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Entre la muerte escénica de Juan Moreira, que en la pantomima circense de José Podestá, en 1884, cae
ensartado por la espalda por la bayoneta del sargento Chirino, y el asesinato de Abel a manos de Caín, que la
obra Terrenal de Mauricio Kartun sigue mostrando en estos días, hay menos distancia que la que hace
presumir la antigüedad de cualquiera de los dos mitos. En ambas leyendas, lo fraterno es la categoría que
une y separa al matador y su víctima.
Eran hermanos de clase los dos criollos bonaerenses; sólo que Chirino zafó del destino de gaucho
perseguido al conchabarse en la milicia para ajusticiar la rebeldía de sus pares. El caso real pasó de la
crónica policial de 1874 al folletín que Eduardo Gutiérrez publicó entre 1879 y 1880, y de ahí al mimodrama
de 1884. Dos años después, Podestá y Gutiérrez añaden parlamentos al guión y estrenan en Chivilcoy el
drama hoy considerado, por muchos estudiosos, el punto de partida del teatro argentino. Y eran hermanos de
sangre los del relato bíblico que inspiró el actual éxito de seis temporadas, estrenado en el Teatro del Pueblo
y hoy en cartel en el teatro Caras y Caretas. El desencuentro ficcional alude al de la realidad, desde las
luchas fratricidas de la organización nacional hasta fracturas y traiciones de ahora mismo.
ESCENARIOS POSDICTADURA
Recuperada la democracia, tomó fuerza la decisión de explorar con libertad. Algunos renegaron del texto
sobrevalorando la imagen o las nuevas tecnologías, otros renunciaron al realismo, otros eligieron el humor o
apostaron a los recursos circenses, o prefirieron el hermetismo de la metáfora. Grupos como El Clú del
Claun, Gambas al Ajillo, La Banda de la Risa, El Periférico de Objetos o el Teatro Comunitario Catalinas
Sur, y artistas como Rubén Szuchmacher, Alberto Félix Alberto y su Teatro del Sur, Paco Giménez y su
grupo La Cochera o Ricardo Bartís y su Sportivo Teatral imprimieron su marca al teatro de los 80.
Ese estallido de lenguajes e impertinencias estéticas se potenció en la década siguiente, cuando la sociedad,
que había saludado alborozada la recuperación democrática, asistía perpleja a una forma más perversa del
ideario de la dictadura: el proyecto neoliberal del menemismo y la Alianza. El teatro intervino a través de
artistas que, en muchos casos, asumían integralmente la creación de sus textos, la dirección y a veces
también la interpretación, multiplicando los atajos por los que eludir la colonización de la conciencia
colectiva. Es el caso de, entre otros, Daniel Veronese, Javier Daulte, Rafael Spregelburd, Claudio Tolcachir,
Andrea Garrote o Alejandro Tantanian. Algunos de ellos reivindicaron la autonomía del artificio teatral
respecto de la realidad, en abierta polémica con la idea del arte como herramienta política. Por su parte,
experiencias como las de Vivi Tellas o Lola Arias en el biodrama o el teatro documento privilegiaron la
presentación poética de lo real por sobre lo representativo de la ficción. Un objetivo que también buscaron la
performance, el stand-up, la improvisación y los cruces entre artes visuales, música, multimedia y el cuerpo
vivo del actor, en diálogo con la presencia cada vez más activa del espectador. Además, directores y autores
de culto en el teatro de arte se consagraron también en los grandes escenarios.
La debacle social, política y económica de 2000-2001 fue otra prueba de fuego para las artes de la escena,
cuya naturaleza, de por sí asamblearia, se potenció en los diversos colectivos que, como el Celcit, El
Excéntrico de la 18°, Andamio 90, el Teatro del Pueblo o el Centro Cultural de la Cooperación, entre otros,
lograron sobrevivir, seguir creando y construir sobre el derrumbe. También hubo salas que cerraron aunque,
en porfiada resistencia, otras siguieron abriéndose en patios, livings, galpones y hasta fábricas
autogestionadas.