“Qué sólo existe lo eterno, Dios o nada…” Escribió, en su Rosario de
Sonetos Líricos, san Miguel de Unamuno. Esa obra que como todo lo verdadero es contradictoria ya que no existe la unidad sin grietas o fracturas. En su Oración del Ateo dice: “Oye mi ruego tú, Dios que no existes” y termina la última terceta con “Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras.” Y lo anterior viene a cuento porque de súbito me ha invadido otra vez la desazón por la muerte de V., fue algo accidental, si es verdad que la providencia es omisa, estaba revisando la enciclopedia cuando oscuramente brilló la frase “El pecado supremo es el suicidio” y una consulta me llevó a otra hasta que llegué a este conmovedor pasaje de la Vida: “Teresa, Teresa, ¿acaso no sabías que entre el puente y el río estaba yo?” En esa página, Dios mismo le habla a nuestra hermana y la conforta con la noticia de que su joven amigo suicida, aquel que se lanzó de lo alto, encontró en el aire puro al Espíritu y, antes de estrellarse contra el lecho del río, se arrepintió y descubrió la paz eterna, porque dentro del instante vive la eternidad de la revelación y del perdón del Padre. Quiero pensar que el vuelo terrible de V. estuvo escrito en el libro providencial desde antes del principio de los tiempos y que al errar y errar durante años no hizo más que cumplir la voluntad de Dios y, luego entonces, que aún en los días más oscuros de su vida respiro la gracia del amor paterno al más pequeño y débil de sus hijos. Pues embargado por su propio peso le costaba respirar, la tristeza lo sacudía y lo estragaba y corrompía los tesoros de su pobre vida. Vagaba en busca del milagro que sólo halló en su vuelo hacia el abismo. Dios en su telar, cruza los hilos del azar y la razón. O Dios en su escritorio construye una novela mezclando en el alquímico crisol de la página la hermética sintaxis del prodigio. Mientras V. vuela y cruza fatalmente el inmenso espacio (treinta metros de altura tiene el puente Clavijero que ya es santuario de suicidas) y mira por primera vez en su vida el horizonte y súbitamente desaparece la tristeza y deja de preguntarse cómo fue que su vida dejó de ser vergel y mudó en desierto. ¿Judas Iscariote es un santo o es un maldito? ¿Será posible que un hombre sea maligno después de su contacto con Jesús de Nazaret? ¿Entonces simplemente es un hombre equivocado? La razón es la armonía de las pasiones. Irracional era entonces su estancia debajo del sol bíblico, del ojo único de Dios para quien nada es nuevo ni siquiera esta siniestra transformación del bello muchacho generoso que no dejaba de bailar en sus días de oro, en el horrible cadáver que hoy yace en decúbito dorsal sobre el asfalto “del valle de Sorec” bajo el puente, con los ojos abiertos, el sábado veintinueve de julio. “Hermosos ojos que no veis, topacios de lumbre muerta, cristalinas lunas, gemelas tristes, vais por los espacios tenebrosos mecidas como cunas de invisibles visiones y de agüeros de un mundo que marrara. Y de tinieblas se abren ante vosotros los senderos que van rompiendo de la luz la niebla. Hermosos ojos que no veis, se mira el ángel de la luz en vuestro brillo y un soplo inmaterial triste suspira, alza vista sin ojos al castillo de Dios y entona luego con su lira aquel de eterno amor dulce estribillo.” Y ahora el lector —que ha leído esto que no es necesario para nada sino sólo viento, fantasmas de palabras que pretenden vanamente restañar una herida que me ha infligido la oscura providencia—sabe, como yo, que V. duerme eternamente con los ojos abiertos—“Soñando siempre en el lejano puerto”. -|-