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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

La Caballería
Espiritual
UN ENSAYO DE PSICOLOGIA PROFUNDA

Carlos X. Blanco.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 2

Prefacio

A ti te están reservadas estas páginas. Se han escrito con amor y delicadeza.


Para posarte sobre ellas debes guardar una actitud calmada y paciente. De
momento no es mucho lo que te pido. Te supongo un lector moderno y con
problemas. Casi todos somos así, personas “de nuestro mundo” y nunca libres
del todo de esos “problemas”. Grandes o pequeños, los problemas están ahí. A
veces crees que te va a aniquilar ese cúmulo de dificultades y, sin embargo, si
pudieses leer la mente de tus semejantes muy pronto llegarías a la firme
conclusión de que tus tropiezos son también normales, y que forman parte de la
lógica del universo. No vas a encontrar aquí un manual de “auto-ayuda”. Se
debe ayudar al desvalido, pero tú no tienes por qué serlo. La verdadera
medicina para la lógica defectuosa que estropea tu vida parte de una idea muy
simple. Eres un ser sano. No hacen faltan medicinas para la lógica de tu vida,
ni para la del universo. Lo único que debes hacer es crecer.
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Por supuesto, cuando el cuerpo está dolido es preciso tomarse una pastilla,
acudir al doctor. Si el dolor afecta al alma, la cosa se complica. Tu alma puede
verse alterada por disfunciones del sistema nervioso, por el estrés social del
medio que te rodea. Hay factores congénitos y experiencias negativas que se
pueden tener en cuenta para el alivio de una dolencia, para la sanación de
aquello que funciona mal, en suma, para cuanto forma parte de lo que en
medicina y psicología llamamos enfermedad. Acude al especialista, cuando en
esa categoría te sientas incluido, la categoría del enfermo.

Pero tanto si estás enfermo (¿y quién no lo está, en algún grado?) como si no,
es de todo punto esencial que te hagas una pregunta. ¿Has pensado alguna vez
en el crecimiento? ¿Has enumerado en algún momento los factores que
recortan tu vida, que te menguan como ser íntegro y pleno? Si lo has intentado
alguna vez, ya te hallas a un paso del comienzo. La carrera del crecimiento.

Pero ¿en qué consiste semejante cosa? ¿Crecer? Tu ves que tus hijos crecen,
física y mentalmente. Eso es lo normal, la lógica de la vida siempre incluye una
dinámica del crecimiento. No confundas crecimiento con aumento del tamaño.
Este aspecto físico y espacial tan solo es una manifestación externa de las
cosas, que con toda lógica y bajo fines que se nos escaparán siempre,
constituyen la vida y el universo. Pero en tus hijos, o si no los tienes, en los
niños en general, se observa que desde su etapa de simples células, desde su
estado embrionario, como bebés o como mozalbetes, en ellos acontece un
sinfín de variaciones en su cuerpo y en su alma. Se transforman drásticamente
antes de que tu, como observador externo, te llegues a dar cuenta de tales
cambios continuos. La cantidad se transforma en cualidad. Crecer es cambiar
en cualidad, regenerarse bajo la forma de un ser nuevo. Crecer es tomar el
camino de la mutación, ser más amplio, mutación de uno mismo en nuevas
especies y nuevos géneros. Mutación desde uno mismo, para uno mismo.

Si quieres crecer, leerás con paciencia estas páginas. No necesito de ti una


adscripción religiosa ni política. Puedes tener un Dios, muchos, ninguno.
Puedes ser conservador, liberal, marxista, ácrata. Solo preciso de mis lectores
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una especie de anhelo, un afán por crecer en todas las direcciones, en un


sentido ampliativo.

No hace falta que te explique en qué clase de mundo vivimos. Tú, mi lector,
creo que eres ese ser humano normal y corriente, que vive envuelto en un
sinfín de prisas, agobios, compromisos. ¡Qué mundo! Apenas ese mundo nos
deja unos minutos para el encuentro del yo consigo mismo. No hay ratos para
ti, instantes en los que hacer las paces con el pasado, ordenar tu caos cotidiano,
proyectar un futuro feliz y razonable. El reloj parece tu tirano, pero el reloj
carece de culpa. La sociedad entera ha empleado ese instrumento del diablo
para tenernos apresados. Si creaste una familia, o bien dependes de ella, sientes
que tu individualidad se diluye en cargas, tareas, ocupaciones. El trabajo llena
el calendario, domina por completo la agenda, y el hogar solo se te representa,
las más de las veces, como un lecho y una oscuridad en la que poder
desaparecer unas horas. Vendrá luego el grito horrible del despertador, y vuelta
a empezar. No hay tiempo en tu vida para lo más sagrado, tu yo y ese mundo
que un día comenzó a orbitar en torno a ti. Pero en las más variadas religiones
lo que se dio en llamar mundo resultó ser un trasunto del diablo. El mundo más
o menos infernal que creemos que se nos vino como algo dado, es el infierno
que nosotros mismos nos hemos hecho. El mundo lo has hecho tú, querido
amigo. Eres un demiurgo (un “artífice”, en griego). Por supuesto hay unos
materiales previos, un barro que accidentalmente te viene ofrecido por las
circunstancias. No elegimos nacer en un país o en otro. Nadie te ofreció vivir
en tal siglo o en tal periodo determinados. No hemos escogido a nuestros
padres ni el color natural de nuestra piel o de los cabellos. Pero con los barros y
materiales externos nosotros somos los verdaderos creadores de un mundo
interior, el mundo de la vida que gira a nuestro alrededor y que, una vez puesto
a andar, necesitará atenerse a la lógica universal.

Una persona bonachona y simple, tendrá quizá por diablo, es decir, por mundo,
un simple y travieso espíritu burlón. Un ser humano retorcido y que no se ama
a sí mismo, vivirá en el más dantesco de los infiernos, y no tendrá por
enfermedad más que su propia esencia, su propio ser. La peor enfermedad es
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no saber –no querer- crecer. La mejor sanación, por el contrario, consiste en


crecer sin parar, disparado hacia el infinito, superando cualquier tropiezo con el
mal, la enfermedad o la adversidad. El crecimiento consiste en una especie de
super-sanación. De ella quiero hablarte.

¿Cuántos mundos hay? La pregunta no debe desconcertarte, amigo lector. Ya


sabes que por mundos no quiero decir planetas, ni galaxias. Por mundo hemos
de entender en este libro nada más –y nada menos- que demonios, males y
sufrimientos. Por lo menos hay uno por persona. Y personas, ahora mismo
vivas sobre la tierra, hay miles de millones. Un enjambre de seres humanos que
crece geométricamente. Cada una lleva consigo su demonio particular. Unos
llevan a cuestas el hambre. Otros llevan consigo el SIDA o cualesquiera de las
pestes, viejas o nuevas, que asolan a la especie. Un demonio muy destacado,
tenaz y devastador, es la pobreza. La locura, el fanatismo, los complejos, el
vicio, todos son nombres que damos a nuestros males. Todos ellos son
demonios. Forman parte del mundo y constituyen el mundo mismo. ¿Cómo se
puede huir de ellos? ¿Existe alguna especie de prevención? Aquí no te
ofrecemos ninguna varita mágica. Solo una especie de pequeña orientación. El
camino has de hallarlo por ti mismo. Solo en cada uno existen las pistas por
donde encontrar la salida. Comencemos por ahí, por las pequeñas pistas e
indicios.

La estrategia de Pulgarcito

A casi todos nos ha encantado el famoso cuento infantil de Pulgarcito. El pobre


niño había albergado una idea excelente. Arrojar migas de pan a lo largo del
desgraciado camino del bosque que le conducía directamente hacia la soledad,
la separación de todo cuanto le había resultado hermoso, amado y conocido
hasta entonces. Pulgarcito sabía que era de todo punto imprescindible guardar
un nexo con el pasado, con su raíz y el hogar maravilloso que flota en el
tiempo, y que para muchos seres humanos se denomina infancia. El propio
tiempo, que a veces los mitos pintan como un monstruo voraz, ejerce su
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habitual labor destructora. En apariencia menos terribles que un monstruo, sin


embargo, los pajarillos del cuento de Pulgarcito acuden al sendero y van
haciendo desaparecer con avidez las miguitas que la Esperanza había
depositado en pleno trance de separación. No cabe duda: todos somos
Pulgarcitos. La vida es un camino muy largo hacia el bosque. El preámbulo de
la infancia es generalmente protector, al menos cuando somos seres
afortunados. Pero tarde o temprano nos sentimos abandonados. Es entonces
cuando la sanación espontánea que busca todo ser vivo normal comienza a
actuar. Se trata de la vis medicatrix naturae de la que nos hablaban los
antiguos. La propia lógica de la vida busca su salvación. Y lo hace tendiendo
puentes hacia aquel pasado, más o menos mítico que una vez fue su protección.
En los mitos de pueblos más diversos se expresa esta necesidad de volver hacia
atrás. La añoranza es un sentimiento universal, aun cuando nuestros
antepasados fueran nómadas. Adán y Eva añoraron el Paraíso del que fueron
expulsados durante el resto de sus días, y la progenie que esparcieron por el
mundo sufre por lo Perdido. Es un hecho que en el ámbito mitológico y al nivel
de psiquismo colectivo seguimos lamentando todos nosotros. Los griegos y
romanos, antes de trabar contacto con este mito judío del Paraíso Perdido,
creyeron por su parte en una Edad de Oro ya para siempre inalcanzable.
Después de esa Edad todo tiene que ser decadencia. Este psiquismo colectivo
de los mitos reproduce el psiquismo en evolución de los seres individuales. El
líquido amniótico que nos rodeó antes del parto fue la esfera de paz y
protección que jamás podrán suplir los sólidos muros de piedra, los seguros
contratados, las cuentas corrientes, el empleo fijo o la buena reputación.
Tampoco estas cosas substituyen al tierno abrazo de una madre. Nacemos no
siendo unidad. Esta ausencia de ruptura con la Madre, con la Naturaleza, con la
propia Lógica de la Vida, es el equivalente universal de la Felicidad. Luego,
empezamos a ser en el mundo. Viene la ruptura, el llanto ante los cambios
imprevistos en el entorno. Pulgarcito accede en soledad al Bosque Oscuro. El
cuento narra en una sola secuencia lo que acontece en etapas graduales a todo
individuo humano. ¿Venimos al mundo –gradualmente- o es el mundo el que
gradualmente va llegando hasta nosotros?
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Solo deseamos lo que añoramos. Con el paso de los años te vas dando cuenta,
incluso si aún eres muy joven. Tu edad de oro, tu paraíso perdido, la infancia
feliz, la casa o el país donde te criaste y donde una vez fuiste feliz: todo eso te
es necesario de una forma absoluta. Y es que el hombre es un animal
desarraigado, y por ese mismo motivo trascendental, necesita tener raíz. El ser
humano es el animal de las encrucijadas y de la dialéctica. Lo que nos falta
siempre estuvo con nosotros. Se sepultó, se olvidó. Conocer, como ya
advirtiera el gran Platón, es ante todo rescatar. Y si precisáramos de ejemplos,
echa una ojeada al mundo de los sueños. ¿Cuántos seres queridos que ya están
muertos y enterrados se te aparecen en sueños para entrar en un plácido diálogo
con tu yo?. No lo dudemos: mientras se aparezcan en tu conciencia dormida,
están vivos. Hay una laguna Estigia que separa su mundo del inconsciente
mundo tuyo. Las palabras de amor o comprensión que te faltaron cuando ellos
estaban en vida, ahora se las puedes comunicar por medios oníricos. Tu
inconsciente sigue ofreciendo oportunidades para el diálogo con ellos. Un
diálogo con los muertos que, en lo más hondo, no se diferencia del vulgar
contacto con los vivos. Esencialmente los otros son tú. Lo que ellos te dicen, lo
dice una parte de ti. Y lo que tú les cuentas te lo cuentas a ti mismo. Eso no
quiere decir que el solipsisimo, es decir, la concepción metafísica según la cual
el mundo se reduce a tu conciencia encapsulada, sea un punto de vista correcto.
Tan solo indicamos que la vida es uno mismo, ante todo, sin negar otras
existencias. Y también, lo repetiremos aquí, se te quiere enseñar que los
problemas del mundo, o mejor decir, el mundo mismo, son el demonio.

El Maestro Viajero

¿Quién enseña estas cosas? ¿Un filósofo? ¿Un Maestro Espiritual? El autor de
este librito, quien te habla, solo es un transmisor. Imagina, para no dar del todo
la verdad, ya que la verdad nunca debe ser entregada de golpe, imagina -te
digo- que un Maestro Oriental enseñó ciertas verdades a un reducido grupo de
iniciados. Era hombre avezado a las teologías asiáticas, pero también contaba
con una sólida formación académica occidental. Tras mucho sufrimiento
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personal, arrojó de su exterior a los falsos dioses o, lo que es más peligroso


aún, las falsas interpretaciones sobre tales dioses. Predicó humildemente,
aunque sin pretender hacer gala de santidad. Su fama personal no le preocupó
nunca. Dentro de su grupo de seguidores, gente corriente de diversas
nacionalidades y gustos culturales, también se impuso la discreción. Nadie
pretendió gozar de la Verdad absoluta del Maestro. La Verdad es algo que se
impone por sí misma. Y en tal convicción nos separamos unos de otros. Es
preciso que cada ser encuentre su camino. Y cuando el Maestro Viajero (así le
llamaremos aquí) partió para dejarnos, todos sus discípulos hemos asumido
nuestro traje de peregrinos, y adoptamos como verdadera Casa el camino.

Buscamos y buscamos. No solo los que tuvimos la fortuna de tratar con el


Viajero, todo ser humano busca.

Un grupo de buscadores se centró en mirar continuamente las estrellas. En el


cielo habría alguna señal del objeto buscado. Hay científicos que escrutan en el
firmamento alguna señal de vida extraterrestre. Buscan nuevos dioses, sin
querer reconocerlo. ¿Tendrán más inteligencia que el Homo sapiens? Su nivel
técnico, su moralidad ¿cambiarán definitivamente el curso evolutivo de esta
especie nuestra, de los simios evolucionados que damos en llamar hombres?

Otro grupo está convencido de que esos seres ya han venido a la Tierra. Las
naves estelares, los platillos volantes aterrizan en este planeta con mucha
frecuencia, casi a diario. Dicen algunos que esto sucede al menos desde los
tiempos de la Atlántida. Están con nosotros desde siempre, lo que es como
decir “ellos son nosotros”. El mensaje es claro, y consiste en restablecer un
equilibrio: no estamos solos. La soledad resulta insoportable.

Hay muchos grupos de buscadores más. Algunos se refugian en el espiritismo,


y les agrada saber de la compañía de los muertos. No faltan los que ven en el
prójimo, generalmente un prójimo abstracto, el dios que les falta, y organizan
en torno a tal idea su compromiso, su tinglado administrador de la caridad.
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Y también están los que aman a la Tierra, sin más, a esa gran abstracción que
es la Naturaleza. Activamente, como ejércitos a la defensiva, bucólicamente,
como poetas refugiados en el rumor de los bosques y lagos, siguen buscando a
su dios.

La Verdad se descubre sola. Y no necesita de un dios. Este autodescubrimiento


de la Verdad es como el caminar. Puedes tomar un bastón. Incluso a algunos les
resultará imprescindible. Pero no es estrictamente necesario si cuentas con dos
buenas piernas.

El Maestro Viajero nos dejó, y yo me puse a caminar. Una vida corriente, una
existencia anónima, un domicilio bastante estable y una profesión vulgar... Y
sin embargo, toda mi vida se tiñó de una especial coloración. Los demonios
comenzaron a hacerse más visibles, nítidos. Las neurosis, los complejos, las
preocupaciones, todo aquello que tenga que ver con la inseguridad. El Viaje es
destructivo en gran medida. Consiste en acabar con todo ese género de basura.

La Gran Búsqueda

El maestro viajero me contó en cierta ocasión que él nunca había albergado


ningún pensamiento original. ¡Qué importa eso en la Gran Búsqueda! Es
suficiente con ir recogiendo de aquí y de allá. De los libros, de mil lecturas de
las que uno no recuerda a veces ni el autor, ni la obra. De los viajes, de las
experiencias, de todo lo que se da en llamar Vida. Uno de los problemas de
nuestro mundo, me dijo, estriba en la frialdad. Frialdad es justamente el estado
de ánimo opuesto al amor. Lo había leído, esta vez sí lo recordaba, en el
filósofo Theodor W. Adorno. ¿Cómo pudieron los torturadores de Auschwitz
tratar a otros semejantes como meras cosas, inflingirles semejante dolor y
humillación? ¿Estaban todos ellos locos? El filósofo de Frankfurt lo atribuía,
salvo una minoría de casos de patología individual, a la misma estructura de la
sociedad moderna. La Alemania nazi, como lo son todas nuestras sociedades
occidentales, capitalistas, industriales, era una estructura enloquecida. La
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mayor locura consiste en la frialdad, en la persistente locura de tratar a los


demás y a la propia naturaleza como cosas.

Mira a tu alrededor. Seguro que hay cosas que aprecias en tu casa. Algún
recuerdo, algún regalo o detalle heredado de quienes quisiste o todavía te
quieren. Mira en tu entorno: incluso si estás solo ¿crees que lo estás
verdaderamente, de forma absoluta? El problema de las sociedades modernas,
es cierto, consiste en engendrar las llamadas “muchedumbres solitarias”. Nos
apretujamos en un metro, en un estadio de fútbol, en un atasco. Pero nos
sentimos solos rodeados, como estamos, de cuerpos de otros seres humanos.
Pero es una soledad querida por nosotros, aunque lleguemos a detestarla.
¡Cuántos han descubierto que la locura colectiva llamada soledad se cura
rompiéndola, abriéndose! A la persona tímida, le hace falta valor, desde luego,
pero una vez dado el paso, se rompe el hechizo.

¿Se puede predicar el amor? Esto lo han intentado las religiones. Que en las
personas haya frialdad significa, precisamente, cerrazón a la prédica amorosa.
Quizá el amor mueva, como se suele decir, el mundo. Pero lo único que derrite
la frialdad es el análisis. Sólo descubriéndose cada uno a sí mismo, y sintiendo
una enorme curiosidad por los seres que te rodean se puede deshacer el
encantamiento. La atención es la facultad privilegiada a este respecto. El
Maestro Viajero estuvo, en cierta ocasión en que fui a su casa a visitarle, cerca
de dos horas observando el trajín de las hormigas que le acompañaban en la
terraza, una calurosa tarde de primavera. Sus ojos reían ante tantas idas y
venidas. No hace falta ser entomólogo para querer ponerse unas lentes de
aumento y ver las grandes pequeñeces que nos rodean. ¡Cuánto no habría
avanzado la humanidad si las universidades y los colegios, con tantos estériles
procedimientos, no hubieran aplanado la innata curiosidad de los niños! . Fíjate
en los niños, esos seres que también pueden observar durante horas las más
insignificantes criaturas del jardín, o las más diminutas estrellas del
firmamento! Ellos todavía no han aprendido conceptos para matar su atención
y curiosidad.
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Atender y ser curioso es una forma de amar lo que nos rodea. Forma parte de la
vida, que ama la vida. En ocasiones, el concepto es la muerte de la vida
exploradora. La mente curiosa es juguetona, gusta de ir lejos y explorar
mundos nuevos. La estructura social, fría como hemos dicho, mata todo tipo de
inclinaciones. La escuela y los programas burocratizados se encargan de ésta
asfixia. Las mentes estériles sólo pueden aprender a partir de plantillas
socialmente creadas. La ciencia moderna no ama ni está viva.

Una faceta imprescindible de la sanación tuya, y del hombre moderno en


general, consiste en alzar dentro de sí mismo el Templo de la Nueva Ciencia.
Una búsqueda interna, ardiente, en la que los árboles, plantas, animales y
semejantes, todo el cúmulo de galaxias y universos, forman perlas y rubíes
brillantes con las que adornar ese edificio para la contemplación. Esa Nueva
Ciencia es amorosa. No tiene prisas. Reconoce como hermanas suyas las
sabidurías de Oriente y los devaneos de Grecia o la Edad Media. Piedras que
enlosan el camino. Una meta muy lejana en apariencia, pero que en gran
medida consiste en el crecimiento del sí mismo. ¿Cómo se ha de empezar? Por
no robar tiempo. Por saborear y rumiar el tiempo. Por aprender de los árboles.
Mira ese roble majestuoso en el parque, en el jardín, en el monte. Él sabe
esperar. Él no te pide nada. Crece poco a poco. Casi tiene vocación de
eternidad. No menos que El Partenón o la Catedral Gótica. Hay en su mera
materialidad una especie de sabiduría.

Sabiendo mirar alrededor, parece como si todo el universo fuera integridad. Un


todo enorme, muy rico y animado, que busca ante todo reintegrarse. Ese todo
que -por definición- nada puede dejar fuera, quiere no obstante devolver su ser
a sí mismo. Desea no perder jirones en el camino de su evolución. Anhela no
disociar parte alguna y dejarla en soledad. Ese todo, es unus mundus del que
nos hablaba Carl G. Jung, es la psique misma. Como otros grandes filósofos
que le precedieron (Plotino, Spinoza, Schelling, Schopenhauer) el gran
psicólogo suizo hacía referencia a una psique originaria, previa a toda
diferenciación, una gran totalidad cuya voluntad contenía en potencia estos dos
aspectos, el puramente espiritual y el meramente físico. La psique originaria es
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la contrafigura misma del universo físico en el que tanto ha ahondado la


ciencia moderna. Pero según Jung, la psique no es menos objetiva que el
mundo material. En un sentido ontológico la psique es idéntica con la realidad
energética fundamental de la que hablan los cosmólogos modernos. Toda la
materia, átomos, partículas subatómicas, fuerzas físicas básicas (nuclear débil,
nuclear fuerte, gravedad y electromagnetismo) en proceso de unificación
epistémica, consisten básicamente en energía. La energía es el fundamento de
toda fuerza y de toda materia; estas dos ideas, psique y materia, no son sino
expresiones de la energía. Y la psique entendida al modo jungiano no deja de
ser otra cosa que esa energía con sus propias transformaciones y leyes
dinámicas. En cierto sentido, como dice el Maestro Viajero, mirar a tu
alrededor, por ejemplo, a ese gigantesco roble que parece mirarte sin prisa, es
mirarte a ti mismo. Sólo nos encontramos dentro si sabemos que el “dentro” es
el reverso de un mismo guante, del “afuera”. La Psicología Profunda no puede
consistir en otra cosa que en mirar dentro y fuera. El “guante” del mundo es el
mismo desde ambos aspectos.

Esto es clave para la sanación y el crecimiento. Desde ese unus mundus


originario, la psique-mundo no ha hecho más que expansionarse y adoptar
numerosísimas diferenciaciones. Eso es el crecimiento. Una evolución de
acuerdo con un ciclo temporal. Un ciclo de vida, que no es cerrado salvo en
apariencia. Nos diferenciamos desde el momento en que los dos gametos se
fusionaron para constituir un nuevo ser. La multiplicación y la diferenciación
celular preludian –si es que no son simultáneas ya- a la diferenciación psíquica
trascendental que viene a llamarse periodo de la infancia. Nuestro ser animal e
infantil son un reino enorme para el Inconsciente. Da la impresión de que en
estas fases biológicas todo está por hacer. Recuerda a los paisajes que recrean
los geólogos cuando estudian las edades primitivas de nuestro planeta. Esa
exhuberancia de formas y de experimentos de la vida, esa extrañeza de las
imágenes propias de mundos tropicales o gélidos, continentes irreconocibles,
criaturas monstruosas. Así acontece cuando el inconsciente domina, cuando él
se impone y no se han dado las diferenciaciones precisas para causar el
nacimiento de un yo.
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Si la máquina del tiempo nos permitiera viajar a esa inconsciencia animal e


infantil, con la paradójica mirada de una conciencia actual, culta y adulta,
agazapada como espía, ésta conciencia paradójica y furtiva (nuestro yo actual)
no podría resistir la impresión. Un inmenso mundo salvaje se le vendría
encima. Sin embargo, el inconsciente ocupa de hecho la mayor parte de lo que
llamaríamos la persona en su integridad. Su exploración equivale a la
exploración del universo. Se trata de un viaje al infinito. Deshumaniza
profundamente a nuestra especie la renuncia o la pereza en ese viaje. Las naves
espaciales apenas dan, en nuestros días, unos breves paseos por nuestro sistema
solar. Alguna nave –no tripulada- ya ha saltado al espacio exterior. Tardará una
eternidad en llegar a otras estrellas. Esa infinitud –que apenas se mide en
millones de años-luz - es del todo paralela a la infinitud de la psique humana.
Es su otra faz.

La psique humana siempre ha de llevar esa infinitud consigo. Un error


conceptual básico en la filosofía occidental ha consistido en reducirla a una
pequeña y advenediza región suya, la conciencia o el yo. Sigmund Freud se
levantó sobre generaciones de filósofos y psicólogos que, desde Grecia –
pasando por toda la Escolástica, Descartes y el Idealismo- había entendido por
psique exclusivamente un yo consciente. La mayor parte del iceberg de la
mente humana, según la célebre metáfora, se encontraba sumergido. Con todo,
el pensamiento freudiano, tan causalista, tan reductivo, no había valorado de
manera ajustada la verdadera ontología del Inconsciente. El primer buzo que se
sumergió en las profundidades del Inconsciente realizó tal hazaña a pesar de
los lastres que su época y su formación le proporcionaban. A finales del siglo
XIX y comienzos del XX los lastres pesados eran los de un positivismo feroz,
que sólo podía conceptuar la Psicología bajo el prisma de la Física y del
pensamiento causalista y reductor. Las causas de los acontecimientos psíquicos
debían limitarse a una serie básica de hechos y leyes biológicas, y a su vez
físicas. Fue su discípulo, y luego hereje de la Psicología, Carl G. Jung quien,
partiendo de los hallazgos freudianos, supo devolverle a la psique su propia
dignidad ontológica. La psique es. Tal aserto, en un mundo que todavía hoy
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sigue preso de un materialismo vulgar, craso, deshumanizador, sigue siendo un


desafío para los ejércitos de científicos de bata blanca que pretender “traducir”
los procesos psíquicos en movimientos realizados por ratas o en activación de
neutransmisores y receptores del cerebro. Las manifestaciones somáticas de la
psique pueden cobrar un interés intrínseco, a qué dudarlo, pero en cualquiera
de los casos nunca son fenómenos que revelen el ser mismo de la psique.

Jung sostiene que la psique es de una amplitud infinita. El hecho de que otros
conceptos de idéntica infinitud, como el Cosmos o Dios, sean candidatos a ser
coextensivos con la psique misma no puede ser casualidad. La psique ab
origene es el Cosmos mismo y la Divinidad misma, como ya intuyeron grandes
filósofos y místicos del pasado. En comparación con tal infinitud, nuestra
reducida parcela de luz, el yo consciente, viene a parecerse a esa farola del
conocido chiste del borracho que busca en plena noche sus llaves perdidas.
Haciéndolo únicamente dentro de círculo iluminado por la farola de la Ciencia
lleva a cabo un verdadero sin sentido.

Hace falta otra Psicología, mucho más amplia en intereses, valentía y


profundidad. Una Psicología que nos adentre en las regiones más oscuras de la
mente humana, incluso en aquellas regiones sepultadas por millones de años de
evolución biológica y que podemos compartir con los demás animales y con
nuestros antepasados los homínidos. La “borrachera” de cientifismo de
nuestros días ha producido una psicología puramente mecánica y reduccionista.
Ya en tiempos de Freud, el racionalismo ilustrado del siglo XVIII había calado
entre médicos, psicólogos fisiológicos y demás especialistas, presentado
modelos de la mente en términos de resortes automáticos, enlaces puramente
físicos entre estímulos y respuesta, entre los cuales el cerebro habría de
funcionar como mero puente mediador. El auge actual de las llamadas
“Neurociencias”, el conductismo y la psicología computacional (la mente
comparada con un ordenador y descrita acorde con el modelo de un programa
informático) nos hacen ver que esta estrechura sigue predominando entre los
psicólogos de hoy.
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Pero si la psique es también el Inconsciente, y éste, a su vez, excede con mucho


lo que llamamos Inconsciente personal, hasta llegar a abarcar cuando menos, el
Inconsciente colectivo de la especie, tales estrechuras de una psicología
estímulo-respuesta quedan relegadas a su condición de juguetes. Juguetes
conceptuales y experimentales de unos “sabios” que han perdido por completo
su orientación humanística y todo sentido espiritual de aquel ser que
verdaderamente deberían estudiar: el ser espiritual.

El Maestro Viajero me dijo en una cierta ocasión: “en mí está Todo”. Acto
seguido me habló de la teoría de las Mónadas del filósofo Leibniz. La
posibilidad de que, no ya en el mar, sino en el simple estanque del parque
donde charlábamos, se escondiera una infinidad de seres vivos. Visibles e
invisibles. Además de hermosos cisnes y patos, y demás criaturas vivientes que
son compañeras palpables de nuestra existencia humana, habrá que contar con
millones de seres diminutos, incluyendo los microorganismos, que por doquier
posibilitan y acompañan la existencia de las criaturas más grandes. Pero es que
en una simple gota de agua puede acontecer justamente lo mismo. Esa gotita es
ya un cosmos viviente, un hervidero de infinitos seres que nos pueden saludar
desde el otro lado de la lente de un microscopio. La verdadera Ciencia, me dijo
el Maestro Viajero, no es patrimonio del racionalista estrecho actual que se
empeña por hacer encajar los fenómenos en sus esquemas pre-establecidos, en
sus “niveles de análisis”. La verdadera Ciencia, como ya afirmó Aristóteles, no
otra cosa es salvo Admiración y búsqueda de lo Universal. La gota de agua
bullendo en vida es el Cosmos. Mi ser, tan grande, qué digo grande, tan infinito
como es, apenas puede comprenderse salvo como Mónada de otras Mónadas
desbordantes.

En mí está Todo. La investigación psíquica es la gran responsabilidad que debe


acometer el ser humano moderno. Ahora estamos a punto de rebasar los límites
de la existencia física en nuestro planeta. Justamente en este momento, los
datos nos ponen delante el panorama de un mundo inhabitable en un plazo no
muy largo, acaso en el plazo de medio siglo, las catástrofes que acarrearán el
Cambio Climático. Que el ser humano haya convertido su Casa (Ecología
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viene del griego, oikos, casa) en un estercolero inhabitable, por causa de su


propia conducta habla mucho acerca del proceso de degradación de su propia
psique. Una Comunidad humana no deja de exteriorizar el grado de “pulcritud”
de su mente, de su forma de ser. El progreso de la sociedad entendido de una
forma unilateral, esto es, como una simple función lineal de acumulación de
cachivaches y de capital, nos ha traído un ensuciamiento de la Casa Común,
que es la Tierra. Una atmósfera recalentada progresivamente por la emisión de
gases contaminantes, así como una gradual contaminación de ríos, mares y
selvas, todo ello en el contexto de una Demografía humana irrefrenable, y un
reparto absolutamente injusto de la riqueza producida... La raíz de este
Capitalismo tan depredador y global, ¿dónde está? Obviamente el problema de
la Catástrofe inminente es un problema económico, y por ende, social. Pero en
este libro planteamos a su vez una raíz espiritual de todo este crimen colectivo,
sin negar la especificidad de la raíz económica del mismo. La raíz espiritual, un
“alma sucia” que acabará por hacer inhabitable la Casa de todos, estriba en esa
psique gravemente deteriorada. Esa psique echada a perder, por dos tendencias
opuestas que, no obstante se complementan.

Leer a Jung, curiosamente, recuerda a Hegel. También el psicólogo suizo


entiende la mente en unos términos dialécticos. Su Psicología Analítica
describe la dinámica psíquica en términos de pares de opuestos que, en un
proceso de enconada polaridad, se reafirman cada vez más y se tornan más y
más “oponentes” el uno respecto del otro. Básicamente, una existencia
neurótica consiste en una polaridad entre el yo consciente y el inconsciente.
Ambas fuerzas tratan de imponerse. Su ser estriba en no dejarse avasallar por el
polo contrario. Si en una persona hay una suerte de unilateralidad, de ausencia
de compensación, el individuo se ve sometido a una existencia falsa,
distorsionada. Así el caso de una persona cuyo consciente pretende ser
autárquico, y ejerce una suerte de imperialismo sobre cualesquier territorio
inconsciente de su vida. Mantener a raya ese inconsciente, con diques rígidos y
altos, se paga muy caro por medio de un evidente empobrecimiento de la
persona. Esa, la persona, no pasará de ser una máscara (en el sentido literal de
la palabra) con la cual el individuo buscará a toda costa una identificación.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 17

Pero la máscara y un yo autoritario sobre unos territorios inconscientes, que no


por mucha rigidez consciente van a dejar de existir y empujar, no puede por
menos de desembocar en un yo pobre. Otro tanto se podría decir de un
individuo excesivamente abierto al inconsciente, a sus empujes y demandas.
Esa apertura a una energía tan descomunal puede acabar en un anegamiento de
la individualidad. En los casos positivos, normalmente en la creación artística,
el sujeto cede su protagonismo y más bien se convierte en un médium de la
idea artística, para que esta pueda plasmarse. Rayano en la locura, también ese
es el caso del profeta, del iluminado, del fanático. La idea (moral, religiosa,
política, etc.) se posesiona de un yo débil, profundamente neurótico o delirante,
y le emplea como títere. Pero esta idea, a su vez, no es apenas otra cosa que
una recomposición de imágenes brotadas del estrato más profundo del
inconsciente: el Inconsciente Colectivo. Es una especie de caudal de
representaciones que se van sedimentando, no con la literalidad misma que una
vez tuvieron en la filogénesis, sino como formas y predisposiciones (a priori) a
servir como formas de imágenes que asaltan al individuo como revelaciones,
sueños, profecías, mensajes salvíficos, etc., cuya elaboración final corresponde
a este ser personal débil en cuanto a su yo, así como a la sociedad y la época,
esto es, unos marcos a los que acabarán adaptándose.

También en lo que hace al crimen ecológico, el ser humano es víctima de una


terrible neurosis, esto es, un principio de escisión, que puede desembocar en
una verdadera locura que implica autodestrucción, suicidio colectivo,
monomanía. El enteco racionalismo de los últimos siglos, potenciado por la
monomanía capitalista que consiste en acumular ganancias a toda costa, podría
comparase al yo frágil y rígido que pone diques a una realidad mucho más
amplia y profunda, el Inconsciente, realidad la cual está ahí aunque no
queramos o deseamos verla. El Inconsciente, en el fondo, constituye la
contraparte psíquica de la Naturaleza y, para el creyente, la contraparte
espiritual de Dios. Nuestra individualidad no se puede permitir el lujo de
fundirse indiferenciadamente en esa infinitud. Ello sería como ir contra la Vida.
Una fusión integral con el Todo, es lo que habitualmente denominamos Muerte.
Nuestra reintegración en el Inconsciente ha de ser de otra forma.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 18

Manteniéndole a rata a través de una serie de compensaciones,


sistemáticamente orientadas a que nuestro ser individuado perviva y crezca,
con toda la diferenciación posible respecto a un océano psíquico del que
venimos y hacia el que vamos, pero del que sin embargo nos distinguimos y
nos cerramos.

El Maestro Viajero explicó la solución a la angustia colectiva del hombre ante


el riesgo ecológico de la siguiente manera: Imagínate que alzamos una bonita
cabaña en medio del bosque, como las que aparecen en los cuentos infantiles.
Nuestra sensación de cómoda felicidad es esa paradójica síntesis de elementos.
La casita es de madera, esto es, materia obtenida a partir de unos elementos de
los que el propio Bosque (Inconsciente) es pródigo, generoso. Haber llevado
ladrillos u otros elementos artificiosos de construcción hubiera sido un
sacrilegio estético, un atentado al entorno (psíquico, ecológico) circundante. La
madera da calor y sensación de paz “orgánica”, esto es, armonía entre cosas
como los árboles, criaturas y uno mismo, hechos de una misma y esencial
pasta. La madera fue materia orgánica y viva y sigue siendo útil o funcional
para la vida. Ella protege, ella da calor. Incluso el leño de nuestra chimenea se
quema con la dulzura propia de algo que saber está devolviendo vida a lo vivo.
La utilidad (por cierto, ajena al “utilitarismo” de la economía crematística) del
árbol al que perteneció, llega hasta el fin, integrada en un ciclo ecológico
respetuoso, donde predomina el don y la generosidad, no la violación. La casita
de madera que el Maestro Viajero alzó en el Bosque, como ejemplo, no supone
una entrega al salvajismo, una vuelta a la ruda existencia primitiva en la que él
y otros humanos asilvestrados deciden dormir a cielo raso y exponerse a la
mordedura de las culebras y a la acechanza de las fieras. Alzar la casita en
medio del bosque simboliza defender un reducto de individuación (en el caso
de las personas particulares) o civilización, en medio de una Naturaleza (en el
plano físico) o Inconsciente (en el plano psíquico) que pueden por igual
verdaderos monstruos sin piedad, capaces de tragarse al individuo sin defensas.
Ese bosque de los cuentos de hadas, esa inmensa selva de la que el hombre
civilizado –especialmente el europeo- ha emergido, es terrible si nos
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 19

adentramos en él sin defensas ni muros de tabla que nos protejan, cuando


menos al caer la noche tenebrosa.

Pero, así prosiguió diciéndome el Maestro Viajero, ese europeo occidental,


burgués, utilitario, de un yo soberbio pero estrecho y por ende ciego, no se
conformó con la cabaña modesta y confortable. Ni con el arado sagrado que
hundía en unos palmos de tierra circundante. Ni con la música celeste de un
hato de vacas pastando alrededor, en las aún cercanas estribaciones del bosque.
No supo ser jardinero del Paraíso y él mismo se expulsó de él. Reduciendo a
cero la superficie arbolada, cambiando el verdor por humaredas negras
inmensas, horadando montes y creando con basura hediondos montes nuevos,
el yo autoritario pretendió mantener a raya –y si cabe- exterminar lo que de por
sí es infinito e inagotable: la Naturaleza o el Inconsciente.

En esto, mientras el Maestro miraba por la ventana y escrutaba la hilera de


viejos robles que lindaba con su pequeño huerto, al calor bendito de su
chimenea, concluyó su ya extensa analogía: “Y ¿sabes qué? Todo comenzó por
no saber amar, ni siquiera no saber mirar con agradecimiento y respeto a un
anciano árbol como ese.” Y entonces a mí me pareció que la hilera, la
estribación de un viejo bosque atlántico, había avanzado un poco más hacia
nosotros, tal y como se narraba en una antiquísima leyenda céltica. Pero este
avance no me pareció amenazador. Por esta vez, al menos, ellos, los elementos
vivientes del Inconsciente nos iban a respetar, sentían armonía y fuerza en
nuestro hogar de tablas, hecho con sencillez y ganas de vivir.

Somos plantas
.
Es cierto. Ya no he vuelto a pasar de largo ante un viejo roble. Pongo más
atención en la belleza de una hoja seca, caída por el viento. Me admiro de la
brizna de hierba verde que pugna por salir entre las grietas del asfalto de una
gran ciudad. La sanación y el crecimiento forman parte de la vida. Son
procesos inherentes a la vida misma. En el ser humano, y más en el ser humano
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 20

moderno, hay un Thanatos, un oscuro instinto destructivo, un rencor hacia la


vida, la belleza y la creatividad. Este instinto es parte nuestra, no obstante. Su
extirpación absoluta sería equivalente a agotar las fuentes mismas de nuestra
autodefensa y una parte esencial de la naturaleza total de la llamada
humanidad. Sin esa sombra, que ineludiblemente nos acompaña, no seríamos
tampoco ángeles, de ninguna de las maneras.

Recuerdo que en una escena de la famosa película de Stanley Kubrick, la


Naranja Mecánica, unos doctores habían logrado modificar la conducta de un
joven gamberro, miembro de una pandilla de violadores y asesinos. El
tratamiento era tan eficaz que, al restar toda agresividad al joven, éste adquiría
un aspecto totalmente inhumano precisamente por su impotencia ante las
agresiones que después le hacían sus antiguos compinches. El chico
rehabilitado era, de algún modo, inhumano en su falta de respuesta agresiva
ante la ofensa. Quizás exterminar la violencia en el ser humano no sea lo
mismo que eliminar la agresividad, y esta última disposición sea una parte
necesaria de nuestra naturaleza. En el mundo, a la postre, nunca van a faltarnos
enemigos. Los países siguen expuestos a invasiones. De golpe, la ley puede
dejar de existir y la defensa propia se convierte entonces en santa y justa.
Incluso en nombre de la paz se siguen usando armas y ejércitos. Como sucede
con el drama ecológico, y a resultas de él, nuestra probable desaparición como
civilización en un plazo no muy lejano, la temática de la guerra, la violencia y
la destructividad humana debe enfocarse adecuadamente desde los planos
económico y social, donde hallaremos las repuestas más directas y seguras. Sin
embargo, siendo como de hecho son éstos planos, centrales, ellos brotan
también de una raíz psicológica, de un daño espiritual hondo en nuestra
civilización y a él me quiero encaminar ahora.

Una civilización surge de una fuente, que es una cierta cultura clásica que pudo
conocer su muerte precisamente por éxito. Una cultura en forma, como decía
O. Spengler, por ejemplo la grecorromana, cuyos sólidos cimientos se
generalizaron hasta llegar a rincones del mundo y contextos bien diferentes a
sus raíces. Jefes tribales africanos ciñendo coronas reales o imperiales al estilo
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 21

de monarcas europeos, y elecciones formalmente democráticas en países que


aún cuentan con la estructura de clan y más de un 90 % de analfabetismo, son
los ejemplos sarcásticos de lo que puede representar una cultura generalizada a
contextos ajenos a los originarios. Muchos países del orbe no han pasado por
las experiencias históricas que Europa ha atravesado. Su asimilación de la
cultura occidental, con todas sus luces y sombras, no ha sido nunca directa ni
posada. Asimilan “paquetes” y jirones de la cultura europea de forma artificial,
impostada, casi siempre a resultas de un proceso de colonización. Proceso, por
cierto, que si hoy no acontece de forma directamente política, sí que prosigue
su curso en el plano económico. Y es que, retomando las distinciones de
Spengler, acaso la cultura occidental ya no existe, sino más bien la civilización
occidental. Con todo lo que de viejo, erosionado y mestizo que hay en ese
término de “civilización”. La civilización es una cultura generalizada,
trasplantada a otros territorios y latitudes. Civilización es una cultura vieja e
hipertrofiada, tan grande en extensión y en pobladores que, necesariamente, ha
debido renunciar a sus raíces y adaptarse a condiciones completamente
distintas de las que en un principio le habían permitido florecer y dar de sí lo
mejor. No sin una profunda dosis de verdad, Spengler comparó las culturas y
las civilizaciones con las plantas. Ellas, igual que el alma del hombre, igual que
todo lo que es humano, en suma, no pueden por menos de obedecer a pautas y
ciclos de la vida orgánica. El ser humano, ya sea en su dimensión individual, ya
en la colectiva, no puede sino echar raíces a partir de unos gérmenes cuya
procedencia se hunde en la noche evolutiva. Al arraigar, la planta humana –su
alma o su cultura- tiende a alzar sus brazos al cielo y a pedirle a este todo su
calor radiante, la luz y la energía que impulsan el crecimiento. Crecer y florecer
se corresponden en la primera parte del ciclo con una expansión de la vida. La
fase expansiva de la vida es un proceso completamente natural que, por lo
general, no precisa de ayudas. Los seres naturales nacen con un programa, más
o menos complicado en su detalle, pero absolutamente simple en lo que atañe a
su telos, a la finalidad que le es propia: crecimiento, ampliación. Puede que la
planta humana sea la más propensa a equivocar sus fines primordiales, los que
vienen impuestos por su naturaleza. El intelecto educado en unos valores
sociales o “civilizados” a menudo no es una ayuda al crecimiento natural de la
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 22

planta-persona. Como si interpusiéramos ramas y palos en los radios de la


rueda, el carro de la vida ve imposibilitado su avance. Se producen
estancamientos y parciales deseos de regresar a las raíces de donde venimos.
Lo mismo ha de suceder con las culturas, como expresión de un alma colectiva.
Unas “superestructuras” morales, ideológicas, religiosas, etc., completamente
inadecuadas, son capaces de truncar una evolución natural. Los valores que no
son capaces de promover lo que ya debe estar precontenido en una base social
ancestral, a modo de raíces o fermentos, son valores inadecuados que provocan
la enfermedad cultural: regresión, atrofia, hipertrofia de alguna de sus partes en
detrimento de otras.

Sanación y crecimiento

En la naturaleza, y la psique humana tanto como su cultura son naturaleza, es


preciso curar con el mismo remedio con el que somos propensos a crecer. El
pharmakon en este caso, no consiste en otra cosa que en crecer. Sanación y
crecimiento se hallan íntimamente relacionados. Un mismo principio natural
anima a los seres a crecer. Si tú, querido lector, te encuentras bajo esa
agobiante sensación de cansancio, de ausencia de proyectos, o en medio de
una crisis en la que no se percibe salvo la futilidad de los mismos o el sin
sentido del conjunto, entonces debes reconocer de inmediato cuál es remedio:
el principio natural del crecimiento. La descripción de éste principio no es nada
fácil. Hacerlo consistiría en describir en su conjunto lo que es la vida. Arriba
hemos mencionado el principio de la Muerte y la Destrucción, Thanatos. La
vida es justamente su principio contrario, Eros. El afán de crecer y echar raíces.
Y el amor por abrazar a cuanto nos rodea, como la hiedra hace con los muros,
árboles y farolas. Expandir antenas y la receptividad de todo cuanto es y nace.
Todo cuanto nosotros llamamos amistad, amor, curiosidad, ciencia (la
verdadera ciencia, que no es sino curiosidad organizada), todo eso conforma el
Eros en el ser humano.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 23

Vives en una sociedad que se da en llamar “competitiva”. De hecho, se


estimulan sobremanera las ambiciones. Pero ¿qué ambiciones? No nos puede
sanar, y mucho menos nos hará crecer ese “deseo ardiente de conseguir poder,
riquezas, dignidades o fama” [Diccionario de la R.A.E.]. Millones de personas
viven, acaso como tú vives, en medio de una carrera loca en pos de algo que en
realidad es accidental a tu ser. Los clásicos ya nos han advertido innumerables
veces sobre la vanidad. Tu ser puede rodearse de mil esplendores. Pero todo el
mundo sabe lo que es un pobre obsequio envuelto en papel de primera clase, en
seda y oropeles. Se trata, nada más, que de un engaño.

No hagas de tu vida un engaño. El Maestro Viajero había recibido en cierta


ocasión un premio. La cortesía y el agradecimiento, más que la vanidad, le
obligaron a emprender un viaje largo para recogerlo. Cuando le pregunté si su
vanidad se había visto incrementada por ese reconocimiento, él me contestó:
“El premio ya lo tenía conmigo. Lo que hecho con amor, ya se veía
recompensado por sí mismo. Al darle las gracias a esas personas, me estoy
felicitando a mí mismo”. Tardé un tiempo en comprender el significado de estas
palabras. En cuanto supe que el Inconsciente no hace más que seguir el dictado
de Píndaro, el poeta griego de la Antigüedad, que dice “Aprende a ser el que
eres”, todo el enigma se me desveló. En efecto, todo está ya con nosotros. El
carácter se tiene desde siempre. Toda transformación verdadera no supone más
que un auto-conocimiento. El oráculo de Apolo en Delphos decía : “Conócete
a ti mismo”, y no hay otra verdad mayor en la Filosofía, la Psicología o la
Ética. Sócrates no enseñó un camino distinto del que el dios Apolo indicó antes
que él a los griegos. Todo nuestro pensamiento occidental gira en torno a este
núcleo, y acaso la sabiduría de Oriente también pueda interpretarse bajo esta
misma clave. Somos lo que somos, y la infelicidad consiste en querer ser otro.
Luchar por ambiciones impostadas, correr en pos de metas fútiles y ajenas a
nuestra verdadera constitución.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 24

La búsqueda de las raíces: el


Inconsciente

El Inconsciente de cada uno, como dice el gran psicólogo Carl G. Jung, es en sí


una masa compleja de ingredientes de lo más diverso. Una masa sobre la cual
debe sustentarse un yo consciente bien reducido, que se defiende a duras penas,
como puede, de las arremetidas e inundaciones que proceden de los estratos
más bajos. A su vez, este sótano no es un compartimiento cerrado. No es otra
cosa que el cuello de botella de un depósito colectivo, e infinitamente mayor,
de experiencias, imágenes, representaciones acumuladas durante miles o
millones de años por la humanidad, a lo largo de su historia. Una historia
propiamente humana, en los siglos recientes, pero una historia filogenética
cuando nos remontamos más atrás, a nuestro pasado animal. Conocernos,
obviamente, no puede consistir en ir tirando del hilo hasta tan lejanos rincones
de nuestro ser. Nuestro ser individual en rigor no es eso. El Inconsciente
Colectivo consiste más bien en la negación de nuestra individualidad, y a pesar
de todo siempre va con nosotros. La vieja sabiduría ya lo decía: en nosotros
llevamos un mundo infinito. Somos un microcosmos. Buceando en nuestros
adentros podríamos perdernos en un océano infinito de mundos, estrellas,
galaxias, a la infinitud horrenda que supone el espacio del universo. A Blaise
Pascal esa infinitud inmensa le horrorizaba, y sólo el dato de que la capacidad
humana de pensamiento podía intentar abrazar la inmensidad física le podía
resultar consolador. El auto-conocimiento, tal y como el Maestro Viajero me
enseñó, es mucho más que un consuelo.

Por que de lo que se trata no es de viajar a los confines del Inconsciente


colectivo. Más bien se trata de llevar una relación armónica, casi diría que
musical y dialogada con él. De ese depósito inmenso, podemos extraer, eso sí,
con sumo cuidado, los materiales que pueden darnos toda la creatividad y
positividad. Artistas y genios de toda índole han regalado a la humanidad sus
frutos, siempre hechos a partir de imágenes extraídas del Inconsciente
Colectivo. Conocer es recordar, y crear también consiste en seguir fielmente un
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 25

Arquetipo que el tiempo, el olvido, la futilidad del día a día ha podido dejar
enterrado. Todos podemos ser arqueólogos de nuestro propio ser, y desenterrar
gustosos lo que más brilla y más vale en lo oculto de nuestra alma. Pero
¡cuidado!, allá abajo también se agitan monstruos desconocidos, seres
adormecidos que pueden un día despertarse y llevarnos con ellos hacia lo más
profundo. No pocos genios, que se sintieron Demiurgos (Artífices, en el sentido
de Platón) acabaron siendo arrastrados hacia los niveles inferiores de su ser.
Sucumbieron a la locura y al desgarro. En realidad, descender al Inconsciente
Colectivo sin tomar las debidas precauciones es algo así como pretender cruzar
a nado un océano, o descender a una fosa marina sin instrumentos especiales.

El crecimiento y la sanación son procesos naturales en los que uno mismo ha


de conocerse, preservar la identidad de su carácter y tomándolo como base,
profundizar en este nuestro único e irrepetible ser. El gran filósofo
Schopenhauer decía que el carácter era innato, y por tanto inmodificable. Las
desgracias acontecen al individuo cuando éste quiere impostarse otro carácter
que no es el suyo. A partir de esa enajenación que uno mismo se induce, viene
todo un sartal de desgracias e inadecuaciones. El auto-conocimiento, hacer
caso de veras al dios que habló en Delphos, es la clave de un crecimiento y una
sanación. El conocer, decía el pensador alemán, libera. El querer, en cambio,
querer ser otro, es la condena. En un sentido algo diferente, también Jung hace
referencia al proceso de individuación. Esta también sería una formulación
válida de nuestra idea de crecimiento y sanación. El individuo debe ser objeto
de un despliegue, de un desarrollo. Al nacer comenzamos esa ruptura para con
el resto de la naturaleza, que en nuestra condición de mamíferos también ha de
ser ruptura con nuestra madre. Además de cortarse el cordón umbilical
puramente somático, hay otros muchos hilos que nos vinculaban con la madre
y, con ella, a la especie y al cosmos entero. La psique infantil ha de procurarse
ese corte, pero en este caso el bisturí o las tijeras vienen dadas por la pequeña y
aún muy instintiva mente del bebé. Quizás sea cierto, por otra parte, lo que
afirman numerosos investigadores, y el proceso comienza atrás, antes del
alumbramiento, y los embriones comiencen su búsqueda de un yo con respecto
al medio uterino y el mundo en general. En cualquier caso no existen fechas
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 26

clave en este proceso. Es un continuum que difícilmente puede ser marcado


con un antes y un después. El yo nace como un acto de diferenciación. El yo
del individuo supone un acto afectivo y cognitivo al mismo tiempo en el que el
“medio” es separado poco a poco de mi ser. Al principio, ya se trate de un
embrión o de un niño de corta edad, este proceso es más instintivo que
consciente. Durante los primeros años, apenas puede separarse
conceptualmente un “medio externo” de otro “medio interno”, por emplear dos
términos usados ya por el gran médico y fisiólogo francés Claude Bernard. En
efecto, la diferenciación primaria (de la que va a nacer un yo consciente) es en
gran parte, y sobre todo en la gestación e infancia, un asunto de Homeostasis.
Los médicos y biólogos llaman Homeostasis a la búsqueda automática que los
organismos –los animales, las plantas, los humanos- deben emprender para
restaurar una y otra vez su equilibrio físico-químico interno. Por ejemplo, en
consonancia con la temperatura exterior, dada en el medio ambiente, los
animales cuentan con sistemas fisiológicos de termorregulación que sirven para
enfriar o calentar su medio interno y evitar así una muerte por calor o frío
excesivos. También en los sistemas no vivientes hay una homeostasis. El
ejemplo más conocido es el termostato de las viviendas. Por debajo de unos
umbrales de temperatura, cuando la casa se enfría, automáticamente se dispara
la calefacción que no cesará de trabajar hasta que por fin se alcanza un nivel
superior de temperatura, “que es como si le indicara al sistema” que debe
descansar y no calentar más la casa. En la psique, como parte de la vida
orgánica, no faltan sistemas homeostáticos y formas de autorregulación.

¿Qué es, al cabo, la vida psíquica de un ser humano? Un constante proceso de


autorregulación, de búsqueda del equilibrio para poder “nadar” entre
procelosos mares, exteriores e interiores. El yo, en buena medida, es ese
sistema homeostático que busca el equilibrio. Los pensamientos conscientes,
las reflexiones racionales, la propia lucha por la conservación de la identidad
ante el no-yo, son tareas importantes de cada uno. Al menos desde que cada yo
se diferenció en un largo proceso de infancia, y de lucha por no desaparecer
diluido en el no-yo. Según la teoría de Sigmund Freud, el yo se bate entre un
inconsciente (puramente personal) salvaje, por un lado, y un super-yo
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 27

(sociedad, moral vigente) que le impide al yo dar satisfacción a las demandas


subterráneas. El yo debe emplearse a fondo para satisfacer un super-yo siempre
puritano, de moralidad estricta. Pero el yo también quisiera dar satisfacción, al
menos parcial, a las demandas libidinosas que botan de ese sótano salvaje y
ciego, demandas que buscan el placer a toda cota. Así pues, el yo freudiano, la
realidad personal, consciente y racionalista, se nos aparece como la cuerda del
conocido juego infantil. Un grupo de niños tira de un cabo, mientras que un
segundo equipo tira del otro. A veces puede suceder que ningún equipo gana y
la cuerda se muestra como de muy mala calidad: se rompe, y tanto el equipo
llamado “instintos bajos” como los contrincantes, que se dan en llamar
“conservadores estrictos”, se caen con estrépito y sus traseros tocan el suelo.
La cuerda rota, el yo consciente, quiebra bajo una neurosis. El yo no puede
mantener a raya dos tipos de fuerzas. Una, impulsiva. Otra, represiva. La vida
es lucha, tensión y dialéctica. El yo en que pensó el padre del psicoanálisis es
un yo complejo y dialéctico: hay opuestos y hay lucha entre ellos. Las torpes
metáforas que, muy al gusto de su época, usó Freud no pueden empañar sus
hallazgos. El yo no es exactamente un dique de contención. El censor que
llevamos dentro tampoco es en realidad un hombrecillo incrustado en nuestra
cabeza. Pero en todo este drama de la vida, es muy buena la idea freudiana de
una gran autorregulación como la que se da en la mente humana: una búsqueda
por compensar y adaptar niveles distintos de nuestra personalidad.

Que la vida psíquica es compensación, ante todo, fue muy bien visto por el
discípulo díscolo de Freud: Carl G. Jung. Ante todo, el yo que creemos ser
fundamentalmente, no es mucho más que el vértice de un cono cuya base es
infinita. Esto hay que explicarlo así debido a que Jung introduce un
Inconsciente Colectivo por debajo del Inconsciente Personal. Y este depósito
activo se identifica, a mi entender, con el universo en su conjunto. Es la cara
psíquica de toda la naturaleza infinita, entendida como sistema de seres físicos.
Por esto, el yo se podría comparar con la torre o pináculo de una casa que,
efectivamente, posee niveles más bajos, pre-conscientes, subconscientes y
finalmente el inconsciente personal (descubierto por Freud, pero ya intuido por
filósofos como Leibniz, Schelling, Schopenhauer). Pues bien, tal y como
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 28

sucede en las mejores historias de terror (estoy pensando en el genial escritor


americano H.P.L. Lovecraf), puede suceder que el habitante de esa torrecilla
decida explorar los niveles más profundos de su sótano. Quizás por curiosidad,
quizá movido por el loable intento de conocerse mejor, nuestro héroe no puede
reprimir la tentación de descender a ese sótano oscuro y descubrir que es tan
grande como el universo mismo. Un inframundo poblado por los más
fantásticos e insospechados seres. Un mundo de imágenes y experiencias que le
asaltan, y de las que nuestro explorador no puede ofrecer el más mínimo poder
de resistencia o control. Las imágenes le asaltan, le envuelven, y el yo se siente
pequeño y diluido. Es puramente pasivo y receptivo ante lo que está viendo. Si
no huye a tiempo, el Inconsciente Colectivo le atrapará para siempre. El yo no
va a regresar a su torrecilla, a la buhardilla, al alto pináculo. Allí la luz de la
mañana brillaba muy clara, y desde los cristales de las ventanas los pueblos y
paisajes lejanos se distinguían con nitidez.

Únicamente la Tradición es
revolucionaria

-- Maestro – le pregunté un día. -- ¿Cual es la teoría psicológica o metafísica


correcta?

-- ¿De las de hoy en día? – Me preguntó. Al ver que asentía, él me contestó


que ninguna. E hizo un gesto, como señalando a sus espaldas. Luego dijo:

-- En la Tradición únicamente habita la Revolución. Es ahí donde debe


buscarse.

En efecto, en la Tradición y sólo en ella brota la Novedad. El Universo en


mutación constante que deviene de unas estructuras ya largamente
consolidadas. La vida debe parecerse necesariamente a esas catedrales que van
sufriendo reformas y añadidos por espacio de mil años. En ellas se funden los
más variados estilos, las más inconcebibles asimetrías y reformulaciones.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 29

Alguna de sus criptas quizá conserve estructuras de lo que fue una pequeña
iglesia prerrománica. Después llegan los añadidos del románico, la enorme
ampliación vertical del gótico. Y en pleno renacimiento y barroco, los nuevos
tiempos dejan su impronta, desdibujando su anterior aspecto innegablemente
medieval. Eso es crecimiento. La vida de una persona consta de un número de
etapas de muy desigual longitud. Algunas de ellas se hunden en la oscuridad
casi animal de la infancia. Todo en ellas en dependencia, fusión absoluta con
un vientre materno que todavía concentra en realidad el Universo. Después
viene el despliegue. El yo normal que se despliega, que extiende sus tentáculos
sobre el resto del medio físico y social y lo explora, lo construye, lo recrea,
pues hacer eso es la única clave de la realización del propio yo. Sin embargo,
como veíamos en el capítulo anterior, el edificio de nuestra vida siempre
contiene unos sótanos y unos gérmenes que nos ponen en contacto con el no-
yo. Si denominamos no-yo al Universo, que por medio de nuestra madre nos
trajo al ser, o si le damos el nombre de Inconsciente, en cualquier caso nos
hallamos ante el problema de la individuación, de la Separación a partir de una
matriz cuya extensión y profundidad abarca el Todo.

Primero se corta el cordón umbilical físico. Después, a través de un proceso


largo y para el que no existen tijeras especiales, debe cortarse el cordón
umbilical psíquico. Las teorías de la psicología experimental no aciertan a dar
cuenta de este proceso tan trascendental. La psicología conductista, que
predominó en los Estados Unidos y, por colonización académica, en el resto de
Occidente, no puede estar en ese sentido más equivocada. Tal psicología, si
puede llamarse así a un mecanicismo que niega el alma, se limita a contemplar
el niño como una suerte de rata de laboratorio, encerrada en una Caja de
Skinner, su “mundo” de cuatro paredes donde toda variable se podrá controlar
y manipular a voluntad del experimentador. Así pues, el ser humano es ya un
dato preestablecido, como cuerpo animal influenciable, moldeable por factores
cambiantes en el ambiente. Lo único constante es el conjunto de parámetros
biológicos, que se dan como fijos y homogéneos en su especie. Un cuerpo
animal ya dado desde el momento en que viene al mundo y que va aprendiendo
respuestas: esa es toda la teoría conductista sobre la diferenciación del yo a lo
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 30

largo de la vida. El misterio de la vida queda reducido a un proceso mecánico.


El yo brota de la vida como la luz de una lámpara cuando se pulsa el
interruptor. No es de extrañar que en un mundo mecanizado, y por ende
deshumanizado, esta psicología del estímulo-respuesta, y su nueva versión, la
psicología computacional y cognitiva, haya gozado de tanto predicamento en
las universidades y laboratorios. La mente como máquina, la mente como
ordenador, ¿qué otra imagen podría adoptar el racionalismo irracional de
nuestros tiempos?

Porque reducir el alma humana y el misterio de su diferenciación a la


condición de una máquina es, al mismo tiempo, la culminación del
racionalismo y la mayor de las irracionalidades que puede cometer el ser
humano. La filosofía occidental de los últimos tres siglos ha persistido en
contemplar el universo como una máquina gigantesca, un conjunto inmenso de
engranajes perfectamente ajustados de acuerdo con leyes matemáticas precisas
y cognoscibles. Atrás quedaron sabidurías muy antiguas, que los griegos
compartieron con los sabios de Oriente, y que jamás se perdieron en los
tiempos del Medioevo y del Renacimiento: que el cosmos es, por el contrario,
un gran ser vivo, una unidad orgánica cuyas partes viven, crecen, respiran, y
realizan las demás funciones vitales acorde con el Todo al que pertenecen y al
que deben su ser, acreciéndole ellas por su parte. La idea antiquísima según la
cual un trozo de vida (ergo, un alma) es ya en sí un Microcosmos que
contribuye al Macrocosmos, y le aporta su hálito, su riqueza exuberante de ser,
y viceversa. Bajo este prisma de los filósofos antiguos, orientales, medievales y
renacentistas podríamos entender la Psicología de un modo muy distinto del
que nos ofrecen nuestros académicos de bata blanca actuales. Lejos de ser la
mente (o psique) una especie de apéndice insignificante del mundo material,
apéndice de aspecto residual (eso viene a significar en realidad el término
epifenómeno, lo mental como residuo de la materia) del universo físico-
matemático, o excreto del cerebro, la realidad psíquica se nos debería ofrecer
por el contrario como la faz rica y densa del ser de las cosas. El estudio de la
psique equivale punto por punto al estudio del universo y del Todo, toda vez
que dejamos de contemplar estas ideas como meras acumulaciones mecánicas
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 31

de átomos, estrellas, galaxias. Desde el momento en que sabemos a ciencia


cierta que más allá de las frías fórmulas y cálculos matemáticos, y envolviendo
a los millones de conexiones que las neuronas cerebrales producen en un
segundo de vida mental, hay un universo psíquico que preña esta complejidad
de la materia. Llegará un día en que la ciencia, si no degenera a causa de la
trivialidad que le imponen los estados, los ejércitos y las multinacionales,
pueda llegar a edificar el verdadero Materialismo. Este, paradójicamente, no
podrá ser otra cosa que un nuevo y más alto Panpsiquismo. Este punto de vista,
como dice la palabra (de pan, todo, y psique, alma) enseñará que la materia
toda, en sus más diversos grados de organización, no consiste en otra cosa que
la actividad vital del alma, de un punto o vértice siempre vivo en torno del cual
giran y se animan todos los seres. El universo que la mayoría de los científicos
de hoy en día nos enseñan, ellos que son unos meros especialistas pero casi
nunca sabios, no es otra cosa que un cúmulo de cadáveres y frías estructuras
vacías. Las ciencias aplicadas que puedan surgir de tan enteco prisma, por
ejemplo, la psicoterapia, la pedagogía, la psiquiatría, etc. , no pueden por
menos que dimitir de antemano de lo que sería su verdadero cometido: buscar
la felicidad del ser humano, garantizar su sanación y crecimiento en un mundo
cada vez más deshumanizado y amenazante.

Hacia una Gran Ciencia de la Psique

La era de la gran ciencia de la psique no ha llegado aún. Ella no podrá obviar


los resultados de nuestras disciplinas actuales. Desde la cosmología hasta la
neurobiología, desde la historia hasta matemáticas. Pero se tendrá que
abandonar por fuerza todo ese enfoque unilateral y reduccionista que les
preside. La psique es la gran olvidada, es el rincón donde se acumulan los
desechos conceptuales del materialismo empobrecido, del racionalismo
estrecho. Los especialistas de hoy se parecen a esa señora de la limpieza que
esconde el polvo barrido debajo de las alfombras. Alguien tendrá que recoger
el polvo acumulado en la ciencia moderna y restaurar a la psique su lugar en el
universo, un lugar que acaso sea el Todo.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 32

Y en relación con ese Todo al que nos debemos, vino a mi recuerdo la


enseñanza del Maestro Viajero: “El Universo es tu terapeuta”.

¿Quién no vive angustiado en este mundo de prisas, competencia y


productividad? El maldito invento del reloj ha venido a dar al traste con lo más
valioso de la civilización occidental. La contemplación, el oteo amoroso de
cuanto nos rodea, la tranquila observación de las nubes por encima de nuestras
cabezas, el honesto tumbarse en el césped tras una santa jornada de trabajo,
animada charla y amor. El Eros, del que tanto sabían los griegos y los
orientales, es hoy un raquítico remedo del Amor en el sentido antiguo. La
inflación de la sexualidad en la vida cotidiana nos tiene que hacer sospechar. El
sexo es hoy una de las principales mercancías que, bajo mil formas, se compra
y se vende y sólo sirve para explotar al ser humano. Sigmund Freud consideró
que la sociedad –el Super Yo- entendida como conjunto de normas puritanas
que nuestra conciencia ha interiorizado, reprime sin cesar nuestros instintos y
pasiones, y pone diques a un inconsciente que, sumido en la urgencia, sólo
busca la satisfacción del placer. Tal psicología pudo crearse en unos tiempos
como los del Dr. Freud, a caballo entre los siglos XIX y el XX que, en Europa
Central y especialmente entre las clases medias y altas, era tiempos de
represión sexual y moral puritana. En un ambiente social de esas
características, era fácil considerar que los trastornos neuróticos debían su
génesis a una acumulación de energía que, procedente de las interioridades del
inconsciente, no hallaba canales de salida al exterior, hacia un objeto al cual
fijarse, con el cual alcanzar una satisfacción. Ese ambiente “victoriano” que
envolvía a Freud y a sus pacientes era, asimismo, un ambiente epistemológico
dominado por el positivismo y el irrefrenable prestigio de la Física como
ciencia dominante. Todo fenómeno debía ser enviado a un tipo de leyes y
explicaciones de índole física. La palabra energía referida a la actividad
psíquica era omnipresente en el psicoanálisis. El término libido se acuñó con el
fin de aludir a un tipo de energía que debía comprender la sexual, pero que en
realidad implicaba una “carga” instintiva o emocional de la psique. Fue el
discípulo díscolo de Freud, Carl G. Jung quien liberó por completo al
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 33

inconsciente humano de su papel poco brillante que el maestro y fundador del


psicoanálisis le había otorgado. Era algo más que un sótano donde el yo
guardaba las suciedades e inmoralidades que su vida social y su máscara
personal le obligaban a reprimir. Este sótano podía contener este tipo de deseos
eróticos, especialmente los no realizados. Pero su contenido, a medida que se
arrojaba más luz sobre el inframundo, iba mucho más allá. Tampoco se
limitaba a lo subliminal, es decir, al conjunto de aquellas imágenes cuya
intensidad energética no era lo suficientemente elevada como para salir fuera,
hacia la conciencia. El inconsciente no era únicamente un mundo oculto y
reprimido. Al abarcar un inconsciente colectivo idéntico en todo individuo
humano y por debajo y alrededor de todo inconsciente personal, la teoría del
contenido exclusivamente sexual de las motivaciones primarias del sujeto se
reveló como muy pobre e insatisfactoria.

Una vez, el Maestro Viajero charlaba con un joven discípulo, aquejado de esa
suerte de problemas que suele recibir el nombre de “eróticos”. El Maestro le
recordó que el Eros de los griegos, el de Platón era, básicamente, una fuerza
unitiva de rango cósmico. El instinto de unión carnal que experimentamos los
seres humanos debe verse siempre como instinto de unión espiritual, la única y
verdadera unión. La unión más brutal y deshumanizadora, como la que puede
hacerse con instinto sádico o en el contexto de la prostitución, no es más que
un “vaciado” o desviación de la plena unión, de la cual la carnal es sólo una
subespecie o un aspecto del Todo. “No es la pulsión la que habita en ti” –le
dijo entonces el Maestro. “Muy al contrario, tu habitas dentro de la Pulsión,
ella te arrastra y tu carne se deja llevar. El objeto al que te ha de conducir
dependerá de cómo procedas en la navegación. Si amas de verdad con
nobleza, si te olvidas del cascarón de tu barco y piensas que lo de veras
resulta importante es el puerto, esa unión es noble y verdadera”.

La pulsión no habita en ti, querido lector. Debes recordarlo. Todos nosotros


somos cuerpos arrastrados por una corriente. Nuestros brazos y piernas pueden
nadar. La nave que nos lleva puede gozar de mayor o menor estabilidad y
velamen. Pero lo que de veras importa es el objeto hacia el que los vientos nos
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 34

deben ser favorables. Ese objeto, ese puerto al que anhela llegar el marinero es
una persona, en muchas de las ocasiones. Un ser que nos espera, acaso lo hacía
desde antes de nacer y sin ninguna conciencia de una tal espera. Acaso, es el
cosmos entero el que aguarda una respuesta de nosotros. Un pequeño jardín
olvidado que espera de tus cuidados. Barre sus hojas, quita las zarzas y
enredaderas. Dale agua y sol a sus rosales. Quién sabe cuántos huertos esperan
de ti una dosis pequeña de belleza. Se puede volver a descubrir a los tuyos, que
los tienes ahí tan cerca. Cuando el Maestro Viajero hablaba de puertos donde
atracar, con ello no se estaba refiriendo exclusivamente a seres lejanos y
difíciles de alcanzar. Los folletines románticos suelen hablarnos de amores
imposibles, pero ¿qué hay de los posibles, de los cercanos, de los que esperan
de uno cuando menos la sonrisa y la caricia que, no pocas veces, separan la
tenue frontera entre el suicidio y las ganas eufóricas de vivir siempre?

La psique de cada uno, la psique individualizada, hunde sus raíces más


profundas en un Universo, en una Totalidad. En esencia, se confunde con esa
Totalidad, con lo cual podría decirse sin ambages que cada psique es un
aspecto de la Psique Total. Podría compararse adecuadamente con un
gigantesco océano cuyas olas y mareas afectan a miles de costas, cuya masa
líquida penetra por mil bocas y a todas llega. La Psique Total es una, es la
experiencia e infraexperiencia de todos los seres humanos, y Jung la denominó
Inconsciente Colectivo. De él brotan todos los esfuerzos unitivos que una
persona puede desplegar a lo largo de su vida. En el fondo, lo deseado por un
individuo, ya sea encontrar su media naranja ya alcanzar la fama, el poder o la
gloria, en suma, cualquier objeto cargado de libido y que le sirve de motivación
para actuar enérgicamente con vistas a atrapar su deseo, es ya algo conseguido
de antemano. En potencia, como en estado larvario, es algo que ya ha
alcanzado su unión antes del tiempo, fuera del tiempo. En el fondo, el mito de
la media naranja, en el que tantos enamorados se regocijan y al que tantos
creadores románticos se entregan, posee raíces más profundas que la de los
textos platónicos. Es una posibilidad ya dada en el Inconsciente colectivo: allí
se encuentran las imágenes que deseamos. La educación y las demás
imposiciones sociales pueden desviarnos hacia otros puertos en la navegación
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 35

de nuestra vida. Pero sólo podemos agotar en acto las posibilidades que ya nos
venían trazadas de antemano.

Vive el Destino

No otra cosa es el Destino, el fatum. Como decía San Agustín, Dios es ajeno a
la sucesión de acontecimientos en el tiempo. Que nuestra mente distinga el
antes, el ahora y el después, sólo obedece a una limitación intrínseca de este
órgano humano. Para Dios todo fenómeno es co-presente. Cuando un teólogo
cristiano alude a la Providencia, tal palabra viene a ser otra manera de
denominar esa simultaneidad esencial de todas las cosas desde un punto de
vista supremo, omnisciente. Con quién habremos de compartir nuestra vida, a
quién debemos amar o qué cosas en el fondo nos corresponden buscar sin
descanso, eso que en suma llamamos “sentido de la existencia” está ya previsto
de antemano como conjunto de disposiciones que el Inconsciente colectivo
almacena y, eventualmente, puede revelarnos.

El Maestro Viajero conoció en cierta ocasión a un hombre joven, pero muy


atribulado. Había iniciado ciertos proyectos de carácter profesional e
intelectual, pero todos ellos habían dado en fracaso. Se hacía evidente que era
una persona de talento, y lo que se suele llamar hoy una “sólida formación” no
le faltaba para poder salir adelante. Con todo, vivía muy por debajo de lo que
su mérito debía haberle deparado. Era un caso típico de persona que no se
había encontrado “en el lugar adecuado y en el momento justo”, como se suele
decir. Pero tras una conversación con el Maestro, y tras mucho tiempo
reordenando sus planteamientos vitales, este joven tuvo una especie de
revelación. ¿Qué mejor palabra que ésta, procedente del ámbito religioso, para
describir un estado mental en el que se caen los idola, es decir, los prejuicios,
las barreras, los dioses falsos, y todo se ve por una vez claro y nítido?. El
hombre abandonó de golpe una serie de proyectos y ataduras que no le
conducían sino a un callejón sin salida y programó a medio plazo un plan de
vida que, muy pronto, le permitió asegurarse una posición estable y cómoda en
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 36

la vida. En su decisión hubo, sin duda, una dosis de renuncia a objetos que
siempre le habían parecido halagüeños. Pero a cambio, una nueva vida de
posibilidades se le abría de golpe. Como sucede en los cuentos y en los sueños,
al doblar insospechadamente una esquina o al entrar por una angosta
portezuela, un paisaje maravilloso, lleno de luz y esperanza, se le abría de
repente.

Todo habita en nosotros. Cada yo es un pequeño dios, y como tal, en una


dimensión muy oculta y profunda, ese dios hecho hombre es sabedor de lo que
realmente le aguarda su destino. La persona (etimológicamente, del griego
prosopon, máscara), puede angostar muchas de esas posibilidades
enriquecedoras. Además de la máscara profesional o social que llevamos todos,
se agita dentro un yo que puede correr el peligro inmenso de verse anegado
súbitamente por un crecimiento del Inconsciente, cuyas dimensiones y
profundidades nos anulan, verdaderamente, si no somos capaces de establecer
sistemas compensatorios. El yo ha de ser la gran compensación, sostenida y
continua ante un Inconsciente vivo y en perpetuo movimiento, ante el cual ese
pequeño dios a que aspira el yo puede, por contra, pulverizarse.

El gran peligro del yo es esa pulverización. Tal suceso comienza ante un


crecimiento inusitado de uno o varios complejos. Un complejo consiste en una
entidad psíquica que habita dentro de nuestra mente y de la que es, en cierto
modo, parasitaria. En biología, los organismos parasitarios son entes intrusos
que viven dentro de otra criatura huésped a la cual no le procuran la más
mínima ventaja (de lo contrario, hablaríamos de una simbiosis), antes al
contrario, le detraen nutrientes, energía u otros aspectos fundamentales de la
existencia. En la psique sucede algo muy parecido. Un yo fragmentado es un
yo que ha consentido que desde las profundidades del Inconsciente se fueran
formando unas constelaciones de imágenes que, dotadas de vida propia y
persiguiendo sus propios fines, se lanzan a la conquista del yo e irrumpen en la
vida consciente, alterándola bajo diversos estados patológicos. Cuando la
ruptura es irreversible, la personalidad se fragmenta y el individuo cae en la
psicosis. Si la ruptura es sólo parcial y la conciencia es capaz de poner en
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 37

contacto los complejos autónomos, si bien no los domina y a menudo se deja


arrastrar por ellos, entonces la patología es la propia de una neurosis.

Se invierte mucha energía en controlar y dar satisfacción a los complejos.


Demasiada para que un ser humano pueda llamarse, sufriéndolos, un ser
“feliz”. Ninguna filosofía o religión enseña hoy al hombre moderno a ser feliz.
Esas funciones ya vienen usurpadas por la sociedad de consumo y la
machacona e ineludible publicidad. El gran peso de un yo impostado lo llevan
millones de personas que luchan por adecuarse a esas máscaras que el trabajo,
la clase social, el vecindario o el currículo familiar parece que nos imponen. Y
el Gran Hermano televisivo, por supuesto. Pero todo ello, impuesto de forma
supraconsciente no es otra cosa que un artificio para ocultar a otros
usurpadores que llevamos dentro. Los complejos constelizados a partir de una
imágenes o preformaciones que no son invenciones nuestras, sino que brotan
de muy abajo, de lo más hondo y oscuro del ser humano. La máscara, la
imagen externa, el rol social o profesional que diariamente se asume, todo eso
es mera actuación en comparación con las fuerzas ocultas que verdaderamente
nos dominan. El yo puramente sano sería una bendición, un sí-mismo de veras
integrado, una unidad cuyo fin es preservar esa misma unidad individuada.
Pero en la mayoría de los individuos el proyecto natural de todo sí-mismo se ve
truncado y desviado. Las zancadillas nos las ponen esos demonios ocultos que
trasguean con nuestra existencia, nos detraen energías, se imponen sobre el yo.

El Maestro Viajero me habló en cierta ocasión de un hombre joven dotado de


una actitud racionalista estricta, que la hacía extensible a todas sus relaciones
personales e intelectuales. Sin embargo este sujeto, en caso de permanecer solo
en un apatramento o tener que dormir sin su esposa al lado, sufría lo indecible,
y así le ocurría desde niño, por temor a un pensamiento: que las cosas se
volviesen locas de repente y, como sucede en los llamados fenómenos
poltergeist, éstas se suspendieran en el aire o se comportaran de la manera en
que nunca debieran hacerlo para no hacer tambalear sus “sólidas” bases
racionalistas. Sin lugar a dudas, ahí actuaba en su alma un complejo dominador
de su yo, y el rígido racionalismo compensador de su vida era una armadura
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 38

que pretendía hacer frente a inseguridades y acometidas muy antiguas y


profundas.

La Vida no se mide
No quieres perder el tiempo. Desde luego es útil y da placer aprovecharlo, pero
¿tan malo es perder el tiempo? A veces perderlo parece malgastarlo. Como si se
tratara de un capital cuantificado de una manera limitada. Como si fuera, en
verdad, un tesoro finito, con el que hubiera que llegar a fin de mes o a término
de una “buena vida”. Medir mucho nuestro tiempo es un horror. La civilización
devino en barbarie en cuanto se inventó el reloj. La vida, por supuesto, tiene su
fin. Pero la vida no se mide. La cualidad de la existencia es única, no ya para
cada organismo que la lleva a cabo, sino para cada instante. El primer beso, el
primer llanto, cualquier instante significativo de nuestra existencia, y como tal
nuestro e imborrable, no admite medida de peso, duración, precio. El valor que
para nosotros tuvo, eso es su ser. La intensidad de esos instantes, pocos o
muchos, es lo que hace la vida, y ninguna vida es comparable a otra. Grandes
viajeros o exploradores se aburrieron como ostras. Anónimos bibliotecarios de
provincias llenaron sus instantes de ilusión, intensidad, de fuego. Nada de lo
que llamamos “valor de nuestra vida” admite una comparanza. Cada vida es un
universo herméticamente cerrado a otra, salvo que el amor, la amistad o la
compasión nos tienda puentes de contacto con las vidas de otros, y pasemos a
ser –como decía Schopenhauer- no sólo actores protagonistas sino figurantes
de las obras de los otros.

El tiempo puede y debe ser nuestro pero, repitámoslo mil veces, nunca es una
sustancia o patrimonio finito. El “nuestro” al que se alude aquí no guarda la
menor relación con la avaricia. Podemos usar el posesivo –mío, tuyo, vuestro-
a condición de que ello no implique exclusividad. Lo mismo sucede con las
cosas. El ser humano pleno, quien vive autoeducado, se posesiona de los
objetos más insospechados, a menudo con nulo valor de mercado, a condición
de que para él representen recuerdos, emblemas y signos de una vida. Son
objetos que nos gusta guardar, o en caso de paisajes, lugares o bienes
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 39

inmuebles, se trata de experiencias que nos gusta atesorar y recrear en la


medida en que son espejos de nuestro propio existir. Ellos están ahí, y me dicen
que yo estoy o estive también allí.

En cierta ocasión, el Maestro Viajero daba cuerda a un viejo reloj dorado. Le


pregunté en cierta ocasión qué valor podía adquirir un objeto que, cada dos por
tres, retrasaba la hora y por ende no era fiable. El Maestro me contestó: “Hay
una cita a la que nunca debo faltar, y darle cuerda al reloj de mi abuelo me lo
indica a diario. El rostro de quien yo quise – no importa cuántas décadas
hayan transcurrido desde su muerte- vuelve a mi mente. Él y yo nos
reencontramos, entonces”. En efecto, también hay objetos que son oportunos
para las citas con los muertos. En la experiencia interna de cada cual todo
vuelve a cobrar vida. Lo pasado, lo presente y lo futuro coexisten y en ese
interior se actualiza.

El mundo de hoy, basado en el Mercado y en el culto a la Técnica, es un mundo


que ha enloquecido. El tiempo sirve para medirlo todo: el valor de las cosas, el
esfuerzo y el sufrimiento humanos, la maldita “competitividad”, la nefasta
“productividad”... Sin embargo el tiempo no se posee, aunque se consume y en
su consumo los seres humanos se aniquilan en masa, como víctimas de un
sacrificio fanático a ídolos de orden colectivo. Muchas personas que se ven
obligadas a salir de la vorágine del consumo de energías y de tiempo, por las
razones que sean (vejez, enfermedad, desempleo) entran rápidamente en la
senda de la autodestrucción al no sentirse “útiles”, al sobrarles ese patrimonio
del que siempre han carecido, acaso desde la infancia, y con el cual ya nada
saben qué hacer con él: el tiempo. Sin embargo, siempre hay una hoja seca de
otoño en la que fijarse. Una oruga afanosa en la que posar la mirada. La brizna
de la hierba, su crecimiento y renovado verdor. Los reflejos del charco en la
calle. La musicalidad de la risa infantil a la puerta de un colegio. El blancor de
la nieve en las cumbres. Todos estos son ejemplos de fenómenos que, sin cesar,
nos hablan del tiempo. De la presencia de las cosas. Del ser, tan denso y
misterioso como es.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 40

Alguien me dirá que hay que ser filósofo o poeta para poder sentir de esa
manera las cosas. No penséis en especialistas de ningún tipo, en “hombres
superiores”. Cualquiera que inicie el camino del crecimiento y la sanación
podrá en efecto vibrar ante estas experiencias, podrá sentirse “real”, denso,
poseedor del tiempo y no consumidor de él.

La sociedad en la que nos educamos está recortada en intervalos de tiempo, y


el valor de lo que un ser humano hace se mide acorde con esos segmentos o
cantidades de tiempo medido. Ya en el colegio las horas se dividen a golpes de
timbre o campanilla. Con rapidez, los niños se acostumbran a cambiar de aula
o salir al patio exactamente de la misma manera en que la actividad de los
obreros en una fábrica es controlada por medio de cronómetros y pautas de
acción prefijadas. Hay quien sale a pasear, incluso, de una forma mecánica y
estrictamente regulada. Abundan los que se toman sus horas de placer y ocio
como una mera prolongación de su horario de oficina. Se habla de
“rentabilizar” su tiempo y de “aprovecharlo”. La Edad Media contaba con una
más exacta comprensión del tiempo. El tiempo del campesino y del monje se
subordinaba a la negación misma del tiempo, esto es, la Eternidad.

El inconsciente no mide el tiempo como nuestro yo, encadenado a un reloj. El


inconsciente personal no es en gran medida un poso, un pasado. Allí nos
enfangamos en el instante en cuanto las luces del día y el tictac que marca
nuestra sociedad se retiran. Sus sombras nos envuelven, acaso maternalmente,
también con gran peligro, pues las sombras atraen y la oscuridad protege al
furtivo y al ladrón, pero le hacen perderse para siempre. Un yo sumergido en su
propia oscuridad es un yo que puede haberse perdido y nunca más reconocerse.
El pasado entonces habría devorado al presente y cegaría la salida al túnel a
todo porvenir.

El Todo Inconsciente
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 41

Mucho más terrible, e inasequible al tiempo es el inconsciente colectivo. Este


sí que ya no guarda ninguna relación con los posesivos en primera persona, no
es “mío”, no es “nuestro”. Es colectivo, universal, un “nuestro” que quizás no
se restrinja a la mera humanidad –presente y pasada, quien sabe si futura- sino
que puede ser el fondo oceánico de la misma animalidad. Fondo abisal al que
no podemos arrojar luz lo bastante potente, y menos con nuestras categorías
casuales, espaciales o temporales. Dentro de nosotros habita esa inmensidad
que las religiones monoteístas, por ejemplo, el cristianismo- atribuyeron a
Dios: un alma en la que coexiste el presente, pasado u futuro. Un alma en la
que no hay distancias ni diferencias entre “aquí” y “allí”, cerca y lejos. Un
alma en la que el efecto ya se da, aunque no se haya dado la causa, en que el
antes y el después no se encuentran ordenados, que coexisten. Y sin embargo
no es un alma omnisciente, como la teología dice de Dios. Es un todo revuelto,
un fondo dinámico que vive en nosotros y sin embargo no lo sabe todo: es lo
Inconsciente.

De ese ser colectivo y universal proceden todas las impresiones y


representaciones que no nos podemos explicar, pero que son las responsables
de súbitos cambios de nuestro rumbo, de ideas originales y repentinas, de
aciertos geniales o decisiones fatales. De ese océano turbulento y en gran
medida opaco surgen las representaciones fundamentales sobre las que se ha
asentado la cultura humana, e sus más diversas manifestaciones. Así, por
ejemplo, los símbolos de las religiones ya existían antes del surgimiento
histórico de éstas. Los arquetipos de nuestros sueños, de los cuentos de hadas
universales, de la mitología y la creación artística. Es de todo punto
imprescindible comprender que los arquetipos, esas estructuras básicas
emanadas del Inconsciente colectivo, no son buscados por el hombre. Éstos se
le aparecen a él. Los arquetipos son siempre revelaciones. El ser humano, ya
sea su cultura ésta o aquella, su circunstancia vital una u otra, o su grado de
desarrollo intelectual muy elevado o muy bajo, el arquetipo se parece a un dios
que se manifiesta. Su aparición equivale completamente a una teofanía.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 42

En un tiempo en que el hombre vive envuelto, cuando no sumergido, en una


atmósfera religiosa y esta impregna a toda su cultura, es natural que al
arquetipo se le asigne un valor y un sentido religiosos. El filósofo de la religión
Rudolf Otto describió el proceso de la aparición de lo sagrado como un
proceso de dos caras. Por un lado, se da la atracción o fascinación que ese
objeto o representación causa en un sujeto, presente ante la misma. Por el otro,
existe la repulsión u horror que el arquetipo revelado provoca en ese
espectador. Que conste que el sujeto es aquí paciente, espectador, testigo. Su
imaginación re-productiva o su fantasía re-creadora sólo intervienen a
posteriori, cuando ya el sujeto ha trabado contacto con esa representación
numinosa, con lo sagrado.

En una sociedad mucho más secularizada, como puede ser la nuestra, el


contacto con esas revelaciones puede darse en otros muchos contextos. La
religión de otros días sigue siendo un caudal informe de energías y contenidos
que bien pueden encontrar su salida en otros trazados formales: las ideologías
políticas, la estética, la cultura de masas. En cualquier aspecto de la cultura de
masas y de la “Industria cultural” (Escuela de Frankfurt), hay oportunidad para
que los arquetipos se expresen y adquieran contenidos nuevos.

El ser humano moderno ha de precaverse ante cualquier señal que indique que
está siendo poseído por el inconsciente. Este es un depósito de imágenes que se
agitan vivas y son dinámicas. Poseen su propia vis, su fuerza. Visitar nuestro
Inconsciente Colectivo no se parece en nada a entrar en una especie de Museo.
Aquí las piezas están formando parte de nosotros, porque nosotros somos la
Humanidad. Estas piezas o imágenes bullen dentro de nuestra alma y se pueden
apropiar, a través del Inconsciente personal, de nuestra propia y singular
individualidad, echándola a perder.

El sadomasoquismo que envenena el


alma
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 43

No cabe la menor duda de que esta humanidad descarriada se ha entregado a


arquetipos correspondientes a fases muy primitivas de su evolución, fantasmas
que han ido tomando densidad y que han devenido núcleos en torno de los
cuales se forman “constelaciones” de complejos que asolan a la cultura y la
hacen retrogradar. Por culpa de ello, la humanidad vive por debajo de sus
posibilidades morales y se entrega a orgías de primitivismo de las cuales no
será fácil salir. La estructura sadomasoquista de gran parte de la personalidad
contemporánea colectiva es una de esas enfermedades que más trabajo nos
costará extirpar. El ser humano contemporáneo es, en efecto, un enfermo, por
más sana que quiera considerar su psique. Lleva consigo una clase de pecado
original que le mancha, aunque solo sea por su pertenencia a una especie que
ha creado culturas y civilizaciones basadas en inflingir dolor ajeno y obtener a
cambio ganancias materiales o hedónicas por ello. Todas las perversiones del
pasado -la esclavitud, la servidumbre- han ido encaminadas hacia la
consideración del otro humano como un instrumento al servicio del propio yo.
Como decía Kant, deberíamos obrar de tal modo que tratáramos al otro como
un fin en sí mismo y no como un medio al servicio de nuestro propio yo. En
cuanto una estructura social o una fase histórica en la evolución de la
humanidad nos acostumbra a deshumanizar a los seres humanos, a verlos como
simples objetos mercantiles, cuerpos animales, maquinas de trabajo o dianas de
nuestro deseo, entonces hemos sembrado en nuestra alma todo ese germen de
podredumbre. El sadomasoquismo, como estructura básica de la personalidad
“civilizada” va creciendo más y más y en lugar de ir creciendo como un árbol
sano y robusto, armónicamente unido a su paisaje y ecosistema, nos volvemos
planta parasitaria, dependiente del otro de la forma más malsana, bien para
darle beneficio a él, bien para beneficiarnos a costa de él.

El extraño concepto de sociedad en que vivimos hoy es precisamente este de la


malsana dependencia recíproca. Cuando hablamos de sanación y crecimiento
no hacemos referencia a otra cosa, evidentemente, que a la vieja idea
humanista de la autosuficiencia personal. Construir un ser pleno es hacerse
autárquico. Sea cual sea el modelo social en que nos toque vivir, no habrá salud
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 44

y construcción de la persona si este marco social no nos permite unos espacios


libres y una confianza para ser cada cual uno mismo, para hacerse uno mismo.

Cualquier regresión al inconsciente colectivo en realidad equivale a una


inundación. ¿Quién desearía que en su casa penetrara el mar? Con el mar es
hermoso vivir. Nadar entre sus olas en verano, pasear al atardecer, escuchar la
música de las olas y sentir la espuma en las mejillas. Pero su capacidad de
dominio es terrible, y ha de estar delimitada una zona fluctuante de costa, a
salvo de las crecidas y las arremetidas. El Maestro me contó en cierta ocasión
que los marinos respetan al mar más que los de tierra adentro, y eso vale de
advertencia: la fuerza del Inconsciente colectivo puede compararse a la del
Universo, y quedar atrapado por él equivale a desaparecer. Nuestra vida es
individuación y es construcción.

Debemos aprender de nuevo a mirar

Pero construir no significa remover un entorno, cortar y aplanar, causar


destrozos para edificar un Templo nuevo sobre un erial. ¿De qué nos valdría
ese Templo si la auténtica casa de lo divino, la naturaleza y la belleza
espontánea de ésta, la hemos aniquilado? Lo bello es sencillo. Hay sencillas
casitas en el campo, hechas con orgullo por el trabajo sencillo y como cantando
loas a una rutina feliz entre la familia y el arado, unas granjitas coquetas y
plantadas en su paisaje, que superan en un ciento a los magníficos palacios de
los soberbios, alzados por encargo y sin amor. Hay ermitas envueltas en la
niebla y el verdor, hay ventanas iluminadas en los montes y campos que
infunden a todo caminante un placentero mensaje de paz, del sosiego amoroso
del que labra su campo todos los días y se afana por lo suyo y los suyos, que es
la forma de comenzar por afanarse en pro del Universo entero. Verdaderamente
este libro posee muy poca “filosofía”, casi nada de novedoso, y menos aún
revolucionario hay en estas líneas que se te ofrecen. Lo injusto y lo urgente en
el mundo quizá reclamen manifiestos, panfletos y revoluciones. Ahora, que
lees esto, no es el momento de ponernos con eso. Ahora es el momento de
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 45

mirar. Toda esta sabiduría, si así puede llamarse, consiste simplemente en


mirar. La contemplación no es un valor en alza en este mundo que tantas veces
te ha parecido estúpido y cruel. Los más antiguos pensadores supieron poseer
algo más que una mente analítica y calculadora. Supieron mirar. Mirar con
cariño, interés, curiosidad. El amor entendido dentro de la esfera de la
actividad intelectual es un misterio al que se le han puesto innumerables
nombres. Tanto da el rótulo que se establezca. Lo que debes hacer es empezar.

Una revolución contra el progreso

Podemos empezar de nuevo. Claro que sí. Esos campos a los que faltan
árboles, a los que se tala, asfalta y viola con brutal descaro tecnocrático... Esos
deben ser objetos de nuestro futuro amor y contemplación. Llénalos de retoños.
Sal fuera. Mira tu entorno más allá del asfalto. Hay que plantar miles de
árboles hasta que ahoguen las autovías y los raíles de la alta velocidad.
También hay que salir a hablar con nuestros mayores y con los que aún
mantienen una relación honesta con la Madre Naturaleza. Aprender el
Lenguaje de origen divino que todavía hablan. Hay que imitar lo sencillo, lo
sobrio, lo sano, lo fuerte. ¡Hay tanta costra de la cual despojarse! Un baño
lustral que dé brillo al poso del que venimos, a la madre que se agita en el
fondo, al tesoro que entre todos hemos violado y despreciado. Deberíamos
volver a caminar con los pies desnudos sobre la mullida pradera que un día fue
nuestro Jardín, y encerrar todos los ruidos de nuestras máquinas, empezando
por los coches, en un saco y arrojarlo a los abismos liminares: en el Fin del
Mundo ocuparán su lugar las tuercas, martillos, aviones y ordenadores
electrónicos.

En realidad no es tan difícil vivir.

Es fundamental que mantengamos la calma y sepamos mirar a nuestro


alrededor con dulzura. La prisa lesiona el corazón, destruye todo nuestro
aparato circulatorio y ahoga el riego del cerebro. Han montado un mundo de
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prisas y relojes con el único fin de destruirnos y acabar con la civilización, así
como con la naturaleza. La medida más ecológica, de entre todas las leyes
conservacionistas que se podrían promulgar es esta: conservar el alma
humana. Si conserváramos lo más humano de nuestro ser, la existencia de las
demás especies animales estaría garantizada. Y para ello, sería higiénico arrojar
al fuego todos los relojes y medidas de productividad. Evidentemente, hacer
una cosa así habría de requerir unos cambios fundamentales en nuestra manera
de producir y en nuestra concepción de lo que es “riqueza”. Y ello implica una
clásica idea: autarquía. Los filósofos griegos sabían de lo que hablaban cuando
hacían mención a la autosuficiencia. Forma parte del saber vivir. La garantía de
toda supervivencia, no requerir de nadie y no crearse necesidades superfluas.
Estas pulsiones, evidentemente, si son superfluas no son necesidades. Hemos
de salir de todo el cúmulo de contradicciones y paradojas que ha creado el
capitalismo y, en general, el “desarrollismo”. La mentalidad desarrollista
nacida en Europa y exportada –a veces a cañonazos- a todas las demás culturas
del mundo es, curiosamente, la que más hambre y miseria, la que más
subdesarrollo ha creado a su alrededor. Culturas dignas, modos de vida nobles,
sanos y hermosos, han sucumbido en el altar del Progreso. El humo, la
contaminación, la basura, el expolio, el desierto, la esclavitud. Cuántas
miserias nos ha traído el Dios del Progreso. Y este Dios nace de un núcleo
fundamental: la medida del tiempo, la medida de cuanto hace un ser humano –
productivamente hablando- con el fin de hacerle dependiente de un pago por su
trabajo. La esclavitud del trabajo y la esclavitud del tiempo.

Ya solo pisamos asfalto y odiamos la hierba. En el campo, nos molesta el sol,


el hielo, la lluvia. Las hormigas y las abejas nos resultan compañías molestas.
La piel desarrolla sensibilidad al polen, al sol, al aire fresco de la montaña.
Todo nuestro cuerpo, artificial y urbano, experimenta poco a poco un rechazo.
Y lo peor de todo acontece cuando éste ruidoso y sucio habitante de la ciudad
quiere consumir naturaleza: elimina y destruye allí por donde va. Sus vehículos
sobre ruedas horadan la Madre Tierra, violan el Bosque, rompen las Sendas
Profundas. El vidrio y el fuego pueblan el Viejo Mundo, el Antiguo Cosmos
que era, sustancialmente, Verde de Bosque y Azul de Mar. La Naturaleza siente
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rechazo ante este engendro de la ciudad. Y éste a su vez, repele a ese Cosmos,
repele la fuente y el cauce de toda sanación. Hay un rechazo defensivo. Casi
diría inmunológico, que es, sin lugar a dudas, recíproco. El humano muere ante
la naturaleza, ya no sabe vivir con ella. Y la Madre Naturaleza se muere al
contacto con esta clase de ser urbano.

Y si las cosas están así ¿cómo volver a ser naturales? Hay mucho camino por
desandar. Antes de que todos los rascacielos se hundan en la arena, como
castigo por su soberbia babélica, y antes de que los arquitectos vanguardistas
sean condenados a una cura de humildad, labrando los campos y viviendo en
casas de piedra y madera, mucho antes, todos podríamos hacer diversas cosas
buenas. A nuestro entorno deberíamos darle mucho más de lo que tomamos en
prenda de él. El ser humano, como la planta y el animal, establece ciclos de
relación con el medio formando parte de él desde siempre y hasta el final.
Antes de existir como individuos, ya había ciclos que nos precedían, por así
decir. Antes de la fusión de dos células germinales, la masculina y la femenina,
“ya éramos” en el sentido genérico: la Vida y una forma de vida (la especie)
nos precedieron. Y cuando seamos cadáver y luego, menos todavía que
cadáver, sino átomos desintegrados que se devuelven al infinito universo, la
Vida y la especie como forma de vida, seguirán con su continuo existir. Arthur
Schopenhauer supo muy bien ver este secreto de la Vida. Los individuos, en
cierto modo, somos apariencia que oculta una Realidad indivisible y ajena a
todo conocimiento, pues se trata ante todo de Voluntad. Todo el impulso de la
Vida que se manifiesta en una lucha incesante de las criaturas por escapar de la
muerte y alcanzar su propagación, aun a costa de mucha muerte, dolor y
absurdos anhelos, es algo que se puede explicar de forma radical y absoluta
apelando a esa Voluntad misma, a la Fuerza irresistible de la Naturaleza. Ella
ha creado individuos y dentro de ellos, especies de individuos con conciencia
de sí mismos (los humanos) sólo por seguir mejor su Impulso ciego
fundamental y esencial: continuar siendo.
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El Nuevo Panteísmo

No hay por qué ver una filosofía deprimente en todo esto. Al dejar este mundo,
el Impulso fundamental, el Ser, la Voluntad o como quiera denominarse,
seguirá su curso, acaso buscándose otros ropajes y formatos. Es claro que
destruir a otros seres equivale exactamente a destruirse a uno mismo. El
sadomasoquismo de la Civilización Occidental consiste precisamente en esta
relación perversa que el ser humano ha establecido con los demás y con la
Naturaleza, en suma, con el Cosmos. La Perversión consiste en una relación
inadecuada o dañada con el objeto. El Objeto Envolvente, en suma, el Cosmos,
debería ser objeto de nuestra más piadosa devoción. Ante tanta explosión de los
fanatismos e intolerancias religiosas, la mejor cura del ser humano moderno
consiste en este Nuevo Panteísmo (que algunos pueden interpretar como
Ateísmo, pues uno está a un paso del otro). Nadie ha mandado a las hogueras a
sus semejantes en el nombre de un Todo Cósmico al que se ama y se adora.
Imposible sería crear Iglesias y cleros en el que lo Divino hubiera de buscarse
por todas partes y sin Libro Sagrado alguno. Ese único Libro es la
multiplicidad pasmosa de lo que nos rodea, la belleza de un mundo que –a
pesar de muchas desgracias- nunca nos deja del todo de sonreír. Nos sonríe un
niño desconocido en la calle, nos deslumbra una flor que crece en una grieta de
la autopista, o un anciano nos da las gracias por llevarle la maleta hasta el
vagón de tren. Son muchas, muchas las risas con que el Dios de la Belleza, que
es siempre un Dios del Bien, nos alumbra el Camino.

¿Que te sientes pequeño en ese Macrocosmos infinito? Pero entonces dime,


¿para qué quieres ser grande?

El Maestro Viajero me contó una vez un viejísimo cuento oriental que se


refiere a esto mismo.

Trataba de un gigante al que su palacio se le había vuelto muy pequeño. El


gigante no cesaba de comer, y con su glotonería ya había asolado varios
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reinos del contorno. El magnífico palacio que sus vasallos le habían alzado, a
medida de su tamaño colosal y de su gusto por el lujo esplendoroso, ya le
parecía una miserable choza donde tenía que entrar medio encogido. Un
aciago día, rompiendo la techumbre con su inmensa cabezota, bramó de forma
temible, y cuentan los ancianos que ese rugido llegó hasta la otra orilla del
mar. El gigante dejó atrás sus antiguos reinos y feudos, para alivio de las
pobres gentes que le servían, y cruzó el océano como si fuera un charco, pues
el nivel del mar le llegaba apenas a las rodillas. Cuando apareció en la otra
costa, en las playas de un exótico y lejanísimo reino, este ogro colosal había
crecido mucho entre tanto. Sus cuernos ya tropezaban con la luna, y a punto
estuvo de dejarla caer por el suelo. Varias estrellas se descolgaron al tropezar
con ellas, y algunas llegaron a caer sobre el océano o en mitad de los campos
y los bosques. Los ejércitos de arqueros querían acribillarle con sus diminutas
saetas, pero el gigante ya ni las veía ni sentía su débil pinchazo. Y llegó un
momento en que el gigante había tomado tal forma inabarcable que nadie lo
veía, igual que es difícil ver el mundo en su totalidad, porque es muy grande.
De la misma manera en que un horizonte da paso a otro horizonte y a otro más
y así muchas veces, durante la travesía del marino. Los sabios asiáticos que
recordaban esta historia eran muy conscientes que lo grande en exceso llega a
ser invisible o, por lo menos, poco de temer.

¿Por qué no hay que temer las grandes cosas del Mundo, como el Mundo
mismo, la Vida, la Muerte, el Ser de todo lo que nos rodea? Porque nuestra
pequeña existencia tiene ya bastante con crecer y sanar en el entorno que nos
ha tocado vivir, creando belleza y armonía en todo cuanto esté al alcance de
nuestras manos y pensamientos.

Soberbia humana, demasiado


humana
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Ambiciones de “grandeza” no pueden hacer otra cosa que aniquilarnos. La


fuerza del Deseo en el ser humano se parece a una bola de nieve, cuyo volumen
y masa no cesan de aumentar al rodar por la pendiente. Y esa bola arrasa
pueblos y vidas a su paso si ningún obstáculo es capaz de ponerle freno. El
sujeto peligroso de nuestros tiempos no es el sujeto “espejo” que anhela reflejar
en sí un sinfín de imágenes que conforman su mundo, un mundo intocable en
el fondo, un cuadro sagrado que le infunde respeto y del que nada puede
retener, como los reflejos en la superficie pulimentada del espejo, que ninguna
huella dejan. El sujeto de los días clásicos, de las civilizaciones antiguas y del
medioevo quizá guardaba para sí un consuelo al sentirse hermano de todas las
criaturas que se reflejan en su superficie, al verse a sí mismo como parte del
inmenso tapiz de seres hermanados de una Creación bella y sabia desde su
mismo origen. Hoy esa fe no la tenemos. La fe en una “hermandad” universal
no ya solo entre humanos, sino también –aunque en otro orden distinto- entre
animales, vegetales y entes minerales, es cosa perdida. Una comunidad de
origen y disfrute recíproco entre todo ¿la sentimos? Nada queda de eso. La
soberbia antropocentrista ha alcanzado niveles difícilmente superables de
crueldad y abuso. Francis Bacon, en los inicios mismos del mundo moderno,
sostuvo que la ciencia era “violación de la naturaleza”. El abrazo amoroso a
quien se nos entrega también por amor, se sustituye ahora por un acto forzado e
infame. Bacon escribía acerca de los nuevos experimentos científicos como
“torturas” y “vejaciones” que era preciso cometer contra la Naturaleza con el
fin de arrancarle sus secretos. La Naturaleza de los tiempos antiguos, de las
civilizaciones de Oriente, del Medioevo, era la Madre nutricia, el regalo divino,
la mansión que nos fue dada para cuidarla. A partir de la Nueva Ciencia, la
Naturaleza es un solar para la extracción de bienes –cognitivos o materiales- y
cada vez más, una escombrera.

El Templo de la Nueva Ciencia

Hay menester de una Nueva Ciencia, distinta de la violación sistemática y el


expolio continuo del mundo natural del que nos hablaba Bacon. Necesitamos
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un Conocimiento con Conciencia, y no este ciego mecanismo de extracción de


datos y de saqueo de los cimientos mismos de la Vida. Las universidades y
grandes centros de investigación son hoy meras fábricas. Fábricas de datos.
Talleres ingentes que anhelan publicar más y más artículos, textos crípticos,
legibles solo para un reducido grupo de iniciados que, en su calidad de
receptores de la información, participan exactamente de los mismos valores y
de los mismos beneficios de jugar al mismo juego que da ventaja a los
emisores. Una humanidad desquiciada y cada vez más ignorante de la jerigonza
de los expertos, les paga y les honra, de manera parecida al condenado a
muerte de otros tiempos, obligado como estaba a pagar las costas de su propio
entierro y los servicios que le presta su propio verdugo. Por cada científico
ocupado en buscar remedios a enfermedades que asolan el mundo,
especialmente en las zonas más pobres de África, puede que existan mil o diez
mil que ocupan sus vidas en desarrollar cachivaches absolutamente dañinos
para el Planeta, para la juventud o para la dignidad humana. Una ciencia que,
primero, se plegó a los reyes y a los estados, con ánimo de hacerles ganar la
partida en su sucio juego de dominar el mundo. Eso fue ayer. Hoy, lo que
tenemos a la vista es una ciencia que se pone al servicio de unas grandes
multinacionales –los nuevos imperios- y cuyo fin único y último consiste en
crear beneficios para sus mentores: los fabricantes y vendedores de
cachivaches tecnológicos que sólo sirven para condenar al ser humano a
nuevas esclavitudes. La esclavitud del ser humano atado a su puesto de trabajo,
y la esclavitud simultánea del consumidor atado a su puesto de compra.

Pero es que ciencia no es Conocimiento. Cualquiera puede saber de esos


obreros de laboratorio, vestidos con bata blanca: especialistas en naderías,
ignoran de forma feroz la Historia, desprecian la Tradición. Hay en la Tradición
un factor asfixiante, tóxico para el Crecimiento y Sanación de nuestra especie.
Pero hay también en la Tradición el hermoso legado del saber de nuestros
predecesores, la bella lección de humildad que nos reporta saber que otros
meditaron verdades eternas con mucho mayor tino y mucha mayor hondura de
lo que podamos hacer nosotros.
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Conocimiento, en un sentido muy literal, es tomar contacto con las cosas, en un


abrazo que si no es amoroso, por el contrario, es infame y violento. Conocer es
saber mirar. A veces un poeta y un enamorado saben mirar mil veces mejor
que un reputado filósofo o científico, prisioneros de sus sistemas conceptuales.
La piedra que apartamos en el camino con la punta de nuestra bota, contiene
mayor complejidad, infinitamente mayor “densidad” para nuestro
entendimiento que todos los armazones conceptuales que el hombre de ciencia
construya para entenderla y explicarla. La realidad, incluso la más sólida y
perenne que nos parezca ser la realidad mineral, la contundente dureza de las
piedras, es tan poética o más que un florecer masivo en el campo primaveral,
que una sinfonía genialmente compuesta, que unos versos puestos con amor y
talento. La realidad está ahí, y ese estar implica un ser ya de por sí inexplicable
y esplendoroso. Un misterio irreducible a las ecuaciones, y muy pobremente
descrito por los diversos mitos de los más diversos pueblos y religiones. Nos
podrá intrigar el nacimiento de una estrella, la composición de un átomo, el
advenimiento de la inteligencia partiendo de un infusorio hasta desembocar en
la humanidad. Pero nada podrá intrigarnos tanto como el misterio de por qué la
piedra está ahí. Qué es lo que marca la diferencia extrema entre haber una mota
de polvo en mi despacho, y no haber tal humilde ente. Esta misma meditación
metafísica es la que debe obligarme a pensar qué es lo que yo hago aquí, y por
qué no podría ser, simplemente, un ente gaseoso o ubicuo, para el cual la
misma localización y el mismo verbo “estar” carecieran de sentido.

Ni un solo día de nuestra vida deberíamos dejar de meditar sobre este hecho
radical, sobre las que cosas que ahí están y que ahí son. Todas las alegrías y
tristezas de una persona se hacen a un lado, se diluyen en nada en comparación
con el dato incuestionable de que existen en el mundo cosas sólidas, duras,
grandes e inmensas. Uno podrá volverse muy escéptico ante la realidad de las
cosas si considera que la percepción de las mismas se lleva a cabo como bajo
una niebla donde se difuminan los contornos de cada una. Hay momentos en la
vida que sí parecen ser como los días de niebla espesa. Pero nuestro
inconsciente siempre está ahí, y sus raíces son de la misma estirpe que las
raíces de las que brotan las altas cumbres y las imponentes cordilleras. Uno
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podrá pensar que su inconsciente, en perpetuo movimiento y con sombras y


fantasmas dudosos, es una puerta abierta al no ser, que nuestra mente casi nos
dice que no somos. Nada más equivocado: igual que el Océano, esa masa
inmensa de agua de infinitas gotas, también nuestro inconsciente oculta las
fuentes de donde brota tanta inmensidad. Nosotros mismos, a escala personal,
somos gotas pequeñas, pero inmensos océanos. Esta cuestión de tamaños es
relativa, es un pluralismo radical, como el de las mónadas de Leibniz. Cuánta
vida no cabe en una gota de agua. Ella es el océano, la morada, para millares de
microorganismos. Así deberíamos vernos a nosotros mismos cuando posamos
ante el espejo. Tan pequeños. Tan grandes.

La Vida es apertura
Una cierta ocasión, el Maestro Viajero se hallaba en lo más profundo del
bosque. Parecía a lo lejos un anciano bardo. Sus cabellos blancos relucían entre
la hojarasca. Muy quieto su cuerpo, sin embargo la brisa hacía ondear
constantemente su cabellera blanca y sus ropajes amplios y ondulados. Portaba
un gran báculo que culminaba en un par de antenas, y todo él era torneado. Una
estatua viviente de los antiguos druidas. Se sentaba él sobre una piedra grande.
Una piedra que alguien, tiempo ha, debería haber transportado desde lejos a tan
profundo rincón de la selva. Nadie más le acompañaba... Nadie más humano.
Pues el Maestro, en efecto, parecía hablar en un raro lenguaje, una extraña
música que emanaba de sus labios y se confundía con el propio rumor de las
hojas mecidas por el dios viento. Y esa propia deidad invisible también
hablaba, como todas las cosas de la naturaleza saben hacerlo, sin estridencias y
acoplándose las unas a las otras. Había animalillos errabundos que al pasar
casualmente se habían parado, y no desaprovechaban la ocasión, al parecer, de
recibir aquellas espléndidas lecciones de sabiduría, al igual que el viajero
fatigado se topa de repente con un cristalino manantial que le dice “¡bebe!”

Y esa escena, a la que comparecí furtivo, oculto como pude tras los troncos de
los robles y los espesos matorrales, fue la que me dio sentido a todo cuanto
había hecho y a cuanto debía seguir haciendo en la vida. Ninguna institución
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 54

salvadora me resultó convincente. Los Caminos y los Felices Encuentros deben


ser buscados por uno mismo. Si lo intentamos con sinceridad, lo lograremos. Y
nunca estaremos solos. El Maestro aprendía de la Naturaleza, y por eso
también podía instruirla. Decía a los demás seres: “¡Abrios!”. Aunque en
realidad eso no era necesario. De un ser natural resulta consustancial el abrirse.
Cada uno es él mismo, único e irrepetible como la gota de agua, que es tesoro
incomparable para la gota de agua vecina, que podía pasar por su gemela. Cada
árbol de aquel bosque profundo era distinto en todo de los demás. Se podía
percibir el rumor de su savia ascendiendo, recorriendo los pasillos internos del
tronco y las ramas, bombeándose con ansia y calor vital y diciéndole a aquel
pedazo de Vida y de Energía que era el árbol: ¡A vivir! ¡A vivir!

Cuando creí haber aprendido suficiente de aquel Maestro o Espíritu del


Bosque, tomé la senda que conduce al pueblo de los hombres. Allí parloteaban
todos sin cesar, y sin tregua también se embebían en sus cosas. El tráfico y los
afanes de la gente me parecieron desde entonces muy lejanos. Casi nada me
importaba ya, salvo el sufrimiento de mis hermanos y el latido del universo que
se enrosca y reproduce en cada pequeña criatura que se cruzaba en mi camino.

La Era de la Sencillez

Esto es lo que el Maestro siempre denominaba con una palabra: Sencillez. Es


preciso volver a una era de Sencillez. La angustia que, cual epidemia, llena las
consultas de los médicos y los psicólogos, procede las más de las veces de una
carencia absoluta de Sencillez. En contra de lo que suele pensarse, ser sencillo
no es la ausencia de un atributo positivo. Es un don. Lo sencillo en la
naturaleza supera con creces a lo complicado y artificioso. Lo sencillo es el
camino de la virtud y elegancia, lo que brilla por sí y para sí. Lo autosuficiente.
Esto mismo puede comprobarse en los pueblos y las naciones. Allí donde se
viste sin recargo, sin afeites ni ostentación, allí se detecta una mayor pureza en
las almas y en las costumbres. En cambio, donde ha triunfado el barroquismo
o, peor aún, donde no ha podido ser superado, la humanidad se postra a los
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 55

demonios de la apariencia, la falsedad, la mentira. El adorno prevalece sobre


los cimientos y las estructuras, y éstas, a veces, fallan o se empodrecen. Se vive
falsamente y se presume mucho. Pero no se puede vivir a la larga de
“presunciones”. Cuando no hay sencillez, sin duda hay decadencia.

Es una hermosa lección contemplar la manera en que viven los pueblos


campesinos y sanos, cuando la pobreza no les atenaza y cuando la ciudad y el
progreso no les han llegado a arrebatar su autosuficiencia. Ellos son eternos,
como decía Spengler, en el sentido en que puede ser eterno un modo de vida
humano. Mira sus casas, observa su armonía a la hora de conducirse con la
naturaleza y extraer de ella sus riquezas, siempre de forma limpia y sana.

Sin embargo, el auge de una civilización única, homogénea y excluyente


exhibe hoy unos rasgos claramente demoníacos. Una cúpula de unos pocos
miles de “cosmopolitas” claramente despersonalizados está a punto de
destrozar para siempre a los miles de culturas milenarias y valiosas que
realmente aún existen en el mundo. Con un desprecio altanero por lo que
nuestros mayores fueron laborando paso a paso, con primor y dignidad, estos
agentes de un supuesto cosmopolitismo superior jamás serán capaces de
rectificar ante los abusos a los derechos humanos que día a día cometen en el
nombre de su dios sanguinario, Progreso.

Debes aprender a vivir sin rendir culto a ese dios. Huye de él en la medida en
que te sea posible. El Progreso es el enemigo irreconciliable de la Dignidad y
de la Espiritualidad. Comenzarás por pequeños actos, por renuncias poco
costosas. Deberás, al principio, aprender a vivir entre objetos que te resulten
imprescindibles y que nunca, en ningún momento y bajo ningún concepto,
supongan una alternativa a la lectura de obras serias y a la meditación en
soledad y silencio. Tus males y los de quienes zumban a tu alrededor son los
males de una raza alocada que gasta cuanto tiene en cachivaches ruidosos que
se han diseñado de manera perfecta para que no puedas leer, meditar y rumiar
como deben rumiar los animales intelectuales, los seres humanos de verdad.
Que tus conceptos, recuerdos y palabras más queridas se conviertan en la
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 56

hierba fresca y tierna que crece en los pastos de la alta montaña. Haz que corra
el aire fresco y la más dulce aventura interior penetre en las cabañas humildes
de tu alma. Humildes sí, pero que saben alzarse allá en lo alto, donde solo
vuelan alciones y otras criaturas con fuertes alas y una mirada penetrante, la
que sabe llegar con sus ojos muy lejos.

Es menester volver nuestros ojos hacia el pasado y hacia el recuerdo. Atesorar


los recuerdos que nos dejaron quienes se han ido. Es preciso dialogar con los
muertos, y tratan de aguzar el oído ante sus mensajes. El ruido de la gran
ciudad ya no nos permite tender puentes con los espectros, pero ellos moran
ahí, en un espacio intersticial y siempre tienen algo que buscar en nuestros
desvelos, algo que decir y que resolver desde el momento en que ellos se
fueron. Hay sobre nosotros el peso de una enorme Tradición que ya no
sabemos interpretar, que ya empieza a parecerse a un jeroglífico extraño, cuyos
signos remotos jamás podríamos comprender, pues son remotos los tiempos
que ya damos por perdido. Hay quien practica el espiritismo como si se tratara
de establecer comunicaciones telefónicas o por internet con unos seres que se
juzgan análogos a nosotros, y pocos se dan cuenta de lo fútil que es todo eso.
De lo que aquí se habla no es otra cosa que saberse rodeado de una tupida red
de “personalidades” que, a través del Inconsciente, le vienen a uno a pedir
ayuda o a ofrecerla. Trátales con respeto amigable, no huyas del silencio. Ellos,
los muertos, al igual que la naturaleza y todo sentimiento de lo “Sublime” son
fuerzas y entidades que brotan de ti mismo, lo que es tanto como decir, de tu
Inconsciente y Universo. Para el que escucha con atención y siente respeto,
nada malo hay en dejarse llevar por sus mensajes.

En el más humilde paraje uno puede sentir el sentido de lo “Sublime”. Eso está
ahí, en un parque al que no se le han arrebatado las hojas del otoño, en un
atardecer de una playa solitaria, experiencia que te transporta a ese mismo
ocaso de cuando fuiste niña o niño. Sigue ahí, en un extraño “¡ya lo he visto!”,
que nos recuerda cada vez que la existencia no es un hilo recto y tenso, sino un
mandala o espiral que busca siempre el Centro, desde puntos y curvas donde
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accidentalmente nos engolfamos, pero que sin duda conducen a ese Todo que
hemos perdido.

Puentes sobre el Tiempo

Todo lo pasado sigue existiendo. El futuro existe ya. Se ha atribuido a un punto


de vista divino –la Omnisciencia- esta capacidad de simultanear el pasado, el
presente y el futuro, la facultad de no estar ciego a las cosas no presentes. Eso
es un exclusivismo que no aceptamos, amigo lector. No es una capacidad
humana muy frecuente, pero si pudiéramos entrenarnos y alcanzar una cierta
Plenitud cognitiva, esas categorías temporales, el “antes”, el “todavía no”, el
“ahora”, se podrían anular definitivamente. De esa manera podríamos
comprender tantos y tantos fenómenos que se suelen explicar en términos de
mera casualidad: el presentimiento, la telepatía, la intuición, la concurrencia de
las cosas sin que exista un lazo causal empíricamente demostrable. Carl G.
Jung se refirió a este tipo de experiencias bajo el concepto de sincronicidad, es
decir, una conexión acausal entre dos hechos, que los hace aproximadamente
simultáneos dentro de un determinado intervalo temporal, y sin que medie
entre ellos un lazo causal, ni físico ni consciente. Pues bien, es precisamente el
Inconsciente, un Inconsciente Impersonal o Colectivo, el fondo común donde
se crean los lazos y conexiones que un espectador objetivo no puede registrar
por medios físicos, por influjo causal, o por trasvase de información entre
personas. Sea esto así, exactamente, o no, lo que no cabe duda es que la propia
ciencia física no puede ya sostener el rígido causalismo o determinismo de
otros tiempos. Es mucho lo que ignoramos de este universo, y los nexos que
rodean a las cosas y a las criaturas son complejas madejas y espirales y a todos
nos mantienen unidos. No hay nada más dignificante para la existencia humana
que la certeza de vivir en un universo repleto de misterios, cuyo desciframiento
–entre curioso y humilde- es sin duda una de las vías de nuestra teosis, es decir,
de nuestra lenta conversión en dioses. Pero la ciencia manipuladora y
tecnocrática de nuestros días desea endiosarnos antes de tiempo. Ha sustituido
la comprensión y la admiración como principios rectores del Saber, por una
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 58

manipulación ciega que busca ganancias a corto plazo. Así no hay teosis ni
dignidad humana. Solamente nos las vemos con un reflejo sin alma de una
humanidad esclava a la que también se le ha robado el alma. Los famosos
robots japoneses, con sus torpes movimientos y esa servil actitud hacia sus
creadores, no son sino el reflejo exacto de unos cuerpos humanos explotados y
alienados por el duro trabajo asalariado. Solo se pueden querer esclavos
electrónicos cuando ya existen de hecho esclavos humanos de carne y hueso.
Esta ciencia que dice buscar causas de hecho es la ciencia menos curiosa y
menos teórica de todas. Al construir sus rígidos entramados de relaciones
causa-efecto se vuelve ciega ante el verdadero tejido de la realidad, física y
psíquica al mismo tiempo.

Ciencia perversa

La ciencia y sus demoníacas posibilidades ya nos ponen ante la vista la


tangible realidad del Mal. La inocencia de Adán y Eva se ha perdido. El Árbol
del Conocimiento contenía todas esas posibilidades monstruosas que hoy ya
sabemos: hornos crematorios y tecnología mortífera. Toda una industria
lucrativa de la Muerte. Además, sabemos de toda clase de experimentación con
seres humanos, y del negocio de las patentes farmacéuticas, que priva de la
vida y la salud a naciones enteras. Sabemos que hay legiones enteras de
“cabezas de huevo” con bata blanca tratando de comprimir la imagen digital en
un minúsculo teléfono móvil, pero apenas hay quien se interese por las plagas
que arrasan vidas en los países pobres.

Gran parte de lo que hoy se llama ciencia no es conocimiento, es basura.


Recuerda el Maestro Viajero que en su mocedad trabajó en un laboratorio
científico. En su mente todavía están grabadas las imágenes de aquellas pobres
ratas sacrificadas absurdamente, sin ningún objetivo sano, solo con el afán de
producir datos publicables en revistas escritas en inglés que determinarán a
escala mundial qué es ciencia y qué no lo es. Por lo visto, unas pocas docenas
de enchipados “sabios” en el mundo velan por la limpieza de una serie de
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 59

correlaciones estadísticas en orden a las cuales se determina que A tiene que


ver con B, y B con C y así sucesivamente. Mientras, aquellos infelices
mamíferos criados en cautividad se desangraban, su cerebro se trepanaba y
cortaba en rodajas, sus gónadas se extirpaban, y todo ello bajo la distante
supervisión de un estirado sabio local, con cuyos cigarrillos con boquilla y su
corbata de lazo al estilo de los profesores de Cambridge, se creía un amo, y en
realidad lo era para las pobres ratas, de la Vida y la Muerte.

Pero el Mal no está solo del lado de esa (falsa) Ciencia. No habita únicamente
en las cabezas de los dictadores enloquecidos, en la Voluntad de Poder sin
límites de las Multinacionales y de los llamados brokers de las finanzas. El Mal
es una especie de sustancia positiva que se ha ido filtrando del casco de un
buque naufragado al poco de salir de puerto. El Mal es la antítesis antagónica
de un Dios que a fuerza de ser Infinitud, y por ende Infinitud de Bien, debe
entrañar al mismo tiempo el otro principio compensatorio y oponente. El Mal
es el Bien travestido que se escapa por las noches, que hace de las suyas al no
poder soportar infinitamente su carácter diurno, solar, cegador. El Mal es el
principio dionisiaco que cede lugar al otro, el apolíneo y diurno. No ya en la
vida misma, como subrayó Nietzsche, sino en el mismo Dios al que se le
imputa ser principio y fuente de Todo, allí habita ese Anti-Dios. El Anti-Dios
que ha diseñado un Paraíso del cual pueden cansarse sus no tan afortunados
moradores, pues en ellos habitaba la Curiosidad. Un Paraíso del cual su Ley
Suprema era un “¡No a la Curiosidad!”, era ya, desde el inicio, un Paraíso
Malsano.

Y ese Dios Omnisciente, un puro Ojo que Todo lo ve: ¡ha permitido la entrada
de la sierpe tentadora! Muchas cabezas teológicas han sospechado siempre que
ese reptil diabólico, causante de todas las desgracias y todos los males del
género humano, y a través de él, de toda la Naturaleza planetaria, ese Demonio
no podía ser otro que Dios mismo que, poniendo a prueba al ser humano se
probaba a sí, requiriendo espejos donde mirarse, en los que poder ver su propia
Sombra, el lado reprimido y arrinconado que sólo puede vivir así, a modo de
exteriorización y objetivación del Ojo Luminoso.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 60

Hasta la Luz Cegadora precisa de una sustancia residual de malignidad, un


“Oscuro” al que contraponerse y con ella dibujar todas las demás sombras del
mundo. El ser humano ya no puede seguir siendo esclavo de ese Ojo Cegador
ni de su alter ego, la Negra Sombra. Somos criaturas mixtas cuya dignidad y
grandeza ha de consistir en perseverar en un camino que nos hizo humanos,
ciertamente elegir, y elegir movidos por la Curiosidad tentadora de la Sierpe.
Pero, una vez que hemos elegido –cual Prometeo- ese camino, debemos evitar
a toda costa ser empujados por el Demonio, esto es, no convertir la santa
Curiosidad en Voluntad de Dominación, sino en proceso alquímico de teosis
verdadera: “Seréis como dioses...”. A ello debemos aspirar con todas las
energías de nuestro ser. No dioses omnímodos, como los que nos expulsaron
con ira y envidia de sus originarios paraísos, sino dioses compasivos y
juguetones, animales que aman y gozan, y no odian. ¿No son esos los “dioses”?

Nuestra propia mansión

El Maestro Viajero vino a mí, y me narró su sueño:

“Vivía en una casa grande, enorme. En la parte exterior se asemejaba a un


castillo medieval. Era una fortaleza imponente, de altos muros y torreones que
culminaban en pináculos. Sin embargo, en su interior, mi morada era un hogar
moderno, repleto de comodidades de todo género. Con placer y
despreocupación me movía por la casa, pero entonces comenzó a preocuparme
la existencia de muchas habitaciones y alas enteras de la mansión que me
resultaban completamente desconocidas. Vagos temores comenzaron a hacer
mella en mí. Acaso algún intruso podría haber burlado las defensas exteriores
y agazaparse en alguna de aquellas innumerables habitaciones. Cualquier día,
o noche, podría tropezarme con algún desconocido, un ser extraño.”

“Incluso mientras dormía y soñaba esto, sabía que la mansión inmensa era mi
Inconsciente, con sus fuertes defensas interiores y la enrevesada acumulación
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 61

de experiencias y complejos que una persona va adquiriendo con los años. Sin
embargo, el miedo a una desagradable aparición no se extinguía en mí. Por
ello, opté por refugiarme en una sola de las alas del castillo, aquella que más
familiar me resultaba. Y lo más curioso de todo fue la forma en que la aislé de
todo el resto. Acumulé miles de pequeños lapiceros y éstos, como si fueran
troncos de árbol tal y como se disponían en los antiguos fuertes del Oeste
americano, afilados en su extremo superior, dispuse de pequeñas empalizadas
que me aislaba de un peligro inconcreto y que, de ningún modo, debía ser de
índole físico sino más bien espiritual”.

“Medité en torno a mi singular medida defensiva. Sin duda tenía que ver con
la escritura y mis anteriores dotes intelectuales. El lapicero era el instrumento,
a veces el arma, de aquel que vive de su cerebro. Una existencia demasiado
cerebral es una existencia recortada, como dotada de un solo lado. Supe que
la muralla de lápices era puramente defensiva y apenas podía conjurar a
cierto tipo de intrusos, aquellos que por así decir llevan sus “ideas” por
delante, como instrumento de combate. Pero hay en el mundo enemigos más
simples y ancestrales. Fuerzas brutas para las que nuestras exiguas líneas
defensivas nada valen.”

“Y así fue, en efecto. Una noche de mi sueño, en la que me encontraba


desvelado y ansioso, sentí unos pasos rotundos en la escalera. Yo siempre
había vivido solo en mi castillo. Sin criados, sin familia ni guardianes. El
visitante ¿había entrado esa misma noche? ¿Acaso llevaba tanto tiempo o más
que yo bajo mi mismo techo, y desde su más remota infancia había crecido en
aquella inmensidad de casa? ¿Quién sería? ¿Algo o alguien?”

“Algo. Lo que se asomó a mi pasillo, lo que pude entrever apenas, me


recordaba remotamente una cara. Pero una cara que sólo por analogía uno
diría que pertenecía a un ser humano. En mi sueño, yo lo denominé El Rostro
de Dios.”
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 62

“Yo lo entendí todo incluso antes de despertarme. Él era el intruso. El divino


Poder puede ser cegador. La simple certidumbre de su existencia puede
inducir a la criatura a imitarle, a seguirle por el lado Oscuro. Desde entonces
decidí atender únicamente a las criaturas y cosas sencillas. Puesto a creer y
venerar, me hice politeísta y decidí que la pluralidad del mundo, su misma
belleza y ambivalencia merecen ese trato libérrimo que nos muestra el
conjunto de las mitologías antiguas.”

Yo también pude comprender muy bien al Maestro Viajero. El terror a las


fauces de un Dios rigorista y excluyente de su lado Oscuro, y por tanto
productor infinito de ese mismo lado Oscuro, es lo que me llevó a la búsqueda
de la teosis en todos los demás seres de la Naturaleza, en la Naturaleza misma
entendida como un todo. Lo divino mismo es proceso, consiste en un hacerse.

En el fondo, la historia de este Cosmos es una deflagración, y una


conflagración. Desde un primer momento ha explosionado esa unión de luz y
oscuridad, y todo lo real ha devenido en una lucha por la “pureza” cuando lo
originario es la mixtura de los dos principios, Bien y Mal, en un único Ser
Primigenio, en una Voluntad infinita que en cuanto explosionó quiso ya
concretarse. Es Conflagración, porque entonces los ejércitos comenzaron a
disponerse frente a frente, alternándose en sus papeles y admitiendo en sus filas
a traidores y conversos, olvidando las más de las veces, en Nombre de Quién
celebraban la fiesta de la Destrucción, con sus copas llenas de Sangre y sus
platos de cadáveres rebosantes como Ofrenda.

¿Tiene esto que ver con tu Crecimiento y Sanación? Mucho. La enfermedad,


ya sea la psíquica o la orgánica, se basa siempre en una dialéctica. Dos
principios se disputan el terreno de la Salud, de la Individualidad Realizada.
Las fuerzas del organismo se disponen en una especie de campo de Marte,
frente a frente, sedientas de sangre y de muerte. Se quiere vencer. Pocos
médicos y psicólogos comprenden que el verdadero vencedor no es quien reta,
quien busca destruir, aunque lo que se pretenda destruir sea, ciertamente, la
Enfermedad, el Dolor y la Muerte, con la mejor intención del mundo. Pero es
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 63

que estos tres jinetes apocalípticos trotan sobre la Tierra desde siempre y nadie
hay quien les pueda hacer frente, ni con toda la ciencia ni con la mejor terapia
imaginable. No hay varitas mágicas. No hay guerras en tu proceso de teosis.
Aquí solo hay un proceso de Renacimiento continuo en el que uno mismo ha
de ser su Maestro, antes que Terapeuta. Se trata de un perfeccionamiento para
el que no existen modelos. El Dios que se le apareció en sueños al Viajero, es
un ser al que se le teme precisamente a causa de su “excesiva” perfección y su
condición de Causa Ejemplar que no puede dejar de ser Causa de Destrucción.

Somos plantas

Para ello, nada mejor que fijarse en las plantas. Admiremos como crecen.
Todas las plantas arraigan en un suelo, y buscan el cielo. En muchas de ellas
crecer y reproducirse son funciones que se confunden. No piensan en ser
mejores: ya lo son. Son agentes de su propio crecimiento junto con el sol, los
nutrientes del suelo, la bendita lluvia y el rocío de las mañanas. En cada
fragmento minúsculo de ellas suele contenerse el Principio Homeopático que
puede curar analógicamente otras enfermedades cualesquiera, males de seres
que, sin ser plantas, comparten con ellas un parentesco, una propiedad quizá
rara en la Galaxia, siempre enigmática: la Vida.

¡Y qué poco sabemos de la Vida! Los secretos del ADN y de la ingeniería


genética, así como los sueños del doctor Frankenstein hechos realidad en los
laboratorios de ciencia en nuestros días, nada tienen que ver con esa Realidad
inescrutable que damos en llamar Vida. Lo que ya se columbra en la más
humilde planta, en un simple infusorio dotado de un instinto de supervivencia
es un enigma que ningún laboratorio podrá reproducir jamás. La Vida tal y
como se concreta en los seres individuales no es más que un aspecto del Gran
Alma del Mundo cuya totalidad se escapa a cualquier análisis. Sólo es posible
intuirla.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 64

La intuición del Gran Alma del Mundo fue dada, en un principio, a unas pocas
mentes privilegiadas. Los seguidores de Platón, y tras ellos, una pléyade de
místicos y de poetas. Esa intuición podía verse hasta ahora como un capricho o
locura (la divina locura, o manía de los griegos) de sectas minoritarias o
individuos marginales, amén de geniales. Hoy debería ser una cuestión crucial
para la gente corriente. Pues es un tema de vida o muerte. Estamos a punto de
convertir nuestro planeta en un pozo inmundo, lleno de basura, un lugar
inhóspito en el que no podremos rectificar todo el cúmulo de errores que
hemos ido acumulando a lo largo de los siglos. Llegaremos pronto (¿no
habremos llegado ya?) a un punto de no retorno. El antropomorfismo de la
tradición judeocristiana y el afán positivista de la ciencia moderna por dominar
y vejar la naturaleza, han cruzado sus terribles hebras y nos dejan delante este
espectáculo dantesco. Especies desconocidas, y algunas que no lo son,
desaparecen para siempre. Comunidades humanas, naciones enteras, obligadas
a desplazarse en busca de agua, en busca de suelo, por causa de los terribles
efectos de la desertificación, la sequía crónica, la deforestación, la guerra étnica
y la lucha por el pan. Nuestros hermanos los animales desaparecen, y tras ellos
vamos nosotros, derechos a la extinción, y ésta, no se olvide, siempre es
definitiva.

La violación de la Naturaleza

Siguiendo fielmente la consigna de Francis Bacon, los humanos, y


especialmente los occidentales, nos hemos dedicado sistemáticamente a la
violación de la naturaleza. A ella le hemos puesto la bota encima hasta no
dejarla respirar. A base de someter a tortura a todas sus criaturas y a la mayoría
de sus ecosistemas, creemos conocer bastante acerca de sus engranajes. Pero
conocer el mecanismo es ignorar el misterio. Si los seres humanos hubiéramos
intuido apenas un pequeño soplo de esa divinidad que todo lo llena, y a todos
otorga su vida, que es la divina Naturaleza, al diablo habríamos mandado
nuestros “experimentos” y demás instrumentación inquisitorial, buscando su
abrazo y armonía, optando por esa vida sencilla y plena que es la vida del
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 65

campesino honesto, que al arar su campo y cuidar sus bestias sabe que él
mismo, junto con su pareja y sus retoños, no son más que una manifestación de
la misma anima mundi, que todo lo llena.

Alguien dijo “¡es tan difícil ser sencillo! El Maestro Viajero se lo había
escuchado a Jung, el psicólogo. En su torreón de Bollingen había prescindido
de la luz y del agua corriente. Partía troncos y hacía muchas cosas con las
manos. El hombre de la ciudad, el intelectual, mono que teclea ordenadores y
no puede vivir sin conexión a internet, ya apenas sabe hacer nada esencial con
sus manos. Aprender a teclear y dar órdenes a través de la pantalla es algo que
nos aleja profundamente de ese Alma del Mundo. Sólo en las grandes
soledades, sintiendo la música del mar, de los pájaros o del propio pensamiento
que es uno mismo el que siembra la tierra y recoge sus dones, sólo en esos
contextos uno puede intuirla, más allá de cualquier intento de análisis.

El alma del Todo

Formamos parte de una Totalidad, pero esa Totalidad no es ninguna


abstracción, no puede serlo. Hablamos de un Todo que regenera cuando
regeneramos nosotros. Somos seres en comunión con ese Todo, y la energía
sanadora que puede alimentar este sistema debe proceder de nuestro propio
interior. Hemos de formar una simbiosis con el Cosmos, renovar un verdadero
Pacto con él, de donde venimos. Si hemos de recoger una buena cosecha, esto
es, un entorno saludable, un clima natural, alimento y belleza para vivir en paz
y calma, entonces hemos de sembrar las pequeñas semillas de todas estas
cualidades que se han nombrado. Y las semillas ya se ocultan en nosotros. Cada
persona es un depósito de simiente que garantiza su propio Crecimiento y su
propia Sanación. Nadie da nada gratis en esa simbiosis cósmica, en esta
Sagrada Alianza que es, y debería ser, la Vida y la integración en el anima
mundi. Si queremos que la energía universal vuelva a penetrar en nuestro
cuerpo y en nuestra mente, al Cosmos mismo deberíamos corresponder.
Sembremos. Volvamos a una vida en paz y en orden. Despertemos aquellos
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 66

sentidos que, heredados de un pasado ancestral, de los tiempos mismos en que


éramos bestias, el sentido de una red universal de dependencias. Los animales
que nos precedieron en la escala evolutiva intuían el mundo de forma instintiva
y poco nítida, pero de una manera biológicamente ajustada para no desajustar
esa red de dependencias que en el fondo es la Vida misma. Nosotros, primates
conscientes, simios habladores y altamente tecnologizados, hemos ganado
parcelas de claridad consciente pero, a cambio, nos hemos vuelto francamente
ciegos a otras esferas inconscientes de nuestra existencia mental. La claridad es
cegadora, sobre todo si se trata de una claridad relativa. Y así son la ciencia y la
conciencia del hombre moderno: relativas, nada más, absolutamente ciegas
respecto a la tupida y honda red de dependencias que se abre entre los seres, el
anima mundi que tan difícil nos resulta auscultar hoy.

Arquetipos

Una ojeada a nuestro propio cerebro, tal y como las neurociencias actuales nos
lo permite hacer, da buena cuenta de todo esto. El cerebro humano, semejante a
un árbol en su estructura, posee un tronco y una región inferior, sepultada bajo
una frondosa capa neocortical, que poseen una notable antigüedad y un “aire”
ciertamente primitivo. No nos es dado escapar de nuestro pasado. El repertorio
de antiguas conductas de reptiles, de monstruos sin alma aparente y sangre fría,
sigue ahí dentro, enterrados bajo capas de tejido cortical recién llegado en
términos evolutivos y que no cesan, noche y día, de vigilar y tomar control
sobre unos impulsos ancestrales. Al igual que algunos impulsos inconscientes
son completamente necesarios para nuestra supervivencia animal, y se limitan
a una esfera de acción puramente fisiológica (hambre, temperatura, sexo,
sueño), otros impulsos –o más bien, estructuraciones a priori de impulsos-
penetran en la esfera de lo mental, pues allí tienen su diana, su telos. La psique
humana recibe, pues, un sinfín de estructuraciones que no se han aprendido
dentro de ningún marco cultural o social, plenamente innatas y que aguardan
desde el principio mismo de la vida orgánica a ser completadas con un
contenido empírico que sí dependerá del desenvolvimiento ontogénico del
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 67

individuo. Los arquetipos de que hablara Jung constituyen pues un analogon


de los instintos o patrones (filogenéticamente) heredados de comportamiento
tal y como han sido descritos por la Etología, esto es, la ciencia de la conducta
animal (y humana).

Los arquetipos son formas a priori que canalizan la experiencia, la moldean.


Ellos imprimen un sello, como el cuño de las monedas. La sociedad, y todos
los materiales aprendidos en ella, aportarán el metal que habrá de fundirse. La
marca impresa tampoco es un diseño fijado en todos sus detalles. Solamente
consiste en listas determinadas de condicionantes o restricciones. Nuestra
propia psique debe ser vista como una constelación de estos arquetipos que, a
su vez, funcionan como centros de atracción y constelación de otra clase de
materiales psíquicos. Es obvio que el proceso de Sanación y Crecimiento
constituye una unidad psico-física, y como tal, la vida saludable y encauzada
de un individuo, tomada desde el punto de vista de sus disposiciones físicas e
instintivas, también supone el despliegue de una mente que crece y armoniza
los arquetipos recibidos (por vía filogenética, hereditaria) dotándolos de un
contenido creativo, superador.

Entre esas estructuras recibidas deberíamos contar también aquellas que, por
culpa de una cierta orientación histórica o cultural, han caído en desgracia y se
suponen como inclinadas hacia el lado oscuro de la vida psíquica. Pero, no nos
engañemos: no hay luz sin lado oscuro. En nuestra mente aparecen
configuraciones que rechazamos, vivencias que conforman aquello que Carl G.
Jung denominó la Sombra. El mayor consejo terapéutico ante esta clase de
realidad no ha de ser otro que aceptar la Sombra, reconciliarse con ella. En
modo alguno no es lícito dejarnos llevar por su influjo, ser arrastrados por su
inercia, caer en ese abismo desfondado. Muchas personas bienintencionadas no
han sabido resistirse y, buscando el mayor Bien han acabado sepultados en el
mayor Mal. Muchas almas ingenuas creyeron que la reconciliación con el Lado
Oscuro representa una suerte de rendición al mismo. La Sombra habita en una
parte de cada uno, igual que habita en una parte del Todo de la especie humana.
En la parte está el Todo, y cuantos horrores y tendencias oscuras habitan en la
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 68

psique colectiva del ser humano, también se puede hallar en uno solo de sus
representantes, sin excepción.

La fascinación del Horror

Sin duda el Mal y lo Oscuro son potencias que ejercen sobre todos nosotros un
enorme atractivo. Dentro de la experiencia numinosa, esto es, aquellas
vivencias que suponen un contacto (fenomenológico o mental, no físico) con lo
divino, desde siempre han ocupado un lugar preponderante las experiencias
diabólicas y el influjo atrayente de la Maldad y el Horror. No nos podemos
dejar engañar por la evolución reciente del cristianismo, en el sentido de ir
convirtiéndose poco a poco en una especie de ética filantrópica, en un
humanismo centrado en el Amor del que habrá que desterrar –como
mitológicos- los conceptos de Demonio, Infierno, Mal. Es un hecho en la
mayor parte de la historia del cristianismo y de buena parte de las demás
religiones que el Mal y sus agentes ocupan un lugar central del culto y del
mito. En la religión de la antigüedad, así como en muchas religiones que hoy
calificamos de “primitivas”, nos encontramos con que las divinidades y los
espíritus que reciben adoración de pueblos y naciones enteras nada tienen que
ver con un “padre” benévolo o una deidad amorosa. Los más inquietantes
monstruos, devoradores de hombres e insaciables torturadores de la vida y la
belleza, deben ser aplacados con ritos y sacrificios que, por su propia esencia,
nos parecen –desde un punto de vista racional y moderno- la más loca entrega
al desenfreno del Mal. La Sombra ha sido conocida desde siempre por la
Humanidad, y hasta hace muy poco ésta ha ideado mecanismos, a veces torpes
y crueles, para mediar con ella, ponerle freno, asignarle un debido espacio
dentro del conjunto de la experiencia colectiva. No otra es la función de los
conceptos de Diablo e Infierno dentro de la tradición judeocristiana. Más allá
de haber sido utilizados como mecanismos para aterrorizar a las gentes
sencillas, fueron una representación de la Sombra del ser humano.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 69

En el día a día de la Política y la Comunicación social se nos habla de peligros


poco concretos, escudados bajo los nombres de grupos terroristas o sectas
secretas que conspiran para acabar con el mundo y la sociedad tal y como nos
resultan conocidos. Nada se sabe, realmente, de las motivaciones profundas y
de los rostros reales de los “malvados”. Simplemente, a la psique colectiva se
le hace creer que ellos están ahí, encarnando el Mal. Y el Mal existe,
ciertamente. Existe mucho más allá de ser una simple privación del Bien, como
quería San Agustín. Es una fuerza, o un sistema heterogéneo de fuerzas que
deviene en la destrucción de la vida sencilla, bella, ingenua, esto es, la
destrucción del Bien. ¿Dónde ha de residir tal impulso hacia el Mal? Se
manifiesta a lo largo y ancho del mundo, es cierto, y se despliega
temporalmente en todas las épocas de la Historia. Ninguna época o cultura se
libra de su impulso destructivo. Pero ¿cuál es su fuente? No puede ser otra que
el interior del alma humana. Ese interior no puede existir completamente
“limpio” como una patena. Las sectas puritanas, desde los pitagóricos, pasando
por los gnósticos y los platónicos, y mil de ellas más, al ejercer tan dura
presión sobre el fondo del alma, sobre los tabiques protectores que disciernen
la luz de la oscuridad, han conseguido más bien lograr que la cultura pase “al
otro lado” al fondo oscuro que inicia entonces su afán explorador. De tanto
protegerse del Diablo, los clérigos y estrictos observantes de la Pureza han
sido, las más de las veces, sus agentes y emisarios. ¿O no se ha visto el Diablo
dentro del fondo oscuro de los inquisidores? A fuerza de pretender quemar
brujas y posesos en las hogueras, el Diablo consigue hacerse visible, ganar
fuerza, inundar muchos más corazones. El fondo oscuro debe estar ahí, como la
profundidad espantosa de los océanos. Nuestra travesía debe romper el mar por
su superficie y flotar sobre masas inmensas de líquido, el alma es grande e
infinita, pero debemos dejar tranquilos a los monstruos abismales. Y si alguno
asoma, anunciándonos su presencia, es necesario tomar nota, acceder a niveles
superiores de conocimiento de uno mismo, pero jamás buscar una ascesis
peligrosa. Los ascetismos los carga el Diablo.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 70

Nuestro propio agujero negro

Debes ocuparte de ti mismo. Eres un ser único en la naturaleza, una


combinación irrepetible de materia y elementos espirituales. Toda la energía
del universo se concentra en ese foco que su alma. En un alma se comprime
todo el cosmos y en un cuerpo hay potencial para mover montañas y hacer
saltar estrellas por los aires. Gran parte de la causa de las enfermedades
humanas consiste en un uso desarreglado de ese enorme potencial que habita
en la mente humana. La psique es el secreto mismo del universo, quizá el
agujero negro en torno al cual toda la materia gira y puede ser atrapada. Las
enfermedades psicosomáticas constituyen el reto verdadero de la medicina
occidental, y la asignatura pendiente de las terapias psicológicas. Una
redirección de nuestro potencial podría sanar órganos, restablecer tejidos,
recuperar la juventud y alargar la fecha de nuestra muerte. Pero ¡hay tanto por
averiguar! Siglos de mecanicismo, de dualismo dogmático, han impedido que
en nuestras universidades se recupere el sentido común. Mira tu alma, y
aprenderás que ella es la música de fondo, el vínculo mismo, el verdadero
motor de la salud de tu cuerpo. En el organismo habitan un sinfín de nodos de
energía, de puntos psicofísicos que pueden regular el sistema de nuestra salud.
Si una mente estúpida, de las que se dejan llevar por continuos estímulos
externos, no es capaz de coordinar con acierto ese micromundo en que consiste
nuestro ser, la enfermedad hará acto de presencia, de seguro.

Un sistema de integraciones

La vida no es sino un misterio, pero dentro del misterio envuelto en átomos,


células, tejidos e intercambios metabólicos, lo que se da de continuo es un
sistema de regulaciones. Todo se regula a sí mismo, y los diversos niveles de
complejidad en que consiste un ser vivo no son sino planos en los que se da
una regulación psicofísica constante. Frente a la medicina mecanicista, siempre
debemos recalcar el aspecto psíquico de cuanto sucede incluso a los niveles
más ínfimos de intercambio metabólico de materia y energía. Por más que los
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 71

biólogos modernos deseen camuflarlo, la célula ya es en, en sí misma, un


agente psíquico y todo un ser viviente al servicio de una totalidad superior, a la
que está supeditada. Te dije que la vida es un sistema de regulaciones ¿verdad?
Pues bien, la vida también es un sistema de integraciones. Todos los seres en la
naturaleza son partes que se integran en un Todo mayor, y este a su vez no
dejar de ser un elemento integrante de una Totalidad todavía más extensa. Así,
una mayor evolución implica una mayor complejidad. El mundo es un Todo
que gana en complejidad a medida que sus seres integrantes se hacen
dependientes unos de otros. En el caso del organismo humano, no cabe duda de
que este es un mundo complejo en sí mismo. La mayor parte de las
enfermedades, ya sean psíquicas o físicas, brotan de los niveles más profundos
del ser y se hacen manifiestas únicamente a través de caminos indirectos, que
pueden estar marcados por predisposiciones genéticas, órganos vulnerables,
etc., pero la causa oculta muy a menudo se halla muy lejos del síntoma. El
monismo es el planteamiento según el cual el ser humano constituye realmente
una unidad psicofísica radical, y su psique es el cúmulo de energías de las que
todos los órganos y tejidos, todos sin excepción, sirven a los propósitos que
emanan, consciente o inconscientemente, de su psiquismo.

La propia orientación de la dolencia

Un cierto día apareció en el jardín del Maestro Viajero una dama aquejada de
ciertas dolencias, entre ellas el cansancio crónico, problemas en la piel y
dificultades circulatorias. Acudió al Maestro diciéndole: “Ya sé que no eres
médico, pero sé que mis males pueden curarse con otra orientación”.
Entonces, el Viajero la observó despaciosamente y dijo: “En efecto, no
abandones los consejos de un médico en quien confíes, pero todos estaríamos
a salvo de enfermedades con otra orientación en la vida, como bien dices. Tú
misma has de convertirte en tu doctora, y en tu propia sabiduría se encuentra
escondido el tratamiento. Corre, ve a tu propio jardín, retírate en él durante un
plazo considerable de tiempo, y luego procura ponerlo en práctica. Tú
solamente sabrás lo que te conviene”.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 72

Mala practica es aquella de quien pasivamente cree que va a curarse con solo
ponerse en manos de alguien. No hay que ser pasivo, uno debe ser rector de su
propio viaje en la vida. Los demás pueden ayudarnos, pero indicar el camino a
un amigo no es lo mismo que conducir un rebaño de ganado. Al parecer, esta
señora notó un alivio en su estado físico tras hacer lo que el Maestro le pidió,
pero fue libre en su elección, y eso mismo constituyó clave para la mejoría.
Lejos está la medicina oficial de otorgar esta capacidad de autodominio en sus
pacientes. Estos entran en consulta como cuerpos inertes, y su voluntad se
reduce a cero, una nulidad completa, ante las posibles manipulaciones de los
doctores. Y entonces el poder de estos se vuelve poco más o menos que
sagrado y omnímodo. En muchos países del mundo los médicos parecen los
nuevos dioses, con soberanía absoluta sobre los cuerpos pasivos de quienes
entran en consulta y, en aras de su salud, deben “dejarse hacer”.

Es evidente que no es solo cada persona individualmente la que necesita de un


cambio, sino toda la medicina y con ella las demás ciencias que asisten al ser
humano (la psicoterapia, la pedagogía, etc.), también precisan urgentemente un
cambio de orientación. Pero tal cambio es radical por cuanto implica una
reordenación completa de nuestro sistema de valores, un nuevo humanismo,
una forma generalizada de entender la vida como disfrute y compasión
respecto de los otros... Lo opuesto a cuanto podemos observar en este mundo
en que vivimos.

Muchas de las enfermedades son en su profunda raíz dolencias del alma. Y de


estas, en su gran parte, provienen de un mundo anclado en la perversión de
hacer de la vida algo productivo, algo contable, como se hace del tiempo y del
dinero. A finales de la Edad Media cayó sobre el mundo occidental una especie
de Maldición, y esta maldición fue explotar al hombre y a la naturaleza y el
afán obsesivo de ganar dinero. Antes también hubo miseria y hombres ricos,
también se dio en el mundo la esclavitud y la servidumbre, la injusticia y la
desigualdad. Pero todos estos males se subordinaron a un único imperativo con
el auge del comercio y el deseo de producir por el mero hecho de acumular
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 73

beneficios. Con este capitalismo “moderno” Europa hundió en el fango sus


raíces espirituales, corrompió su alma e hizo cuanto pudo por transmitir ese
mismo mal a los demás pueblos de la tierra.

Hace ya muchos años que un experimento al que unos monos fueron sometidos
atestiguó el carácter mortífero del estrés. Sometidos a un continuo bombardeo
de estímulos estresantes, que equivale en nuestra vida moderna a una lluvia de
datos, citas, compromisos, objetivos exigentes, los monos del laboratorio
desarrollaron unas úlceras estomacales que, como se sabe, llegan a ser
mortíferas. Nosotros todos somos ya esos “monos ejecutivos” sumergidos en
una inmensa jaula que es el mundo del trabajo y la economía de tipo
competitivo. Atestamos las ciudades, como hormigas en los hormigueros,
respirando polución, dejando nuestra vida en transportes a la fábrica o a la
oficina. Mientras tanto, gran parte del campo se muere, porque en él, donde de
verdad se respira y donde de seguro se puede producir comida directamente sin
explotar a nadie y sin dar ganancias a una empresa explotadora. En el campo, y
solamente allí donde la vida podría volver a ser vida digna y realmente
humana. En el campo es donde se esconde la salvación, allí donde la población
podría ser redistribuida de acuerdo con la cercanía a las fuentes de energía y
alimento.

La Naturaleza se cura a sí misma

La naturaleza se cura a sí misma. Y esto es cierto tanto a escala del individuo


como en el nivel planetario. Esta enfermedad de la ciudad, la prisa, el tráfago y
la muchedumbre acabará siendo curada. Para tal curación hay dos vías
extremas. Una, la más sensata y verdaderamente humana será la vía consciente.
Es decir, la vía que procura prevenir males mayores, aplicar la terapia
individual y colectiva, la que decide que las aguas retornen de una vez a su
cauce.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 74

Pero luego tenemos la otra vía: la que deja a las cosas seguir su propio curso, y
que permite que la Naturaleza ciegamente aplique su fuerza curativa sin
importarle en ello el coste que en vidas humanas, en dolor y tragedias va a
suponer a los miembros de esta especie convertida en “plaga”. Una plaga
efímera según los patrones de medida de que hace gala la propia Naturaleza. El
hombre lleva, a fin de cuentas, unos pocos miles de años de historia civilizada
en algunas regiones del Planeta. Y tan solo en los siglos más recientes la
escalada de destrucción ha tomado indicios preocupantes, pues puede ser
irreversible en gran medida, a efectos de la supervivencia de esta especie
“racional”, que es la nuestra.

No es frecuente leer en libros de ayuda humana, que versen sobre la Sanación


y el Crecimiento el tratar temas de Ecología. El Maestro Viajero me enseñó que
ambos aspectos, el individual y el planetario, están unidos de la manera más
íntima. Debemos pensar globalmente y aplicarnos las consecuencias sobre la
escala más local que imaginarse pueda uno: la propia superficie de su cuerpo,
la misma paz de su mente, el conjunto mismo de sus actividades diarias. El yo
y su cuerpo son los puntos de partida y la meta de una Sanación Cósmica. Y
viceversa.

Este libro pretende, entre muchas otras cosas, edificar una Ecología de la
Persona. Seguí la senda que me trazó el Viajero, y en pos de él fui buscándome
a mí mismo, entendiendo mi ser como un entramado de interdependencias e
integraciones. Algo así debes buscar en tu propia complejidad. El mar más
profundo es como tú. Solamente la superficie es como un lienzo que sin cesar
se arruga y se encrespa. Pero hay que fijarse en el hecho de que bajo esa
superficie de arrugas y olas hay otro mundo oculto a la vista, lleno de criaturas,
con sus cordilleras, valles, planicies y simas. Bosques de algas y praderas
sumergidas, muchedumbres de peces, toda una explosión de vida. Deberías ser
buzo de ti mismo, explorador del inmenso océano que siempre llevas en tu
interior. No sabes cuánta energía cabe en cada pequeña fibra de tu ser. Si
supieras canalizarla, podrías mover montañas.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 75

La Nueva Caballería Espiritual

Yo te propongo formar una Nueva Caballería Espiritual. Una Orden de seres


humanos que han aprendido una lección fundamental: que el Santo Grial habita
dentro de sus corazones y en las profundas simas del alma. Hagamos esa Orden
de Caballeros del Espíritu. No adoraremos ídolos ni celebraremos ritos
absurdos o complejos. Lucharemos sin derramar sangre y sin atentar contra
nadie, pues la batalla está en ese Océano a explorar. Aprenderemos a fortificar
castillos en medio del Miedo y el Dolor, y en secreto prepararemos al
advenimiento de un mundo mejor.

El Maestro Viajero vino a hablarme un día de esa Orden. Tomó su espada y al


más viejo estilo de los tiempos feudales, me la puso sobre el hombro. “Ve y
escribe sobre la Caballería Espiritual”, dijo entonces. “Desde este momento te
concedo la potestad de nombrar por tu parte a nuevos caballeros”. La
Sanación y el Crecimiento se pueden comparar con un proceso alquímico.
Unos materiales que en sí mismos pueden parecer burdos contienen, no
obstante, todas las claves para su elevación a un plano superior y, en el límite,
su conversión en una realidad espiritual, superadora de la concreta forma que
antes exhibían. Ingresar en una Orden donde las almas se sientan sanas y hayan
experimentado una ampliación máxima de la psique puede ser el inicio de una
aventura fascinante. El mayor problema para la persona en el mundo moderno,
es el de hallar vías para esa ampliación. Le cuesta muchísimo trabajo salir
adelante, crecer, ampliar su psique alegre de tal modo que irradie a las demás.
La alegría de vivir es contagiosa. La presencia de una psique en proceso de
crecimiento no puede pasar inadvertida en su entorno. El mundo es un sistema
de relaciones, y si una de las partes crece, se amplía y ayuda a la sanación de
las restantes, es posible decir entonces que hay salud. La Caballería Espiritual
de la que habló el Maestro Viajero consiste precisamente en una suerte de
catapulta en la que cualquiera de nosotros puede ser lanzado al mundo, ya sano
y deseoso de contagiar salud en el entorno.
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 76

En este sentido, puede que resulte ilustrativo el siguiente cuento que el Maestro
me narró en cierta ocasión.

Hace cientos de años, en unos tiempos en los que el dinero carecía de


importancia y sólo las más nobles pasiones movían a los hombres, hubo un
caballero que juró a su Dama la realización de una Gran Hazaña con el fin de
hacerse merecedor de su Amor Sublime. El caballero partió de su castillo entre
un mar de lágrimas. Lloraban tanto la Dama como muchos otros seres que le
querían. Los corazones rotos sólo fueron el comienzo de una larga serie de
sufrimientos. Sólo en la vejez, o tras la muerte del héroe, cuando tal cúmulo de
dolor es cosa del pasado, los bardos llaman a esto “aventuras”. Ninguna de
las victorias del héroe fue fácil. En tierras inhóspitas, infestadas de caballeros
enemigos y de ejércitos salvajes, hubo de plantarles cara en soledad. A todos
venció, y las heridas del cuerpo se sanaban porque mucha era la energía
curativa que de su ser emanaba. Quien ya es sano y puro en su interior, puede
irradiar esas virtudes a dondequiera que una herida, un golpe, una vía de
infección quedara abierta. Lo peor de su Hazaña fue cuando el caballero hubo
de entrar en la Terra Incognita. Hasta entonces, los más terribles peligros
entraban dentro de las batallas previsibles, ante enemigos de los que había
oído hablar, y a los que era posible vencer con armas y tretas conocidas. Pero
el caballero hubo de dar el paso hacia el País de los Monstruos y de las
Brujas. Aquí, en medio de esa Negra Sombra, no sólo existía el riesgo de ser
vencido por demonios imprevisibles. El peligro consistía, precisamente, en que
aun siendo vencedor, era posible que héroe no pudiera hallar nunca el camino
de retorno, que las Sombras fueran de un espesor tal que la visión de la Dama
fuera, para la eternidad, una mera quimera.

El héroe de verdad es aquel que va a lo más profundo de la Oscuridad. Y


después, vuelve. ¿Cómo acaba este cuento? No voy a agotar la paciencia de
nadie. Quien es héroe, quien es Caballero Espiritual, ya sabe que ha de llegar
hasta las Profundidades. Muy lejos. El propio Inconsciente es el país que uno
mismo debe explorar bajo riesgo de quedarse allí dentro, atrapado en medio de
un bestiario de imágenes atroces, de fuerzas primitivas y de acertijos
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 77

demoledores que pueden minar, en caso de no resolverse con éxito, los


fundamentos de nuestro ser. Es un viaje largo, peligroso para cualquier mortal.
La Dama, es decir, aquello que sea el fin deseable de nuestra existencia, nos
está esperando. La Vida no puede dejar de ser un drama romántico o una
tragedia. No hay más remedio que desempeñar el papel que se nos ha asignado,
pero toda nuestra “actuación” ha de ser vivida con entrega. Del entorno
podemos obtener las armas y cabalgaduras que sean menester para el avance o
la defensa. Pero el papel que jugamos con sinceridad, ese guión abierto a
infinitas posibilidades en el futuro, eso es nuestro. Radicalmente nuestro. Para
ser Caballeros Espirituales debemos contar con un Santo Grial que adquiere
forma y detalle muy dispar en cada individuo. Ese Grial es una eterna
Recuperación. Cuando creemos avanzar en la Vida no hacemos otra cosa sino
Recuperar. Platón ya había dejado escrito que conocer en el fondo es recordar.
Pero no solo el Conocer, como aspecto básico de la Vida, sino la Vida misma es
una inmensa paradoja en movimiento. Vivir es Recuperar, dice el Maestro. El
caballero que parte de su castillo y deja a la Dama en lágrimas es un paradigma
del ser vivo. Todo ser viviente abandona al nacer una Patria perdida (de pater,
padre), pero también una Matria (de mater, madre). Atrás quedan nuestras
tierras y nuestros ancestros. Ellos reposan en sus mansiones o en sus tumbas.
Les debemos un respeto y un eterno recuerdo, incluso se lo debemos a los que
nunca hemos conocido o queden muy lejos en el tiempo. También, vivir es
partir hacia adelante dejando seres queridos a nuestras espaldas, lechos cálidos,
paisajes de niñez, momentos que -de ser capaces de congelarlos en el tiempo-
hubiéramos considerado eternos. Y todo lo que se ha ido, en un pretérito
perfecto, es eterno si nosotros deseamos que así sea. Cuando el caballero parte
a luchar a tierras lejanas, una de las cosas que hace – por amor- es
precisamente inmortalizar todo aquello que deja a sus espaldas. Va a hacer de
su Vida un Monumento a la Vida misma. Lo que él realiza no es otra cosa que
un paradigma de la misma totalidad de la existencia vivida. Una totalidad que
se parece al río de Heráclito, donde no puedes bañarte dos veces, pues ese
fluido siempre se va. La Vida ¿qué es sino eterna despedida? La Dama se
queda llorando, pero ella es el regazo mismo de donde todos hemos partido, la
mansión a la que anhelamos volver, llena de rincones que nos son familiares,
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 78

repletas de trofeos, libros, obsequios. Cada planta del jardín ha sabido de


nuestros mimos y cuidados, y hasta el eco de las pisadas de los difuntos nos
resultan familiares. ¿Quién puede partir de Viaje sin llevar a la Dama consigo,
sin transportar a la grupa un baúl repleto de fantasmas y de ancestros? El río de
Heráclito, el de la Vida, es el camino de la eterna despedida, sí, pero también
consiste en el círculo que se cierra. Es un Viaje en redondo. Y las tierras
desconocidas, los fantasmas peligrosos, los diablos vencidos, todo eso, no son
otra cosa que fases del proceso de autoconocimiento. Ese conocerse a uno
mismo es el proceso de Crecimiento y Sanación del que te venimos hablando.
Nada nuevo, ni extraordinario. Todo el mundo es valiente si ya sabe que hay un
Destino al que hacer frente. Todo el que haya salido de su castillo sabe de lo
que aquí se está hablando. Si la aventura ha tenido comienzo, eso indica que el
héroe llegará lejos. Pero lo más lejano es volver al punto de partida.

Índice

Prefacio............................................................ 2
La estrategia de Pulgarcito................................... 5
El Maestro Viajero............................................... 7
Sanación y crecimiento........................................ 23
La búsqueda de las raíces: el Inconsciente............ 25
Únicamente la Tradición es revolucionaria............ 29
Hacia una Gran Ciencia de la Psique.................... 32
Vive el Destino.................................................... 36.
La Vida no se mide.................................... ......... 39
El Todo Inconsciente................................................. 42
El sadomasoquismo que envenena el alma..................... 44
Debemos aprender de nuevo a mirar............................ 45
El nuevo Panteísmo.................................................... 49
Soberbia humana, demasiado humana.......................... 50
El Templo de la Nueva Ciencia.................................... 51
La Vida es apertura...................................................... 54
Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. 79

La Era de la Sencillez................................................... 56
Puentes sobre el Tiempo.............................................. 58
Ciencia perversa.......................................................... 60
Somos plantas............................................................. 64
La violación de la Naturaleza........................................ 66
El alma del Todo......................................................... 67
La fascinación del Horror............................................ 69
Nuestro propio agujero negro..................................... 71
Un sistema de integraciones........................................ 72
La propia orientación de la dolencia............................. 73
La Nueva Caballería Espiritual...................................... 76

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