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SEFARDÍES
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por las fatalidades de los tiempos separándose cada vez más estos idiomas, hasta
llegar a diferenciarse por completo en un porvenir más o menos remoto». Nada
más concluir su discurso el Senador Pulido, y antes aún de que le contestase el
Ministro de Estado, pidió la palabra el Sr. Conde de Casa-Valencia, don Emilio
Alcalá Galiano, académico amén de Senador, para «rectificar —dijo— algunos erro-
res» que había cometido el Dr. Pulido con respecto a la Academia, y a continua-
ción peroró un rato para poner de relieve que era él el que no se había enterado
de nada, puesto que se puso a hacer relación de los académicos correspondien-
tes que la Academia tenía en París, Londres, Berlín, Roma, Viena, Dublín, Colo-
nia, Varsovia, Washington, Lovaina, Lisboa, Oporto y en casi todas las Repúblicas
hispanoamericanas y de los estudios de español en la Universidad de Burdeos y
en Londres. Como concesión final, el Sr. Conde de Casa-Valencia, que había sido
con anterioridad Ministro de Estado y antes aún Embajador en Portugal y Francia,
que lucía entre otras condecoraciones la del Mechidie de Turquía y la del Nizam
Iftijar de Túnez, obsequió al Sr. Pulido con esta información personal: «Ha dicho
perfectamente Su Señoría que en Constantinopla, en el barrio de los judíos, no se
habla más que español. Yo he conferenciado con persona que ha estado allí algún
tiempo, y me ha dicho que es verdaderamente curioso oírles hablar el español,
porque hablan el de fines del siglo XV, es decir, de la época en que fueron expul-
sados de España; que publican un periódico escrito en español e impreso en carac-
teres hebreos, y yo tengo en mi poder un ejemplar del Nuevo Testamento, cos-
teado por esos judíos, impreso en español y también en caracteres hebreos». Tuvo
que intervenir de nuevo el Senador por la Universidad de Salamanca para acla-
rarle al Sr. Conde sus confusiones y tratar de abrirle las entendederas, y aún res-
pondió éste así: «Yo pedí anteriormente la palabra, porque me pareció oír a Su
Señoría que la Academia Española apenas tenía académicos correspondientes en
los países de Europa. Por eso dije que los tenía en casi todas las capitales de
Europa. Y en cuanto a los países a que se ha referido Su Señoría, le diré que la
costumbre constante es no nombrar, para no exponerse a un desaire, sino a los
que lo solicitan, y entonces, con el mayor placer, se otorga ese título de socio
correspondiente». Todo esto ocurría el viernes 13 de noviembre de 1903. He
tenido, naturalmente, curiosidad por saber si ello había dado lugar a un debate
posterior en la Academia. Y esto es lo que hay. En la sesión del jueves siguiente,
día 19, que presidió, accidentalmente, el Sr. Conde de Casa-Valencia, por la mucha
edad y los considerables achaques del Director, Sr. Conde de Cheste, tras los asun-
tos de trámite el Director accidental leyó, y me ciño al acta de la sesión, «un trozo
del Diario de las Sesiones del Senado para informar a la Academia de la contes-
tación que había dado a los injustos cargos hechos en aquella Cámara a este
Cuerpo literario por el Sr. Pulido. La Academia oyó con gusto esta lectura; y el Sr.
Fernández y González felicitó al Sr. Conde de Casa-Valencia, añadiendo algunas
observaciones sobre el particular». Don Francisco Fernández y González era igual-
mente Senador y además Rector de la Universidad Central y Académico de la His-
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toria y de Bellas Artes. No es, pues, de extrañar que, con tales fantasmones en el
machito, la política lingüística haya sido lo que ha sido en España, que el Insti-
tuto Cervantes tenga apenas diez años de vida y que el judeoespañol está abo-
cado a su desaparición, como auguran no pocos de sus propios hablantes, entre
los que se encuentran Isaac Navon y su familia.
A esta sesión recordada, asistieron también, entre otros, don Juan Valera y don
Ramón Menéndez Pidal, el más moderno entonces de los académicos de número.
No don Benito Pérez Galdós, que también lo era muy reciente, ni don José Eche-
garay. Digo esto porque el Dr. Pulido siguió con su campaña y con motivo de la
fundación, en Viena, por jóvenes sefardíes, de la Asociación «La Esperanza», de la
que había tenido noticia por su propio hijo, que ampliaba estudios de Medicina
allí, y a la que había prometido el envío de libros españoles, los citados acadé-
micos le mandaron algunos de los suyos, afectuosamente dedicados a los miem-
bros de aquella sociedad. Y otros escritores que serían académicos después, como
don Armando Palacio Valdés o don José Rodríguez Carracido. En el libro de Pulido
se incluye la carta que le escribió don Juan Valera con ese motivo, de la que es
el siguiente párrafo: «Tengo... una verdadera satisfacción en remitir a Vd. dos obras
mías para que usted tenga la bondad de enviarlas a la Sociedad Israelita de Viena
La Esperanza, o a donde mejor le parezca.– En una de dichas obras, Morsamor,
hablo de los judíos españoles cuando de Portugal y de España fueron expulsados,
y en la otra obra, Garuda, refiero la historia de un judío vienés, descendiente de
españoles, y hago un grande elogio de esta porción del pueblo israelita».
Por otra parte, en el último artículo de la famosa serie que escribió para La
Ilustración Española, insiste Pulido en su petición a la Academia, «de quien no
sabemos —dice— haya realizado actos de atracción, curiosidad o atenciones con
la literatura actual y los publicistas afamados judío-españoles, [para que] honrase
a algunos nombrándoles corresponsales»; y da luego hasta ocho nombres de per-
sonalidades literarias de aquel ámbito lingüístico que con toda justicia podrían
serlo. No he tenido tiempo —ya les dije— de investigar los detalles, pero el caso
es que dos de ellos, don Enrique Bejarano, de Bucarest, y don Abraham Danom,
de Andrinópolis, lo fueron muy pronto, puesto que aparecen como tales en el
Anuario académico de 1905. Algo debió tener que ver con ello don Ramón Menén-
dez Pidal, que desde 1896 había comenzado a incorporar a su archivo romances
judeoespañoles. Tampoco hay que olvidar que, desde 1913 a 1925 fue Director de
la Academia don Antonio Maura, que era judío de sangre, si no de religión, un
chueta mallorquín, como es bien sabido. La presencia de sefardíes ya jamás se
interrumpió: Chayin Nahman Bialik, de Tel Aviv, Israel Gollancz, de Londres, y
Ezio Levi, de Nápoles, desde los años treinta, o Isaac R. Molho, de Israel, e Israel
Salvator Révah, de Francia, desde los años sesenta, cuando la designación se
empezó a hacer por países y no por ciudades. Por esos años se consolida la Aso-
ciación de Academias de la Lengua Española, que por medio de su Comisión Per-
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cidos en África, Italia, Alemania y otros países. De cualquier modo, la alegría que
siempre causa oír la lengua patria en suelo extranjero, se eclipsaba hoy al repa-
rar en la vileza de las personas extrañas que así se producían». Ya previamente
había ponderado, comparando razas, «la dignidad del agareno» frente a «la mise-
rable abyección del israelita», y luego se explayaba en todos los burdos y habi-
tuales tópicos antijudíos que podamos imaginar y que no repito por una simple
precaución de higiene. Nada, por otra parte que pueda sorprender, a mediados
del siglo XIX, cuando todavía hoy se hallan sin dificultad especímenes semejan-
tes, entre nuestros compatriotas, sin más que encender la televisión o leer algu-
nos artículos de prensa o detener la vista en pintadas callejeras. Y con capa de
progresía, para más confusión. Nunca ha faltado tampoco la perspectiva opuesta.
El episodio de la entrada en Tetuán lo contaría años más tarde un escritor de
mayor enjundia, don Benito Pérez Galdós, en Aita Tettauen, acaso una de las
obras que entregó a Pulido para su envío a Viena. Y se pronuncia así el protago-
nista: «El grito de ¡Viva España!, ¡Viva la reina de España!, proferido por los
hebreos, me dio tal escalofrío, que hoy mismo me estremezco al recordarlo».
Las sorpresas han sido mutuas y las emociones también. Estrugo cuenta el caso
de una anciana de Salónica que, al llegar a La Habana, donde se había estable-
cido un hijo suyo, le preguntó: «¿Todos son judíos aquí, que avlan como moso-
tros?». Y para no salir de lo anecdótico, les diré que hasta en un número (el 916)
de La codorniz, la revista que nos permitió durante muchos años respirar un poco
de aire limpio y fresco cada semana, en 1959, se contaba de alguien, un mala-
gueño que había tomado un taxi en Tel-Aviv y se había sorprendido del extraño,
pero fluido castellano que hablaba el taxista, y le preguntó si es que era español
y que de dónde. El taxista se volvió y le contestó con naturalidad que de Málaga;
supuso el turista que su compatriota quería tomarle el pelo y, siguiendo la broma,
le preguntó que desde cuándo. A lo que el sefardí había contestado impertérrito:
«Desde hace más de cuatrocientos años». El recuadro donde se contaba la anéc-
dota, en aquella sección crítica que algunos recordarán, se titulaba: «Un castellano:
el de Israel»; y no quedaba ahí. Nuestros serios humoristas, el que fuera, Mihura,
Tono, Gila, Herreros, Mingote, quién sabe, seguían diciendo que oír en Tel-Aviv
decir fermoso o vuesa merced es una experiencia que bien merece el viaje, aun-
que sea caro, pero lo que resultaría menos caro «es que España se ocupara de
que este poético ayer de nuestra lengua no desapareciese de esos países». Habían
pasado cincuenta y cinco años desde los alegatos de Ángel Pulido y todo seguía
igual a ese respecto.
Por muy poco, pues, que se preocupase la Academia, mucho más que los suce-
sivos Gobiernos sí que se había ocupado, pese al triste espectáculo ofrecido por
el Conde de Casa-Valencia. Aunque las palabras de éste, en aquella sesión del
Senado, fuesen tan desafortunadas, y por contra las del entonces Ministro de
Estado, el Sr. Conde de San Bernardo, fueran comprensivas y llenas de ofrecimien-
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Aunque se escriba sobre «la agonía del judeoespañol», como ha hecho Haïm Vidal
Sephiha, mientras hay vida hay esperanza, y lo cierto es que aún vive. Yo tengo
el propósito de insistir en la Academia en que se le dé albergue al judeoespañol
en el Diccionario común, no sólo en el histórico, porque aunque se suele decir
que los diccionarios son cementerios lingüísticos eso no es más que una estúpida
falacia. En las columnas del diccionario las palabras se afirman y están siempre
dispuestas a volver, a ser, cuando menos, recordadas.
Una vieja copla sefardí de las que se cantaban en Turquía dice: «Por esta calle
que vo,/ me dizen que no hay salida./ Yo la tengo que pasar/ aunque me coste
la vida». Tras cinco siglos de fidelidad de los sefardíes a su lengua española, el
caso más asombroso de lealtad lingüística que registra la historia, no podemos
decir que no hay salida para el judeoespañol, que no es, por lo demás, sino una
variedad de la segunda lengua universal en nuestros días. ¿Por qué no van a seguir
siendo bilingües, como lo han sido, en mayor o menor escala, siempre, los sefar-
díes? ¿Por qué no van a poder tener los sefardíes de Israel el hebreo como len-
gua propia y su judesmo, que así lo llaman, como preciada herencia, que les sirva
además como lengua de relación? ¿No recordarán muchos de ellos, con lealtad
renovada, la mencionada cancioncilla y no estarán dispuestos, además, a poner la
vida en ello? Éstas son las preguntas que yo me hago, que se hacía mi maestro
Manuel Alvar y que yo les traslado a ustedes, en esta tarde en que nos hemos
reunido para recordarlo.
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