de Jesucristo, cuando se
administran de manera que el pueblo no comprende las palabras que se dicen.
Y de hecho, se ven las supersticiones que han salido de ello. Ya que
comúnmente se estima que la consagración, tanto del agua del Bautismo, como
del pan y del vino en la Cena de nuestro Señor, son como una especie de
encantamiento, es decir, cuando se ha soplado y pronunciado con la boca las
palabras, por las cuales las criaturas insensibles sienten la virtud, aunque los
hombres no entiendan nada. Pero la verdadera consagración es la que se hace
por la palabra de fe, cuando ella declara y recibe, como dice san Agustín; lo cual
está expresamente comprendido en las palabras de Jesucristo. Puesto que no
dice del pan que sea hecho su cuerpo; sino que dirige la palabra a la compañía
de los fieles, al decir, Tomad, comed etc. Si queremos, pues, celebrar bien el
Sacramento, debemos tener la doctrina, por la cual nos sea declarado todo lo
que es significado. Yo sé bien que esto parece bastante extraño a quienes no
están acostumbrados, como ocurre en todas las cosas que son nuevas, pero es
bien razonable, si somos discípulos de Jesucristo, que prefiramos su institución
antes que nuestra costumbre. Y no nos debe parecer nuevo lo que él ha
instituido desde el principio.

Si esto todavía no puede entrar en el entendimiento de todos, debemos orar a


Dios para que Él quiera iluminar los ignorantes, para hacer entender cuán más
sabio es Él que todos los hombres de la tierra, a fin de que aprendan a no
quedarse tan sólo en su propio sentido, ni a la sabiduría loca y enrabiada de
sus guías, que son ciegos. Sin embargo, para el uso de nuestra Iglesia, nos ha
parecido bien publicar como un formulario de las oraciones y de los
sacramentos, a fin de que cada uno reconozca lo que oye decir y hacer en la
asamblea cristiana, bien que este libro no aprovechará tan sólo al pueblo de
esta Iglesia, sino también a todos aquellos que desean saber de qué forma deben
tener y seguir los fieles, cuando se congregan en el nombre de Jesucristo.

Hemos recogido, pues, en un sumario la manera de celebrar los Sacramentos y


santificar el Matrimonio; de manera parecida con las oraciones, y alabanzas que
usamos. Hablaremos después de los Sacramentos. En cuanto a las oraciones
públicas, las hay de dos tipos: unas se hacen de palabra y otras con un canto.
Y esto no es un invento de hace poco tiempo. Porque desde los mismos orígenes
de la Iglesia ha sido así, como aparece en los libros de historia. E incluso san
Pablo no habla sólo de orar de boca, sino también de cantar. Y a la verdad,
sabemos por experiencia que el canto tiene una gran fuerza y virtud de
conmover e inflamar el corazón de los hombres, para invocar y alabar a Dios
con un celo más vehemente y ardiente. Siempre se tiene que vigilar que el canto
no sea ligero ni voluble; sino que tenga peso y majestad (como dice s. Agustín)
y de esta manera, que haya una gran diferencia entre la música que se hace
para alegrar a los hombres a la mesa y en su casa; y los Salmos que se cantan
en la Iglesia, en la presencia de Dios y de los ángeles.

Cuando se quiera juzgar rectamente acerca de la forma que está aquí expuesta,
esperamos que se la hallará santa y pura, visto que ella está dirigida
simplemente a la edificación de la cual ya hemos hablado; bien que el uso de
los cánticos sea mayor. Y es que incluso por las casas y por los campos nos
puede ser una incitación y como un instrumento para alabar a Dios, y elevar
nuestros corazones a Él, para consolarnos al meditar en Su virtud, bondad,
sabiduría y justicia; lo cual es más necesario de lo que uno podría decir. En
cuanto a lo primero, no es sin causa que el Espíritu Santo nos exhorte tan
cuidadosamente en las Santas Escrituras a regocijarnos en Dios, y que todo
nuestro gozo esté ahí reducido como en su verdadero fin; puesto que Él conoce
cuán inclinados somos a gozarnos en la vanidad. De la manera, pues, que
nuestra naturaleza tira de nosotros y nos induce a buscar todos los medios de
regocijo loco y vicioso, así también, por el contrario, nuestro Señor, para
distraernos y retirarnos de las seducciones de la carne y del mundo, nos
presenta todos los medios posibles, afin de ocuparnos en este gozo espiritual,
que tanto nos recomienda.

Mas, entre las cosas que son apropiadas para recrear al hombre y darle placer,
la música o bien es la primera, o una de las principales; y debemos estimar que
es un don de Dios, encargado de tal uso. Por lo cual tanto más debemos vigilar
de no abusar, no sea que la mancillemos y contaminemos, convirtiéndola en
nuestra condenación, cuando ella debía estar dedicada a nuestro provecho y
salvación. Si no hubiera otra consideración que únicamente ésta, nos debería
mover a bien moderar el uso de la música, para hacerla servir a toda
honestidad, y que ella no sea ocasión de dar rienda a la disolución, o de
afeminarnos en delicias desordenadas, y que ella no sea instrumento de
lascivia, ni de ninguna impudicia.

Pero aún hay otra ventaja: porque a duras penas hay en el mundo algo que
pueda más volver, o inclinar aquí y allí las costumbres de los hombres, como
Platón lo ha considerado con prudencia, que la múscia. Y de hecho,
experimentamos que ella tiene una virtud secreta y casi increíble para conmover
los corazones de una manera u otra. Por lo cual debemos ser tanto más
diligentes a conducirla de manera que ella nos sea útil, y para nada perniciosa.
Por esta causa, los doctores antiguos de la Iglesia se quejaban muchas veces de
que el pueblo de su tiempo era muy dado a canciones deshonestas e impúdicas,
las cuales ellos las consideraban y estimaban, no sin razón, como veneno moral
y satánico que corrompe el mundo.
Mas hablando ahora de la música, comprendo dos partes, a saber, la letra, o
tema y materia; y en segundo lugar, el canto o la melodía. Es cierto que toda
palabra mala (como dice san Pablo) pervierte las buenas costumbres; pero
cuando la melodía acompaña, esto atraviesa mucho más fuertemente el corazón
y entra al interior; de manera que como por un embudo el vino es introducido
al vaso, de la misma manera el veneno y la corrupción se destila hasta lo
profundo del corazón por la melodía.

Por tanto, ¿qué se ha de hacer? Pues tener canciones no solamente honestas,


sino también santas, las cuales nos sean como aguijones para incitarnos a orar
y alabar a Dios, a meditar en sus obras, a fin de amarlo, temerlo, honrarlo y
glorificarlo. Mas esto que dices. Agustín es cierto, que nadie puede cantar nada
digno de Dios, sino lo que ha recibido de Él. Por lo cual, cuando hayamos
andado por todas partes par buscar aquí y allá, no encontraremos mejores
canciones ni más apropiadas que los Salmos de David; los cuales el Espíritu
Santo le dictó e hizo. Y por consiguiente, cuando los cantamos, estamos seguros
que Dios nos pone en la boca las palabras, como si Él mismo cantara en
nosotros, para exaltar Su gloria. Por lo cual, Crisóstomo exhorta tanto a
hombres como a mujeres y niños pequeños, a que se acostumbren a cantarlos,
a fin de que esto sea una meditación para asociarse a la compañía de los
ángeles.

Por lo demás, debemos acordarnos de lo que dice san Pablo, que las canciones
espirituales no se pueden cantar bien sino es de corazón. Mas el corazón
requiere la inteligencia. Y en esto (dice san Agustín) reside la diferencia entre el
canto de los hombre y el de los pájaros. Porque un petirrojo, un ruiseñor, un
papagayo, cantarán bien, pero sin entender. Pero el don propio del hombre es
cantar sabiendo lo que se dice. Tras la inteligencia, deben seguir el corazón y el
afecto; lo cual no puede ser, si no hemos impreso el cántico en nuestra memoria,
para no cesar jamás de cantarlo.

Por estas razones, este presente libro, aun por esta causa, además de todo lo
que se ha dicho, debe tenerse en singular recomendación para todo el que desee
regocijarse honestamente y según Dios, incluso para su salvación, y el provecho
de sus prójimos; y de esta manera no será asunto demasiado recomendado por
mi parte; visto que en sí mismo él porta su precio y su alabanza. Tan sólo que
el mundo esté tan bien prevenido que, en vez de canciones en parte vanas y
frívolas, en parte tontas y pesadas, en parte sucias y viles, y por consiguiente
malas y perjudiciales, las cuales ha usado en el pasado, se acostumbre desde
ahora a cantar estos Cánticos divinos y celestes con el buen Rey David. Acerca
de la melodía, ha parecido lo mejor que fuera moderada en la manera que la
hemos puesto, para llevar el peso y majestad conveniente al asunto, e incluso
para ser apropiada para cantar en la Iglesia, según lo que ya se ha dicho.

En Ginebra, este 10 de Junio de 1543

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