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Lector

amigo: Leer este libro audaz es como trasponer los umbrales de una dimensión
hasta ahora desconocida. Antiguos y modernos prejuicios caerán desmenuzados a la luz de
la hipótesis insólita que aquí se plantea. Puertas ignoradas se abrirán hacia una nueva
concepción del Universo. Porque examinando el pasado misterioso se descubre un futuro
pretérito, un mañana que pertenece a un ayer lejano. ¿Contradictorio? ¿Desconcertante?
¿Fantástico? El apasionante problema de los llamados «Platillos Volantes», analizado por
primera vez desde una perspectiva prehistórica, continúa ofreciendo una incógnita sugestiva,
pues el gran enigma del espacio, lejos de haberse despejado, sigue siendo el reto más
fabuloso y alucinante con que se ha enfrentado la humanidad desde los tiempos más
remotos. ¿Desaparecieron civilizaciones estelares en épocas inmemoriales? Si el Universo
tiene una antigüedad calculada en unos 300.000 billones de años y un diámetro estimado en
miles de millones de años luz de distancia, y si sólo en nuestra galaxia —existen un millón—
hay no menos de 100.000 millones de soles que concentran otros tantos sistemas planetarios,
resulta disparatado pensar que sólo en nuestro planeta existe vida racional. Dios habría sido
un mal Arquitecto si hubiese construido un Universo de tales dimensiones para sólo crear vida
en una minúscula isla como es la Tierra. Es evidente que nadie podrá leer la primera parte de
este libro sin sentirse arrastrado y sobrecogido por su contenido. Pero la segunda parte,
dedicada a la Teología Cósmica, suscitará comentarios vivos, acaloradas discusiones y
apasionadas controversias. Pues no se puede negar que el autor, con singular maestría,
aporta y desarrolla ideas y concepciones sumamente atrevidas. Sin embargo, en ambas
partes hallará el lector completísimos textos documentales que le permitirán seguir las huellas
de los misteriosos «Platillos Volantes» desde la más remota Antigüedad. Al parecer el hombre
nunca ha estado solo en el Cosmos, sino que, desde los primeros balbuceos de su más
arcaica historia, otras razas estelares lo han acompañado en su peregrinaje por el sistema
solar y con sus poderosas astronaves surcaron el espacio hasta el hombre primitivo. En
suma: se trata de una obra que no defraudará al lector ávido de nuevos conocimientos y que
con amenidad profundiza en uno de los más inquietantes misterios del pasado humano.
Eugenio
Danyans
PLATILLOS VOLANTES
EN LA
ANTIGÜEDAD

EDICIONES POMAIRE
SANTIAGO DE CHILE / BUENOS AIRES / MÉXICO
MADRID / BARCELONA
© 1967 BY EDITORIAL POMAIRE, S. A.
INFANTA CARLOTA, 157
BARCELONA
Printed in Spain
EMEGE. ENRIQUE GRANADOS, 91 y
LONDRES, 98 BARCELONA
DEP. LEGAL: B. 27.951 - 1967
Para mi Bibi
PRÓLOGO A UN ESTUDIO APASIONANTE

Creo que fue el ilustre Flammarion quien dijo que las leyendas, aun las
más remotas, contienen siempre un germen de verdad. Pero ocurre que este
germen se halla muchas veces oculto tras una enmarañada trama. Tenemos,
por ejemplo, el caso de Platón en sus célebres diálogos atlantídeos, “Timeo” y
“Critias”. ¿Qué parte corresponde a una siempre posible verdad, y qué otra a
la leyenda, al forzado esoterismo que empleaban los sabios de la Antigüedad
—se nos asegura— para preservar sus conocimientos? Eruditos como R.
Thévenin creen que Platón trataba simplemente de moralizar, tomando el
apocalíptico fin de la Isla Atlántida como paradigma; otros autores con más
imaginación —entre ellos el oceanógrafo francés Le Danois— encuentran, en
cambio, curiosas coincidencias entre los datos de la ciencia actual y la
“leyenda” platónica.
Pues bien, si el pasado nos depara tantas incógnitas, si arqueólogos como
nuestro Emilio Ribas o Benjamín Farrington, para concretarme a sólo dos
autores, hablan de sorprendentes enigmas y hasta se refieren a la avanzada
ciencia de los antiguos, ¿por qué no buscar posibles señales del paso de
hombres del espacio por nuestra Tierra y en edades muy remotas?
El hombre se calcula que tiene dos millones de años, es decir, que apareció
hace dos millones de años en este planeta. Y sorprenden en grado sumo estos
dos hechos: primero, que nuestra historia culta sólo se remonte a unos pocos
milenios de años atrás. Y segundo, que existan auténticos vacíos en nuestro
conocimiento del pasado, vacíos que se extienden a menudo a través de
muchos miles de años en cada caso. ¿No habrían florecido civilizaciones
terrestres extraordinarias, de las cuales no tenemos ni la más remota idea?
Sabemos que el “homo sapiens” se remonta, por lo menos, a 100.000 años
atrás. Pero no tenemos constancia de otras culturas históricas más antiguas
que las de Tiahuanaco (en los Andes), Egipto, la India, China y algunos
puntos más de este planeta. El pasado, tan extenso, se nos ofrece con tanto o
más misterio que el vasto Universo estelar que hasta casi nuestros mismos
días no hemos comenzado a sondear con verdadero conocimiento de causa, es
decir, con método científico.
De ahí que sea lícita la exploración del pasado, fundándose en toda clase
de documentación, desde las leyendas a los datos arqueológicos, y de éstos a
las hipótesis más atrevidas que nos sugieren la posible presencia de seres de
otros mundos en nuestro mismo planeta. Tarea de tanta dificultad como
necesaria erudición, es la que ha emprendido con gran entusiasmo e
indiscutibles méritos, nuestro infatigable compañero de estudios Eugenio
Danyans. Investigador nato, el señor Danyans ha reunido pacientemente
multitud de referencias históricas y datos científicos que, al borde mismo de
lo desconocido, hábil y pacienzudamente clasificadas, nos deparan
sorprendentes posibilidades, sobre todo cuando en nuestros días ya resulta
prácticamente imposible sostener que el hombre es el único ser inteligente
que existe en el inmenso Cosmos.
El caso, por ejemplo, del gigante sahariano pintado en el Tassili miles de
años atrás por un desconocido artista, ¿nos enfrenta tal vez ante la imagen de
un cosmonauta extraterrestre? ¿Quién construyó el extraño calendario de
Kalassassava? ¿Quiénes cartografiaron la Tierra miles de años atrás, según se
desprende de los extraordinarios mapas de Piri Reis? ¿Por qué en los textos
sagrados, tanto cristianos como indios, tibetanos y hasta quitchés, se habla del
espacio en términos que nos mueven a meditación? ¿Y qué decir de las
leyendas mayas y guanches, estos últimos aborígenes de las Islas Canarias?
Nuestro pasado es tan misterioso como el Universo de las estrellas, y si
Benjamín Farrington puede hablar de la paloma mecánica de Tales de Mileto,
o el padre Poidebard de una ecuación de octavo grado encontrada por él
excavando cerca de las ruinas de Sussa, ¿cómo podemos explicar tanta
ciencia, luego olvidada? ¿Era ciencia de los terrestres, de nuestros
antepasados, o acaso —como sugieren tantas leyendas, incluso la de Izuma,
en los orígenes mitológicos del Japón— se trataba de enseñanzas recibidas
directa o indirectamente de otros seres más evolucionados, que no eran
terrestres?
Tenemos el caso de los Objetos No Identificados, ya observados —y
Danyans lo demuestra— en tiempos de Tutmosis III o en época de los
romanos. Hoy nadie se asusta de esta clase de estudios, porque el progreso de
las ciencias no se manifiesta en una sola dirección, pues mientras exploramos
el espacio, y hasta el mismo pasado, gracias a técnicas como el carbono
radiactivo y otras, nos adentramos poco a poco en nuestro conocimiento,
antes muy parcial, del remoto ayer. De ahí el enorme interés de este libro, en
el que Eugenio Danyans, investigador en la línea del ruso Alexandre
Kazantsev, reúne abundante material para proponer al hombre contemporáneo
un profundo repaso de la historia pasada, y bajo la pícara mirada de las
estrellas. Una mirada que tal vez nos oculta los máximos secretos de nuestra
historia, como sugiere, acaso, aquella inscripción maya que dice: “Soy hijo
del barro, pero también del cielo estrellado”.
Nos movemos, naturalmente, en el dominio de las hipótesis. Pero ya Henri
Poincaré demostró en su día que toda la marcha de la ciencia ha necesitado de
estos andadores. Ahora bien, cuando una hipótesis tiene visos de
probabilidad, cuando la información reunida y la realidad de unos hechos
parecen tener muchos puntos de coincidencia, entonces científicamente
hablando conviene tenerla muy presente. Y éste es el caso de los estudios
realizados por Eugenio Danyans. De ahí el mérito y la originalidad de esta
obra, que sin duda es una contribución inesperada, si no al esclarecimiento
definitivo del gran problema de nuestro pasado, sí al planteo bajo una nueva
luz de la realidad del Cosmos. De un Cosmos que se nos aparece virtualmente
animado y que adquiere categoría de realidad fantástica.
Danyans sabe que el realismo fantástico sólo es una expresión humana y
que la realidad, por fantástica que pudiera parecernos no pasa de ser eso: una
simple y apasionante realidad. ¿Por qué no pudieron existir otras astronáuticas
antes que la nuestra? Sería absurdo negar esa posibilidad ante el cúmulo de
datos aportados por nuestro entrañable y estudioso amigo. Tan absurdo —me
permito añadir— como negar en pleno 1967 la existencia de otros seres
inteligentes, allá en la noche infinita.
En mi calidad de pionero de la astronáutica de nuestro país, me complazco
en felicitar a Eugenio Danyans por el atrevimiento, la originalidad y la
documentación que figuran en la base de su laudable esfuerzo por
esclarecernos nuestro pasado colectivo: el nuestro y el de “ellos” —de los
desconocidos seres del espacio—. Se trata, en suma, de una obra que viene a
llenar, tal vez, el único vacío que quedaba en la ya abundante literatura de
tema espacial.
MÀRIUS LLEGET
INTRODUCCIÓN

Llega este libro magnífico de Eugenio Danyans en el momento en que,


cual los bíblicos muros de Jericó, caen con estrépito las últimas murallas del
Antropocentrismo, que por tantos siglos obstaculizaron el verdadero progreso
científico. Al propio tiempo que las posiciones geocéntricas y
antropocéntricas cada vez se hacen más pequeñas e insostenibles, las fronteras
del Universo cada vez se hacen más vastas y el hombre se empequeñece más,
para ocupar el verdadero lugar que el Creador le asignó en el orden de las
cosas. Desde las ingenuas y antropocéntricas concepciones de los antiguos,
sistematizadas por Tolomeo, que recibieron su primer golpe de muerte con
Copérnico, hasta la relatividad einsteniana, pasando por la geometría no
euclidiana, la física cuántica y los últimos descubrimientos efectuados por los
radiotelescopios (entre los cuales se cuentan los enigmáticos “quasars”, que
no son ni estrellas ni galaxias), ¿cuántos orgullos y soberbias se han ido por
los suelos? La Tierra es un modesto planeta que gira en torno a una modesta
estrella tipo G, como las hay a millones en la Galaxia, situada en un rincón de
la misma (exactamente en uno de sus brazos), donde las distancias medias
entre ellas son de 9,2 años-luz, mientras que en el centro galáctico, formado
por estrellas mucho más antiguas, la distancia media es de 1 año-luz. ¡Qué
inimaginables mundos deben de florecer en el rutilante centro de la
Galaxia!…, admitiendo, con el ilustre astrofísico Fred Hoyle, que en nuestra
Galaxia existen cien mil sistemas solares que contienen como mínimo un
planeta en el que reinan condiciones físicas y químicas favorables al
desarrollo de la vida. Cifra conservadora actualmente, pues el doctor Harold
Urey, Premio Nobel de Química, afirma: “El número de mundos de nuestra
Galaxia capaces de desarrollar algún tipo de vida basada en el oxígeno es de
cien mil millones, es decir, uno por cada dos soles o estrellas de nuestro
sistema galáctico”. Contrariamente a lo que se creía, pues —otro prejuicio
que se va por tierra—, la vida debe ser un fenómeno común en el Universo,
cuyo propio nombre ya indica unidad, y que está formado por los mismos
elementos hasta en la más remota de las Galaxias.
En su magistral y completísimo estudio, Eugenio Danyans nos demuestra
que el problema de los “objetos no identificados” tiene raíces muy profundas
en el Tiempo, abundando en el parecer de ilustres investigadores extranjeros,
especialmente los soviéticos: Agrest, Kazantsev y Zaitsev. Pero, a diferencia
de éstos, que limitan el fenómeno al pasado más o menos remoto, Danyans
admite una continuación contemporánea de las visitas efectuadas por los
misteriosos “extraterrestres” que tanta intervención tuvieron, al parecer, en
épocas pretéritas de la Humanidad. ¿Son los mismos visitantes los que
actualmente han creado el fenómeno “platillo volante”, para usar la
terminología inadecuada de la prensa diaria? ¿O fueron otros los que entonces
abordaron la Tierra, con finalidades posiblemente educadoras?
El estado actual de las investigaciones no permite contestar a estas
preguntas. Como muy bien ha dicho el profesor James E. McDonald
refiriéndose al problema de los ONI: “La hipótesis extraterrestre es la menos
insatisfactoria de las hipótesis”. Y para los que creen que los sabios se
desentienden del problema, diremos que el profesor McDonald es Doctor en
Física y Director del Instituto de Física Atmosférica de Tucson (Arizona), y
catedrático de la Facultad de Meteorología de la Universidad de Arizona.
Precisamente ha sido él quien ha puesto el dedo en la llaga, en una
comunicación presentada ante la asamblea anual de la Sociedad Americana de
Directores de Periódico (Washington, D. C., 22 de abril de 1967), al señalar al
verdadero culpable de la campaña de descrédito que ha rodeado a todo cuanto
se refiere a los ONI desde 1953. En enero de dicho año, en efecto, se reunió
durante dos días una comisión de sabios, presididos por H. P. Robertson,
físico teórico del Instituto de Tecnología de California, para examinar una
selección de observaciones de ONI que les facilitó el proyecto Bluebook, de
la USAF. El número de estos informes fue reducidísimo (no pasó de un par de
docenas) y el tiempo consagrado a su estudio también muy breve. Sin
embargo, sirvió para que Robertson y sus asesores dictaminaran: 1. que no
había pruebas de ninguna acción hostil en el fenómeno ONI; 2. que no había
pruebas sobre la existencia de “aparatos de una potencia extranjera hostil” en
ninguno de los informes que les fueron sometidos; y 3. recomendaron un
programa educativo para informar al público sobre la naturaleza de los
diversos fenómenos naturales vistos en los cielos (meteoros, estelas de vapor,
halos, globos, etc.), con el objetivo de “eliminar el aura de misterio” que “por
desgracia” los objetos no identificados habían adquirido.
Pero a estás tres recomendaciones, fruto de un examen superficial y
precipitado de un fenómeno que los cinco investigadores nunca habían
estudiado anteriormente, se añadió una cuarta, hecha por petición específica
de los representantes de la CIA que asistieron a las sesiones finales de esta
comisión (estos representantes de la CIA fueron el Dr. H. Marshall Chadwell,
Mr. Ralph L. Clark y Mr. Philip G. Strong. El militar de mayor graduación de
la USAF que se hallaba presente era el brigadier Garland, jefe del ATIC. F. C.
Durant y el Dr. J. A. Hynek eran “miembros asociados” de la comisión).
La cuarta recomendación impuesta por la CIA, exigía un sistemático
“descrédito (debunking) de los platillos volantes” (sic). El objetivo de este
“descrédito”, según figura en el Informe Robertson, consultado por el
profesor McDonald (y luego rigurosamente censurado por la CIA), consistía
en “reducir el interés público por los platillos”.
¿Qué motivos tuvo la CIA para hacer esta recomendación a las Fuerzas
Aéreas, que luego tan fielmente la cumplieron durante catorce años? Pues
muy sencillamente: impedir que, en el caso de una “agresión” de una potencia
hostil (léase la URSS) contra los Estados Unidos, los medios de información
militar, la red de radares, etc., quedasen obstruidos y ocupados por
observaciones de “platillos volantes”, impidiendo así detectar al verdadero
agresor. Ya que los “sabios” del Robertson Panel no consideraban hostiles a
los “platillos”, la CIA consideró que había que eliminarlos a toda costa de la
escena pública, en aras a la defensa de los Estados Unidos. Y así el que sin
duda es el “mayor problema científico de nuestros tiempos”, por decirlo con
palabras del propio profesor McDonald, fue relegado a la categoría de
patraña, creándose una psicosis de burla y ridículo que aún perdura, pero que
ya empieza a disiparse, gracias a la labor de investigadores serios.
Y no es de los menores, precisamente, Eugenio Danyans. Por todo ello,
considero la aparición de su libro memorable y un nuevo hito importantísimo
en el camino de la verdad.
ANTONIO RIBERA
NOTA PRELIMINAR DEL AUTOR

«En un pasado remoto,


sobre la negra pizarra
del inconmensurable espacio cósmico,
mil lenguas de fuego
arrojadas por las fauces
de poderosos navíos interplanetarios,
¿escribieron la historia
de la primera gran civilización estelar?»

INICIACIÓN AL PROBLEMA

Esta obra, aunque modesta en sus pretensiones, tan sólo aspira a ser
considerada un ensayo del problema que plantea. Y de ahí que como tal quizá
aparezca salpicada de deficiencias, pues ha sido escrita muy precipitadamente
a fin de que pudiera ver la luz lo más pronto posible. Con ella me propongo
hacer conocer al lector una recopilación informativa de una serie de datos
concernientes a la hipótesis más alucinante de nuestro siglo. En la actualidad,
los hombres de ciencia están desconcertados por la irrupción en nuestro cielo
de unos extraños fenómenos que tienen toda la apariencia de ser ingenios
espaciales construidos por seres inteligentes ajenos a la Tierra. Me refiero a
los mal llamados en su vulgar definición, “platillos volantes”. Los hechos han
llegado a un punto en que ya es imposible pasarlos por alto y están siendo
sometidos a un riguroso análisis por parte de los especialistas en esta
investigación. Recientemente la aeronáutica americana ha transferido todos
sus documentos secretos relativos a los platillos volantes a una comisión
científica, no militar, de la gran Universidad de Colorado, con la asignación
de un presupuesto de dieciocho millones de pesetas, que podrá aumentarse si
así lo aconseja el desarrollo de este nuevo programa investigador, para el cual
trabajarán unos cien investigadores elegidos en todas las universidades
americanas. Con tan bien preparada organización, la ciencia oficial se
propone dar una respuesta definitiva al problema de los misteriosos platillos
volantes.
Pero al parecer éste es el primer libro editado que presenta un estudio de
tan candente cuestión partiendo de la más remota antigüedad, es decir,
arrancando desde antes de los sucesivos ciclos prehistóricos que se han
desarrollado sobre nuestro planeta. Cuando nosotros nos hallamos
enfrascados en la ardua tarea de inaugurar nuestras rutas espaciales que nos
permitirán lanzarnos a las profundidades insondables del Cosmos para entrar
en posesión de las llaves que pueden abrirnos los secretos del Universo, nos
hemos encontrado con que estas sendas están ya trazadas en el estrellado cielo
desde los albores de la más lejana prehistoria. Naturalmente, me expreso
siempre por vía de hipótesis. Y de acuerdo con esta teoría experimental, se
supone que hace siglos y milenios extrañas astronaves, procedentes de
inmensas lejanías, están llegando a la Tierra. Estudiando presuntas leyendas y
mitologías antiguas, se pretende descubrir que en un pasado remoto, y quizá
antes de la creación de Adán, el orbe terrestre recibió la visita de criaturas
oriundas del espacio exterior y que, según los defensores de la pluralidad de
mundos habitados, pueblan el inconmensurable ámbito cósmico que nos
circunda.
Desde luego debo confesar que el tema resulta tan espinoso que hay que
andar de puntillas. Y el camino a recorrer es largo, plagado de baches. El
autor solamente ha hurgado en la superficie del problema. Ello permite
justificar hasta cierto punto las aparentes discrepancias que pudieran existir en
esta mi labor. Por tanto, este ensayo no se propone dar la palabra final tocante
a posibles civilizaciones estelares que en la antigüedad tal vez colonizaran
nuestro planeta y aportaron su cultura superior. Confío en que otros más
competentes abrirán nuevos surcos en la trayectoria trazada por este libro,
ampliarán y complementarán mis datos informativos, y contribuirán así a
corregir las deficiencias que el autor pudiere haber sembrado
involuntariamente. Porque sé que este trabajo de recopilación será criticado
por algunos y aplaudido por otros. Y quizá muchos se escandalizarán y
rasgarán sus vestiduras.
Muchas de las ideas expresadas en esta obra, no son mías originalmente;
las he recopilado por doquier a través de mis investigaciones. En un sentido,
“PLATILLOS VOLANTES EN LA ANTIGÜEDAD” me ha tomado años en su
preparación, porque la tarea de compilar y archivar no es trabajo fácil. Pero
por otra parte, ha sido redactado en un mes. Si al hacer una cita no he hecho
constar la referencia de donde fue tomada o he omitido mencionar a su autor,
es porque la fuente se me ha escapado de la memoria. Son numerosas las
notas que sobre el asunto tengo tomadas y cribadas en mi archivo. Pienso que
tendría material suficiente para poder escribir otro libro. La mesa de mi
despacho está siempre materialmente sepultada bajo un alud de papeles. En
algunas de estas anotaciones no figura ninguna indicación acerca de dónde
fueron originalmente extraídas, ya que me fueron facilitadas por informadores
y colegas de investigación. El autor pide, pues, disculpas por la omisión de
tales referencias.
Estoy profundamente agradecido a Antonio Ribera y Mario Lleget, quienes
con sus palabras de estímulo y el apoyo de su sincera amistad, de la que en
todo momento me han ofrecido amplias evidencias, han contribuido a
fomentar en mí el incentivo que ha hecho posible la cristalización de este
ensayo. A ellos debo el haber podido aportar mi modesta colaboración en el
estudio del problema de los platillos volantes. Especialmente, sin la iniciativa
de Antonio Ribera difícilmente este libro habría salido a la luz.
Por último, también deseo expresar mi gratitud a los Editores por el interés
con que han acogido esta obra y porque, en un audaz golpe editorial, se han
atrevido a lanzar a la calle “PLATILLOS VOLANTES EN LA ANTIGÜEDAD”.
Probablemente el libro levantará polvareda desde el punto de vista científico.
Pero las consecuencias y repercusiones, las segaremos después.
EUGENIO DANYANS DE LA CINNA
PRIMERA PARTE

LOS VISITANTES DEL COSMOS


CAPÍTULO I
MISTERIOS DEL PASADO

UNA INCÓGNITA ALUCINANTE

¿Han visitado la Tierra hombres de otros mundos? He aquí una pregunta


palpitante que algunos espíritus inquietos de nuestro tiempo se han planteado.
Seres supercivilizados, procedentes de orbes lejanos, ¿colonizaron nuestro
planeta en un pasado remoto? Ésta es la apasionante hipótesis que se ha
convertido en una incógnita alucinante.
Hasta el momento se trata de una teoría que está en cuarentena. Pero tal
vez en un futuro no muy lejano, la ciencia oficial se encargará de confirmar el
hecho con una evidencia tan elocuente que vendrá a ser un postulado
innegable. Modernos investigadores suponen que hace decenas de millones de
años, hombres pertenecientes a una raza superevolucionada, construían en la
Tierra cohetes interplanetarios. Esta nueva versión del mundo, lejos de
oponerse a las hipótesis formuladas por los prehistoriadores, por el contrario
explica e interpreta con mayor sensibilidad el sentido de la historia humana.
Y, asimismo, es compatible también con las revelaciones que los escritores
sagrados nos han legado en sus libros religiosos, como tendremos ocasión de
comprobar en los capítulos correspondientes.
Pero con ello se pretende reformar una parte de los conocimientos
adquiridos. Es necesario hacer constar que, a partir de 1939, ha sido
instaurada una nueva Era que se permite poner en tela de juicio las
conclusiones cristalizadas por la ciencia clásica, modificando así muchas
concepciones que se consideran inconmovibles. Con razón mi buen amigo, el
investigador Antonio Ribera, dice: “Los mismos hechos son susceptibles de
recibir distintas interpretaciones, según cual sea la época en que sucedan y la
mentalidad imperante en ella”. Es así, pues, que el espíritu inquieto se
pregunta: ¿Es que los hombres, en su locura satánica, habían ya atomizado el
mundo en otras épocas? El futuro que avanza hacia nosotros, ¿no será sino
una imagen del pasado que volverá a repetirse allá por el año 2.000, cuando
los ingenios espaciales estén en pleno desarrollo?
La Biblia dice en el libro de Eclesiastés, por boca de Salomón: “¿Qué es lo
que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se
hará; y nada hay nuevo debajo del sol. ¿Hay algo de que se pueda decir: He
aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido. No hay
memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en
los que serán después… Aquello que fue, ya es; y lo que ha de ser, fue ya; y
Dios restaura lo que pasó”.

EL OCÉANO ANDINO

Cerca del lago Titicaca, en Bolivia, cuna de la antigua civilización incaica,


a unos cuatro mil metros de altura sobre el nivel del océano Pacífico, se
encuentran las ruinas de construcciones ciclópeas constituidas por gigantescos
bloques de piedra. Son los restos de varias ciudades superpuestas una a una,
vestigios de una civilización muy desarrollada que hace unos trescientos mil
años estaba establecida en la cordillera de los Andes. Y como es sabido,
según la leyenda de los indígenas, la misteriosa ciudad de Tiahuanaco “fue
levantada en una noche”, y el antiguo Estado de los incas fue fundado por
unos extranjeros misteriosos, unos gigantes de piel blanca, barbudos, de
cabellos rubios y ojos azules, que se llamaban “Hijos del Sol”. ¿Quiénes
eran? La leyenda dice que llegaron del cielo para difundir allí su civilización e
impartir sus conocimientos a los nativos.
Entresaco los datos que siguen del admirable libro de H. S. Bellamy:
“Built before the flood — the problem of Tiahuanaco”. El océano Pacífico de
entonces subía a esta altura de las montañas, y por tanto esta civilización,
llamada de Tiahuanaco, se situaba en realidad a orilla del mar. Es decir, que el
aire en aquella región de los Andes era del todo respirable, mientras que ahora
ya no lo es apenas.
Ha podido ser estudiada una línea de sedimentos marinos —residuos de
algas y de conchillas— que se extiende sin interrupción cerca de setecientos
kilómetros. Esta línea empieza cerca de lago Umayo, en el Perú, a unos cien
metros de altura por encima del nivel del lago Titicaca, y pasa, al sur de este
lago, a treinta metros encima del agua, hasta ir a terminar en declive
descendente hacia el sur, más allá del lago Coipusa, doscientos cincuenta
metros más abajo que en su extremidad septentrional. Además, este declive
no es una recta, sino una curva.
Durante un cuarto de la distancia la línea de sedimentos desciende 0,30
metros por kilómetro, mientras que en el último cuarto el descenso es de unos
0,60 metros. Es evidente, pues, que ha habido allí un mar, y que este océano
no era horizontal en relación a nuestro horizonte, sino que su superficie era
curva, mucho más que la superficie de nuestros mares o de la Tierra en
general.-
Y Tiahuanaco era un puerto sobre ese mar de fines de la Era Terciaria, un
puerto de agua salada. El lago Titicaca es salado, y la exploración geológica
de los terrenos que lo rodean no revela la existencia de sal que pueda
acumularse en él. La conclusión es obvia: el lago es salado porque es el
último resto de un océano desaparecido, dejado a secar por un mar en
descenso. Los muelles del puerto de Tiahuanaco existen todavía, y se
encuentran no a la altura del lago, sino sobre la línea de sedimentos que
marcaba la marea permanente de la Era Terciaria. A la luz de tales evidencias
se desprende que los hombres de Tiahuanaco tenían naves que daban la vuelta
al mundo sobre un mar curvado y que una cultura que comprendía toda la
tierra entonces habitable era unificada por el tráfico marítimo.

UNA CIVILIZACIÓN DE HACE 300.000 AÑOS

Sobre el valor intelectual de esta misteriosa civilización existen


testimonios preciosos irrefutables. Los conquistadores españoles que
sometieron a los incas, refieren en sus memorias que ellos se atenían a
antiguos principios no religiosos: trabajo obligatorio para todos (el mismo
soberano trabajaba el campo que se le había adjudicado), pena de muerte para
los que no trabajaran, desprecio por las riquezas, uso del oro con fines
exclusivamente técnicos, pan gratuito para todos… Y puede agregarse que
aquellos que llegaban a la edad de cincuenta años podían retirarse y la
comunidad se encargaba de su subsistencia.
Los incas eran, pues civilizados. Además, en su lengua figura la palabra
“hierro” y hay motivos para pensar que tenían “altos hornos”; de todos
modos, conocían numerosas aleaciones de bronce.
Las piedras de las ruinas antes mencionadas presentan pruebas técnicas de
trabajo que no se encuentran en ninguna otra parte del mundo y que la
humanidad no ha vuelto a conocer. Una de las estatuas, tallada de una sola
pieza, tiene más de siete metros de altura y pesa diez toneladas. Hay otra
piedra de casi nueve toneladas, es un monolito de tres metros de altura, en
cuyas seis caras están talladas inexplicables muescas.
Asimismo, existen docenas de estatuas monolíticas de similar estructura, y
resulta difícil concebir la forma en que fueron transportadas a una altura
semejante, ya que por aquellos alrededores no hay canteras. El modo de
trabajar la piedra es también único. Hay pórticos de tres metros de altura,
cuatro de anchura, medio metro de grosor, y tallados en una sola piedra, en la
que la puerta y las falsas ventanas han sido cortadas con el cincel, y las
esculturas del friso esculpidas en la misma roca; su peso es de más de diez
toneladas. Otra estatua esculpida también en una sola piedra, tiene ocho
metros de alto y uno de espesor, pesando veinte toneladas. Hay otras partes de
la muralla que pesan sesenta toneladas; y para sostener otros muros formados
por piedras más pequeñas, hay bloques de granito de más de cien toneladas
hundidos en la tierra. Pero, ¿qué sentido tienen esas construcciones y
monolitos ciclópeos? Enigma.
Diego de Alcobaca describe: “Entre los edificios de Tiahuanaco a orillas
del lago existe una plaza de 24 metros cuadrados, tiene adosada a uno de sus
lados una sala de 14 metros de longitud. Tanto la sala como la plaza están
formadas de una sola pieza. Una verdadera obra maestra tallada en la roca…
Hay también muchas estatuas de hombres y mujeres, los cuales son de rasgos
tan perfectos que parecen vivos”.
Dice Jiménez de la Espada que uno de los edificios de la ciudad es una de
las maravillas del mundo. Grandes bloques de piedra de 37 pies de largo por
15 de ancho, estaban unidos sin cal ni mortero, con precisión tal que sus
límites apenas se advertían a simple vista. Los hombres que habitaron
Tiahuanaco eran también peritos en la instalación de canalizaciones; la ciudad
más antigua del mundo disponía de una complicada red de traída y recogida
de aguas por la que se abastecía de agua fresca de las alturas, y disponía de
otras canalizaciones que se supone servían para regar jardines. Además, los
incas conocían cómo fabricar cobre puro con el que modelaban clavos que les
permitían sujetar los bloques de las construcciones, lo que hoy llamamos
remaches. Sabían también pulir y bruñir el metal, conocían la fundición de
molde perdido, la soldadura y el plateado, el martilleo y el repujado. Todo lo
que se encontró en Tiahuanaco y lo que se conserva en museos, prueba
plenamente que la gigantesca ciudad fue un centro técnico y artístico de
importancia.
El norteamericano Hyatt Verrill, que ha consagrado treinta años de su vida
a estudiar las civilizaciones desaparecidas de la América Central y de la
América del Sur, dice: “La altiplanicie de Bolivia y del Perú evoca otro
planeta. Aquello no es la Tierra, es Marte. La presión del oxígeno es allí la
mitad de la del nivel del mar. El método de establecer la antigüedad por
medio de radio-carbono revela la presencia humana hace unos diez mil años.
Algunas precisiones recientes nos inclinan a pensar que allí vivían hombres
hace treinta mil años. Seres humanos que sabían trabajar los metales, que
tenían observatorios y poseían una ciencia que les capacitaba para efectuar
obras que son casi imposibles con los medios actuales; algunas de las obras de
irrigación serían a duras penas realizables con nuestras perforadoras
eléctricas. ¿Y por qué unos hombres que no utilizaban la rueda construyeron
grandes carreteras pavimentadas? Creo que los grandes trabajos de los
antiguos no fueron realizados con útiles de tallar piedra, sino con una pasta
radiactiva”.

UN CALENDARIO MISTERIOSO

Como escribe el profesor Jirov, estudioso de las antiguas culturas, las


leyendas relacionan las ruinas de Tiahuanaco con el pueblo Kon-Tiki-
Viracocha, evocado tan románticamente por las hipótesis y la proeza de Thor
Heyerdahl. Recordemos que cuando llegó allí Pizarro, en 1532, los incas
dieron a los conquistadores españoles el nombre de Viracochas, señores
blancos. Y entre esas ruinas el profesor Jirov considera especialmente notable
un pórtico esculpido en un gigantesco monolito, con altura y anchura de más
de tres metros y un peso de diez toneladas, que se yergue solitario en la ribera
del lago Titicaca, cerca del templo de Kalassassava. Es el famoso monumento
llamado “Puerta del Sol”, en el que se han descubierto signos enigmáticos
semejantes a jeroglíficos y en el cual aparece también grabado un calendario
muy extraño, aunque muy preciso. Y como veremos después, resulta muy
tentador suponer que dicho calendario puede referirse a otro planeta. El
pórtico misterioso, a pesar de que nadie sabe, ni aun por tradición, que se le
viera edificar, fue construido por pueblos muy anteriores a los incas, hace
aproximadamente 12.000 o 15.000 años. En el centro del calendario está
esculpida la imagen del dios Viracocha.*
Posnansky, el veterano de los estudios arqueológicos bolivianos, fue quien
primero descubrió que se trataba de un calendario y pudo fijar los signos de
los solsticios y equinoccios. El alemán Kiss, después de estudios en el lugar
en 1928 y 1929, propuso en 1937 el descifrado general de los meses y las
semanas. El inglés Ashton, en 1949, efectuó un estudio y recopilación de
todos los detalles del simbolismo de todas las inscripciones, que permiten el
conocimiento preciso del funcionamiento de esta máquina científica. El
calendario de Tiahuanaco empieza en el equinoccio de otoño del hemisferio
sur. Está dividido en cuatro partes, separadas por los solsticios y los
equinoccios, que marcan también las estaciones astronómicas del año. Cada
una de las cuatro estaciones está dividida en tres secciones, y por ello también
contiene doce divisiones, de donde acaso hayan salido nuestros doce meses.
Pero fue sólo en 1937 cuando Kiss se atrevió a revelar que el calendario de
piedra de Tiahuanaco presentaba un gran ciclo (un año, según se piensa) que
comprendía 290 días (en lugar de los 365 días terrestres). Asimismo, diez de
lo que se suponía que eran “meses” comprendían 24 días, y otros dos “meses”
25 días. Aun cuando al parecer nuestro planeta ha girado siempre alrededor de
su eje con una velocidad casi idéntica a la actual, algunos sabios suponen que
el período de rotación de la Tierra se debió modificar sensiblemente en el
transcurso de pasados milenios.

EL SECRETO DE LA «PUERTA DE VENUS»

A pesar de los miles de años transcurridos, el friso de esta “Puerta de


Venus” (así denomino al monolito de referencia) se encuentra intacto y sus
líneas y grabados aparecen tan perfectos como si hubieran sido esculpidos
recientemente. En cambio, todos los monumentos anteriores a Cristo (incluso
los que datan de 1789) se hallan más o menos carcomidos por las
inclemencias del tiempo, y la comparación de éstos con la “Puerta de Venus”
parece inexplicable e increíble, salvo si se quiere admitir que tales grabados
fueron intencionadamente protegidos e impermeabilizados por una especie de
capa de silicón para preservarlos del paso de las edades.
El notable físico soviético, profesor Alexandre Kazantsev, director del
Servicio de Cohetes del Instituto Astronómico de Moscú haciendo alusión al
monumento llamado “Puerta del Sol”, hizo una importante revelación: “Los
hombres actuales o están ciegos o locos. No hace falta sino mirar los dibujos
del friso de la “Puerta del Sol” para identificar escafandras, cohetes espaciales
y motores iónicos o fotónicos, mucho más perfectos que los que nosotros
construimos actualmente. Es evidente, sin lugar a duda, que el pueblo que
hizo tales dibujos conocía los viajes siderales”.
En efecto: en la cabeza de cada personaje “mítico” esculpido en el ciclópeo
calendario de Tiahuanaco, se ven dibujos de extrañas máquinas. Una de ellas
parece una escafandra, con un motor alado o bien una especie de mecanismo
o biela, cuya utilidad no comprendemos. La otra máquina presenta una
notable semejanza con un motor ion-solar, muy perfilado, con un ala-timón
implicando destino aéreo, y en su parte inferior aparece como un árbol de
transmisión y la aleta y hélice.
Ahora bien: dos números sagrados, el 8 y el 13, forman la base del
misterioso calendario de Tiahuanaco, un cómputo del tiempo muy
complicado, difundido por casi todo el mundo antiguo y referido al número de
las revoluciones que el planeta Venus da alrededor del Sol, trece, mientras que
la Tierra da ocho. Sabiendo que aquel calendario era de uso común para las
civilizaciones precolombinas de la América Centromeridional, su empleo
difícil presupone cálculos muy complejos y hace pensar irresistiblemente en
la intervención de seres extraterrestres, quizá cosmonautas llegados de Venus.

UNA COINCIDENCIA INQUIETANTE

Posteriormente, la Academia de Ciencias de la Unión Soviética publicó un


sensacional comunicado oficial en torno a los trabajos de dos astrónomos
mundialmente conocidos: V. Kotelnikov e Igor Chklovski quienes realizaban
una importante investigación sobre la detección electromagnética del planeta
Venus. Según creían estos dos sabios, el período de rotación de Venus sería de
cerca de 11 días terrestres si el planeta no se hallara inclinado en relación con
el plano de su órbita. Pero si se aceptan los datos del astrónomo Cooper
referentes a la inclinación del eje de Venus, podía considerarse que el período
de rotación de este planeta se aproximaba a nueve días terrestres. Pues bien:
este hecho ha podido ser comprobado. Kotelnikov y Chklovski, dirigiendo
ondas de radar sobre Venus, descubrieron que dicho planeta gira sobre sí
mismo en algo más de nueve días terrestres. Por lo tanto, el año venusiano
equivale a 225 días terrestres. Y esto significa que el año de Venus consta de
24 días venusianos.
Alexandre Kazantsev, al ser informado de esta confirmación, recordó el
calendario de Tiahuanaco y experimentó una conmoción. Remito a mis
lectores a sus propias palabras: “¿Era exacto considerar que el pequeño ciclo
que figura en el calendario de la “Puerta del Sol” correspondía a un mes? ¡Es
posible que no se tratara de un mes, sino de un año! Es difícil admitir que un
año comprenda un número entero de días. El año terrestre tampoco
comprende un número completo de días; a eso se debe que haya un año de
366 días cada cuatro años. Así se corrige el calendario terrestre. ¿Y el año de
Venus? Hoy sabemos que el período de rotación de este planeta es de cerca de
nueve días. Si los 290 días correspondieran exactamente a un ciclo de doce
años, sería necesario entonces que diez años de Venus de cada doce tengan 24
días, y los dos restantes 25 días. De este modo habría una exacta coincidencia
con el calendario de Tiahuanaco, y si fuese, efectivamente, el calendario de
Venus, el período de rotación de este planeta sería exactamente de 9 días
terrestres y 7 horas. Pero, ¿cómo ha podido conocerse en la antigüedad el
calendario de Venus? ¿Cómo puede conciliarse esto con la leyenda de los
“Hijos del Sol”, venidos del cielo, que tal vez lo construyeron? No hay que
apresurarse a sacar conclusiones. Lo único que estoy dispuesto a hacer es
bautizar, entretanto, a la puerta del templo de Kalassassava con el nombre de
“Puerta de Venus”, y ello in mente, sólo para mí. ¿Existieron acaso, entre esas
ruinas, otras puertas que no se han conservado, dedicadas a la ciencia?”.
En efecto, la coincidencia es tan asombrosa que no puede ser más insólita e
inquietante. El profesor Jirov recuerda que Allem Bellamy y otros
arqueólogos occidentales estiman que el calendario de Tiahuanaco es el más
antiguo de la Tierra. Según los cálculos más fehacientes, la “Puerta del Sol”,
como ya se ha dicho, se erigió hace doce o quince mil años. La edad de este
monumento parece oscilar entre estas dos cifras. Ahora bien: se han
encontrado en las cavernas del Bohistán inscripciones acompañadas de mapas
astronómicos que representan las estrellas en la posición que ocupaban hace
trece mil años. ¡Y se ven unas líneas que unen a Venus con la Tierra!

LOS HIJOS DE LAS ESTRELLAS

“Contaron mis mensajeros que después de una marcha de doce millas


habían llegado a una aldea como de unos mil habitantes. Los indígenas los
recibieron con grandes muestras de afecto y los hospedaron en sus más bellas
mansiones; los llevaron en hombros, les besaron manos y pies e intentaron
hacerles comprender que ya sabían que los hombres blancos eran los enviados
de los dioses. Hasta cincuenta hombres y mujeres insistieron en regresar con
ellos al cielo de los dioses eternos”. Cristóbal Colón, 6 de noviembre de 1492.
Ésta fue la general acogida que dispensaron a los conquistadores españoles
los habitantes del nuevo mundo. El buen recuerdo del dios blanco allanó el
camino de los descubridores. Los indios de la América Central y de la
América del Sur, tenían un recuerdo común: el de que en la lejana prehistoria
unos hombres blancos, altos, rubios, barbudos y de ojos azules, se unieron a
los indígenas y les enseñaron la ciencia, la técnica y las sabias leyes de su
avanzada civilización. Un día desaparecieron repentinamente, pero
prometieron volver. No es, pues, extraño que los nativos que vivían con la
esperanza puesta en el regreso del dios blanco, vieran en los españoles su
representación, y que tomándoles por los auténticos dioses blancos les
colmaran de atenciones.
Las tradiciones andinas de América del Sur refieren que hace muchos
miles de años, “una nave del espacio más brillante que el Sol”, aterrizó cerca
del lago Titicaca. Así lo explicaba Garcilaso de la Vega en 1560. De dicha
nave salió una mujer que venía de la gran “Estrella Esplendorosa” (¿Venus?)
y que se llamaba Orejona. Tenía los pies como los humanos, pero las manos
palmípedas, con sólo cuatro dedos, y la cabeza en forma ovoide, casi
puntiaguda, con grandes orejas. Los “orejones” eran considerados entre los
incas como los iniciados en los misterios del culto. Los dioses de la
antigüedad tenían siempre orejas grandes, así como las esculturas ciclópeas de
la Isla de Pascua. Las mujeres aún llevan pendientes, que originariamente
tenían la misión de agrandar el lóbulo de la oreja, como los dioses antiguos.
Según la tradición, Orejona, con piedras negras traídas de su planeta,
construyó el primer templo de la Isla del Sol.
No olvidemos tampoco que las primeras leyendas afirman que los pueblos
precolombinos conocían el secreto de volar por los aires sobre platos de oro.
Una enigmática inscripción descubierta en la Isla de Pascua, habla de
“hombres voladores” llegados a la Tierra, con estas palabras: “Mirad: llegan
los hombres voladores… Los hombres vuelan con el caballo”. Y no es menos
curioso que en Rodesia (Zimbabwe) y en el Perú (Machu Pichu), existan
“viviendas de hombres voladores” que habrían sido inaccesibles para
personas como nosotros. Asimismo, el profesor Mason, libre de veleidades
imaginativas e incapaz de perderse en conjeturas, menciona la mitología
preincaica, según la cual las estrellas están habitadas y los dioses han
descendido de la constelación de las Pléyades.
Si nuestros remotos antepasados conocieron el cohete espacial, según
aparece en los dibujos del friso de la “Puerta del Sol”, bien pudieron
desplazarse a otros planetas. Esa raza superior era, sin duda, de origen
extraterrestre, y todas las tradiciones y documentos antiguos y otros signos
nos hacen llegar a la conclusión de que en la Tierra ha habido una humanidad
que no es la nuestra. Así, por ejemplo, algunas leyendas bolivianas, recogidas
por Mme. Cynthia Fain y que parecen remontarse a más de cinco mil años,
refieren que las civilizaciones de aquella época se derrumbaron después de un
conflicto con una raza no humana y cuya sangre no era roja. Por otra parte, el
profesor Requena ha descubierto recientemente en Venezuela esqueletos de
hombres con cráneo plano. Y, asimismo, recordemos también que los
habitantes de la altiplanicie de Bolivia y del Perú, a tres mil quinientos metros
de altura, tienen dos litros de sangre más que nosotros, ocho millones de
glóbulos rojos en vez de cinco, y su corazón late con mayor lentitud.
CAPÍTULO II
EXCAVANDO EN LA TUMBA DEL TIEMPO

EL ENIGMA DE LAS CIVILIZACIONES PERDIDAS

El explorador moderno descubre en el continente americano una


civilización formidable. Pero ya en el siglo XVI, Hernán Cortés relata con
estupor en sus crónicas que los aztecas eran tan civilizados como los
españoles. Sus ciudades tenían una red de carreteras “mejores que las de la
vieja Roma”, existían canalizaciones de agua corriente, usaban balanzas para
pesar iguales a las españolas, conocían el sistema decimal y desde hacía
tiempo utilizaban el más abstracto de todos los conceptos: el cero. El cero no
se generalizó en Europa hasta el siglo XV; cuando los españoles colonizaron
América en el siglo XVI, se sorprendieron al comprobar que el cero era una
noción habitual entre los indios americanos.
Hoy sabemos que los aztecas vivían de los restos de una cultura anterior y
aún más elevada: la de los toltecas, quienes construyeron los monumentos
más gigantescos de América. Las Pirámides del Sol de Teotihuacán y de
Cholupa, son dos veces más importantes que la pirámide más famosa de
Egipto, la tumba del rey Cheops. Pero los toltecas eran a su vez descendientes
de una civilización más perfecta, la de los mayas, cuyos restos han sido
descubiertos en las selvas de Honduras, de Guatemala, del Yucatán. Enterrada
bajo una naturaleza exuberante, se revela una civilización muy anterior a la
griega y superior a ésta.
Raymond Cartier, resumiendo las más recientes investigaciones sobre las
civilizaciones desaparecidas, escribe refiriéndose a los mayas: “En muchos
terrenos, la ciencia de los mayas sobrepasa a la de los griegos y los romanos.
Poseedores de profundos conocimientos matemáticos y astronómicos,
llevaron a una perfección minuciosa la cronología y la ciencia del calendario.
Construían observatorios con cúpulas mejor orientados que el de París en el
siglo XVII, como el Caracol sobre tres terrazas de su capital de Chichen Itza.
Conocían el año sagrado de 260 días y el año solar de 365 días. La duración
exacta del año solar ha sido fijada en 365,2422 días. Los mayas lo habían
fijado en 365,2420, o sea que, con error de diezmilésimas, habían llegado a la
misma cifra que nosotros después de largos cálculos. Es posible que los
egipcios alcanzaran la misma aproximación, pero, para admitirlo, hay que
reconocer las discutidas concordancias de las pirámides, mientras que, de los
mayas, poseemos el calendario”.
Ahora bien: la leyenda dice que los “Señores de la Llama”, procedentes del
espacio, fundaron la civilización maya. Son muchos los manuscritos antiguos
que hablan de esos misteriosos personajes, llegados de la gran “Estrella
Blanca”.

¡UNA ASTRONAVE DE HACE 10.000 AÑOS!

Detengámonos un momento en Palenque, estado de Chiapas, en Méjico, en


el vasto campo de ruinas mayas, a ocho kilómetros de la pequeña ciudad,
dominado por una gran pirámide escalonada de las típicas de Chichen Itza,
cuya construcción data de algunas decenas de siglos. Durante más de un
lustro, la Pirámide de Palenque centró la investigación de una expedición
dirigida por el arqueólogo mexicano profesor Alberto Ruiz Lhuillier del
Instituto Nacional de Antropología de México. Una fecha memorable: el 15
de junio de 1952. Habiendo penetrado a través de un corredor secreto en los
subterráneos de la gran construcción, en las llamadas Grutas de Eyzies, el
profesor Ruiz se encontró en una salita de tres metros sesenta y cinco
centímetros de largo y dos metros quince centímetros de ancho, cuyo
pavimento estaba formado por una sola baldosa cubierta de jeroglíficos,
indescifrables en gran parte, bajo cuyo signo están muchas culturas
americanas.
Al notar que bajo el pavimento debía de haber un espacio vacío, el
científico hizo levantar la baldosa, y de esta manera sacó a la luz un gran
sarcófago de piedra roja. El sensacional hallazgo constituye el descubrimiento
más alucinante de la Arqueología. El sarcófago estaba en perfecto estado de
conservación pero lo que asombró a los expedicionarios fue la losa sepulcral,
una piedra de 3,80 metros de largo, por 2,20 metros de ancho y 0,25 de
grosor, pesando entre cinco y seis toneladas. Y es que, desde luego, el motivo
esculpido sobre la susodicha lápida es para sorprender a cualquiera. El
extraño grabado que decora la losa ha desconcertado a los hombres de ciencia
porque se parece, como una gota de agua a otra, a un cohete cósmico o
cápsula espacial del tipo “Mercury”, propulsado por energía iónica o fotónica.
Dicho de otra manera: ¡que nos hallamos ante una astronave de hace diez mil
años!
¿LA MOMIA DE UN COSMONAUTA?

Dos investigadores de Niza, Guy Tarade y André Millou, afirman que el


grabado en cuestión representa, sin duda, a un cosmonauta pilotando una
astronave. Ellos creen que pueblos del espacio colonizaron en otro tiempo a la
América Central y del Sur. El Popol-Vuh, el libro sagrado de los mayas
quichés de América, habla de una civilización infinitamente antigua que
conocía las nebulosas y todo el sistema solar. “Los de la primera raza —
leemos— eran capaces de todo saber. Estudiaban los cuatro rincones del
horizonte, los cuatro puntos del arco del cielo y la cara redonda de la Tierra”.
Recordemos también, una inscripción maya grabada sobre una loza,
descubierta hace algunos años: “Soy hijo del barro, pero también del cielo
estrellado”.
Estos dos investigadores han analizado concienzudamente dichos escritos
y consultado todos los trabajos realizados por sus predecesores. “No somos
los primeros —han dicho— en pretender que seres extraterrestres vinieron a
la Tierra en el pasado”. En conformidad con los antiguos textos sagrados y
profanos, el sarcófago de Palenque no sería sino una prueba más de que
hombres de otros mundos visitaron nuestro planeta en un pasado remoto.
Ahora bien: el misterioso sarcófago contiene los restos del “dios blanco
precolombino”. La plancha de piedra que cubre el féretro protege los residuos
de lo que los conquistadores españoles conocieron como “el hombre de la
máscara de jade”, probablemente un sacerdote del “dios blanco” Kukulkán,
cuyo grabado representa, sin duda, a este dios. Pero para Guy Tarade y André
Millou, el “semidios” que reposa en el corazón de la pirámide maya, podría
muy bien ser el último de los extraterrestres, el último representante de la raza
extranjera que descendió de las estrellas, instruyó a los primitivos mayas y
después desapareció.
En efecto: “El difunto no era un maya”, ha precisado Guy Tarade. “Su
morfología era totalmente diferente de la de los indios. Aparentaba unos 40 ó
50 años de edad. Su talla, 1,73 metros, sobrepasaba sus buenos veinte
centímetros la altura media de los mayas, que era de 1,54 metros”. La
colonización del antiguo Méjico por seres extraterrestres de cultura
ampliamente desarrollada, es evidentemente una hipótesis tan sugestiva que
resulta difícil sustraerse a ella.

VUELTA A LAS CIVILIZACIONES DESAPARECIDAS


Pero los mayas fueron a su vez discípulos de un pueblo más antiguo: los
olmecas. Al descubrirse la civilización olmeca se puso de manifiesto que era
la que había legado la escritura a los mayas, como también los principales
modelos para sus esculturas. Existe, sin embargo, un tipo de estatua original y
exclusivamente olmeca: son unas gigantescas cabezas, sin cuerpo que miden
desde 1,80 metros hasta 2,50 metros de altura, por 5,50 de circunferencia. Lo
que sorprende en estas esculturas, además de su impresionante realismo, es
que los personajes que representan no son indios y llevan todos un tocado
parecido a cascos de piloto con guardacarrillos.
Ahora bien, los olmecas tampoco habían hecho más que transmitir su
cultura. Su civilización y su escritura provenían de un pueblo indio todavía
más antiguo, con una cultura superior, que floreció durante siglos y que se
había desarrollado en el Perú. Se trataba de la civilización de los chimus, de
los que se han encontrado ruinas de pirámides y palacios amurallados cerca
de la costa. En el valle de Chinca, en el litoral peruano, subsisten algunas
ruinas muy antiguas; entre ellas una fortaleza, templos y ciudadelas, y en la
llanura de Nazca se hallan trazadas unas extrañas figuras. Se trata de unas
líneas geométricas inmensas, visibles solamente desde un avión o desde un
globo, y que la exploración aeronáutica ha permitido descubrir recientemente.
Según deducen los expertos, hubiese sido necesario, para trazar dichas
figuras, que se guiasen desde un aparato flotando en el aire. Las fotografías
obtenidas de la llanura de Nazca invitan a pensar irresistiblemente en las
señales de un campo de aterrizaje, tal vez reservado para los “Hijos del Sol”,
venidos del cielo…
Cuando el etnólogo estadounidense, L. Taylor Hansen, siguiendo el hilo de
una leyenda llegó de visita a una tribu de indios apaches establecidos en
Arizona, encontró una asombrosa confirmación de su teoría. La hipótesis que
él sustentaba suponía la existencia de grandes “civilizaciones madres”
extendidas hace miles y miles de años por todo el globo y separadas después
por espantosos cataclismos que redujeron al hombre al primitivismo. La idea
de que los hombres, partiendo de la barbarie y de la bestialidad, se elevaron
lentamente por un proceso evolutivo hasta alcanzar la civilización, es un mito
moderno. Cuando la humanidad vivía más próxima a su pasado, recordaba
una edad de oro en que unos seres superiores, nacidos antes que ella, le
enseñaban la agricultura, la metalurgia, las artes, las ciencias y el manejo del
alma. Los pueblos que hoy llamamos “primitivos”, los indígenas del Pacífico,
por ejemplo, mezclan a su religión, sin duda degenerada, el culto a los buenos
gigantes de los orígenes del mundo, quienes —según las tradiciones más
antiguas— iniciaron a los primeros pobladores de la Tierra en la sabiduría. Es
la edad de oro del terciario, que dura varios millones de años, en el curso de
los cuales la civilización moral, espiritual y tal vez técnica, alcanza su apogeo
sobre el globo. Tampoco olvidemos que las más atrasadas tribus del
Amazonas han conservado, también, un respetuoso recuerdo de los
semidioses blancos venidos, hace ya millares de años, a traer la paz y la
felicidad a la Tierra.
Durante la conversación sostenida con los indios apaches, el científico les
mostró algunas fotografías de pinturas de los antiguos egipcios, cuando al
llegar a una figura mitológica los pieles rojas reconocieron precisamente a la
divinidad a la que estaba dedicada la danza ritual: el “Señor de la Llama y de
la Luz”; y aquel dios vivía en el recuerdo de los apaches con su mismo
nombre mediterráneo, Ammon Ra. Entonces, Taylor Hansen se puso a hablar
de las civilizaciones precolombinas de la América Centro-meridional y los
apaches identificaron en aquellos lugares las tierras donde la tradición pone el
centro de su legendario imperio del pasado. No solamente reconocieron al
“gigante barbudo” de Tiahuanaco, sin haberlo visto nunca, sino que
observadas las fotografías de Machu Pichu, el gran campo de ruinas andino,
se pusieron a dar una descripción exacta de ellas sin haberlas visto jamás, ya
que ninguno de ellos había estado nunca allí y muchos creían que se trataba
solamente de un mito.
Un viejo sabio indio, refiriendo una historia transmitida por innumerables
generaciones y que se conserva en uno de los textos más antiguos, el “Chilam
Balaam”, contó al etnólogo lo siguiente: “Vivíamos en la antigua “tierra del
fuego rojo” mucho tiempo antes del diluvio, y la entrada de la ciudad era tal
que uno se perdía. Entonces nuestro país estaba en el corazón del mundo; allí
iban los pueblos a pedir justicia, como ahora ocurre en Washington. La capital
era inmensa, las naves se perdían a la entrada del puerto si no se les indicaba
la entrada justa; la tierra no era muy extensa, pero las montañas eran las más
altas del mundo de entonces y en sus entrañas estaba el dios del fuego. Por su
furor precisamente fue destruida la antigua Tierra: el dios dejó sus cavernas
subterráneas, salió a la superficie a través de las montañas, derramó fuego y
muerte sobre la gente enloquecida de terror. Y la gente huyó, después el
océano se retiró y nosotros ya no vimos más el mar. Nosotros, que en los
tiempos de nuestra grandeza dominábamos las aguas de todo el mundo…”.
A este relato tan descriptivo como impresionante, debemos añadir que los
indios americanos apaches afirman que las galerías subterráneas que unen su
territorio con la misteriosa Tiahuanaco de los incas, “fueron excavadas
mediante rayos que desintegran las rocas y por seres cercanos a las estrellas”.
Hemos visto, pues, cómo en las leyendas de distintos pueblos vive el mito
relativo a la bajada a la Tierra de los “Señores de la Llama”. Pero, ¿quiénes
fueron realmente esos misteriosos personajes celestes de los cuales tenemos
tan elocuente tradición? Muchos manuscritos antiguos, hablando de ellos,
aluden a la “Estrella Esplendorosa” como su lugar de origen.
Por otra parte, existen también otros testimonios que podrían apoyar esas
leyendas y que nos dejan perplejos. En los bosques de Guatemala y Costa
Rica, por ejemplo, los esposos Lothrop, apasionados arqueólogos,
descubrieron infinidad de pelotas de piedra perfectamente esféricas, algunas
de las cuales miden unos centímetros de diámetro tan sólo, mientras otras
llegan a dos metros y medio. En centenares de kilómetros a la redonda no hay
huellas del material de que proceden estas bolas, y cómo sus fabricantes
hayan podido hacerlas rodar desde gran distancia a través de la espesa jungla
o colocarlas sobre la cima de altas montañas, es cosa incomprensible; a un
pueblo primitivo su construcción y su transporte exigirían decenios y más
decenios de duro trabajo. Tres, cuatro, cinco esferas están, en general,
colocadas en línea recta y otras forman triángulos. Su estudio conduce a una
sola conclusión: que se trata de la representación de constelaciones o, en todo
caso, de sistemas estelares. En efecto: en algunos dibujos se ha logrado
identificar figuras astronómicas conocidas, mientras que en otros nada se ha
podido identificar. ¿Será porque pertenecen a “otro” cielo?
A la luz de tantas coincidencias no resulta disparatado pensar que en
tiempos inmemoriales, seres inteligentes de otros planetas llegaron a la Tierra
y legaron a nuestros antepasados su brillante civilización. Tal vez, al verse
incapaces de adaptarse a nuestra biología desaparecieron o degeneraron.
Aunque hay quien cree que su ciencia, a base de desintegración atómica,
desencadenó sobre la Tierra espantosos cataclismos, explicándose así la
fulminante desaparición prehistórica de la raza Neanderthal. Las catástrofes
así provocadas, produjeron una deterioración de la raza humana, es decir, que
los hombres de la prehistoria fueron supervivientes del gran cataclismo
atómico que destruyó al 99 por 100 de los primitivos habitantes de la Tierra,
hace millones de años.

LA EDAD DE LA TIERRA

Al rozar esta cuestión es evidente que nos movemos siempre en terreno


especulativo. Según Lecomte du Nouy, hombre de ciencia francés
internacionalmente conocido, de acuerdo con las fuentes más recientes y
dignas de crédito, el nacimiento de la Tierra fue casi contemporáneo al del Sol
y los otros planetas de nuestro sistema. Adoptando los cálculos más
verosímiles, escribe en su libro “El Destino Humano”: “Nuestro globo debe
tener alrededor de dos mil millones de años y en ningún caso puede ser más
antiguo. Probablemente la vida apareció en la Tierra hace alrededor de mil
millones de años, tan pronto como se hubo enfriado. Por lo que concierne al
Sol, se ha demostrado que no puede haber existido más de 5.000 millones de
años (Milne) y posiblemente es mucho más joven. En realidad, cuando
estudiamos el sistema de estrellas, conglomerados y constelaciones, todas las
pruebas indican que tiene un pasado mucho más corto. “Ahora parece
improbable que su nacimiento se remonte a más de 10.000 millones de años”
(Eddington)”.
La edad de la Tierra puede calcularse de una manera bastante exacta
mediante el estudio de la radiactividad. He aquí a grandes rasgos la base del
método que se emplea, según nos lo describe Lecomte du Nouy:
Se sabe que un cierto número de elementos simples están sujetos a una
desintegración espontánea. Su núcleo atómico expele una parte de sí mismo,
adquiriendo así una nueva personalidad que difiere de la precedente por su
masa de tales átomos, en los cuales dicho proceso es natural; en realidad, es
posible fabricar cientos de ellos de manera artificial. En el caso de los átomos
espontáneamente radiactivos, el punto de partida de esas desintegraciones en
las tres series —radio, actinio y torio— es un elemento casi estable, de modo
que el proceso es lento en extremo y sólo una fracción muy escasa de los
átomos presentes en una masa de materia dada, se desintegra en un año.
Los métodos empleados para medir esos fenómenos radiactivos (Pierre
Curie) son, por fortuna, de una sensibilidad extraordinaria. En consecuencia,
es posible determinar la cantidad de materia transmutada con considerable
exactitud. En el curso de un año el uranio pesado pierde espontáneamente un
átomo de cada 6.570 millones; el uranio liviano —o actinio-uranio—, uno
entre cada 1.030 millones, y el torio uno de cada 20.000 millones. Los átomos
resultantes de estas desintegraciones son mucho menos estables que sus
padres y pasan por una larga serie de transformaciones antes de llegar a
convertirse finalmente en núcleos estables que son tres isótopos del plomo
con pesos atómicos de 206, 207 y 208. Algunos de los cuerpos intermediarios
tienen una duración de vida correspondiente al orden del millón de años.
Otros sólo existen una fracción de segundo. Estos fenómenos se suceden uno
a otro siguiendo un ritmo perfectamente conocido y se caracterizan por el
hecho de que en todos los casos su velocidad no puede ser alterada por
ninguna influencia externa, como la temperatura o la presión. Tenemos así un
reloj de absoluta fidelidad que no puede ser descompuesto.
Ahora bien: si un mineral que contiene uranio se encuentra aprisionado en
una roca durante mil millones de años, se habrán desintegrado alrededor del
14 % de los átomos presentes originariamente. Un número igual de átomos de
plomo los habrán reemplazado. Su peso será equivalente al 12 % del peso del
uranio original; el otro 2 % representa el peso del helio liberado en el curso
del proceso. Cuanto más antiguo sea el mineral mayor cantidad de plomo se
encontrará en él. El cociente entre la cantidad de plomo hallado y la de uranio
presente nos permite calcular el tiempo transcurrido desde que se ha formado
la roca. Podemos agregar que no surgirá ningún error debido a la presencia de
plomo ordinario de origen no radiactivo, puesto que el plomo natural contiene
siempre una pequeña proporción de un isótopo cuyo peso atómico es de 204,
que nunca aparece en el curso de la desintegración radiactiva. Sólo nos
interesan las cifras más grandes obtenidas por este método. Por ellas podemos
determinar la época en que la Tierra comenzó a solidificarse. Esas cifras
varían entre los 1.500 y los 1.800 millones de años. Como es obvio, la edad
de los fósiles se deduce de la edad de las rocas y el suelo donde se encuentran.
Por otra parte, sabemos también que todos los seres vivientes, se trate de
hombres, animales o plantas, absorben durante su vida cierta cantidad de
sustancia radiactiva que llega a formar parte de su propia estructura: el
carbono 14. Después de la muerte de cada organismo vivo, esta sustancia
pierde gradualmente su radiactividad, de forma que al cabo de 5.568 años se
reduce a la mitad. Ahora bien: si el carbono 14 es absorbido de manera
uniforme por todos los componentes del reino animal y vegetal, midiendo el
valor residual de esta sustancia radiactiva en muestras fósiles, es posible, dada
la diferencia entre el valor original y el actual, deducir el tiempo transcurrido
del momento de la muerte de la materia viviente en cuestión y, por lo tanto,
precisar la edad absoluta de la muestra sometida a examen.
Todos esos distintos procesos contribuyen a calcular la antigüedad de la
vida en nuestra Tierra. Y si tales procedimientos de medición permiten
establecer edades tan remotas, cuanto más antigua resulte la datación
cronológica de nuestro planeta, tantas más posibilidades entran en juego sobre
el tapete de la hipótesis de que, en efecto, existieran otras civilizaciones en un
pasado perdido. Según el científico soviético profesor Tchébotarev, director
del Instituto de Astronomía Teórica de la Academia de Ciencias de la URSS,
el diámetro de nuestro sistema solar mide 460.000 unidades astronómicas.
Cada unidad astronómica equivale a 150.000.000 de kilómetros. Esto
significa que el diámetro de nuestro sistema solar mide 69 billones de
kilómetros. Por tanto, teniendo en cuenta la inmensidad de esta región a la
cual pertenecemos como ciudadanos de nuestro sistema planetario, se hace
irresistible la invitación a creer en la existencia de otros vecinos hermanos, y
en el cálculo de probabilidades adquiere mayor verosimilitud la teoría de que
pudieran haber visitado la Tierra tan pronto como se hubo formado.
CAPÍTULO III
DIOSES Y MUNDOS DE LA ANTIGÜEDAD

EL GRAN «DIOS MARCIANO» DEL SAHARA

El notable físico ruso Alexandre Kazantsev se propone organizar una


expedición al Sahara con objeto de investigar seriamente tan sugestivo
enigma y realizar un documento científico en torno a la audaz hipótesis de
que visitantes de otros mundos vinieron ya a nuestra Tierra en distintas épocas
de su historia y prehistoria. Los expedicionarios soviéticos pretenden pasear
sus cámaras filmadoras a través del mundo, pero especialmente por el Sahara,
el Líbano y el Perú. En todos esos sitios existen misteriosos vestigios y
Kazantsev cree que puede constituir una afirmación positiva a su teoría.
En el Sahara, en el Tassili-n-Ajjer, al noreste de Hoggar, el equipo de
cineastas rusos filmará las pinturas rupestres prehistóricas descubiertas por el
arqueólogo francés Henri Lhote. Estas pinturas se encuentran en la
ondulación de terreno de “Jabbaren”, que en lengua tuareg significa “Los
Gigantes”, y cuya antigüedad se remonta a 10.000 ó 12.000 años. Allí
extrañas piedras radiactivas y pinturas rupestres representan, en efecto, a
gigantescos seres que se parecen de forma sorprendente a astronautas con
casquetes o escafandras, muy similares a los que todos los días vemos en las
páginas de nuestros periódicos. Una de las siluetas mide seis metros de alto.
La cabeza del gigante que Lhote, quien no tiene nada de fantasista, bautizó
espontáneamente con el nombre de “el gran dios marciano”, está rodeada y
como encerrada en una especie de casco o escafandra que posee unos orificios
que podían permitir la visión hacia delante. En la misma pared, cerca de las
gigantescas figuras mencionadas, aparecen dibujadas como una especie de
ruedas volantes, propulsadas a chorro.
El sabio ruso no afirmó que “el gran dios marciano” fuera el retrato de un
cosmonauta de hace mil años. Tampoco afirmó que los bloques gigantescos
de la terraza de Baalbeck —de la que hablaremos en este mismo capítulo—
fuesen obra de visitantes del espacio. No obstante, después de estudiar el
Sahara, irá a Baalbeck y al Líbano.

LAS ESTATUILLAS CELESTES DE HONDO


Asimismo, Kazantsev publicó también en la revista “Sovietskaia Rossvia”,
un estudio sobre las misteriosas estatuillas japonesas descubiertas en
Tokomai, al norte de la isla de Hondo, varias de las cuales le fueron enviadas
por hombres de ciencia nipones que admiran sus trabajos de investigación. No
sólo se ignora totalmente la procedencia de esas estatuillas, sino que también
son extraordinarias por sí mismas. Presentan la apariencia de buzos con
escafandras y están cubiertas de motivos labrados y ornamentales que se
parecen, hasta confundirse con ellos, a ciertos instrumentos de la técnica
moderna, particularmente a unos micrófonos. Ahora bien: todos los exámenes
de los arqueólogos fueron categóricos en su dictamen: datan de varios miles
de años.
Por otra parte, el nombre que les dan desde hace mucho tiempo los
habitantes de la isla, no es menos extraño: “Dogu”, lo que significa “casco
germinado”. Las referidas estatuillas representarían a maravilla a unos
astronautas con traje espacial, pues las gafas para nieve que lucen no son
necesarias en el Hondo septentrional. De ahí que un escultor japonés las haya
utilizado como modelo para reproducir a la perfección unos originales trajes
de cosmonauta.
Otra estatuilla japonesa, encontrada en Kamegaoka, muestra el mismo
estilo de yelmo atornillado, recordando también una escafandra espacial.
Asimismo, misteriosas imágenes sin boca, fueron descubiertas por Leo
Frobenius en el distrito de Central Kimberley, en Australia, ofreciendo
igualmente cierta semejanza con un astronauta.

UN «HOMBRE DE MARTE» EN FERGHANA

En una roca de unas cuevas próximas a la región de Ferghana, en el


Uzbekistan soviético, los científicos rusos han descubierto un misterioso
dibujo que evoca fuertemente la imagen de un cosmonauta de la antigüedad, y
por tal motivo esta pintura rupestre ha sido humorísticamente bautizada como
“el Hombre de Marte”. Su autor, que vivió en el período neolítico, dibujó la
silueta de un hombre que aparece cubierto por un casco hermético, del que
salen unas antenas y un dispositivo de vuelo que va a fijarse sobre su espalda.
Resulta en extremo curioso que la reproducción de dicho dibujo por el
periódico “Pravda Vostoka”, en su número del 17 de enero de 1965 —leo en
un boletín de información— admita ser comparado con otro grabado
prehistórico descubierto en 1956 en plenos Alpes italianos por un arqueólogo
francés. “Ambos dibujos —comenta el mencionado boletín— tienen una
semejanza asombrosa, pero los especialistas hacen retroceder la antigüedad
del “marciano” de Ferghana a una época anterior”. En efecto, el examen
provisional de las dos pinturas rupestres destaca la coincidencia de formas
con el célebre “cosmonauta” del Sahara, que ya he descrito.
El extraño dibujo de Ferghana ha sido descubierto por el arqueólogo
Gueorqui Chatski, en el mismo lugar donde anteriormente se descubrió una
galería de dibujos rupestres. “Pero —ha subrayado Chatski— el “marciano”
se distingue claramente de las otras imágenes”. De modo que el misterio de
esas pinturas prehistóricas y esculturas antiguas continúa en pie y permite
elaborar multitud de apasionantes teorías*. Y al llegar aquí, hago mías las
palabras de Mario Lleget en torno a esta fascinante cuestión: “Decididamente,
a pesar de sus innumerables detractores, la Ciencia-Ficción está adquiriendo
carta de naturaleza a través de la mismísima realidad. Cosa que a mí no me
sorprende lo más mínimo, porque desde nuestro pequeño rincón del Universo
son más las cosas que ignoramos que las que creemos conocer”.

ALGUNAS PREGUNTAS INSÓLITAS

Hace pocos años, en un artículo aparecido en la “Literatournaia Gazetta”,


otro sabio moscovita, el profesor Agrest, que pertenece al plantel de
investigadores de la Academia de Ciencias de Moscú, entregados al estudio
de los viajes interplanetarios, hizo unas sensacionales revelaciones. La revista
“Literatournaia Gazetta” ha dado, hasta ahora, informaciones científicas de
probada solvencia. En su artículo el profesor Agrest hacía algunas preguntas
embarazosas a propósito de la terraza de Baalbeck. Existe, en efecto, en esta
antigua ciudad del Líbano una pequeña planicie enigmática, construida con
enormes bloques de mármol bien cortados. Todos los arqueólogos se
preguntan el origen de estos vestigios ciclópeos.
Agrest preguntaba cómo pueblos tan atrasados en el aspecto técnico
pudieron construir ese fantástico enlosado compuesto de piedras que pesan,
cada una, 2.000 toneladas. Ninguna grúa moderna podría levantar tanto peso.
Si se sugiere que esas piedras fueron levantadas a mano, tendría que
suponerse que lo hicieron equipos de veinte mil hombres, lo que resultaría
irrealizable. Además, ¿qué cuerdas resistirían tanto peso? Y, ¿para qué se
utilizaba ese enlosado? No parece un monumento en honor del Sol, los cuales
se levantaban lo más alto posible.
Pero para el sabio ruso la explicación es fácil, pues piensa haber
descubierto en la terraza de Baalbeck la pista de aterrizaje y despegue que los
astronautas de la prehistoria habían preparado para su nave espacial. Remito
al lector a la afirmación estupefaciente que hace el profesor Agrest en su
artículo: “Esa terraza fue construida por seres inteligentes procedentes de
lejanos planetas y que llegaron a la Tierra, hace más de un millón de años, a
bordo de grandes naves espaciales de propulsión nuclear. Los dispositivos de
aterrizaje y despegue de esos ingenios exigían que las pistas tuvieran cierta
configuración, que los astronautas prehistóricos obtuvieron con la aplicación
de esas grandes pilas de mármol duro…”.
Así, pues, las ruinas que quedan de Baalbeck constituyen otro misterio
desconcertante. La antigua ciudad, situada en el desierto de Siria, al pie de la
cadena montañosa del Anti-Líbano, fue construida cuando Europa entraba en
la Edad de Hierro. Para calcular la ciencia de quienes construyeron esa
ciudad, antiguamente llamada Heliópolis, es preciso haber visto el muro
ciclópeo formado con piedras labradas, algunas de las cuales alcanzan una
longitud de veinte metros, por cinco de alto y seis de ancho, con un peso de
750.000 kilos. En las canteras cercanas a la población puede verse, casi
terminada, la “Hadjar el Gouble”, “La Piedra del Sur”, que es la mayor de
cuantas piedras labradas existen en el mundo. Pesa dos mil toneladas. Y en
los laberintos subterráneos de las ruinas de Baalbeck se han encontrado
extrañas inscripciones grabadas, y en uno de sus muros aparece un dibujo
cuyas líneas recuerdan una explosión formando una apariencia de hongo
atómico.
Pero prosigamos. ¿Por qué en los alrededores de la terraza de Baalbeck se
ha descubierto la presencia de tectitas? Es decir, rocas vitrificadas que
contienen importantes cantidades de berilio radiactivo. Es preciso aclarar que
esta cuestión es la que más turba a los astrónomos, pues los isótopos de
berilio son un millón de veces más raros en el sistema solar que los elementos
vecinos en otros cuerpos siderales, mientras que, en cambio, se hallan en
abundancia en la superficie de las estrellas gigantes rojas, ya que son
precisamente ellos los que aprovisionan las reacciones nucleares de esas
estrellas. Por otro lado, el origen de las tectitas sigue siendo un completo
misterio. Se puede creer que son residuos de combustión de reactores
nucleares de grandes cohetes espaciales. Volveremos a ocuparnos de ellas en
seguida.
¿Cómo es posible que tribus de pastores de hace diez mil o quince mil
años, quienes no poseían observatorios perfeccionados y carecían de
telescopios gigantes —por lo menos así lo creemos—, manejaran
conocimientos astronómicos prodigiosos, como los que se sabe tuvieron? Los
arqueólogos se sorprenden al encontrarse con que, según profundizan en el
conocimiento de épocas remotas, van descubriéndose restos de civilizaciones
cada vez más perfectas. Esto hace que se esté abriendo paso la teoría de que la
historia del mundo tiene como gráfico una curva cuyos extremos tienden a
encontrarse.
Y última pregunta: ¿Por qué la destrucción de Sodoma y de Gomorra, de
acuerdo como la relata la Biblia y los Manuscritos del Mar Muerto, recuerda
de una manera tan alucinante las descripciones de la devastación apocalíptica
de Hiroshima?

¿DESTRUCCIÓN DE SODOMA Y GOMORRA POR UNA ASTRONAVE?

“En los tiempos bíblicos hubo una explosión nuclear en la Tierra en el


Oriente Medio…”, afirma audazmente el profesor Agrest. Y en la destrucción
de Sodoma y Gomorra quiere ver el sabio moscovita una de las muchas
pruebas históricas de su tesis. “¿Quién no ve —pregunta el ruso— que se trata
de una explosión nuclear?”. Y nos hace releer el texto histórico de la
devastación: “Entonces Jehová hizo llover sobre Sodoma y sobre Gomorra
azufre y fuego de parte de Jehová desde los cielos; y destruyó las ciudades, y
toda aquella llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades, y el fruto
de la tierra… y he aquí que el humo subía de la tierra como el humo de un
horno”.
Según Agrest esta narración puede ser también la de la destrucción de
Hiroshima. Sigue explicando el profesor: “Los astronautas prehistóricos
quisieron, según entiendo yo, destruir sus depósitos de sobrante de
combustible nuclear antes de abandonar la Tierra. Pero advirtieron a los
habitantes de la región, a los que aconsejaron que no se detuvieran atrás, tal
vez para que pudieran ocultarse en las cuevas. La explosión fue acompañada
por la columna de humo característica, y la lluvia radiactiva destruyó a los
humanos y a la vegetación”.
Los Manuscritos del Mar Muerto, descubiertos en marzo de 1947, revelan
los más antiguos textos conocidos de la primera parte de la Biblia. El hallazgo
tuvo lugar en las grutas de Qumrán, cerca de Wadi Qumrán, situadas a unos
doce kilómetros al sur de Jericó, en el acantilado que desciende bordeando el
Mar Muerto desde Hadjar-Al-Asba hasta un punto de la costa denominado
Ras Feskha. El beduino que descubrió la cueva fue Mohamed Ad-Dib, un
joven pastor de quince años, perteneciente a la tribu Ta’amire. Pues bien:
según los pergaminos de Qumrán, los que se volvieron para mirar la colosal
explosión que destruyó Sodoma y Gomorra, sepultándolas bajo las aguas del
Mar Muerto, y los que no se refugiaron en las cuevas, perdieron la vista a
causa del fantástico resplandor y, como la mujer de Lot, quedaron
petrificados* y cubiertos por una capa de sal. Los referidos manuscritos
hablan también de “hombres venidos del cielo”; en otro lugar se hace
mención de “hombres llevados al cielo”, como Enoc y Elías. Y en un pasaje
se dice: “Los que han caído del cielo sobre la Tierra, permanecerán en ésta
después de la venida del Hijo de Dios”.

EL MISTERIO DE LAS TECTITAS

El profesor Agrest apoya algunos puntos de su teoría en el hecho de la


proximidad de Sodoma y Gomorra, en el Mar Muerto, donde los viajeros
espaciales tenían el almacén de carburante, y Baalbeck, lugar donde fuera
emplazado el primer aeropuerto espacial. Casi quinientos kilómetros
separaban esta ciudad libanesa de aquellas otras que fueron “destruidas por la
explosión atómica de los tiempos bíblicos”. El sabio mantenedor de este
supuesto pretende fijar la fecha de este viaje interplanetario que dejara huellas
en la Tierra y, según cuantos estudian los caracteres alucinantes de su versión,
es en este punto donde mayormente se aprecia la audacia de su sistema de
argumentación. El hombre de ciencia soviético cree que los primeros
astronautas llegaron a la Tierra hace un millón de años. ¿En qué se funda el
cálculo de ese tiempo fabuloso? En las tectitas que antes ya mencionamos.
En varios puntos de la Tierra se han descubierto extraños fragmentos de
compuestos vitrificados teniendo isótopos radiactivos en períodos
relativamente cortos. Tal es el caso particular de estas sustancias parecidas a
un vaso sanguíneo y llamadas tectitas. Uno de los enigmas que más
desconcierta a los científicos son los campos de tectitas esparcidos en Irak,
Líbano, Mar Muerto, Lybia, Bohemia, Texas, Méjico, Perú, Australia Central
y otras zonas del globo. Sus características físicas son harto curiosas. Algunas
de ellas presentan una forma aerodinámica y suave, como si hubieran
viajando por el aire en estado blando. Su composición química está
constituida de sílice en algunas; de isótopos radiactivos de aluminio 26 y
berilio 10 en otras. Y aun en otras se aprecian características que las hacen
parecerse al cuarzo, vidrio o pedernal, conteniendo gran cantidad de boro. Las
tectitas de isótopos radiactivos de aluminio 26 tienen un período de un millón
de años; y las de berilio 10 un período de 2,6 millones de años. Aclararemos
que un período radiactivo es la duración en la cual la mitad de una masa
radiactiva dada se transmuta espontáneamente. Los períodos citados son
cortos en relación a la edad de la Tierra, y las sustancias en cuestión, no
teniendo parentesco a larga vida, se sigue que han debido ser formadas
recientemente. Son demasiado tardías para pertenecer a la formación de la
Tierra. Se deben a un fenómeno o accidente que los geólogos no se explican.
Y como esas piedras vitrificadas, según el promedio calculado, datan de no
menos de un millón de años, el profesor ruso ha fijado la visita de los
astronautas en aquella época.
Las tectitas no son de origen volcánico. Hemos visto cómo se encuentran
en regiones bien definidas del planeta. Han podido ser formadas en la
superficie del globo bajo la acción de una fuente poderosa de calor y de
radiactividad, o bien llegar a nosotros procedentes de los abismos cósmicos
como un diferente tipo de meteorito. Se han propuesto diversas hipótesis:
origen interestelar, colisión de la Tierra con la cabeza de un cometa, colisión
de la Luna con un meteorito gigante, cuyos fragmentos deshechos se habrían
precipitado sobre la Tierra. Pero una de las teorías más sugestivas expuestas
para resolver el enigma de su origen, es la de suponer que son extraterrestres,
pues algunas de ellas daban la impresión de los restos esparcidos de una
astronave siniestrada. De ahí que algunos hayan supuesto la existencia de
platillos volantes forrados de sílice, que es un aislante poderoso de las fuerzas
electromagnéticas, como la gravedad, por ejemplo. Este efecto
antigravitatorio se produciría merced a la energía eléctrica que circulase por el
casco de la astronave, activada por la luz solar concentrada mediante una
lente de cuarzo colocada en la parte superior del vehículo espacial.

LA CONCLUSIÓN DEL PROFESOR AGREST

Pero volvamos con nuestro sabio moscovita y escuchemos sus propias


palabras: “En una época lejana, pero histórica, una nave cósmica interestelar
se aproximó a la Tierra. Al llegar a una distancia de 36.000 kilómetros de
altura por encima del planeta, esta nave aminoró su velocidad hasta limitarla a
tres kilómetros por segundo con objeto de satelizarse, y desconectando sus
reactores se puso a dar vueltas alrededor de la Tierra como un satélite
artificial, estableciendo así una órbita cuyo período de rotación era de
veinticuatro horas. Entonces los astronautas empezaron a estudiar la
estructura geológica de la superficie de nuestro mundo con auxilio de
proyectiles que dirigieron sobre puntos muy precisos. Es el choque explosivo
de los proyectiles lo que ha producido las tectitas”.
Agrest admite también que los misteriosos elementos hubieran podido
igualmente formarse cuando las descargas de partículas radiactivas,
empleadas para frenar la nave cósmica, alcanzaron la superficie de la Tierra
chocando contra el suelo. “Es, así que según mi modo de ver —prosigue el
investigador ruso— el campo de tectitas de Lybia, por ejemplo, sería producto
del sistema de frenaje utilizado por los cosmonautas. Los visitantes del
espacio desembarcaron en seguida a bordo de cohetes auxiliares. Así fue
como se dio origen a las leyendas de islas y barcos volantes, en tanto que los
astronautas fueron considerados como dioses. Ellos llevaron a la Tierra
elementos de su propia cultura, en especial informaciones sobre el Universo.
Leyendas que hablan de “los hijos de los dioses bajados del cielo” se han
perpetuado después en las mitologías griegas, chinas, indias y, sobre todo, en
América del Sur”.
Y por último, Agrest concluye: “¿Por qué esos cosmonautas no han
vuelto? Yo he podido hacer un cálculo que demuestra que la frecuencia de
viajes cósmicos entre orbes separados en el Universo por grandes distancias,
es del orden de diez mil años. Esto significa que transcurrirían, pues, millones
de años antes de que los cosmonautas de Baalbeck volvieran a la Tierra. Si, en
efecto, han existido esos viajeros del espacio, estarían actualmente en ruta
hacia su planeta de origen. El viaje habría durado varias decenas de años,
solamente, para ellos y para los hombres terrestres que se hubieran llevado
consigo. Pero para nosotros habrían pasado millares de años. Y dentro de
algunos millares, otra expedición volverá”.
La tesis del profesor Agrest ha sido estudiada por la British Interplanetary
Society y ha emitido su informe: “Muchas gentes han querido ver y ligar
pasajes de la Biblia con historias de naves espaciales. Esa teoría rusa no
aporta pruebas suplementarias de un desembarco en la Tierra. Centenares de
otras soluciones pueden ser propuestas a todos los enigmas que subsisten
sobre la Tierra”. La vulnerabilidad de la tesis del sabio moscovita parece que
reside más palpablemente en el factor tiempo. El millón de años que da por
transcurrido desde el viaje interplanetario a la Tierra. Es muy poco lo que se
sabe del hombre de aquella edad. Los paleontólogos y la prehistoria apenas
pueden darnos una idea de cómo pudieran conservar los hombres de aquellas
edades el recuerdo de tan extraordinaria visita. No existe apariencia de tal
vestigio en el orden normal del reducido número de cosas averiguadas desde
aquel tiempo. Ésta es la postura adoptada por la ciencia oficial.
Pero para probar su teoría, el profesor Agrest pretende buscar en la región
del Mar Muerto las señales de isótopos radiactivos, característicos de las
explosiones termonucleares, y sobre todo Si 32, Ti 44, Mn 50, V 53 y Pu 239.
Para él, esas rocas vitrificadas fueron, simplemente, originadas o formadas
por las fuertes radiaciones y las temperaturas elevadas de los ingenios
espaciales, a menos que fueran fragmentos de astronaves siniestradas.
CAPÍTULO IV
MODERNO EXAMEN DE ANTIGUAS LEYENDAS

¿QUIÉNES FUERON LOS “HAV-MUSUVS”?

En las leyendas de los indios Navajos de Nuevo Méjico, Arizona, Utah y


Colorado, encontramos curiosas descripciones de fenómenos y extraños
acontecimientos que parecen relacionados con artefactos voladores que,
descendiendo de los cielos, se posaban sobre la Tierra. Ingenios espaciales
tripulados por misteriosas criaturas. He aquí, por ejemplo, un fragmento de
una de esas leyendas que los hechiceros Paiutes refieren a sus neófitos:
“Hace ya algunos milenios atrás, unos seres de piel dorada, con largos
cabellos negros, los HAV-MUSUVS, llegaron a lo que hoy llamamos el Valle de
la Muerte. Era entonces una región fértil y tupida de hierba verde. Estos seres
arribaron a bordo de grandes naves rápidas, anclaron en el Golfo de California
y edificaron sus ciudades en el interior de espaciosas cavernas. En el curso de
los siglos el clima cambió y la región —el mar se había retirado como
consecuencia de un cataclismo— se convirtió en una zona desértica. Entonces
los HAV-MUSUVS no utilizaron ya más sus grandes navíos veloces, sino que
construyeron lanchas voladoras”.
En la leyenda estos artefactos vienen descritos como dotados de alas y de
color plateado. Además se dice que hacían un ruido semejante al ronroneo de
un motor y “volaban como las águilas”. Pero sigamos escuchando a nuestro
hechicero: “Los HAV-MUSUVS cabalgaban extraños animales, blancos como la
nieve y desconocidos en aquellos lugares. En el transcurso de los tiempos los
hombres de piel dorada construyeron aparatos cada vez de mayores
dimensiones y que volaban más silenciosamente. Estos seres extraños poseían
armas que paralizaban de terror a las razas aborígenes: un pequeño tubo que
aturdía, privando de todo movimiento durante varias horas y dando la
impresión de haber sido picados por una lluvia de espinas de cactos”.
Oigamos ahora el comentario de Jimmy Guieu, quien fue director de la
Commission Internationale d’Enquete “Ouranos”, en París: “¿Cómo es
posible que indios tan primitivos, si no hubieran sufrido efectos de ello,
hubiesen podido describir de este modo los resultados de una electrocutación
temporal? Estas leyendas se remontan a muchos miles de años atrás; es
imposible creer que hayan sido inventadas. En su ingenuidad estas
descripciones corresponden a las de un tubo electrocutador y paralizador
temporal. Otra arma era un tubo plateado que, apuntando en dirección a un
hombre, lo mataba instantáneamente. Es natural, pues, que los nativos de las
tribus indias rehuyeran el fraternizar con estas criaturas poseedoras del “tubo
de la muerte”. Sin duda los “animales” que cabalgaban eran medios de
locomoción terrestre análogos a nuestros automóviles, construidos con un
metal claro, como el bronce pulido, por ejemplo. Y seguramente también que
las “lanchas voladoras” que se describen eran aeronaves”.
Los HAV-MUSUVS iban vestidos con bellas telas blancas, unas especies de
togas que cubrían sus hombros, y calzaban sandalias de color claro. Según
otro relato, un jefe Paiute, antes de la llegada de los españoles al Nuevo
Continente, se aventuró un día hacia las moradas subterráneas de los HAV-
MUSUVS. En las inmediaciones de sus cavernas fue detenido por ellos. Éstos lo
llevaron consigo y sin maltratarle le enseñaron un buen número de
conocimientos útiles. Cuando el jefe Paiute volvió —libremente— a su tribu,
explicó, todavía estupefacto, haber visto en las cavernas “hombres de piel
dorada” y “luces que brillaban noche y día”. Ahora bien, todos sabemos que
en aquella época ninguna lámpara de aceite era capaz de brillar noche y día,
como el alumbrado eléctrico.
Después de la llegada de los conquistadores al Nuevo Continente, los HAV-
MUSUVS cesaron de volar en sus extraños aparatos y nadie los vio ya jamás.
Pero su recuerdo se ha conservado y permanece hasta el día de hoy en las
viejas leyendas de los indios Navajos y Paiutes. Además, en consonancia con
estas tradiciones seculares debe recordarse que el Valle de la Muerte, ese
territorio desolado, estéril y desértico, fue llamado en otro tiempo Tomesha, el
Valle Magnífico, por los antepasados de los indios actuales. Por otra parte, los
indios Pueblos, de Nuevo Méjico, esperan desde hace mucho tiempo la “Era
del Cielo y del Reino”, anunciada en sus tradiciones. Ellos saben que una
nueva época va a empezar, el Cuarto Período, que verá nacer a los “Hombres
de Luz”, los cuales no tendrán necesidad de trabajar con el sudor de su frente.
Los indios Pueblos, confiando en sus leyendas y tradiciones seculares, saben
que una nueva Era o Cuarto Ciclo tomará origen sobre sus territorios
ancestrales.

MÁS ENIGMAS SIN RESOLVER


Otro hecho no menos curioso es que las leyendas americanas están llenas
de alusiones a una misteriosa energía que, al ser puesta en libertad, emite una
especie de fluorescencia de color verde, la cual, alumbrando un inmenso reino
subterráneo, reemplaza totalmente al Sol, favorece el crecimiento de las
plantas y prolonga la vida humana. Se alude también a la existencia de
misteriosos hombres subterráneos. Según se cuenta, en la región amazónica,
un explorador que acertó a caer dentro de un laberinto subterráneo, observó
que las paredes de éste estaban iluminadas “como por un sol de esmeraldas” y
que, antes de poder salir de nuevo a la selva huyendo de una araña enorme y
monstruosa, pudo ver “sombras parecidas a hombres” que se movían allá al
fondo de un corredor.
Los descendientes de los incas refieren temerosas historias sobre
antepasados suyos que vagan en “las entrañas de los montes”, de donde salen,
a veces, de noche, para pasearse por la manigua. Resulta inconcebible que se
trate de personas de carne y hueso o de fantasmas; pero, si ha de darse crédito
a Tom Wilson, guía indio de California, son seres perfectamente vivos. Hace
unos cuarenta y cinco años, un abuelo de Tom (que desconocía las leyendas
sudamericanas), al equivocarse de camino fue a parar a una gran ciudad
subterránea, donde vivió durante algún tiempo en compañía de seres extraños
“vestidos con ropas de un material que se parecía al cuero, pero que no era
cuero”, que hablaban una lengua incomprensible y tomaban alimentos no
naturales.
En cambio, un buscador de oro, apellidado White, acertó a meterse
casualmente, quince años después, en el interior de una necrópolis
subterránea, donde, en un vasto recinto que se parecía a una plaza y, al mismo
tiempo, a un salón de reuniones, yacían centenares de cuerpos, naturalmente
momificados. Unos, aparecían arrellanados en sillones de piedra; otros,
tendidos sobre el pavimento en las posturas más raras, como si la muerte los
hubiera sorprendido súbitamente. También estos cadáveres aparecían vestidos
con ropas hechas de un material similar al cuero, y estaban igualmente
iluminados por una siniestra fluorescencia verde. En torno de los cuerpos, y
bajo aquella luz espectral, centelleaban enormes estatuas de oro.
El lingüista norteamericano George Hunt Williamson, en 1952 vivió
muchos meses entre los indios de Minnesota estudiando su folklore. Y ellos le
hablaron de extraños discos volantes que se desplazaban silenciosos y que a
veces chocaban contra la Tierra. Los indios le aseguraron que antes de la
llegada de los europeos, los tripulantes de esos misteriosos ingenios se
mezclaron frecuentemente con ellos, y que además deben a esos contactos
muchos de sus conocimientos. Asimismo, creen también en la posibilidad de
su retorno, pero sobre este punto no quieren ser demasiado explícitos, sino
que se muestran más bien reservados.

LOS MISTERIOSOS «KAPPAS»

Hace siete años, el semanario japonés “Mainichi Graphic”, cuya tirada se


calcula en varios millones de ejemplares, publicó un trabajo interesantísimo y
en el que su autor terminaba preguntando si no deberíamos tomar seriamente
en consideración la hipótesis según la cual arribaron al Japón seres
procedentes del espacio, viviendo en aquel país hasta hace unos mil años.
Esta información hubiera despertado una reacción de escepticismo general si
no hubiera sido divulgada por una publicación famosa por su seriedad y si no
hubiera encontrado el decidido apoyo de uno de los más prestigiosos hombres
de ciencia con que hoy cuenta el Japón: el profesor Komatsu Kitamura,
arqueólogo e historiador de gran valía.
“La primera sospecha que me indujo a aceptar como verosímil esta
hipótesis —escribe el citado profesor— me la infundió un grabado que
encontré en un viejo documento con ilustraciones intercaladas en el texto,
sobre la historia de los legendarios “hombres de los cañaverales”, cuya
presencia había sido señalada repetidas veces en tiempos de Heian (siglos IX,
X y XI, d. de JC.). Los “kappas”, como se les llamaba a estos seres, eran
criaturas de aspecto extraño, que los antiguos documentos describen como
“semejantes al hombre”, pero que presentaban monstruosas deformaciones”.
“De estas descripciones se deduce claramente que los “hombres de los
cañaverales” eran bípedos, con manos y pies palmiformes, en cada una de las
cuales les aparecían sólo tres dedos, terminados en ganchos, siendo el dedo
central mucho más largo que los otros dos. Tenían la piel morena, tersa,
sedosa y reluciente; cabeza pequeña, orejas muy abultadas y ojos
extraordinariamente grandes y triangulares. En la cabeza —según opinión
unánime de quienes los describen— llevaban un curioso “casquete con cuatro
agujas”, y su nariz tenía el aspecto de una trompa, que terminaba detrás del
hombro, donde se unía a una “giba” que tenía la forma de una cajita o cofre.
Hasta hace poco tiempo —sigue diciendo el científico nipón— sólo
hubiéramos podido catalogar a esos seres dentro de una categoría especial de
monos, transfigurados por la imaginación humana, o entre los seres
puramente legendarios. En efecto, ¿qué otro juicio podrían merecernos figuras
tan extrañas y —al decir de los antiguos autores— “capaces de desplazarse
velozmente tanto en tierra como en el agua”? Pero hoy sabemos, por ejemplo,
que los fabulosos dragones existieron realmente —gigantescos saurios que
vivieron en el cenozoico— y que los gigantes de que hablan las sagas
pertenecieron, igualmente, al mundo de la realidad”.
“Por eso me decidí a estudiar un poco más de cerca a los legendarios
“kappas”, y, de pronto, llegué a una deducción sensacional: estos seres, tal
como se hallaban descritos, parecían ser idénticos a los hombres-ranas de
nuestros tiempos. En efecto, su piel, “morena y brillante”, podía ser un
“buzo” impermeable; sus manos y pies palmiformes podían formar parte del
equipo (los ganchos, seguramente, servían para realizar alguna maniobra
habitual), y “la trompa que terminaba en una giba”, es, en el fondo, igual a los
aparatos respiratorios alimentados por bombas de oxígeno, que nosotros
conocemos perfectamente. Quedan por explicar las “cuatro agujas sobre el
casquete”: no me atrevo a dar entrada a la idea que se asoma a mi mente, pero
me siento tentado de admitirla y convencerme de que trata ¡de antenas!”.
“¿Hemos de admitir, pues, la conclusión de que los “kappas” arribaron a
nuestro planeta procedentes del espacio? Los informes y relatos que
poseemos sobre esos seres tienden más bien —afirma el profesor Kitamura—
a inclinarnos a favor de esta teoría. En efecto, muchos aseguran que esos
extraños seres poseían vehículos “semejantes a grandes conchas marinas,
capaces de desplazarse a gran velocidad sobre las aguas y por el cielo”. Si
aceptamos la hipótesis de que tienen un origen espacial, la siguiente pregunta
que se plantea es ésta: ¿De dónde podían venir los legendarios “kappas”? Al
tratar de localizar su punto de procedencia dentro de los límites de nuestro
sistema solar —dice un experto japonés, apasionado por estos problemas—
hemos de inclinarnos categóricamente por Venus. Efectivamente, se supone,
con bastante fundamento, que en este planeta abundan mares y que son
poquísimas las tierras que han emergido sobre su superficie. La naturaleza
misma del planeta debió obligar a los venusianos a convertirse en “anfibios”.*
Una tradición china afirma que los primeros habitantes del país llegaron a
la Tierra procedentes de la Luna. (Sin duda el título de “Celeste Imperio”
debe estar relacionado con esta creencia u otras conexas.)
Mil años antes de Cristo, un autor chino habla de los “sui sing”, esto es,
“globos luminosos”, diciendo: “Desde la antigüedad hasta nuestros días no se
podrían enumerar los “sui sing” que han descendido a la Tierra”. (Estos
misteriosos artefactos se creían ocupados por una entidad invisible, y
omnipotente.)
Lao Tseu, el fundador del taoísmo, desapareció arrebatado hacia el cielo.
Confucio escribió de él: “He visto a Lao Tseu y se parece al dragón, que no
puede adivinarse si sube al cielo por el viento o cabalgando en las nubes”.
Hace diez mil años, una civilización superior dominaba el globo y
estableció en el Gran Norte una zona de deportación. Veamos lo que dice el
folklore esquimal. Nos habla de tribus transportadas al Gran Norte, en el
origen de los tiempos, por pájaros metálicos gigantes.
Otra leyenda, examinada también celosamente, es la que nos habla de los
“hombres negros siberianos”, que se desplazaban de una a otra de sus
fortalezas, “volando en discos de plata con largas colas de fuego”.

ISIS Y OSIRIS

Si nos trasladamos ahora al milenario Egipto y examinamos la leyenda de


Isis y Osiris, descubriremos que esta misteriosa pareja, hermano y hermana,
unidos en matrimonio divino, descendió a la tierra egipcia en una especie de
nave celestial con la misión de educar a los primitivos pobladores del Valle
del Nilo. Nadie sabe de dónde vinieron los egipcios. “Creo que han existido
siempre —escribió el historiador griego Herodoto en el siglo V a. de J.C.—
desde los comienzos de la especie humana”. En tiempos prehistóricos
vivieron como el hombre neolítico de Mesopotamia, alimentándose de la
agricultura y la crianza de animales, pescando y cazando. Luego, en forma
abrupta y sin explicación, el valle entero del Nilo, desde la primera catarata
hasta el mar, quedó fundido en una entidad política única y el Egipto se
convirtió en nación. Dice la tradición que el genio de esa unificación fue un
rey llamado Menes, fundador de la primera dinastía, quien llegó desde el sur
alrededor del año 3100 a. de J.C.

ESCUDRIÑANDO EL ORIGEN DE LOS EGIPCIOS

Algunos entusiastas de nuestro tema han llegado a suponer que en su


origen la raza egipcia podía proceder de un pueblo extraterrestre. Para
sostener tal hipótesis aluden a la citada leyenda de Isis y Osiris. Sin embargo,
según algunas evidencias históricas parece ser que los egipcios son
descendientes de Mizraim, el hijo de Cam, nieto de Noé. De ahí que Mizraim
sea el nombre bíblico de Egipto. Este nombre, tal como aparece en el texto
hebreo del Génesis, sin los puntos, es Metzrim. Y Metzr-im significa “el
cercador o guardador del mar” (derivándose la palabra de Im, que es lo
mismo que Yam, “el mar”, y de Tzr, “cercar”, teniendo antepuesta la M
formativa).
Ahora bien: si los datos que la historia antigua nos ha transmitido acerca
del primitivo estado de Egipto son verdaderos, el primer hombre que allí se
estableció es preciso que haya hecho la misma cosa que implica aquel
nombre. Diodoro Siculo nos cuenta que, en los tiempos primitivos, aquella
región que cuando él escribía era Egipto, “se decía no haber sido un país, sino
un mar universal” (Diod., lib. III, pág. 106). También Plutarco afirma “que el
Egipto era un mar” (De Iside, tomo II, pág. 367). Igualmente Herodoto nos
suministra razones muy poderosas para probar lo mismo. Él exceptúa la
provincia de Tebas en su aserto; pero teniendo en cuenta que la provincia de
Tebas no pertenecía a Mizraim, o sea el Egipto propio, cuyo nombre, según
expresa el autor del artículo “Mizraim” en la Enciclopedia Bíblica, pág. 598,
“denota propiamente el Bajo Egipto”, se verá que el testimonio de Herodoto
concuerda enteramente con el de Diodoro y Plutarco.
Pues bien: Herodoto hace constar que durante el reinado del primer rey,
“todo el Egipto (a excepción de la provincia de Tebas) era un vasto pantano.
No era visible parte alguna del terreno que actualmente se extiende más allá
del lago Meris, hallándose dicho lago siete jornadas distante del mar”
(Herodoto, lib. II, cap. 4). De este modo todo el país de Mizraim, o sea el
Bajo Egipto, se hallaba sumergido en el agua. (La misma opinión acerca de la
extensión de Mizraim manifiesta R. Jamieson, en Paxton, Ilustraciones de las
Escrituras, tomo I, pág. 198, y en Kitto, Comentario Ilustrado, tomo IV, pág.
110). Este estado del país fue causado por el desborde del Nilo, el cual,
valiéndonos de las mismas palabras de Wilkinson (Tomo I, pág. 89):
“antiguamente bañaba el pie de las areniscas montañas de la cordillera
Líbica”. De ahí que el Nilo era llamado antiguamente por el mismo nombre
de océano o mar (Diodoro, lib. I, pág. 8).
No obstante, antes de que Egipto estuviese en disposición de ser habitado
por los hombres, antes de poder llegar a ser lo que posteriormente ha sido, es
decir, uno de los más fértiles de todos los países, era indispensable que se
construyesen límites a los desbordes del mar, y que para este fin sus aguas
quedasen cercadas o estancadas por grandes diques. Pues si el hijo de Cam se
dirigió con una colonia al bajo Egipto, estableciéndose allí, debe haber
llevado a cabo precisamente esta misma obra. ¿Y qué es más natural sino que
se le concediese un nombre en memoria de su grande empresa? Y ningún
nombre podía ser más adecuado que Metzr-im, “el cercador del mar”, o según
actualmente se halla este nombre aplicado a todo Egipto, Musr o Msr
(Wilkinson, tomo I, pág. 2). Los nombres siempre están sujetos a ser
abreviados en la boca de un pueblo, y por lo tanto, “el país de Misr” es
evidentemente lo mismo que “el país del cercador”. De este aserto se deduce
que el acto de “cercar el mar”, o sea de “resguardarlo dentro de ciertos
límites”, fue equivalente a hacer o transformarlo en un río, es decir, en lo que
respecta al Bajo Egipto.
Y así vemos que esto coincide maravillosamente con la Biblia, en Ezequiel
29:3, 9 y 10, donde se pronuncian juicios contra el rey de Egipto, el
representante de Metzr-im, “el cercador del mar”, a causa de su orgullo:
“Habla y di: Así dice el Señor, Yave: ¡Heme aquí contra ti, oh Faraón, rey de
Egipto! Cocodrilo gigantesco, echado en medio de tus ríos, te dijiste: Míos
son los ríos, yo mismo los he excavado… Y la tierra de Egipto se tornará en
soledad y desierto, y sabrán que yo soy Yave, por haber dicho: Míos son los
ríos, yo los he hecho. Por eso, heme aquí contra ti y contra tus ríos”.
Si ahora fijamos nuestra atención en lo que consta de las hazañas de
Menes, al cual tanto Herodoto como Maneto y Diodoro hacen figurar como el
primer rey histórico de las dinastías de Egipto, y si lo comparamos con lo que
se afirma acerca de este rey, teniendo en cuenta el significado del nombre
Mizraim, veremos que todo concuerda. En los siguientes términos describe
Wilkinson la grande obra que atrajo la fama de Menes, “el cual —dice— es
admitido por consentimiento universal haber sido el primer soberano del
país”. He aquí, pues, sus palabras: “Habiendo desviado el curso del Nilo, el
cual anteriormente bañaba el pie de las areniscas montañas de la cordillera
Líbica, le obligó a correr en el centro del valle, casi a igual distancia de cada
una de las dos sierras paralelas que lo confinan en el Este y Oeste, y edificó la
ciudad de Memfis en el lecho de la antigua corriente. Este cambio lo efectuó
construyendo un dique a una distancia de cien estadios más allá del sitio de la
proyectada ciudad, cuyos elevados terraplenes y resistentes moles hicieron
pasar las aguas hasta el Oeste, y permanentemente confinaron el río en su
nuevo lecho. El dique fue conservado con sumo cuidado por los reyes
subsiguientes, y hasta mucho tiempo después, en la invasión persa, existía allí
un guardián para dirigir las composiciones necesarias, y para vigilar la
condición de los moles” (Los Egipcios, lib. I, pág. 89).
La conclusión es obvia: si hemos visto que Menes, el primero de los
reconocidos reyes históricos de Egipto, llevó a cabo precisamente la misma
obra que es implicada en el nombre de Mizraim, ¿quién puede resistir a la
deducción de que Menes y Mizraim no son sino dos nombres diferentes para
designar la misma persona? De este modo parece quedar patente, pues, que
Menes debe haber sido Mizraim, el nieto del mismo Noé, el fundador de
Egipto y de quien descendieron los egipcios. Por lo tanto, Isis y Osiris, en el
supuesto de que pudieran haber sido dos mensajeros oriundos del espacio
extraterrestre, visitaron la Tierra, como tantos otros educadores, para aportar
su cultura y sus conocimientos.

LA NAVE DE OSIRIS

¿Y qué decir del origen de la creencia en los barcos de los muertos para el
viaje celeste de las almas? Primitivamente los egipcios no eran enterrados,
sino que sus cuerpos, como los de los reyes muertos, eran abandonados en las
dunas del desierto con objeto de que el aire caldeado y las ardientes arenas
ejercieran sobre los cadáveres, así expuestos al sol y al frío de la noche, un
proceso de preservación de la corruptibilidad y produciendo en ellos una
momificación natural. La leyenda egipcia cuenta que un día descendió del
cielo un barco volador y se llevó a uno de los cuerpos de aquella necrópolis
expuesta a la intemperie. Así se forjó el mito de la nave de Osiris.
CAPÍTULO V
EXTRAÑOS FENÓMENOS CELESTES EN EGIPTO

EL DISCO DE AKHENATÓN

En los primeros siglos del Nuevo Imperio, a mediados del XIV a. de J.C.,
surge la figura más extraordinaria de la historia egipcia; la familia real dio una
de las figuras religiosas más notables, con una personalidad totalmente
diferente: Akhenatón, descendiente de reyes atléticos y guerreros, tataranieto
de Thutmosis, filósofo de ideas revolucionarias. Akhenatón vino al mundo en
1396 a. de J. C. y aunque hoy se le conoce por este nombre, al nacer se le
puso el dinástico de Amenhotep o Amenofis IV. Era un soñador, un esteta, un
iconoclasta y un genio intelectual. Poseía, además, un valor a toda prueba y
una fuerza de voluntad adamantina. Él solo causó una revolución religiosa y
política que echó por tierra todo el complejo andamiaje del Estado egipcio y
precipitó una crisis que por poco acaba con el Nuevo Imperio. Joven todavía,
se casó con su hermana Nefertiti, mujer tan brillante como hermosa, y durante
varios años fue corregente con su ya viejo y voluptuoso padre, cuyos sedentes
colosos sin cara aún están a orillas del Nilo. Muerto el rey, en 1361 a. de J.C.,
Akhenatón ascendió al trono como único soberano del Nuevo Imperio.
Pero tuvo lugar un acontecimiento tan singular y extraordinario que motivó
el que Akhenatón se rebelase contra el politeísmo establecido de antiguo,
iniciando una gran reforma religiosa con la que trató de convertir a Egipto al
monoteísmo, proclamando que un sólo dios, el dios verdadero reinaba sobre
todos los hombres en todas partes. ¿Cómo y por qué llegó a concebir la idea
de un solo dios? ¿Qué es lo que sucedió para que tal concepto de la deidad,
elaborado de una manera tan súbita, produjera en su alma mística un impacto
y una conmoción tan formidable?
En el Cantar IV de Akhenatón al dios Atón, leemos: “… y así sucedió que
estando el faraón de caza del león, y siendo en pleno día, sus ojos se posaron
en un disco refulgente, posado sobre una roca, y éste latía como el corazón
del faraón, y su brillo era como el oro y la púrpura. El faraón se postró de
rodillas delante del disco…” Y en su III Himno, el joven monarca salmea:
“¡Oh, disco solar, que con tu brillo refulgente palpitas como un corazón, y mi
voluntad parece la tuya! ¡Oh, disco de fuego, que me alumbras, y tu brillo y tu
sabiduría son superiores al Sol!”.*
No es de extrañar, pues, que ante una experiencia tan alucinante,
Akhenatón adquiriera el coraje necesario para desafiar la tradición secular,
sosteniendo frente a las arraigadas castas sacerdotales y en particular los
apóstoles de Amón, el dios imperial de Tebas, que sólo había un dios y que se
llamaba Atón. Renunciando a toda deidad que no fuera Atón, el joven faraón
cambió su nombre de Amenhotep (“Amón está satisfecho”) por Akhenatón
(“El que sirve a Atón”). No contento con haber proclamado a Atón único y
verdadero dios, Akhenatón mandó borrar el nombre de Amón de todas las
inscripciones aun tratándose de nombres como el de su padre. Por si fuera
poco, decretó la disolución de las castas sacerdotales y liquidó los bienes de
los templos. Y para romper del todo con el pasado, dejó Tebas, sede de Amón,
y fundó una nueva capital, a la que llamó Akhetatón (“Lugar de la gloria
efectiva de Atón”), 480 kilómetros más al norte. Allí mandó erigir un gran
templo y multitud de santuarios menores, abiertos a los rayos del sol. No
había en ellos ninguna estatua. A Atón se le personificaba en las artes, cuando
más, mostrando sus rayos como brazos divergentes, cuyas manos extendidas
sostenían el jeroglífico correspondiente a la idea de “vida”.

EL PAPIRO DE THUTMOSIS II

Pero tal vez una de las más antiguas alusiones a los platillos volantes
procede de otro singular y no menos interesantísimo documento que data de
unos 3.500 años. Nos referimos a un papiro, original de la XVIII dinastía
egipcia, en el siglo XV a. de J.C., que forma parte de los Anales Reales de la
época de Thutmosis III el Grande (años 1501-1447 a. de J.C.). Este
manuscrito del Reino Nuevo, de cuya autenticidad histórica no puede caber
ninguna duda y que, desgraciadamente, se conserva en mal estado y contiene
muchas lagunas en su relato, describe unos objetos celestes que hicieron su
primera aparición un mediodía, entre el 18 de febrero y el 20 de marzo del
año 1478 a. de J.C., es decir, hace treinta y cuatro siglos y medio. El informe
procede de Boris Rachewiltz, quien a su vez los halló en el Museo Vaticano
cuando examinaba los documentos dejados por el difunto profesor Alberto
Tulli. Rachewiltz publicó su trabajo en la revista “Doubt”. Un extracto del
mismo fue luego reproducido, bajo el título “Platillos volantes en la
antigüedad”, en el Boletín núm. 87 de la Sociedad Astronómica de España y
América, en setiembre de 1957. Y de esta solvente publicación me complace
reproducir la versión que aquí transcribo del citado documento:
“En el año 22, tercer mes del invierno, a la sexta hora del día, los escribas
de la Casa de la Vida notaron la llegada de un círculo de fuego en el cielo. Su
cuerpo tenía una vara de largo y un quinto de ancho (5 por 1 metros,
aproximadamente). Aunque no tenía cabeza, su boca despedía un aliento de
olor fétido. No tenía voz… Sus corazones quedaron turbados y echaron a
correr. Después fueron a comunicarlo al Rey. Su Majestad meditó acerca de lo
ocurrido. Su Majestad dio la orden… ha sido examinado… como todo cuanto
se ha escrito en los rollos de papiros de la Casa de la Vida… Ahora, cuando
ya han transcurrido muchos días después de estos acontecimientos… ¡Oh!
Son numerosos como todo. Brillan más que el Sol en los cuatro puntos
cardinales del cielo. Los círculos de fuego ocupaban una fuerte posición, y el
ejército del Rey los vio, estando su Majestad en medio de él. Esto tuvo lugar
después de la cena. Allí arriba, ellos (los círculos de fuego) se elevaron en
dirección sur. Cayeron del cielo peces y aves… una maravilla jamás vista
desde que este país existe. Su Majestad hizo traer incienso para apaciguar…
en el libro de la Casa de la Vida lo que había sucedido para que sea recordado
toda la eternidad”.

Reproducción del Papiro de Tulli

Hasta aquí el texto del papiro. Aclararemos que la Casa de la Vida era una
misteriosa institución en la que se representaban ritos mágicos y tenía
agregado un grupo de escribas, quienes observaron la aparición del fenómeno
descrito y anotaron el insólito hecho en este importante documento
perteneciente a los Anales Reales de aquella época.

CONCORDANCIA CON EL ÉXODO BÍBLICO


Pero eso no es todo. Una concordancia cronológica inquietante nos ha
revelado que, de acuerdo con los datos históricos más verosímiles y
autorizados, el Éxodo bíblico tuvo lugar en tiempos de Thutmosis III el
Grande, y existen razones cronológicas poderosas para pensar que las
misteriosas apariciones celestes de los círculos de fuego que se describen en
el papiro que ya hemos mencionado, están relacionadas con las plagas de
Egipto que dieron la libertad a los hebreos. Efectivamente, un hecho aparece
clarísimo en el aludido texto egipcio: que los círculos de fuego desarrollaban
una acción declaradamente hostil contra Egipto, en tanto que el rey, con todo
su ejército, intentaba hacerles frente.
De acuerdo con los datos históricos más verosímiles, el Éxodo debió
comenzar entre 1500 y 1450, a. de J.C., y por consiguiente en tiempos de
Thutmosis III. Sabemos que éste emprendió quince expediciones militares a
Oriente, de las cuales volvió con catorce victorias; de estas catorce campañas
las crónicas egipcias hablan relatando las hazañas de su rey. Pero en la lista
triunfal falta una de ellas, precisamente la cuarta, realizada en 1475, y de sólo
ésta se ignora en qué consistió. La omisión podría significar, simplemente,
una derrota si no fuera porque esto, naturalmente, lleva implícito la victoria
de otro, un otro pueblo en cuyos anales constaría su triunfo contra tan
poderoso enemigo. Ahora bien, ninguna de las naciones con las que contendía
Egipto se arroga semejante victoria. Tanto es así que los historiadores ignoran
en absoluto qué fue y contra quién emprendió Thutmosis III esa misteriosa
cuarta campaña. Sólo saben que la hizo y que tuvo lugar después de la tercera
y antes de la quinta, esto es, entre los años 25 y 29 de su reinado.
(Recordemos que según el relato bíblico en la persecución de los hebreos
pereció todo el ejército del faraón, pero no éste.) Cuatro caminos conducen a
fijar la fecha del Éxodo:
a) La opresión de los hebreos debió de comenzar inmediatamente después
de la expulsión de los hicsos en 1580, bajo cuyo dominio gozaron de trato
privilegiado en el país. Como Moisés, que los liberó cuando contaba 80 años
de edad (Éxodo 7:7), había nacido ya bajo las persecuciones, el Éxodo tuvo
que comenzar después de 1500.
b) Crónicas egipcias registran ataques contra Canaán por parte de los
habiru (nómadas semíticos del desierto, identificados como hebreos) hacia
finales del reinado de Amenhotep II, esto es, antes de 1370. Como los hebreos
comenzaron sus ataques a Canaán después de cuarenta años de vagar por el
desierto, conquistándolo en siete años, el Éxodo tuvo que comenzar antes de
1410.
c) En las crónicas egipcias no aparece ningún indicio que señale la
presencia de los hebreos en Canaán durante las campañas de Thutmosis III a
Oriente (años 1479 a 1460). En cambio, sí consta que al cruzar el desierto
encontró las tribus nómadas de los josephel (hijos de José) y de los Jakobel
(hijos de Jacob), indudablemente los hebreos del Éxodo que dos años después
de salir del desierto del Sinaí llegaron a las fronteras de Canaán sin atreverse
a penetrar allí. En consecuencia, el Éxodo debió de comenzar después de
1500 (ya que en 1460 todavía no había terminado) y antes de 1460 (fecha en
que ya no estaban en el desierto), en concordancia con los datos a y b.
d) Los reyes Aramphel y Arioch, que Abraham atacó cuando contaba de
80 a 85 años de edad, han sido identificados como Hammurabi (2117-2081) y
Rim-Sin (2125-2095), datos que permiten fijar el nacimiento de Abraham
entre los años 2200 y 2175. Los textos bíblicos informan que Isaac nació
cuando Abraham contaba 100 años, Jacob cuando Isaac tenía 60 y que los
israelitas entraron en Egipto cuando Jacob era de 130 años de edad,
permaneciendo en el país durante 430 años. De esta cronología se deduce
inmediatamente que el Éxodo comenzó entre 1480 y 1455.
Resumiendo los cuatro puntos anteriores puede admitirse como fecha más
probable del Éxodo los años comprendidos entre 1480 y 1460, muy
posiblemente, pues, el 1475 de la desconocida expedición guerrera de
Thutmosis III. La entrada en Egipto debió, entonces, tener lugar en el año
1905, durante la XII dinastía, en el apogeo del Imperio Medio, cuando eran
bien acogidos allí todos los emigrantes semitas.

LA ARQUEOLOGÍA APORTA SUS PRUEBAS

En un ensayo intitulado “Biblical History in the light of Archeological


Discovery since A. D. 1900”, cuyo original inglés es propiedad de “The
Victoria Institute”, de Londres, 1942, el doctor D. E. Hart-Davies expone los
resultados de unos importantísimos descubrimientos arqueológicos, que han
permitido, por fin, fijar la fecha exacta en que el pueblo de Israel fue liberado
del yugo egipcio, iniciando el Éxodo que nos relata la Biblia. Considerando
este hallazgo de una importancia capital (aparte su valor intrínseco) en
relación con el papiro de Thutmosis III del que, paralelamente, se habla en
este capítulo, a continuación transcribo un extracto del citado ensayo:
“La fecha del Éxodo generalmente aceptada en los círculos de la crítica
hasta hace poco tiempo ha sido el año 1220 a. de J. C. Desde el punto de vista
tradicional esta fecha es errónea y está en desacuerdo con las Sagradas
Escrituras; esta fecha equivocada ha sido la causa de considerable confusión y
contradicciones en la interpretación de los textos bíblicos. Las excavaciones
efectuadas en el lugar donde estuvo la antigua Jericó han permitido obtener
una prueba material en apoyo de la fecha en la que tradicionalmente se ha
creído tuvo lugar el Éxodo de acuerdo con la cronología que consta en el
Libro Primero de los Reyes. Allí, en el capítulo VI, versículo 1.º, está escrito:
“En el año cuatrocientos ochenta después que los hijos de Israel salieron de
Egipto, el cuarto año del principio del reino de Salomón sobre Israel…”.
Sabemos en la actualidad, con más o menos seguridad, la fecha del ascenso de
Salomón al trono: según el historiador Josefo, para no citar otras autoridades,
fue en el año 966 a. de J. C. Si a esta cifra agregamos los 480 años del texto
bíblico arriba mencionado, tendremos como fecha del Éxodo el año 1446 a.
de J. C.”. (El autor parece olvidar los cuatro años del reinado de Salomón que
cita el mismo texto y que deben restarse de la fecha hallada; la corrección es,
desde luego, insignificante y puede prescindirse de ella en consideración a
que los historiadores modernos sitúan el comienzo del reinado de Salomón
cuatro años antes que Josefo, en el 970.)
“Como la peregrinación por el desierto duró cuarenta años, se obtiene el
año 1406 a. de J. C. como fecha de la captura de Jericó. Ahora bien, después
de un minucioso estudio de la cerámica encontrada en dicha ciudad, como
asimismo de ocho escarabajos de barro egipcios que tenían grabado el nombre
del faraón reinante, el profesor Garstang, de la Universidad de Liverpool, ha
comprobado, con mayor o menor exactitud, la fecha en que Jericó fue
conquistada y, por consiguiente, también queda confirmada la antedicha fecha
del Éxodo”.
Esta fecha —1446 a. de J. C.— vemos que se aproxima mucho y muy
sospechosamente al año 1478 a. de J. C., en el que, poco más o menos, debió
presentarse la primera de las apariciones celestes registradas en el papiro de
Thutmosis III. Treinta y dos años de diferencia caben perfectamente dentro
del margen de error propio de cronologías referentes a tiempos tan remotos.
En cualquier caso, las apariciones que el texto egipcio precisa ocurrieron
“transcurridos muchos días después” —y que son las más significativas, tanto
por el gran número de “objetos” que intervinieron, como por los prodigiosos
sucesos que las acompañaron— acortan mucho el intervalo, tanto que muy
bien pudieron haber tenido lugar en vísperas de iniciarse el Éxodo. En efecto:
dados los hechos que, por una parte, relata el manuscrito de Thutmosis III, y
considerando las circunstancias que concurrieron precediendo al Éxodo, cabe
suponer, puesto que existen razones de orden cronológico que apoyan la
hipótesis, que los misteriosos “círculos de fuego” que repetidamente
sobrevolaron Egipto, están de algún modo relacionados con las plagas
bíblicas que en aquella misma época y lugar dieron libertad a los hebreos.

En abril de 1955, el eminente egiptólogo inglés Walter Bryon Emery, dio,
en el Metropolitan Museum de Nueva York, un comunicado que apasionó al
mundo científico porque se relacionaba con el gran enigma que aún se cierne
sobre los acontecimientos que señalaron la primera civilización conocida en
el globo, la del antiguo Egipto. Después de treinta años de estudios y
excavaciones en los lugares que vieron aparecer al primer faraón, Bryon
creyó posible poder demostrar que no existía ningún indicio de hombres
civilizados hace alrededor de seis mil años. Luego, sin transición aparente, el
antiguo habitante de las cavernas se dedicó a construir palacios
asombrosamente artísticos. Súbitamente se encontró en posesión de una
técnica y de útiles perfeccionados que le permitieron trabajar la piedra, la
madera, el cuero, el marfil, el oro e inclusive hacer trabajos textiles. ¿De
dónde llegó esa extraordinaria ciencia? Después de haber comprobado que
nada la precedía ni la explicaba, el eminente sabio confesó: “Todo sucedió
como si los salvajes habitantes del valle del Nilo hubieran recibido, un buen
día, la visita de algunos instructores sobrenaturales llegados en platillos
volantes”.*
CAPÍTULO VI
ASTRONAVES EN LA INDIA FABULOSA

Se llega a conclusiones análogas, compartidas por científicos de alto


calibre que no temen hacer alusión a ellas, estudiando otras civilizaciones
antiguas. Debemos pasar, pues, ahora, a la India milenaria y fabulosa. James
Churchward, autor de una obra que trata sobre la Atlántida, “The Children of
Mu”, nos dice que durante un viaje a la India que hizo a fines del siglo
pasado, algunos sacerdotes hindúes le mostraron antiguos documentos
sánscritos relativos a una civilización desaparecida hace alrededor de quince a
veinte mil años. Y en estos textos, varias veces milenarios, se encuentran
descripciones de máquinas voladoras que poseían los hombres de aquella
época, cuyas características son idénticas a las de los misteriosos artefactos
que hoy denominamos ONIS (sigla científica de: “Objetos No Identificados”),
vulgarmente conocidos por la opinión pública con el nombre de platillos
volantes.
En efecto, la antigua literatura india es riquísima en alusiones a aeronaves
que circularon por el cielo en el origen de los tiempos, llamadas en sánscrito
vimanas, que eran “carros celestes” que parecían “nubes azuladas en forma de
huevo o de globo luminoso” y que podían viajar perpetuamente alrededor de
la Tierra sin agotarse. Durante años y años, los que acudían a aquellos textos
sagrados se preguntaban qué podrían ser, en realidad, tales objetos. Pero es
evidente que su descripción evoca, por vía de equiparación, a los “carros de
fuego” de otras mitologías. Entonces, ¿debemos considerar que los aludidos
vehículos son producto de la imaginación ancestral de nuestros antepasados
para sublimar el poder de sus dioses? Personalmente yo no creo que esos
textos se refieran a simples leyendas mitológicas. Al llegar aquí es natural que
algún lector se pregunte en qué me baso para fundamentar esta opinión. La
respuesta es bien sencilla y convincente: en esos tiempos antiguos existía la
costumbre de hacer una distinción escrupulosa entre todos los mitos, llamados
Daiva, y los hechos reales, llamados Manusa. Pues bien: todo lo referente a
los vimanas aparece siempre en los textos calificados Manusa. Allí se habla
de vimanas de varios tipos y tamaños, en una clasificación muy semejante a la
que empleamos hoy para los aviones y proyectiles dirigidos. Por ejemplo: los
vimanas vulgares, en los que podemos identificar a los reactores, proyectiles y
astronaves; los vimana anihotra, con dos fuegos propulsores; los vimana
elefante, enormes, con motores, etc.

LOS VEHÍCULOS DE LOS DIOSES

Una colección de crónicas en sánscrito, el Samarangana Sutradhara,


consagra 250 estancias al problema de los vimanas. Veamos la traducción de
algunos pasajes característicos: “Los detalles de la fabricación de los vimanas
no pueden ser revelados porque debemos guardar el secreto y no por
ignorancia. Los detalles de construcción no son mencionados porque es
necesario que se sepa que si fueran públicamente revelados se correría el
riesgo de que los aparatos fueran utilizados con fines perversos… Su cuerpo
debe ser fuerte, durable y de material liviano como un gran pájaro volador. En
el interior hay que colocar un artefacto para el mercurio con un calentador de
hierro debajo. Por medio de la potencia latente en el mercurio, que pone en
movimiento el torbellino propulsador, un hombre puede utilizar este artefacto
para viajar de manera maravillosa y llegar a gran distancia en el cielo.
También utilizando los métodos descritos, se puede construir un vimana tan
grande como el templo de la divinidad. Hay que construir cuatro sólidos
depósitos de mercurio en la estructura inferior. Cuando éstos han sido
calentados por el fuego controlado procedente de los depósitos de hierro, el
vimana desarrolla, gracias al mercurio, una potencia equivalente al trueno. Y
muy pronto se transforma en una perla en el cielo… Por medio de estas
máquinas, los seres humanos pueden volar a los cielos y los seres celestes
pueden descender a la Tierra… Las subdivisiones de los movimientos de los
vimanas son: inclinación, ascensión vertical, marcha hacia delante, retroceso,
ascensión normal, descenso normal y progresión en largas distancias. Todos
esos movimientos se obtienen ajustando correctamente los dispositivos que le
aseguran un movimiento perpetuo. La fuerza y la duración de estos artefactos
dependen del material empleado. He aquí algunas de las cualidades
principales del vehículo aéreo: puede ser invisible, transportar pasajeros, ser
también construido en forma pequeña y compacta, y moverse en silencio.
Cuando se emplea el sonido, todas sus partes motrices deben tener
extraordinaria flexibilidad y ser objeto de un ajuste impecable; debe durar
mucho tiempo, estar bien cubierto, no debe llegar a ser demasiado cálido ni
demasiado frío, demasiado rígido ni demasiado blando; puede ser movido por
los sonidos y por los ritmos”.
En otro pasaje del Samarangana Sutradhara, se establece una marcada
distinción entre los vimanas que pueden llegar hasta las regiones solares y los
que alcanzan las regiones estelares. Los aludidos vehículos eran impulsados
por el aire por “una fuerza que golpeaba el suelo al partir” o por “una
vibración que emanaba de una fuerza tan invisible como la voluntad”.
Emitían “sonidos dulces y melodiosos”, irradiaban un brillo “como de fuego”,
y su trayectoria nunca era en línea recta, sino que parecía “como una larga
ondulación que los acercaba o los alejaba de la Tierra”. Pero sin duda lo que
más nos asombra es la alusión a los sonidos y a los ritmos empleados como
energía motriz. Ahora bien: en la mayoría de las leyendas y de los mitos de
origen muy antiguo, se hace referencia a la música o a la palabra utilizadas
para mover los objetos. La conclusión se presenta irresistiblemente:
indudablemente hubo una o varias civilizaciones desaparecidas que supieron
con ayuda de sonidos o de ultrasonidos, producir vibraciones capaces de
actuar sobre la gravedad. Es evidente que esos conocimientos se han perdido
y que su recuerdo sólo se conserva en las leyendas de prodigios obtenidos
mediante el uso de palabras o de música mágicas.*
Otra fuente india, el “Samar”, nos habla también de “máquinas de hierro
bien unidas, con una carga de mercurio que se liberaba de la parte posterior
con llamas y rugidos”. En otras obras, que datan de más de tres mil años y
que sin duda se inspiraron en recuerdos mucho más remotos, se describe que
el material utilizado para la construcción de tales aparatos era madera tratada
mediante la inyección de una sustancia química que la hacía indestructible, o
un compuesto de varias aleaciones, especialmente la aleación de dos metales
blancos y un metal rojo. Por sus características y su estructura podría muy
bien estar integrada por aluminio, magnesio, cobre y berilio.

EL PODEROSO «SEÑOR DE LA LLAMA»

Una antiquísima tradición muy extendida, conservada en un manuscrito


indio, nos relata cómo un ser extraordinario llamado Sanat Kumara, en el año
18.617.841 (a. de J. C., según la cronología hindú), llegó de Venus y fue a
fijar su residencia en la Isla Blanca del mar de Gobi (hoy transformada en
desierto), despertando, junto con sus acompañantes, la inteligencia de los
hombres, haciéndoles conocer el trigo, las abejas y muchas de las cosas que
hicieron la vida más fácil a nuestros progenitores. He aquí un fragmento del
texto: “Con el trueno poderoso de su rápido descenso de insondables alturas,
circundado por llamas que llenaban el cielo de lenguas de fuego, apareció el
carro de los Hijos del Fuego, de los Señores de la Llama, venidos de la
Estrella Esplendente. El carro se detuvo sobre la Isla Blanca del mar de Gobi,
verde y maravillosa, cubierta de flores fragantes”. En efecto: no olvidemos
que según los textos brahmánicos, Marte, Venus y la Tierra estaban en
estrechas comunicaciones hace dieciocho millones de años.

OTROS INGENIOS ESPACIALES

Los manuscritos sánscritos del Mahabarata nos hablan de una máquina


circular que volaba resplandeciendo como la Luna. Allí leemos: “El hermoso
carro celestial poseía el brillo del fuego… Resplandeciendo con poderosa luz,
como una llama en una noche de verano… Como una cometa en el cielo…
Como un meteoro rodeado por una poderosa nube”. La fantástica máquina
voladora del gran poema épico de la gesta del Mahabarata, es descrita como
teniendo dos pisos y muchas cámaras y ventanas.
En pasajes del Ramayana, la gran epopeya india que narra la gesta de
Rama y que, si bien es atribuida al poeta Valmiki (siglos IV y III a. de J. C.),
debe derivarse, sin duda, de obras bastante más antiguas, se hace mención de
los “carros de fuego” en estos términos: “Bhima volaba en su carro
esplendente como el Sol y ruidoso como el trueno… El carro volante
centelleaba como una llama en el cielo nocturno estival… Pasaba como una
cometa… Parecía que brillaban dos soles… He aquí que el carro se elevaba y
todo el cielo se iluminaba”.
Pero de una manera especial se describe un carro celeste muy concreto: el
puspaka. Leamos: “El carro puspaka, parecido al Sol y que pertenece a mi
hermano, fue traído por el poderoso Ravana… Este excelente carro aéreo, que
va a cualquier sitio a voluntad, está dispuesto para ti (Rama)… Este carro,
parecido a una brillante nube en el cielo, está en la ciudad de Lanka… Viendo
cómo venía el carro movido por la simple fuerza de su voluntad, Rama
alcanzó el colmo del estupor. Y el rey subió en él, y el excelente carro, bajo el
mando de Raghira, se elevó a lo más alto de la atmósfera. Y en este carro,
desplazándose a su placer, Rama halló gran deleite”. Además, entre otras
muchas cosas, se nos cuenta también un viaje realizado por Rama a bordo de
su puspaka, a través de una zona que comprende a toda la India, ya que se
describen todos los montes y los ríos del Norte, terminando el vuelo en
Ceilán.
En otra porción del Ramayana se dice: “Y en el divino puspaka se sentaron
alegremente Sugriva, con su ejército de vanaras, y Vibshana, con sus
ministros. Ya instalados todos, el maravilloso vehículo de Kubera, a una
orden de Raghava, se lanzó al espacio… Este carro brillante como el Sol
naciente, este carro divino que sirve de vehículo a Rama y es rápido como el
pensamiento… Percibieron al príncipe en su carro, al elevar la vista,
semejante a la Luna en el firmamento… Mas divisando a Ravana cernerse en
el aire con el puspaka, hacia él se lanzaron en sus rápidos carros. Y
reanudaron la lucha desde posiciones iguales”.*

APOCALIPSIS ATÓMICO EN EL PASADO

Pero lo más desconcertante es que también las antiguas crónicas indias nos
hablan de proyectiles dirigidos y de explosivos nucleares usados por ejércitos
terribles en conflictos bélicos que tuvieron lugar en un pasado remoto. A este
propósito, algunos manuscritos sánscritos nos describen las bombas
“sikharastra”, que esparcían un infierno de fuego como las modernas de
“napalm”; el “avydiastra”, capaz de romper los nervios de los combatientes;
el “agniratha”, proyectil de reacción, y la “saura”, que parece una verdadera y
auténtica bomba atómica.
El Mahabarata menciona el “arma de Brahma”, describiéndola como una
fuerza de fantástico poder y magnitud que provocaba un humo tan brillante
como la luz de diez mil soles, y que era lanzada sobre las ciudades desde un
vimana. He aquí el texto: “Lanzada por la mano encolerizada, esta arma
terrible, que siembra el espanto en los tres mundos, no dejaría subsistir ser
alguno… Es inevitable para todos los seres este bastón de Kala que yo he
creado y que produce la muerte universal”.
En el “Drona Parva” se hace referencia a este mismo instrumento bélico
tan mortífero, y allí leemos: “El hijo de Drona lanzó el arma y soplaron
fuertes vientos. El arma se echó en remolino contra la tierra. Truenos
fortísimos ensordecían a los soldados. La tierra temblaba, se levantaban las
aguas, se hendían las montañas…”
En otro lugar, el “Drona Parva” es más explícito y detalla: “Se lanzó un
proyectil gigantesco que desprendía fuego sin humo y una oscuridad profunda
descendió sobre los soldados y las cosas. Se levantó un viento terrible y nubes
color sangre bajaron hasta la Tierra; la naturaleza enloqueció y el Sol giró
sobre sí mismo. Los enemigos caían como briznas de hierba destruidas por la
llama, hervían las aguas de los ríos, y los que se lanzaron en busca de
salvación murieron miserablemente. Ardían los bosques; elefantes y caballos
lanzaban gritos de espanto en su loca carrera entre las llamas. Cuando el
viento disipó el humo de los incendios, vimos millares de cuerpos reducidos a
cenizas por la terrible arma”.
En el Mausola Purva encontramos esta singular descripción, harto curiosa
por demás: “Es un arma desconocida un rayo de hierro, gigantesco mensajero
de la muerte, que redujo a cenizas a todos los miembros de la raza de los
Vrishnis y de los Andhakas. Los cadáveres quemados no eran reconocidos
siquiera. A las personas se les caían los cabellos y las uñas. Los objetos de
barro se rompían sin causa aparente. Las aves se volvían blancas y sus patas
se enrojecían y se deformaban. Al cabo de algunas horas, se estropearon todos
los alimentos. El rayo se redujo a un fino polvo. Poseía aún una terrible
potencia maléfica, por lo que Canra ordenó a sus hombres que arrojasen este
polvo al mar. Los soldados se despojaron de sus vestiduras, se bañaron y
lavaron sus armas… Cukra, volando a bordo de un vimana de gran potencia,
lanzó sobre la ciudad un proyectil único cargado con la fuerza del Universo.
Una humareda incandescente, parecida a diez mil soles, se elevó
esplendorosamente… Cuando el vimana hubo aterrizado, apareció como un
espléndido bloque de antimonio posado en el suelo”.
En otro antiguo texto hindú se dice lo siguiente: “Desde barcos aéreos
lanzaban sobre los ejércitos enemigos antorchas que estallaban tan pronto
alcanzaban su objetivo y provocaban un terrible pánico”.
CAPÍTULO VII
LOS EDUCADORES VENIDOS DEL CIELO

En la literatura védica, en un relato que se encuentra en las Estancias de


Dzyan, hallamos nuevas referencias a los instructores extraterrenales. He aquí
el pasaje en cuestión: “Y el Gran Señor del Rostro Resplandeciente, el jefe de
todos los que tenían la cara amarilla, estaba entristecido viendo los pecados
cometidos por los Señores del Rostro Sombrío… Envió sus vehículos aéreos
(los vimanas) a todos los jefes sus hermanos, con hombres piadosos en su
interior, diciéndoles: —Preparaos. En pie, hombres de la Buena Ley, y
atravesad el país mientras aún está seco—… Los Señores de la Tempestad se
aproximan. Sus carros (volantes) se aproximan a la Tierra… Los señores
inferiores de los fuegos… preparan sus mágicas Agnyastra (armas de fuego
preparadas por arte de “magia”)”.

¿QUIÉN IMPORTO EL TRIGO EN LA TIERRA?

Los hindúes creen que el trigo fue introducido en la Tierra por visitantes
celestes, mensajeros de otros mundos portadores de nuevas técnicas. Es así
que en las Estancias de Dzyan se dice: “Frutos y granos, desconocidos sobre
la Tierra hasta entonces, fueron traídos desde otros Lokas (esferas o planetas)
por los Señores de la Sabiduría, en el propio interés de los que éstos regían”.
En efecto, lo cierto es que el trigo es una gramínea que, como otros cereales
bienhechores son de localización geográfica muy restringida en su origen.*

EL PRIMER HERRERO LLEGÓ DEL ESPACIO

El explorador francés Guy Piazzini dice que los dogones, pueblo del África
Occidental Francesa, creen que el primer herrero terrestre llegó del espacio.
Veamos el texto: “En la región de los dogones, el herrero es el homo faber, el
que posee una influencia mágica sobre los demás hombres, pues tiene
vinculaciones con el fuego recibidas de manera sobrenatural por el rayo en los
días de tormenta. Es el único hombre que no teme a las manifestaciones de la
naturaleza con la que se comunica para conocer sus secretos. El herrero
recuerda que en las épocas míticas posteriores a la creación de la Tierra, el
dios Amma recurrió a él. Amma hizo descender en el extremo de una cuerda
de fibra a un herrero que habitaba en el cielo. Lo hizo deslizar entre las
franjas del arco iris y, cuando el herrero se posó en la Tierra, Amma retiró la
cuerda. Cuando el herrero entró en contacto con los hombres les enseñó a
hacer brotar la chispa mágica entre las piedras que había llevado consigo y
conservado durante todo su gran viaje”.
Encontramos en las tradiciones seculares de muchos pueblos el recuerdo
de educadores y bienhechores del género humano que, bajo distintos nombres
y apariencias, encontramos en la historia mítica del pasado surgidos
misteriosamente de nadie sabe dónde y portadores de una cultura y unas
enseñanzas superiores. Ante tal cúmulo de coincidencias es posible que esas
leyendas se refieran a personajes que tuvieron existencia real y que en épocas
ancestrales entraron en contacto con los hombres para proporcionarles los
grandes beneficios que se derivaron de la agricultura, instruirles y educarles.
Pero no podemos eludir una pregunta lógica que acude a nuestra mente: ¿Por
qué se interrumpieron esos contactos? Y debemos volver a las Estancias de
Dzyan. Allí aparece una respuesta. Se nos dice que los Señores del Rostro
Resplandeciente abandonaron la Tierra, retirando sus conocimientos a los
hombres impuros y borrando por desintegración las huellas de su paso. Que se
marcharon en carros voladores, movidos por la luz, para regresar a su país “de
hierro y de metal”.

¿COLONIZARON LA TIERRA SERES DE OTROS MUNDOS?

Osiris, entre otras cosas, enseñó a los habitantes del Valle del Nilo a vivir
en ciudades, les dio a conocer la agricultura enseñándoles a cultivar, entre
otras plantas útiles, el trigo, la cebada y la vid. Puede considerársele, pues,
como el inventor del pan, del vino y la cerveza. A este respecto diremos que
la patria del trigo parece situarse en el Oriente Medio, donde aún se le
encuentra en estado silvestre. Otros bienhechores del género humano no
menos nebulosos, los Ben Elohim que menciona la Biblia o Hijos de los
Dioses (de quienes nos ocuparemos después), parecen ser los introductores
del trigo en la antigua Palestina. No sólo enseñó Osiris a su pueblo a cultivar
las tierras, sino que viajó por diversas partes del mundo, propagando sus
conocimientos entre la Humanidad. Fue, dice M. Gompertz en “La Panera de
Egipto”, “el primero que recolectó frutos de los árboles, hizo trepar la vid por
una estaca y pisó los racimos… Impaciente por comunicar estos benéficos
descubrimientos, confió el gobierno total de Egipto a su esposa-hermana Isis,
y viajó por el mundo difundiendo las ventajas de la civilización y beneficios
de la agricultura, por todas partes donde pasó”.
En el Himno a Osiris, que figura en la estela de mediados de la dinastía
XVIII (o sea, anterior a la reforma religiosa de Akhenatón) y que actualmente
se conserva en el Louvre, se hallan varios pasajes en verdad misteriosos:
“… El cielo y los astros le obedecen y las grandes puertas del cielo se
abren para él, Señor de las aclamaciones en el cielo del sur; adorado en el
cielo del norte. Las estrellas indestructibles están bajo su autoridad y sus
residencias son los planetas infatigables. La ofrenda sube a él, por orden de
Geb; la Enéada divina le adora, los habitantes del mundo inferior olfatean la
tierra ante él… el Señor del que se acuerdan en el cielo y en la tierra… para
quien las Dos-Tierras celebran regocijos unánimemente…”
A esto debemos añadir aquí que Menes y sus sucesores, los faraones del
Imperio antiguo, recibieron el título tan “marciano” de “protectores del
canal”.
Otros educadores no menos curiosos son Deméter y Triptolemo en Grecia,
y entre los pueblos americanos precolombinos, el misterioso Quetzalcoatl y el
no menos misterioso Viracocha, ambos hombres blancos venidos de allende
los océanos, según las más antiguas tradiciones aztecas e incas. Pero aún hay
más: en Yucatán tenemos a Zamma; en el Brasil y Paraguay a Zume; entre la
tribu de los tupi, el dios Tupan, y por último, el interesantísimo Bochica en
Colombia. Todos estos curiosos personajes se presentan en las antiguas
crónicas como apóstoles blancos y de luengas barbas que llegaron
procedentes del Este. Todos los mitos coinciden en afirmar que aquellos
bienhechores regresaron a su remota patria después de un tiempo de actividad
docente y misional.

LA GRAN OBRA MISIONAL DE LOS ANTIGUOS

El más famoso cronista del Perú, Garcilaso de la Vega el Inca (1539-1616),


hijo del capitán español don García Lasso de la Vega y de la princesa incaica
Isabel Chimpu Ocllo, prima del infeliz Atahualpa, nos ha dejado, en sus
“Comentarios reales”, un relato extraordinario acerca de la llegada del primer
Viracocha, en compañía de su hermana-esposa a la isla del Sol del lago
Titicaca.
“… Sabrás que en los siglos antiguos toda esta región de tierra que ves
eran unos grandes montes y breñales, y las gentes en aquellos tiempos vivían
como fieras y animales brutos, sin religión, ni policía, sin pueblo ni casa, sin
cultivar ni sembrar la tierra, sin vestir ni cubrir sus carnes, porque no sabían
labrar algodón ni lana para hacer de vestir. Vivían de dos en dos, y de tres en
tres, como acertaban a juntarse en las cuevas y resquicios de cuevas y
cavernas de la tierra; comían como bestias yerbas del campo y raíces de los
árboles, y la fruta inculta que ellos daban de suyo, y carne humana. Cubrían
sus carnes con hojas y cortezas de árboles, y pieles de animales; otros
andaban en cueros. En suma, vivían como venados y salvajinas; y aun en las
mujeres se habían como los brutos, porque no supieron tenerlas propias y
conocidas”.
Maravillosa la descripción que el tío materno del Inca Garcilaso de la Vega
hace a su sobrino de la humanidad troglodita de la Edad de Piedra. Entre esta
humanidad prehistórica desciende del cielo el misterioso educador, Viracocha,
acompañado de su no menos misteriosa pareja femenina:
“Nuestro Padre el Sol, viendo los hombres tales, como te he dicho, se
apiadó, y hubo lástima de ellos, y envió del cielo a la tierra un hijo y una hija
de los suyos para que los doctrinasen en el conocimiento de Nuestro Padre el
Sol, para que lo adorasen y tuviesen por su dios y para que les diesen
preceptos y leyes en que viviesen como hombres en razón y urbanidad; para
que habitasen en casas y pueblos poblados, supiesen labrar las tierras, cultivar
las plantas y mieses, criar los ganados y gozar de ellos y de los frutos de la
tierra, como hombres racionales, y no como bestias. Con esta orden y
mandato puso Nuestro Padre el Sol estos dos hijos suyos en la laguna
Titicaca, que está a ochenta leguas de aquí…”.
“… Entonces dijo nuestro Inca a su hermana y mujer: —En este valle
manda Nuestro Padre el Sol que paremos y hagamos nuestro asiento y
morada, para cumplir su voluntad. Por tanto, reina y hermana, conviene que
cada uno por su parte vayamos a convocar y atraer a esta gente, para los
doctrinar y hacer el bien que Nuestro Padre el Sol nos manda”.
No hay duda, pues, según las más antiguas tradiciones preincaicas,
recogidas por nuestros cronistas de Indias, que los incas creían firmemente en
la llegada de una pareja celestial, divina y de tez blanca, a la isla del lago
Titicaca, donde posteriormente se levantó el templo al Sol que aún subsiste,
con su calendario venusiano de Kalassassava o Puerta del Sol, de la que ya
hemos hablado.

EL MISTERIO DE LA ATLÁNTIDA
El gran filósofo Platón nos habla de la Atlántida, el fabuloso continente
desaparecido, en sus dos célebres diálogos “Timeo” y “Critias”. “Más allá de
las que todavía hoy se llaman Columnas de Hércules, se encontraba un gran
continente denominado Poseidón o Atlántida, que medía tres estadios de
ancho y dos mil de largo, más grande que Asia y que Libia juntas, y de este
continente se podía ir a otras islas, y de estas islas todavía a la tierra firme que
circunda al mar, en verdad así llamado…”. Y hablando de los atlantes,
escribe: “Empleaban también las dos fuentes, la caliente y la fría, que
manaban en gran abundancia y ofrecían un agua gustosa que servía para todos
los usos. Pusieron en torno a ellas palacios y plantaciones adecuadas y
construyeron baños…”*.
Siguiendo literalmente la descripción de Platón en cuanto al lugar donde él
fija la situación geográfica del continente perdido, el profesor Paul Le Cour es
quien tal vez se acerca bastante más que nadie a la realidad cuando,
basándose en el examen de los relieves submarinos, sitúa la Atlántida entre
las dos Américas al Oeste, con Europa y África al Este.
El geólogo O. H. Muck, afirma: “El día 5 de junio del año 8496 a. de J.C.,
un planetoide con una masa de doscientos mil millones de toneladas, salido
fuera de su órbita por una rarísima conjunción Tierra-Luna-Venus, cayó sobre
nuestro globo, provocando una explosión similar a la de quince mil bombas
de hidrógeno lanzadas al mismo tiempo”. El tremendo maremoto originado
por la caída del cuerpo celeste debió de provocar en todas partes catástrofes
enormes y como consecuencia la Atlántida se sumergió en los abismos
oceánicos. Las crónicas asiáticas dicen que “el imperio del mar de Occidente
fue engullido por las olas a consecuencia de terribles cataclismos que agitaron
la Tierra”.
Ahora bien: escuchemos lo que afirma el científico británico W. Scott
Elliot, ya fallecido, que publicó en 1895 “The Story of Atlantis”: “Los
atlantes tenían profundos conocimientos matemáticos, físicos, químicos y
astronómicos. Sus maestros vinieron del espacio y esto les impulsó a dedicar
a los planetas templos que eran, al mismo tiempo, grandiosos observatorios,
tradición continuada por los caldeos y por los antiguos americanos”. Scott
hace alusión también a los vimanas y según él eran “al parecer de una sola
pieza y perfectamente lisos y bruñidos, y brillaban en la oscuridad como si
estuviesen revestidos de una pintura fosforescente”.
Pero si consultamos nuevamente el Mahabarata veremos que narra también
la historia de “siete grandes islas del mar de Occidente, cuyo imperio tenía
por capital la ciudad de las Tres Montañas, destruida por el ejército de
Brahma”. ¿Acaso la Atlántida se sumergió, pues, a consecuencia de un
cataclismo provocado por un conflicto bélico que desencadenó una fisión
nuclear?
CAPÍTULO VIII
¿UNA GRAN CIVILIZACIÓN ESTELAR EN ASIA?

Si pasamos ahora al Tíbet, hallaremos entre los lamas una aceptación casi
total de la existencia de esos extraños artefactos voladores que venimos
estudiando. Las antiguas crónicas tibetanas nos pintan vehículos que “suben a
lo alto, hasta las estrellas”. Y los lamas refieren que dibujos de extrañas
máquinas voladoras se encuentran en los pasadizos subterráneos del Potala o
residencia del Dalai Lama. Según el profesor Ossendowski, en el interior del
gran continente asiático existen misteriosos túneles, en los que encontraron
refugio numerosas tribus mongólicas perseguidas por las hordas de Gengis
Khan. Y los tibetanos aseguran que se trata de fortalezas subterráneas,
algunas de las cuales siguen albergando todavía a los últimos representantes
de un pueblo desconocido que logró escapar a un terrible cataclismo. En una
cueva del Himalaya se descubrieron varias momias gigantescas, restos de una
antigua civilización. Y junto a ellas, había inscripciones y grabados que
hablaban de carros voladores. Asimismo, en el Sancta Sanctórum del palacio
del Dalai Lama, existe un extraño mausoleo que contiene los cadáveres
cubiertos de planchas de oro de tres seres gigantescos, dos hombres y una
mujer, “venidos de las estrellas”.
Las leyendas del Asia Central hacen, frecuentemente, referencia al desierto
de Gobi, donde, en una época remotísima (y esto lo confirma incluso la
geología), existió un dilatado mar. Según los sabios chinos y tibetanos, en este
mar existía una gran isla, habitada por “hombres blancos de ojos azules y
cabellos rubios”, que habían “venido del cielo” para difundir allí su
civilización. Evidentemente se refieren a la Isla Blanca donde Sanat Kumara,
el “Señor de la Llama”, y sus acompañantes, llegados de Venus, debieron
establecer una de sus bases espaciales.

EL GIGANTE LLEGADO DE LAS ESTRELLAS

Existe en una inmensa región de Asia una compleja red de galerías


subterráneas de las cuales se han podido descubrir varias entradas en las
proximidades del río Amu Daria. Se dice que esos túneles ciclópeos se
prolongan por debajo de toda el Asia Central, pero sólo algunos trozos han
sido explorados hasta ahora y sin ningún resultado positivo. Si
científicamente no se ha obtenido ningún fruto, en cambio han sido origen,
esas galerías, de infinidad de leyendas que, aunque procedan de países
alejados unos de otros, tienen unos rasgos comunes. Así, por ejemplo, merece
especial mención la leyenda que habla del fabuloso reino subterráneo de
Aghardi, cuyo mito existe desde hace más de sesenta mil años. Se afirma que
esos túneles son arterias del misterioso imperio de Shambhala, cuyo poderoso
señor, Maitreya, duerme desde hace milenios con sus acompañantes y sus
secretos prodigiosos, en espera de que los hombre de la Tierra hayan
alcanzado un grado de evolución que le haga digno heredero de una gran
civilización estelar.
En efecto: en Asia, como ha escrito el famoso orientalista Nicholas Rorik,
se cree en la existencia de un inmenso reino subterráneo, del que debería salir
un día un nuevo salvador de la humanidad. En cierta ocasión, un cazador
descubrió la puerta que sirve de entrada al reino de Aghardi, penetró en él y,
al regresar empezó a explicar lo que había visto. Los lamas le cortaron la
lengua para impedir que hablara del misterio de misterios. En su vejez, el
cazador volvió a entrar en la caverna y desapareció en el imperio subterráneo,
cuyo recuerdo había alegrado su corazón de nómada. Esto es lo que cuentan
los ancianos de las riberas del Amyl. Y en una ocasión fue referida, por boca
del houtouktou Jelyl-Djamsrap de Narabanchi-Kure, la historia de la llegada
del poderoso “Rey del Mundo” en su salida del reino subterráneo, su
aparición, sus milagros y sus profecías. Algunos creen que en esa leyenda, por
todos los mongoles aceptada, se encierra no sólo un misterio, sino también
una fuerza real y soberana, capaz de influenciar la vida pública de toda Asia.
Es asombroso que tales leyendas tengan, probablemente, un mismo origen
y que se hallen difundidas de un punto a otro en el dilatado territorio asiático,
no diferenciándose más que en nombres y en detalles mínimos. Otro relato
impresionante es el que afirma que alguien ha visto a Maitreya sumido en su
sueño milenario. Algunos mongoles que habían caído en un pozo trataron de
encontrar salida avanzando por unos corredores subterráneos que se abrían
ante ellos. Atravesaron pasajes intrincados marchando de un lado para otro
con absoluta desorientación y, de pronto, se encontraron con el paso cortado
por una pared de cristal. Al otro lado de aquel obstáculo pudieron ver al
gigante de cabellos de oro llegado del espacio, a Maitreya, que duerme en una
inmensa sala guardado y defendido por “fieras de hierro”.

EL MISTERIOSO IMPERIO DE AGHARDI


En Aghardi la ciencia se desarrolla en todo su apogeo. El pueblo
subterráneo ha alcanzado el más alto saber. Actualmente se dice que es un
gran reino, integrado por millones de habitantes, sobre los que gobierna el
“Rey del Mundo”. Éste conoce todas las fuerzas de la naturaleza, lee en todas
las almas humanas y también en el gran libro del destino. Invisible, reina
sobre ochocientos millones de hombres, que están prestos a ejecutar todas sus
órdenes.
Pero, ¿qué relación une a Maitreya con el “Rey del Mundo”? Maitreya es,
según la leyenda, el señor del misterioso imperio de Shambhala, y llegó con
sus hombres a la Tierra en un pasado remotísimo. Su pueblo había alcanzado
ya un grado de dominio técnico de la astronáutica al que los hombres
terrestres no han llegado todavía. Ese nivel científico les permitió cruzar el
espacio hasta nosotros. Y, como ya se ha dicho, el gigante rubio venido de las
estrellas yace durmiendo, con sus compañeros, desde hace miles de años, en
el corazón de ese fabuloso reino subterráneo en donde se guardan también los
secretos maravillosos de la cultura estelar que los hombres de la Tierra podrán
recibir en herencia cuando su nivel de evolución les haga merecedores de tan
prodigioso legado.
El reino de Aghardi se extiende a través de todos los pasajes subterráneos
del mundo. Un sabio lama chino reveló al Bogdo Khan que todas las cavernas
subterráneas de América están habitadas por el antiguo pueblo que
desapareció bajo tierra. Esos pueblos y sus espacios subterráneos están
gobernados por jefes que reconocen la soberanía del “Rey del Mundo”. Las
profundas cavernas están iluminadas con una luz especial que permite el
crecimiento de cereales y vegetales, dando a sus moradores una larga vida sin
enfermedades. En extraños carros por nosotros desconocidos, recorren a toda
velocidad los estrechos corredores en el interior de nuestro planeta. Algunos
brahmanes de la India y lamas del Tíbet refieren que, habiendo logrado llegar
a picos elevados de aquellas montañas en las que nadie ha puesto el pie, han
hallado inscripciones talladas en la roca, huellas de pasos en la nieve y marcas
dejadas por las ruedas de misteriosos vehículos. En Aghardi los grandes
sacerdotes y los sabios escriben sobre tabletas de piedra toda la ciencia de
nuestro planeta y de otros mundos.

¿QUIÉN ES EL “REY DEL MUNDO”?

Se cuenta que durante las fiestas solemnes del antiguo budismo, en Siam y
en la India, el “Rey del Mundo” apareció cinco veces. Iba sobre un carro
magnífico, tirado por elefantes blancos, ornado de oro y de piedras preciosas.
Vestía un manto blanco y llevaba sobre la cabeza una tira roja de la que
pendían hilos de diamantes que le caían sobre el rostro. Bendijo al pueblo con
una bola de oro que coronaba un anillo. Los ciegos recobraban la vista, los
sordos oían, los enfermos andaban y los muertos se levantaban de sus tumbas
en todos aquellos lugares en que se posaban los ojos del “Rey del Mundo”.
El profesor Ossendowski, intentando saber más sobre tan enigmático
personaje, interrogó a un alto lama y éste le dijo: “En el reino de Aghardi,
cuando Brahytma, el “Rey del Mundo”, quiere hablar con Dios, entra en la
caverna del gran templo y ruega en soledad. Allí reposa el cuerpo
embalsamado de su predecesor en un ataúd de piedra negra. Esta caverna está
siempre a oscuras, pero cuando baja el “Rey del Mundo” y penetra en ella, los
muros lanzan rayos de fuego y del féretro suben llamas. Brahytma habla
durante un largo tiempo, después se acerca al ataúd y extiende las manos. Las
llamas brillan con más luminosidad, las rayas de las paredes se extinguen y
reaparecen, se entrecruzan formando signos misteriosos del alfabeto
vatannan. Del féretro empiezan a salir banderolas transparentes, apenas
visibles. Son los pensamientos del predecesor del “Rey del Mundo”. Pronto
Brahytma es rodeado por una aureola de esa luz y las letras de fuego escriben,
escriben sin cesar sobre las paredes los deseos y las órdenes de Dios. En estos
momentos el “Rey del Mundo” está en comunicación con los pensamientos de
todos aquellos que dirigen el destino de la humanidad. Él conoce sus
intenciones e ideas… Dios le dio todos los poderes sobre las fuerzas que
gobiernan el mundo visible… Y sus dos ayudantes, Mahytma, que conoce los
acontecimientos futuros, y Mahynga, que dirige las causas de esos
acontecimientos, le secundan en su misión… Tras su conversación con su
predecesor, el “Rey del Mundo” reúne al Gran Consejo de Dios, juzga las
acciones y los pensamientos de los grandes hombres, les ayuda o les abate.
Mahytma y Mahynga encuentran el lugar de sus acciones y de sus
pensamientos entre las causas que gobiernan el mundo. En seguida Brahytma
entra en el gran templo e invoca la presencia de Dios. El fuego aparece sobre
el altar, extendiéndose poco a poco a todos los altares próximos, y por entre
las llamas aparece, lentamente, el rostro de Dios. El “Rey del Mundo”
anuncia respetuosamente a Dios las decisiones del Consejo y recibe, a
cambio, las órdenes divinas del Todopoderoso. Cuando sale del templo,
Brahytma despide luz divina”.
CAPÍTULO IX
LOS TITANES ¿FUERON EMIGRANTES CÓSMICOS?

¿No es curioso el hecho de que casi todo nuestro planeta esté surcado por
una enorme red de galerías ciclópeas? Los estudiosos que de esto se han
ocupado se muestran de acuerdo al afirmar que estos pasajes subterráneos
representan un apasionante misterio arqueológico. Hay hombres de ciencia
que, sin rodeos y con seriedad, han formulado la idea de que este intrincado
laberinto de túneles, que al parecer se extienden hasta puntos lejanísimos del
subsuelo de nuestro planeta, fue excavado por una desconocida estirpe de
gigantes. Quien ha intentado profundizar en la cuestión hablando con
cualquier docto lama, ha obtenido la siguiente respuesta: “Las galerías existen
desde que los gigantes que las excavaron nos lo enseñaron, cuando el mundo
todavía era joven. Por otra parte, sólo la mente de un dios podría
esclarecerlo”.
Existe una famosa red de galerías que enlaza Lima con Cuzco, la antigua
capital del Perú, para continuar después en dirección sureste, hasta los
confines de Bolivia. Esas enormes y milenarias arterias subterráneas las
encontramos, además de en América Meridional, en California, en las islas
Hawai (en las que parece formaban parte de un sistema de comunicaciones
destinado a unir entre sí las distintas islas de un archipiélago desaparecido),
en Oceanía, en Asia (como ya se ha hecho referencia) e incluso en Europa.
Una galería enorme, explorada en unos cincuenta kilómetros, enlaza la
península Ibérica con Marruecos. En Malta se abren numerosísimos túneles
con habitaciones subterráneas excavadas en tres niveles diferentes y con
pozos que se pierden en las entrañas de la tierra. Pero además está atravesada
por raíles de unos diez a quince centímetros de largo que desembocan en el
mar o terminan en el borde de los precipicios abiertos, evidentemente, por una
catástrofe natural. Todas estas galerías son antiquísimas, dado que algunas
cruzan bajo tumbas del período fenicio y sedimentos más antiguos todavía.
No olvidemos que también los primitivos americanos incluían entre sus
míticos antepasados a una raza de gigantes, y, por otra parte, en la isla de
Pascua que merece especial mención, aparecen reproducidos, en proporciones
menores, algunos de los dibujos de animales desconocidos trazados sobre la
arena del desierto peruano. Pero además isla de Pascua nos ofrece también
vestigios impresionantes de galerías ciclópeas muy anteriores al período
incaico. Hay quien aventura la hipótesis de que la isla de Pascua ha estado de
algún modo ligada al recuerdo de la Atlántida. Las gigantescas cabezas de
piedra, que constituyen monumentos que figuran entre los más extraños e
imponentes que existen en la Tierra, son allí abundantes. Fueron extraídas de
rocas volcánicas; en el interior de un cráter se esculpieron hasta trescientas
figuras. Algunos de estos colosos pesan treinta toneladas, y su altura oscila
entre los tres metros y medio y los veinte. Incluso hay uno, sin terminar, que
mide cincuenta metros de altura. Recientes excavaciones efectuadas en la isla
de Pascua han revelado que muchas de las cabezas de piedra tienen también
un cuerpo gigantesco. La arena y la tierra acumuladas durante siglos habían
cubierto los cuerpos, dejando a la vista sólo la cabeza.
Pero, ¿cómo pudieron los nativos transportar a largas distancias y levantar
en vilo aquellas pesadas estatuas con los medios rudimentarios de que
entonces disponían? Es un misterio. ¿Y cómo pudieron esculpirlas? Otro
enigma. Recordemos aquí la afirmación del arqueólogo americano Hyatt
Verrill: según él, los grandes trabajos de los antiguos no fueron realizados con
útiles de tallar piedra, sino con una pasta radiactiva que roía el granito. Verrill
pretendía haber visto en manos de los últimos hechiceros indios americanos
esta pasta radiactiva, legada por civilizaciones más antiguas. Asimismo,
Lenormand, en su libro “Magia Caldea”, refiriéndose a una leyenda, escribe:
“En los tiempos antiguos, los sacerdotes de On, valiéndose de los sonidos,
provocaban tempestades y levantaban en el aire, para construir sus templos,
piedras que mil hombres no hubieran podido trasladar”. Y Walter Owen dice:
“Las vibraciones sonoras son fuerzas… La creación cósmica está sostenida
por vibraciones que podrían igualmente suspenderla”.
Extraños y titánicos monumentos, efigies de los “grandes antepasados”, en
cuyo honor los antiguos celebraron ritos mágicos y consumaron sacrificios
humanos, se hallan diseminados por todo el mundo y constituyen una
incógnita impresionante que apasiona a los arqueólogos. Tales monumentos y
construcciones ciclópeas aparecen en Bretaña, en Gales, en Irlanda y Escocia
Oriental, en Islandia, en Cerdeña, en el Estado de Paralba, en Brasil Oriental,
en Colombia, en Alemania, en el norte de Suecia, en Córcega, en Puglia, en
España, en África, en la India, en Turquestán, en Mongolia, en Rusia
meridional, en Siberia y en China, hacia el confín tibetano.
Apolonio Rodio, el escritor que vivió hacia el año 250 a. de J.C., al
detenerse a hablar de los gigantescos bloques de piedra observados en Grecia,
dice, entre otras cosas: “Son piedras animadas, susceptibles de ser
transportadas por la fuerza mental”. Y recuerdo haber leído en alguna otra
parte acerca de una tradición en la cual se afirma que los antiguos poseían un
rayo misterioso que tenía la propiedad de anular el peso gravitatorio de los
cuerpos, fenómeno que les permitía poder trasladar moles pétreas enormes
con la mano.
Ahora bien: esas millares y millares de construcciones y monumentos, así
como las enigmáticas galerías a que nos hemos referido, ¿no serán una prueba
en favor de la hipótesis que afirma que en los tiempos antiguos la Tierra
estaba poblada por gigantes? Ya hemos visto cómo en todos los pueblos del
globo aparecen vestigios de titanes o cíclopes, cuyas fantásticas proezas han
quedado registradas en las mitologías de la antigüedad. Recordemos que en
noviembre de 1959, en Turia, en el Asam, en sus confines con el Pakistán
Occidental, fue descubierto un esqueleto humano de tres metros treinta y
cinco centímetros de alto, mientras que en Ceilán abundaron los restos de
hombres de alrededor de cuatro metros de altura. Incluso en la Biblia se hace
mención de los gigantes: “Había gigantes en la tierra en aquellos días, y
también después que se llegaron los hijos de Dios a las hijas de los hombres,
y les engendraron hijos. Éstos fueron los valientes que desde la antigüedad
fueron varones de renombre” (Génesis 6:4).
Como hemos visto, pues, tenemos pruebas efectivas de la existencia de
esos colosos; todo parece como si quisiera decirnos que los primeros
dominadores de nuestra Tierra fueron verdaderos cíclopes. A la luz de tales
evidencias, las guerras de los Titanes no serían otra cosa que leyendas
procedentes de una guerra civil que se desarrolló en nuestro mundo; serían los
restos de la historia de la terrible lucha entablada entre los Hijos de la Luz y
los Hijos de las Tinieblas.
Pero en cuanto al origen de esos seres gigantescos, hay quien nos propone
una teoría diferente y muy acreditada, que lo explicaría todo del modo más
sencillo: se trata de la hipótesis que sostiene que los legendarios titanes
llegaron del espacio, porque ellos habitaron un planeta con una fuerza de
gravedad inferior a la de la Tierra. Partiendo de este supuesto, la raza de
cíclopes procedió de una emigración cósmica ocasionada por las condiciones
de vida intolerables en un orbe moribundo. Pero, ¿qué planeta era la patria de
los titanes? Hay quien se atreve a aventurar la posibilidad de que fuera el
globo que un tiempo gravitaba entre Marte y Júpiter, en lo que es ahora
superficie de los asteroides, originados precisamente por la explosión de un
cuerpo celeste. De allí emigraron hacia la Tierra joven.

LOS “EXTRATERRESTRES” DEL POTALA


Volvamos al Tíbet, donde reposan los cuerpos de aquellos tres seres
gigantescos, venidos de las estrellas, que ya he mencionado anteriormente.
Lobsang Rampa, el autor de la obra titulada “El Tercer Ojo”, describe su
descenso, guiado por tres grandes metafísicos lamaístas a una cripta de Lhasa,
situada en los pasadizos subterráneos del Potala. “Vi tres sarcófagos de piedra
negra, adornados con grabados e inscripciones curiosas. No estaban cerrados.
Al lanzar una ojeada a su interior, sentí que se me cortaba la respiración…
Tres cuerpos desnudos, recubiertos de oro, yacían estirados ante mis ojos.
Todos sus rasgos estaban fielmente reproducidos por el oro. ¡Pero eran
enormes! La mujer medía más de tres metros, y el mayor de los hombres, no
menos de cinco. Tenían la cabeza muy grande, ligeramente cónica en la
bóveda, mandíbula estrecha, boca pequeña y labios delgados. La nariz era
larga y fina, los ojos rectos y muy hundidos… Examiné la tapa de uno de los
sarcófagos. En ella aparecía grabado un mapa de los cielos, con estrellas muy
extrañas”.*
Los gigantes extraterrestres debieron de imponerse en seguida a nuestros
antepasados. Pero parece ser que su predominio duró relativamente poco. Si
nos dejamos llevar de la teoría espacial, deduciremos que la prolongada
permanencia de aquellos seres sobre un planeta caracterizado por una
gravedad mayor de aquélla a la que su constitución fisiológica estaba
acostumbrada, debieron condenar a esa raza cíclope a la decadencia. Es así
como concluimos que los titanes degeneraron y desaparecieron. Los que
sobrevivieron se ocultaron en cavernas y ahora habitan en el centro de la
Tierra. Se cree que es la raza que en el futuro nos suplantará. Pronto saldrán
de sus moradas subterráneas para reinar sobre nosotros. El mundo va a
cambiar. Los Señores saldrán de debajo de la tierra.
CAPÍTULO X
OTROS MISTERIOS SORPRENDENTES

APARICIONES SOBRE EL MUNDO GRECORROMANO

Tenemos muy pocos testimonios de la Grecia clásica. En cambio, los


autores latinos nos han dejado abundantes referencias. Describieron
apariciones de objetos no identificados Plinio el Viejo, Tito Livio, Séneca y
Julio Obsequens, citando en algunos casos testimonios griegos, en particular
de Aristóteles.
Plinio (siglo I a. J. C.), en el Libro II de su “Historia Natural” (cap. XXV al
XXXVI) habla de todos los fenómenos conocidos en su tiempo que sin
corresponder estrictamente al espacio exterior, tampoco son completamente
de nuestro planeta, y así, por su naturaleza intermedia, los describe después de
tratar de los astros y antes de los meteoros propiamente dichos. Muchos de
ellos son, sin lugar a dudas —con la seguridad que proporciona el exacto
sentido de observación y el claro criterio descriptivo de los romanos—
fenómenos normales y sobradamente conocidos: cometas en todas sus
numerosas formas, estrellas fugaces, bólidos, etc.; pero existen en su relación
otros —veinte o veinticinco por lo menos— cuya descripción tal y como
Plinio la hizo hace dos mil años podría aparecer en nuestra prensa de hoy, casi
sin quitar ni añadir palabra, como casos típicos de lo que ahora llamamos
“objetos volantes no identificados”. Y no sólo esto: las características resultan
tan evidentes, que nada cuesta encuadrar todos los objetos no identificados de
la lista de Plinio en cada una de las cuatro clases que nosotros, investigadores
ya situados al borde del desenlace de su historia, sabemos existen de ellos.
“Cliperi ardentes” (escudos ardientes): Objetos aéreos brillantes, redondos
y —si el nombre es exacto— ligeramente convexos. Estas características no
pueden corresponder a un cometa (como quizá podría ser lo que Plinio
describe con el nombre de “Disceus”) y, menos todavía, el siguiente relato
(libro II, cap. XXVII): “Durante el consulado de L. Valerio y C. Mario un
clipeus ardens atravesó el cielo de oeste a este lanzando centellas a la puesta
del sol”. Si en este caso la rapidez de su paso impide identificarlos como
cometas, en el siguiente marchan demasiado lentos para ser bólidos: “Han
sido vistos —cuenta en el capítulo XXXI y sucesivos— varios soles a la vez
y también varias lunas. Frecuentemente, en cuatro ocasiones, aparecieron en
grupos de tres; sólo una vez aparecieron durante el día, permaneciendo en el
cielo desde la mañana hasta el anochecer…” Objetos de la misma clase deben
ser los que nos presenta con el nombre de “Discoides”: “meteoro
resplandeciente de color ámbar, casi oscuro en su circunferencia”.
“Chasma”: especie de meteoro que asemeja una abertura en las nubes o en
el cielo. Esta curiosa descripción —que es obvio no se refiere a ninguna clase
de astro, puesto que el “objeto” puede situarse bajo las nubes— concuerda
con el no menos curioso aspecto evanescente, incorpóreo (como, sin duda, lo
son) de las desconcertantes “bolas de fuego” observadas en tantos lugares y
fotografiadas, sobre todo, en Nuevo Méjico. En diversas cosmologías
primitivas el Sol es una abertura en la bóveda celeste por donde se derrama
sobre los mortales la luz reinante más allá en el Empíreo; la Vía Láctea es la
huella dejada por la soldadura de las dos semiesferas que forman el
firmamento, etc. La imagen empleada por Plinio cae dentro del mismo estilo.
“Trabs” (literalmente: “en forma de viga”): Objeto celeste de forma
alargada, brillante en toda su extensión y que, según Plinio, los griegos ya
conocían con el nombre de “dokus”. Sólo algún cometa de muy particular
apariencia podría, tal vez, identificarse con esta descripción. Pero cuadra
mucho mejor con los “objetos no identificados” fusiformes que tantas y tan
coincidentes observaciones modernas hacen suponer que son grandes naves
portadoras de pequeñas unidades de aproximación o desembarco. Que estas
naves portadoras podían haber planeado ya por el cielo de la antigüedad,
parece querer demostrarlo el siguiente relato de Plinio, garantizado no sólo
por su propio nombre, sino además por el de los testigos que cita: “Desde un
punto brillante en el firmamento se desprendió una estrella fugitiva que fue
creciendo en tamaño al acercarse a la Tierra hasta llegar a ser tan grande
como una Luna: entonces esparcía una luz como la de un día nublado (sic).
Después ascendió de nuevo al cielo convertida en una antorcha. Este suceso
ocurrió durante el consulado de Octavio y C. Escribon, siendo sus testigos el
procónsul Sila y todo su séquito”.
“Dolium” (nombre de una especie de ánfora para vinos, granos, etc., de
gran tamaño, casi esféricas, con un reborde circular en su base para apoyarse
guardando equilibrio): Objetos ígneos de la forma que indica su nombre; por
la concavidad de su parte inferior —el interior del reborde de la base—
lanzaban una luz humosa. Los “dolium” podrían ser pequeñas astronaves de
exploración o unidades de reconocimiento porteadas por los “trabs”, de las
que tanta información tenemos hoy. Que el mundo romano las vio también de
cerca parece estar claro según lo que Plinio afirma en el cap. XXXVI: “En la
caída de las estrellas fugaces no dejan nunca de alzarse vientos horribles”.
Ignoramos a qué categoría de “estrellas fugaces” se refiere, pero muy bien
podrían ser precisamente los “dolium”, pues está claro que jamás ninguna
auténtica estrella fugaz —y raramente algún bólido— ha levantado el menor
viento.
En cambio, el 17 de julio de 1952, en la región de Bellan-sur-Aurce, varias
personas siguieron las evoluciones de dos discos luminosos. Pero lo más
extraordinario del hecho fue cuando los testigos constataron estupefactos que
un viento violento torcía las copas de los árboles. Los encuestadores
norteamericanos del Air Technical Intelligence Center se vieron obligados a
reconocer que aquella perturbación había sido efectivamente, provocada por
el paso de los dos platillos volantes por el cielo, y no por ninguna tormenta
vulgar. El 13 de julio de 1947, en Twin Falls (Idaho, U.S.A.), dos leñadores
presenciaron el vuelo, a gran altura, de un disco azulado. En el momento en
que el disco pasó por encima de los leñadores, los árboles del bosque fueron
torcidos como por un terrible huracán.
El analista romano Julio Obsequens, que vivió en el siglo IV de nuestra
Era, antes del reinado del emperador Honorio, también registra extrañas
apariciones en sus Prodigia, en un período que se extiende desde el año 222
hasta el 16 a. de J.C. Estos pasajes de Obsequens han sido traducidos y
publicados por Harold T. Wilkins en su obra “Flying Saucers on the Attack”,
págs. 165-170.

LA PIEDRA NEGRA DE VENUS

Una de las piedras que cayó del cielo, más exactamente venida de Venus,
todavía sigue siendo venerada ahora en La Meca, el lugar santo de los
musulmanes: la piedra negra de la Kaaba. En la actualidad su superficie está
negra por haber sido tan manoseada y besada innumerables veces; pero bajo
su capa de mugre conserva su color rojizo original. Es el objeto más sagrado
en La Meca, empotrado en el muro del templo de la Kaaba, y los peregrinos
viajan miles de kilómetros para besarlo.
La Kaaba es más vieja que el islamismo. Mahoma, en los principios de su
carrera, adoraba a Venus (al-Uzza) y a otros dioses planetarios, que aún hoy
en día gozan de gran veneración entre los mahometanos como las “hijas de
dios”. La piedra negra de la Kaaba, de acuerdo con la tradición muslímica,
cayó del planeta Venus; pero otras leyendas indican que fue traída de lo alto
por el arcángel Gabriel.
PILAS ELÉCTRICAS DE HACE 4.500 AÑOS

También nos deja perplejos el descubrimiento del más antiguo acumulador


eléctrico del mundo, que fue exhumado de entre unas ruinas arqueológicas y
que actualmente puede verse en un museo de Bagdad. Data de hace 4.500
años, y aún está en condiciones de funcionar, pues en el transcurso de una
reciente experiencia ha proporcionado corriente. Uno de los arqueólogos que
lo examinó al ser hallado, dijo a sus colegas: “Cualquiera pensaría que se trata
de una pila eléctrica”. Y en efecto. Tras los análisis correspondientes, se
comprobó que se trataba de pilas a base de electrodos (ando y cátodo),
pudiendo generar una corriente de 3 a 4 voltios.

PARARRAYOS EN LA ANTIGÜEDAD

Por lo que se conoce de las civilizaciones de aquella época, se excluye que


ellas pudieran fabricarlas. Esto constituye otra prueba más de que han existido
antepasados inteligentes y que en la antigüedad los iniciados conocían
grandes secretos científicos. Lo cual no debe extrañarnos. Porque según
diversos textos, se dice que el templo de Salomón estaba protegido por 24
auténticos pararrayos, y que el arca del testimonio construida por Moisés era
un verdadero condensador eléctrico, en que las chapas de oro jugaban el papel
de placas conductoras, la madera de acacia el de material aislante y la cornisa
de oro el de un pararrayos especial para recoger y guardar la electricidad
atmosférica.

LA COLUMNA INOXIDABLE DE KOUBT MINAR

Otra enigmática construcción que atrae el interés de los arqueólogos es la


famosa “Columna de Hierro” que se erige desde hace más de mil quinientos
años cerca de la torre de Koubt Minar, en Delhi. Esta sorprendente mole
metálica pesa doce toneladas, tiene una altura de ocho metros y una
circunferencia de una braza. Dice una vieja leyenda que quien se ponga de pie
junto a la columna, con la espalda apoyada contra ella, y toque con la mano su
punto opuesto, verá sus más fervientes deseos realizados. Pero esta columna
posee una propiedad maravillosa y muy rara: el hierro con el cual está
fabricada no se oxida. Sin embargo, todo otro objeto de hierro existente desde
hace mil quinientos años, habría sido transformado en polvo. Un especialista
en metalurgia ha llegado a la conclusión de que, por medio de un
procedimiento desconocido, los antiguos habían sabido fabricar un hierro de
una pureza química tan ideal que, aún en nuestros días, es difícil de obtener,
incluso con los altos hornos eléctricos modernos. Los átomos de este hierro,
al combinarse con el oxígeno, forman una película que protege el metal de la
oxidación.
Pero, ¿cómo pudieron los hombres de esa época fundir tan extraña
aleación? ¿Cómo pudieron forjar una pieza tan enorme, cuyo proceso de
fabricación necesitaría ahora del concurso de gigantescas prensas hidráulicas?
La hipótesis de que los antiguos habrían fabricado la columna con el hierro
proveniente de un meteorito, no resiste la crítica, ya que las piedras
meteóricas que nos llueven del espacio contienen siempre, más o menos, un 7
por ciento de níquel, sin hablar de otras impurezas. Y, no obstante, en ninguna
parte de la Tierra se ha encontrado nada parecido. Pero las leyendas de la
India nos hablan de visitantes venidos de los cielos y nos dicen que habían
enseñado a los antiguos a forjar el hierro. En última instancia tal vez exista
alguna relación entre la misteriosa columna de metal inoxidable y una posible
pieza procedente de un navío estelar, y de configuración tan perfecta porque
habría sido fabricada en otro planeta.

EL TESTIMONIO DE LOS VEDAS

He aquí algunas estrofas de Himnos Védicos:


Audaces conductores
de sus carros veloces.
Ellos que son brillantes con terribles designios,
poderosos devoradores de enemigos.
En procesión, cargados
de truenos y relámpagos…
Va la terrible hueste de Marutes y carros.
Como huracán de fuego…
flamígero en su fuerza
impetuoso y brillante como incendio.
Aun en medio del día, crean la oscuridad.
Los terribles Marutes y sus huestes,
todos jóvenes héroes.
Tiemblan por los Marutes de pavura los seres:
y son hombres terribles de ver, como los reyes…
Entonces, con los fuertes gritos de los Marutes
sobre toda la inmensidad
de la tierra, los hombres se caen y sucumben.
Estos fuertes y armados Marutes varoniles
no luchan entre sí, no con sus propias gentes;
muy firmes en sus carros, con sus cuernos sutiles
y con los rostros esplendentes.
Ellos con propia fuerza
se elevan por encima de la tierra y del cielo;
su gloria como héroes no hay nada que la tuerza,
fulge de juventud con enemigo celo.
Ellos que se desatan, rápidos aquilones,
bullentes como llamaradas;
tan poderosos como blindados escuadrones
y tan unidos como los rayos de la rueda en el buje,
que lanzan adelante victoriosas miradas,
como corceles ágiles en el veloz empuje.
Estos Marutes, hombres con el trueno brillante…
y los rayos que arrojan como flechas extrañas,
nos sobrecogen con vientos amenazantes
y hacen que se estremezcan las montañas.
Con su carrera
tiembla la tierra
rota y despedazada
cuando en la celeste trayectoria
se aprestan a la victoria.
Si te acercas, el hijo del hombre se arrodilla…
Haces que los seres tiemblen
y las montañas se estremecen.
Las conquistas terribles y violentas,
tan amplias y aplastantes,
incansables Marutes, de las caudas espléndidas…
Con terribles designios, grandes como gigantes.
Estremecéis los cielos…
Oh, terribles… lo firme e inmutable
ahora se sacude y esparce.
Cuando aquellos cuya marcha terrible
temblar hace las rocas,
o cuando los Marutes varoniles
descuajan la celeste bóveda.
¡Que la oscuridad se esconda,
y la luz que esperamos venga a lucir ahora!
Hasta aquí la transcripción de textos himnológicos de los Vedas.
Personalmente he observado con sorpresa la extraordinaria analogía existente
entre lo que en ellos se describe y los poderosos e invencibles ejércitos
ultraterrenos de Jehová que aparecen en muchos pasajes de la Biblia,
especialmente en Isaías 13 y 66, Joel 2 y Apocalipsis 9. A la luz de una
moderna interpretación hay quien se aventura a suponer que en un futuro la
Tierra sufrirá el ataque de seres de otro planeta y que las plagas de Dios serán
ocasionadas por una invasión extraterrestre.
CAPÍTULO XI
LOS MAPAS DE PIRI REIS

El enigma que nos plantean estos mapas es tan apasionante, que no me he


podido sustraer al deseo de incluir en esta obra un extracto del problema,
fragmento traducido del artículo “New Meet the Nonterrestrial”, de Ivan H.
Sanderson; aparecido en FANTASTIC UNIVERSE, de enero de 1959, págs. 43-46.
Estos mapas, al parecer, pertenecieron a Piri Reis, un distinguido geógrafo y
almirante turco del siglo XVI, que tomó parte en la batalla de Lepanto, quien
tenía un esclavo que fue piloto de Cristóbal Colón durante sus tres viajes. Este
piloto, al ser capturado, tenía consigo unos mapas empleados por Colón, y los
mostró a Piri Reis, ratificándole en su creencia de que existían tierras
emergidas al otro lado del Oceanum Tenebrosum o Atlántico. Mediante estos
documentos cartográficos y otros ocho mapas griegos, procedentes de la
época de Alejandro Magno, Piri Reis confeccionó un mapa mundi en el año
1513. Pero vayamos a los hechos:
El problema fue resumido sucintamente en una emisión radiofónica en
forma de coloquio, la cual formaba parte de las series dominicales que, bajo el
título de “The Georgetown University Forum”, la Universidad de Georgetown
viene dando desde hace muchos años por una emisora de Washington, D.C.
Esta emisión goza del respeto general a causa de su alto nivel intelectual, su
probidad y su exactitud científica. La emisora citada facilita copias impresas
de dicho programa. Estas copias constituyen una de las lecturas más
extraordinarias de este siglo. Lo que da más importancia al asunto es la gran
categoría de los participantes en el antedicho coloquio. Vamos a resumir
brevemente lo que en él se dijo:
Hace algunos años, un tal Mr. Arlington H. Mallery, ingeniero retirado, se
interesó por unos mapas antiguos descubiertos por un oficial de Marina turco
en Estambul y ofrecidos por éste a la Biblioteca del Congreso de Washington.
Estos mapas fueron dibujados, aproximadamente, en la época de Colón, pero
se les presentaba como copias de mapas mucho más antiguos o portulanos de
los que utilizaban corrientemente los marinos desde muchos siglos antes. En
realidad, dichos mapas procedían de otros compilados en la época helenística,
basándose éstos a su vez en otros mapas aún mucho más antiguos procedentes
del antiguo Egipto o de otras civilizaciones aún más antiguas. Estos mapas
fueron considerados como interesantes piezas de museo, pero quedaron
olvidados y arrinconados, hasta que cayeron en el más completo olvido. Mr.
Mallery llegó hasta ellos gracias a sus investigaciones, que duraban ya desde
hacía muchos años, acerca de los antiguos útiles de hierro americanos y los
grandes cambios sobrevenidos en el litoral de América desde la retirada de la
última oleada glacial (que en la actualidad, por medio del análisis del carbono
radiactivo, se ha fijado en unos 10.000 años atrás). Supo entonces de la
existencia de mapas muy antiguos que, a pesar de haber sido hechos en
Europa o Asia, mostraban la línea costera de América.
Cuando volvió a descubrir estos mapas, hoy llamados de Piri Reis, halló
que, si bien en ellos aparecían masas de tierra representadas en los grandes
océanos que rodeaban al continente euroasiático, y más allá de ellos, estas
tierras parecían ser puramente imaginarias. Además, incluso el mundo
“conocido” centrado en torno al Mediterráneo, estaba todo él deformado,
torcido; sin embargo, al examinar los detalles, descubrió con asombro que si
recorría lentamente cualquier costa partiendo de un punto dado (como la
ciudad de Marsella, que se hallaba en estos mapas antiguos y también en los
modernos, y que cuenta con muchos siglos de existencia sin haber cambiado
de emplazamiento), todos los pequeños promontorios, ensenadas e islas,
existían y en orden correcto, pero fuera de posición. Parecía, según dijo Mr.
Mallery, como si los delineantes originales hubiesen levantado un plano de
toda la costa del mundo cuidadosamente, pero estuviesen desprovistos del
menor concepto de latitud o longitud, y por lo tanto les resultase imposible
trasladar sus descubrimientos lineares a una superficie bidimensional. Al
principio consideró la posibilidad de que los delineantes originales hubiesen
creído que la Tierra era plana; pero aun partiendo de este supuesto, halló que
las posiciones relativas de todos los puntos identificables seguían siendo
totalmente inexactas y, a decir verdad, sin pies ni cabeza. Luego advirtió algo
más… que las inexactitudes parecían obedecer a alguna ley matemática. Esto
fue verdaderamente un gran descubrimiento, y sólo podía significar una cosa:
que aquellos antiguos cartógrafos utilizaron, alguna especie de lo que suele
llamarse una cuadrícula sobre la que fijaban los detalles señalados en el mapa.
¿Cuál era esta pauta o proyección?
Para abreviar, diremos que Mr. Mallery sometió el problema a Mr. M. I.
Walters, de la Sección Hidrográfica de los Estados Unidos, y tras una paciente
investigación, ambos descubrieron una pauta o proyección que se ajustaba a
los mapas. Entonces corrigieron los mapas partiendo de esta pauta,
pasándolos a una de nuestras proyecciones modernas (Mercator) y sucedió
algo totalmente sorprendente.
Estos antiguos mapas —el original del cual procedían se fechaba al menos
en el 3000 a. de J.C.— mostraban todo el planeta con el mayor detalle y una
absoluta exactitud, incluyendo no sólo las costas de las dos Américas, sino
también la de toda la Antártida, y, por si fuese poco, ofrecían un gran número
de cordilleras montañosas en el centro de todas las grandes masas
continentales, que no sólo representaban exactísimamente las que ya
conocemos hoy en día, sino algunas otras existentes en ciertas regiones
inexploradas de la Norteamérica septentrional y en la Antártida, que no
conocemos… ¡estas últimas en lugares que actualmente se hallan cubiertos
por una capa continua y lisa de hielo, que se calcula tiene casi dos millas de
espesor! Solamente en algunas zonas limitadas el perfil costero no se
correspondía con el que muestran los mapas modernos, pero fue precisamente
este hecho el que más sorprendió a Mr. Mallery, pues él había estudiado
algunas de estas zonas en sus anteriores investigaciones, y sabía que se trataba
de lugares donde la línea costera había sufrido cambios y alteraciones por
diversas causas (acarreos fluviales en los deltas, por ejemplo). En otras
palabras: los extraños mapas mostraban cuál había sido la costa y su perfil
entre siete y diez mil años atrás, según los descubrimientos hechos por
Mallery partiendo de otras fuentes de información. Entonces, Mr. Walters
hizo otro descubrimiento notabilísimo, esta vez por pura casualidad.
Examinando ciertos mapas del Ejército norteamericano —o más bien
informes de reconocimientos— que acababan de completarse en el norte del
Canadá y en sus grandes islas árticas, informes que no se habían dado aún a la
publicidad, vio con estupefacción que se habían descubierto cordilleras
enteras que hasta entonces (1952) habían sido totalmente desconocidas para el
mundo moderno, pero que se hallaban en su totalidad en los antiguos mapas
de Piri Reis, en los lugares correctos y con el tamaño y orientación
adecuados. Muy sorprendidos, Mallery y Walters fueron juntos a ver al
reverendo Daniel Linehan, S.J., director del Observatorio Weston del Colegio
de Boston, jefe del Departamento de Sismología de las exploraciones
emprendidas en la Antártida por la Marina estadounidense, formando parte
del Año Geofísico Internacional, y le mostraron todas las cordilleras y líneas
costeras de aquel continente, que aparecían en los antiguos mapas. Sin
conseguir vencer casi su incredulidad, el padre Linehan afirmó en el coloquio
radiofónico antes citado que todas y cada una de las características
topográficas que posteriormente fueron investigadas por los sondeos
ultrasónicos realizados a través del hielo por la Task Force 43, han resultado
existir y coinciden totalmente con las que aparecen en los mapas de Piri Reis.
Esto plantea una cuestión alucinante. ¿Quién navegaba alrededor de los
continentes americanos y de la Antártida antes de que se formase sobre ésta el
casquete polar, y quién penetró en lo más recóndito del Canadá septentrional
y de las grandes islas árticas por aquella época?
No se puede soslayar esta pregunta afirmando que estos mapas son de la
época colombina, porque, en primer lugar, América, y mucho menos la
Antártida, no eran conocidas entonces, y, aun en el caso de haberlo sido, la
última se hubiera hallado ya cubierta de hielo, como las regiones árticas
americanas.
Como los sesudos pero sorprendidos caballeros que tomaron parte en el
coloquio tuvieron que confesar, el caso escapa a toda comprensión, a menos
que: 1. existiesen expertos topógrafos y cartógrafos provistos de instrumentos
muy precisos y que supiesen que la Tierra era un globo que gira en el espacio,
antes del año 3000 a. de J.C.; y 2. que estos personajes (o seres) no sólo
dispusiesen de naves muy marineras, sino también de aparatos voladores de
cualquier clase, porque, según creían los sabios reunidos, algunas de las
cordilleras interiores SÓLO PODÍAN HABER SIDO OBSERVADAS DESDE EL AIRE.
CAPÍTULO XII
EL BÓLIDO FANTASMA DE TUNGUSKA

Según otra hipótesis lanzada por el científico ruso Alexandre Kazantsev, el


gigantesco meteorito que hace más de medio siglo se estrelló en las selvas
subpolares de la Siberia Central, cuyo peso calcularon los sabios soviéticos de
entonces que debía ser de medio millón de toneladas, no era otra cosa que una
astronave procedente del planeta Venus y provista de motores atómicos.
Naturalmente, la nueva teoría de Kazantsev fue recogida por gran número de
revistas especializadas en todo el mundo, aunque acompañada, en la mayoría
de los casos, de comentarios que traducían la incredulidad más absoluta. Pero
vayamos a los hechos.
A las siete de la mañana del día 30 de junio del año 1908, una conmoción
apocalíptica alteró la calma de la inmensa taiga siberiana. Un objeto de
dimensiones colosales, en forma de torpedo, apareció en el cielo y cruzó a
velocidad terrorífica (unos 7.000 kilómetros por hora) la región de
Podkamennaya-Tunguska, avanzando hacia el NO perdiendo altura y dejando
a su paso como estela un torbellino de fuego y humo. En las cercanías de la
factoría de Vanovar y de las fuentes del mencionado Tunguska, que es uno de
los grandes afluentes del río Jenisei, región escasamente poblada y recubierta
toda ella de frondosa selva subártica, el cuerpo se transformó en una bola
cegadora más brillante que el Sol, y una columna de fuego surgió en el cielo
sin nubes. Los habitantes de la pequeña ciudad de Kansk, en la Siberia, los
campesinos, los cazadores, los condenados a trabajos forzados, sus
guardianes, oyeron primero un murmullo sordo, luego un inmenso fragor, una
explosión de fuerza espantosa resonó y, a continuación, sintieron que la tierra
se estremecía bajo sus pies, en tanto una luz cegadora penetraba desde el
cielo, hasta los lugares más recónditos.
El maquinista y el fogonero del tren que, procedente de Irkutak, penetraba
en el cambio de agujas de la estación de Kansk, vieron como, al norte de la
inmensa planicie siberiana, “un cuerpo gigantesco, incandescente y ruidoso,
caía desde el cielo, y una gran nube hirviente, de fuego, que cambiaba
constantemente de forma con epilépticas contorsiones, se alzaba después
desde el suelo a muchos metros de altura y se extendía por la estepa salvaje”.
El estruendo de la formidable explosión no tardó más que unos segundos en
llegar y fue oído a millares de kilómetros, desencadenando un viento tan
huracanado que sopló violentamente sobre los techos de las casas situadas a
centenares de kilómetros de distancia y dio dos veces la vuelta al globo. Las
estaciones meteorológicas de Irkorisk, Tachkent e Iena, registraron un brusco
trastorno de la corteza terrestre. Incluso las más alejadas del epicentro de la
gran sacudida. Pero aún más: el estremecimiento de las entrañas del planeta se
extendió por todas las latitudes, pues todos los sismógrafos de la Tierra
detectaron las vibraciones del terrible impacto dos veces consecutivas.
Aunque los efectos más intensos se hicieron sentir hasta más allá de dos mil
kilómetros a la redonda, donde los temblores de tierra subsiguientes
provocaron varios terremotos.
La apocalíptica devastación arrasó la taiga siberiana en un radio de casi mil
kilómetros y a mil quinientos kilómetros al norte del Baikal. Árboles,
hombres y animales fueron derribados al suelo por el choque de la enorme
fuerza expansiva, y casas destruidas. La inmensa columna de llamas, polvo y
gases, coronada en forma de hongo nuclear, surgió por encima del bosque
volatilizado elevándose hasta ochenta kilómetros de altura, formando extrañas
nubes luminiscentes de color verdoso, rosado y dorado, que reflejaban la luz
del sol durante el día y fosforescía por la noche. Dichas nubes se mantuvieron
en suspensión durante varios días, y por las noches iluminaron el cielo de
Rusia, de las principales capitales de casi toda Europa Occidental, de Asia e
incluso hasta de África del Norte, según precisa el sabio ruso profesor
Liapunov, de la Academia de Ciencias de Moscú se podían tomar fotografías
a medianoche. En París se podían leer los periódicos en los paseos donde aún
no se habían encendido los faroles. En Londres se tomaron fotografías de
personas leyendo sus periódicos a la una de la madrugada, sin más luz que la
de esas densas nubes doradas atravesadas por extraños resplandores.
Las gentes rústicas y supersticiosas que poblaban pequeños ámbitos, en
medio de la inmensa planicie siberiana, hablaron durante mucho tiempo de
que “Ogdy”, el dios del fuego y del trueno, había descendido sobre la Tierra y
abrasaba a los hombres con llamas invisibles. No sabían dar otra explicación a
la catástrofe. Todos los sabios del mundo fueron consultados y nadie supo dar
una explicación razonable del fenómeno. A pesar de ello, se avanzó la
hipótesis de que un meteorito de colosales dimensiones había caído en la taiga
de Tunguska. Pero el hecho despertó en todo el globo tal expectación que el
Zar ordenó a la Academia de Ciencias que iniciara una investigación. Y así
fue como en 1927, una expedición científica organizada, al mando del
prestigioso profesor A. Kulik, secretario del. Comité Investigador de
Meteoritos, acudió a examinar lo ocurrido en el mismo lugar del cataclismo.
Los equipos de técnicos y científicos emprendieron la marcha a la
aventura, pues los medios de que podían disponer en aquel tiempo eran quizá,
demasiado sencillos y elementales para enfrentarse con un problema tan
colosal e impresionante. Se asegura que uno de los equipos, al mando del
investigador y geólogo Rusteki, se perdió en la inmensidad devastada, “como
si hubieran quedado disueltos en aquel montón de cenizas y tierras
removidas”, cuenta Alexandre Zwinski, uno de los cronistas más alucinados
por el apocalíptico suceso. Y añade: “En un área de más de veinte kilómetros
cuadrados, millones de árboles habían sido arrancados de cuajo y abatidos al
suelo en una misma dirección. Millares de renos aparecían por doquier, pues
ganado y hombres habían sido levantados por el aire y lanzados a cientos de
metros de distancia. Los cercados existentes a seiscientos kilómetros del
epicentro de la colisión aparecieron también derribados. La tierra parecía
calcinada y dentro de un radio de más de cien kilómetros cualquier forma de
vida había sido destruida por completo”. En efecto, sobre esa tierra no ha
vuelto a crecer la hierba después de cincuenta y nueve años.
El profesor Kulik estuvo recorriendo las inmediaciones del lugar de la
catástrofe y no pudo hallar vestigios del supuesto meteorito. Los aparatos
magnéticos tampoco detectaron ningún fragmento meteórico en aquella zona
calcinada. Además, allí donde el meteorito debería haber colisionado y a
causa de la pérdida instantánea de su velocidad la energía cinética haberse
transformado en calor, provocando así la explosión, no apareció ningún cráter.
El sabio profesor y su equipo recogieron las primeras impresiones de las
tribus nómadas de los Evenks. He aquí algunos fragmentos de los apuntes del
investigador Kulik: “Me dicen estas gentes, sencillas y analfabetas, que en
una aldea de la provincia de la Podkamennaya-Tunguska, unos mil quinientos
renos sucumbieron a la vez. Creen estas gentes, al menos así me lo preguntan,
que se acerca el fin del mundo”. Cuando el grupo de sabios moscovitas llegó
a la Tunguska, “hacía tanto calor que aún parecía arder la tierra”. Los
habitantes de aquella región, según dichos apuntes, contaban así el fenómeno
que habían presenciado: “Vimos una luz que nos cegaba, al mismo tiempo
que oíamos un ruido infernal. Tuvimos que echarnos al suelo para que no nos
devorara “el soplo de fuego y de muerte”. Cualquier cosa de metal que
llevásemos en nuestras ropas nos abrasaba el cuerpo”.
Aquella gente primitiva y aterrorizada contaba extraños fenómenos, como
la caída insólita de los cabellos y los dientes de quienes habían mirado
directamente la bola que ardía. También referían que numerosas personas
sufrieron importantes quemaduras, aun estando lejos del lugar de la
explosión; que muchos murieron de una extraña enfermedad desconocida,
atacados por vómitos de sangre y enormes cólicos, y que numerosos niños
que nacieron en los primeros años después del fenómeno murieron apenas
nacer, o nacieron ya muertos. No es extraño, pues que Kulik quedara
anonadado ante tales afirmaciones. Pero a pesar de todo, el científico ruso
presentó su informe a la Academia de Ciencias de Moscú, comunicando que,
de acuerdo con su examen y cálculos, el 30 de junio de 1908 había caído un
meteorito en la taiga siberiana, cuyo peso debía haber sido de unas cuarenta
mil toneladas al llegar al suelo y que, en el momento de la explosión, había
almacenado una carga eléctrica de 250 millones de voltios por centímetro
cuadrado de su masa, devastando una inmensa llanura.
Sin embargo, el Comité Investigador de Meteoritos no quedó satisfecho, y
en 1957, una nueva expedición rusa, equipada de detectores
electromagnéticos y de material moderno, practicó otro reconocimiento
científico de la Tunguska. Y ese nuevo equipo de sabios, dirigido por el
investigador Florensky, tras un detenido estudio del lugar del suceso, informó:
“No hay vestigios de ese meteorito que, según Kulik, cayera el 30 de junio de
1908 en un lugar situado en la taiga, a seiscientos kilómetros de la ciudad de
Kansk, al noroeste del lago Baikal”.
Hacia finales de 1958, otra expedición científica, integrada por miembros
de la Sociedad de Astronomía y Geodesia de la URSS, se desplazó también a
la Siberia en busca de información más solvente y admisible que permitiera
desvelar de una manera definitiva la misteriosa catástrofe de la Tunguska.
Éste fue su informe: “Todos los miembros de la expedición llegamos a la
conclusión unánime de que el “Iujnoie-Boloto” (aire devastado: ochenta
kilómetros de radio) no es un cráter o meteorito y no existe huella o vestigio
de un choque de un meteorito contra la Tierra”.
En 1959, una tercera expedición científica visitó la Tunguska. La dirigía al
miembro de la Academia de Ciencias de Moscú, Georgi Plekjanev. A su
regreso, una expectación estupefaciente reinaba en la Academia, que escuchó
en silencio un informe asombroso: “Nuestra expedición —explicó Plekjanev
— ha podido registrar que el índice de radiactividad en aquella zona es tres
veces más alto de lo normal en el resto del mundo. Algunos colegas estiman
que la devastación que se produjo el 30 de junio de 1908 es comparable a la
que podrían provocar varias decenas de bombas atómicas. Las investigaciones
llevadas a cabo permiten suponer que la explosión se produjo en el aire, a
unos quince metros sobre el nivel del suelo… Proseguidas las investigaciones
en nuestros laboratorios —continuó Plekjanev—, nos hallamos ahora en la
fase de intentar saber si se trata de una explosión provocada por un meteorito
radiactivo de tipo desconocido hasta ahora, o por un bloque de antimateria
que se desintegra al tocar el suelo, o aun por una nave cósmica, tal como la
imaginan ciertos sabios”.
Escuchemos ahora las propias palabras del profesor Alexandre Kazantsev:
“La hipótesis de la caída de un meteorito que debía tener una masa de un
millón de toneladas y una velocidad de treinta a sesenta kilómetros por
segundo, no ha explicado lo que llamamos las anomalías de la catástrofe
(desaparición del meteorito, ausencia de restos meteóricos, ausencia del
embudo que debía producir el impacto). Pero si, en efecto, el estallido del
bólido o lo que fuera tuvo lugar encima y no en el suelo, esto explicaría la
razón por la cual los árboles que se encontraban precisamente debajo de
donde se produjo la explosión habían quedado en pie después de perder su
corteza y sus ramas, mientras que allí donde el choque había sido recibido
bajo un cierto ángulo los árboles fueron arrancados. En cuanto a la explosión
equivalía, en potencia, según los cálculos, a diez millones de toneladas de
TNT, lo que corresponde a quinientas bombas A o a varias bombas H. Tal
estallido no pudo ser ocasionado por la transformación de la energía cinética
en calor en el momento de la pérdida instantánea de velocidad del cuerpo
cósmico, sino por la liberación de energía termonuclear”.
“He tenido que desechar la teoría inicial de que la explosión había sido
provocada por un meteorito radiactivo, ya que una detonación atómica exige
una materia extremadamente rara, como el uranio 235 o el plutonio, que no
existen en la Tierra en pureza química ideal ni en cantidades suficientes. Por
consiguiente, un material radiactivo sólo habría podido explotar sobre la taiga
siberiana de haberse podido conseguir artificialmente. Pero en 1908 era
completamente imposible obtener, no solamente en la frondosa taiga, sino en
cualquier otro lugar de la Tierra, una materia capaz de provocar reacciones en
cadena. Sólo quedaba, pues, una hipótesis. En 1908, a una altura de más o
menos cinco kilómetros, el combustible radiactivo de un navío interplanetario
desconocido que intentaba aterrizar, había estallado y la nave quedó
desintegrada antes del aterrizaje”.
“En el año 1960 —prosigue Kazantsev— un nuevo grupo de jóvenes
investigadores organizó otra expedición y volvieron a la taiga. Entonces se
sugirió una nueva explicación para justificar la catástrofe: según la teoría
formulada el cataclismo pudo haber sido producido por la explosión térmica
del núcleo de hielo de un cometa. Sin embargo, teóricamente, una tal
explosión sólo es posible si el cuerpo se desplaza, aproximadamente, a
cuarenta kilómetros por segundo. Pero no hubo ninguna indicación que
pudiera demostrar que dicha velocidad fue conseguida. Si se ha considerado
que la velocidad del objeto sideral debía ser de este orden, es porque sin ella
no hubiera podido producirse ningún estallido”.
“Ahora bien: un equipo de geofísicos, conducidos por A. Zolotov,
descubrió un árbol afectado por la catástrofe, pero que había permanecido en
pie. El árbol en cuestión crecía a igual distancia del epicentro de la explosión
y de la trayectoria de vuelo del cuerpo, y acusó el efecto de la onda de choque
y de la onda balística, provocadas por el movimiento del objeto en la
atmósfera a una velocidad considerable. Si la velocidad hubiera sido,
realmente, del orden de cuarenta kilómetros por segundo, la potencia del
choque de estas ondas habría sido comparable. En cambio, las ramas de este
árbol orientadas hacia el frente de la onda de choque, han sido quebradas de
golpe; pero las ramas que se encontraban en un plano perpendicular y que
habían sido sometidas al choque de la onda balística, han quedado todas a
salvo. Si se compara, matemáticamente, la fuerza de las dos ondas y si se
calcula la velocidad de vuelo del cuerpo, se verá que esa velocidad no era de
cuarenta, sino de cuatro a cinco kilómetros por segundo. En estas
condiciones, la masa del cuerpo que explotó, no era de millones de toneladas,
sino de mil millones, a no ser que la explosión tuviera origen nuclear”.
“El segundo punto interesante en las nuevas búsquedas —sigue diciendo
Kazantsev—, es la constatación de quemaduras ocasionadas por radiaciones.
Hasta hoy, tales quemaduras producidas a distancia, sólo han podido ser
provocadas por explosiones atómicas. En la taiga siberiana se han encontrado
numerosos vestigios de quemaduras por radiación, incluso a varias decenas de
kilómetros del lugar de la explosión. Según ha sido posible calcular, la
energía de radiación representaba, aproximadamente, el tercio de la energía
total del estallido. Y esto caracteriza, justamente, una explosión nuclear. Se ha
intentado realizar una medición de la elevación de radiactividad en el suelo y
en los bosques de árboles que habían perecido en el cataclismo. Estas
tentativas han sido infructuosas. Y muchos han considerado que esto refutaba
la hipótesis de una explosión nuclear”.
“Sin embargo, un grupo de investigadores pertenecientes al Instituto de
Geofísica, ha venido verificando una serie de observaciones, no solamente en
los árboles disecados, sino también en los árboles que sobrevivieron a la
catástrofe; incluso en aquellos árboles que crecían lejos del epicentro de la
explosión, pues presentan rasgos interesantes. Zolotov y sus compañeros
aserraron un tronco de más de trescientos años. Y se comprobó que las capas
anuales de su corte, más delgadas que el árbol, formaban un calendario que
demostraba que el árbol se había puesto, de súbito, a rejuvenecer. En efecto:
las capas anuales de su corte se habían vuelto diez veces más espesas. Los
miembros de la expedición de la Sociedad de Astronomía y Geodesia,
realizada en 1958, habían ya constatado el crecimiento extraordinario de los
árboles después del cataclismo de la Tunguska. Pero ellos lo explicaron
diciendo que los árboles aislados habían recibido más luz del Sol y el suelo
había quedado fertilizado por los restos de los árboles muertos”.
“Pero los expedicionarios de 1960 estudiaron los árboles afectados en los
bosques donde, después de la explosión, las condiciones exteriores no habían
cambiado. Y se observó que, en esos bosques, los árboles más jóvenes habían
conseguido, en cincuenta años, alcanzar la talla de sus congéneres viejos de
hacía trescientos años. ¿Por qué la arboleda de la taiga había crecido tan
impetuosamente? ¿Era posible que nuevas sustancias aparecieran en aquella
tierra después de la explosión? ¿Se trataba de sustancias radiactivas? Nació
entonces la idea de verificar sistemáticamente la radiactividad de cada capa
anual, ya que luego de la detonación nuclear (si la hubo) debieron haberse
producido nuevas precipitaciones que, al cabo de cierto tiempo, serían
absorbidas por los árboles a través de la savia y quedarían, así, depositadas en
las capas anuales”.
“Los resultados de una investigación apasionante fueron entregados al
Instituto de Geofísica. En el tronco del árbol fueron constatadas las fechas
siguientes: 1700, 1812 y 1908. En la época de Ivan el Terrible no hubo
explosión atómica en Siberia. Durante la agresión napoleónica tampoco hubo
explosión nuclear. ¡Pero después de 1908 la radiactividad de las capas anuales
se manifestó mucho más elevada! Se puede afirmar ya que existe estroncio 90
en esas capas. Ahora bien el período de ese isótopo es de 19,5 años. Esto
significa que después de medio siglo de existencia sólo queda alrededor de un
10 % de estroncio 90 no desintegrado. Por lo tanto, dicho isótopo no ha
podido aparecer más que como consecuencia de una explosión nuclear. No
poseemos todavía los resultados de los estudios efectuados por otros equipos
de investigación, pero no tardaremos en recibirlos, y es razonable esperar
conclusiones muy interesantes. Ello nos obliga a reflexionar seriamente en la
siguiente cuestión: ¿Qué es lo que pudo estallar encima de la taiga siberiana?
Si la ciencia consigue explicar esto, podremos afirmar con certeza que la
catástrofe de la Tunguska fue provocada por la explosión de los motores
atómicos de un navío cósmico desconocido, gobernado por mensajeros de
otra civilización que se dirigían hacia nosotros, y posiblemente iguales a
aquellos que fueron dibujados, hace miles de años, en las cuevas rocosas del
Sahara”.
Para concluir este capítulo diré que varios científicos del Este han apoyado
la audaz hipótesis de Alexandre Kazantsev, fundamentándose en las
siguientes consideraciones:
a) La explosión del bólido provocó una inmensa esfera de vapores, de los
que se destacó una nube en forma de seta, característica de las explosiones
nucleares.
b) Las personas que habitaban en zonas próximas al lugar de la caída del
meteoro, murieron más tarde de una extraña enfermedad, de síntomas
similares a las que sufren los expuestos a las radiaciones atómicas.
c) La explosión causó los mayores daños a cierta distancia de su centro,
como sucede con las bombas atómicas, no produciendo el cráter que causan
los aerolitos auténticos.
d) Los testigos oculares de la caída del meteoro manifestaron que el objeto
se acercó a la Tierra a velocidad fantástica, pero que a veces producía la
impresión de parecer regulada.
e) En la época del cataclismo —el 30 de junio de 1908— el planeta Venus
se encontraba a la distancia mínima de la Tierra.
SEGUNDA PARTE

LOS PLATILLOS VOLANTES Y LA BIBLIA


CAPÍTULO XIII
HACIA UNA TEOLOGÍA CÓSMICA

Si los llamados platillos volantes proceden —como en efecto así parece


evidenciarse— de las inconmensurables regiones cósmicas, es necesario
convenir que nos hallamos frente al acontecimiento más trascendental de
todos los tiempos y tal vez ante una advertencia divina que debiéramos tener
en cuenta para contrarrestar el pecado de soberbia que nos conduce a la
incomprensión, causa de todos los males que amenazan con aniquilar a la
Humanidad.
El periodista y escritor francés, Gastón Lenormand, cita que en el
semanario “Carrefour”, el escritor Daniel Rops firmó un ensayo relacionado
con los platillos volantes que, por sus atrevidas conjeturas, revolucionó al
mundo de la Teología. Este escritor católico, que ha publicado una serie de
trabajos sobre temas filosóficos que llamaron poderosamente la atención por
la hondura del pensamiento, es toda una autoridad en asuntos espirituales, por
cuyo concepto ha merecido notables premios literarios y es miembro de
diversas instituciones de su país y del extranjero, habiendo, además,
representado a Francia en diversos congresos relacionados con su
especialidad. El audaz ensayo de Daniel Rops llevaba el siguiente título: “¿Y
SI LOS PLATILLOS VOLANTES FUERAN ÁNGELES?”.

Según un despacho de la Agencia ANSA, fechado en París, el célebre


escritor católico hace notar que las Sagradas Escrituras no niegan la existencia
de otros seres distintos al hombre, de otros habitantes del Universo, provistos
de inteligencia racional, como los ángeles, por ejemplo. “Sé por un sacerdote
jesuita amigo mío —dice Rops en el semanario francés antes aludido— que la
presencia de los platillos volantes no es tratada a la ligera en esa orden
religiosa, y hay quienes aseguran que, si no son ángeles, se trataría de
criaturas perfectas, sin mancha de pecado, seres que existirían antes de Adán
y que sobreviven al hombre”.
Las opiniones en este sentido no son esporádicas, tanto en el campo
cristiano católico como en el de las demás denominaciones religiosas, sobre
todo en los Estados Unidos, donde se celebran frecuentes reuniones
metafísicas a fin de establecer, por vía de interpretación de los textos
sagrados, la verdadera naturaleza de esos fenómenos celestes, admitiéndose
ya, sin ningún prejuicio dogmático, que las misteriosas astronaves que surcan
nuestra atmósfera están tripuladas por seres vivientes de una mentalidad
realmente extraordinaria, dotados de una inteligencia superior a la nuestra y
cuya técnica astronáutica se halla adelantada en varios siglos.
No debemos abrogarnos la exclusividad de Dios, pues los hechos parecen
indicar que el Supremo Hacedor, en la inmensidad infinita del Cosmos,
cuenta en su haber con un número inconmensurable de otras criaturas que han
sabido aprovechar y cultivar mejor que nosotros sus facultades mentales y
espirituales. Siempre se ha aceptado la pluralidad de mundos habitados. La
hipótesis de la existencia de seres racionales en otros planetas del espacio
cósmico, fue ya admitida por el Cristianismo desde los primeros siglos y por
otras autoridades, ocupándose de ella Orígenes, Juan Crisóstomo, Agustín,
Isidoro de Sevilla, Tomás de Aquino, Duns Scoto, Newton, Kant, Platón,
Aristóteles, etc. etc.
La posibilidad de que los llamados platillos volantes estén tripulados por
criaturas angélicas o seres exentos del pecado original, no sólo interesa al
orbe cristiano, sino también al musulmán, al budista y hasta a los lamas del
Tíbet, según las informaciones que trascienden de diversas latitudes del
mundo. Se sabe, asimismo, que el Observatorio Espectroscópico del Vaticano
viene reuniendo antecedentes relacionados con el inquietante enigma de
nuestro siglo. Este organismo está especializado en aerolitos, pero existen en
los dominios pontificales otros centros técnicos y científicos que todavía no
han dado a conocer su informe definitivo en torno a esta palpitante cuestión
tan debatida, resultado que los creyentes aguardamos con justificada avidez y
expectación. Pero hasta ahora nada nos ha sido comunicado al respecto.
Esta posibilidad —de que los extraños cosmonautas extraterrestres sean
criaturas de Dios— ha sido analizada desde el punto de vista teológico por
destacadas personalidades, inclinándose la mayoría de esas autoridades de
competente calibre a sostener la teoría de visitantes de otros planetas. En una
reunión de sociólogos católicos celebrada en Bonn, de la que se hizo eco la
Prensa de la Alemania Occidental, se abordó el problema de los supuestos
vehículos interplanetarios extraterrestres, coincidiendo la mayoría de los
ponentes en que el espinoso tema trasciende del análisis científico para
penetrar en el campo de la Metafísica.
Uno de los asistentes a dicha asamblea fue el padre Felipe Dessaurer,
residente en Munich, a quien se considera una verdadera autoridad como
exégeta y filósofo bíblico. Su opinión, bien categórica al admitir la
posibilidad de un mensaje divino en los platillos volantes, fue expuesta en los
siguientes términos: “Los seres desconocidos de otros planetas deben ser
considerados como personas desde el punto de vista filosófico y como
criaturas de Dios desde el punto de vista teológico”.
Los teólogos modernos consideran que ha llegado el momento de
enfrentarse serenamente con este y otros no menos delicados problemas del
mismo orden; problemas alzados ante la perspectiva de relacionar
determinados sucesos y pasajes bíblicos con seres y artefactos “no
identificados” que acaso pudieran haber sido mensajeros de otros planetas. Y
es ante esta evidencia, cuya gravedad es obvia, que los teólogos no han
vacilado en enfrentarse con dilemas sorprendentes grávidos todos ellos de
insospechadas consecuencias.
En efecto: ¿cómo puede interpretarse, desde los puntos de vista de la
Teología, una eventual irrupción en la Tierra de seres procedentes del espacio
exterior? Más aún ¿qué significado puede darse al hecho de que esos seres
HAYAN INTERVENIDO YA —y no una, sino repetidas veces— en la historia de
nuestro mundo? Esta posibilidad, que hasta hace bien poco hubiera parecido
absurda, cada vez se está imponiendo con mayor verosimilitud entre los
investigadores eclesiásticos. Mi modesta opinión personal como cristiano en
este aspecto de la cuestión, es que la Revelación en nada se opone a los
resultados que la recta investigación científica haya obtenido o pueda obtener
en el terreno apuntado. Concretamente, el hecho de que seres extraterrestres
estén abordando la Tierra desde los más remotos tiempos y ejerciendo
influencias —acaso decisivas— en el curso de la historia humana desde sus
mismos orígenes, podrá modificar en lo necesario —pero no afectar
esencialmente— la interpretación de muchos pasajes bíblicos que,
naturalmente, seguirán conservando invariable su sentido doctrinal, en modo
alguno susceptible de alteración.

EL AUTOR SE JUSTIFICA

Sin embargo, antes de abordar esta delicada faceta de este tema tan audaz,
considero que por mi parte, en mi calidad de autor y como creyente cristiano,
merece una aclaración o intento de justificación para que de la lectura de los
capítulos que van a ser ahora introducidos no se deriven conceptos erróneos, y
para que nadie se escandalice y rasgue sus vestiduras pensando que me he
perdido en elucubraciones heterodoxas o en especulaciones fantásticas. He
consultado mis inquietudes a teólogos eruditos y exégetas más documentados
y responsables, tanto del cristianismo católico como del protestante, quienes
muy amablemente me han orientado y asesorado en mi labor de investigación.
No me he lanzado, pues, a una particular interpretación de las Sagradas
Escrituras, ni ha sido mi propósito dogmatizar o sentar cátedra sobre un
terreno tan resbaladizo por lo espinoso de la cuestión. Simplemente me he
limitado a tratar el asunto con objetividad y me permitiré esbozar los perfiles
de nuevos aspectos teológicos que ya empiezan a siluetearse entre los
doctores de la fe católica y evangélica, para demostrar así que el hecho es
perfectamente compatible con las doctrinas cristianas sustentadas por la
Iglesia. En último término, a los señores teólogos corresponde, pues, emitir el
veredicto final y a ellos remito al lector inteligente, ávido de calmar sus
inquietudes.
Desde el punto de vista de una Teología Cósmica —hacia la cual
marchamos— creo que podemos aventurarnos a afirmar que la pluralidad de
mundos habitados en modo alguno afecta los genuinos principios religiosos
de la fe cristiana sino que, por el contrario, la visión del Ser de Dios es
magnificada, y la perspectiva de la hermandad humana en una escala cósmica,
nunca antes concebida tan claramente como ahora, nos elevará por encima de
las luchas mezquinas y nos acercará más al Creador del Universo. Ante la
realidad de los objetos volantes no identificados, ya hemos dicho que
autoridades religiosas contemporáneas y teólogos modernos están aportando
sus opiniones a este tema tan sugestivo que a todos apasiona y que en los
actuales momentos de la Historia reviste caracteres de auténtica inquietud.
Por otra parte, los astrónomos están bombardeando el espacio cósmico con
sondeos radioeléctricos de gran profundidad para intentar establecer contacto
con habitantes de otros mundos. Ello ha dado motivo a comentarios y
precisiones por parte de los teólogos, quienes han sido invitados a expresar
sus opiniones sobre la posición que debería adoptar la Iglesia en relación con
seres pensantes y razonantes que vivan en otros cuerpos celestes del
Universo.

LOS TEÓLOGOS EMITEN SUS OPINIONES

Muchas personas se han preguntado: ¿Se encuentra la Revelación ante una


dificultad al admitir la existencia de seres racionales extraterrestres? La
respuesta teológica es que la Revelación nada tiene que oponer a la existencia
de pueblos de otros planetas, de otras “Tierras”, con criaturas que,
evidentemente, sean semejantes a nosotros o diferentes, pertenecerán a un
plano providencial distinto del nuestro. Escuchemos la opinión de un filósofo,
el padre Pedro Messeguer, doctor en Filosofía, secretario de redacción de la
revista “Razón y Fe”, autor de varias obras filosóficas traducidas a casi todos
los idiomas: “Filosóficamente, ni a la Metafísica ni a la Cosmología repugna
la probabilidad de la existencia de unos seres humanos habitantes de otros
mundos. No existen pruebas científicas positivas, pero de ello no podemos
deducir la negación de la posibilidad”.
En efecto, no es un absurdo filosófico, ni teológico, ni físico aceptar que en
el Universo hay otros mundos habitados, moradas cósmicas en las que se
alojan otras criaturas racionales de igual o diferente estructura fisiología que
la nuestra, ya que el ambiente y las condiciones climatológicas en que vivan
en su planeta pueden haber determinado una constitución biológica
enteramente distinta. La Biblia contiene el mensaje de salvación que Dios ha
dirigido exclusivamente a los habitantes de nuestra Tierra. Es natural, pues,
que las Sagradas Escrituras presenten una visión geocéntrica del Universo.
Hacemos nuestras las palabras de C. S. Lewis, autor de varias novelas
sobre Marte que han sido publicadas en español, profesor de literatura en la
Universidad de Cambridge y destacado defensor de las doctrinas cristianas, el
cual, en un trabajo reciente, opina que si se descubre que existe la vida en
otros planetas, este hecho “no contribuirá ni a demostrar ni a dejar de
demostrar los principios básicos del Cristianismo, como no lo hicieron
tampoco los descubrimientos de Copérnico, Darwin y Freud”. Sin embargo,
Lewis, enfocado el asunto serenamente, nos confiesa que “si hay alguna parte
de la doctrina cristiana que parecía estar amenazada, es la de la Encarnación:
la creencia de que Dios descendió del Cielo para nosotros y para nuestra
salvación. ¿Por qué para nosotros y no para los demás? ¿Cómo podemos
nosotros, sin una arrogancia absurda, creer que hayamos sido favorecidos en
forma única? Reconozco que el asunto sería difícil”. Pero planteado el
problema, Lewis sugiere que las formas de vida pueden estar más adelantadas
que las nuestras, pueden estar ya redimidas, o no necesitar de la redención.
“Es posible —agrega— que de todas las razas solamente la nuestra haya
caído”.
He aquí la opinión del padre jesuita Domenico Grasso, profesor de
Teología Dogmática en la afamada Universidad Gregoriana de Roma, que
declaró en una entrevista que le hizo el diario italiano “La Stampa”: “Si hay
hombres en el verdadero sentido de la palabra en los demás planetas, es decir,
seres que puedan ser descritos como animales racionales, no importa cuán
distintos puedan ser de nosotros debido a las condiciones en que viven, por
cierto que no pertenecen a nuestra familia humana. Es decir, que esos seres no
serán hijos de Adán y Eva como nosotros, y por consiguiente no están
marcados por el pecado cometido por Adán, y no han sido redimidos; cuando
menos directamente, por Jesucristo. Para ellos, Dios tendrá un plan con un fin
distinto y con medios distintos también. Qué plan será no lo sabemos. Sólo
una revelación podría decírnoslo. Y por tanto, no dependería de nuestra
Iglesia, constituida para los hombres de la Tierra. Por eso la Iglesia no debe
proceder a preparar misioneros espaciales”.
Escribió el famoso astrónomo y poeta de los cielos Camilo Flammarion:
“Nos creemos tan importantes que hemos creído, y todavía creemos, que el
Hijo del Creador del Universo se encarnó aquí abajo, exactamente en nuestro
pequeño Globo, para redimir a la humanidad terrestre. Pero, ¿la redención se
produjo solamente para nuestra Humanidad? ¿O para todas las que pueblan
las infinitas Tierras del Universo infinito?”. Es evidente que para los seres de
otros mundos, Dios puede haber concebido uno o varios de los tantos planes
“posibles” a las criaturas dotadas de alma espiritual, además de un cuerpo
material. Planes que se nos escapan porque no han sido revelados.
Si los habitantes de otros planetas hubiesen superado una prueba análoga a
aquella en la que sucumbió Adán, vivirían en un estado de naturaleza elevada
a la gracia, es decir, no tendrían el pecado original como nosotros y, en
consecuencia, no conocerían ni la muerte ni el mal difundido sobre la Tierra,
y por tanto su existencia transcurriría en un estado paradisíaco semejante al
concedido, antes del pecado, a nuestros primeros padres.
En el caso contrario, o sea, si los habitantes de esos mundos tuviesen
pecado original como nosotros y hubiesen tenido redención, su vida sería
similar a la nuestra. El Verbo, en efecto, puede haberse encarnado también en
otros mundos, donde puede haber tomado igualmente cuerpos y nombres
distintos de Cristo. Conforme a un principio establecido por Santo Tomás de
Aquino, es posible que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad haya
asumido la naturaleza racional de seres de otros mundos, a la vez que la
naturaleza humana de los habitantes de la Tierra; y también que otra de las
Divinas Personas se haya hecho carne en otro planeta. La redención de los
seres de otros mundos puede haberse producido igualmente por otros
caminos, como podía suceder en la Tierra si así lo hubiese establecido Dios.
Leamos, pues, lo que escribió Santo Tomás en su Tratado del Verbo
Encarnado (3 9 I-26), Cuestión 3.ª: La unión considerada por parte de la
persona que asume, Art. 7.º: Si una sola Persona Divina puede asumir dos
naturalezas humanas: “Quien sólo puede hacer algo determinado tiene una
potencia limitada. Pero el poder de la Divina Persona es infinito, no pudiendo
limitarse a algo creado; y tal ocurriría en la hipótesis de que la Persona Divina
asumiese una naturaleza humana sin poder asumir otra. Pues parecería
seguirse de ello que la personalidad de la naturaleza divina era coartada de tal
manera por una naturaleza humana, que ya no podía asumir otra; caso
manifiestamente imposible, pues en modo alguno lo creado puede limitar o
constreñir lo increado. Así, pues, ya consideremos la Persona Divina por
razón de su poder, principio de unión; ya por razón de su personalidad,
término de dicha unión, es preciso afirmar que la Persona Divina puede
asumir otra naturaleza humana, además de aquélla a la que se unió”.
El padre agustino Victorino Capánaga, doctor en Teología, autor de varias
obras sobre San Agustín y San Juan de la Cruz, ex definidor general de la
Orden en Roma durante doce años, manifiesta: “El problema puede mirarse
de diversos ángulos. Se puede preguntar si es abstracta o metafísicamente
posible la existencia de otros habitantes humanos en los astros. O si es
positivamente probable o un hecho la habitación de los mismos. La Tierra,
como única morada de hombres, a muchos les parece incompatible con la
magnificencia de Dios y del Universo cósmico. Sería un absurdo instalar a
una pareja de recién casados en un rascacielos de mil pisos. El mundo es
demasiado grande para tan pocos habitadores. La Creación, ¿no sería un
derroche de Universos sin sentido? Cuando se discurre de este modo se mira
demasiado la pequeñez humana y no se atiende a la grandeza del Creador,
infinitamente generoso y omnipotente, de quien dice la Sagrada Escritura que
“ludit in orbe terrarum”, juega en el orbe de la tierra. El Universo es, ante
todo, libre juego de las fuerzas creadoras del Omnipotente. Y lo mismo que
en el juego humano parece que hay un derroche de energías sin sentido
cuando lo tienen muy alto, porque muestran la opulencia dinámica y estética
del ser humano… ¿Para qué creó Dios tantos mundos inhabitados?… De los
cielos, con sus innumerables astros, dice el poeta y profeta de los Salmos:
“Los cielos pregonan la gloria de Dios”. Este pregón divino lo dan todas las
criaturas y llena de sentido el Universo”.
Admitida la posibilidad de seres humanos extraterrestres, se le preguntó si
entrañaría ésta alguna dificultad ante el hecho de haberse realizado la
Redención en el mundo en que habitamos. He aquí su respuesta: “De lo dicho
no puede deducirse en rigor que no haya en el Universo cósmico otras
moradas humanas… La omnipotencia divina puede crear y ligar el espíritu a
otras sustancias corpóreas e instaladas en ambientes biológicos enteramente
diversos que el nuestro… Ni crearía en caso afirmativo una dificultad especial
el hecho de haberse llevado a cabo la Redención en nuestra Tierra. Cierto que,
según los principios de la Cristología paulina, en el orden actual no se puede
imaginar seres de ningún género desligados de Cristo. Nuestro mundo es
cristocéntrico, y esto da un valor y grandeza imponderable a nuestra pequeña
Tierra. El señorío de Cristo es tan universal y absoluto que no se concibe
ningún dominio ontológico sustraído a su esfera de acción o de influencia.
Partiendo de esta base y puestos a fantasear sobre otros mundos habitados por
hombres iguales o parecidos a nosotros o por espíritus corporeizados en forma
que rebasan los límites de nuestra concepción, sería admisible que estuvieran
condicionados a una redención preservativa por la que conservaran la
inocencia de su primitivo estado, o bien que se hallaran en la condición de
hombres caídos y rescatados por la gracia de Cristo. Y aún cuando
reservásemos sólo para los hombres la solidaridad física y moral que
resplandece en el misterio de nuestra redención, a esos “cristianos”,
digámoslo, de otros mundos, podríamos ligarlos con una solidaridad
ontológica y moral, porque en virtud de la eficacia infinita de los méritos de
Cristo y de la superabundancia de su Redención, con sólo un acto de la divina
voluntad que aplicase a ellos, por no sé qué diversa economía diferente de la
nuestra, las gracias de Cristo quedarían bajo la regia soberanía de Éste”.
El padre jesuita Joaquín Salaverri, profesor de Teología Dogmática en la
Universidad Pontificia de Comillas, doctor en Teología, autor de “Sacrae
Theologiae Summa”, libro de texto en universidades europeas y americanas,
aporta también sus puntos de vista en relación con este apasionante tema de la
pluralidad de mundos habitados. Oigámosle. “El dogma de la unidad humana
nos exige que creamos que, después de Adán, en la Tierra no han existido
seres humanos que no descendiesen por natural generación del mismo Adán,
como primer padre de todos. Por consiguiente, el dogma de la unidad del
género humano se restringe taxativamente a los hombres que han existido en
la Tierra después de Adán. Y, por lo tanto, nada dice de los seres humanos que
hayan podido existir en el mundo antes de Adán, ni mucho menos de los que
pudieren existir en los mundos siderales. Suponiendo, pues, que esos
habitantes de las estrellas fuesen verdaderos hombres, aunque por las
variedades somáticas y psíquicas, debidas al influjo de condiciones
ambientales diversas, fuesen muy distintos de nosotros, esos hombres
ciertamente no formarían parte de la familia humana que tiene a Adán por
primer padre, ya que no sería posible explicar su origen como debido a una
emigración de hombres terrestres… Y, por consiguiente, la hipótesis de seres
humanos astrales en nada se opone al dogma de la unidad del género
humano”.
Preguntado sobre el dogma del pecado original, replicó: “El dogma del
pecado original… nos manda que creamos que todos los hombres,
descendientes por generación de Adán, contraen el pecado, que se propaga a
todos con la misma generación natural… Así, pues, el dogma del pecado
original se restringe también a los hombres que descienden de Adán. Y, por
consiguiente, nada dice que excluya los seres humanos que pudieran existir en
los astros. Cierto es que si existen pudieran haber pecado, porque como muy
bien enseña Santo Tomás: “Sólo la voluntad divina es impecable; en la
voluntad de cualquier criatura, hasta en la misma voluntad del ángel, puede
haber pecado, según la naturaleza de su condición de su naturaleza creada”.
Pero no pudieron contraer el pecado, que, cometido por Adán, se transmite a
sus descendientes por vía de generación, que es lo que se requiere para el
pecado original…”.
“El dogma de la Redención —prosigue el docto jesuita— nos obliga a
profesar que “Cristo Jesús ha sido dado por Dios a los hombres como
Redentor”, y por eso “descendió de los cielos por nosotros, los hombres, y por
nuestra salvación”. Por eso Jesucristo es llamado “el último Adán”, porque ha
bajado a la Tierra para reparar la culpa original y restituir a los hombres la
gracia, de la que habíamos sido privados por el pecado del primer Adán. La
redención cristiana, de que hablan las Escrituras…, es la redención de los
hombres descendientes de Adán, que en él contrajeron el pecado, del que se
siguieron todas las culpas, del que también nos vino a redimir el Señor. Bajo
esta perspectiva no entran en consideración los supuestos seres humanos
extraterrestres, y, en consecuencia, el dogma de la Redención no excluye en
modo alguno la posibilidad de su existencia”.
Escuchemos ahora la opinión del padre y teólogo franciscano Miguel
Oltra, doctor en Teología por la Universidad de Munster, redactor de “Verdad
y Vida”, autor de la obra “Angustia y esperanza”, de profundo matiz
teológico, y de “La certeza del estado de gracia”: “En nuestro caso hipotético
de la existencia de seres humanos en otros planetas, caben dos explicaciones
armonizables con la más pura ortodoxia católica: una economía de la gracia
redentora, que supone pecado, y una economía de la gracia en estado de
inocencia, que desconocemos por completo. En el primer caso sería necesario
recurrir a la omnipotencia divina que “saca hijos de Abraham de las piedras”
y puede poblar el mundo creado y desconocido por nosotros actualmente con
seres humanos sujetos a redención y —por consiguiente— descendientes de
Adán. En este supuesto, Dios, que dio el mandato al hombre en el Génesis de
dominar al mundo, habría prolongado el día histórico en que se propagase la
Buena Nueva evangélica a aquellas gentes. Si necesitasen de redención, al
existir posibilidades de contacto, la Iglesia tendría la obligación de
evangelizarlos en nombre del Redentor, quien le dio el encargo; la Iglesia, en
nombre de Cristo, enviaría misioneros a Marte, a la Luna o donde fuera”.
“En el segundo caso de una Humanidad en estado de inocencia y, por
consiguiente, sin necesidad de redención, resaltaría en todo su esplendor la
doctrina defendida por los más grandes teólogos de que Cristo se habría
encarnado, aunque el hombre no hubiera pecado. Porque Dios, que es amor,
se propone al crear un fin, que no puede ser otro diferente de Sí mismo, su
esencia divina. Dios ama infinitamente y exige correspondencia infinita, cosa
que las criaturas finitas no pueden hacer; ellas nunca podrían alabar a Dios
como Él se merece. De ahí la necesidad del “Summum opus Dei”, la
Encarnación del Verbo, que fuese Dios y hombre, Creador y criatura y a quien
Dios puede amar infinitamente y recibir de Él, solidarizado con todos los
seres inteligentes, amor e infinita alabanza… Así Cristo, tanto en una
economía redentora como en una economía de inocencia, es el Rey Supremo
y Jefe Universal. Si algún día se llegase a comprobar la existencia de seres
humanos en estado de inocencia en otros planetas, el dogma de la realeza de
Cristo aparecería con toda sublimidad, se conocería en su raíz esa solidaridad
de los unos con los otros y que constituye el dogma de la “comunión de los
santos”.
El padre dominico A. García Figar, doctor en Teología, ilustre publicista,
habla así: “Si los astros son habitables, ¿por qué no ha de haber habitantes en
ellos? Estoy por la afirmativa. No digo que los haya porque no los he visto;
pero afirmo, con razones teológicas, que puede haberlos. No pongamos
límites al poder de Dios y menos a su amor. Dios creó los mundos como creó
los ángeles, y los creó para su gloria y porque su bondad habrá de desbordarse
en la Creación. Si los ángeles, los más semejantes a Él, son en tanto número
que superan a todas las cosas creadas, ¿por qué los hombres se han de reducir
a un número matemático que se pueda consignar en unas tablillas de barro
cocido o en unas docenas de pergaminos? La pura razón va más allá del
número sabido y quiere, por exigencias lógicas, que el número de hombres
sea incontable, siendo los seres más perfectos de la Creación telúrica y los
que mayor gloria dan a Dios por el conocimiento del mismo y el amor con
que le adoran. Puestos nosotros a crear, ¿no haríamos lo mismo? Este
pensamiento nos descubre que pertenecemos a “la raza de los dioses” que
decían los griegos, y San Pablo les descubrió el Dios verdadero”.
—Y si pecaron, ¿tuvieron un Redentor como nosotros?
“La sangre del UNO SÓLO basta para redimir el pecado de todos los
pecadores de todos los mundos”
—¿Conocieron ellos la Encarnación?
“¿La conocieron acaso los judíos y los gentiles? Pudieron los ángeles
llevarles la Buena Nueva de la misma, como la llevaron a los Reyes Magos y
a los pastores de Belén y a San José el justo. O el mismo Jesucristo, después
de resucitado, pudo hacer acto de presencia entre ellos o la gracia misma
interior recibida del Espíritu Santo llevarles al conocimiento del grandioso
Misterio, pues las manos de Dios no están atadas y ciñen corazones como
amasaron la primera tierra de donde viene el hombre.
¿Quién puede poner fronteras a la omnipotencia divina? Cuando hayamos
alcanzado el Cielo de la bienaventuranza veremos cosas que no caben ahora
en nuestros cerebros y escucharemos palabras que hoy no podríamos
entender. ¡Quién sabe si uno de esos astros que no han visto ni verán jamás
los ojos de los mortales estará destinado a Paraíso después de nuestra
resurrección!”.
Y, por último, nos responde, muy amablemente, el padre Salvador Muñoz
Iglesias, canónico lectoral de la catedral de Madrid, doctor en Teología por la
Universidad Gregoriana de Roma, licenciado en Sagrada Escritura por el
Pontificio Instituto Bíblico romano, profesor hoy de Sagrada Escritura en el
Seminario Conciliar de Madrid y jefe de la Sección Bíblica del Instituto
“Francisco Suárez” del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: “No
creo que haya nada que oponer en nombre de la Revelación a la posibilidad
de que existan otros mundos habitados por seres racionales fuera del
nuestro… Por de pronto, esos seres, en el caso de que fueran racionales,
tendrían la obligación de aceptar racionalmente la revelación que Cristo ha
hecho a los hombres de la Tierra si llegara a su conocimiento. Deberían creer
todo lo que Dios nos ha dicho a nosotros, aun aquello que no les afectara
personalmente. Y en cuanto a la obra redentora de Cristo habría que
distinguir. Si ellos no hubieran cometido pecados personales, ni hubieran
incurrido en el original de alguno de sus antecesores, ni en el de Adán —cosa
esta última que a nosotros no nos ha sido revelada porque sólo se nos ha dicho
que lo contraemos por generación; pero tal vez pudiera habérseles transmitido
a ellos por solidaridad jurídica con Adán e incluso podía haberles sido
revelado—, si no tuvieran, digo, pecado de ningún género, no tendrían
ninguna parte en la obra redentora de Cristo, que, en cuanto tal, supone el
pecado y consiste en la liberación del mismo por los méritos de Cristo. Si no
tuvieran pecados personales ni se les hubiera revelado que habían incurrido
jurídicamente en el de Adán, yo no me atrevería a afirmar que estaban
incursos en él mientras no constara su descendencia de Adán por generación,
ya que, como queda dicho, ésa es la única forma de participar en aquel pecado
que nos ha sido revelado”.
“Pero la obra de Cristo no fue sólo redentora. Como hemos dicho antes, la
revelación que nos hizo de la vida de Dios (“A Dios nadie le vio jamás; el
Unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer”, San
Juan 1:18), es valedera y obligatoria para todo ser inteligente que llegue a
conocimiento de ella. Más aún: la mayoría de los exégetas y muchos teólogos
pensamos que las expresiones del Nuevo Testamento relativas a la capitalidad
de Cristo en el orden sobrenatural deben entenderse en el sentido de que
cualquier gracia recibida por cualquier criatura racional dimana de Cristo,
incluso la gracia de Adán anterior a su pecado y sin excluir la gracia de los
ángeles. En esta perspectiva, que creemos claramente revelada, cualquier
gracia que hipotéticamente hubieran recibido esos posibles hombres o seres
racionales de cualquier otro mundo fuera de la Tierra sería igualmente gracia
de Cristo y habríamos de confesar que la habían recibido de Él”.
—Pero si, al establecer contacto con nosotros, esos hombres nos dijeran
que habían tenido ellos a su vez revelaciones de Dios que no hubiéramos
tenido nosotros, ¿tendríamos que admitirlas?
“También aquí habría que distinguir. Por supuesto es imposible cualquier
revelación divina que contradijera a la que Dios nos ha hecho a nosotros. San
Pablo escribía a los gálatas: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os
anunciare otro Evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema”
(Gálatas 1:8). Y la razón es que Dios no puede contradecirse a Sí mismo”.

HABLA EL RVDO. P. MATEO FEBRER, O. P.

En noviembre de 1964, decidí concertar una entrevista con un teólogo


católico para interviuvarle acerca de estas cuestiones. Así, pues, a tal fin me
dirigí a la Residencia de los Padres Dominicos en Barcelona para visitar al
Rvdo. P. Mateo Febrer, O. P., Licenciado en Filosofía, Lector de Teología,
quien aportó muy gentilmente su brillante colaboración en calidad de profesor
cuando del 9 al 30 de septiembre de 1963 celebramos en los Auditorios de la
Escuela de Mandos Intermedios (E. M. I.), y bajo la dirección de Mario
Lleget, el Primer Cursillo de Iniciación a la Era espacial con el título de: “Las
Dos Astronáuticas”. Este interesantísimo Cursillo, que ciertamente alcanzó un
éxito formidable, fue organizado por la Agrupación Astronómica Montseny -
Estación Astronómica Cosmos, y participaron como profesores de las
asignaturas que fueron desarrolladas:
D. Ernesto Guille: INTRODUCCIÓN A LA COSMOGRAFÍA.
D. Mario Lleget: FUNDAMENTOS Y OBJETIVOS DE LA ASTRONÁUTICA
Dr. A. Font Sallarés: MEDICINA Y PSIQUIATRÍA DEL ESPACIO
Dr. Antonio Pelegrí: REGULACIÓN JURÍDICA DEL ESPACIO.
D. Antonio Ribera: OBJETOS DESCONOCIDOS EN EL CIELO.
D. Eugenio Danyans: ENIGMAS ASTRONÓMICOS DE LA PREHISTORIA.
Rvdo. P. Mateo Febrer, O. P.: LA TEOLOGÍA CATÓLICA DE ACUERDO CON LAS
NUEVAS IDEAS DE LA CONQUISTA DEL ESPACIO.

La interviú celebrada con el Rvdo. P. Mateo Febrer, O. P., apareció


publicada en febrero de 1965 en la Revista “EUROPA”, de la cual soy
colaborador y en la que tengo asignada la Sección de Astrofísica. Me permito,
pues, reproducir aquí una transcripción literal del contenido de dicha interviú.
—¿Cuál es su especialidad dentro de las actividades que usted desarrolla
dada su vocación religiosa?
—Como todo eclesiástico cultivo la Teología y la Filosofía, y soy profesor
de ambas Licenciaturas desde que terminé mis estudios. Me gradué en la
Universidad de Santo Tomás, en Roma, y desde entonces he venido
dedicándome a la enseñanza en nuestros escolasticados. Ahora bien: dentro de
todo esto, cultivo algunas aficiones científicas particulares. El extraordinario
progreso de las ciencias naturales ha despertado en nosotros ciertas
inquietudes intelectuales que nos han estimulado a ponernos en contacto con
la física nuclear, las teorías de la relatividad, los modernos conceptos de
tiempo, espacio, movimiento, simultaneidad, materia, las transformaciones
sustanciales de las cosas y sus accidentes, pues hoy es ya un hecho científico
indiscutible que toda la materia, en último término, se reduce a átomos de
hidrógeno, que a su vez son ya materia corpórea formada. Y todo esto nos ha
abierto grandes e insospechados horizontes que nos han permitido precisar
con mayor claridad, no solamente nuestros conceptos científicos, sino
también otros muchos que repercuten en la Filosofía y la Teología. Así, por
ejemplo, a la luz de la relatividad einsteniana, podemos conocer mejor lo que
es la Eternidad que lo que es el Tiempo.
—¿Existe plena compatibilidad entre la filosofía teológica y la pluralidad
de mundos habitados?
—Completamente. La Filosofía no puede prescindir de la realidad objetiva
de las cosas, es decir, que tiene su punto de partida en la experiencia o
reconocimiento de los hechos. Cuando nos dejamos llevar por un proceso
discursivo filosófico, contemplamos el Universo con posibilidades y
conceptos que antes no podíamos adivinar. La perfección del Universo es la
vida. Y la perfección de la vida es la vida intelectual, espiritual. Siendo la
vida universal, ¿por qué no pensar que la perfección del hombre puede ser la
comunicación con los otros seres racionales del Universo?
—Desde el punto de vista religioso, la creencia en la posibilidad de que
existan otros mundos habitados, ¿es una hipótesis actual o ya se acepta como
probable en la antigüedad?
—En la Iglesia nunca se nos ha impuesto límite alguno para que
pudiéramos opinar al respecto, y de ahí que muchos y grandes teólogos, tales
como Montsabré, Sertillanges, Urbano y otros, ya reconocían filosóficamente
esta posibilidad y en sus sentimientos internos se inclinaban totalmente a ella.
—La existencia de seres racionales en otros planetas, ¿implicaría alguna
dificultad o entrañaría algún peligro para los dogmas de la fe?
—En modo alguno, sino todo lo contrario. Ni la Filosofía, que es la ciencia
de la razón, ni la Teología, que es la ciencia de lo revelado, se oponen a ello.
La pluralidad de mundos habitados cabe perfectísimamente y está en
consonancia con ambas ciencias, pues dicha probabilidad parece ser la
posición más razonable desde el punto de vista religioso.
—¿Y en qué posición quedaría entonces, la Sagrada Escritura?
—Quedaría tal como está. Aunque para esos hipotéticos seres, quizá no
fuera la misma Escritura que ellos han recibido, pues el Señor puede revelarse
de múltiples maneras y manifestarse de infinitas formas.
—¿Qué opinión tiene usted forjada acerca del fenómeno de los ONIS
(“Objetos No Identificados”)?
—Nosotros nos hallamos al margen del aspecto técnico de tales
fenómenos, por lo que no podemos decir en qué consisten o qué son. Pero es
evidente que hay unos hechos que necesitan explicación. Los hechos no se
pueden negar, pero en este caso nosotros somos los menos indicados para
decir lo que sí son y lo que no son, y no tenemos derecho a emitir un
verdadero veredicto al respecto. Sin embargo, se trata de hechos evidentes
dada la extensísima documentación oficial y científica que ustedes, los
investigadores de los ONIS, tienen en su poder. Pero, ¿qué son? Fenómenos
que están por explicar y que, por consiguiente, hay que buscar explicación.
¡Adelante, pues, en vuestra labor de investigación! Sería estupendo que al
hallar la solución del problema nos dierais la confirmación de que estos
fenómenos son vehículos de enlace entre nuestra Tierra y otros mundos
habitados.
—¿Por qué Dios escogió, precisamente, la Tierra para su Encarnación?
—Esta pregunta nos inquieta, verdaderamente, y nos da mucho que pensar.
Al ver la relatividad de nuestro tamaño físico y lo poco importantes que
somos ante la inmensidad del Universo, nos sentimos maravillados de que
esta Tierra tan diminuta haya sido merecedora del privilegio de la Redención.
Ahora bien: ante la posibilidad de otros mundos habitados, podemos pensar
como casi seguro que en tales astros también se habrá necesitado una gracia
redentora del Señor, por la razón de que toda criatura, siendo de por sí
defectible, es casi seguro que, en algún grado, deben haber delinquido. De
qué medio puede haberse valido el Señor para salvarles a ellos, no nos ha sido
revelado. Pero Dios tiene infinitos recursos de redención.
—Usted conoce mis trabajos de investigación sobre la protohistoria de los
ONIS. ¿Cree usted posible que en el pasado ya nos visitaran criaturas de otras
galaxias, en calidad de mensajeros enviados por Dios, al igual que los seres
angélicos?
—El Señor pudo haber usado la intervención de seres extraterrestres. No
podemos afirmar que, en efecto, así haya sido. Pero todo lo que no se opone
al infinito poder de Dios, es realizable, y, por consiguiente, se puede aceptar
desde un punto de vista filosófico.
—La destrucción de Sodoma y Gomorra, el arrebatamiento de Enoc y
Elías, y las ruedas volantes de Ezequiel, ¿pudieron haber tenido lugar
mediante la intervención de mensajeros extraterrestres?
—No tenemos inconveniente en admitir esta posibilidad con tal de que se
mantenga el sentido auténtico y divino de la Sagrada Escritura, pues Dios
puede utilizar los medios que quiera para producir los efectos que Él se ha
propuesto alcanzar. No quitándole ese sentido a la Biblia nos es permitido
elaborar hipótesis diversas, según las cuales, en algunos casos, el Señor puede
haberse valido del concurso de fenómenos naturales para manifestar su
Providencia.
—¿Puede haber salvado Dios, en virtud de su gracia soberana, a los
pecadores de otros mundos, aplicándoles también a ellos los méritos
redentores que Cristo obtuvo muriendo en la Tierra?
—La Teología cristiana no tiene tampoco por qué oponerse a esta
posibilidad, aunque sin descartar el que Dios haya tenido medios más o
menos espectaculares para consumar la redención de los habitantes de otros
mundos. Precisamente en la liturgia católica tenemos un Himno del tiempo de
la Pasión, en una de cuyas estrofas se hallan estas palabras: “¡Terra, pontus,
astra, mundus, quo lavantur flumine!”: “¡Tierra, mar, astros, mundo, con qué
aguas fluviales son lavados!”, haciendo referencia a la sangre redentora de
Cristo.
—¿Cuál es su mensaje navideño para los lectores de la Revista
“EUROPA”?
—Pues… Que Dios ilumine nuestra inteligencia y que vigorice vuestras
empresas científicas para que podamos descifrar algún día esos misterios del
Cosmos, y que la comprensión de tales enigmas sirva para corear en unión de
nuestros posibles hermanos de otros mundos el himno angélico de: “¡GLORIA A
DIOS EN LAS ALTURAS!”.

Así, pues, lector amigo, en cada Navidad, cantemos a Dios, con los
ángeles, el cántico de nuestra gratitud, unámonos a estos hermanos
desconocidos para entonar este mismo cántico con lengua más vibrante y
corazón más inflamado. Porque a la religión cristiana no le repugna admitir
que hay allá arriba, en los mundos habitados, seres inteligentes y libres que tal
vez han permanecido fieles a Dios, que no han tenido necesidad de redención,
que quizá son las noventa y nueve ovejas fieles al Buen Pastor, quien sólo
habría tenido que venir a la Tierra en busca de la oveja descarriada. Bernardo
de Fontanelle, en su libro “La Pluralité des Mondes”, escribió: “Pensar que
puede haber más de un mundo no es contrario a la razón ni a las Escrituras. Si
Dios se glorificó haciendo un mundo, cuantos más mundos haya hecho, tanto
mayor debe ser su gloria”.
CAPÍTULO XIV
TRAS LAS HUELLAS DE UNA RAZA PREADÁNICA

EL MUNDO ORIGINAL

A la luz de la Ciencia y de las Sagradas Escrituras, los sabios se plantean


una apasionante incógnita y se preguntan: ¿Existió, hace milenios, en una
remota época ante-edénica, una civilización preadánica técnicamente más
poderosa que la nuestra actual, antes de que el orbe terrestre fuera desolado
por un cataclismo apocalíptico que lo sumergió en el caos descrito en el texto
sagrado del Génesis? Y los dos primeros versículos del primer capítulo de la
Biblia, nos contestan: “En el principio (BERESHIT) Dios (ELOHIM) creó (BARA)
los cielos (ET HA-SHAMAIM) y la Tierra (V’ET HA-ARETZ). Y la Tierra (V’ET HA-
ARETZ) se volvió (HAITAH: llegó a ser) desolada (TOHU: confusa) y vacía (VA-
BOHU: sin nada dentro)”.

El verbo hebreo “haitah”, vertido “estaba” en todas las versiones oficiales


de la Biblia para significar que en aquel período creativo nuestro planeta
“estaba desolado y vacío”, admite igualmente la traducción “se volvió” o
“llegó a ser”, debido a que esta palabra tiene en el original ambas acepciones.
La misma raíz etimológica aparece cuando leemos más adelante que la mujer
de Lot “vat’hi” (fue o era, pero en tiempo más antiguo) estatua (“netziv”) de
sal (“melajh”), donde se traduce: “se volvió estatua de sal”. Volvemos a
encontrar el mismo verbo cuando en otro lugar se dice de Naamán que “su
carne se volvió como la carne de un niño”, después de que fue sanado de su
lepra.
La ciencia moderna está aproximándose cada vez más al relato
cosmogónico del Génesis. Nos dicen los científicos que nuestra Tierra llegó a
la existencia al mismo tiempo que fue creado el resto del Universo, que hay
muchas evidencias de que este planeta sufrió, en una época antes del Diluvio,
un cataclismo tremendo, y que después de esa hecatombe el mundo recibió su
forma y condición presentes.
El profeta Isaías nos dice que cuando Dios formó la Tierra, la hizo y la
compuso, “no la creó desolada”, pues en el original hebreo se usa la misma
voz que significa “desordenada”, y añade: “para que fuese habitada la creó”.
Y en el libro de Job leemos: “¿Dónde estabas tú cuando Yo fundaba la Tierra?
Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes?
¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? O
¿quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba, y
se regocijaban todos los hijos, de Dios?”. Se ha preguntado a veces que cómo
es posible que las huestes celestiales se regocijaran de la fundación del mundo
terreno, llenos de gozo y adoración por la gloria creadora de Dios, estando
esta creación sin forma y vacía desde el principio, es decir, desolada y caótica.
En efecto, cabe preguntarnos: ¿Qué mundo era el que estaba fundado con tal
felicidad cuando las estrellas conjuntamente jubilaban y todos los hijos
angélicos de Dios alzaban clamores de alabanza?
Así, pues, en armonía con la Ciencia parece ser que el primitivo estado en
que hallamos la Tierra en la narración del Génesis, según la expresión literal
que aparece en el vocablo hebreo, es tal como salió originariamente de las
manos del Todopoderoso. Como toda obra de Dios, el mundo original fue
creado con la marca de su Hacedor sobre él: la perfección; como perfecto fue
también creado Adán al salir de las manos del Señor. El sello de Dios es
siempre la perfección en todas sus obras. Tal vez será interesante recordar
aquí que la palabra Cosmos tiene antecedentes que conjugan admirablemente
con la idea que estamos desarrollando. Originalmente era un nombre griego;
los griegos lo usaban para designar el Universo como un sistema ordenado.
Este nombre, a su vez, se derivaba de un verbo que significaba arreglar,
adornar, ornamento, pulido, aderezado, componer. La raíz es la misma que
hallamos en la palabra “cosméticos”. Por tanto, el Cosmos es el Universo
entero como sistema hermoso y adornado.
Unos trescientos de los más destacados antropólogos del mundo, y otros
hombres de ciencia, celebraron recientemente un importante Congreso
Antropológico en Chicago, estando de acuerdo unánimemente en que el
hombre existió, por lo menos, hace 1.750.000 años, pero sin estar de acuerdo
con la teoría de la evolución humana a través del tiempo. Según huesos y
herramientas primitivas descubiertas por el antropólogo británico doctor
Louis Leakey, en Tanganika, parece ser que se ha podido comprobar que,
efectivamente, el hombre existió en aquellas fechas. Asimismo, otros
descubrimientos del doctor Leakey han motivado también un acuerdo general
en el sentido de que criaturas que se asemejaban más al hombre que a los
monos, existieron hasta hace treinta millones de años. El doctor Leakey
mostró fotografías de tales criaturas, una de las cuales fue encontrada en una
capa de piedra, llamada “Procónsul” y que data de hace veinticuatro millones
de años, y otra, llamada “Kenyapithecua”, hallada en roca, que data de hace
unos catorce millones de años.
El bien conocido apologista profesor Bettex, escribe: “En el principio Dios
creó los cielos y la Tierra… Por medio de la Palabra creadora del Dios
perfecto y viviente, que ama a todos y lo bendice todo, vino a existir un
mundo perfecto, lleno de vida y luz, lleno de alegría y placer… Pero algo
incomprensible sucedió. Un poderoso príncipe de luz… la entenebreció. Su
reino y esfera de acción se convirtió en noche, formando el primer “no” ante
la faz de Dios, de quien procede toda afirmación. Un número incontable de
fieles ángeles y poderosas huestes del Cielo permanecieron en el infinito
océano del divino Sí; con todo, Satanás convirtióse en el gran dragón y
condujo las legiones de espíritus celestes sujetos a él, extraviándolas, y
convirtió la Tierra, tan llena de luz, en un oscuro y tenebroso caos, estropeado
y vacío”.
Es también clásico el punto de vista del general von Viebahn, conocido
evangelista alemán, expresado en los fragmentos siguientes tomados de
breves escritos del mismo: “La Tierra estaba desordenada, vacía y oscura.
Éste fue el resultado de la rebelión de Satanás. El primer paso llevado a cabo
por Dios en su batalla contra él fue la palabra: “Sea la luz”. Pudo muy bien
ser que hubiera una gran catástrofe en el intervalo existente entre los
versículos primero y segundo de la Biblia, convirtiendo la primera creación
en un caos. La Tierra que salió de las manos de Dios sin mancha ni arruga,
vino a ser, como resultado de la rebelión de Satanás, un desierto. Se hacía
necesaria una nueva creación, ya que el hombre, creado a imagen de Dios,
estaba destinado a ser el que gobernase la Tierra.” Después de esto leemos
que “Dios vio todas las cosas que Él había hecho y, he aquí, que eran muy
buenas”.
El doctor von Huene, profesor de Paleontología de la Universidad de
Tunbringen, adopta la misma posición al decir: “Cuando Dios creó los cielos
y la Tierra, todo vino a la existencia en perfecta armonía y santidad, y Dios
designó a Satanás para gobernarla. Pero a causa de su rebelión, tanto él como
su reino, cayeron bajo el juicio divino. Satán quiso ser semejante a Dios. La
envidia y el orgullo fueron su pecado. En el intervalo existente entre los
versículos 1 y 2 del capítulo primero del Génesis, tiene lugar la caída de
Satanás juntamente con las potencias que le siguieron”.
Los defensores de la teoría de la restauración de la Tierra formulan las
siguientes preguntas: ¿La creación del mundo, en su más profundo
significado, ha tenido lugar para la alabanza de la gloria de Dios,
primordialmente? ¿No resulta sorprendente el hecho de que un mundo oscuro,
estropeado y vacío, haya surgido inmediatamente de la mano creadora del
Dios de luz, del Dios de la plenitud de vida y orden perfecto? Un Dios que
proyecta de una forma contraria al caos, no puede crear nada caótico. Por
ende, el caos no puede haber existido en un Cosmos que está bajo su divino
gobierno.
La teoría en cuestión da mucha importancia al hecho de que esta
combinación de palabras, “tohu-va-bohu”, se encuentra solamente dos veces
más en el Antiguo Testamento, y en ambas ocasiones significa destrucción
como resultado del juicio divino. Así, pues, en Isaías 34:11, después de una
descripción de las terribles consecuencias de la caída de Edom en el día de la
venganza, se relata: “Y se extenderá sobre ella cordel de destrucción (“tohu”:
confusión), y niveles de asolamiento (“bohu”: caos)”. Nos vemos obligados a
entender este significado en el sentido de que Dios tendrá el mismo cuidado al
efectuar la destrucción de Edom de una manera completa al igual que el
arquitecto cuando emplea cintas métricas y plomadas para construir una casa.
El segundo pasaje es, si cabe, más decisivo. En él Jeremías describe la
desolación de Judá y Jerusalén, después de su caída: “Miré a la Tierra, y he
aquí que estaba asolada y vacía (“Tohu-va-bohu”); y a los cielos, y no había
en ellos luz. Miré a los montes, y he aquí que temblaban, y todos los collados
fueron destruidos. Miré, y no había hombre, y todas las aves del cielo se
habían ido. Miré, y he aquí que el campo fértil era un desierto, y todas sus
ciudades eran asoladas delante de Jehová, delante del ardor de su ira”
(Jeremías 4:24 al 26).
Éstos son los únicos textos de las Escrituras en los que se halla, aparte de
Génesis 1:2, la combinación lingüística “tohu-va-bohu”, y en ambos casos
tiene forma pasiva, significando “desolado y vacío”. En dicha teoría existe,
pues, un sólido argumento que justifica la aceptación del mismo significado
pasivo que desempeña un papel en el tercer pasaje. Por otra parte, Isaías, en
24:10, habla de la destrucción de los últimos días y dice: “La ciudad de la
“tohu” está destruida”, una expresión que debería traducirse por “la ciudad
desolada”. Otras versiones traducen: “ciudad de confusión”, “ciudad de
vanidad”, etc.
Volvamos a Isaías 45:18, cuya idea ya he citado antes: “Porque así dice
Jehová, que creó los cielos; Él es Dios, el que formó la Tierra, el que la hizo y
la compuso; no la creó desolada (“tohu”), para que fuese habitada la creó”.
Por lo tanto, debo remarcar una vez más el sentido original de los vocablos
hebreos mencionados en Génesis 1:2. “Y la Tierra se volvió (“haitah”, vino a
ser, no era) desolada y vacía (“tohu-va-bohu”)”, porque el verbo “haitah”,
como ya se ha dicho, tiene con frecuencia el significado de “llegar a ser” o
“convertirse”, como por ejemplo en el Salmo 118:22, donde leemos: “La
piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser (“haitah”) cabeza del
ángulo”.
La teoría de la restauración del mundo indica que, aparte del versículo 1
del primer capítulo del Génesis, el verbo hebreo “bara” (“crear de la nada”),
sólo se halla dos veces más en el relato de la creación: cuando se crea la vida
animal y luego cuando se crea la vida humana (versículos 21, 26 y 27). En el
resto del capítulo, la narración también emplea la palabra “hacer” (“asah”),
que significa “formar” o “modelar” con un material pre-existente. También
aparece en el original hebreo el vocablo “banah” varias veces, significando
“producir”, “hacer brotar”. Esto se sostiene como prueba de que el capítulo
primero de la Biblia nada tiene que ver con la primera y original creación,
sino con la nueva formación de la Tierra después de haber sido destruida.
Y finalmente, el último argumento a favor de esta hipótesis, se basa en el
hecho de que la creación de los cielos y la Tierra no está incluida en el relato
de los seis días o períodos. Al respecto, dice Dean Keerl, uno de los
principales defensores de la tesis de la restauración: “Es evidente que la
narración bíblica, que no está influenciada por la casualidad, no incluye la
creación de los cielos y la Tierra en la obra de los seis días, sino que sitúa este
hecho ya antes, aunque ello representa la creación de todo lo que sigue, y esto
es lo más importante. Si, por otra parte, el segundo versículo estuviera tan
íntimamente conectado con el primero como se entiende corrientemente, es
decir, si se describiese la condición primitiva en que Dios creó los cielos y la
Tierra, entonces la obra inicial tendría necesariamente que ser contada entre
los seis días de la creación. Sin embargo, nuestro punto de vista explica esto
de una manera fácil y satisfactoria”.
Ahora bien: ¿cuánto tiempo la Tierra quedó en ese primer estado de
perfección original? Las Sagradas Escrituras mantienen silencio con respecto
a esto. Sólo nos dicen que sobrevino el caos. No obstante, a la luz de los
hechos por mí recopilados e investigados, parece evidenciarse que la Tierra
creada por Dios, como ya se ha dicho, era un mundo perfecto, pero que tal
vez seres de otras galaxias exploraron, colonizaron y hasta quizás se
disputaron entre ellos. En épocas inmemoriales, mucho antes de que se
desencadenara el caos apocalíptico descrito en el Génesis bíblico, habitantes
del Cosmos aterrizaron con sus astronaves en nuestro planeta, fundaron sus
colonias y establecieron sus civilizaciones. En un principio cuyo origen se
pierde en los albores de una prehistoria anterior a la más remota, nuestra
Tierra recibió la visita de los pobladores del espacio exterior, de humanidades
superiores que más tarde desaparecieron sin dejar rastro, seres de inteligencia
sobrehumana, dotados de un conocimiento científico y de una cultura técnica
no alcanzada aún por nosotros. Y quién sabe si se produjo una conflagración
entre ellos y sobrevino el cataclismo que asoló a la Tierra, vaciándola de toda
vida y sumergiéndola en las tinieblas. ¿O acaso la rebelión de Lucifer y sus
huestes, que como sabemos tuvo lugar en los ámbitos celestiales, culminó en
una batalla con los ángeles de Dios, siendo la Tierra original el escenario
donde se desarrolló la primera guerra apocalíptica que desencadenó el caos en
la dispensación del mundo preadánico?
¿Y cuánto tiempo permaneció nuestro globo en ese segundo estado
caótico, en ese primer “fin del mundo”, hasta que adquirió, en virtud del
poder creador, restaurador y sustentador de Dios, su forma y condición
presentes? Tampoco se nos dice. Pero seguramente siglos más tarde, ya
restaurada la Tierra, seres venidos de fuera (tal vez los supervivientes de esas
milenarias civilizaciones que se extinguieron por desintegración, víctimas de
una hecatombe provocada por conflictos bélicos, o que quizá tuvieron que
emigrar a otros planetas) llegaron a nuestro mundo adánico y empezaron a
ejercer una influencia educadora y cultural en él. Sin duda fueron los primeros
instructores del género humano primitivo, enviados por el Todopoderoso,
pues bajo distintos nombres y apariencias encontramos a esas extrañas
criaturas en la mitología y en la historia de todos los pueblos. Surgidos
misteriosamente de nadie sabe dónde —aunque es unánime la antigua
creencia de que procedían del cielo—, fueron portadores de unas enseñanzas
y conocimientos superiores que nos legaron en un pasado arcaico, testigo de
varias anteriores prehistorias, y del que se han conservado fragmentos
diseminados entre las diversas leyendas forjadas por la mentalidad ancestral
del hombre primitivo.
CAPÍTULO XV
LA BIBLIA HABLA

Afloran ahora a nuestra mente una serie de preguntas que no podemos


eludir y que debemos abordar serenamente: ¿Existen, efectivamente, esas
supuestas criaturas extraterrestres que en momentos cruciales de nuestra
Historia y, naturalmente, por permisión divina, pudieron mezclarse entre
nosotros, ejerciendo con su irrupción una influencia decisiva en los
acontecimientos religiosos de la antigüedad? ¿Podían esas hipotéticas
criaturas cósmicas haber sido instrumentos en las manos de Aquél que rige
los destinos del Universo y actuar como agentes ejecutores de sus divinos
designios y juicios? ¿Sería posible tratar de identificar, en las páginas
sagradas de la Biblia, a esos enviados del Todopoderoso, sin poner en peligro
las interpretaciones ortodoxas de los exégetas, eruditos y teólogos, y sin
alterar el sentido doctrinal de los dogmas de fe que sustentan la Iglesia? Si
tales seres existen y si realmente vienen —como así parece evidenciarse— de
los espacios infinitos de la creación, nada impide suponer que reciban o
posean facultades que les permitan cambiar su naturaleza física en virtud de
una ley prodigiosa e inconcebible a nuestra mentalidad y en conformidad a la
clase de elementos que atraviesan, incorporándose y adaptándose a las
condiciones vitales de cada planeta.
Así, por ejemplo, empecemos por considerar algo acerca de los mensajeros
celestes y de su naturaleza. Todos sabemos que por ángel queremos decir un
ser espiritual, ordinariamente invisible a los ojos humanos, que posee las
características de la personalidad: inteligencia, voluntad y sentimientos. Las
criaturas celestiales, los ángeles, ejercen determinados ministerios en el
mundo, en particular a favor de, los hombres, además de sus servicios en los
cielos, especialmente alrededor del trono de Dios. Sin embargo, ningún
hombre puede decir exactamente, con seguridad, lo que pasa con los ángeles
cuando aparecen y desaparecen delante de la vista humana. Es por lo poco
que sabemos acerca de las capacidades de esos seres espirituales.
Generalmente son llamados incorpóreos, pero con esto sólo queremos indicar
que no tienen un cuerpo material de carne y hueso como nosotros. Ellos
ciertamente, tampoco tienen una combinación de lo que será un cuerpo
glorificado por el proceso de la muerte y la resurrección, unido a un cuerpo
espiritual. Nunca han sido humanos. El cuerpo de los ángeles, si es que lo
tienen, será algo tan fino, tan etéreo, que no sólo es invisible a nuestros ojos
(a menos que ellos deseen manifestarse delante de la vista humana), sino que
también es un cuerpo sin decadencia, sin corrupción y sin necesidades físicas.
Los seres angélicos, que con tanta frecuencia aparecen en la Sagradas
Escrituras, son mencionados 108 veces en el Antiguo Testamento y 165 veces
en el Nuevo Testamento. Ahora bien; hay varias palabras traducidas del
original por la voz “ángel” en español. “Mal’ak”, en el hebreo, y “Aggelos”,
en el griego, son las palabras más comunes; y ambas tienen el significado de
“mensajero”. Pero vemos que esta misma expresión es usada en la Biblia para
designar también, además de los seres espirituales, a mensajeros humanos,
tales como profetas, sacerdotes, ministros, y, asimismo, para designar
igualmente mensajeros impersonales, como plagas, pestilencias, vientos,
enfermedades, etc. El contexto revela cuándo se hace referencia a los ángeles
de Dios, los seres espirituales que le sirven fielmente. Es evidente que cuando
se usa la designación “ángel de Dios” no hay duda de que se está hablando de
los mensajeros que son celestiales, es decir, espirituales.
Por lo tanto, ¿resultaría disparatado suponer —a la luz de la concepción
que nos ofrece esta amplia terminología— que con el calificativo de “ángel”,
en determinadas ocasiones, los escritores bíblicos hayan querido designar a
unos personajes “celestes” de diferente naturaleza constitucional que la
angélica y cuyas características antropomórficas permitirían identificarles con
otros seres que nada tienen en común con los verdaderos mensajeros
espirituales? Criaturas celestes-humanas que serían, en realidad, seres
racionales procedentes de otros mundos habitados. Si se admite tal
suposición, aun pese al blindaje de nuestros prejuicios dogmáticos,
seguramente no nos resultará demasiado difícil tratar de identificar a esas
posibles criaturas extraterrestres entre los personajes que vemos desfilar por
las páginas bíblicas, pues no podemos negar que en el curso de la historia del
pueblo de Dios aparecen con frecuencia cierta clase de “ángeles” que en su
manifestación “física” y en sus intervenciones visibles nos parecen demasiado
humanos.
Sin duda vamos a adentramos ahora en una de las cuestiones más delicadas
de considerar. Por ello, antes de proseguir, quiero hacer constar que en el
estudio y análisis de los pasajes bíblicos que examinaremos, no pretendo
imponer mi particular interpretación, sino simplemente abrir una puerta hacia
nuevos horizontes exegéticos para que las autoridades teológicas competentes
asuman la responsabilidad y emitan el veredicto final. Soy cristiano
convencido, profeso la religión evangélica, en el seno de la iglesia a la cual
pertenezco como miembro comulgante ejerzo el ministerio de la predicación,
por lo que consciente de la responsabilidad espiritual que pesa sobre mí,
deseo que en todo momento prevalezcan los principios sagrados e
inconmovibles de la fe cristiana, sustentando siempre la ortodoxia más
rigurosa en cuanto a doctrina se refiere.

ÁNGELES ANTROPOMÓRFICOS

Los dos mensajeros que por designio de Dios fueron enviados a la Tierra
para destruir Sodoma y Gomorra, parecen pertenecer a ese género sospechoso
de “ángeles” especiales que antes he mencionado. En efecto: por su manera
de actuar se asemejan más a seres de otros mundos, emisarios extraterrestres,
que a criaturas angélicas. Según el relato sagrado, esos misteriosos personajes
que aparecen en el capítulo 19 del Génesis, son descritos por el autor de la
narración como teniendo más bien una apariencia masculina, pues son
llamados “varones”, expresión que parece determinar su sexo (cuando es
sabido que los ángeles espirituales, debido a su constitución inmaterial,
carecen de órganos de reproducción). Además, se lavan los pies, cumpliendo
así la costumbre oriental de la época; les vemos comer, ingiriendo alimentos
sólidos, y después son invitados a acostarse para descansar y dormir. Por si
fuera poco, la belleza de sus facciones físicas parece ser tan deslumbrante,
que los sodomitas se sienten atraídos y despiertan en ellos pasiones carnales
que degeneran en deseos bestiales. Al mismo tiempo, ante el tumulto hostil de
aquella horda de hombres degradados que cercan la casa donde los enviados
de Dios han sido hospedados por Lot, ellos reaccionan como dotados de una
naturaleza humana, no celestial, y, al parecer, disponen de una especie de
arma que dispara rayos cegadores. Pero acudamos al texto bíblico:
“Llegaron, pues, los dos ángeles a Sodoma a la caída de la tarde y Lot
estaba sentado a la puerta de Sodoma. Y viéndoles Lot, se levantó a recibirlos,
y se inclinó hacia el suelo, y dijo: —Ahora, mis señores, os ruego que vengáis
a casa de vuestro siervo y os hospedéis, y lavaréis vuestros pies; y por la
mañana os levantaréis, y seguiréis vuestro camino—. Y ellos respondieron: —
No, que en la calle nos quedaremos esta noche—. Mas él porfió con ellos
mucho, y fueron con él, y entraron en su casa; y les hizo banquete, y coció
panes sin levadura, y comieron. Pero antes de que se acostasen, rodearon la
casa los hombres de la ciudad, los varones de Sodoma, todo el pueblo junto,
desde el más joven hasta el más viejo. Y llamaron a Lot, y le dijeron:
—¿Dónde están los varones que vinieron a ti esta noche? Sácalos, para que
los conozcamos. —Entonces Lot salió a ellos a la puerta, y cerró la puerta tras
sí, y dijo—: Os ruego, hermanos míos, que no hagáis tal maldad…”.
“… Y ellos respondieron: —¡Quita allá!—; y añadieron: —Vino este
extraño para habitar entre nosotros, ¿y habrá que erigirse en juez? Ahora te
haremos más mal que a ellos—. Y hacían gran violencia al varón, a Lot, y se
acercaron para romper la puerta. Entonces los varones alargaron la mano, y
metieron a Lot en casa con ellos, y cerraron la puerta. Y a los hombres que
estaban en la puerta de la casa hirieron con ceguera desde el menor hasta el
mayor, de manera que se fatigaban buscando la puerta. Y dijeron los varones
a Lot: ¿Tienes aquí alguno más? Yernos, y tus hijos, y tus hijas, y todo lo que
tienes en la ciudad, sácalo de este lugar; porque vamos a destruir este lugar,
por cuanto el clamor contra ellos ha subido de punto delante de Jehová; por
tanto, Jehová nos ha enviado para destruirlo”.
“Entonces salió Lot y habló a sus yernos, los que habían de tomar a sus
hijas, y les dijo: —Levantaos, salid de este lugar; porque Jehová va a destruir
esta ciudad—. Mas pareció a sus yernos como que se burlaba. Y al rayar el
alba, los ángeles daban prisa a Lot, diciendo: —¡Levántate, toma tu mujer, y
tus dos hijas que se hallan aquí, para que no perezcas en el castigo de la
ciudad!—. Y deteniéndose él, los varones asieron de su mano, y de la mano
de su mujer y de las manos de sus dos hijas, según la misericordia de Jehová
para con él; y lo sacaron y lo pusieron fuera de la ciudad. Y cuando los
hubieron llevado fuera, dijeron: —¡Escapa por tu vida, no mires tras de ti; ni
pares en toda esta llanura; escapa al monte, no sea que perezcas!—. Pero Lot
les dijo: —No, yo os ruego, señores míos. He aquí ahora ha hallado vuestro
siervo gracia en vuestros ojos, y habéis engrandecido vuestra misericordia que
habéis hecho conmigo dándome la vida; mas yo no podré escapar al monte,
no sea que me alcance el mal, y muera. He aquí ahora esta ciudad está cerca
para huir allá, la cual es pequeña; dejadme escapar ahora allá (¿no es ella
pequeña?), y salvaré mi vida—. Y le respondió: —He aquí he recibido
también tu súplica sobre esto, y no destruiré la ciudad de que has hablado.
Date prisa, escápate allá; porque nada podré hacer hasta que hayas llegado allí
—. Por eso fue llamado el nombre de la ciudad, Zoar (“Pequeña”)”.
“El sol salía sobre la tierra, cuando Lot llegó a Zoar. Entonces Jehová hizo
llover sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego de parte de Jehová
desde los cielos; y destruyó las ciudades, y toda aquella llanura, con todos los
moradores de aquellas ciudades, y el fruto de la tierra. Entonces la mujer de
Lot miró atrás (la idea del original hebreo indica que se volvió atrás), a
espaldas de él, y se volvió estatua (o pilar) de sal. Y subió Abraham por la
mañana al lugar donde había estado delante de Jehová. Y miró hacia Sodoma
y Gomorra, y hacia toda la tierra de aquella llanura miró; y he aquí que el
humo subía de la tierra como el humo de un horno. Así, cuando destruyó Dios
las ciudades de la llanura, Dios se acordó de Abraham, y envió fuera a Lot de
en medio de la destrucción, al asolar las ciudades donde Lot estaba. Pero Lot
subió de Zoar y moró en el monte, y sus dos hijas con él; porque tuvo miedo
de quedarse en Zoar, y habitó en una cueva él y sus dos hijas”.

LA GRAN VISIÓN DE EZEQUIEL

Desde mi punto de vista, que es compartido por otros investigadores, entre


ellos Antonio Ribera y Mario Lleget, el libro de Ezequiel, uno de los más
grandes profetas apocalípticos del Antiguo Testamento, es
extraordinariamente sugestivo. Lo que se tiene por costumbre llamar la
“visión” de las “ruedas” de Ezequiel, tal como está minuciosamente descrita
en la Biblia, se trataría, casi seguro, de un reportaje redactado hace dos mil
quinientos años, allá por el siglo VI a. de J. C., probablemente entre los años
580 a 570, en el cual el profeta no habría hecho más que relatar los
acontecimientos reales de los que había sido testigo: la llegada sobre la Tierra
de cuatro criaturas venidas del espacio por medio de ingenios metálicos de
forma discoidal. Es esto, por lo menos, lo que pretende afirmar en uno de los
números de la revista americana “Analog-Science Fact Fiction”, consagrada
al estudio comparado de la ficción y de las realizaciones científicas modernas,
el ingeniero de aeronáutica Arthur W. Orton. Para él no cabe la menor duda
de que los “cuatro seres vivientes” de los que habla Ezequiel, eran astronautas
partidos de Marte o de Venus.
En sustancia, el profeta nos cuenta haber visto la “Gloria del Señor” por
tres veces, y haber sido transportado en vuelo desde ella hasta Babilonia, al
campo de los hebreos en cautividad. ¿Cómo fue arrebatado? Parece ser que la
“Gloria del Señor” descrita por Ezequiel, se refería a la “shekinah”, palabra
que no se halla en la Biblia, pero que se usa en el Targum judío y es empleada
también por los escritores cristianos, significando “habitación”, para denotar
la visible y majestuosa presencia de Jehová, como en la nube misteriosa que
ocultaba y a la vez revelaba su gloriosa manifestación. En el Antiguo
Testamento, para referirse a las apariciones de Jehová, se usa varias veces el
verbo “hofia” (“se apareció”), que significó inicialmente “resplandor”, y, por
tanto, parece convenir perfectamente a las apariciones sobrenaturales,
luminosas y resplandecientes de Dios. Los judíos basaban su esperanza de
que volviera la “shekinah”, en la época del Mesías, en muchos pasajes
proféticos de la Biblia. Como tipo, la “shekinah” anunciaba la encarnación del
Hijo de Dios.
Viviendo en una época en la que la única máquina existente sobre la Tierra
era la humana y la mecánica se limitaba a las simples poleas, Ezequiel no
contaba con ningún punto de referencia para describir lo que había visto y
debía contentarse con los elementos, las piedras y los materiales que conocía.
Pero su descripción es, sin embargo, de una notable fidelidad y amiga de los
menores detalles, y de ella parece deducirse que el profeta vio, en realidad,
una completa y enorme máquina luciendo en el espacio con vívido fulgor. Al
parecer, la traducción literal de Eclesiástico 43:9, sería: “Máquina de ejército
hay en las alturas, que brilla gloriosamente en el firmamento del cielo”. Es
muy probable que el incidente descrito por Ezequiel se desarrollase junto a las
orillas del canal que unía el Éufrates con el Tigris, en los alrededores de
Babilonia y cuando ésta se hallaba en el apogeo de su esplendor. He aquí,
pues, el famoso texto del libro de Ezequiel, que hoy, a la luz de nuestros
estudios de los platillos volantes, parece una verdadera revelación:
“Aconteció en el año treinta, en el mes cuarto, a los cinco días del mes, que
estando yo en medio de los cautivos junto al río Quebar, los cielos se
abrieron, y vi visiones de Dios. En el quinto año de la deportación del rey
Joaquín, a los cinco días del mes, vino palabra de Jehová al sacerdote
Ezequiel, hijo de Buzi, en la tierra de los caldeos, junto al río Quebar; vino
allí sobre él la mano de Jehová. Y miré, y he aquí venía del norte un viento
tempestuoso (“rúaj”: torbellino), y una gran nube (sin duda la flamígera
“shekinah” o habitación de Dios), con un fuego envolvente, y alrededor de él
un resplandor, y en medio del fuego algo que parecía como bronce refulgente,
y en medio de ella la figura de cuatro seres vivientes (“zoa”: seres vivientes,
en el griego de la Versión de los Setenta; allí no aparece la palabra griega
“therion”, significando bestias, animales). Y ésta era su apariencia: había en
ellos semejanza de hombre. Cada uno tenía cuatro caras y cuatro alas. Y los
pies de ellos eran derechos, y la planta de sus pies como planta de pie de
becerro; y centelleaban a manera de bronce y bruñido”.
Observemos que la pierna del tipo de querubín descrito aquí carecía de
rodilla y el pie no tenía coyunturas, para indicar que el movimiento era
puramente volitivo; no necesitaba doblar ni rodilla ni pie, no dar pasos
laboriosos, sino solamente deslizarse en cualquier elemento, en la tierra o en
el aire. Los querubines son simplemente ángeles (es decir, mensajeros), pero
ángeles de alta honra y de carácter principesco, y son siempre los más
cercanos al trono de Dios, según fueron vistos también por el profeta Isaías y
el apóstol Juan en su Apocalipsis. Algunas veces son llamados serafines. Pero
la palabra “serafín” expresa únicamente las llamas brillantes o la cualidad
luminosa del querubín.
“Debajo de sus alas, a sus cuatro lados, tenían manos de hombre; y sus
caras y sus alas por los cuatro lados. Con las alas se juntaban el uno al otro.
No se volvían cuando andaban, sino que cada uno caminaba derecho hacia
delante. Y el aspecto de sus caras era cara de hombre, y cara de león al lado
derecho de los cuatro, y cara de buey a la izquierda en los cuatro; asimismo
había en los cuatro cara de águila. Así eran sus caras. Y tenían sus alas
extendidas por encima, cada uno dos, las cuales se juntaban; y las otras dos
cubrían sus cuerpos. Y cada uno caminaba derecho hacia delante; hacia donde
el espíritu les movía que anduviesen, andaban; y cuando andaban, no se
volvían. Cuanto a la semejanza de los seres vivientes, su aspecto era como de
carbones de fuego encendidos, como visión de hachones encendidos que
andaba entre los seres vivientes; y el fuego resplandecía, y del fuego salían
relámpagos. Y los seres vivientes corrían y volvían a semejanza de
relámpagos.”
Notemos que la rapidez de su movimiento, sea en la tierra o por el aire, se
compara a un relámpago. La idea que se expresa en la versión original hebrea,
es que se desplazaban con “velocidad de relámpago”.
“Mientras yo miraba los seres vivientes, he aquí una rueda (“ofán”: rueda,
círculo, disco, redondel, molinete) sobre la tierra junto a los seres vivientes, a
los cuatro lados. El aspecto de las ruedas y su obra era semejante al color del
crisólito (topacio, turquesa, berilo). Y las cuatro tenían una misma semejanza;
su apariencia y su obra eran como rueda en medio de rueda. Cuando andaban,
se movían hacia sus cuatro costados; no se volvían cuando andaban. Y sus
aros eran altos y espantosos, y llenos de ojos alrededor en las cuatro… A las
ruedas, oyéndolo yo, se les gritaba: ¡Rueda! (“gálgal”: rueda, torbellino,
esfera, círculo, disco)…”
Las ruedas representaban los medios de movimientos sobre la tierra, así
como las alas representan los medios de movimiento en el aire. Había una
rueda para cada rostro. Pues bien, como un par de alas indicaba capacidad y
prontitud para volar en la dirección a que miraba ese rostro, así la misma idea
se expresa en el movimiento terrestre por “una rueda dentro de otra rueda”.
Para comprender este pensamiento, consígase una llanta de un carro metida
en otra en ángulo recto. Semejante rueda doble no solamente se quedaría
parada por sí sola, sino que sin volverse podría moverse en cuatro
direcciones. Con el ejercicio de un poco de ingenio se puede hacer una rueda
doble de cartón que exprese la idea. Esto es una rueda dentro de otra rueda.
Puede rodar en cualquiera de cuatro direcciones sin volverse. El mismo
pensamiento puede verse en las ruedas de las patas de una mesa que facilitan
el acto de empujar o el de tirar de la mesa en cualquier dirección sin darle
vuelta.
Ezequiel presenta este pensamiento repetidas veces, ya sea que los
querubines vuelen con alas o se deslicen sobre ruedas, nunca dan vuelta o
giran. Siempre se mueven en dirección hacia delante, sea un solo querubín o
cuatro querubines. Si los cuatro están juntos, dos rostros, cuatro alas y dos
ruedas están al frente de cada punto cardinal de la brújula, estando siempre
preparados para volar, rodar o deslizarse hacia el norte, el oriente, el sur o el
occidente sin girar o dar la vuelta. En cualquier elemento de tierra, mar o aire,
siempre están preparados para ver o moverse en las cuatro direcciones. El
carro de Dios nunca dio vuelta o se tornó a otra dirección: se movía o
desplazaba siempre en dirección recta hacia delante.
“Y cuando los seres vivientes andaban, las ruedas andaban junto a ellos; y
cuando los seres vivientes se levantaban de la tierra, las ruedas se levantaban.
Hacia donde el espíritu les movía que anduviesen, andaban. Hacia donde les
movía el espíritu que anduviesen, las ruedas también se levantaban tras ellos;
porque el espíritu de los seres vivientes estaba en las ruedas. Y sobre las
cabezas de los seres vivientes aparecía una expansión a manera de cristal
maravilloso, extendido encima sobre sus cabezas. Y debajo de la expansión
las alas de ellos estaban derechas, extendiéndose la una hacia la otra; y cada
uno tenía dos alas que cubrían su cuerpo. Y oí el sonido de sus alas cuando
andaban, como sonido de muchas aguas, como la voz del Omnipotente, como
ruido de muchedumbre, como el ruido de un ejército. Cuando se paraban,
bajaban sus alas. Y cuando se paraban y bajaban sus alas, se oía una voz de
arriba de la expansión que había sobre sus cabezas. Y sobre la expansión que
había sobre sus cabezas se veía la figura de un trono que parecía de piedra de
zafiro; y sobre la figura del trono había una semejanza que parecía de hombre
sentado sobre él. Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia
de fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba;
y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía
resplandor alrededor. Como parece el arco iris que está en las nubes el día que
llueve, así era el parecer del resplandor alrededor. Ésta fue la visión de la
semejanza de la gloria de Jehová. Y cuando yo la vi, me postré sobre mi
rostro, y oí la voz de uno que hablaba”.
Más adelante Ezequiel dice: “Y me levantó el Espíritu, y oí detrás de mí
una voz de gran estruendo, que decía: —Bendita sea la gloria de Jehová desde
su lugar—. Oí también el sonido de las alas de los seres vivientes que se
juntaban la una con la otra, y el sonido de las ruedas delante de ellos, y sonido
de gran estruendo. Me levantó, pues, el Espíritu, y me tomó; y fui en
amargura, en la indignación de mi espíritu, pero la mano de Jehová era fuerte
sobre mí. Y vine a los cautivos en Tel-abid, que moraban junto al río Quebar,
y me senté donde ellos estaban sentados, y allí permanecí siete días atónito
entre ellos.”
Según Arthur W. Orton, la “expansión de cristal extendida sobre las
cabezas de las cuatro criaturas vivientes” significa que estos visitantes del
espacio llevaban un casco o escafandra de materia transparente. Asimismo, al
igual que nuestros modernos astronautas, sus “cuatro rostros”, el de un
hombre, un león, un buey y un águila, sólo eran las interpretaciones hechas
por el profeta de las formas desconocidas para él de sus aparatos respiratorios
y de sus instrumentos emisores y receptores. En cuanto a lo que planeaba por
encima de los cuatro viajeros cósmicos, que Ezequiel describe como “cierta
cosa parecida a un trono, sobre el cual se sentaba la apariencia de un
hombre”, para Arthur W. Orton no era más que un ingenio de aterrizaje,
enviado por el navío espacial colocado en órbita.
Siguiendo ahora a Jimmy Guieu, quien sustenta también la misma atrevida
hipótesis, el profeta Ezequiel no tuvo una visión. Vio realmente descender a
tierra a cuatro astronaves lenticulares, cuyos ocupantes saltaron a su
encuentro, prodigándole sabias palabras antes de enviarlo hacia las tribus de
rebeldes de Israel. Los cuatro “seres vivientes brillaban como bronce en
ignición”. Hay que presumir, pues, según Guieu, que probablemente se
trataba de seres morfológicamente idénticos a nosotros, pero revestidos de
videoscafo o escafandra espacial de reflejos metálicos. Las “cuatro ruedas
volantes” que menciona el texto bíblico, “estaban llenas de ojos todo
alrededor”. Evidentemente mirillas o portillos situados en su periferia. Estas
mirillas podían haber sido tomadas por “ojos” por el profeta. Su vocabulario
no poseía semejantes palabras técnicas.
Muy significativo también es para Guieu la coloración atribuida por
Ezequiel al aparato, así como el movimiento de rotación de que estaba
animado. La misma iridiscencia ha sido observada repetidas veces en
apariciones de platillos volantes contemporáneos. Además, la descripción que
hace el profeta de la llegada de la posible astronave se corresponde
perfectamente, salvando las diferencias inevitables del lenguaje, con otras
observaciones actuales de discos que se desplazan a pequeña velocidad, o que
se disponen a aterrizar o elevarse.

LOS VENGADORES DE DIOS


Pero no termina aquí la famosa “visión”. Ezequiel todavía va más lejos. De
la hipotética nave, según el testimonio del profeta, salieron, obedeciendo a
una voz atronadora que surgía del aparato, seis hombres. Los seis iban
armados. Siguiendo instrucciones divinas, entraron en Jerusalén, dispararon
sus armas sobre la ciudad y la destruyeron. Al mismo tiempo, el jefe de los
seis hombres se acercó a la nave, tomó entre sus manos un fuego misterioso y
lo lanzó contra la ciudad. Veamos el texto:
“Clamó en mis oídos con gran voz, diciendo: —Los verdugos de la ciudad
han llegado, y cada uno trae en su mano su instrumento para destruir—. Y he
aquí que seis varones venían del camino de la puerta de arriba que mira hacia
el norte, y cada uno traía en su mano su instrumento para destruir. Y entre
ellos había un varón vestido de lino, el cual traía a su cintura un tintero de
escribano; y entrados, se pararon junto al altar de bronce. Y la gloria (la
“shekinah”) del Dios de Israel se elevó de encima del querubín, sobre el cual
había estado, al umbral de la casa; y llamó Jehová al varón vestido de lino,
que tenia en su cintura el tintero de escribano, y le dijo Jehová: —Pasa por en
medio de la ciudad, por en medio de Jerusalén y ponles una señal en la frente
a los hombres que gimen y que claman a causa de todas las abominaciones
que se hacen en medio de ella—. Y a los otros dijo, oyéndolo yo: —Pasad por
la ciudad en pos de él y matad; no perdone vuestro ojo, ni tengáis
misericordia. Matad a viejos, jóvenes y vírgenes, niños y mujeres, hasta que
no quede ninguno; pero a todo aquel sobre el cual hubiere señal, no os
acercaréis; y comenzaréis por mi santuario—. Comenzaron, pues, desde los
varones ancianos que estaban delante del templo. Y les dijo: —Contaminad la
casa, y llenad los atrios de muertos; salid—. Y salieron, y mataron en la
ciudad”.
“Miré, y he aquí en la expansión que había sobre la cabeza de los
querubines como una piedra de zafiro, que parecía como semejanza de un
trono que se mostró sobre ellos. Y habló al varón vestido de lino, y le dijo: —
Entra en medio de las ruedas debajo de los querubines, y llena tus manos de
carbones encendidos de entre los querubines, y espárcelos sobre la ciudad—.
Y entró a vista mía. Y los querubines estaban a la mano derecha de la casa
cuando este varón entró; y la nube (la “shekinah”) llenaba el atrio de dentro.
Entonces la gloria de Jehová se elevó de encima del querubín al umbral de la
puerta; y la casa fue llena de la nube, y el atrio se llenó del resplandor de la
gloria de Jehová. Y el estruendo de las alas de los querubines se oía hasta el
atrio de fuera, como la voz del Dios Omnipotente cuando habla. Aconteció,
pues, que al mandar al varón vestido de lino, diciendo: —Toma fuego de entre
las ruedas, de entre los querubines—, él entró y se paró entre las ruedas. Y un
querubín extendió su mano de en medio de los querubines al fuego que estaba
entre ellos, y tomó de él y lo puso en las manos del que estaba vestido de lino,
el cual lo tomó y salió”.

LOS VIAJES AÉREOS DEL PROFETA

Y para concluir con el libro de Ezequiel, consideremos algunos pasajes que


nos refieren los extraños viajes aéreos del profeta:
“En el sexto año, en el mes sexto, a los cinco días del mes, aconteció que
estaba yo sentado en mi casa, y los ancianos de Judá estaban sentados delante
de mí, y allí se posó sobre mí la mano de Jehová el Señor. Y miré, y he aquí
una figura que parecía de hombre; desde sus lomos para abajo, fuego; y desde
sus lomos para arriba parecía resplandor, el aspecto de bronce refulgente. Y
aquella figura extendió la mano, y me tocó por las guedejas de mi cabeza; y el
Espíritu me alzó entre el cielo y la tierra, y me llevó en visiones de Dios a
Jerusalén, a la entrada de la puerta de dentro que mira hacia el norte, donde
estaba la habitación de la imagen del celo, la que provoca a celos. Y he aquí,
allí estaba la gloria (la “shekinah”) del Dios de Israel, como la visión que yo
había visto en el campo”.
“Me llevó luego a la puerta, a la puerta que mira hacia el oriente; y he aquí
la gloria del Dios de Israel, que venía del oriente; y su sonido era como el
sonido de muchas aguas, y la tierra resplandecía a causa de su gloria. Y el
aspecto de lo que vi era como una visión, como aquella visión que vi cuando
vine para destruir la ciudad; y las visiones eran como la visión que vi junto al
río Quebar; y me postré sobre mi rostro. Y la gloria de Jehová entró en la casa
por la vía de la puerta que daba al oriente. Y me alzó el Espíritu y me llevó al
atrio interior; y he aquí que la gloria de Jehová llenó la casa”.

ELÍAS VIAJERO ESPACIAL

El Antiguo Testamento nos refiere que el profeta Elías, allá por el año 880
a. de J. C., fue arrebatado al espacio en un “carro de fuego” en forma de
“torbellino”, o bien absorbido hacia el cielo por una poderosa fuerza de
succión quizá emanada de un cuerpo sólido desprendido de la carroza
flamígera y que parecía un torbellino, expresión hiperbólica (como tantas se
usan en los hebraísmos bíblicos) que, evidentemente, parece indicar un
movimiento giratorio vertiginoso.
“Aconteció que cuando quiso Jehová alzar a Elías en un torbellino al cielo,
Elías venía con Eliseo de Gilgal… Y saliendo a Eliseo los hijos de los
profetas que estaban en Bet-el, le dijeron: —¿Sabes que Jehová te quitará hoy
a tu señor de sobre ti?—. Y él dijo: —Sí, ya lo sé; callad—… Elías dijo a
Eliseo: —Pide lo que quieras que haga por ti, antes de que yo sea quitado de
ti—. Y dijo Eliseo: —Te ruego que una doble porción de tu espíritu sea sobre
mí—. Él le dijo: —Cosa difícil has pedido. Si me vieres cuando fuese quitado
de ti, te será hecho así; mas si no, no—. Y aconteció que yendo ellos y
hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y
Elías subió al cielo en un torbellino. Viéndolo Eliseo, clamaba: —¡Padre mío,
padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo!—. Y nunca más le vio”.*
Elías el profeta del fuego, es una de las figuras más extraordinarias del
Antiguo Testamento. Fue un instrumento de Dios. Dios le usó y manifestó su
poder a través de él. Su origen es oscuro, desconocemos quiénes fueron sus
padres, no se nos menciona su genealogía. Repentinamente irrumpe en el
escenario de la Historia, se nos introduce en Tisbe, una aldea insignificante
situada en el mismo distrito posteriormente conocido como Galilea. Todo es
sobrenatural y misterioso en Elías, desde su insólita aparición en la historia de
su pueblo, a la extraña desaparición arrebatado por una carroza de fuego al
cielo. Diríase que irrumpe en escena como caído del cielo y al cielo vuelve.
Una atrevida versión del milagroso hecho supone que Elías, que no había
muerto, fuera llevado en cuerpo y alma a otro planeta mediante un vehículo
espacial desconocido, al cual Eliseo dio el nombre de carro de fuego, del
mismo modo que los indios llamaron caballos de hierro a las locomotoras.
Aunque en realidad Dios no necesitaba vehículo alguno para efectuar la
traslación de su profeta, si lo hubiera querido podía haber utilizado
perfectamente el concurso de un ingenio espacial tripulado por seres
extraterrestres, pues los recursos y los procedimientos del Omnipotente son
infinitos. Evidentemente existen ciertos problemas técnicos no insolubles (y
menos creyendo, como personalmente creo, en una intervención divina) para
explicarnos la sobrevivencia de hombres mortales como Elías o Enoc, fuera
del planeta Tierra. Sin embargo, el libro de Apocalipsis parece probar que dos
profetas han de volver a la Tierra en los últimos tiempos para testificar de la
verdad de Dios a los hombres y pagar su tributo a la muerte. Y uno de ellos
parece ser Elías. (El otro suponen algunos que será Enoc, profeta que fue
también arrebatado en vida, sin pasar por la experiencia de la muerte.) Ahora
bien: si ambos profetas deben regresar a la Tierra, morir y luego ser
resucitados, esto significa que actualmente aún no han sido sometidos sus
cuerpos al proceso de la glorificación física. Por tanto, si todavía gozan en
alguna parte vida natural, sin haber experimentado físicamente la
inmortalidad, ¿cómo es posible que aún puedan estar vivos después de haber
transcurrido tantos años?

LOS MILAGROS CIENTÍFICOS DE DIOS

Este problema ha perdido su incógnita desde que científicamente se ha


establecido, gracias a Einstein, la relatividad de la noción de tiempo y
espacio. Según la teoría de la relatividad, el tiempo parece dilatarse y el
espacio contraerse, disminuyendo así nuestra masa, a medida que nos
acercamos a la velocidad de la luz. De donde se deduce que una astronave,
viajando a un 99, 9 % de la velocidad de la luz, para hacer el viaje de ida y
vuelta a la Tierra hasta una estrella situada a cien años luz, invertiría en su
recorrido alrededor de doscientos años terrestres. Pero su tripulación habría
vivido mucho menos tiempo en virtud de un fenómeno llamado Contracción
de Lorentz. Estas son ideas difíciles de comprender, pero los sabios franceses
Paul Langevin y Françoise Le Lionais, han ideado un ejemplo que las hace
accesible a los profanos.
“Supongamos —dicen estos dos sabios— que algunos hombres se alejan
de la Tierra en una astronave a una velocidad ligeramente inferior a la de la
luz, sea por ejemplo 299.850 kilómetros por segundo. Después de haber
recorrido alrededor de nueve trillones de kilómetros (es decir, 60.000 veces la
distancia media de la Tierra al Sol) el cohete da media vuelta y vuelve a
nuestro planeta a la misma velocidad. Cuando aterriza, sus pasajeros
comprueban que todos sus contemporáneos han desaparecido y que la
Historia ha avanzado doscientos años. Las agujas pequeñas de los
cronómetros que los viajeros llevaban consigo habrían dado 730 vueltas; las
de los cronómetros idénticos que quedaron en la Tierra habrían dado cien
veces más vueltas, es decir, 73.000 vueltas. No se trata de un efecto de
perspectiva, sino de una alteración real. Todos los fenómenos vitales y
mentales (número de latidos del corazón o de respiraciones, periodicidad del
apetito y del sueño, velocidad en el crecimiento del pelo, duración de los
embarazos, etc.) ocuparían dos años del tiempo de la astronave y dos siglos
del tiempo terrestre”.
La expansión o dilatación del tiempo puede computarse fácilmente. Si la
velocidad de una hipotética astronave alcanzara 268.703 km/s —
aproximadamente el 90 % de la velocidad de la luz—, los viajeros
envejecerían diez años mientras los que se quedaran en la Tierra envejecerían
veintitrés. Si la velocidad aumentara en 296.056 km/s —el 99 % de la
velocidad de la luz—, un viaje de diez años para los pasajeros representaría
setenta años para los residentes en la Tierra. A una velocidad de 299.434,900
km/s —el 99,9 % de la velocidad de la luz—, un viaje de cien años sólo
equivaldría a cinco años terrestres. Y a la velocidad de la luz —300.000 km/s
— un viaje de mil años representaría únicamente catorce de la Tierra.
Mientras más nos acerquemos a la velocidad de la luz, más lento sería el
ritmo del tiempo dentro del cohete.
Ahora bien: al avanzar por el espacio a grandes velocidades, la reducción
en el ritmo del tiempo dentro de la nave sería seguido, igualmente, de la
reducción del ritmo de los latidos del corazón. El corazón normal late entre 70
u 80 veces por minuto. A una velocidad de 315.364 km/s, el corazón latiría
entre 70 u 80 veces por hora. Auméntese la velocidad y se tendría que tal vez
el corazón tuviera que latir solamente una vez al día. Sin embargo, los
tripulantes de la nave-cohete no se darían cuenta de la reducción en el ritmo
del movimiento de sus relojes. Si se tomara el pulso contándolo con los
relojes que hubiera dentro del navío, sus corazones seguirían latiendo a un
promedio de 70 u 80 veces por minuto. Pero el metabolismo del cuerpo
decrecería en su ritmo hasta un punto en que el funcionamiento del organismo
cesaría prácticamente. De esta forma un cuerpo humano podría soportar
enormes períodos de viaje en el espacio cósmico.
Ahora bien: ¿no explicaría esto, científicamente, la “milagrosa” longevidad
de Elías y Enoc, quienes por designio divino estarían viajando a bordo de un
vehículo espacial, marchando a la velocidad precisa para regular el ritmo de
su metabolismo fisiológico, hasta que llegue el momento de su retorno a la
Tierra? ¿Acaso Dios no es el Primer Gran Científico del Universo? ¿Y no son
todos sus milagros verdaderos prodigios científicos, que en vez de oponerse a
las leyes naturales, las complementan magníficamente?

LA EXPERIENCIA DE ENOC

La Biblia dice también que Dios se llevó al profeta Enoc, arrebatándole


misteriosamente de la Tierra. “Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció,
porque le llevó Dios”, refiere el texto sagrado del Génesis. Pero el autor de la
Epístola a los Hebreos, al mencionar la desaparición del profeta, dice: “Por la
fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo
traspuso Dios”. Y según los eruditos, la palabra original griega que se emplea
aquí “metetece”, “metaceseos” (que por cierto aparece una sola vez en todo el
Nuevo Testamento), significa “trasladar”, pero expresando al mismo tiempo
la idea de “vehículo”. Es decir, que la voz original usada por el escritor
sagrado, literalmente significa en su más exacto sentido y de acuerdo con la
raíz etimológica de que procede: “coger, y ponerlo en un lugar y de este lugar
marchar”.

LOS GIGANTES DE LA BIBLIA

Deseo aprovechar ahora esta peculiar circunstancia exegética para


referirme a uno de los textos más oscuros y de más difícil interpretación del
Antiguo Testamento: “Aconteció que cuando comenzaron los hombres a
multiplicarse sobre la faz de la tierra, y les nacieron hijas, que viendo los hijos
de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí mujeres,
escogiendo entre todas… Había gigantes en la tierra en aquellos días, y
también después que se llevaron los hijos de Dios a las hijas de los hombres,
y les engendraron hijos. Éstos fueron los valientes que desde la antigüedad
fueron varones de renombre” (Génesis 6:1-2 y 4). Según el comentario que de
este pasaje hace la Biblia de Jerusalén, parece ser que el autor sagrado se
refiere a una leyenda popular sobre los gigantes (en hebreo “nephilim”), que
serían los titanes orientales, nacidos de la unión entre mortales y seres
celestes. Sin pronunciarse sobre el valor de esta creencia y pasando por alto
su aspecto mitológico, queda solamente el recuerdo de una raza insolente de
superhombres, como ejemplo de la perversidad creciente que motivará el
diluvio.
El judaísmo posterior y casi todos los primeros escritores han visto a los
ángeles culpables en estos “hijos de Dios”. En el libro de Job leemos: “Un día
vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales
vino también Satanás”. Así, pues, vemos cómo los ángeles son llamados, a
veces, “hijos de Dios”. Pero a partir del siglo IV, en función de una noción
más espiritual de los seres angélicos, los padres de la Iglesia han interpretado
comúnmente los “hijos de Dios” como el linaje de Set y las “hijas de los
hombres” como la descendencia de Caín. Pero no lo entendieron así los
exégetas antiguos, quienes daban a la frase, como ya hemos visto, un sentido
estrictamente literal.
Haciendo referencia a esta misma cuestión, voy a citar un pasaje muy
curioso del libro de Enoc, obra apócrifa que cuenta los viajes supraterrestres
de dicho personaje. Séptimo patriarca después de Adán, Enoc vivió
trescientos sesenta y cinco años, mucho antes de la alianza que Dios pactó
con Abraham, en los tiempos antiguos de los pueblos de Judá e Israel, al
principio de los dos mil años antes de Jesucristo. Como ya hemos leído, Enoc
fue elevado al cielo misteriosamente, como Elías, en recompensa de su
santidad. Y son precisamente sus extraños viajes lo que nos relata el libro de
Enoc, escrito en el siglo II a. de J. C.
“Y cuando los hijos de los hombres se multiplicaron, en aquellos días les
nacieron hijas graciosas y bellas. Y los ángeles hijos del cielo las vieron y las
desearon, y se dijeron unos a otros: —Vamos, escojámonos mujeres de entre
los hombres y engendremos hijos—. Y Semiazas, que era su jefe, les dijo: —
Temo que no queráis llevar a término esta empresa y ser yo el único
responsable de un gran pecado—. Entonces le respondieron todos: —
Hagamos juramento y aliémonos todos por mutuas imprecaciones para no
abandonar este proyecto hasta que lo hayamos cumplido—. Entonces juraron
todos a la vez y se obligaron recíprocamente por imprecaciones. Eran
doscientos los que en tiempos de Jared descendieron sobre la cima de la
montaña de Hermonin. Y se ha llamado a esta montaña Hermón porque allí
juraron y se ligaron por imprecaciones. Éstos son los nombres de sus jefes:
Semiazas su jefe, Arathak, Kimba, Sammané, Daniel, Aredos, Semiel, Zoriel,
Khokhariel, Ezequiel, Batriel, Satriel, Atriel, Tariel, Barakiel, Ananthua,
Thoniel, Mariel, Asael, Rakiel, Touriel. Tales eran sus diez jefes”.
“Y tomaron mujeres para ellos; todos escogieron mujeres y se pusieron a
frecuentarlas y a fornicar con ellas; y les enseñaron la preparación de los
filtros y los encantos y las recetas para cortar raíces. Ellas, habiendo
concebido, dieron al mundo gigantes enormes, cuya talla era de tres mil codos
y que devoraban los productos del trabajo de los hombres; pero cuando los
hombres no pudieron bastarse para alimentarlos…, los gigantes osaron
levantarse contra ellos y los devoraron. Y comenzaron a comerse a las bestias,
los reptiles y los pájaros, y a comerse unos contra otros la carne y beberse la
sangre. Entonces la tierra se removió contra los transgresores…”.
Los pasajes que acabo de transcribir demuestran, en efecto, que después de
los primeros tiempos, tanto en el mundo judío como en el mundo latino, el
hombre cree en la existencia de seres extraterrenales que visitan a los
terrestres. Si la Biblia, libro inspirado, les llama “hijos de Dios”, el libro de
Enoc, en el que no se puede reconocer este mismo carácter, les llama sin
vacilación ángeles.*

LA «SHEKINAH» DE DIOS

Pasemos ahora al libro del Éxodo. Allí se nos describe por boca de Moisés,
el gran caudillo de Israel, las esplendentes apariciones de la misteriosa
“shekinah” de Dios, en forma de “columna de nube” durante el día y de
“columna de fuego” durante la noche, guiando constantemente al pueblo
elegido en su peregrinación a través del desierto. “Y partieron de Sucot y
acamparon en Etam, a la entrada del desierto. Y Jehová iba delante de ellos de
día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una
columna de fuego para alumbrarles, a fin de que anduviesen de día y de
noche. Nunca se apartó de delante del pueblo la columna de nube de día, ni de
noche la columna de fuego”.*
Ahora bien: ¿qué fenómeno puede explicar una nube luminosa? Ninguna
nube, por sí misma, es ígnea. Una nube no es nunca de luz; una nube es
siempre un obstáculo para los rayos lumínicos, forma una masa opaca que nos
priva de la luz, es algo que se interpone entre ella y nosotros. ¿Entonces?
Además, la “shekinah” de nube y fuego realizaba, en sus evoluciones y
movimientos protectores aéreos, perfectas maniobras militares, pues cuando
las circunstancias lo requerían dejaba de avanzar delante de los israelitas para
cambiar estratégicamente de posición y entonces se colocaba detrás de ellos.
Y desde la misteriosa columna de nube, que con tanta frecuencia aparecía en
el curso de la historia de la nación hebrea, el Señor fulminaba a los enemigos
de su pueblo bombardeándolos con descargas de rayos mortíferos.
“Y Moisés dijo al pueblo: —No temáis; estad firmes, y ved la salvación
que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto,
nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros
estaréis tranquilos—… Y el ángel de Dios que iba delante del campamento de
Israel, se apartó e iba en pos de ellos y se puso a sus espaldas, e iba entre el
campamento de los egipcios y el campamento de Israel; y en toda aquella
noche nunca se acercaron los unos a los otros… Aconteció a la vigilia de la
mañana, que Jehová miró el campamento de los egipcios desde la columna de
fuego y nube, y trastornó el campamento de los egipcios, y quitó las ruedas de
sus carros, de manera que los dirigían con suma dificultad. Entonces los
egipcios dijeron: —¡Huyamos de delante de Israel, porque Jehová pelea por
ellos contra los egipcios!”
En el salmo 18 hallamos una referencia a este mismo conflicto, alusión que
viene a complementar el bélico episodio con detalles no menos sugestivos.
“Tronó en los cielos Jehová, y el Altísimo dio su voz; granizos y carbones
ardientes. Envió sus saetas, y los dispersó; lanzó relámpagos, y los destruyó”.
Y en el Salmo 144 leemos: “¡Oh Jehová, inclina tus cielos y desciende, toca
los montes, y humeen! ¡Despide relámpagos y disípalos, envía tus saetas y
túrbalos!”.
Otro hecho sorprendente es que, al parecer, la nube de Dios fue el
instrumento utilizado por el Omnipotente para producir un fuerte viento
artificial que separó y congeló las aguas del Mar Rojo, formando así un muro
sólido a ambos lados de los hebreos, pues la presencia y el poder del Señor se
manifiesta a través de la “shekinah”. “Y extendió Moisés su mano sobre el
mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella
noche; y volvió el mar en seco y las aguas quedaron divididas. Entonces los
hijos de Israel entraron en medio del mar, en seco, teniendo las aguas como
muro a su derecha y a su izquierda… —Jehová es varón de guerra… Echó en
el mar los carros del Faraón y su ejército; y sus capitanes escogidos fueron
hundidos en el Mar Rojo… Tu diestra, oh Jehová ha sido magnificada en
poder; tu diestra, oh Jehová, ha quebrantado al enemigo… Al soplo de tu
aliento se amontonaron las aguas; se juntaron las corrientes como en un
montón; los abismos se cuajaron en medio del mar”.
En otra ocasión, y también mediante la intervención de la extraña nube
flamígera, Dios descargó su juicio de muerte para castigar una rebelión de su
pueblo. “El día siguiente, toda la congregación de los hijos de Israel murmuró
contra Moisés y Aarón, diciendo: —Vosotros habéis dado muerte al pueblo de
Jehová—. Y aconteció que cuando se juntó la congregación contra Moisés y
Aarón, miraron hacia el tabernáculo de reunión, y he aquí la nube lo había
cubierto, y apareció la gloria de Jehová. Y vinieron Moisés y Aarón, delante
del tabernáculo de reunión. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: —Apartaos
de en medio de esta congregación, y los consumiré en un momento—. Y ellos
se postraron sobre sus rostros. Y dijo Moisés a Aarón: —Toma el incensario,
y pon en él fuego del altar, y sobre él pon incienso, y ve pronto a la
congregación, y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la
presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado—. Entonces tomó Aarón el
incensario, como Moisés dijo, y corrió en medio de la congregación; y he aquí
que la mortandad había comenzado en el pueblo; y él puso incienso, e hizo
expiación por el pueblo, y se puso entre los muertos y los vivos; y cesó la
mortandad. Y los que murieron en aquella mortandad fueron catorce mil
setecientos, sin los muertos por la rebelión de Coré. Después volvió Aarón a
Moisés a la puerta del tabernáculo de reunión, cuando la mortandad había
cesado”.

La Biblia nos describe con claridad de detalles el “aterrizaje” de la
“shekinah”, y nos dice que la nube del Señor, descendiendo del espacio azul,
se posó sobre la cumbre del monte Sinaí, y —¡dato sorprendente!— al
acercarse Moisés a ella nos refiere… ¡que tenia la apariencia de un
embaldosado metálico! Curiosa descripción, ¿verdad?
“Entonces Jehová dijo a Moisés: —He aquí, yo vengo a ti en una nube
espesa, para que el pueblo oiga mientras Yo hablo contigo, y también para
que te crean para siempre—… Aconteció que al tercer día, cuando vino la
mañana, vinieron truenos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y
sonido de bocina muy fuerte… Todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová
había descendido sobre él en fuego; y el humo subía como el humo de un
horno, y todo el monte se estremecía en gran manera… Todo el pueblo
observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte
que humeaba… Y subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los
ancianos de Israel; y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como
un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno”.
Ahora bien: Moisés estuvo dentro de la “shekinah” durante cuarenta días, y
allí, por mediación de mensajeros celestes enviados por Dios recibió el
Decálogo, las Tablas de la Ley.
“Entonces Moisés subió al monte, y una nube cubrió el monte. Y la gloria
de Jehová reposó sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió por seis días; y al
séptimo día llamó a Moisés de en medio de la nube. Y la apariencia de la
gloria de Jehová era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los
ojos de los hijos de Israel… Y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo:
—¡Estoy espantado y temblando!—… Y entró Moisés en medió de la nube, y
subió al monte; y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta
noches… Éste es aquel Moisés que estuvo en la congregación en el desierto
con el ángel que le hablaba en el Monte Sinaí, y con nuestros padres, y que
recibió palabras de vida que darnos… Vosotros que recibisteis la Ley por
disposición de ángeles, y no la guardasteis”:
El Departamento de Investigaciones Nucleares de la República Árabe
Unida, comunicó al profesor soviético M. Agrest, de la Academia de Ciencias
de Moscú, el hallazgo de radiactividad en cantidades anormales en las
regiones de Rachi, de Dariat y en la península del Sinaí. Esta radiactividad
podría ser debida a explosiones atómicas o a la actividad de partículas
nucleares cuyas radiaciones todavía impregnan el suelo de la desértica región,
quizá procedentes de los reactores de una nave cósmica.*

LOS CIELOS ESTÁN HABITADOS


La Biblia establece una marcada distinción, tanto en hebreo como en
griego, entre la palabra “cielo” (“shamin”, “ourano”, en singular) y el vocablo
“cielos” (“shamaim”, ouranoi-s”, en plural, indicando la forma hebrea un
plural dual). La expresión CIELOS designa por inclusión a todo el espacio
sideral. En cambio, la voz cielo define solamente el lugar donde en la
eternidad moran Dios y sus huestes angélicas. Teniendo en cuenta esta
circunstancia exegética, hay muchos textos en la Biblia que permiten
interpretar que el Señor creó otras Tierras en el Universo y las pobló con seres
inteligentes. Deuteronomio 10:14, 4:39. Josué 2:11. Isaías 1:2; 18:3. Salmo
24:1; 90:1. Isaías 40:22. Amós 9:6 (traducción literal: “El edificio en los
cielos sus PISOS SUPERIORES”). Colosenses 1:20. Filipenses 2:10-11.
Apocalipsis 12:12.

EN TORNO A LA ESTRELLA DE BELÉN

He aquí otro enigma fascinante que hoy aún persiste frente a las hipótesis
formuladas por los astrónomos. Desde hace cientos de años, el relato del
evangelista San Mateo relativo al misterioso luminar que apareció entre los
orbes celestes para anunciar a los Magos de Oriente el nacimiento del Mesías
prometido, ha absorbido a los escrutadores del firmamento en una ardua
investigación, esforzándose con sus medios científicos en comprobar la
identidad de la famosa estrella de Belén. Sin embargo, este singular y extraño
fenómeno sideral que tanto ha ocupado a los astrónomos, y cuya
manifestación ha sido atribuida a cuantos astros cruzan la bóveda celeste,
sigue constituyendo un problema que dista mucho de ser resuelto
satisfactoriamente por los investigadores del cielo, pues, desde el punto de
vista de la ciencia astronómica, seguimos sin saber cuál pudo ser la estrella
que condujo a los Magos hasta el humilde hogar de Belén donde moraba el
Salvador, que por aquel entonces debía tener ya casi dos años de edad.
Probablemente jamás sabremos —por lo menos mientras estemos en este
mundo— qué fue este insólito luminar, pues es lógico pensar que, dadas sus
especiales características, se trató de una aparición sidérea de clase muy
extraordinaria y, por tanto, sobrenatural. Los hombres de ciencia pueden
establecer cuantas teorías ofrezcan alguna posibilidad de explicación para
desentrañar el misterio; pero el hecho cierto es que la identidad del astro que
Dios puso en órbita para anunciar su venida al mundo, sigue siendo todavía
un profundo enigma que creo será siempre indescifrable para nosotros, y ante
el cual sólo cabe aceptar la narración evangélica con fe, humildad y sagrada
reverencia.
Orígenes, que vivió hacia el año 200 de nuestra Era, en Alejandría,
escribió: “Soy de la opinión que la estrella que se apareció a los Magos en las
tierras de Oriente, fue una estrella nueva que no tenía nada que ver con las
que se nos muestran en la bóveda celeste o en las capas inferiores de la
atmósfera. Seguramente pertenece a la clase de los astros que, de tiempo en
tiempo, acostumbran aparecer en el aire y que los griegos, que suelen
diferenciarlos dándoles nombres que hacen referencia a su configuración, les
designan unas veces con el nombre de cometas, viguetas ígneas, estrellas con
cola, toneles, o con otros muchos nombres”.
Los escrutadores del cielo de la antigüedad y de la Edad Media, creyeron
identificar a la brillante Sirio —la más hermosa de nuestras estrellas boreales
— con el misterioso cuerpo celeste descrito por el evangelista en su relato
sagrado. Sirio es un Sol triple, es decir, un sistema triple de soles cuyo
componente central puede ser unas 8.000 veces mayor en volumen que
nuestro Sol y alrededor de los cuales nadie puede descartar la posibilidad de
que giren planetas habitables o habitados.
Los astrónomos supusieron también que la estrella de Navidad podía haber
sido un cometa, y se pensó en el famoso cometa de Halley, cuyo paso por el
firmamento los sabios chinos ya observaron muchos siglos antes de nuestra
Era. Pero los cálculos astronómicos demostraron que este cometa no podía
coincidir con el nacimiento del Hijo de Dios, porque ya había pasado por su
perihelio —regiones vecinas de la Tierra— en el año 12 antes de nuestra Era
y en el año 88 a. de J.C., y no volvió a visitarnos hasta bien entrada la Era
Cristiana, o sea, hasta el año de gracia 64. Además, por otra parte, en los
anales del cielo tampoco existe constancia del paso de algún cometa de los
llamados parabólicos en aquella memorable fecha. (Los cometas parabólicos
nos visitan sólo una vez y después se pierden en las profundidades del
espacio.)
Asimismo, se creyó que el luminar de la narración evangélica podía haber
sido un meteoro de colosales dimensiones, pues ya es sabido que a veces
cruzan nuestra atmósfera pedruscos siderales de desusadas proporciones. Sin
embargo, también se sabe que esos bólidos cósmicos están impulsados por
velocidades de muchos kilómetros por segundo, es decir, que su aparición
presupone su casi inmediata desaparición dejando tan sólo un rastro luminoso
en el cielo, con o sin estampido, por lo cual no pueden mostrarse al
observador como un punto de referencia, tal como consta en la descripción
que nos hace el relato bíblico.
El ilustre matemático imperial y astrónomo de la Corte, Juan Kepler,
descubridor de las tres leyes planetarias que llevan su nombre, se ocupó
también de este problema, descubriendo por medio de hábiles cálculos que en
el siglo I de nuestra Era (el año 7 a. de J.C.), tuvo lugar una notable
conjunción planetaria, esto es, una aproximación aparente de tres planetas,
que según demostró Kepler, resultaron ser Marte, Júpiter y Saturno, en la
constelación de los Peces, y precisamente el fenómeno astronómico ocurrió
tres veces consecutivas aquel mismo año. Kepler creía que una aproximación
aparente de varios planetas, concretamente los tres mencionados, habría
podido dar la impresión óptica de ser una sola gran estrella,
extraordinariamente luminosa.
Sin embargo, un astrónomo inglés declaró que los Magos de la narración
evangélica, que eran astrólogos por añadidura, habrían podido distinguir con
suma facilidad las tres estrellas, muy juntas, sí, pero no unidas. Por otra parte,
la palabra original que se usa en la versión griega de nuestro Evangelio, es
“aster”, estrella, y no “astron”, que se aplica a un grupo de estrellas. Además,
que no podía tratarse este fenómeno de una conjunción lo prueba el hecho de
que esos tres planetas, Marte, Júpiter y Saturno, no podrían haber “parecido
una sola estrella”, pues este astrónomo británico ha demostrado que nunca
han estado más cerca la una a la otra que un grado, que es como el doble del
diámetro aparente de la Luna.
En el siglo II a. de J.C., el astrónomo griego Hiparco observó la primera
estrella “nova” o pulsante, de que tenemos noticia. En 1572, en la noche de
San Bartolomé, el famoso danés Tycho Brahe observó otra estrella de este
tipo. Y en 1604, Johann Brunowcki, discípulo de Kepler, ante el mismo
fenómeno lanzó la hipótesis —hoy muy en boga— de que la estrella de
Oriente podría haberse tratado de la brusca aparición de lo que llamamos una
estrella pulsante o “nova”, si la designamos con su nomenclatura latina. Esas
estrellas se caracterizan por su repentina aparición en un punto del cielo
donde antes solamente se distinguía una débil estrella o el vacío interestelar, y
parece que son astros pulsátiles, es decir, capaces de experimentar un gran
aumento de energía —acaso un estallido— que las hace súbitamente visibles
a gran distancia.
No obstante, tampoco esta teoría resulta satisfactoria, pues hoy sabemos
que esa supuesta estrella pulsante no pudo experimentar ningún signo de
actividad en el siglo I de nuestra Era, ya que las dos “novae” más próximas al
nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo quedan registradas, respectivamente,
en el año 134 a. de J.C. (en la constelación de Escorpión y en el año 123 d. de
J.C. (en la constelación de Ofiuco).
Y el misterio vuelve a cernerse sobre la identidad de la estrella de Belén.
De ahí que, ante la intrigante incógnita que se nos plantea, una hipótesis
insólita ha sido propuesta por el Rvdo. Hellmut Wipprecht, pastor canadiense,
quien supone que podía también tratarse de una astronave de origen
extraterrestre, tripulada por emisarios del Señor, los cuales habrían sido
comisionados por revelación divina para señalar a los Magos de Oriente la
ruta que les conduciría hasta el Redentor del género humano.
Analicemos lo que nos dice San Mateo en su Evangelio: “Y he aquí la
estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando,
se detuvo sobre donde estaba el niño. Y al ver la estrella, se regocijaron con
muy grande gozo. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y
postrándose, le adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro,
incienso y mirra”.
Los términos del relato sagrado, “su estrella”, en el versículo 2 del capítulo
segundo del Evangelio según San Mateo, y sobre todo el versículo 9 del
mismo capítulo, prueban con evidencia que el escritor piensa, no en un astro
celeste ordinario, no en el resultado de observaciones astrológicas, sino en la
aparición de un luminar especial, que ocasiona la partida de los Magos en su
país, reaparece después sobre el camino de Belén y viene a detenerse
finalmente sobre el lugar donde estaba el Niño. Literalmente, la estrella iba
delante de ellos, o les precedía. ¿No sería esto sino una ilusión de óptica,
como lo creen los que admiten la idea de un astro ordinario o de una
constelación? ¿Cómo explicar el que ese astro se detenga sobre el lugar donde
estaba el Niño? Si, como se pretende, esto significa que el astro se halla en su
cenit, ¿habría sido eso una indicación para los viajeros? No; cada término de
este relato muestra claramente que el autor ha querido hablar de una luz
extraordinaria, conducida por la mano de Dios, que se reveló con esta
manifestación a tan piadosos extranjeros.
Por otra parte, si profundizamos la descripción, descubriremos que la
distinción ya aludida entre las dos palabras griegas “aster” (estrella) y
“astron” (grupo de estrellas), es uniformemente observada, por lo que la
expresión “estrella” no debe tomarse aquí en un sentido general denotando un
grupo.
Ahora bien: si un cuerpo celeste se considera como avanzando delante de
los viajeros desde Jerusalén, estaría igualmente delante cuando llegaran a
Belén, y en ningún modo hubiera dado la sensación de estar parado sobre
aquel lugar. Pero, literalmente, “les conducía adelante”, y el griego tiene el
imperfecto, lo que sugiere, naturalmente, que al paso que ellos iban
avanzando, la estrella se movía también y les precedía. Además, notemos que
les indicó, no meramente la población, sino concretamente el barrio de la
población y hasta la misma casa donde vivían Jesús y sus padres, al posarse y
detenerse con exactitud sobre ella, lo cual, una estrella ordinaria, debido a su
gran altura en el firmamento, no lo hubiera podido hacer.

EL FIN DE JERUSALÉN

Las fuentes talmúdicas y midráshicas relatan que el ejército de Senaquerib


(léase en la Biblia el episodio en 2.º de Reyes cap. 19 e Isaías cap. 37) fue
destruido por una ráfaga y un azote acompañados por estruendos terribles,
especificando que el azote fue infligido por el arcángel Gabriel “en el modo
de una columna de fuego”.
Asimismo, asombrosas y grandes señales celestes acontecieron también
como preludio de la destrucción de Jerusalén, en el año 70 d. de J.C. El
historiador Josefo afirma que precisamente antes de la guerra, “una estrella
semejante a una espada se vio sobre la ciudad, y un cometa durante todo un
año”; que una gran luz brilló alrededor del altar; que la puerta pesada del Este,
que no podían mover menos de veinte hombres, se movió por sí sola; que se
vieron carros de guerra y tropas en las nubes a la puesta del sol…
Tácito refiere igualmente muchos prodigios que indicaban la ruina
próxima: “Los ejércitos aparecían luchando en el aire, el fuego caía sobre los
templos procedente de las nubes…”. Nada podemos decir acerca de la
realidad y naturaleza milagrosa de estas señales, visiones y sonidos; pero
basta con que judíos y romanos se impresionaron con tales manifestaciones
como reales y milagrosas, máxime teniendo en cuenta que una extraña
“constelación” integrada por once “cuerpos celestes” se había formado sobre
Jerusalén mientras la ciudad era destruida.

¿QUÉ ERA EL “URIM Y TUMMIM” DEL SUMO SACERDOTE?

“Urim y Tummim” quiere decir “Luces y Perfecciones” o “la Luz y la


Verdad”, y era el nombre del medio establecido por la Divinidad para dirigirle
preguntas, y que por su significado deja comprender que las revelaciones eran
verdaderas. Debió ser conocido de los judíos en un período anterior al que se
menciona por primera vez en las Sagradas Escrituras. Se colocaba dentro o
encima del pectoral del sumo sacerdote hebreo, y es probable que éste lo tenía
puesto siempre que llevaba el efod, puesto que se usaba fuera de este último y
siempre que el sumo sacerdote pedía la dirección de Dios.
Le fue otorgado como una prerrogativa especial a la tribu santa o
consagrada de Leví en la sucesión de sus sumos sacerdotes, pero no se
menciona más después de la época de Abiatar. Y estuvo perdido por algún
tiempo durante la cautividad. El rey Saúl trató de inquirir informes por medio
de él, pero no obtuvo contestación. David lo usó (1 Samuel 23:6, 9-11-12;
30:7-8).
Parece que el Terafim reemplazó, aunque sin la debida autorización, al
Urim. No se sabe de qué materia o de qué forma eran el Urim y Tummim, ni
de qué manera revelaba el Señor su voluntad por medio de ellos. Según
Josefo y los rabinos, las doce piedras del pectoral formaban este oráculo
divino, y algunos conjeturan que revelaban la voluntad de Dios emitiendo un
brillo extraordinario. En opinión de otros, las palabras Urim y Tummim o
más bien el sagrado nombre de Jehová grabado en una lámina de oro o en una
o dos piedras preciosas, y colocadas dentro del racional, formaban el oráculo.
Pero fuere lo que fuere, este misterioso objeto habilitaba al sumo sacerdote
hebreo para consultar el oráculo divino en ocasiones de emergencia pública o
racional. Y cuando había que usar el Urim y Tummim para consultar al Señor,
si esto sucedía en Jerusalén, el sumo sacerdote se ponía sus vestiduras y
dirigiéndose dentro del lugar santo, se ponía de pies frente a la cortina o velo
que separaba éste del lugar santísimo, y entonces volviéndose hacia el arca
del testimonio y el propiciatorio donde se manifestaba la presencia de la
Divinidad, ponía su mano sobre el Urim y Tummim, presentaba su petición de
parte del pueblo y pedía el consejo de Dios, quien como Soberano de Israel
daba respuesta a través del extraño oráculo, el cual parece ser que transmitía
la divina contestación por medio de ondas luminosas. Así era como el sumo
sacerdote hebreo proponía el asunto sobre el que deseaba adquirir “luz y
verdad”, y así era como Dios transmitía su respuesta.
Ante tan elocuente descripción es evidente —y lo expreso con la máxima
reverencia— que hay motivos más que suficientes para sospechar que el
“Urim y Tummim” podía tratarse de un aparato transmisor y receptor, por
medio del cual era posible establecer conexión directa con seres superiores
designados por el Señor. ¿Y por qué no?
EPÍLOGO

Hemos llegado al final. ¿O acaso, sin proponérmelo, estoy bocetando sólo


un principio? Porque la inquietante incógnita persiste vigorosamente. Y las
preguntas siguen martilleando nuestra mente. ¿Visitaron la Tierra seres de
otros mundos, en un pasado tan remoto que se pierde entre las brumas
ancestrales de la antigüedad? ¿Existió junto al hombre primitivo, el Hombre
Cósmico, perteneciente a una raza estelar venida del espacio? ¿Fue la
Mitología madre de la Historia, cuya primera página pudo haber sido escrita
por hechos que desencadenaron visitantes de otro cielo? Cuando en algunos
lugares de la Tierra, en tiempos arcaicos, se desarrollaba la Edad de Piedra, en
otras regiones del globo florecían vetustas y ultramodernas civilizaciones,
donde potentes astronaves eran ya conocidas, impulsadas por fuerzas que
nosotros aún ignoramos absolutamente. Por lo menos, los elementos de juicio
hasta aquí expuestos, permiten elaborar esta conclusión por vía de hipótesis,
sin afirmar o negar. Pero a la Ciencia, corresponde dar la última palabra.
No obstante, como este ensayo trae a la luz nuevas ideas, aporta nuevas
interpretaciones y por ello obliga a pensar, invito al lector a releer el libro
detenidamente y volver sobre ciertas páginas varias veces. Así como no puede
digerirse el alimento sin masticarlo, las ideas no pueden asimilarse sin
haberlas meditado y comprendido. Aunque el autor ha hecho todo lo posible
para ser lúcido y ha procurado presentar con simplicidad la cuestión para
ponerla al alcance de todas las personas.
La verdad es que nos hallamos confinados en un punto del espacio
cósmico y que sabemos muy poco de ese Universo enigmático en que
vagamos perdidos junto con nuestro pequeño planeta y nuestro insignificante
sistema solar. En realidad es mucho más lo que ignoramos que lo que
conocemos de los mundos remotos que nos rodean. Considero, pues, que en
tales circunstancias no resulta absurda la pretensión de aceptar, aunque sea en
teoría, que otras formas de vida inteligente más evolucionadas hayan sido
capaces de fundar culturas y civilizaciones, y que se interesen por explorar el
Cosmos como nos interesamos nosotros.
Estas reflexiones sugieren ciertos posibles, como por ejemplo el de que
esas supercriaturas, peregrinos del Cosmos, viajando a bordo de naves
espaciales capaces de desplazarse con gran precisión y rapidez, colonizaran la
Tierra en la antigüedad. Las claras noches de verano tienen el mágico poder
de acercarnos un poco más a Dios. Y sólo entonces, cuando en medio de tanta
inmensidad vemos flotar las refulgentes estrellas sobre nuestras cabezas, nos
parece inevitable dejar volar libremente nuestro pensamiento y soñar en
nuestros desconocidos hermanos del espacio, hijos del mismo Dios, que
presentimos noche adentro…
Por tanto, ahí queda la fascinante hipótesis. La gran incógnita sigue en pie.
Aunque es posible que muy pronto, tal vez mañana, llegue a nosotros la ávida
respuesta. Pero entretanto, debemos aguardar a que la Ciencia emita el
veredicto final. Esperemos, pues.
BIBLIOGRAFÍA

La lista que a continuación se detalla sólo es un resumen de las referencias empleadas en este libro.
Algunas transcripciones o adaptaciones han sido extraídas de estas obras que se citan. Otros datos han
sido tomados de artículos e informes científicos que sobre el mismo tema se han publicado en
periódicos y revistas tanto nacionales como del extranjero.


OBJETOS DESCONOCIDOS EN EL CIELO. ANTONIO RIBERA. Librería-
Editorial Argos. Barcelona.
LA LEYENDA DE LOS DIOSES BLANCOS. Ediciones Destino.
Barcelona.
LA ATLÁNTIDA. DENIS SAURAT. Editorial Mateu. Barcelona.
EL MUNDO PERDIDO DE LOS MAYAS. Editorial Juventud. Barcelona.
LES SOUCOUPES VOLANTES VIENNENT D’UN AUTRE MONDE.
JIMMY GUIEU. Editions Fleuve Noir. París.
EN BUSCA DE LA CIUDAD PERDIDA. Editorial Noguer. Barcelona.
BUILT BEFORE THE FLOOD - THE PROBLEM OF TIAHUANACO.
H. S. BELLAMY.
MUNDOS EN COLISIÓN. IMMANUEL VELIKOVSKY. Editorial Diana, S. A.
México, D. F.
SI LOS ASTROS ESTUVIESEN HABITADOS. FOMENTO DE CULTURA,
Ediciones Valencia.
EL RETORNO DE LOS BRUJOS. LOUIS PAUWELS Y JACQUES BERGIER.
Plaza Janés, S. A. Barcelona.
LA ATLÁNTIDA SUMERGIDA. MARIO LLEGET. Plaza Janés, S. A.
Barcelona.
DIEZ ENIGMAS DE MUNDOS HABITADOS. CAMILO FLAMMARION.
Casa Editorial Maucci. Barcelona.
EL MISTERIO DE LOS PLATILLOS VOLADORES. CRISTIAN VOGT.
Editorial “La Mandrágora”. Buenos Aires.
EL LIBRO DE LOS MUERTOS. JUAN B. BERGUA. Ediciones Ibéricas.
Madrid.
OTROS MUNDOS, ¿OTROS HOMBRES? ERNESTO SALCEDO. Fascículo
de “Las Dos Astronáuticas”, perteneciente al Primer Cursillo de Iniciación a
la Era Espacial. Barcelona.
SAGRADA BIBLIA
VISITANTES DEL ESPACIO. DR. ENRIQUE MIRANDA. Librería Perlado,
Editores. Buenos Aires.
THE STORY OF ATLANTIS. W. SCOTT ELLIOT.
COMENTARIOS REALES. El inca GARCILASO DE LA VEGA. Espasa-
Calpe. Argentina, S. A. Buenos Aires.
MAGIA CALDEA. LENORMAND.
BIBLICAL HISTORY IN THE LIGHT OF ARCHEOLOGICAL
DISCOVERY SINCE A. D. 1900. DR. D. E. HART-DAVIES. “The Victoria
Institute”. Londres.
FANTASTIC UNIVERSE: “NEW MEET THE NONTERRESTRIAL”.
IVAN. T. SANDERSON.
BESTIAS, HOMBRES Y DIOSES. OSSONDOWSKI.
THE KING OF THE HEARTH. ERICH SANER.
LOS DOCUMENTOS DEL MAR MUERTO. PABLO HERRERO. Editorial
Mateu. Barcelona.
HISTOIRE INCONNUE DES HOMMES. ROBERT CHARROUX. Robert
Laffont. París.
EL DESTINO HUMANO. LECOMTE DU NOUY. Santiago Rueda, Editor.
Buenos Aires.
EL LIBRO DE LOS MISTERIOS. GUSTAV BUSCHER. Editorial Mateu.
Barcelona.
LOS MISTERIOSOS PLATILLOS VOLANTES. AIMÉ MICHEL. Editorial
Pomaire. Barcelona.
EL LIBRO DE LAS MARAVILLAS. GUSTAV BUSCHER. Editorial Mateu.
Barcelona.
FLYING SAUCERS ON THE ATTACK. HAROLD T. WILKINS. Citadel
Press. Nueva York.
LÁMINAS
El relieve de la gran losa sepulcral de piedra que cubría el sarcófago maya en el interior de la
pirámide de Palenque en Méjico. El hallazgo tuvo lugar en 1952 y fue realizado por el profesor Alberto
Ruiz Lhuillier.
(Volver)
El calendario «venusiano» de la «Puerta del Sol», en la ribera del lago Titicaca, cerca del templo de
Kalassassava, en Tiahuanaco.
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Orejona, la mujer venida de Venus, según refieren las tradiciones andinas de América del Sur.
(Volver)
Uno de los extraños personajes alados esculpidos en el misterioso calendario de la Puerta del Sol, en
Tiahuanaco.
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Fotografía del relieve de la gran losa sepulcral de piedra que cubría el sarcófago maya descubierto en
el interior de la pirámide de Palenque en Méjico.
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He aquí una versión curiosa de la aeronave de Palenque. Se trata de una concepción moderna de la
misma, adaptada a nuestra época actual. La semejanza del grabado maya con un navío cósmico no
puede ser más sorprendente.
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Las misteriosas líneas y figuras de Nazca. La línea punteada es la actual carretera panamericana. La
línea de trazo seguido es la antigua carretera incaica.
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El «cosmonauta» del Sahara o «gran dios marciano» del Tassili-n-Ajjer, al noroeste de Hoggar,
descubierto por el arquólogo francés Henri Lhote, en un lugar llamado «Jabbaren» (Los Gigantes).
(Volver)
De izquierda a derecha: 1. Una de las estatuillas japonesas «Dogu», descubiertas en Tokomai, al norte
de la isla de Hondo. 2. Otra de las estatuas japonesas halladas en Kamegaoka. 3. Reproducción de un
traje espacial, realizado por un escultor japonés, tomando como modelo la imagen de Tokomai.
(Volver)
Otra antigua pintura rupestre descubierta en una cueva de Kimberleys, en Australia Occidental. ¿Se
trata de un visitante extraterrestre con la cabeza cubierta por una escafandra espacial?
(Volver)
He aquí el bajorrelieve hindú que nos muestra una especie de galera, sin velas ni remos, la cual unos
arqueólogos rusos creyeron poder interpretar como una astronave. El dibujante ha realizado una
representación moderna de este antiguo grabado.
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La pintura rupestre hallada en unas cuevas próximas a Ferghana, en el Uzbekistán soviético, bautizada
como «el hombre de Marte» debido a las actuales escafandras de los astronautas.
(Volver)
Panorámica del gran atrio del Templo de Baalbeck, cuyas terrazas, según la hipótesis del científico
soviético Agrest, eran utilizadas como plataforma de aterrizaje por los ingenios espaciales
prehistóricos.
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Los seres misteriosos llamados «kappas», según descripciones que datan del siglo IX, que hace mil años
llegaron al Japón procedentes del espacio.
(Volver)
Los templos de Devi Jagadambi y Khandariya Mahadeva, en Khadjurao, India Central, con sus cúpulas
en forma de «vimana» o «platillo volante». La semejanza resuelta sorprendente.
(Volver)
En esta reproducción del templo de Salomón, en Jerusalén, el dibujante ha representado sobre el
edificio los 24 pararrayos que lo preservaban de los juicios divinos que llovían del cielo en forma de
fuego.
(Volver)
He aquí una reproducción del llamado «Avión de Gusmao» (1709). Esta extraña máquina volante,
provista de un radar y de tobera fue avistada en su vuelo por millares de personas cuando cruzaba el
cielo de Portugal.
(Volver)
He aquí un desolado paraje de la taiga siberiana, en Tunguska, y corte transversal de la copa de uno de
los árboles que crecieron lejos del epicentro de la explosión, cuyas capas anuales forman un calendario
que muestra su rejuvenecimiento por radiactividad.
(Volver)
El sumo sacerdote hebreo, con el misterioso Urim y Tummim, el cual le permitía establecer contacto
directo con la Deidad y recibir sus oráculos.
(Volver)
Una representación bíblica del famoso pasaje del libro de Ezequiel. El dibujante ha tratado de
reconstruir la escena de la máquina volante descrita por el profeta, y de la destrucción de Jerusalén
por parte de seis hombres que salieron de la nave, disparando sus armas sobre la ciudad.
(Volver)
Índice
Prólogo a un estudio apasionante
Introducción
Nota preliminar del autor
Iniciación al problema
Primera Parte
Los visitantes del cosmos
Capítulo I - Misterios del pasado
Una incógnita alucinante
El océano andino
Una civilización de hace 300.000 años
Un calendario misterioso
El secreto de la «Puerta de Venus»
Una coincidencia inquietante
Los hijos de las estrellas
Capítulo II - Excavando en la tumba del tiempo
El enigma de las civilizaciones perdidas
¡Una astronave de hace 10.000 años!
¿La momia de un cosmonauta?
Vuelta a las civilizaciones desaparecidas
La edad de la Tierra
Capítulo III - Dioses y mundos de la antigüedad
El gran «dios marciano» del Sahara
Las estatuillas celestes de Hondo
Un «hombre de Marte» en Ferghana
Algunas preguntas insólitas
¿Destrucción de Sodoma y Gomorra por una astronave?
El misterio de las tectitas
La conclusión del profesor Agrest
Capítulo IV - Moderno examen de antiguas leyendas
¿Quiénes fueron los “Hav-Musuvs”?
Más enigmas sin resolver
Los misteriosos «Kappas»
Isis y Osiris
Escudriñando el origen de los egipcios
La nave de Osiris
Capítulo V - Extraños fenómenos celestes en Egipto
El disco de Akhenatón
El papiro de Thutmosis II
Concordancia con el Éxodo bíblico
La arqueología aporta sus pruebas
Capítulo VI - Astronaves en la India fabulosa
Los vehículos de los dioses
El poderoso «Señor de la Llama»
Otros ingenios espaciales
Apocalipsis atómico en el pasado
Capítulo VII - Los educadores venidos del cielo
¿Quién importo el trigo en la Tierra?
El primer herrero llegó del espacio
¿Colonizaron la Tierra seres de otros mundos?
La gran obra misional de los antiguos
El misterio de la Atlántida
Capítulo VIII - ¿Una gran civilización estelar en Asia?
El gigante llegado de las estrellas
El misterioso imperio de Aghardi
¿Quién es el “Rey del Mundo”?
Capítulo IX - Los Titanes ¿fueron emigrantes cósmicos?
Los “extraterrestres” del Potala
Capítulo X - Otros misterios sorprendentes
Apariciones sobre el mundo grecorromano
La piedra negra de Venus
Pilas eléctricas de hace 4.500 años
Pararrayos en la antigüedad
La columna inoxidable de Koubt Minar
El testimonio de los Vedas
Capítulo XI - Los mapas de Piri Reis
Capítulo XII - El bólido fantasma de Tunguska
Segunda Parte
Los platillos volantes y la Biblia
Capítulo XIII - Hacia una teología cósmica
El autor se justifica
Los teólogos emiten sus opiniones
Habla el Rvdo. P. Mateo Febrer, O.P.
Capítulo XIV - Tras las huellas de una raza preadánica
El mundo original
Capítulo XV - La Biblia habla
Ángeles antropomórficos
La gran visión de Ezequiel
Los vengadores de Dios
Los viajes aéreos del Profeta
Elías viajero espacial
Los milagros científicos de Dios
La experiencia de Enoc
Los gigantes de la Biblia
La «Shekinah» de Dios
Los cielos están habitados
En torno a la estrella de Belén
El fin de Jerusalén
¿Qué era el “Urim y Tummim” del Sumo Sacerdote?
Epílogo
Bibliografía
Láminas
(*) Hans Dietrich Dissehorff, en su libro “Historia de las civilizaciones precolombianas”, ha
ensayado una explicación de la Puerta del Sol: “El motivo central representa a una divinidad de pie
sobre un zócalo escalonado; lleva en sus manos dos bastones o cetros terminados en cabezas de cóndor.
De su cara con expresión hierática, parten rayos que terminan en cabezas de animales. Dicho personaje
representa al Sol o al dios de la Creación. A un lado y otro del motivo central, repartidos en tres frisos
superpuestos, unos genios alados se acercan al dios: unos tienen cara humana; los otros una máscara en
forma de cabeza de pájaro; en un cuarto friso, debajo de los anteriores, se ven réplicas de la cara de la
divinidad central en tamaño menor y con las cabezas rodeadas de radiaciones. Se han formulado
diversas hipótesis para probar que se trataba de la representación plástica de un sistema cosmogónico;
sin embargo, ninguna de dichas hipótesis resulta plenamente convincente. No obstante, es evidente que
la Puerta del Sol es la representación simbólica de fenómenos cósmicos desconocidos, y de los cuales
seguramente jamás llegaremos a conocer su verdadera naturaleza.”
(*) En una caverna prehistórica descubierta en Kimberley, Australia Occidental, apareció otra
antigua pintura rupestre no menos extraña. Representa a un personaje ataviado con una especie de
túnica sacerdotal y lleva la cabeza herméticamente encerrada dentro de un casco que se asemeja a una
escafandra de cosmonauta.
(*) La palabra hebrea usada en el original del Antiguo Testamento, “netziv”, que se traduce estatua,
monumento, en otras partes de la Biblia es empleada para describir una cosa fija e inmóvil, como poste,
pilar, y no necesariamente una escultura. Algunas de las víctimas atomizadas en Hiroshima aparecieron
de pie, como figuras petrificadas, las cuales se desmoronaron convertidas en ceniza al ser palpadas.
(*) En el Koyiki o Crónicas de las Cosas Antiguas, escritas en el año 712, y en el Nihongi o
Recuerdos de las Antiguas Crónicas, escritos en el año 720, se relatan los orígenes del mundo nipón y se
dice que en el país de Takamaga-hara (los “Altos Planos del Cielo”), sin saber cómo ni cuándo,
aparecieron varias generaciones de deidades, y que a la séptima generación nacieron dos hermanos:
Yzanagi (el varón que invita) e Yzanami (la mujer que invita), los cuales recibieron la orden de
abandonar el cielo, descendiendo de las “altas esferas” por medio del “Puente Flotante” (Ukibasi), y
venir a informar y dar vida a la materia cenagosa e informe que había de ser después el globo terrestre
que habitamos.
(*) Himno al Sol poniente: “La victoriosa señora Mut-Hétep te canta himnos de alabanza diciendo…
Salve, Thoth, que hiciste a Osiris victorioso de sus enemigos: haz que Mut-Hétep, vencedora, domine a
los suyos ante los grandes, los divinos jefes supremos que viven con el Señor de vida, Osiris. Avanza el
dios espléndido que mora en su Disco, es decir, Horus, el vengador de su padre, Unnefer-Ra” (De “El
Libro de los Muertos”.)
(*) El profesor Zakharia Ghoneim, arqueólogo de El Cairo, resumiendo los resultados de las
investigaciones realizadas por un nutrido grupo de científicos, declaró: “Se ha comprobado que la pez
con que se conservaban los cadáveres, mediante la momificación, procede de las orillas del Mar Rojo y
de algunas regiones del Asia Menor, y contiene sustancias fuertemente radiactivas. Asimismo, las
vendas empleadas para fajar a las momias, contienen radiactividad. Y probablemente todas las cámaras
mortuorias estaban llenas de polvo radiactivo”. El célebre físico químico italiano Biaggi, cuyos trabajos
sobre la energía nuclear son universalmente conocidos, sustenta el criterio de que los sacerdotes
egipcios conocían los secretos atómicos cinco mil años antes de que los sabios modernos los
descubriesen. Todo hace pensar que ellos habían inventado un misterioso polvo radiactivo al cual
recurrían, no sólo para conservar los cadáveres, sino también para proteger a las momias de los faraones
y castigar a los violadores de tumbas. Sin duda fue la absorción de esta extraña sustancia lo que
determinó el envenenamiento de la sangre de tantos arqueólogos y egiptólogos que profanaron las
cámaras mortuorias. Tal vez los sacerdotes egipcios veían en la radiactividad una manifestación de Ra,
el dios del Sol. Según Ghoneim, numerosos pasajes oscuros de antiguos documentos sostenían esta
hipótesis.
(*) El 12 de agosto de 1950, en la pequeña villa montañosa de Campello, cerca del collado de San-
Gothard, en Suiza, numerosas personas, entre las cuales se hallaba un profesor de física, vieron cruzar el
cielo un enjambre de ochenta a cien platillos volantes. “Al pasar producían como un sonido de órgano”,
manifestó el profesor. Otros testigos de tan extraordinaria observación dijeron que parecía un sonido
como de un inmenso coro musical: una especie de “sinfonía celestial”. El 22 de mayo de 1947, un grupo
de platillos volantes atravesó el espacio, sobre Dinamarca, y al pasar por encima de los árboles
produjeron un sonido profundo y musical. “como un enjambre de abejas o aspiradores”, explicó un
testigo que era mecánico, un tal M. Dane.
(*) En un museo de Leningrado se conservan unos escudos etruscos que datan de varios milenios. En
ellos aparecen grabados unos personajes con un realismo impresionante. Se diría que son seres vestidos
con trajes espaciales, cubierta la cabeza por un casquete o escafandra. En otro escudo es posible ver un
bajorrelieve hindú que representa los contornos de una antigua nave, sin duda familiar al artista: una
especie de galera, pero sin velas ni remos. Sin embargo, su parte posterior muestra unos rayos, como
una propulsión a chorro. Unos arqueólogos rusos creyeron poder interpretar este grabado como un navío
cósmico que, en tiempos remotísimos, visitó la Tierra.
En Khadjurao, India Central, existen dos templos denominados, respectivamente, Devi Jagadambi y
Khandariya Mahadeva, cuyas cúspides están coronadas por unas curiosas torres llamadas, precisamente,
“vimanas”, y rematadas con un adorno arquitectónico semejante a un disco, con una especie de cúpula
en su parte superior, que por su forma recuerda asombrosamente a un “platillo volante”. El lector podrá
comprobar la analogía observando el grabado correspondiente. (Informe gentilmente facilitado por
Antonio Ribera, descubridor de esta similitud tan extraordinaria.)
(*) En Grecia nos encontramos con la leyenda de Deméter y Triptolemo. Deméter, conocida entre los
romanos por el nombre de Ceres, era la diosa de la agricultura y de la civilización. Triptolemo, favorito
de Deméter e inventor del arado, fue el primero en sembrar en Eleusis el trigo candeal y la cebada. Mas
la tradición cuenta que Triptolemo no se limitó a favorecer con sus dones a los moradores del Ática.
Deméter le regaló un carro alado, con el que recorrió el mundo entero para distribuir entre los humanos
los cereales. Triptolemo y su carro alado es un motivo muy frecuente en los vasos y la escultura griega.
(*) Platón registró la historia escuchada dos generaciones antes en boca de Solón, el sabio
gobernante de Atenas, quien en su visita a Egipto interrogó a los sacerdotes, versados en las tradiciones
de la antigüedad, sobre la historia primitiva, y escuchó de labios del culto Sonchis de Sais: “El océano
(Atlántico) era entonces navegable…; y era posible para los viajeros de aquellos tiempos cruzar de allí a
otras islas, y de ellas al enorme continente más allá que rodea al verdadero océano… Por aquel rumbo
hay un verdadero océano, y la tierra que lo limita debe con mayor razón llamarse un continente, en el
sentido más amplio y verdadero de la palabra. Ahora bien, en esa isla de la Atlántida, los reyes habían
organizado una maravillosa y gran potencia que extendía por completo sus dominios por muchas otras
islas y hasta ciertas partes del continente… Su pueblo había alcanzado además una elevada
civilización.”
“Los más sabios de los sacerdotes del templo de la diosa Neith —así cuenta Critias— iniciaron a
Solón en las más antiguas tradiciones de la historia de la humanidad y especialmente en la historia de
Sais. Solón empezó a barruntar que ni él ni sus paisanos griegos tenían la menor idea de las más
antiguas épocas de la historia. Los sacerdotes le aclararon este desconocimiento aduciendo el hecho de
que el recuerdo del pasado había quedado destruido a consecuencia de varias catástrofes, como
inundaciones y terremotos”. “Sin embargo, añadieron los sacerdotes, con frecuencia se producen
catástrofes mucho más horrendas, por ejemplo cuando el fuego celestial entra en acción. Así se
comprende que sea cierta la historia de Faetón, que condujo el carro del sol de su padre Febo y por
impericia abrasó la mitad de la Tierra, aunque suene a improbable. De vez en cuando tenían lugar
desórdenes en el movimiento de los cuerpos celestes, a consecuencia de los cuales quedaban aniquiladas
millones de vidas. Después de tales catástrofes la humanidad vuelve a sus épocas de barbarie y olvida el
arte de escribir. Por ejemplo los atenienses no recuerdan más que un diluvio, a pesar de que ha habido
varios de ellos. No conocéis siquiera vuestro propio origen y no sabéis que sois un débil brote de una
raza grande y gloriosa”. “Más adelante los sacerdotes informaron a Solón que sus conocimientos de la
historia de Sais abarcaban un período de más de ocho mil años. Estos manuscritos contienen la
descripción de una guerra que tuvo lugar entre los atenienses y una antigua nación que habitaba en una
gran isla del océano Atlántico. En las proximidades de aquella isla había otras, y detrás de éstas, al
borde del océano, existía un continente más grande. Esa isla, que llevaba el nombre de Poseidonis o
Atlántida, era gobernada por reyes a quienes también pertenecían las islas vecinas. Además eran los
señores de Libia y de las tierras bañadas por el mar Tirreno. Cuando Europa se vio atacada por un
ejército atlántico, fue el poderío de la ciudad de Atenas, que encabezaba la coalición griega, lo que salvó
a Grecia del yugo atlántico. A estos acontecimientos siguió poco después una catástrofe horrorosa: un
terremoto espantoso hendió la Tierra, que se vio inundada por tremendos y continuos aguaceros.
Perecieron las huestes del ejército griego y la isla Atlántida desapareció en las aguas del océano”.
(*) En la región de Baian-Kara-Oula, entre la frontera del Tíbet y la China, fueron descubiertas en el
año 1965 unas cavernas, en cuyo interior aparecieron una serie de extraños discos de piedra —en total
se hallaron 716—, cubiertos de signos enigmáticos y jeroglíficos. Presentan un orificio en su parte
central, y partiendo de dicho agujero, de dentro hacia fuera, se inician los misteriosos signos gráficos en
forma de espiral, extendiéndose así alrededor del disco hasta cubrir su superficie. En su constitución
pétrea abunda el cobalto. Tienen unas vibraciones especiales, como si en otro tiempo hubieran formado
parte de un circuito eléctrico y hubiesen estado cargados de electricidad.
Según las leyendas que por allí todavía circulan, la tribu de los Ham refiere que la misteriosa raza de
los Dropa descendió de las nubes por medio de barcos volantes. Asimismo, se han exhumado tumbas
que datan de hace 12.000 años, que contienen los restos de unos extraños personajes de pequeña talla,
pero con cabeza grande.
(*) En muchos lugares de la Biblia se nos habla de los “carros volantes” de Dios: 2º. Reyes 6:15 al
18; Salmo 68:17; 83:13 al 15; Isaías 13:4-5; 66:15; etc. etc.
(*) En el Monasterio de Decani, en Yugoeslavia, existen dos cuadros, que datan de mediados del
siglo XIV, representando, respectivamente, la escena de la Crucifixión y la de la Sepultura de Jesús.
Pero lo más curioso y desconcertante es que los ángeles que allí aparecen han sido imaginados muy
singular y originalmente por parte del artista. Ellos se ven desplazándose por el cielo…, ¡dando la
impresión de estar encerrados dentro de una cápsula o nave espacial, impulsada por llamaradas de
fuego!
(*) Esta “shekinah” o “habitación” de Dios, teniendo siempre apariencia de nube refulgente,
presentaba características muy peculiares. Véase por ejemplo, en Génesis 3:24, y en el libro de Números
9:15 al 23; 10:11, 12, 13 y 33-34; 11:24-25; 12:1 al 10; 14:11 al 14; etc. etc.
(*) Aimé Michel, en su obra “Los Misteriosos Platillos Volantes”, nos refiere dos curiosas
observaciones que tuvieron lugar en la pequeña aldea de Vernon y en el departamento de la Vendée
(Francia). Los testigos presenciales describieron “una especie de nube luminosa de un azul violeta cuyas
formas regulares evocaban una cigarro o una zanahoria. Ese fenómeno había literalmente emergido de
la capa de nubes en posición horizontal, ligeramente inclinado hacia el suelo en el extremo delantero
(como un submarino en el momento de sumergirse)”. Se desplazaba y maniobraba con lentitud. De
súbito, adoptó la posición vertical, y de su parte inferior se desprendieron unos objetos discoidales
metálicos, que brillaban como espejos y reflejaban la luz de la misteriosa nube, a la vez que
evolucionaban con movimiento basculante y en sentido horizontal. Después de haber recuperado su
posición primitiva, con la proa hacia delante, la nube luminosa en forma de cigarro aceleró su velocidad
y acompañada de los discos desapareció a lo lejos en las nubes. Evidentemente se trataba de una nave
portadora con sus correspondientes unidades de reconocimiento. ¿No nos sugiere ese fenómeno la
extraña “columna de nube y fuego” avistada por los israelitas del Antiguo Testamento?

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