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Sin evangelización no hay misión integral

Por René Padilla

El Evangelio es lo más precioso que podemos ofrecer porque es lo mejor que tenemos. Toda la ayuda que podamos
ofrecer a los necesitados es buena, pero nada es comparable a la posibilidad de apropiarse de los recursos que Dios
quiere darle para una vida digna, llena de sentido – una vida en abundancia.

Evangelizar es anunciar las buenas noticias de Jesucristo en palabras y en acción, a quienes no lo conocen, con la
intención de que, por la obra del Espíritu, se conviertan a Jesucristo, se dispongan a seguirlo como discípulos, se unan
a su iglesia y colaboren con Dios en la realización de sus propósito de restaurar la relación con él, con el prójimo y con
la creación. Así, la conversión es el comienzo de una transformación que abarca todo aspecto de la vida.

Por tanto, la evangelización requiere la participación de agentes humanos dispuestos a colaborar con el Espíritu
Santo. Bryant Myers nos llama la atención a un patrón, un modelo de evangelización en el libro de los Hechos, que
muestra que el anuncio del evangelio es a menudo “el segundo acto del relato” – la respuesta a preguntas suscitadas
por algo que sucede, ej. Sermón de Pentecostés, Sermón a la puerta del templo de Jerusalén luego de la curación de
un lisiado y Sermón de Esteban, respuesta a la acusación provocada por los milagros. En palabras de Myers “En cada
caso se proclama el evangelio, no por intención o plan previo, sino en respuesta a una pregunta provocada por la
actividad de Dios en la comunidad”. Hay una acción que exige explicación, y el evangelio es la explicación.

Debemos preguntarnos entonces, ¿hasta qué punto nuestras acciones provocan preguntas?

Para concluir, es comprensible la reacción contra lo que podríamos denominar un “celotismo cristiano” –el afán de
convertir a la gente, sin respetar los tiempos del otro. Reafirmamos que no hay lugar para el proselitismo, ni la
manipulación. Sin embargo, sin evangelización no hay misión integral.

La compasión suple lo que le falta a la teología


Por C. René Padilla

Lo que hace posible una misión de amor genuino, al estilo de Cristo, es la compasión. Cuando no hay compasión,
podemos tener dinero para llevar a cabo programas de acción social y (tal vez) una ideología para motivarnos y darnos
sueños de un nuevo mundo, pero entonces nuestra misión no es al estilo de Jesús.
Siempre ha habido cristianos que tienen una teología muy “progresista” pero que no viven de acuerdo con ella. Su
teología es muy idealista, pero su vida práctica no refleja lo que ella dice. Sin embargo, también pasa lo contrario: hay
cristianos cuya teología deja mucho que desear, pero cuya vida práctica nos sorprende: es una vida motivada por la
compasión, una vida de servicio en respuesta a las necesidades del prójimo, de preocupación por los niños, de
identificación con los pobres, de voluntad de hacer todo lo posible para cambiar la situación de las personas más
vulnerables de la sociedad. Se diría que la compasión suple lo que le falta a la teología.

Una temática constante en la mayoría de las grandes conferencias organizadas por gente evangélica, en las últimas
tres décadas, es la responsabilidad de los cristianos frente a las necesidades sociales, políticas y económicas de
nuestros pueblos. Lo que hoy día estamos viendo es en gran medida el resultado, no solamente de esos congresos o
reuniones, sino de toda una labor teológica y pedagógica, conjugada con el serio agravamiento de la situación, que
exige a muchos a tomar conciencia de que no es posible seguir predicando un evangelio desencarnado de la realidad.

Hasta muy recientemente mucha de la evangelización de las iglesias evangélicas era desencarnada. Se orientaba a la
salvación del alma pero pasaba por alto las necesidades del cuerpo. Ofrecía la reconciliación por medio de Jesucristo,
pero dejaba de lado la reconciliación del hombre con su prójimo, basada en el mismo sacrificio de Jesucristo.
Proclamaba la justificación por la fe, pero omitía toda referencia a la justicia social enraizada en el amor de Dios por los
pobres.

Frecuentemente este énfasis estaba vinculado a otro, muy grande, en el crecimiento numérico de la Iglesia. A cuenta
de incrementar el número de miembros en las filas evangélicas, se caía en la reducción del Evangelio, haciendo de
éste un mensaje para el individuo pero no para la sociedad, para la vida privada pero no para la pública. Muchas
iglesias no han superado todavía estas distorsiones, y las controversias les impiden participar creativamente en lo que
Dios quiere hacer en el mundo para cumplir su propósito redentor. Sin embargo, hoy abundan casos de ministerio
integral que muestran un cambio radical que se está dando en el pueblo evangélico latinoamericano en lo que atañe a
la manera de encarar su ministerio. Son señales que apuntan a un nuevo día en la historia de la Iglesia evangélica en
América Latina. Y lo que hace posible esas señales no es otra cosa que la compasión.

De Edimburgo 1910 a Lima 1972. Cambios de paradigma en el desarrollo de la


misión (primera parte)
Por C. René Padilla

Si la verdad del cristianismo dependiese de la fidelidad con que los cristianos lo han plasmado en la historia, poco se
podría decir a su favor. Aunque la historia de la iglesia abunda en páginas que ilustran la dinámica del Evangelio para
la transformación personal y social, también abunda en páginas que muestran la facilidad con que los cristianos han
transformado el Evangelio del Reino de Dios —las buenas nuevas del reinado de Dios de justicia y shalom inaugurado
por Jesucristo— en una religión puesta al servicio de los reinos de este mundo dominados por intereses ajenos al
propósito de Dios.

Uno de los ejemplos más claros de la utilización del cristianismo con propósitos indignos se da en la vinculación entre
el imperialismo de Occidente y la labor misionera tanto católica romana como protestante en los últimos siglos y hasta
nuestros días. Nadie ignora que la empresa de conquistar y colonizar América en el siglo 16 dio por sentado que la
extensión del imperio regido por el rey Fernando y la reina Isabel era equivalente a la extensión del Reino de Dios. Y en
nombre de ese ideal supuestamente cristiano, avalado por el Papa, se cometió toda suerte de atrocidades y atropellos
contra las naciones vencidas.

Es necesario reconocer, sin embargo, que el drama de la evangelización vinculada al imperialismo también tiene una
versión protestante. En efecto, salvadas las diferencias de actores y circunstancias, la expansión de los Estados
Unidos en el siglo 19 repitió la prepotencia de la conquista española del siglo 16 y, como ésta, halló justificación en un
supuesto “destino manifiesto” de origen sobrenatural, que supuestamente acompañaba al conquistador. Obnubilados
por la idea del destino manifiesto, la gran mayoría de los líderes eclesiásticos protestantes estadounidenses
respaldaron las guerras expansionista de su país como un instrumento necesario para el establecimiento de un
“imperio de justicia” favorable a la evangelización a nivel global. El concepto de destino manifiesto, sin embargo, no fue
peculiar de los Estados Unidos, sino que se constituyó en uno de los pilares de la expansión colonial de varios de los
países europeos especialmente hacia fines del siglo 19 y durante las primeras décadas del siglo 20. Especialmente
durante la era imperial, después de 1880, la alianza entre misión y colonización era aceptada sin mayores
cuestionamientos, y se daba por sentado que la obra misionera era obra del país colonialista –obra estadounidense,
británica, francesa, belga o lo que fuese, según el país del que procedieran los misioneros.

La Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo, cuyo centenario se celebra este año, se llevó a cabo en junio de
1910, en plena época de florecimiento del destino manifiesto y del clímax de la idea del progreso, propia de la
modernidad, en el mundo occidental. Ya en 1900 se había realizado la Conferencia Misionera Ecuménica en el
Carnegie Hall de Nueva York, diseñada para pastores y líderes eclesiásticos y tenía como foco la movilización de la
iglesia. La Conferencia en Edimburgo, por su parte, quería ser una conferencia de estrategia misionera —una manera
de proyectar desde los Estados Unidos la visión y el compromiso misioneros a otros países cristianos, especialmente a
Gran Bretaña, Alemania, Francia y Bélgica. La meta era “la evangelización del mundo en esta generación”, como
rezaba el lema que el Student Volunteer Movement (Movimiento de Voluntarios Estudiantiles) adoptó en 1889.  Desde
la perspectiva de John Mott, uno de los principales inspiradores y promotores de la Conferencia de Edimburgo y su
moderador, esa meta era alcanzable porque la iglesia contaba no sólo con la dedicación de miles de voluntarios
dispuestos a sumarse a la tarea de la evangelización, sino también con recursos provistos providencialmente por Dios,
incluyendo los logros de la ciencia moderna, poder financiero y el apoyo de gobiernos cristianos. En palabras de Bosch,
desde este punto de vista “la misión occidental era un poder indiscutible. La misión cristiana se amparaba bajo el signo
de la conquista del mundo”.

El año 1910 es memorable en la historia del Protestantismo no sólo por la Conferencia Misionera Mundial de
Edimburgo, sino también porque en ese año se inició la publicación de The Fundamentals (Los Fundamentos), una
obra en doce tomos que tenía como propósito dar “testimonio de la verdad” (como rezaba el subtítulo) en clave
dispensacionalista, en contraposición con posiciones consideradas “modernistas” o “liberales”. Entre 1910 y 1915 esa
obra se difundió ampliamente y sirvió como leña que alimentó el fuego de la controversia fundamentalismo/modernismo
—una controversia que ocupó los titulares de las noticias religiosas a lo largo de la década de 1920 en los Estados
Unidos y, por reflejo, en muchos otros países.
En el fondo, la polarización entre fundamentalistas y modernistas tiene que ver con diferencias en la interpretación del
Reino de Dios y, consecuentemente, en la manera de entender la misión cristiana. Para usar la terminología de Ralph
Winter, es una polarización entre quienes entienden la misión como misión de la iglesia y los que la entienden como
misión del Reino.

Para los fundamentalistas, la tarea misionera consiste en la proclamación del Evangelio orientada a la expansión de la
iglesia, con el consecuente incremento en el número de miembros. Fuertemente influenciados por el
dispensacionalismo y la escatología premilenarista, mantienen que el Reino de Dios será establecido con la segunda
venida de Cristo, y que el tiempo presente tiene como objetivo misionero la predicación del Evangelio en todas las
naciones. Se concibe la misión principalmente en términos geográficos: consiste en una cruce de fronteras desde el
Occidente cristiano hacia los “campos misioneros” del mundo no cristiano o pagano con el propósito de salvar almas y
plantar iglesias. Hablar de misión es hablar de evangelización transcultural. Los agentes de la misión son
exclusivamente los “misioneros” europeos o norteamericanos, con uno que otro australiano o sudafricano, la mayoría
de ellos afiliados a sociedades misioneras denominacionales o interdenominacionales (las “misiones de fe”). Las
calificaciones para ser misionero varían, pero se da por sentado que, aparte de la experiencia de conversión a
Jesucristo, el primer requisito es sentirse “llamado al campo misionero”. Se considera que la respuesta positiva al
llamado de Dios a ser misionero, como en el caso del llamado a ser pastor, es el llamado supremo, la vocación más
alta que un cristiano puede recibir en el servicio a Dios. Por supuesto, no es para todos los cristianos, sino sólo para un
grupo selecto. Y se rechaza “el Evangelio social” como una posición teológica modernista, inaceptable porque no toma
en cuenta que la única solución para los problemas sociales radica en la difusión del mensaje de salvación por medio
de Jesucristo. Esa era la visión de la mayoría de misioneros transculturales que plantaron las primeras iglesias
evangélicas en muchos países, incluyendo los latinoamericanos. No sorprende que aun hoy el énfasis unilateral en la
predicación del Evangelio sea una de las características más distintivas del movimiento evangélico alrededor del
mundo.

De Edimburgo 1910 a Lima 1972. Cambios de paradigma en el desarrollo de la


misión (segunda parte)
Por C. René Padilla

En contraste con esta posición misionológica, lo que propone la misión del Reino es que la evangelización debe ir
acompañada por la reforma social, de modo que la voluntad de Dios se cumpla más allá de la iglesia —en la tierra
como en el cielo. La misión del Reino mantiene que éste no pertenece al futuro ni es ultramundano, sino una realidad
presente introducida en la historia por Jesucristo, y una realidad que se manifestará en toda su plenitud en el futuro.

A pesar de sus debilidades, el concepto de misión que caracteriza al movimiento misionero tradicional inspiró, y en
muchos casos todavía continúa inspirando, a miles de misioneros transculturales a cruzar fronteras geográficas con el
propósito de difundir las buenas nuevas de Jesucristo. Así se han escrito algunas de las páginas más conmovedoras
de la historia de la iglesia y se ha formado un movimiento cristiano de alcance global, con congregaciones
prácticamente en todos los países del mundo. Por otra parte, es necesario reconocer que la identificación de la misión
de la iglesia con la misión transcultural —una identificación ejemplificada claramente por la Conferencia Misionera
Mundial de Edimburgo en 1910— resultó en la ratificación de una posición respecto a la misión cristiana que la redujo a
la tarea de salvar almas y plantar iglesias, una tarea llevada a cabo por misioneros enviados desde los países
cristianos a los campos misioneros del mundo, cumpliendo representativamente la responsabilidad de toda la iglesia.

El origen del concepto y la práctica de la misión integral  que hoy ocupan el centro del escenario en círculos de la Red
Miqueas y de un creciente número de iglesias y entidades evangélicas alrededor del mundo se remonta a un
movimiento global de reflexión teológica evangélica en cuyo seno sucedió, bajo la dirección de Dios, el
redescubrimiento del Reino de Dios. Por lo menos en el caso de América Latina, es fácil demostrar que este concepto
se constituyó en la clave para la comprensión de las bases bíblicas de la misión cristiana: habiéndose inaugurado en
diciembre de 1970, la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL) dedicó su segunda consulta, realizada en Lima en
diciembre de 1972, al tema “El Reino de Dios y América Latina”. A partir de esa consulta, mucha de la rica producción
teológica de la FTL ejercería una influencia marcada en la articulación de la misión del Reino en términos de la misión
integral no sólo en América Latina sino alrededor del mundo, especialmente en el Mundo de los Dos Tercios.

La nota del Reino de Dios como la nota clave para la comprensión de la misión cristiana y del lugar de la iglesia en la
gran sinfonía del propósito universal de Dios resonó en el Primer Congreso Internacional de Evangelización Mundial
que se realizó en Lausana, Suiza, en 1974. Se la escuchó especialmente en algunos de los plenarios de oradores
vinculados a la Fraternidad Teológica Latinoamericana y en el de Howard Snyder, un orador con experiencia misionera
en el Brasil. Y resonó con mucha fuerza en el documento intitulado Una respuesta a Lausana, producido por un grupo
ad hoc y firmado por alrededor de 400 de los participantes en el Congreso, incluyendo a John Stott. En este documento
se define el Evangelio como “buenas nuevas de Dios en Cristo Jesús…. Buenas nuevas del Reino que él proclama y
encarna…. Buenas nuevas de liberación, de restauración, de salud y de salvación personal, social, global y cósmica.”

Para el movimiento evangélico a nivel global, los años que siguieron a Lausana 1974 fueron años caracterizados por la
polarización entre dos posiciones respecto a la misión cristiana. Un polo es el del acercamiento tradicional, prevalente
especialmente en Occidente, con su énfasis en la salvación de almas y la plantación de iglesias mediante la
evangelización entendida como “el testimonio verbal de la Iglesia”. Guarda relación con un concepto del Reino de Dios
como una realidad espiritual experimentada subjetivamente por los creyentes en Jesucristo. En palabras de Arthur P.
Johnston, “El Reino de Dios es el reinado que Dios ejerce en el presente en las disposiciones morales del alma con su
asiento en el corazón. Dios reina como Rey en la vida de los ‘nacidos de nuevo’”

El otro polo es el acercamiento enfocado en la misión integral como expresión del Reino de Dios que ya ha ingresado
en la historia por medio de Jesucristo, aunque todavía no en su plenitud. Es el acercamiento que hizo su irrupción
especialmente en la Fraternidad Teológica Latinoamericana en la década de 1970 y en Una respuesta a Lausana en
1974. Y no podemos pasar por alto el documento que en esa misma línea surgió de la Conferencia sobre la Iglesia en
respuesta a las necesidades humanas que, con el auspicio de la Alianza Evangélica Mundial y con un fuerte
contingente de participantes del mundo mayoritario, se realizó en Wheaton, Illinois, en 1983. Tomando como punto de
partida la visión bíblica del Reino de Dios, ese documento afirma en términos inequívocos que “el mal no solo se
encuentra en el corazón humano sino también en las estructuras sociales”; que “la misión de la Iglesia incluye tanto la
proclamación del evangelio como su demostración,” y que, consecuentemente, “debemos entonces evangelizar,
responder a las necesidades humanas inmediatas y presionar por la transformación social.”

Este segundo polo, fuertemente influenciado por evangélicos que en la vida diaria encaran las consecuencias
negativas del sistema económico global de injusticia global y local y se han visto así forzados a tomar conciencia de las
necesidades humanas básicas, es el polo que ha tomado forma institucional en la Red Miqueas. Es el polo que busca
ser fiel a la demanda de Dios de “hacer justicia, amar la misericordia y vivir en humildad delante de Dios” (Miq 5:8) por
medio de la práctica de la misión integral, que es misión del Reino.

Hacia un nuevo tipo de ecumenismo


Por René Padilla

El trabajo ecuménico en América Latina no es fácil, pero si creemos que realmente somos uno en Cristo y que estamos
llamados a una misión integral, hay que buscar espacios para hacerlo. Las iglesias y misiones evangélicas son un
espacio donde podemos trabajar codo a codo con otros cristianos comprometidos socialmente, pero a partir del
Evangelio. De lo contrario, no pretendamos que estamos haciendo labor cristiana. Creo en el valor de las obras
humanas, pero si queremos ser cristianos, partamos del Evangelio, partamos de nuestra unidad en Cristo, a pesar de
nuestras diferencias en cuestiones de escatología o acerca de la mejor estrategia para llegar al poder, los alcances de
la labor política, etc., etc. Nuestro compromiso con Cristo nos lleva a un testimonio cristiano, a ser “sal” y “luz” en medio
de una sociedad en decadencia, una sociedad que muestra sus lacras en términos de niños abandonados, prostitución
infantil, injusticia institucionalizada, empobrecimiento de las masas, corrupción a todo nivel. Unámonos en Cristo Jesús
para dar testimonio de que hemos sido creados en él para vivir el Evangelio en todas sus dimensiones, en respuesta a
los problemas que nos rodean!

Los cambios que se han dado en el panorama eclesial en estos últimos años exigen que quienes creemos en la
necesidad de un testimonio cristiano unido revisemos nuestra agenda ecuménica. Es urgente que practiquemos el
ecumenismo con hermanos y hermanas que tal vez puedan tener muchas limitaciones teológicas pero están viviendo y
sirviendo en nombre de Cristo en medio de los pobres.

Muchas veces nuestro ecumenismo se reduce al grupo de gente que está de acuerdo con nosotros políticamente; que
comparte la misma ideología de cambio social y sueña en una sociedad socialista. Si nuestro ecumenismo se reduce a
eso, estamos equivocados: ¡no somos realmente ecuménicos, sino “ecumenistas”! Lo digo con dolor en el alma:
muchas veces los fondos que vienen de organizaciones ecuménicas de Europa y Estados Unidos sirven para apoyar
programas que privilegian al que comparte nuestra ideología pero no la fe en Jesucristo. Podemos debatir este tema,
pero mi propuesta es esta: hagamos un nuevo tipo de ecumenismo verdaderamente ecuménico (valga la redundancia).
Honestamente creo que en este momento hacen falta organizaciones ecuménicas pero no “ecumenistas”. En otras
palabras, necesitamos organizaciones en las cuales se viva un ecumenismo a partir del Evangelio. Organizaciones
“proeclesiásticas” (mejor que “paraeclesiásticas”) donde hermanos católicos progresistas que se han sentido
presionados por una estructura autoritaria que ya no les da cabida, y hermanos evangélicos que tienen problemas por
haber alzado la voz contra posturas de algún “papa” defensor del estatu quo, se sientan a gusto y formen un frente
común como cristianos, a partir del Evangelio y al servicio del pobre, por la causa del Reino y su justicia. Esa es mi
propuesta por la unidad, el Reino de Dios y su Justicia.

Educar para la solidaridad


C. René Padilla

Nuestra realidad latinoamericana está marcada por dos fuerzas contradictorias:

La primera es la mentalidad posmoderna, que pone énfasis en la interdependencia entre todos los seres humanos y
entre éstos y la naturaleza. En su análisis de la posmodernidad, David J. Bosch sostiene que el credo  de la Ilustración,
de que cada individuo está en libertad de buscar su propia felicidad sin preocuparse por los demás, está perdiendo
vigencia. Según él, este “cambio de paradigma” exige que los cristianos reconozcamos nuestra solidaridad tanto con la
naturaleza como con todas las personas.

La segunda fuerza tiene que ver con  realidad socioeconómica y política,la cual muestra a  las grandes mayorías
incapaces de satisfacer sus necesidades básicas. Aumenta el índice de desempleo y de subempleo.  Crecen la
violencia y la inseguridad, el analfabetismo y la deserción escolar. Se incrementan la desnutrición y las enfermedades.
Se acentúan los conflictos personales e interpersonales y se desintegran las familias. Se amplía el abismo entre ricos y
pobres y, como resultado, se profundiza la crisis social. Se incrementa la depredación de la naturaleza y se subestiman
las consecuencias de la actual destrucción del sistema ecológico para las nuevas generaciones.

En la raíz de la crisis social y la crisis ecológica está la falta de solidaridad con el prójimo. El sistema económico vigente
fomenta el individualismo y hace de la privatización de bienes un valor absoluto. Las clases privilegiadas, incluyendo la
de los políticos,  acaparan los beneficios del trabajo de todos y adoptan un estilo de vida ostentoso basado en la
explotación y la injusticia, la corrupción y la desigualdad.
En resumen, hay una notable paradoja entre la búsqueda de interdependencia propia de la era posmoderna, por un
lado,  y la exacerbación del individualismo, característica de la sociedad de consumo, por otro lado. El ideal de
relaciones solidarias se hace pedazos al estrellarse contra la roca de la insensibilidad y la exclusión.

En este contexto, la fidelidad al Evangelio de Jesucristo demanda que la educación se estructure en términos de
solidaridad con el otro, sea quien sea, en su necesidad. En primer lugar está la solidaridad con las víctimas del sistema
de opresión en su necesidad de justicia. No basta anunciarles la “salvación del alma”, sin prestar ninguna atención al
sufrimiento que les causan sus necesidades corporales insatisfechas.

En segundo lugar está la solidaridad con los agentes de la opresión en su necesidad de perdón. Aquí tampoco basta
anunciarles la “salvación del alma”, esta vez sin prestar ninguna atención a la separación que les causan las riquezas
en su relación con el prójimo. El victimario necesita ser liberado del dios Mamón mediante el arrepentimiento que
conduce al perdón de Dios y a la solidaridad con los necesitados. Reconocerá su necesidad de liberación, perdón y
solidaridad en la medida en que experimente el amor de Dios por medio de quienes estén dispuestos a solidarizarse
con él en su necesidad espiritual. Si el amor al dinero es la raíz de toda clase de males, es de importancia prioritaria
que los detentores del poder, dentro y fuera del país o continente, reconozcan que la vida de una persona [o de una
nación] no depende de la abundancia de sus bienes (S. Lucas 12:15) y se dispongan a desarrollar una economía que
esté al servicio, no del mercado, sino del ser humano.

La solución a las crisis en nuestros países pasa por la sustitución del afán de lucro y los valores monetarios por valores
humanos, lo cual requiere un énfasis en la educación para la solidaridad con el prójimo como un principio fundamental
para la convivencia humana.

Ha llegado la hora anunciada por los profetas


Por René Padilla

Las investigaciones más recientes en el campo de la escatología del Nuevo Testamento muestran que la más antigua
tradición de la enseñanza de Jesús combina la afirmación de la venida del Reino como una realidad presente y la
expectativa del cumplimiento del propósito redentor de Dios. Sin embargo, la premisa básica de la misión de Jesús y el
tema central de su predicación no es la esperanza de la venida del Reino en una fecha predecible, sino el hecho de
que en su propia persona la obra del Reino ya se ha hecho presente con gran poder.

Jesús afirma que nadie sabe el día ni la hora en que el drama escatológico llegará a su conclusión. Pero afirma que el
último acto del drama “(los últimos días)” ha comenzado en él. El Reino tiene que ver con el poder dinámico de Dios
por medio del cual “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son
resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”.

Ha llegado la hora anunciada por los profetas: el Ungido ha venido para dar buenas nuevas a los pobres, sanar a los
quebrantados de corazón, pregonar libertad a los cautivos y predicar el año agradable del Señor. En otras palabras, la
misión histórica de Jesús sólo puede entenderse en conexión con el Reino de Dios. Su misión aquí y ahora es la
manifestación del Reino como una realidad presente en su propia persona y acción en su predicación del evangelio y
en sus obras de justicia y misericordia.

En línea con esto, el reino es el poder dinámico de Dios que se hace visible por medio de señales concretas mostrando
que Jesús es el Mesías. Es una nueva realidad que ha entrado en el cauce de la historia y que afecta la vida humana
no sólo moral y espiritualmente, sino también física y psicológicamente, material y socialmente. En anticipación de la
consumación escatológica al final del tiempo, ha sido inaugurada en la persona de Cristo.

Por tanto, hablar del Reino de Dios es hablar del propósito redentor de Dios para toda la creación y de la vocación
histórica que tiene la iglesia respecto a ese propósito aquí y ahora, “entre los tiempos”. Es también hablar de una
realidad escatológica que constituye el punto de partida a la vez que la meta de la iglesia. La misión de la iglesia,
consecuentemente, sólo puede entenderse a la luz del Reino de Dios.

La consumación del propósito de Dios se realizará en el futuro pero aquí y ahora es posible vislumbrar la realidad
presente su Reino.

Vigencia del Jubileo en el mundo actual


Por René Padilla

En el capítulo 25 del libro de Levítico la iniciación del Jubileo está señalada para el día diez del séptimo mes (Tishri),
que es “el día de la expiación” o de “la Fiesta del Perdón” (v. 9), el día más solemne del calendario israelita. Se sugiere
así una estrecha relación entre el pecado y la desigualdad, y entre la liberación del pecado y la liberación de la
esclavitud económica. En el pueblo de Dios no es posible experimentar el perdón de Dios, que es liberación de la culpa
del pecado, y a la vez sentirse exonerado de la responsabilidad de liberar a los que sufren la opresión socioeconómica.
La renovación de la vida espiritual está ligada a la renovación de la creación misma porque el ser humano es
inseparable de la creación.

Al comienzo del Jubileo, por todas partes resuena el cuerno de los heraldos que proclaman “la liberación para todos los
habitantes de la tierra” (v. 10). El año de Jubileo es primordialmente eso: un “año de liberación”; pues en él, los
esclavos quedan en libertad, se cancelan las deudas y las familias pobres recuperan sus tierras y su sentido de unidad
familiar. Es un año de radical transformación de las estructuras de opresión, un año de liberación y restauración.

En el meollo mismo del Jubileo está la exigencia divina de la equidad para todos. Por un lado, se reconoce que la vida
humana tiene siempre una base económica y comunitaria, y que esta base es la misma para todos los miembros de la
sociedad, sin distinción de clases. Por otro lado, se reconoce el carácter inalienable de la tierra asignada a cada familia
extendida y se toman medidas para corregir las desigualdades que hayan surgido como resultado de factores
impredecibles, con el fin de retornar a la igualdad socioeconómica deseada por Dios.

El año del Jubileo es el año de liberación, y esta liberación no conduce al goce de un derecho absoluto de propiedad
individual, sino que se concreta en la recuperación de bienes familiares que se han perdido y que constituyen la base
económica y comunitaria de la vida humana. La liberación jubilar da a toda persona la libertad de vivir como ser
humano, en conformidad con el propósito de Dios. No es un acto de generosidad de los poderosos, sino un don de
Dios, quien expresa su propia justicia instituida en su ley.
Hoy más que nunca el pueblo de Dios necesita recobrar su misión de heraldo de “la liberación para todos los
habitantes de la tierra” (v. 10). La libertad en el mundo capitalista es esencialmente la libertad del “mercado libre”, la
libertad de “la mano invisible” que organiza la economía en función de los intereses de los más pudientes. En
contraposición a este tipo de libertad instituida por el sistema de muerte, el Dios de la vida que habló en el Monte Sinaí
nos convoca a ser libres y a pregonar libertad a los cautivos porque es el Dios que ha escuchado el gemido de los
pobres.

Shalom: vida en abundancia


Por René Padilla

“El ladrón no viene más que a robar, y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y la tengan en
abundancia” (Juan 10:10).

La vida “en abundancia” en referencia a la cual Jesús define su misión es la vida que en el Antiguo Testamento se
define en términos de shalom, vocablo hebreo cuyo sentido es tan rico que en la antigua traducción griega del Antiguo
Testamento (denominada Septuaginta o Versión de los Setenta) se usan más de veinticinco palabras griegas para
traducirlo. Shalom es prosperidad, salud integral, bienestar material y espiritual, armonía con Dios, con el prójimo y con
la creación. Shalom es plenitud de vida.

Desde este punto de vista, no se justifica la concepción de la vida plena en términos exclusivamente espirituales. La
teología según la cual la vida que Cristo ofrece es una vida ultramundana, más allá de la historia, está emparentada
con el pensamiento griego con su énfasis en la dicotomía entre la eternidad y el tiempo, el alma y el cuerpo, lo
espiritual y lo material. Necesita ser corregida por la visión bíblica, para la cual la esperanza escatológica incluye una
nueva creación—”un cielo nuevo y una nueva tierra” (Is 65:17)—y la resurrección del cuerpo.

La vida “en abundancia” o “eterna” es la vida del Reino de Dios que ha irrumpido en la historia en la persona y obra de
Jesucristo y que culminará en la segunda venida de Cristo, la Parusía. Es la vida en que, aquí y ahora, todas las cosas
son hechas nuevas por el poder de Dios (cf. 2Co 5:17); es vida que deriva su calidad de la relación con Dios y se
manifiesta en todas las esferas de la sociedad, en el trabajo, en la familia y en la iglesia.

Los que, en conformidad con la misión de Jesucristo, promueven la plenitud de vida no pueden menos que tomar a
pecho las difíciles cuestiones que plantea el sistema económico actual, un sistema que define la vida en términos de
tener en lugar en términos de ser. La vida “en abundancia” no es vida en que abundan los bines materiales. La vida “en
abundancia” es la vida en que se cumple cabalmente el propósito para el cual Dios la creó y la sustenta; es la
concreción del amor y la justicia del Reino de Dios. Se la fomenta en la medida en que se vive conforme al propósito de
Dios, se anuncia el mensaje de la vida en Cristo, se denuncia toda necrofilia, y se actúa en servicio de la vida en todas
sus dimensiones.

La Red Miqueas se pronuncia sobre la crisis ambiental


Por René Padilla

Es posible que con el paso del tiempo la Declaración sobre mayordomía de la creación y cambio climático, que
sintetiza los compromisos asumidos por la Cuarta Consulta global trienal de la Red Miqueas realizada en Kenia del 13
al 18 de julio de 2009, llegue a ser considerada como el documento más significativo que ha surgido de círculos
evangélicos sobre un tema que hasta el momento no había recibido la atención que merece por parte de un pueblo que
confiesa al trino Dios como el Dios de la creación.

Redactado por una comisión internacional que facilitó un proceso participativo mediante grupos de discusión de
quienes asistieron a la Consulta, este documento es un excelente resumen de las preocupaciones ecológicas de una
red comprometida plenamente con la misión integral de Dios, concebida como la proclamación y la demostración del
Evangelio. La esperanza es que esta Declaración no sólo se constituya en una agenda para los miembros de la Red
Miqueas sino que, además, incentive a los cristianos en todo lugar a tomar en serio la crisis ambiental global producida
por “la ignorancia, el descuido, la arrogancia y la avaricia”; a superar la tradicional dicotomía entre la evangelización y
la responsabilidad socio-ecológica, y a comprometerse activamente en la práctica y la promoción del cuidado de la
creación de Dios.
Establecida en 1999, la Red Miqueas ha crecido hasta llegar a ser un movimiento mundial de más de 500 agencias
cristianas de servicio, desarrollo y justicia, iglesias e individuos. Cuenta actualmente con 300 miembros activos y 230
asociados en más de ochenta países. Su objetivo central es incentivar la práctica de aquello que, según el texto del
cual la Red deriva su nombre, Dios requiere: “Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios”
(Miqueas 6:8).

La primera Consulta global de la Red Miqueas se realizó en Oxford, Inglaterra, en 2001; la segunda, en Querétaro,
México, en 2003, y la tercera en Chiang Mai, Tailandia, en 2006. Las bases bíblicas, el propósito y los objetivos de la
Red están explicitados en la obra Justicia, misericodia y humildad: La misión integral y los pobres, editada por
Tim Chester y publicada por Ediciones Kairós en 2008.

¿Huir de la realidad o encararla con compromiso transformador?

Oración política y escatológica


por C. René Padilla

“Sin oración no hay misión cristiana.


Podrá haber proselitismo religioso, obras y acciones de beneficencia,
o tareas misioneras, pero no misión cristiana.” René Padilla

La misión cristiana es primordialmente missio Dei (misión de Dios). Nace en el corazón de Dios, actúa en la historia por el poder del
Espíritu Santo, y está orientada a la exaltación de Jesucristo como Señor del universo y de cada área de la vida humana, para la
gloria de Dios. En síntesis, la misión cristiana comienza y termina en Dios.

Desde esta perspectiva, todo el trabajo misionero de las iglesias sólo tiene sentido en la medida en que se inspira en el amor de
Dios, se realiza en su nombre y busca su gloria.

Los cristianos sólo somos «colaboradores de Dios» en su misión de redención de la creación. Ése es nuestro inmenso privilegio y
nuestra gran responsabilidad.

Tristemente, mucho de lo que se quiere hacer pasar por trabajo misionero no es tal. No lo es ni en lo que atañe a sus motivaciones,
ni en lo que respecta a los medios que ocupa, ni en lo que tiene que ver con los objetivos que busca.
En resumen, ni comienza ni termina en Dios, sino en el ser humano.
De ahí se desprende la urgente necesidad de vincular la misión con la oración, y no sólo con la oración privada —la que se relaciona
con problemas y necesidades de la vida individual—, sino también con la oración política —la que se relaciona con problemas y
necesidades de la vida pública—.

Tenemos que admitir que muy a menudo nuestras oraciones no superan el nivel de lo privado. En palabras de Bonhoeffer: «Los
hombres en su angustia llegan a Dios, imploran ayuda, felicidad, pan; que salve del dolor, de la culpa y la muerte a los suyos. Así
hacen todos, todos: cristianos y paganos».

Nuestras oraciones apuntan generalmente a lo inmediato, lo concreto, lo cotidiano. Hasta nos atrevemos a imaginar a Dios como el
Ser Supremo que, sin el auxilio de un conmutador, recibe y responde de manera simultánea las múltiples llamadas telefónicas de
sus hijos, sin dilación. Inadvertidamente, hacemos de Dios un empleado a nuestra disposición, con la capacidad de satisfacer todas
nuestras necesidades, incluso aquéllas que imaginamos tener por vivir en una sociedad marcada por la ideología del consumo.

La oración genuina es la que nos compromete con lo que Dios está haciendo en el mundo para cumplir su propósito. Es oración
política y escatológica. Política porque se ocupa de la vida y las relaciones humanas en la polis (la ciudad). Escatológica porque
coloca la polis bajo el foco del propósito de Dios de crear un nuevo cielo y una tierra nueva.

Muchos contraponen la oración a la acción. Conciben la oración como una manera de desentenderse de los problemas concretos —
especialmente los políticos y sociales— para los cuales no se ve fácil solución: un acto religioso que sirve al orante para huir de la
realidad. De entrada tenemos que admitir que la oración puede usarse como un escape. Sin embargo, la oración genuina, es todo lo
contrario: es una manera de encarar la realidad, asumirla tal cual es para encomendarla a la acción transformadora de Dios.

Por otro lado, sólo oramos bien cuando oramos con la disposición a dejar que Dios nos utilice para el cumplimiento de su propósito
en relación al motivo de nuestra oración. La oración no reemplaza la acción; más bien, la engendra y le da sentido de dirección, la
suscita y le evita convertirse en mero activismo. El activismo es acción sin oración.

Vista desde este ángulo, la oración es más importante que la acción. Especialmente en el mundo evangélico, nos cuesta aceptar
que es así. Condicionados por la cultura del «logro», vivimos como quienes piensan que la salvación del mundo depende
enteramente del esfuerzo humano. Por eso, con demasiada frecuencia reducimos la oración a un rito que da a nuestro activismo un
colorido religioso. Sabemos muy poco lo que significa la acción en función de la oración, la acción como respuesta al llamado de
Toda radicalidad adicional, de la conducta, del estilo de vida y de la acción, sólo puede desprenderse de la ruptura prioritaria de la
oración. Precisamente porque nuestra sociedad tecnológica está entregada de lleno a la acción, la persona que se retira a su
habitación a orar es un verdadero radical.

Todo lo demás dependerá de eso. Este acto en la sociedad, que es también una acción sobre esta sociedad, va mucho más allá del
involucramiento concreto, al cual tampoco renuncia.

Más que rito o doctrina, el cristianismo es vida en Cristo: vida que asume los problemas y las necesidades del mundo y los presenta
a Dios en oración para que él, por su gracia, actúe con su poder transformador; vida que expresa la misión de Dios para la sanidad
de las naciones.

Dios a colaborar en la realización de su propósito para la vida humana en todas sus dimensiones.
Necesitamos internalizar esa radicalidad de la fe cristiana que hace posible que vivamos en el mundo sin ser del mundo,
involucrados plenamente en la sociedad, con los valores del reino de Dios y con los recursos del Espíritu Santo. Como bien dice
Jacques Ellul:

La explosión teológica en el Tercer Mundo


C. RENÉ PADILLA

UNO DE LOS desarrollos más fascinantes en la Iglesia hoy día es el surgimiento de una robusta reflexión
teológica en el Tercer Mundo. Hasta hace poco Europa y Estados Unidos tenían prácticamente el monopolio
de teología cristiana, mientras que el resto del mundo se limitaba a importar teología occidental, sin mayor
interés en una reflexión que respondiera a la situación local. Hacia fines de la década de los 60, José
Míguez Bonino afirmaba que la iglesia cristiana tiene una larga deuda con América Latina: cuatro siglos y
medio de catolicismo romano y uno de protestantismo han producido el mínimo del pensamiento creativo
que estos pueblos tienen derecho de esperar de quienes sostienen haber recibido la misión de anunciar la
Palabra de Dios a los hombres.[1] Sin mayores variantes, lo mismo podía haberse afirmado respecto a la
situación en Asia y África.

Los últimos años, sin embargo, han visto una verdadera explosión teológica en el Tercer Mundo. Ha surgido
toda una pléyade de autores, y, como por arte de magia, ha cambiado radicalmente el panorama teológico
mundial. Los nombres de J. Moltmann y W, Pannenberg, J.h. Yoder y G. C. Berkouwer, se mezclan ahora
con los de G. Gutiérrez y J. S. Mbiti, J. L, Segundo y Choan-seng Song, J. Míguez B. y K. Koyama, O.
Costas y A. Boesak. La teología ha ido convirtiéndose en un diálogo de dimensión planetaria.

En América Latina en estos años la labor teológica ha acumulado una extensa bibliografía, especialmente
con la aparición de la teología de la liberación, mucha de la cual se ha traducido a otros idiomas. Por
primera vez los nombres de teólogos latinoamericanos aparecen en los catálogos de editoriales europeas y
estadounidenses (v. gr., Orbis Books en Estados Unidos) y sus obras son discutidas en círculos teológicos
de prestigio internacional. La teología de la liberación ha ido definiendo su perfil, ganando consistencia y
extendiendo su influencia a nivel mundial, en lo cual han jugado un papel importante los congresos
teológicos auspiciados por la Asociación Ecuménica del Tercer Mundo: Tanzania, en 1976; Ghana, en 1977;
Sri Lanka, en 1979; Brasil, en 1980; India, en 1981.

Aunque con un impacto menor, un proceso similar al de la teología de la liberación ha ido dándose al mismo
tiempo en el contexto del movimiento evangélico, con la Fraternidad Teológica Latinoamericana (F.T.L.),
su producción literaria es todavía limitada, pero es indiscutible que la F.T.L, ha ejercido una influencia que va
mucho más allá de las fronteras del continente latinoamericano. A esa influencia se debe en gran medida la
presencia de ciertos énfasis en el famoso Pacto de Lausana de 1974 (ver MISIÓN No. 1, pp. 28, 33) y en
otros documentos emitidos por el Comité de Lausana para la Evangelización Mundial y/o la Comisión
Teológica de la Alianza Evangélica Mundial, incluyendo el informe de la Consulta sobre la relación entre la
evangelización y la responsabilidad social al cual hicimos referencia en esta columna en el número anterior
de MISIÓN.
Entre los encuentros internacionales de especial importancia para el desarrollo de la teología en el Tercer
Mundo se destaca el celebrado en Seúl, Corea, del 26 de agosto al 5 de septiembre de 1982, organizado
por la F.T.L. en colaboración con organismos similares de Asia y África, para tratar el tema: La teología y la
Biblia en contexto. El documento resultante de ese encuentro, la Declaración de Seúl: hacia una teología
evangélica para el Tercer Mundo (ver p. 38 de este número de MISIÓN), muestra una vez más hasta
dónde el pensamiento de la F.T.L. ha afectado y sigue afectando la reflexión teológica fuera de América
Latina. Sin intentar un análisis exhaustivo, cabe hacer aquí tres observaciones sobre el proyecto teológico
que dicha Declaración propone.

En primer lugar, la Declaración induce a una teología que se niega a ser una mera réplica de la
teología europea o estadounidense, a la cual considera racionalista, moldeada por filosofías occidentales
y preocupada por intereses intelectuales, especialmente los vinculados con la relación entre la razón y la fe.
Esta nota crítica respecto a la teología del Atlántico Norte tiene que entenderse como una afirmación del
derecho que los cristianos del Tercer Mundo tienen de pensar por cuenta propia y según su propio estilo, sin
sentirse atados a moldes y categorías traídos de otras latitudes. La misma nota ha estado presente en la
reflexión teológica de la F.T.L. desde la Primera Consulta realizada por ésta en 1970. Basta recordar la
ponencia de Samuel Escobar sobre "Una teología evangélica para Iberoamérica",[2] que abogaba por una
teología que mantuviese el contenido bíblico pero se despojase del ropaje anglosajón. El documento final de
esa consulta, la Declaración de Cochabamba, hizo eco a ese anhelo y afirmó: "Reconocemos la deuda
que tenemos con los misioneros que nos trajeron el evangelio. Al mismo tiempo creemos que una reflexión
teológica pertinente a nuestros pueblos deberá tomar en cuenta la dramática realidad latinoamericana, y
esforzarse por desvestir al mensaje de su ropaje extranjero".[3]

En segundo lugar, la Declaración enfatiza la importancia de que la teología mantenga una íntima
vinculación con el contexto histórico y esté en función de la obediencia cristiana. "La teología bíblica
—dice— tiene que concretarse en el espíritu de servicio de una comunidad que adora y testifica, llamada
como está a hacer que la Palabra de Dios viva en nuestras situaciones contemporáneas". El debate sobre la
"contextualización" del evangelio tiene ya una larga trayectoria y acompaña a la F.T.L. desde su origen.
Testimonio de ello es la Declaración de Cochabamba, la cual asevera que la reflexión teológica "deberá
tomar en cuenta la dramática realidad latinoamericana" y que el evangelio llama a la Iglesia a "ser dentro de
la compleja realidad social, política y económica de América Latina, una comunidad que expresa el espíritu
de justicia, misericordia y servicio que el evangelio implica".[4] Con posterioridad a la Consulta de
Cochabamba, la contextualización siguió siendo una de las preocupaciones básicas de varios autores
vinculados a la F.T.L.[5] Indiscutiblemente por su influencia, la cuestión se constituyó por fin en el tema
central de una consulta a nivel mundial que se llevó a cabo en Willowbank, Bermudas, en enero de 1978,
bajo el auspicio del Comité de Lausana para la Evangelización Mundial.[6] Su reaparición en el temario de la
reunión en Seúl confirma que este asunto ha ganado espacio en la agenda teológica del movimiento
evangélico de manera permanente.

Ya en el siglo pasado Juan Bautista Alberdi, a quien Leopoldo Zea ha descrito como "el prócer argentino de
la emancipación mental latinoamericana",[7] planteaba la necesidad de una "filosofía americana". "No hay —
decía— una filosofía universal, porque no hay solución universal a las cuestiones que la constituyen en el
fondo. Cada país, cada época, cada filósofo, ha tenido su filosofía peculiar, que ha cundido más o menos,
que ha durado más o menos, porque cada país, cada época y cada escuela han dado soluciones distintas a
los problemas del espíritu humano".[8] Después de Alberdi la cuestión surge insistentemente en la historia
del pensamiento latinoamericano. Nuestros pensadores reclaman un instrumento conceptual que les ayude
a encarar los problemas de su propia situación. En palabras de Zea, "lo que urge analizar no son los
problemas de la filosofía en abstracto, sino los problemas de esta parte del mundo y proponer las
soluciones".[9]

Llevada al campo teológico, esta misma inquietud germina en la propuesta de una "teología
latinoamericana" —hecha a partir de nuestra situación histórica concreta— que constituye el proyecto
teológico de la F.T.L. La misma inquietud florece ahora a nivel mundial en la Declaración de Seúl en
términos de preocupación por una contextualización del evangelio en "una comunidad que adora y testifica,
llamada como está a hacer que la Palabra de Dios viva en nuestras situaciones contemporáneas".
En tercer lugar, la Declaración demanda una teología que sea fiel a las Sagradas Escrituras,
"inequívocamente —dice— afirmamos la primacía y la autoridad de las Escrituras... Todos juntos nos hemos
comprometido a construir nuestra teología en base a la inspirada e infalible Palabra de Dios, bajo la
autoridad de nuestro Señor Jesucristo y por la iluminación del Espíritu Santo". Más adelante añade: "Todos
aceptamos la autoridad e inspiración de la Biblia y las convicciones evangélicas básicas... Al teologizar, nos
esforzaremos por ser fieles a la Palabra de Dios en descifrar el significado e importancia de la verdad bíblica
dentro de nuestros contextos particulares en busca de la obediencia de la fe y la gloria de Dios." Una vez
más, el proyecto teológico que aquí se vislumbra está a tono con el propuesto en la Declaración de
Cochabamba, según la cual la autoridad que Dios ejerce "por medio de la Palabra escrita y del Espíritu... es
normativa en todo lo que concierne a la fe y a la práctica cristianas".[10] Para la F.T.L. la Biblia es
"inseparable de Jesucristo y del testimonio interno del Espíritu Santo",[11] y como tal es la norma a la cual
debe ajustarse toda teología que se precie de cristiana. La Declaración de Seúl muestra que la F.T.L. es
apenas el nucleamiento de teólogos latinoamericanos que, junto con muchos otros en África y Asia, están
buscando una teología evangélica que sea fiel a las Sagradas Escrituras y pertinente a las variadas
situaciones del Tercer Mundo.

Una nueva manera de hacer teología


C. R. Padilla

LA TAREA de definir y evaluar “la teología de la liberación” es una tarea imposible. Lo es, no sólo por las obvias
limitaciones de un artículo, sino porque estrictamente “la teología de la liberación” no existe, La expresión es útil, sin
embargo, para referirse sintéticamente a toda una variedad de teologías que comparten características comunes,
siempre que no se pierda de vista la heterogeneidad de las posiciones teológicas asociadas a esa descripción. En el
presente artículo nos detendremos en lo que podría considerarse la marca distintiva de todas las teologías de la
liberación, a saber, su entendimiento de la teología como una reflexión sobre lo que se hace más que sobre lo que se
cree. Al comienzo de la década de los setenta Gustavo Gutiérrez afirmaba que “la teología de la liberación nos
propone, tal vez, no tanto un nuevo tema para la reflexión, cuanto una nueva manera de hacer teología”.[1] Al final de
la misma década Andrés Kirk afirmaba que “la novedad real de la teología de liberación reside en su acercamiento
meteorológico”.[2] El acuerdo entre los dos autores, el uno un defensor y el otro un crítico de la teología de la
liberación, justifica nuestro propósito de ver a la teología de la liberación desde la perspectiva de su énfasis en la praxis
como el primer punto de referencia teológico. En el presente artículo nos limitaremos a examinar este “acercamiento
metodológico”, en un próximo artículo haremos una evaluación crítica del mismo desde nuestra perspectiva.

Según Gustavo Gutiérrez, la teología tenía tradicionalmente dos tareas. En los primeros siglos de la iglesia
la teología era concebida como sabiduría y consistía primordialmente de una meditación sobre la Biblia,
orientada al progreso espiritual. Más tarde, a partir del siglo XII, comenzó a ser vista como saber racional,
una ciencia. Ambas tareas – dice Gutiérrez – son funciones permanentes de la teología.[4] Hoy, sin
embargo, han sido superadas por la teología como reflexión crítica sobre la praxis. Por cierto, esta manera
de entender la teología no es totalmente nueva: La ciudad de Dios, de Agustín, por ejemplo, comienza con
un análisis de los signos de los tiempos y sigue con una consideración de las implicaciones que éstos tienen
para la comunidad cristiana. Hoy, sin embargo, hay un redescubrimiento de la centralidad de la “praxis
histórica” y esto a su vez ha llevado a un redescubrimiento del papel de la teología como la reflexión crítica
sobre la praxis. La teología viene a ser, así, "necesariamente, una crítica de la sociedad y de la iglesia, en
tanto que convocadas e interpeladas por la palabra de Dios; una teoría crítica, a la luz de la palabra
aceptada en la fe, animada por una intención práctica e indisolublemente unida, por consiguiente, a la praxis
histórica".[5]

Las tesis básicas de este acercamiento metodológico podrían sintetizarse en los siguientes puntos: (1) La
“praxis histórica” es una condición fundamental para el quehacer teológico; (2) la “situación histórica” es el
punto de partida para la reflexión teológica; (3) la comprensión de la realidad histórica presente, mediante
las ciencias sociales, es un aspecto esencial de la tarea teológica; (4) la reflexión teológica inevitablemente
asume proyecciones ideológicas. Exploremos brevemente cada una de estas tesis, dejando que los teólogos
de la liberación hablen por su cuenta.

1. La prioridad de la praxis

Un presupuesto básico de la teología de la liberación es que el conocimiento verdadero de Dios equivale a


la práctica de su voluntad. Según Míguez Bonino, dos bloques de material bíblico confirman este
acercamiento, a saber, la literatura profética en el Antiguo Testamento y los escritos de Juan en el Nuevo
Testamento. Para los dos – dice Míguez – el conocimiento de Dios no es conocimiento abstracto o teórico
sino obediencia activa a las demandas concretas de Dios.[6] La obediencia es conocimiento de Dios. “No
conocemos a Dios en abstracto y luego deducimos de su esencia algunas consecuencias. Conocemos a
Dios en el acto sintético de responder a sus demandas”.[7] Desde esta perspectiva, la praxis histórica
siempre precede a la reflexión teológica. En palabras de Gutiérrez, “la teología viene después, es acto
segundo”.[8] Consecuentemente, la verificación de una posición teológica no se da en términos de su
armonía con verdades eternas, sino en términos de su eficacia en relación a un proyecto histórico concreto.
“En última instancia, en efecto, la verdadera interpretación del sentido desvelado por la teología se da en la
praxis histórica”.[9] En otras palabras, la verificación histórica es la única verificación posible de la teología.

¿Qué propósito tiene, entonces, la teología? Como reflexión crítica sobre la praxis, la teología es una auxiliar
de la pastoral. Asume las preguntas que surgen en el mundo, y cumple así una función crítica en relación a
la iglesia; vuelve a las fuentes de la revelación, y evita así que la pastoral caiga en el activismo; interpreta
los “signos de los tiempos” y proclama su significado, y desempeña así un papel profético y hace al
compromiso liberador de los cristianos más radical y más lúcido. Apunta así al futuro a fin de transformar el
presente.[10]

2. La situación histórica como punto de partida

Dónde comienza la reflexión teológica? Si la teología es la reflexión crítica sobre la praxis histórica, tiene
que comenzar con la situación concreta donde se vive la fe en términos de acción. La situación histórica es
por lo tanto el punto de partida. Como lo expresa Hugo Assmann: "El 'texto'…es nuestra situación. Ella es el
“lugar teológico referencial primero”. Las demás referencias (“loci theologici”, Biblia, tradición, magisterio,
historia de las doctrinas), aún porque contienen la exigencia de una praxis siempre actualizada, no son el
polo referencial primero de una “esfera de la verdad en sí” sin conexión con el “ahora” histórico de la verdad-
praxis".[11]

En América Latina, como en el resto del Tercer Mundo, la situación está marcada por la presencia
abrumadora de los pobres, a quienes se los percibe como no-hombres. Si la teología ha de responder
preguntas que la gente hace en su propio contexto, no puede evadir las preguntas de estos no-hombres.
Según Gutiérrez, el problema que se le plantea a la teología en esta situación no es: “¿Cómo anunciar a
Dios en un mundo que se ha hecho adulto?”, sino: “¿Cómo anunciarlo como Padre en un mundo no
humano? ¿Qué implica decirle al no-hombre que es hijo de Dios?”[12] La invitación a resignarse frente a la
opresión y la explotación es totalmente inadecuada: la teología no debe jamás ser usada para disfrazar la
injusticia. La tarea de la teología es, más bien, ayudar a los cristianos en su lucha por crear una sociedad
caracterizada por la justicia y la libertad.

Sin embargo, el cumplimiento de esta tarea requiere tanto una lectura de nuestra situación, con sus
dimensiones sociales, políticas y económicas, como una lectura de la Biblia desde la perspectiva de
solidaridad con los pobres. En otras palabras, requiere una “hermenéutica de liberación” en que se lee la
Biblia, como dice Raúl Vidales, “desde la ‘otra’ Biblia: la historia”, [13] y se libera su poder revolucionario en
nuestra situación. La teología de la liberación propone así una “circulación hermenéutica” entre dos textos
en interacción dinámica. Cuando esta circulación es apropiada – dice Severino Croatto – la pregunta sobre
si la reflexión teológica debe ir del texto a la situación histórica o de ésta al texto pierde todo sentido, puesto
que los dos itinerarios son simultáneos.
"Lo que permite 'entrar' en el sentido del texto es el Acontecimiento presente; desde entonces, aunque uno
comience por aproximarse al  texto bíblico, ya lo está “precomprendiendo” desde su situación existencial,
que para nosotros los latinoamericanos es la que sabemos."[14]

3. El uso de las ciencias sociales

Como ya se ha sugerido, en esta “nueva manera de hacer teología” la lectura de la situación histórica juega
un papel importante. En consecuencia, se incorpora el uso de las ciencias sociales a la tarea hermenéutica.
Juan Luis Segundo detecta en este punto “la diferencia fundamental” entre un teólogo académico y un
teólogo de la liberación, puesto que "este último se ve obligado a cada paso a poner juntas las disciplinas
que le abren el pasado y las disciplinas que le explican el presente, y ello en la elaboración de la teología,
esto es, en su intento de interpretar la palabra de Dios dirigida a nosotros, hoy y aquí".[15]

Hugo Assmann va más allá y afirma que la teología no sólo es “acto segundo” en relación al “acto primero”
de la praxis, sino también “palabra segunda” en relación a la “palabra primera” de las ciencias humanas.[16]

La lógica que está por detrás del uso de las ciencias sociales es que para que la teología sea liberadora, no
puede limitarse al estudio de las fuentes de la revelación (que de todos modos está condicionado
históricamente), sino que requiere criterios racionales para juzgar la validez de la praxis. Pasó la época en
que los cristianos podían estar satisfechos con un amor idealista: ahora tenemos los instrumentos para
analizar la realidad social y hacer eficaz al amor por medio de la acción política.

Es aquí donde los instrumentos del análisis socioeconómico marxista cobran importancia para la teología de
la liberación. En contraste con la sociología funcionalista, la sociología marxista provee un diagnóstico global
de la realidad histórica: muestra la dinámica que opera en las estructuras sociales y pone de relieve las
causas (no sólo el fenómeno) de la pobreza en el contexto latinoamericano. Así, con la ayuda del marxismo,
se ve con claridad que la existencia de los pobres no se debe al infortunio sino que es el resultado de un
sistema de injusticia. En palabras de Gutiérrez, “pobre es el oprimido, el explotado, el proletario, el
despojado del fruto de su trabajo, el expoliado de su ser de hombre”.[17] Cuando se ve esto, es inevitable
concluir que lo que se necesita no es desarrollo económico sino un orden social totalmente diferente. Si la
opresión-dependencia es el problema real, la respuesta no es el desarrollo sino la liberación. A menos que
cambie el sistema, el desarrollo sólo beneficiará a los opresores. La única alternativa es por lo tanto una
revolución que introduzca una sociedad diferente donde sea posible una existencia humana más auténtica.

La teología de la liberación acepta la “teoría de la dependencia”, según la cual el subdesarrollo de los países
pobres es “el subproducto histórico del desarrollo de otros países”,[18] como una clave científica necesaria
para la comprensión de la realidad latinoamericana. Naturalmente, sus defensores admiten que este
análisis, como cualquier otro análisis de la realidad social, económica y política, está sujeto a revisión y
corrección. Insisten, sin embargo, que actualmente es el mejor instrumento disponible para analizar la
situación. Como lo expresa Oliveros: “Hasta el momento la teoría de la dependencia ofrece la interpretación
más amplia y global de la pesada carga que aflige a nuestros pueblos”.[19]

Los teólogos de la liberación afirman que en su análisis de la realidad social la sociología marxista provee
una manera racional de hacer al amor más eficaz históricamente. El amor, si no va acompañado por una
comprensión adecuada de la dinámica real de la sociedad, con toda facilidad puede caer en la trampa de los
opresores. Para que el amor sea operativo en el plano histórico – un plano donde el hombre es convocado a
actuar como agente libre, dueño de su propio destino –, necesita una mediación histórica tan objetiva y
concreta como sea posible. Vivimos en el mundo de hoy, y por lo tanto no podemos reproducir modelos
bíblicos: debemos hacer uso de la sociología que nos ayude a articular el amor históricamente.

4. Teología e ideología

Según el análisis socioeconómico marxista, los pobres son pobres porque los ricos los explotan. La
sociedad está consecuentemente caracterizada por una polaridad entre la clase social de los oprimidos y la
clase social de los opresores. Hay una lucha de clases, Se sigue que no es posible ponerse del lado de los
pobres sin solidarizarse con una clase social y luchar contra otra. La neutralidad en esto es imposible: el
conflicto social es un hecho, “y no hay nada más macizo que un hecho”;[20] el que no lo admite o lo niega,
se comporta en efecto como una parte del sistema imperante, al servicio de los opresores. “Forjar una
sociedad justa pasa necesariamente hoy por la participación consciente y activa en la lucha de clases que
se opera antes nuestros ojos”.[21]

Viendo el problema del conflicto social desde una perspectiva global, tomar el lado de los pobres hoy
significa concretamente, según la teología de la liberación, optar por el socialismo y contra el capitalismo.
[22] Si alguien cuestiona que a la teología se le hagan planteas relativos a la opción entre el socialismo y el
capitalismo, la respuesta es que si la fe no puede capacitarnos para escoger un sistema socioeconómico
para nuestro pueblo – si la fe no puede verificarse históricamente –, es simple y llanamente inútil. El
esfuerzo por relacionar la Palabra de Dios a los eventos políticos – dice Juan Luis Segundo – se remonta a
los profetas y al mismo Jesús, de manera que una teología que no haga esto, a pretexto de que el
socialismo no asegura un futuro mejor, claramente abandona su función profética y se pone fuera de línea
en relación a la “sensibilidad histórica” de Jesús hacia “los signos de los tiempos”. En el mundo actual la
opción entre el capitalismo y el socialismo es una crux theologica, y la teología no puede pretender ser
neutral como si la derecha y la izquierda fuesen simplemente dos fuentes de proyectos sociales a ser
juzgados por una razón situada en un punto exactamente equidistante entre las dos opciones. Dada su
apertura al futuro, la sensibilidad histórica de izquierda es “elemento intrínseco de una teología auténtica” y
debe ser “forma necesaria de una reflexión donde la sensibilidad histórica se ha vuelto clave”.[23]

Por supuesto, los teólogos de la liberación están conscientes de que al optar por los oprimidos se exponen a
la acusación de parcialidad. Su respuesta es que su parcialidad ha sido aceptada conscientemente en base
a criterios humanos por causa de la “obediencia de la fe” en una situación histórica concreta. Si la teología
es fides quaerens intellectum— fe en busca de entendimiento—en función de una praxis histórica, no puede
evitar la parcialidad. Una fe sin una mediación ideológica es muerta puesto que es irrelevante
históricamente. En palabras de Segundo, “la fe no es una ideología, es cierto, pero sólo tiene sentido como
fundadora de ideologías”.[24] Si la teología no acepta su parcialidad conscientemente—añaden los teólogos
de la liberación—, debe ser “desenmascarada” como una expresión ideológica de los intereses creados de
la burguesía. Aquí nuevamente se hace obvia la necesidad de una hermenéutica que incluya el uso del
análisis sociológico. De acuerdo con esto, Juan Luis Segundo ha propuesto un “círculo hermenéutica” en
que se toman en cuenta cuatro elementos: (1) nuestra manera de experimentar la realidad, que nos conduce
a la sospecha ideológica; (2) la aplicación de esta sospecha a la “superestructura ideológica” en general y a
la teología en particular; (3) una nueva manera de experimentar la realidad teológica, que nos conduce a la
“sospecha exegética”, es decir, la sospecha de que la interpretación bíblica común no toma en cuenta
ciertos datos importantes, y (4) una nueva hermenéutica, es decir, una nueva manera de interpretar las
Escrituras, que incluye todos los nuevos elementos ganados en el proceso.[25] El propósito del círculo no es
la formulación teológica en si, sino la articulación de una teología liberadora. Tal teología necesariamente
será parcial ya que en ella la palabra de Dios será “aquella parte de la revelación que hoy, habida cuenta de
nuestra concreta situación histórica, es más útil para la liberación a la que Dios nos llama y nos empuja”.[26]
Si entendemos el circulo hermenéutica—añade Segundo—, también entenderemos que la teología
latinoamericana de la liberación es parcial precisamente porque “es fiel a la tradición cristiana y no al
pensamiento griego”; que quienes la atacan por su parcialidad son aún más parciales, sin saberlo, “puesto
que hacen de una parte de las Escrituras no sólo la palabra de Dios para ese u otros momentos semejantes,
sino para todos los momentos, llevando así su parcialidad a amordazar la palabra de Dios”.27

Iglesia y Misión, no.01, 1982; nota 3

NOTAS

1. Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación – perspectivas, Ediciones Sígueme, 1973, p. 40. Para Juan
Luis Segundo, igualmente, “la teología más progresista en América Latina está más interesada en ser
liberadora que en hablar de liberación. En otras palabras, la liberación no pertenece tanto al contenido sino
al método usado para hacer teología frente a nuestra realidad” (Liberación de la teología, Ediciones Carlos
Lohlé, Buenos Aires, 1975, p. 13).

2. J. Andrew Kirk, Liberation Theology: An Evangelical View from the Third World, Marshall, Morgan K Scott,
Londres, 1979, p. 206.

3. Ver en el próximo número de Misión mi articulo: “La teología de la liberación: una evaluación critica”.
4. 0p. cit., pp. 22ss.

5. lbíd., p. 34.

6. José Míguez Bonino, Christians and Marxists: The Mutual Challenge to Revolution, Hodder R Stoughton,
Londres, 1976, pp. 31ss.

7. Ibíd., p. 40. Cf. José Míguez Bonino, La fe en busca de eficacia, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1978,
pp. 114ss.

8. Op. cit., p. 35. Cf. Roberto Oliveros, Liberación y teología: génesis y crecimiento de una reflexión, 1966-
77, Centro de Estudios y Publicaciones, Lima, 1977, p. 109.

9. Gutiérrez, op. cit., p. 38.

10. Ibíd., pp. 34ss., passim.

11.  Hugo Assmann, Opresión – liberación: desafío a los cristianos, Tierra Nueva, Montevideo, 1971, p. 141.

12. Gustavo Gutiérrez, “Praxis de liberación: teología y anuncio”. Conciliun 96 (1974), pp. 354-374.

13. Raúl Vidales, “Cuestiones en torno al método en la teología de la liberación”, La nueva frontera de la
teología en América Latina, ed. Rosino Gabellini, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1977, p, 46.

14. Severino Croatto, Libertad y liberación: pautas hermenéuticas, Centro de Estudios y Publicaciones,
Lima, 1978, p. 129.

15. Segundo, op. cit., p. 12. En la misma línea, Oliveros afirma que “el uso de la racionalidad de las ciencias
sociales, además de la filosofía, es aporte de la teología latinoamericana” (op. cit., p. 115).

16. Op. cit., p. 65.

17. Gustavo Gutiérrez, “Praxis de liberación y fe cristiana”. La nueva frontera de la teología en América
Latina, p. 19.

18. Gutiérrez, Teología de la liberación, p. 118.

19. Oliveros, op. cit., p. 320.

20. Gutiérrez, Teología de la liberación, p. 355.

21. Ibíd., pp. 355ss.

22. Juan Luis Segundo, “Capitalismo-socialismo, crux theologica”, La nueva frontera de la teología en
América Latina, pp. 223ss. Importantes para la comprensión del argumento de Segundo son sus
definiciones de socialismo y capitalismo: “Llamamos aquí socialismo al régimen político en el cual la
propiedad de los medios de producción está substraída a los individuos y entregada a instituciones
superiores en cuanto a su preocupación para el bien común. Así como por capitalismo entendemos el
régimen político donde la propiedad de los medios de producción está librada a la competencia económica”
(ibíd., p. 231).

23. lbíd., p. 238.


24. Segundo, Liberación de la teología, p. 124.

25. lbíd., cap.2.

26. Ibíd., p. 45.

27. Ibíd.

REFLEXIONES EN TORNO A LA GUERRA DE LAS MALVINAS

C. René Padilla

La toma de las islas Malvinas por parte de la Argentina, el 2 de abril de 1982, pasará a la historia como un
evento de trascendencia insospechada para la política mundial en la penúltima década del siglo XX. La
asistencia del canciller Nicanor Costa Méndez a la reunión del Movimiento de los Países No-alineados
realizada en La Habana, Cuba, está en línea con toda una serie de cambios en las relaciones
internacionales suscitados por el inesperado conflicto bélico entre Argentina y Gran Bretaña. ¿Quién hubiera
imaginado el 2 de abril que a raíz de la crisis de las Malvinas un régimen que era el aliado ideal de Reagan
en su lucha contra la subversión en Centroamérica, contaría con el apoyo de los sandinistas nicaragüenses
y los comunistas cubanos? ¿Quién hubiera pensado que el Tratado Interamericano de Ayuda Recíproca, un
instrumento creado por Estados Unidos para repeler cualquier injerencia soviética en América Latina, sería
invocado por la mayoría de países latinoamericanos en contra del alineamiento de Washington con los
británicos? ¿Quién hubiera creído que el Exocet, un arma ultramoderna de fabricación europea, sería puesto
a prueba en una guerra entre dos países del “mundo libre”, y que la Comunidad Económica Europea
sancionaría a uno de sus más fieles aliados ideológicos, forzándolo a estrechar sus vínculos con la URSS?

Sea cual sea el fin del conflicto de las Malvinas, es claro que el espectro de la Guerra (así, con mayúscula)
ha desembarcado en nuestras costas y ha echado por tierra la idea de una América Latina como “territorio
desnuclearizado”. Cuando se firmó el Tratado de Tlatelolco (que prohíbe el ensayo, uso, fabricación,
producción y adquisición de armas nucleares, a toda costa), jamás se pensó que una potencia
extracontinental firmante (en este caso Gran Bretaña) podría transportar armas nucleares con intenciones
agresivas contra otra de las naciones firmantes (en este caso Argentina). Ahora que el Tratado ha sido
violado, y que el infractor cuenta con el respaldo de Estados Unidos, ¿quién puede convencer a países
como Brasil y Argentina que se abstengan de producir la bomba atómica?

La desenfrenada escalada armamentista no puede menos que producir una profunda preocupación en
quienes confesamos a Jesucristo como Señor. La “modernización” de las fuerzas armadas latinoamericanas
en las dos últimas décadas ha sido indudablemente uno de los factores que más han afectado la situación
económica de nuestros pueblos. Es difícil concebir el costo social que estos países tendrán que abonar
como cuota de ingreso si deciden entrar al “club atómico”. y ¿quién puede prever las consecuencias que el
pertenecer a ese fatídico club podría acarrear en lo que atañe a los conflictos dentro y fuera de América
Latina?

Si algo nos ha mostrado el conflicto de las Malvinas es cuán poco preparados estamos los cristianos
latinoamericanos para juzgar el problema de la guerra desde la perspectiva de la fe.

Dudo que muchos, aun en la Argentina, estarían de acuerdo con el piloto que hace unos días, en
declaraciones a un periódico en Buenos Aires, afirmó: “No cabe duda que ésta es una guerra sostenida
entre cristianos y protestantes. También sé ahora que Tata Dios está de nuestro lado. Nosotros peleamos
por una causa justa, y esa es una convicción que seguramente no deben sentir los ingleses, quienes tienen
un espíritu colonialista y traicionero y que, además, no hacen esta guerra por mandato de Dios”, Tal
aseveración muestra que todavía en nuestro siglo persiste en algunos la idea de la guerra santa, la idea que
impulsó a los legendarios guerreros de las Cruzadas en la Edad Media. Pero no creo que esa posición
cuente con un número considerable de adeptos.

Lo más probable es que la mayoría de cristianos que hoy apoyan o al gobierno argentino o al gobierno
británico en la Guerra de las Malvinas, lo haga en base a la teoría de la guerra justa. Según ésta, en vista de
que hay ciertas situaciones en que la guerra es un mal inevitable, es necesario tomar medidas para evitar lo
peor. Se sugieren, por lo tanto, normas o criterios que ayuden a juzgar si una guerra está o no al servicio de
la justicia. Se considera justa la guerra que reúne las siguientes condiciones: (1) es de carácter defensivo:
su objetivo es repeler la agresión iniciada por otro país; (Z) tiene una intención justa: asegurar la paz para
todos, no la ganancia económica, ni la conquista territorial, ni la supremacía ideológica; (3) es el último
recurso: se hace cuando ya todos los demás recursos han sido agotados y han fallado; (4) requiere una
declaración formal; (5) es declarada por un gobierno legítimamente constituido; (6) tiene objetivos limitados:
no persigue la rendición incondicional ni la destrucción de las instituciones económicas o políticas de la
nación vencida; (7) usa medios proporcionales: no es una guerra total, ilimitada; (8) garantiza la inmunidad
de los no-combatientes.

No es éste el lugar para analizar hasta dónde estos criterios favorecen a Gran Bretaña o a Argentina en su
respectiva pretensión de que su causa en la Guerra de las Malvinas es la justa. Lo que aquí queremos
señalar es que en cada uno de los dos países hay cristianos que en nombre de la guerra justa apoyan a su
propio gobierno en el lamentable conflicto bélico. Otra vez queda comprobado que si para algo sirve la teoría
de la guerra justa es para justificar la guerra y hacerla moralmente aceptable. Es dudoso que jamás una
nación haya desistido de participar en una guerra porque sus gobernantes consideraran que, a la luz de las
normas señaladas anteriormente, esa guerra no sería justa. El problema no radica en las normas en sí, sino
en la naturaleza humana pecaminosa. Este es el error fundamental de la teoría de la guerra justa:
presupone que el ser humano, puesto que es racional, sabe lo que es justo, y, puesto que quiere el bien,
actúa conforme a los dictados de la justicia. Se trata de un optimismo racionalista que ignora el dominio de
la pasión sobre la razón y la voluntad.

En momentos como el presente cobran vigencia el ejemplo y la enseñanza de Jesucristo respecto al amor al
prójimo, que incluye al enemigo. Es cierto que el amor al prójimo no puede institucionalizarse, en tanto que
la guerra justa ha provisto la base para las leyes relativas a la guerra que hoy forman parte del Convenio de
Ginebra y otros tratados internacionales. También es cierto que no se puede esperar que quienes no creen
en Jesucristo como Señor acaten una ética arraigada en Su persona y obra, Su pasión y enseñanza; en
tanto que las normas de la guerra justa son exigencias éticas mínimas de valor universal. Sin embargo,
sigue en pie el hecho de que no hay guerras justas; el diagnóstico profético del pecado de la nación de
Israel es aplicable a todas las naciones por igual: “Ustedes tienen las manos manchadas de sangre y los
dedos manchados de crímenes... Nadie hace demandas justas, ni va a juicio con honradez. Confían más
bien en la mentira y en palabras falsas; están preñados de maldad y dan a luz el crimen... Sus acciones son
todas criminales; sus manos trabajan para hacer violencia, sus pies les sirven para correr al mal, para darse
prisa a derramar sangre inocente. Sus pensamientos se dirigen al crimen, y a su paso sólo dejan
destrucción y ruina. No conocen el camino de paz, no hay rectitud en sus acciones. Los caminos que siguen
son torcidos; los que andan por ellos no encuentran paz” (Is. 59.3-8).

Frente a este hecho, la tarea que nos atañe a quienes confesamos a Jesucristo como Señor es denunciar el
crimen de la guerra y anunciar el evangelio de la paz. Como seguidores del Siervo sufriente, estamos
llamados a proclamar y vivir, a nivel personal y comunitario, el amor-agape cuya manifestación suprema se
dio en la cruz. ¿Qué significado histórico tiene nuestra fe si en medio de un mundo lleno de violencia no
estamos dispuestos a servir a Dios procurando la paz, en fidelidad a Jesucristo? “Dichosos los que procuran
la paz, pues Dios los llamará hijos suyos” (Mt. 5.9).

Iglesia y Misión, no.02, 1982


LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: UNA EVALUACIÓN CRÍTICA

C. René Padilla

NO ES POSIBLE HACER una evaluación de la teología de la liberación sin que uno se sienta como si
estuviese frente a un apasionado teólogo-profeta que de entrada le sale al encuentro con las siguientes
palabras de Jesús, que ha hecho suyas: “El que no está a mi favor, está en contra mía; y el que conmigo no
recoge, desparrama”.[1] Claramente, el discurso teológico del liberacionista no es una disertación
académica sino un mensaje profético. Su propósito no es informar o proponer teorías, sino llamar al
arrepentimiento; no es invitar a considerar una nueva e interesante teoría teológica, sino desafiar al cristiano
a encarar la necesidad de mostrar la eficacia histórica de su fe.

Habiendo sido entrenado en las maneras de “hacer teología” en Estados Unidos y Europa, a mí me resultaría fácil
refugiarme en los múltiples argumentos propuestos por teólogos anglosajones para descalificar a la teología de la
liberación: que ésta tiene un colorido marxista; que apoya la violencia; que reduce el evangelio a sociología, economía
o política; que hace un uso selectivo de la Biblia, o que está muy condicionada por la situación histórica. No echaré
mano de estos argumentos sin pesar bien las cosas, sin embargo: no quiero eludir el desafío de la teología de la
liberación y, menos aun, el desafío de los pobres a favor de los cuales se ha pronunciado la misma. Mi pregunta no es:
¿Cómo respondo a la teología de la liberación a fin de mostrar sus fallas e incongruencias? Es, más bien: ¿ Cómo
articulo yo mi fe en el mismo contexto de pobreza, represión e injusticia del cual ha surgido la teología de la
liberación? En vista de mi propia historia familiar y de mi confesión de Jesucristo como mi Señor y Salvador, no puedo
darme por satisfecho con argumentos que me exoneren de mi responsabilidad de hacer que mi fe cobre significado
histórico. En esta actitud, acepto el desafío de teólogos comprometidos con “los de abajo” y ofrezco la siguiente
evaluación de su metodología teológica como un intento de ver las implicaciones de la teología de la liberación para mi
propia vida y ministerio.

1. La fe y la obediencia de la fe

La teología en Europa y Norteamérica ha sido, por lo general, un ejercicio académico. Ha creído en la posibilidad de
verdades “puras” que se derivan de las Escrituras (y tal vez de la Tradición) y se sistematizan o se aplican a los
problemas éticos prácticos. En otras palabras, ha creído en la posibilidad de un conocimiento de la verdad separado de
la práctica de la verdad. Como resultado, la revelación ha sido reducida a la comunicación de verdades abstractas y la
fe ha sido intelectualizada.

La teología de la liberación está indudablemente en lo correcto cuando critica este acercamiento racionalista a la
teología. Desde el punto de vista bíblico, el logos de Dios (la Palabra) se ha hecho “carne” (una persona histórica) y por
lo tanto el conocimiento de este logos no es un mero conocimiento de ideas sino compromiso, comunión, participación
en un nuevo estilo de vida. La verdad del evangelio es siempre verdad que se vive, no verdad que únicamente se
conoce a nivel intelectual. “Un conocimiento correcto depende de una acción correcta. O más bien, el conocimiento se
desvela en el hacer”.[2]

Consecuentemente, la tarea teológica tiene como propósito “la obediencia de la fe”.[3] El objetivo de la teología no
puede ser menos práctico que el de la Escritura misma, la cual “está inspirada por Dios y es útil para enseñar y
reprender, para corregir y educar en una vida de rectitud, para que el hombre de Dios esté capacitado y completamente
preparado para hacer toda clase de bien”.[4] La teología tiene que liberarse de su marco de referencia racionalista a fin
de ponerse al servicio de la Palabra de Dios.

Este énfasis en la dimensión existencial de la verdad, sin embargo, no debe hacer que perdamos de vista el peligro del
pragmatismo en que la verdad se reduce a “lo que funciona”. Si no hay posibilidad de evaluar la praxis en base a
alguna norma que está por encima de la misma, queda abierto el camino para justificar cualquier praxis con tal que
funcione; el fin justifica los medios. A esto se podría responder que, desde la perspectiva de la teología de la liberación,
la reflexión sobre la praxis es “a la luz de la fe”. En efecto, Assmann mantiene que "para que una reflexión crítica sobre
la praxis sea teología, deberá haber la marca distintiva de la referencia a la fe y a las mediaciones históricas de esta fe
(Biblia e historia del cristianismo)".[5]

Si es así, entonces, ¿cómo puede la fe servir de criterio para evaluar la praxis, a menos que en ella haya un contenido
cognitivo que está por encima de la praxis? Si la teología es la reflexión sobre la praxis a la luz de la fe, pero la fe es,
según afirma Assmann, “praxis histórica liberadora”,[6] entonces la teología es la reflexión sobre la praxis a la luz de la
praxis. Juan Luis Segundo reconoce el problema cuando escribe: "Si el aporte cristiano está como suspendido de un
compromiso previo revolucionario, éste aparece a su vez suspendido de una valoración correcta, no desviacionista, de
la praxis socio-política. Una pre-comprensión supone otra. ¿O será que entran en círculo?"[7]

Por otro lado, si la eficacia histórica es el único criterio para verificarla teología, ¿qué contenido de verdad tiene una
teología de la liberación que en un contexto de represión militar (para mencionar una sola limitación histórica) es
totalmente incapaz de liberar a los pobres y los oprimidos? Es cierto que la verificación histórica del cristianismo no es
meramente una cuestión de apologética, ya que “el significado del cristianismo no puede abstraerse de su impacto
histórico — para bien o para mal”. [8] Pero ¿quiere esto decir, entonces, que la revelación bíblica no ofrece nada en
cuanto a criterios para verificar nuestra praxis histórica? Si la respuesta es negativa, el cristiano no tiene manera de
discernir si está actuando como fiel discípulo de Jesucristo, en obediencia a su Señor, o meramente como defensor de
una nueva ley, en obediencia a un programa político determinado.

Además, el acercamiento “praxiológico” a la teología supone que el compromiso con Jesucristo, basado en la
revelación bíblica, no desempeña ningún papel en la comprensión cristiana de la realidad y que, por lo tanto, la praxis
histórica del cristiano depende enteramente de un “análisis científico” que es el dominio de la razón humana
independiente de la fe. En resumidas cuentas, estamos frente a un concepto "objetivista” de la ciencia, según el
cual el trabajo científico tiene que ver con hechos y da como resultado un conocimiento puro, objetivo, impersonal, y
frente a un concepto “subjetivista” de la fe, según el cual el conocimiento de Dios tiene que ver exclusivamente con
un encuentro existencial. Esta manera de entender la ciencia y la fe necesita corregirse en base a dos hechos: (1) que
no hay ciencia sin presupuestos y, por lo tanto, no hay análisis científico de la realidad que no necesite verificación;[9]
(2) que el conocimiento de Dios (la fe) tiene un contenido cognitivo, aunque no puede reducirse al asentimiento
intelectual a verdades racionales.[10] A menos que se admitan estos dos hechos, no hay manera de evaluar la praxis
del cristiano sin caer en un círculo vicioso y, consecuentemente, no hay posibilidad de que la teología sea una reflexión
sobre la praxis “a la luz de la fe”. Míguez Bonino reconoce que el cristiano no puede evitar el evaluar la praxis en base
a criterios derivados de la revelación bíblica, así que escribe: "La obediencia cristiana, ciertamente entendida como
praxis histórica y por lo tanto encarnada en una mediación histórica (racional, concreta) incorpora, sin embargo, una
dimensión que, utilizando lenguaje cristológico, no puede ser separada de esa mediación ni confundida con ella. En
otros términos: ¿cómo determinan la praxis histórica de un cristiano los eventos originales (o por mejor decir, los
eventos “germinales”) de la fe, a saber, los actos de Dios en Israel, el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de
Jesucristo, la esperanza del reino? Si sobre este punto estamos condenados al silencio, en verdad estaremos
renunciando a caracterizar tal praxis como obediencia cristiana".[11]

Si los “eventos germinales de la fe” han de afectar la praxis, la reflexión sobre las Escrituras es tan esencial para la
tarea teológica como la reflexión sobre la praxis. Por supuesto, esta reflexión tendrá que llevarse a cabo en el contexto
de la relación personal con Dios: su propósito no es meramente el conocimiento intelectual de la verdad revelada sino
la obediencia de la fe. Sin embargo, los hechos de la revelación bíblica son también “hechos sólidos” y debemos
reflexionar sobre ellos a fin de profundizar nuestra comprensión de su significado para la vida aquí y ahora. Conocemos
en la medida en que obedecemos (y ese es el lado existencial de la verdad), pero estamos más capacitados para
obedecer en la medida en que conocemos los mandamientos, promesas y juicios de Dios revelados en las Escrituras (y
ese es el lado cognitivo de la verdad).

El logos de Dios es un logos encarnado, pero también es un logos que ha hablado, y sus palabras (sus rhemata) son
espíritu y vida.[12] Uno no puede entender la enseñanza de Jesús a menos que esté dispuesto a hacer la voluntad de
Dios;[13] por lo tanto, quienes no están dispuestos a oír – a obedecer – su mensaje (logos), no pueden entender sus
palabras (lalia).[14] Así, pues, no hay entendimiento sin compromiso. Sin embargo, existe un mensaje (un logos) que
ha de obedecerse y entenderse. Hacer la verdad no equivale a elaborar la verdad por medio de la praxis; es, más
bien, practicar la verdad que nos ha sido revelada.

Conocer la verdad no es una cuestión meramente de exégesis, pero, ya que el togas se ha hecho historia y Escritura,
la tarea exegética jamás es optativa. La obediencia de la fe – a praxis– no se lleva a cabo a pesar del texto bíblico,
pero en diálogo con éste en su historicidad concreta. Si la teología ha de servir a la praxis, y si la praxis no es otra cosa
que la fe que obra por el amor, la teología tiene que ser simultáneamente una reflexión crítica sobre la praxis y una
reflexión crítica sobre la Palabra de Dios dirigida a la fe. La teología reflexiona sobre la praxis –la obediencia histórica
concreta de la fe– y sobre la Palabra de Dios –la revelación de Dios que engendra y alimenta a la fe. La fe busca
entendimiento (fides quaerens intellectum), pero el entendimiento que busca resulta de la convergencia del
conocimiento de la verdad de Dios escriturada en la Biblia y el conocimiento de la verdad de Dios encarnada en la
historia. La fe cristiana no es una gnosis, sino un estilo de vida, pero no un estilo de vida cualquiera, sino uno que se
basa en la Palabra de Dios y se nutre de ella.

La conclusión es que si la teología ha de ser una reflexión crítica sobre la praxis a la luz de la fe, la circulación
hermenéutica entre el pasado y el presente, entre la Escritura y la situación histórica, es inevitable. La respuesta tanto
a una teología racionalista, preocupada por la ortodoxia, como a una teología pragmática, preocupada por la ortopraxis,
es una teología contextual, preocupada simultáneamente por la fidelidad a la Palabra de Dios y la pertinencia a la
situación histórica.

2. La fe y la situación histórica

La teología en Europa y Norteamérica generalmente ha permanecido ajena a la realidad socio-política, indiferente a las
necesidades y el sufrimiento de los pobres. Marcada por la privatización de la religión que caracteriza al mundo
occidental,[15] se ha refugiado en la esfera de lo conceptual donde no llegan los gemidos y las lamentaciones de los
oprimidos.

La teología de la liberación ha criticado con justa razón esta postura. La revelación bíblica es una revelación histórica, y
consecuentemente los cristianos no pueden eludir la pregunta relativa a la relevancia histórica de su fe. Si a Dios se le
limita al aspecto “religioso” de la vida humana, la salvación queda totalmente fuera del campo histórico: es la salvación
de una monada espiritual. En contraste con esta visión espiritualista de la salvación, las Escrituras ven a la persona
como un ser humano completo, en quien el cuerpo es inseparable del espíritu. Nadie vive como espíritu descarnado.

Además, el Dios de la Biblia no es meramente un Dios que actuó en la historia; es el Dios que continúa actuando. Si
la teología ha de ser fiel a las Escrituras, por lo tanto, no puede ser únicamente “teología de la Palabra”; tiene que ser
“teología de la Palabra hecha carne”. Y en el contexto de la pobreza y la opresión, la teología (así como la predicación
y la educación cristianas) tiene que ser liberadora; tiene que ser una denuncia del mal institucionalizado en las
estructuras sociales y un anuncio del Reino de Dios y su justicia.

Sin embargo, cuando se concibe la situación histórica como “el texto”, el “lugar teológico referencial primero”, se abre el
camino para la subordinación de la Palabra al contexto humano. Se crea un “canon dentro del canon” y se reduce el
Reino de Dios a fin de circunscribirlo a la historia. Como resultado, se lee la Biblia selectivamente. Esta habla sólo en
relación a una situación histórica concreta y un proyecto histórico concreto, la primera interpretada y el segundo
concebido sobre el presupuesto de que la Palabra de Dios no tiene nada que contribuir a estas tareas exclusivamente
“racionales”. La concentración de la hermenéutica en la ética y la política resulta así en una teología que no hace
justicia a la totalidad de la revelación bíblica. Lo que no responde a los intereses de la praxis es puesto de lado como
irrelevante. ¡No es un accidente que la teología de la liberación sea tan inadecuada en lo que se refiere a cuestiones
que no guardan relación directa con la política o apuntan a la dimensión personal y suprahistórica del evangelio! No
tiene nada que ofrecer, por ejemplo, en lo que atañe al sentido último de la vida humana. El hecho es que si la vida de
la persona sólo tiene sentido en conexión con eventos históricos y públicos, entonces no tiene ningún sentido más allá
de la muerte. Sin embargo, según la enseñanza bíblica el sentido de la existencia humana no se define exclusivamente
con relación al proceso histórico sino también en relación con el destino último del individuo.
El asunto aquí no es abogar por un acercamiento individualista y ahistórico a la fe cristiana. Tal acercamiento no es
sólo irrelevante políticamente sino también no-bíblico. La teología no puede cerrar los ojos a la necesidad de un
proyecto histórico en que la fe se historice y se haga visible. Si es verdad que “la fe busca entendimiento”, también es
cierto que la fe busca un proyecto histórico. Sin embargo, tiene que haber una mejor manera de relacionar lo público y
lo privado, lo social y lo personal, la vida en comunidad y la vida interior del individuo que la manera sugerida tanto por
una teología ahistórica como por una teología inclinada al reduccionismo histórico.

De nuevo, la respuesta está en una circulación hermenéutica entre las Escrituras y la situación histórica. Si bien es
cierto que la situación histórica plantea preguntas a las Escrituras (v. gr., ¿cómo anunciar a Dios como Padre en un
mundo no humano?), también es cierto que las Escrituras plantean preguntas a la situación histórica (v. gr., ¿dónde
estás tú?). “Las grandes preguntas a la Palabra del Señor vienen de la práctica cristiana”,[16] pero también las grandes
preguntas a la práctica cristiana vienen de la Palabra del Señor. Si la teología ha de ser la reflexión sobre la praxis a la
luz de la fe, tendrá que leer la situación histórica a la luz de las Escrituras y las Escrituras a la luz de la situación
histórica.

3. La fe y las ciencias sociales

La tradición teológica occidental generalmente ha colocado la teología en moldes filosóficos. Bajo la influencia del
racionalismo griego, se ha propuesto relacionar la fe con las corrientes de pensamiento contemporáneo, no con los
problemas políticos y socio-económicos. Ha concebido la teología como “una forma de servicio intelectual a la Palabra
de Dios”,[17] y consecuentemente ha hecho la vista gorda a los problemas de vida o muerte que la gente común
encara en su existencia diaria.

La teología de la liberación, por el contrario, ha escogido las ciencias sociales (especialmente la sociología y la
economía) como compañeras de diálogo. Con justa razón ha visto que, ya que la Palabra de Dios se dirige a personas
y éstas no viven en un mundo de ideas sino en un mundo histórico concreto, la reflexión teológica debe adoptar un
acercamiento interdisciplinario, en diálogo con disciplinas que interpretan la realidad social. Las ciencias sociales se
han convertido así en un aspecto esencial de la tarea hermenéutica.

El análisis marxista ofrece una interpretación global de la situación latinoamericana en términos de la sociología de la
dependencia y la lucha de clases. La aceptación de la validez de ciertas percepciones contenidas en este análisis no
significa necesariamente que uno se haya hecho marxista. Además, ningún cristiano puede negar con integridad el
tono bíblico de muchas de las denuncias de la injusticia que forman parte del marxismo. Sin embargo, la pregunta es si
la teología de la liberación en general no ha ido más allá de una aceptación de ciertas percepciones marxistas
compatible con la revelación bíblica, si no ha caído en una cautividad sociológica.

Por cierto, hay quienes mantienen que el análisis marxista es estrictamente un “análisis científico” de la realidad
histórica y como tal útil a la reflexión teológica. Por supuesto – añaden –, el análisis sociológico no puede ser neutro:
para ser objetivo necesita una serie de hipótesis respecto a la dinámica de la historia, que apunten la dirección que
debe seguir la acción; pero eso no significa que la teología de la liberación considere al marxismo como una teoría
compuesta por fórmulas dogmáticas inalterables. Más bien, ve al marxismo como una teoría científica que “tiene que
ser corregida, refinada, ampliada y suplementada” pero que “ha demostrado ser un instrumento útil para la proyección
de una praxis histórica destinada a realizar las posibilidades humanas en la historia”.[18] Caben aquí las siguientes
preguntas.

En primer lugar, para aceptar el marxismo como teoría científica, ¿qué medidas se toman a fin de que el contenido
cognitivo de la fe, implícito en todo compromiso cristiano auténtico, ejerza el debido control sobre esa teoría cuyas
premisas filosóficas son parte de una cosmovisión materialista?[19] No es justo que se tilde de reaccionario a quien ve
que algo anda mal cuando a la teología se le pide que no pretenda ser objetivo en la interpretación bíblica y se deje
guiar por una supuesta objetividad científica en el análisis socio-económico. Como toda obra humana, tal análisis no
está más exento de las relatividades de la situación humana que la interpretación bíblica: tanto la lectura de la Biblia
como la lectura de la situación histórica están limitadas por el condicionamiento social. Por supuesto, cuando a una
causa se la disfraza de análisis científico, se puede conferir a ciertos fines materiales la dignidad de la pasión moral,
pero tal análisis hará poco en cuanto a clarificar los factores que hay que encarar en una situación histórica concreta.

En segundo lugar, para aceptar el marxismo estrictamente como teoría científica, ¿en base a qué se lo considera
también como un proyecto histórico en el cual la fe encontrará la manera de tornarse históricamente eficaz? Cuando la
teología de la liberación encuentra en el marxismo la estrategia pata que los hombres construyan el Reino de Dios
“desde ya en la historia”,[20] claramente se ha convertido en presa de una ilusión humanista que no está de acuerdo ni
con la experiencia humana en la historia ni con la revelación bíblica. Estamos frente a un cautiverio sociológico de la
teología, un sociologismo.

La alternativa no es una teología aislada de la realidad social, incapaz de percibir las penas y sufrimientos de los
pobres y los oprimidos. Es, más bien, una teología en diálogo con las Escrituras y la situación histórica concreta,
preocupada por la manifestación del Reino de Dios a través de señales específicas que apunten al Reino que ya ha
venido en Jesucristo y al Reino que está por venir.

4. La fe y el evangelio

La teología en Europa y Norteamérica, en términos generales, vive en un cautiverio ideológico. Esto es obvio para
quienquiera que estudie el problema con ojos críticos. Abundan las ilustraciones de cómo la ideología puede
distorsionar la verdad bíblica, Por ejemplo, la ausencia del tema de la violencia en un diccionario de ética cristiana;[21]
la poca o ninguna atención al significado de “pobre” y “pobreza” en un erudito comentario sobre el Evangelio de Lucas;
[22] la transformación de la afirmación de que “las 11 de la mañana del día domingo es la hora de la segregación racial
en los Estados Unidos” en “una herramienta dinámica que asegura el crecimiento de la Iglesia”.[23] Claramente, la
teología que surge de círculos académicos noratlánticos con demasiada frecuencia sirve para justificar la ideología del
status quo.

La teología de la liberación está en lo cierto cuando mantiene que ninguna interpretación bíblica es socialmente neutra.
En palabras de Míguez Bonino: "Toda interpretación de textos que se nos presente (ya sea como exégesis o como
interpretación ética o sistemática) debe ser examinada respecto a la praxis de la cual se origina... Concretamente, no
podemos aceptar las interpretaciones que nos vienen del “mundo rico” sin sospechar, y preguntarnos por ello, qué
clase de praxis reflejan, apoyan o legitimizan."[24]

Cuando se reconoce la relatividad de la exégesis, se puede intentar poner énfasis en el acercamiento científico a las
Escrituras, a fin de reducir los efectos del condicionamiento social. Lo que sucede entonces es que la exégesis se torna
en una disciplina académica para entretenimiento de unos pocos miembros de un club muy costoso y exclusivista; pero
la interpretación bíblica continúa reflejando la situación histórica del intérprete. Así, pues, ninguna teología está exenta
de la presión ideológica.

¿Hay salida de ese círculo vicioso en que la ideología determina la praxis histórica y ésta a su vez determina la
teología? La respuesta de la teología de la liberación es que, en vista de la imposibilidad de la neutralidad, la Biblia
debe leerse en base al análisis socio-económico marxista a fin de liberar su poder revolucionario. Si alguien objetara
esta parcialidad, el liberacionista respondería que “está en el destino de toda hermenéutica el conllevar una parcialidad
consciente o inconsciente. El ser hecha desde un punto de vista partidario, aun cuando pretenda y crea ser neutral.[25]
Siendo así – añadiría – lo que importa es “elegir bien el compromiso y la parcialidad de nuestro punto de vista”.[26]

Sin embargo, se requiere calar más hondo en el problema. Si se cree en la posibilidad de una lectura objetiva de la
realidad histórica, sopor qué se niega la posibilidad de una lectura igualmente objetiva de las Escrituras? Aunque la
objetividad científica absoluta es un mito, razón por la cual la “sospecha ideológica” es esencial en la hermenéutica, la
interpretación bíblica está condenada al fracaso si de entrada se da por sentado que la comprensión objetiva del texto
bíblico está totalmente bloqueada. Debemos dudar de nuestra objetividad, pero a la vez debemos acercarnos al texto
con la esperanza de que nuestros prejuicios no impidan que las Escrituras nos hablen, Lo que Peter Berger dice
respecto a las ciencias sociales se aplica igualmente a la interpretación bíblica: la objetividad es un ideal necesario
para el entendimiento teórico y significa que uno se esfuerza por percibir la realidad aparte de las consecuencias que la
interpretación tenga para la vida práctica; de modo que la objetividad en la metodología científica no es incompatible
con un compromiso moral y con la acción que surja de éste.[27]

Además, ¿puede la fe seguir siendo auténticamente bíblica a menos que permita que las Escrituras juzguen libremente
sus compromisos ideológicos? Si tal juicio está vedado, el peligro de que el evangelio sea desplazado por la ideología
es ciertamente grande. La afirmación de que toda teología es una teología de clase servirá simultáneamente para
desacreditar a la burguesa y apoyar a la liberacionista. Se abre así la puerta a un compromiso incondicional con un
programa político con un sistema socio-económico que en la práctica podría resultar tan opresor como aquél que se
quiere reemplazar.

Una mejor opción es una teología que lee la Biblia con la firme determinación de dejar que ésta hable, sin forzarla
dentro de un molde ideológico y sin imponer limitaciones a la Palabra de Dios. La alternativa no es: o una teología
bíblica “pura”, o una teología que intencionalmente pone al texto bíblico al servicio de la ideología. Hay una tercera
opción: una teología que continuamente busca la coherencia entre las Escrituras y la obediencia presente por medio de
un “acto sintético” en que el pasado y el presente –la Palabra y el Espíritu– se fusionan. Como Míguez Bonino ha
señalado, los eventos de la redención, tales como la muerte y resurrección de Jesucristo, son eventos del pasado pero
también del presente, de tal modo que los textos bíblicos son portadores de una Palabra viva.

Estos hechos, y consiguientemente el kerygma en el cual nos vienen, están presentes en nuestra lectura con todo el
peso de su historicidad concreta tanto como en la plena eficacia de su dinamismo. Por esta razón, la hermenéutica
teológica no puede eludir el esfuerzo por acceder al texto mediante los instrumentos (históricos, literarios, de historia de
la tradición, lingüísticos) que las ciencias de la interpretación han creado.[28]

La teología es la reflexión sobre la praxis a la luz de la fe con miras a la obediencia a la totalidad del consejo de Dios.
Representa, por lo tanto, una verdadera fusión de los horizontes del texto bíblico con los horizontes del contexto
histórico. Ni el entendimiento de las Escrituras ni el entendimiento de la situación histórica concreta son adecuados a
menos que constantemente interactúen y se corrijan entre sí. Por consiguiente, la alternativa tanto a la “Teología de la
Palabra” como a la “Teología de la Praxis” es una circulación hermenéutica en que una comprensión más rica y más
profunda de las Escrituras conduce a una comprensión mayor y mejor del contexto histórico, y una comprensión más
rica y más profunda de éste conduce a una comprensión mayor y mejor de las Escrituras desde dentro de la situación
concreta y bajo la dirección del Espíritu Santo.

Iglesia y Misión, no.02, 1982

Compromiso cristiano y conciencia social

C. René Padilla

Si mal no recuerdo, la primera vez que entré en contacto con el nombre de Gonzalo Báez-Camargo fue hace
ya muchos años por medio de un ejemplar de su versión castellana de Cantos de los barrios bajos, de
Toyohiko Kagawa. Poco después descubrí que el insigne intelectual evangélico mexicano no sólo había
traducido poemas de un autor japonés, sino que él mismo también cultivaba, con envidiable maestría, las
artes poéticas, de lo cual El artista y otros poemas me habían dado testimonio. Pasarían varios años antes
de que yo tuviese ocasión de conocer otro lado de su multifacética figura: Báez-Camargo el traductor bíblico.
Y otros más para conocer a Báez-Camargo el teólogo, Báez-Camargo el periodista, Báez-Camargo el
arqueólogo.

De entre todas las lecturas que hace unos cuantos años me ayudaron en la formación de mi propia
conciencia social, una de las que más se destacan en mi memoria es la de El comunismo, el cristianismo y
los cristianos, del distinguido enciclopedista. Especialmente el epílogo de ese pequeño gran libro, intitulado
“La acción de las iglesias y de los cristianos”, propone líneas de acción cristiana en la sociedad que a pesar
de los años no han perdido actualidad en lo más mínimo.
Mantiene nuestro autor, en primer término, que el comunismo es “un juicio de Dios sobre las iglesias y los
cristianos”. Jamás hubiera aparecido ni hubiera adquirido el poder que hoy tiene, si los cristianos
hubiésemos sido fieles a nuestra “vocación revolucionaria”. Lamentablemente, lejos de serlo, “hemos
neutralizado los fermentos revolucionarios del evangelio de Cristo”, primero, porque hemos considerado que
éste es impráctico, utópico, irrealizable a nivel social; segundo, porque lo hemos convertido en “algo
puramente individual, casi egoísta, sin trascendencia ni responsabilidades en cuanto a la situación de
nuestros prójimos en el mundo que nos rodea”. La Iglesia se ha hecho así una parte integral del orden
establecido, “una entidad francamente reaccionaria”, “aliada consciente o inconsciente de los sistemas y
clases que oprimen y explotan al pueblo”. Nos corresponde, pues, ante todo reconocer nuestra falla y buscar
el perdón de Dios por nuestra negligencia de las dimensiones sociales del evangelio y por haber dejado que
ese movimiento anticristo nos arrebate la bandera de la justicia social.

Habiendo reconocido nuestra culpa —dice Báez-Camargo— debemos dar atención a lo que tenemos que
hacer en adelante. Para él, la tarea prioritaria es “crear conciencia entre nosotros mismos de nuestra
vocación revolucionaria”, estudiando a fondo tanto el mensaje bíblico (en lo que atañe a nuestra
responsabilidad social) como las condiciones de vida de las masas populares. Además, “debemos
esforzarnos por obtener una comprensión clara y concreta de los principios cristianos en su proyección y
aplicación a esos problemas y necesidades”. Aunque Cristo no dejó un programa político y social específico
—dice Báez-Camargo— de todos modos dejó “principios” que sirven como base para una plataforma de
postulados sociales cristianos y que pueden resumirse como sigue:

(1) La vida del hombre no consiste sólo en la satisfacción de sus necesidades biológicas, sino en
realizar en sí el propósito divino
(2) la persona humana es de valor supremo en la vida social y, consecuentemente, no debe ser usada
como “un simple instrumento de producción, una bestia de trabajo, una fuente de explotación”
(3) las relaciones humanas se basan en la fraternidad, en una solidaridad que trasciende las barreras de
raza, nación o clase social
(4) la vida social requiere cooperación en vez de conflicto y libre competencia, razón por la cual el lucro
debe ser sustituido por el servicio y el bienestar común
(5) la doctrina cristiana sobre la propiedad no es la de la propiedad privada sino la de la mayordomía, de
manera que los bienes deben adquirirse con justicia y emplearse en bien de la sociedad
(6) todas las vocaciones tienen una dignidad que radica en que están al servicio de Dios y del prójimo
(7) la libertad, concebida como “libertad para realizar nuestra vocación y responder al propósito divino”,
es una condición indispensable de un orden social justo
(8) el amor es la ley suprema de la vida; está ligado a la pasión por la justicia social
(9) la paz es consecuencia de la justicia y por consiguiente “la mejor manera de trabajar por la paz es
trabajar por la justicia”

Para concluir, Báez-Camargo se refiere a la relación entre la acción evangelizadora y la acción social. “La
principal tarea de la Iglesia como una comunidad de cristianos —dice— es producir hombres nuevos como
material de construcción, digámoslo así, del nuevo orden, y prestar su decidida cooperación en toda tarea
de edificación social. En la base de esa tarea se encuentran la proclamación del evangelio de la redención
personal... y la educación cristiana como un medio de formar personalidades en las cuales se refleje el
carácter de Cristo. Pero es menester también que los creyentes... se organicen para una acción positiva en
pro de la transformación social. Esto significa una participación activa como individuos o como equipos,
células o comandos, en la promoción activa de todo lo que sea justo”.

Según se aclara al comienzo del libro, El comunismo, el cristianismo y los cristianos se basa en una serie de
conferencias que el autor pronunció inicialmente en el Seminario Evangélico de Teología, de Matanzas,
Cuba, en 1957. Desde ese entonces la situación política, social y económica de nuestros países se ha
complicado extremadamente. Los mejores sueños de progreso material que los desarrollistas formularon en
la década de los años 60, se han esfumado ante la cruda realidad de la inflación y la desocupación, la
pobreza de las grandes mayorías y la creciente deuda externa. En todos los órdenes —sea el urbano o el
ecológico, sea el educacional o el médico, sea el administrativo o el laboral— los problemas van tornándose
más y más abrumadores y la situación va haciéndose más y más explosiva.
Esta difícil realidad social incidió en el pensamiento teológico  latinoamericano, lo cual dio como resultado la
“teología de la liberación”. Resulta difícil calcular el impacto que ésta ha tenido y todavía tiene en ciertos
sectores de la Iglesia Católica Romana y de las iglesias evangélicas. Lo cierto es que en el movimiento
evangélico en general se sabe poco, casi nada, de los planteamientos de esa teología. Eso en sí podría
interpretarse positivamente si por otro lado hubiese una conciencia cristiana que está nutriéndose de la
Palabra de Dios y buscando maneras de avanzar la causa de la justicia en fidelidad al evangelio en nuestro
contexto. Sin embargo, el evangélico latinoamericano medio sigue viviendo un cristianismo que no ha
logrado superar su pasividad frente a los problemas sociales ni articular una ética social de raigambre
bíblica, informada por el conocimiento de la triste realidad que lo rodea.

En una de sus obras más recientes, Marxismo: paciencia pura o ciencia ficción?, Gonzalo Báez-Camargo
(bajo el pseudónimo de Pedro Gringoire) vuelve al tema de sus conferencias en Matanzas, Cuba. Esta vez,
sin embargo, vuelve a él (en sus propias palabras) con “una sincera y actual preocupación ante el
espectáculo de muchos cristianos, quizá la mayoría de buena fe, que no sólo creen compatible su fidelidad
al evangelio con la adopción del 'análisis marxista —que creen científico— de la realidad histórica', sino más
todavía, que es justamente esa fidelidad evangélica la que los constriñe y compromete a adoptarlo y aun a
seguir las tácticas y procedimientos que se derivan de él”. No es que el preclaro pensador mexicano haya
perdido su visión de un evangelio que no se limita al individuo y sus necesidades religiosas sino que se
extiende a todas las dimensiones de la vida humana. Es, más bien, que para él, como pata nosotros, el
compromiso supremo del cristiano es con Cristo y su evangelio, y esto precluye la aceptación de postulados
y proclamas del marxismo, aunque se presenten vestidos de ciencia. “El evangelio tiene un mensaje propio
de liberación —afirma. El apóstol social cristiano tiene que hablar y actuar en términos del evangelio, sin
dejarse arrastrar por faccionalismos políticos y menos por los de entraña anticristiana”.

Obviamente, el “hablar y actuar en términos del evangelio” requiere que profundicemos nuestras raíces en la
persona y obra de Jesucristo. Tanto en su dimensión personal como en su dimensión social, la vida cristiana
depende enteramente de la unión del cristiano con su Señor. Ya lo dijo Cristo mismo: “Una rama no puede
dar uvas de si misma, si no está unida a la vid; de igual manera, ustedes no pueden dar fruto, si no
permanecen unidos a mí. Yo soy la vid, y ustedes son las ramas. El que permanece unido a mí, y yo unido a
él, da mucho fruto; pues sin mí no pueden hacer nada” (Jn. 15.4,5).

Iglesia y Misión, no.03, 1982

Grand Rapids 82: un encuentro histórico

C. René Padilla

La "Consulta sobre la relación entre evangelización y responsabilidad social", realizada en Grand Rapids, Michigan,
EE. UU., del 19 al 26 de junio de 1982, pasará a la historia como un encuentro de suma importancia para el desarrollo
de la conciencia social evangélica a nivel mundial.

Bajo los auspicios del Comité de Lausana para la Evangelización Mundial y de la Alianza Evangélica Mundial,
cincuenta pensadores evangélicos de veintisiete países diferentes se dieron cita en el "Reformed Bible College" de
Grand Rapids para tratar otro de los muchos temas que el Congreso Internacional de Evangelización Mundial
(Lausana, julio de 1974) colocó sobre el tapete. El Documento emitido por la Consulta (del cual ofrecemos un extracto
en este número de MISION) representa indudablemente un avance significativo del movimiento evangélico en lo que
atañe a su comprensión de la misión cristiana en el mundo actual. Es en realidad una cuidadosa elaboración de dos
afirmaciones hechas en el Pacto de Lausana: (1) que "la evangelización y la acción social y política son parte integral
de nuestro deber cristiano" (sección 5), y (2) que "en la misión de la iglesia, que es misión de servicio sacrificado, la
evangelización ocupa el primer lugar" (sección 6).
La relación entre la evangelización y la responsabilidad social

La primera afirmación (junto con otra, según la cual, ya que Dios es tanto el Creador como el Juez de todos los
hombres "debemos compartir su preocupación por la justicia y la reconciliación en toda la sociedad humana y por la
liberación de los hombres de toda clase de opresión") refleja la influencia que tuvo en el Congreso de Lausana (y
consecuentemente en el Pacto) un grupo de "evangélicos jóvenes" que casi al final del Congreso emitió Una respuesta
a Lausana, [1]con la intención de destacar el énfasis en el "discipulado radical", presente en algunas de las ponencias.
En su discurso inaugural Billy Graham había predicho que la relación entre la evangelización y la responsabilidad social
sería uno de los asuntos que absorberían la mayor atención de los participantes durante el encuentro. Así fue, en
efecto, no sólo debido al aporte de varios oradores (especialmente los latinoamericanos Samuel Escobar, Orlando
Costas y René Padilla) apoyados por los "evangélicos jóvenes", sino por razón del momento histórico. Ya en el
Congreso Mundial de Evangelización realizado en Berlín en 1966, el tema había aflorado con insistencia, pero no había
logrado imponerse como un punto de la agenda general. En Lausana se hizo obvio que ya no podría postergarse por
mucho tiempo; que en el movimiento evangélico había una creciente preocupación por una toma de posición respecto
a los acuciantes problemas que afectan la vida humana en el mundo contemporáneo. El autor de esta columna no
exageró cuando en la introducción a un simposio que en 1976 se publicó bajo el título The New Face of Evangelicalism
(Inter-Varsity Press, Downers Grove, Illinois, USA) afirmó que el Pacto de Lausana, que establece la inextricable
relación entre la evangelización y la responsabilidad social, es "un golpe mortal para la superficial equiparación de la
misión cristiana con la multiplicación de cristianos e iglesias".

Aquí no podemos entrar en detalles sobre el debate que el tema en mención suscitó en círculos evangélicos después
del Congreso de Lausana. Baste decir que en la "Consulta sobre Evangelización Mundial" realizada en Tailandia en
junio de 1980 hubo quienes se esforzaron al máximo por lograr que su posición se afirmara como la línea "oficial" del
movimiento evangélico, dejando de lado la preocupación por los problemas sociales. Sin embargo, allí tan poco faltó la
nota de renovación de la conciencia social evangélica, representada por la Afirmación de inquietudes que circuló
durante la Consulta con el apoyo de un buen número de los presentes. En ésta los firmantes criticaban al Comité de
Lausana para la Evangelización Mundial por su poco o ningún interés en "los problemas sociales, políticos y
económicos que en muchas partes del mundo son un gran obstáculo para la proclamación del evangelio". Además,
pedían que en aras de la evangelización dicho Comité proveyese directrices para encarar "los problemas de
discriminación racial, tribal y sexual, el imperialismo político, la explotación económica, el hostigamiento físico y
psicológico por parte de regímenes totalitarios de cualquier ideología, y las luchas por la liberación que son
consecuencia de esa agresión violenta". El resultado fue que en su documento Oficial, la Afirmación de Tailandia, la
Consulta reafirmó su adherencia a la totalidad del Pacto de Lausana y ratificó su compromiso con la evangelización y la
acción social.

De mucha más importancia para la recuperación de una visión integral de la misión cristiana fue la "Consulta sobre el
estilo de vida sencillo" realizada en Inglaterra en marzo de 1980. El documento oficial de esta Consulta (ver MISIQN Nº.
1, pp. 4245) afirma la necesidad de la participación de los cristianos en la lucha por la justicia (Serrín 7) a la vez que en
la evangelización (Sección 8). De todos los documentos que han surgido del "Movimiento de Lausana" antes del de la
Consulta en Grand Rapids, el de 1980 es sin duda el que más se aproxima a un enfoque directo del tema de la relación
entre evangelización y responsabilidad social. Pero la preocupación allí era más bien aclarar el significado de la
resolución expresada en el Pacto de Lausana de "desarrollar un estilo de vida sencillo"; mal podía esperarse que se
diese una elaboración de ese otro tema. De todos modos, la Consulta de 1980 fue un paso importante dentro del
desarrollo de la discusión que nos ocupa en el presente artículo.

Evangelización y responsabilidad social: un compromiso evangélico, el informe oficial de la Consulta de Grand Rapids,
representa la culminación de todo un proceso de renovación de la misionología evangélica. Casi por milagro, aparecen
plasmadas allí muchas de las preocupaciones que el Congreso de Lausana sintetizara en su afirmación de que "la
evangelización y la acción social y política son parte integral de nuestro deber cristiano". Quien escribe estas líneas da
testimonio del largo y penoso recorrido que hubo que hacer en los grupos de discusión y en el plenario durante la
Consulta para que de ésta surgiese un documento que esclareciera puntos básicos e incentivara al pueblo evangélico a
una acción obediente. Sólo el Espíritu de Dios pudo hacer que el temor y la sospecha fuesen cediendo y dejando
espacio a una posición en que la evangelización y la responsabilidad social ya no son concebidas en oposición mutua
sino unidas en un "matrimonio" inquebrantable. En palabras del Documento, "aunque diferentes, están relacionadas
entre sí integralmente en nuestra proclamación del evangelio y nuestra obediencia al evangelio".

La prioridad de la evangelización

Si la relación entre la evangelización y la responsabilidad social es concebida en los términos que acabamos de
señalar, es obvio que la prioridad de la evangelización, a la cual hace referencia el Pacto de Lausana (Sección 6), no
puede significar que ésta ha de ser considerada más importante que su compañera en todo momento y en todo lugar.
Si así fuese, ¡algo andaría mal con el matrimonio! Uno de los valores del Documento de Grand Rapids es que, en
contraste con todos los documentos anteriores que han salido del seno del movimiento evangélico en todos estos
últimos años, aclara que sólo se puede hablar de "prioridad de la evangelización" en un sentido limitado, no absoluto.
Es, en primer lugar, una prioridad lógica, puesto que "el hecho mismo de una responsabilidad social cristiana
presupone que hay cristianos responsables socialmente, y sólo es posible que los haya mediante la evangelización y el
discipulado". Y es, en segundo lugar, una prioridad axiológica, puesto que "la evangelización se relaciona con el
destino eterno de la gente". Queda establecido que esta admisión de una prioridad relativa de la evangelización no
debe alentar a nadie a relegar la responsabilidad social perennemente, como si fuese prescindible u opcional, y que la
disyuntiva entre la una o la otra es en gran medida conceptual. "En la práctica —dice el Documento—, como en el
ministerio público de Jesús, la evangelización y la responsabilidad son inseparables, por lo menos en sociedades
abiertas, y rara vez, si alguna vez, tendremos que escoger entre las dos".

Definitivamente, Grand Rapids 82 representa un jalón en lo que atañe a la definición de la misión cristiana en el seno
del movimiento evangélico a nivel mundial. Es de esperarse que la renovación teológica se vea reflejada en la vida y la
acción de las iglesias.

Iglesia y Misión, no.03, 1982; nota 6

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