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Volcrest el Dragón Negro (Parte 1)

Demian observaba a través del catalejo mientras las olas


zarandeaban el barco en un vaivén continuo. Por sobre el
inefable volcán de la isla de Neilf vio el arrebol destellante que
creaban las nubes como señalando su destino. Ahí, en el núcleo
burbujeante de la montaña de fuego encontraría y mataría a
Volcrest, el Dragón que años atrás había arrasado hasta las
cenizas su aldea.

A lo largo de los años y tras todas sus aventuras se había (o lo


habían) convencido que él había sido elegido para acabar con él
monstruo. Demian era conocido por muchos como “El
invencible”, “El indestructible”, “El que no se congela” y estos
eran solo algunos de los seudónimos que le habían colocado
debido a sus hazañas. Era el unico sobreviviente de Zicronia, su
aldea natal, o al menos eso creía, ya que no recordaba nada de
su vida antes del fatídico día en que fue destruida.

Mientras el cada vez más ardiente viento acariciaba su rostro,


pudo recordar la mirada incandescente y directa, que con sus
grandes ojos penetrantes y diáfanos el dragón le había hecho
aquel lejano día. También recordó el estruendoso rugido que
lanzó el animal cuando al quitarse de encima los cuerpos
carbonizados de sus padres lo vio por primera vez. Y la densa
nube de polvo que levantó tras de si al extender sus lóbregas
alas y alzar el vuelo.

Mucho había sucedido desde entonces. Demian de Zicronia se


había hecho con
“Garra Sombría”, la majestuosa espada cuya hoja estaba forjada
con el único material capaz de atravesar la armadura natural de
un Dragón negro. Las garras de 2 de ellos.

También llevaba en su poder el “Escudo de Dios”, que recibía su


nombre por ser el fragmento de un meteorito que había caído de
los cielos en el árido desierto de Emerios. A algún sagaz viajero
mercante le había parecido que aquel fragmento tenía la forma
de un escudo. Estaba hecho de una aleación de wolframio y
diamante, el metal existente más resistente al calor junto con el
más duro. Aquella gran roca amorfa e iridiscente, era algo
rústica ya que, debido a la dureza y resistencia al calor de los
materiales que la conformaban, era extremadamente difícil que
lo trabajara herrero o artesano alguno.

Su armadura no era menos impresionante, y era, para algunos


el más maravilloso de sus artefactos. Llevaba por nombre “Cero
absoluto”. Estaba forjada con el hielo del círculo polar del norte,
nada en el mundo podría soportar mejor el fuego incandescente
que expelían los dragones por sus fauces. Sin embargo, no podía
ser portada por cualquier hombre sin que este muriese
congelado por el frio transmitido por la misma. La armadura
mantenía su forma solida gracias a la magia utilizada en ella por
Mhyra la hechicera; quien además había dotado a Demian de un
aceite corporal con la capacidad de absorber el frio de la
armadura y a su vez mantener el calor corporal.

Aun con todos estos objetos maravillosos, la criatura a la que se


enfrentaría era nada menos que un dragón negro adulto. No solo
capaz de partirlo en dos de un mordisco, amputarle un brazo
con un solo zarpazo de sus garras, sino también de aplastarlo
con su cola o reducirlo a cenizas de un soplido. Los dragones
eran seres mágicos y extremadamente poderosos, todos lo
sabían, sin embargo, aún había muchas cosas que la humanidad
ignoraba sobre ellos. Demian no podría imaginar que al final de
este viaje encontraría probablemente más información de la que
imaginaba, o incluso, querría saber sobre ellos.

El Zicroniano no era cualquier hombre. Media tres metros de


altura, sus brazos eran tan gruesos como las ramas de un árbol
de ceiba. Tenía la fuerza de un toro adulto y podía matar un
bisonte de un golpe en la cabeza con el puño cerrado.

El galeón en el que se transportaba junto con 47 pasajeros más


se dirigía a la isla de Neilf. Calculaba que se encontraban a
aproximadamente una legua de distancia del lugar.

La mayoría de los pasajeros eran guerreros o caballeros del


reino, pero entre sus tripulantes también se encontraban
algunos mercenarios. El rey había ofrecido una buena suma de
dinero a aquel que pudiese matar al dragón. Además, podría
quedarse con el tesoro que muchos afirmaban que poseía en su
guarida. Debido a que en cada uno de sus ataques a las aldeas
humanas el dragón no solo dejaba muertos detrás de sí. Sino que
también se llevaba todo objeto de brillante, de plata o de oro.
Esto, según respondían algunos eruditos era debido a la
obsesión que presentaban dichas criaturas por los objetos
resplandecientes, sin embargo, solo unos pocos sabían que la
magia estaba estrechamente ligada a las piedras preciosas, las
cuales servían para canalizar la misma, y ese podía ser otro
motivo.

Cuando el barco llego a puerto los hombres rápidamente


comenzaron a formar grupos de entre diez y quince personas.
Era imposible que un humano por si solo tuviera posibilidades
de matar un dragón, pero entre mas personas conformaran el
grupo la recompensa seria menor. Sacando a la tripulación, al
final se formaron tres grupos grandes. Mhyra y Demian no
hacían parte de ninguno de ellos por lo que podrían ser tenidos
en cuenta como el número cuatro.

- Debemos tener cuidado con los Hashiky -Dijo Mhyra-

- Lo sé, esos fanáticos desquiciados, no me explico cómo no se


los ha comido a todos ellos también-Respondió Demian– ¿Crees
que el Templo estará lejos?

- No lo sé, pero puedo enviar a Erwin a averiguarlo. Puedo ver a


través de sus ojos ¿recuerdas?

La mujer aparentaba no tener más de treinta primaveras, era tan


blanca como podía serlo un ser humano, vestía un caftán azul
celeste escotado, una fina diadema de oro blanco engastada con
zafiros adornaba su frente, en sus antebrazos portaba unos
brazaletes de platino con adornos de diamantes, mismo material
del que estaba hecho el báculo que portaba en su mano derecha.
En la punta del mismo sobresalían unas alas a cada lado y
encallado sobre las mismas un rubí en forma de octaedro. Un
libro de conjuros colgaba de un cinturón de cuero a la izquierda
de sus anchas caderas.

La hechicera extendió su mano izquierda, un Halcón peregrino


aferraba sus garras al brazalete de su muñeca. Un silbido agudo
salio de sus labios en señal de orden, el ave alzo el vuelo
obedeciendo a su ama.

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