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CONTRATO
Sumario: 1. Libertad económica y contrato; 2. Libertad jurídica y contrato;
3. Principios base del contrato; 4. El contrato como categoría general; 5. El contrato
como categoría general en el Código Civil peruano; 6. El consentimiento en la
formación del contrato; 7. La obligatoriedad de los contratos; 8. La obligatoriedad
como hecho comunicativo o como hecho intimista.
Sin embargo, más tarde o más temprano, toda sociedad comienza un lento periodo de
mayor complejidad, que surge desde el nacimiento de las clases sociales: gobernantes,
religiosos y productores, que básicamente cumple el fin de mantener el orden de la
sociedad, por lo cual, el grupo político privilegiado supera el auto-consumo, con la
consiguiente demanda de nuevos bienes en el interior de su entorno, o fuera de él, que
origina el comercio exterior. Por su parte, los adelantos tecnológicos originan excedentes,
sin perjuicio de los sujetos más hábiles o fuertes, que logran acumular excedentes, con la
consiguiente separación entre los miembros de la sociedad por riqueza o pobreza, con la
consiguiente capacidad de satisfacer más complejas o suntuarias necesidades.
La demanda de bienes siempre conlleva la oferta de los mismos, por lo que surge una nueva
situación que modifica la estructura de la sociedad. El autoconsumo deja de ser la única
fórmula económica; por el contrario, empieza a ganar importancia creciente el intercambio
de bienes, el comercio, y, con ello, la producción se hace para concurrir en el mercado, esto
es, dirigido a terceros. Nuevamente, los cambios sociales arrastran al derecho, pues, surgen
reglas para el intercambio de bienes. En tal contexto, el concepto de propiedad no es
suficiente para enfrentar las nuevas necesidades, por lo que nacen las ideas de “vínculo”,
“obligación” y “contrato”, como mecanismos jurídicos que explican el intercambio
económico.
La producción especializada, es decir, la situación por la que cada agente produce un tipo
específico de bien, por tanto, lo hace con mayor eficiencia, productividad y calidad, trae
como consecuencia la necesidad de intercambio a través del comercio, desde el ámbito
económico; pero también origina las nociones de obligación y contrato, desde el ámbito del
derecho. No es casualidad que en Roma, el contrato de compraventa se tipifica a partir del
derecho de gentes, es decir, por efecto del comercio internacional.
La libertad individual implica que la persona cuenta con una amplia esfera de actuación en
la vida personal y social, lo que exige en forma recíproca que el Estado se abstiene de
interferir o entrometerse en esa área privilegiada. Pues bien, una de las manifestaciones de
la libertad individual la constituye la denominada “autonomía privada”, por cuya virtud, la
persona tiene soberanía para gobernar su esfera jurídica[1], mediante el establecimiento de
reglas vinculantes, especialmente “en el campo de las relaciones económicas-sociales”[2].
Los límites tradicionales de la autonomía privada son las normas imperativas, el orden
público y las buenas costumbres (arts. V, 1354 CC), con lo que se busca controlar la
vigencia de las normas de derecho público y la moralidad social. Este modelo individualista
se plasmó en los primeros Códigos, pero ello ha cambiado dramáticamente desde la
aparición y desarrollo del fenómeno de la contratación masificada, en donde -de hecho- la
configuración del programa de los derechos y obligaciones se produce de forma unilateral,
con el riesgo de que una parte se coloque en situación contractual intolerablemente superior
frente a la otra. Este problema hizo intervenir a la jurisprudencia y al legislador, con miras
en la protección de la parte más débil de la relación jurídica, por lo que se busca equilibrar
el poder de negociación de ambos contratantes, lo que opera específicamente en el ámbito
de las relaciones con los consumidores (art. 65 Const.), y que antes operó en el contrato de
trabajo, cuya importancia como hecho regulador fue decreciendo para dotar de mayor
relevancia a las normas heterónomas. El contrato laboral dejó de pertenecer al derecho
civil, hasta el punto que esa materia se convirtió en una disciplina jurídica autónoma: el
derecho del trabajo. ¿Pasará lo mismo con el derecho del consumidor? El futuro lo dirá.
c) patrimonialidad, pues se trata de una operación económica que sirve para la satisfacción
de intereses individuales y sociales;
d) normativa, en tanto el acuerdo es vinculante, por lo que crea normas privadas, lo que
genera seguridad jurídica, pilar de cualquier sistema económico que incentiva la creación
de riqueza.
Los principios base son los que fundamentan la noción misma del contrato, entre los que se
encuentra el “normativo”, pues el contrato tiene la función de crear normas para asegurar
las relaciones económicas. El famoso pacta sunt servanda constituye una frase que resume
la finalidad normativa del contrato, emparentada con la seguridad jurídica.
Los contratos, desde la perspectiva estructural, son actos humanos bilaterales, de carácter
patrimonial; pero, desde el aspecto funcional, consiste en el mecanismo que permite el
intercambio de bienes y servicios para el logro de fines valiosos, tales como la satisfacción
de necesidades inmediatas o complejas, pero bajo los principios de eficiencia económica,
desarrollo social, mayor productividad y calidad de vida, sin perjuicio de los crecientes
problemas por abuso en el ejercicio de las libertades.
En tal sentido, las personas compran, venden, arriendan o toman préstamos, por lo que a
cada momento celebran contratos particulares (compraventa, arrendamiento, mutuo, etc.)
que pretenden obtener resultados económicos prácticos, pero con el convencimiento pleno,
expreso o presunto, de que la relación tenga incidencia en el mundo jurídico.
El Código Civil Peruano de 1984 no es la excepción, pues, el Libro VII, de Fuentes de las
Obligaciones, comprende la Sección Primera, de los “contratos en general”, que contiene
ciento setenta y siete normas, desde el art. 1351 al art. 1528. Luego de ello, sigue la Sección
Segunda, sobre dieciséis “contratos nominados”, a saber, compraventa, permuta,
suministro, donación, mutuo, arrendamiento, hospedaje, comodato, locación de servicios,
obra, mandato, depósito, secuestro, fianza, renta vitalicia, juego y apuesta (art. 1529 al art.
1949), habiéndose derogado las normas sobre la cláusula compromisoria y el compromiso
arbitral.
El art. 1361, primer párrafo del Código Civil, establece en forma terminante: “Los
contratos son obligatorios en cuanto se haya expresado en ellos”, lo que da lugar a una
serie de consideraciones.
En primer lugar, el contrato es un acto jurídico que crea normas particulares, pero
vinculantes para sus autores: “son obligatorios”, por tanto, no cabe desistirse o retractarse
de los compromisos ya asumidos[11].
La actuación del hombre no se inicia con la manifestación de una idea o decisión, sino que
normalmente se origina en un pensamiento que se encuentra en el fuero interno del sujeto, y
que este desea expresarlo para los demás. En buena cuenta, el orden natural de la
comunicación del hombre es la siguiente:
PENSAMIENTO O IDEA ====== EXPRESIÓN SOCIAL
(fenómeno psíquico, interno) (fenómeno comunicativo)
La persona, antes que nada, tiene un pensamiento o idea dentro de su fuero interno, la cual,
luego de cavilar y reflexionar, decide manifestar al exterior mediante un acto social
comunicativo, por lo que jurídicamente se produce el siguiente esquema:
Sin embargo, cabe que no exista coincidencia entre la voluntad y la manifestación, por
ejemplo, cuando el vendedor quiere ofrecer un producto en 1000, pero, por obra de un
lapsus, manifiesta por escrito que la venta se cierra en 100, ante lo cual el comprador acepta
en forma inmediata. Por tanto, la voluntad del vendedor no es coherente con su
manifestación. En tal caso, el art. 1361, segundo párrafo del Código Civil señala: “Se
presume que la declaración expresada en el contrato responde a una voluntad común de
las partes y quien niegue esa coincidencia debe probarla”. Por virtud de esta presunción se
fortalece la seguridad jurídica, pues la parte contratante que niega la concordancia
voluntad/manifestación tendrá que romper la presunción mediante la actuación de prueba
suficiente, pero, mientras ello no ocurra, la parte que confío en la declaración expresada, en
el lenguaje comunicada al exterior, no tendrá más que acogerse a la presunción, cuya
justificación se encuentra en la tutela de la confianza en las relaciones jurídicas entre los
particulares.
La segunda tesis niega que la voluntad psicológica sea requisito esencial del contrato, no
solo por la inseguridad jurídica que originaría en las relaciones económicas, sino, además,
porque resulta desfasada con la actual estandarización de la vida moderna, que se
caracteriza por las operaciones patrimoniales objetivadas, como ocurre con los actos
realizados en cajeros o en internet, antes que voluntaristas. Por lo demás, el contrato como
“expresión” (art. 1361, 1° párrafo CC), como acto comunicativo que funda relaciones para
la vida, y no para el pensamiento, cavilación o reflexión, lleva a concluir que el contrato es
válido cuando existe coincidencia entre las manifestaciones externas de las dos partes
(“acuerdo”, conforme el art. 1351 CC), y asimismo también se deduce de la propia
definición del acto jurídico en el art. 140 CC: “manifestación”.
En decir, no basta el error del sujeto que declara en contradicción a su voluntad, sino que
además ese error debe referirse a una cuestión esencial del vínculo jurídico (elemento
objetivo), así como a la posibilidad de la parte contrario de conocer el error (elemento
subjetivo), lo cual implica, en el ejemplo, que el comprador, pese a suponer que el precio
ínfimo proviene de un errata en la declaración, sin embargo, se queda callado y no dice
nada, tratándose de aprovechar de la situación.
La doctrina italiana, que enfrenta el mismo problema, ha asumido esta solución por muchos
de sus principales autores, como el siguiente:
[L]a regulación adoptada en el nuevo Código Civil sobre esta materia se halla en pleno
contraste, justamente, con la tesis que hace de la voluntad subjetiva o real un elemento
esencial del contrato o uno de los requisitos de este. No solo en la mayor parte de los casos
la ausencia de la voluntad interna no tendrá ninguna relevancia (es decir, no la tendrá en
todas las hipótesis en la cual dicha ausencia no sea fruto de error ni cuando, aun siendo
fruto de error, este no sea esencial o reconocible por el otro contratante), sino que incluso
cuando sí es relevante para el ordenamiento, ello no produce nulidad del contrato -como
debería suceder si se tratara de ausencia de requisito esencial-, sino, simplemente
anulabilidad”[12].
[1] DÍEZ PICAZO, Luis y GULLÓN, Antonio. Sistema de Derecho Civil, 2º edición,
Editorial Tecnos, Madrid 1980, T. I, p. 387.
[2] Cit. CANCINO, Fernando. Estudios de Derecho Privado, Editorial Temis, Bogotá
1979, p. 29.
[5] Cit. GÓMEZ, Carlos José. Estudios sobre los contratos por adhesión a condiciones
generales, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá 1991, p. 40.
[8] “el formalismo inicial de los derechos romano y germánico fue cediendo gradualmente
paso al principio del consensualismo, según el cual los contratos se concluyen mediante el
consentimiento. Esta evolución fue determinada fundamentalmente por la influencia del
derecho canónico, por las necesidades prácticas del tráfico comercial y por la doctrina del
derecho natural. El primero y tercer factores obedecen a razones teóricas, de carácter
predominantemente intelectual, que ponen de manifiesto el valor del consentimiento como
elemento suficiente para la formación del contrato. En cuanto al segundo factor, que
posiblemente es el que ha tenido mayor peso, se ha dicho que ‘la ley de los mercaderes
impuso el respeto a la palabra dada, menos por una idea moral que por razón de la
necesidad práctica de dejar de lado las formas para concluir rápidamente los negocios’
(Ripert y Bolaunger)”: DE LA PUENTE Y LAVALLE, Manuel. El contrato en general,
Palestra Editores, Lima 2001, T. I, p. 131.
[9] BORDA, Guillermo. Manual de Contratos, Editorial Abeledo Perrot, Buenos Aires
1978, p. 114.
[12] FERRI, Luigi. Lecciones sobre el contrato, traducción de Nélvar Carreteros Torres,
Editora Jurídica Grijley, Lima 2004, p. 9.