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Nadie que hubiera paseado su mirada por la calle Paxton en septiembre de 1940

pensaría que se estaba en guerra, de no ser por el extraño montón de sacos terreros y
las tiras de papel de color pardo pegadas en los cristales de las ventanas.
La luz del sol atravesaba el brumoso aire otoñal y se reflejaba, zigzagueando, en los
pequeños charcos que se habían formado durante la noche en las desgastadas
piedras de la acera victoriana.
Resulta curioso pensar que, quienquiera que fuese el que inventó este tipo de
acera, nunca pudo sospechar que estaba también inventando el hop-scotch [1] . Este
era el juego preferido en la calle Paxton, cerca de la tienda de conservas de Tommy.
Los cuadrados dibujados con tiza contorneaban las hendiduras de las losas grises de
la acera, que se alineaban a lo largo de la calle empedrada.
Un reducido grupo de niños se amontonaba alrededor. En tiempos de paz, hubiera
habido muchos más, el aire se hubiera llenado con docenas de gritos amistosos y
hubiera llevado mucho tiempo conseguir turno. Sin embargo, ahora no ocurría eso. La
guerra duraba ya un año entero y la mayor parte de los niños de la calle habían sido
evacuados al campo, lejos de las bombas.

Vee Harris, una rubita de once años, era la próxima.

Su verdadero nombre era Verónica pero, cuando nació, su hermana Joyce, dos años
mayor, no podía pronunciar el nombre completo y la llamaba Vee. Y desde entonces
había sido Vee. Sus compañeros de colegio la llamaban también Ronnie y, a veces,
sus hermanos pequeños, Wib y Freddy, la llamaban Bombachos. Huelga decir que ella
prefería que la llamaran Vee.
Al lado del hop-scotch, su hermano Wib Harris se hallaba cómodamente sentado en
un sillón de mimbre que había tomado en una casa cercana que había sido
bombardeada. Wib no era muy aficionado a los juegos, y siempre hacía de árbitro o
algo semejante. Otros muchachos se sentaban alrededor en ingeniosos asientos
hechos con los sacos terreros cogidos de las defensas que los hombres de la A. R. P.
[2] habían construido alrededor de la tienda de la esquina.
–Tú eres el siguiente, Wormy -gritó Sheila Dexter.

Su padre era el dueño de la pescadería, y por eso ella gritaba más que nadie.

–¡Wormy! – gritaron al unísono los demás muchachos.


–No os impacientéis, ya voy -dijo un muchacho flacucho que jugaba en el bordillo,
esperando su turno. Era de cara pálida y delgada, rematada con un corte de pelo que
el señor Willcock, el peluquero, llamaba su «todo incluido por tres peniques». El
pedazo de pizarra, lanzado por Wormy, se deslizó dentro del cuadrado. Le llamaban
Wormy porque en una ocasión tuvo lombrices [3] . Los restantes muchachos no sabían
a ciencia cierta lo que esto quería decir. Podría incluso tratarse de una de esas
palabrejas que los adultos emplean cuando no les interesa que uno se entere de su
significado. Pero, fuese lo que fuese lo que significaba «tener lombrices», le habían
dejado como secuela unas rodillas torcidas que siempre parecía que iban a
desmoronarse en mitad del salto.
–Has pisado la línea -gritaron Vee y Sheila Dexter.

–No la he pisado -protestó Wormy.

Wib se incorporó de su sillón de árbitro y miró la suela de Wormy. Allí con toda nitidez,
estaba la marca de tiza.

–Lo siento, Wormy. Las reglas son las reglas.


( Alan Parker, Charcos en el Camino)

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